 Puede que éste sea el intento más comercial de toda la carrera de Sam Peckinpah después del fracaso que tuvieron sus últimos proyectos como Quiero la cabeza de Alfredo García (una película que se ha convertido en objeto de culto para muchos pero cuyo acabado formal me parece demasiado cercano a lo chapucero) y de Los aristócratas del crimen (una historia de ladrones de guante blanco que pegaba tanto con Peckinpah como una sotana a un chucho). A continuación realizó La cruz de hierro, que aunque excelente no alcanzó ningún éxito en taquilla y con éste envite de Convoy salió más que airoso del asunto. El estilo violento del gran y algo irregular director se ajustaba como un corsé bien apretado a las gracias y desgracias de un grupo de camioneros capitaneados por un estupendo Kris Kristofferson que se convierte en el pivote alrededor del cual se unen espontáneamente en una rebelión de motores explosivos y gasolina a chorro contra el principio de una autoridad tácitamente establecida. El sempiterno y fascinante uso de que de la cámara lenta hace Peckinpah, casi siempre aplicado a la expresión máxima del dolor humano, se traslada aquí a esos enormes monstruos del transporte que jalonan las rutas estadounidenses con la idea de que, en el fondo, esos cacharros también tienen vida. Así Peckinpah conseguía reunir una de sus particulares obsesiones como la romántica revolución de unos hombres que asisten al final de una época con el ansia de espectáculo que demandaba un público ávido de acción trepidante y que comenzaba a dar más importancia a las explosiones, persecuciones, acrobacias circenses y destrozos variados que al mismo argumento hasta llegar, naturalmente, hasta el paroxismo que impera en el repetitivo y vulgar cine de nuestros días.
Puede que éste sea el intento más comercial de toda la carrera de Sam Peckinpah después del fracaso que tuvieron sus últimos proyectos como Quiero la cabeza de Alfredo García (una película que se ha convertido en objeto de culto para muchos pero cuyo acabado formal me parece demasiado cercano a lo chapucero) y de Los aristócratas del crimen (una historia de ladrones de guante blanco que pegaba tanto con Peckinpah como una sotana a un chucho). A continuación realizó La cruz de hierro, que aunque excelente no alcanzó ningún éxito en taquilla y con éste envite de Convoy salió más que airoso del asunto. El estilo violento del gran y algo irregular director se ajustaba como un corsé bien apretado a las gracias y desgracias de un grupo de camioneros capitaneados por un estupendo Kris Kristofferson que se convierte en el pivote alrededor del cual se unen espontáneamente en una rebelión de motores explosivos y gasolina a chorro contra el principio de una autoridad tácitamente establecida. El sempiterno y fascinante uso de que de la cámara lenta hace Peckinpah, casi siempre aplicado a la expresión máxima del dolor humano, se traslada aquí a esos enormes monstruos del transporte que jalonan las rutas estadounidenses con la idea de que, en el fondo, esos cacharros también tienen vida. Así Peckinpah conseguía reunir una de sus particulares obsesiones como la romántica revolución de unos hombres que asisten al final de una época con el ansia de espectáculo que demandaba un público ávido de acción trepidante y que comenzaba a dar más importancia a las explosiones, persecuciones, acrobacias circenses y destrozos variados que al mismo argumento hasta llegar, naturalmente, hasta el paroxismo que impera en el repetitivo y vulgar cine de nuestros días.Para acompañar a la figura del héroe con aura de leyenda que encarna Kristofferson, Peckinpah no dudó en llamar a una vieja amiga de viejos tiempos como Ali McGraw (recordemos la incursión que hizo en su cine con la excepcional La huida) que se muestra más atractiva que nunca en medio de los rugidos y algarabías que salpican todo el metraje con la fuerza de las gigantescas ruedas de los enormes trailers arrastrados por un buen puñado de camiones que se atreven, con su pequeña y ruidosa revolución, a paralizar las arterias de asfalto de la que se nutre una parte muy importante del transporte nacional norteamericano.
Tal vez fuera la última vez que Sam Peckinpah diera en la diana con su particular estilo cercano a la ferocidad y, desde luego, es un film inferior a sus obras maestras Duelo en la alta sierra, Grupo salvaje, La balada de Cable Hogue o La huida pero el éxito fue tal que otros (como Hal Needham en Los caraduras, con Burt Reynolds y Sally Field) no dudaron en apuntarse al género. El resultado es de un innegable espectáculo de grandes proporciones, bien llevado, bien dirigido, algo gamberro y el verdadero testamento cinematográfico de un hombre que no dudó en hacer las películas en las que creía para no convertirse en un errante y contestatario pato loco...Entre otras cosas porque la locura fue estrechando, poco a poco, su abrazo alrededor de él.
Con este artículo cerramos temporalmente este blog por vacaciones hasta el día 25 de agosto. Para entonces, habrá nuevas ideas y un descanso que, de vez en cuando, también el pensamiento necesita. Os deseo un feliz verano a todos.

















