jueves, 25 de junio de 2009

VUELVE, PEQUEÑA SHEBA (1952), de Daniel Mann

Esta es una poderosa adaptación de una afamada obra de teatro de William Inge que reportó un más que merecido Oscar a la misma actriz que representó el papel en los escenarios de Broadway y en la pantalla, la muy poco conocida Shirley Booth. Mujer de físico poco agraciado pero de enorme talento, Shirley Booth pertenecía más a los escenarios que a las cámaras y el nombre propio de esta película gira enteramente alrededor de ella incluso aunque figure en el reparto Burt Lancaster en una época en la que buscaba con denuedo papeles que le proporcionaran algún prestigio dramático (que finalmente conseguiría) más allá de sus exhibiciones circenses (aunque indudablemente deliciosas) que le hacían saltar por los mástiles de El temible burlón, de Robert Siodmak o por los intrincados rincones de malvados castillos de esa maravillosa excentricidad que fue El halcón y la flecha, de Jacques Tourneur.
En ésta ocasión nos hallamos ante una interpretación magistral, una adecuada dirección a través de un hombre acostumbrado a trasladar el lenguaje teatral al cinematográfico como Daniel Mann pero Booth, desde una atalaya inalcanzable, crea un personaje patético y emocional, desprovisto del más leve atisbo de intelectualidad artística, y que, pone, con una intensidad inigualable, la seguridad de que su personaje, Lola Delaney, sigue existiendo hoy en día en algún lugar perdido, esperando que vuelva esa perrita que, en fondo, es la expresión cuadrúpeda de la propia esperanza.
Además de todo ello, la forma que tiene Shirley Booth de abordar el personaje está realizada desde el trampolín de la adoración por él, por ese mismo personaje que está interpretando más allá de cualquier otro sentimiento interior.
Eso sí, al verla, no olviden colocar a su lado una caja a estrenar repleta de kleenex mientras asistimos al estremecimiento de una mujer embutida en un batín que hace que no haya más horizonte mucho más allá de la puerta de entrada de su hogar porque el alcohol, maldito alcohol, terrible droga que, en exceso, nos lleva con un billete directo hacia el fracaso, está destruyendo cada uno de los cimientos de su mundo, de su matrimonio, de su vida, de sus sueños y Booth, con su calidad de gran dama del teatro que consiguió mantener su nombre en las marquesinas durante más de treinta años, nos consigue trasladar el origen y el comienzo de cuándo una actriz comienza realmente a actuar, a ser uno de los símbolos más preclaros que ha dado el alcoholismo dentro de la realidad familiar más sórdida e impía.
Nunca ha sido menos cierto aquel viejo dicho de “detrás de todo gran hombre siempre ha habido una gran mujer” porque en esta ocasión deberíamos de reformularlo como “detrás de todo hombre pequeño también hay una gran mujer” pues eso es exactamente lo que hace el profundo y conmovedor personaje de Lola Delaney con su dipsómano marido y nos demuestra, una vez más, que las mujeres, por mucho que los hombres queramos, son mucho más fuertes, son mucho más valerosas, son mucho más decididas, son mucho más vitales, son mucho más que el mejor de los hombres.
Así que, sin querer desmerecer a los hombres de la casa, ésta película es una lección magistral para todas aquellas mujeres que, al borde de un abismo que siempre sortean con habilidad, lleguen a alcanzar el cum laude como esposas, como mujeres y como madres. El drama esta ahí delante. La solución está dentro de nosotros mismos. Y ésta es una película excepcional para todos: hombres y mujeres, alcohólicos y sobrios, desesperados y esperanzados, expertos y legos, seres humanos y humanos seres...

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Voy a cazar al vuelo este post, magnífico otra vez, para enganchar con una de mis pelis de siempre aprovechando tu mención de soslayo de "El halcón y la flecha".
Yo no tendría aun los 10 años, ahí andaría. Llevaba poco tiempo viviendo en mi nuevo barrio, Aluche. Yo venía del centro de la ciudad, de una calle muy cercana a la Plaza Mayor. Allí abundaban monumentos pero faltaban niños, jugaba en la Plaza de Oriente, un sitio precioso, pero jugaba solo. En mi nueva casa, los niños inundábamos calles, plazas, esquinas y rincones. Era como un pueblo, donde todos los niños van juntos. Desde los ya fumadores con 15 años hasta los micos de 8.
En mi barrio había un cine, el España, cine de sesión doble y continua, repleto de militares de los cercanos cuarteles de Campamento. Cine de recogimiento, es decir, el sitio donde te recogías cuando el frío invierno arreciaba o la lluvia amenazaba con empaparte o los rigores veraniegos de Madrid hacían imposible la existencia. Cine de tarde de domingo, no se porque nunca sábados. Cine de 4 a 9, la sesión continua te permitía ver la primera película dos veces. Cine de pelis de Paco Martinez Soria, de Lopez Vázquez y de chicas en bikini, de Tony Leblanc y Laura Valenzuela, de cine de espías que no entendíamos, de luchas de artes marciales, de un luchador mejicano llamado “El santo”, de gendarmes de Saint Tropez.
Eso era lo habitual, pero un día, uno de los mayores propuso un gran plan, conocía un cine que costaba 12 pesetas, nuestro cercano España costaba 25, teníamos que ir en metro, eso si, pero con billete de ida y vuelta, 8 pelas, no ahorrábamos ¡¡un duro¡¡ para comprar chuches.
Obviamente y tras convencer a nuestros padres de que no había riesgo, (ni me imagino ahora si mi chaval de 10 años nos dice que se va al cine con sus amigos al centro de Madrid), accedieron de buena gana.
Así descubrí el Cine Salaberry en la Calle General Ricardos, el cine más barato de Madrid, pero también descubrí el verdadero cine. El Salaberry tenía un precio tan bajo porque proyectaba películas de 10 o 15 años de antigüedad y nunca estrenos o, como era lo habitual en los cines de barrio, las que habían estado el año anterior en los cines de sesión numerada. Y así aquel día de gran aventura, en la que un crío de apenas diez años salió de la seguridad de su entorno, cogió el transporte público y llegó a un nuevo territorio inexplorado, me encontré con “El halcón y la flecha” y me encontré con la emoción de la aventura, con las piruetas y la agilidad de un tipo mudo y bajito y de su compañero, un grandullón de gran sonrisa y pelo ensortijado que se llamaba Burt Lancaster, con una bellísima Virginia Mayo, con peleas espectaculares, con malos siniestros, con gente buena explotada por el señor feudal. Y descubrí el cine y disfrutar con él. Hubo un antes y un después porque tras aquella excursión yo anhelaba volver al Salaberry a ver “Los 7 magníficos”, “20.000 leguas de viaje submarino”, “El ladrón de Bagdad”, etc…Mientras mis amigos se frotaban las manos porque en el España iban a poner la última de Bruce Lee, yo miraba en el TP para comprobar que en el Salaberry echaban “Objetivo Birmania” y “Cantando bajo la lluvia”.
Luego llegó el destape y acabó con todo, claro que yo llegué a la adolescencia y el destape era lo que más me interesaba en el mundo.

En fin, que siento haber dejado de lado a la magnífica Sheba y destilar mi nostalgia por este post, pero no he sabido evitarlo.

Abrazos infantiloides. Carpet

César Bardés dijo...

Mi tía vivía allí en General Ricardos y fuimos cientos de veces al Salaverry y al Florida. El España no era santo de su devoción. Claro, con cinco primos...Recuerdo que por allí descubrí "Horizontes lejanos", "Desde Rusia con amor" y muchas otras más que mi memoria no relaciona. Quién sabe, quizá coincidiéramos en alguna de aquellas sesiones y dos niños se quedaron maravillados con el cine que descubría una sala de barrio. Muy bonito todo lo que has contado, Carpet, un tesoro de recuerdo.

M.I. dijo...

Yo igual, igual que tú. Sólo que en mi pueblo no había que coger el metro, y el cine era gratis porque lo pagaba el Ayuntamiento y lo hacían los húngaros. Vamos, que toda la paguilla era para comprar nubes dulces mientras veías cine clásico.

Anónimo dijo...

Tendría yo unos ocho o diez años cuando me regalaron una especie de agenda, con un apartado donde apuntar las "Películas favoritas". Recuerdo las primeras de la lista: "Quiero vivir", "La gran familia" y "Vuelve pequeña Sheba". Así empezó mi afición al cine, delante de la tele los sábados por la tarde, con mi agenda a mano. Lo único que recuerdo del argumento es que Sheba era una perrita que se perdía o algo así. No he vuelto a ver la película pero, al ver la entrada, he coincidido con vosotros en recuperar unas cuantas sensaciones de entonces, de cuando las historias que me contaba el cine me llegaban sin pasar por el filtro de la mente, sin interpretaciones ni análisis, directas a la emoción que vibraba en ellas. Ha pasado un tiempo (en mi caso no mucho..) pero gracias a este post he podido comprobar que, de lo percibido, conservo lo fundamental, la impronta que la ternura de esa historia dejó en mí. Y lo sé porque al ver el título, ha asomado a mi rostro una sonrisa plagada de complicidad hacia la niña que fui.

Voy a buscarla porque me apetece muchísimo verla. Como siempre, muchas gracias, señor Bardés.

Saludos a todos
Mul

César Bardés dijo...

Las gracias a ti, señorita Mul. Uno de los objetivos de este modesto blog es descubriros o refrescaros algunas historias que permanecen almacenadas con una capa de polvo en el baúl del olvido así que, si gracias a mis tontas letras, consiguen entraros ganas de buscarlas y volver a verlas algo sonríe dentro de mí, muy cerca del corazón. Yo también hacía una lista con las que me gustaban...hasta que se me acabó el cuaderno y entonces me dije si es que me gustaban demasiadas. Sí, me gustaban. Y me siguen gustando.