viernes, 26 de febrero de 2016

EL RENACIMIENTO DEL OSCAR



Echemos por un momento la vista atrás y tiremos de hemeroteca. En la última semana de marzo de 1966, hace cincuenta años, se entregaban los Oscars. No fue un año especialmente bueno pero he escogido esa fecha por la redondez de su cifra. Podríamos haber cogido cualquier otra. En aquel momento, asumida la cuenta de que muchas películas se estrenaban con un considerable retraso en España, convivían en cartelera películas como Los raíles del crimen, de Costa-Gavras; la ganadora del premio de aquel año, Sonrisas y lágrimas, de Robert Wise; Mary Poppins, de Robert Stevenson que fue el premio a la mejor actriz el año anterior para Julie Andrews; La ingenua explosiva, de Elliot Silverstein que proporcionó el  Oscar a Lee Marvin; El coleccionista, de William Wyler; la última producción de Samuel Bronston en España El fabuloso mundo del circo, de Henry Hathaway; Help!, con los Beatles en la cresta de la ola; Los cuatro hijos de Katie Elder, de Henry Hathaway; se acababa de estrenar con muchísimo retraso Ciudadano Kane, de Orson Welles; en España el nuevo cine español intentaba abrirse camino con Crimen de doble filo, de José Luis Borau; compartían cines tanto Goldfinger como Desde Rusia con amor a mayor gloria de James Bond; Sam Peckinpah intentaba sacar a flote su Mayor Dundee; la gente se reía a mandíbula batiente con Jerry Lewis y Tony Curtis en la maravillosa comedia de enredo Boeing, Boeing, de John Rich; Frank Sinatra se evadía de los nazis en un viaje improbable en tren en El Coronel Von Ryan, de Mark Robson; Anthony Quinn se marcaba un baile mítico en Zorba, el griego, de Michael Cacoyannis; John Ford realizaba su último western con El gran combate; Alexander MacKendrick reunía a Anthony Quinn y a James Coburn para la perturbadora Viento en las velas; también se estrenaba con retraso ¡Viva Zapata!, de Elia Kazan y se disfrutaba del primer Oscar a un actor protagonista de color como Sidney Poitier en Los lirios del valle.

No fue un gran año…pero hay que ver qué diferencia con la cartelera que nos podemos encontrar hoy en día. Sin embargo, desde el mismo momento en que se anunciaron las nominaciones hemos podido comprobar que el nivel ha subido ligeramente, que el Oscar, aunque tímidamente, ha experimentado un pequeño y esperanzador renacimiento en la calidad de las películas nominadas. Y eso, se mire como se mire, es una buena noticia para cualquier cinéfilo que, de verdad, ame al cine.
El premio a la mejor película será, sin duda, para El renacido, de Alejandro González Iñárritu. Con ecos de Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Sidney Pollack y con un estilo marcadamente perfeccionista que por momentos recuerda a Stanley Kubrick es una película de supervivencia, de misticismo, de venganza y de Naturaleza extrema que no ha gustado a todo el mundo pero ha sido difícil de realizar y no tiene un rival que pueda hacerle sombra.
Como mejor actor parece que tampoco hay duda de que, por fin, será el año de Leonardo di Caprio. Después de cinco nominaciones es hora de que se le otorgue un reconocimiento a un hombre que ha pasado de ser el niñato favorito de las quinceañeras a un actor hecho y derecho, con recursos impresionantes, capaz de llevar él solo una película sin apenas diálogos y con una presencia en pantalla que llega a ser magnética, atractiva y que le convierte en uno de los mejores actores de su generación.
Puede que el Oscar a la mejor actriz esté un poco más abierto pero es más que posible que el premio vaya para Brie Larson por su papel de abnegada madre en Room, una película, cuando menos, curiosa que narra el terrible drama del secuestro de una joven prolongado a través de los años por parte de un hombre con el que llega a tener un hijo sin renunciar en ningún momento a la libertad. Lo bueno del papel de Brie Larson es que huye de las estridencias y de los desgarros, está complicadamente sobria en todo momento sin renunciar al dramatismo y consigue un raro equilibrio que la coloca por encima de sus competidoras. Además así la Academia cumple con creces con el consabido premio para el cine independiente..
En el apartado de mejor actor secundario la Academia se decantará por el premio a un personaje que nos ha estado entreteniendo, de una u otra manera, durante más de cuarenta años y ése no es otro que Rocky Balboa interpretado de principio a fin por Sylvester Stallone, en esta ocasión en la menos que mediocre Creed. Un premio injusto porque el ganador moral debería ser Mark Rylance por ese espía gris e impasible de El puente de los espías (probablemente una de las mejores películas del año a la altura de El renacido). Hollywood siempre tiene algún premio compensatorio y esta es la categoría en esta ocasión.
El premio que más abierto está es el de mejor actriz secundaria. Es muy posible que la que se lleve el gato al agua sea Alicia Vikander por La chica danesa pero está rondándolo muy cerca una excepcional Rooney Mara por Carol. Personalmente creo más meritorio el trabajo de la segunda pero me temo que aquí su crítico favorito se va a equivocar. Sin olvidar la opción Winslet por la muy mediocre Steve Jobs o incluso la intensa Rachel McAdams por la excelente Spotlight.
El director ganador será Alejandro González Iñárritu por El renacido. Rodaje difícil, película excelente, actores a un gran nivel (no olvidemos que, además del enorme trabajo de di Caprio también anda por ahí un fantástico Tom Hardy), técnica impecable, fotografía esplendorosa…tiene todos los ingredientes para ganar. Eso sí, que el mejicano se despida de otro premio hasta dentro de muchos, muchos años.
La mejor película de habla no inglesa tiene una clara favorita con El hijo de Saul, producción húngara dirigida por Laszlo Nemes. Hace muchos años que no se premia a una película de Hungría (que yo recuerde desde que Istvan Szabo lo ganó en 1981 con Mephisto basándose en la novela de Klaus Mann) y además es la mejor. Quizá la francesa Mustang, de Denis Gamze Erguven tenga sus opciones pero son mínimas frente al huracán del este.

Spotlight tendrá su premio al mejor guión original y algo más abierto se presenta el de guión adaptado con opciones para La gran apuesta aunque en mi gusto personal entra mucho mejor una película de enorme sensibilidad y buen hacer como Brooklyn. En todo caso, habrá que estar atentos para ver si este crítico se equivoca como es habitual y si Hollywood sigue, poco a poco, renaciendo en el imaginario de tantos espectadores que estamos ávidos de historias buenas que nos trasladen de esta realidad en la que ninguno quisimos vivir. Para eso están los sueños. Para eso está el cine.

jueves, 25 de febrero de 2016

BROOKLYN /2015), de John Crowley

Nadie se va de su hogar porque quiere. En algún momento puede que el futuro se ausente y la grisácea rutina se apodere de la vida de tal manera que sea imposible vivir ahí. Siempre se sueña con algún paraíso en otro lugar, con otras costumbres, otras gentes. Y siempre, como una regla que no tiene excepción, se intentará que ese lugar sea lo más parecido al hogar de donde se partió. Se tratará de llevar una vida con las mismas rutinas, con gente que también es prisionera de la nostalgia, con la diferencia de un futuro que no tiene muchas ganas de volver a irse.
Y así, la pena empieza a devorar desde el mismo instante en que se pone el pie en tierra extraña. Todo suena a nuevo. Todo hace recordar que el elemento extraño es uno mismo. Aunque tengas a un conocido de un conocido de un conocido de tu familia cerca. Aunque los días se repitan monótonamente como una vieja melodía que se escuchó demasiadas veces en los largos días de lluvia. Lo importante es que esa nostalgia abrumadora no haga olvidar a la persona que hay dentro de cada uno de nosotros, porque ahí es donde perdemos la identidad, nos confundimos con la multitud y comenzamos a ser uno más.
No dejará de ser permanente la sensación de que la tierra donde uno nació es una cuerda que tira con fuerza en demasiadas ocasiones. Allí están todos los recuerdos y todos los cariños e, incluso, todas las obligaciones que aún quedan por realizar. Solo la amargura de la memoria reavivada será suficiente como para comprobar hasta qué punto se pueden torcer las sueños porque, al fin y al cabo, por mucho que se haya intentado hacer un nuevo hogar, la tierra de donde provenimos es el mejor sitio del mundo, el más apacible, el más cómodo, el más tierno y el más entrañable. Solo quien es torpe podrá tocar la tecla equivocada y entonces el sueño torcido se convierte en línea recta. El abrazo olvidado se transforma en cariño eterno y el futuro vuelve a estar ahí, dando forma a los sueños, dando vida al mañana.

Es raro encontrarse con una película que se deja ver con la suavidad de una mañana irlandesa y con el agrado de un ocaso americano. Saoirse Ronan pone belleza y muchísima verdad en su retrato de inmigrante que busca una vida, no necesariamente grande, que, al menos, ofrezca ilusión sin maldad. El dolor está ahí, en sus ojos de color mar irlandés. El remordimiento se dibuja en sus mejillas de arena y miel. La alegría se intuye en sus labios de llamada irresistible. Las frustraciones, los deseos, la rabia, el amor, la inseguridad…todo está ahí de forma sugerida dando forma a una gran mujer que sabe que es puro sentimiento pero también intuida fragilidad. Y nosotros nos enamoramos de ella, y comprendemos lo que siente, y la acompañamos en su viaje de ida y vuelta, creyendo que así, con nuestro apoyo, ella va a encontrar la verdad de su existencia. Lejos de viejas melodías irlandesas que recuerdan a tardes de lluvia observadas tras el cristal. La vida llama con fuerza a su puerta y ella no tiene otro remedio que abrirla porque si no, se va a formar un escándalo. Y no merece eso. Solo la felicidad tiene derecho a acariciar su rostro de vez en cuando. Y nosotros solo podemos observar ese sublime momento en el que todo encaja sin excusas.

miércoles, 24 de febrero de 2016

¡AVE, CÉSAR! (2015), de Joel Coen y Ethan Coen

¿Quieren ver una acumulación de ineptos? Nada más fácil. Acudan a un estudio de cine. Allí tendrán, por paradójico que pueda parecer, a gente que no sabe actuar, gente que no sabe dirigir, gente que no sabe ser discreta y chismosas profesionales que publican lo primero que se les pasa por el sombrero. Los estudios de cine, al fin y al cabo, tratan de hacer ficción de la realidad y hacer ficción de la realidad. No, no me he vuelto loco. Es que tengo que escribir la verdad.
Y es que no se trata solo de servir unos cuantos sueños consistentes en improbables bailes clásicos de marineros que tienen que consolarse entre sí, figuras geométricas de nadadoras sobre el agua, desfiles imperiales que nos retrotraen a la Roma clásica o películas de cine negro de rancio abolengo y homenaje aparente que muy pocos llegan a pillar. También se dedican a disfrazar las vidas de todos los que tienen un nombre en las marquesinas porque quieren que la gente siga soñando cuando abren una revista, leen un titular o forjan en su imaginación la personalidad de sus admiradas estrellas. Y claro, eso es una tarea de titanes cuando hay menos cerebro que voluntad, menos responsabilidad que arte y menos verdad que mentira.
Para liarlo todo un poco más, vamos a meter a unos pretendidos revolucionarios de pacotilla que lo que pretenden no es el bien común sino el bien de la saca que cada uno quiere llenar amparándose en el arte, en la justicia social, en el hombre como sujeto económico (aunque eso no quiere decir que el hombre cifre sus ambiciones en el dinero, eso solo ocurre en el decadente capitalismo) y en una supuesta renovación del pensamiento expuesta solo para mentes bastante limitadas que se arreglan con un par de guantazos. Quizá incluso el capitalismo llegue a comportarse como un comunista al rechazar una oferta de trabajo soñada pensando en el bien colectivo. ¿Alguna pregunta? ¿Alguien ha entendido algo?

Pues bien los Hermanos Coen colocan a un montón de primeros nombres en una farsa que casi nadie llega a entender porque, sencillamente, el cine clásico es algo que solo interesa a unos pocos enfermos. Para el resto es como si hablaran de física cuántica. No deja de ser menos cierto que se quedan algo cortos, como si les hubieran arrebatado gran parte de su habitual acidez y se quedaran con la parte más tonta de esta pandilla de ineptos que ni sabe lo que quiere, ni quiere como actúa, ni actúa como debe. Y eso deja un cierto aire de decepción en el aire, por otro lado, muy superior al que mucha gente le atribuye. Hay continuos guiños hacia el cine clásico de todo tipo, clase y condición. Los actores desfilan como si fueran espejos deformados de auténticas personalidades del cine de los cuarenta y de los cincuenta. Incluso hay alguno francamente desaprovechado en ese intento desaforado por dejar en ridículo a toda la comunidad cinematográfica que pobló los grandes estudios de la época dorada del cine. Quizá porque diciendo las bromas se dicen grandes verdades y todo el mundo esperaba una comedia loca e imparable cuando en realidad es una parodia de cierta inteligencia, que necesita de un público por encima de la media y que también reivindica algo para el espectador actual que, a pesar de todo, no está tan avanzado con respecto al ingenuo incauto que pasaba por taquilla en mil novecientos cincuenta y uno. 

martes, 23 de febrero de 2016

GARY COOPER QUE ESTÁS EN LOS CIELOS (1980), de Pilar Miró

Si os apetece escuchar el debate que sostuvimos en "La gran evasión" a propósito de "El expreso de medianoche", de Alan Parker, podéis hacerlo aquí.

Ser mujer nunca ha sido un oficio fácil. Los hombres se han encargado de instalar la desconfianza en el ánimo de todos aquellos que son subalternos de una mujer.  Y, cuando se llega al sueño, la angustia se instala porque una maldita enfermedad hace su aparición y queda poco, muy poco tiempo para dejar las cosas en orden. E inevitablemente, se echa la vista atrás y surge la pregunta de si tanta lucha por alcanzar los sueños ha merecido la pena. Si se ha pagado un precio excesivo por el sacrificio de amar, de sentir, y, en definitiva, de vivir a cambio de un éxito profesional que, aún así, siempre está en entredicho. Andrea lo sabe y mira su cuerpo y no lo reconoce porque el mal crece dentro de ella y puede que ya no haya más órdenes, ni más rodajes, ni más noches con mañanas placenteras al lado de un cuerpo caliente. Tal vez ya solo queda el vacío, la imposibilidad. Y las palabras se quedan cortas, inanes, huecas…como se quedará el cuerpo de Andrea después de someterse a la operación que decidirá si hay un futuro o todo se acabará reduciendo a un pasado que acabará por olvidarse.
“Tiempo es lo único que no puedo darte”, dice Andrea. Y entonces la cámara se queda suspendida, la mirada se convierte en algo para ser visto, la realidad, de repente, deja de tener ese atractivo natural que hace que se aprenda y se forje a una cineasta que rompió fronteras e impuso nuevas normas. La mujer pública comienza a ser una mujer privada, encerrada con sus miedos y, sobre todo, con sus soledades elegidas. Y la verdad cae por su propio peso en un pensamiento que nunca ha dejado de trabajar. Porque los profesionales de los sueños nunca dejan de darles forma, de modelarlos, de tratar la forma en la que se puede filmar un día más. Aunque sea un día más de la propia vida.

Pilar Miró dirigió Gary Cooper que estás en los cielos a modo de confesión, como si fuera un enorme lienzo en donde desnudarse y dejar evidente cuáles fueron los miedos que la asolaron todos los días de su vida cuando ella solo era una mujer que quería dirigir películas. Su alegato se convertía en un fresco sobre la vulnerabilidad de la mujer, por mucho que la cáscara se mantuviera dura y, a menudo, sin piedad. También había algo de orgullo insultante en todo ello mezclado con una llamada de socorro reservada solo a los que tenían un corazón tan grande como ella que, al final, también llegó a fallarle. No es su mejor película porque ese honor está reservado a Beltenebros, donde ese encuentro entre pasado y presente que salpica todas sus historias, se muestra de manera brutal y muy clásica pero no deja de ser un testimonio valioso de una mujer que alcanzó el éxito profesional en medio de una sociedad que aún no había asimilado valores tan simples como la igualdad entre sexos, la eliminación de prejuicios sumamente atrasados y retrógrados y la constatación de que el talento no era una cuestión de sexo, sino de cerebro. Y las mujeres tienen muchísimo de eso.

viernes, 19 de febrero de 2016

LA HABITACIÓN (Room) (2015), de Lenny Abrahamson

El olor a cerrado impregna todas las prendas, todas las paredes, todos los platos y cubiertos. El horizonte se ha estrechado tanto que se ha convertido en un cuadrado perfecto sin más salida que una mísera ventana en el techo que solo ofrece cielo. El encierro es una tortura que hace que una persona muera cada día y otra no tenga ninguna visión del mundo. Ni hostil, ni amistosa. Simplemente el mundo está reducido a cuatro paredes con olor a moho y la ilusión se queda siempre fuera. Allí donde también habita la maldad.

Pero lo peor de todo no ocurre cuando hay que habituarse a vivir la vida en una caja sino cuando los horizontes se derrumban, las paredes caen y comienza la terrible sensación de estar solo y perdido en un mundo demasiado grande, con muchas luces, con mucha gente yendo de acá para allá, con la prisa en las piernas y en los nervios y con ruidos y luz y con bondades ajenas que tapan cosas malas. Si dentro hubo que demostrar paciencia y valentía, fuera hay que tener empuje sin miedo. Porque ése es el gran enemigo, el miedo. Miedo a cruzar una puerta. Miedo a entrar en otra habitación extraña. Miedo a que te hable alguien distinto a tu madre. Miedo a que los juguetes no sean más que trampas para retener la libertad recién estrenada. Y el miedo puede llegar a paralizar, a atar de pies y manos sin más explicación que el mismo miedo. La sinrazón está rondando. La locura busca tiernas víctimas.
Sin embargo, siempre habrá una voz que diga las cosas con calma y que comienza a hacer ver que la empatía es también algo con lo que hay que vivir. El sensacionalismo aparece y nada es como se había soñado. Más que nada porque no se sabe si es real o no. La televisión fue durante siete años lo único tangible en el prolongado limbo y la mente está maltrecha intentando asimilar el espacio abierto de un mundo ahogado en sus imperfecciones pero que, si se mira y admira por primera vez, puede parecer algo muy cercano al paraíso.
Película que contrapone los extremos como si la rutina fuera compañera de la desgracia, la actriz Brie Larsson destaca por derecho propio en el papel de esa mujer que es prisionera y aún no consigue adaptarse del todo a la extraña libertad, a la ajena libertad que ha sido solo una quimera imposible durante demasiados años. No es fácil ponerse en el lugar de la mirada virgen de un niño que lo único que ha visto han sido cuatro paredes, un tragaluz y unas cuantas sillas. Aunque quizá demasiado a menudo olvidemos que los niños suelen ser más fuertes que los adultos aun siendo más vulnerables. Una vez que se traspasa la puerta que mantiene encerrada hasta una fantasía que pide volar pero que ni siquiera sabe lo que son unas alas, todo se convierte en un interrogante que no consigue demasiadas respuestas. Ahora las velas de cumpleaños son de verdad y los sentimientos puede que sean la mejor decoración para un mundo que no podía, ni de lejos, ser tan grande. Ahora el miedo tiene que dejar paso a la incertidumbre a la que tanto nos hemos acostumbrado y la habitación se ha ensanchado hasta rozar los límites de la inmensidad. Ahora todas las pesadillas y las voces escondidas tienen espacio para correr y huir. La extraña libertad, esa cualidad tan dulce y amarga, tan intangible y tan presente, ha llegado para quedarse y todos tienen que aprender que el amor estuvo asediando al encierro esperando su oportunidad. Quizá sea la hora de salir y de tocar la luz del sol haciendo frente al pasado y diciendo bien a las claras que todo se aguantó porque había un niño esperando para nacer. Todos, al fin y al cabo, vivimos en habitaciones de las que nos cuesta salir para enfrentarnos a una vida que también secuestra y amenaza, que nos cuida y nos desprecia, que nos viola y nos acaricia. Es abrir los ojos y verlo todo para saber distinguir entre lo bueno y lo malo. Es así de complicado. Muy difícil de explicar para la mirada inocente de un niño.

jueves, 18 de febrero de 2016

TRUMBO (2015), de Jay Roach

Ya era hora de que el cine se ocupara de la figura de un guionista de la talla y de la valentía de Dalton Trumbo. A él se deben muchos de los guiones más inteligentes que ha dado Hollywood en su época dorada y, no solo eso, sino que luchó con todas sus fuerzas contra la vergonzante caza de brujas que emprendió el Comité de Actividades Antiamericanas contra todo lo que fuera sospechosamente de izquierdas. Si hubo un héroe en aquella época, ése fue Dalton Trumbo.
Y lo fue porque renunció al comunismo panfletario y populista y simplemente cogió el arma que más a mano poseía como su inteligencia. Él sabía lo que era justo y lo que no lo era y trató de que ese sentimiento se traspasara a todos los estamentos de la industria en la que trabajaba sin intentar convencer a nadie de que ésa era la mejor opción. Y cuando tuvo que ir a la cárcel, lo hizo con pena pero sin pestañear. Y cuando tuvo que seguir trabajando en lo único que sabía hacer bien, encontró la fórmula para hacerlo con inteligencia, diciendo lo que pensaba entre líneas y, además, dando toda la calidad de la que era capaz incluso cuando la película en cuestión era de cuarta clase. Su calidad humana era incuestionable porque nunca renunció a sus creencias, nunca guardó más rencor que el de la injusticia que se volcaba sobre un puñado de amigos y nunca dejó de amar a su país. Un país que iba bien pero que, bajo su punto de vista, podía ir mejor.
Implicó a su familia y las letras nacieron con un talento desacostumbrado. Rompió las listas negras porque ante la obra maestra solo se pueden callar las bocas. Escribió con tapaderas, pseudónimos y subterfugios y salió adelante como uno de los mejores escritores que nunca tuvo el cine. A pesar de pagar un alto precio personal. A pesar de que la falacia y el cinismo le rodeó en cada una de sus líneas viviendo un tiempo de traiciones y canallas. Ni siquiera tenía el aspecto de un héroe, solo el de un intelectual que daba y exigía justicia. Daba y exigía. Y quizá ahí estaba el secreto.

Bryan Cranston encarna al mítico guionista con un acierto pleno que nos lleva a profundizar en la fascinante personalidad de Dalton Trumbo deseando saber cuál es la letra siguiente, la próxima metáfora y el gesto de la auténtica libertad. Él es dueño y señor de la película mientras otros actores dan vida a Kirk Douglas, a Edward G. Robinson, a John Wayne, a Otto Preminger o a Hedda Hopper. Y la personalidad de su interpretación es de tal altura que uno llega a desear que existan más hombres como Dalton Trumbo, garantía de que la libertad no es algo para tomarlo a broma dentro de un sistema que funciona y que él no quiere derribar, sino que desea que cumpla con su obligación. Es el paso de la libertad de derecho a la libertad de hecho, algo que no siempre se da con la verdad como fondo. Y, ante todo, es la demostración de que esa misma libertad de hecho se gana haciendo lo que mejor se sabe hacer, diciendo bien a las claras que todos tenemos un talento natural para algo y que debe ponerse al servicio de la gente libre, diciendo las verdades y buscando la evasión. Porque las películas existen para algo. No son solo un mero entretenimiento imaginado con fines comerciales. También son un testimonio y un mosaico de nuestras propias vidas en las que el héroe suele ser un tipo que no llama demasiado la atención. Alguien que solo es consciente de que la libertad también es una cuestión de talento. 

miércoles, 17 de febrero de 2016

LA VERDAD DUELE (2015), de Peter Landesman

En demasiadas ocasiones llegamos a creer que la sabiduría es un regalo que se nos otorga para tener una amplia visión de las cosas, sin escaparse ningún detalle y controlando todos y cada uno de los mecanismos que nos han llevado a esa situación. Y eso es mentira. La sabiduría, en casi todas las oportunidades que se presenta, es fruto del sufrimiento, del trabajo y, sobre todo, de la valentía de decir la verdad cuando todo el mundo empuja en dirección contraria.
No es difícil encontrar a algún médico que ha escogido el silencio en lugar de decir la verdad. Una verdad que podría ser fácilmente contrastada con el debido estudio y las pertinentes pruebas. La mayoría de los casos es por una cuestión de dinero. El dinero acalla bocas, sella afirmaciones, corrige falsos equívocos y corrompe ansias. Porque todo el mundo es susceptible de corrupción. Todo el mundo excepto alguien que conserva el corazón puro y quiere alcanzar un sueño a través de la razón y de la demostración preclara de que él vale más que los demás.
Y todo se complica aún más cuando la corporación culpable de una enfermedad no diagnosticada ni clasificada es un enorme conglomerado de intereses que mueve miles de millones de dólares, proporciona empleo a cientos de miles de familias y se adueña de los televisores una tarde a la semana para proporcionar la violencia gratuita y necesaria para descargar toda la adrenalina atascada durante el resto de la semana a todos los seguidores del fútbol americano. La verdad, en ese momento, se convierte en una anguila escurridiza y falsa, difícil de atrapar y aún más de demostrar. Solo alguien que quiere ser parte del sistema pero, en realidad, no lo es puede que tenga la capacidad, la paciencia y el currículum suficiente como para denunciar a la Liga Nacional de Fútbol Americano.
Mucho se ha hablado del boicot que la gente de color iba a realizar a la noche de los Oscars porque la Academia ha cometido el atrevimiento de no nominar a Will Smith en la categoría de mejor actor. Y hay que reconocer que él está bien, muy correcto intentando dar un acentuado perfil étnico a su personaje pero tampoco es el principal atractivo. Cargados de objetividad habría que decir que Albert Brooks y Alec Baldwin casi se merecen más la nominación al actor secundario que el actor de color. Bien es cierto que, con toda seguridad, la NFL americana habrá ejercido toda la presión del mundo sobre los miembros de la Academia para que Smith no fuera nominado pero hay que poner entre paréntesis la posibilidad de haber entrado en la terna de cinco en caso de que esa presión no hubiera existido.

Y es que, en ocasiones, el cine se iguala con la realidad y nos muestra el lado más feo y deshonroso del espectáculo. Todo está sujeto a un círculo de intereses que solo podrá romperse cuando la evidencia sea tan cristalina que la negación sea exclusiva de los necios. El fútbol americano es un circo espectacular de una enorme violencia. Algo así como el cine que se mueve, cada vez más, por los oscuros rincones de una industria fácilmente corruptible. Así, en realidad, es como vienen los brutales choques de nuestro cerebro. A algunos se les adormece el pensamiento y a otros, en cambio, se les estimula el deseo de decir la única verdad.

lunes, 15 de febrero de 2016

EL CLAN DE LOS SICILIANOS (1969), de Henri Verneuil

Gabin, Ventura, Delon. Tres generaciones de puro granito que empuñan la pistola de modo muy diferente. El miedo se instala en cualquiera que pase por delante de ellos. Porque sabes que sus miradas ya son balas que traspasan la carne más dura. Porque no hay nada que se les pueda resistir. Ni siquiera la derrota acaba con ellos. El revólver parece quejarse en sus manos. Las arrugas de sus rostros parece que se abren para gritar el paso de los años. Gabin, Ventura, Delon. Tres tipos de mucho cuidado.
Gabin. Perro viejo de viejas batallas que ha madurado para robar solo a lo grande. Ya quedaron atrás aquellos días del negocio modesto que sirvió de base para construir un imperio capaz de cualquier cosa. La serenidad se halla en su casa mientras su rostro es un compendio de atracos, de algún que otro año de cárcel y de muchas éticas traicionadas. Es un gángster de piel de gabardina y sabe ser tierno con los nietos, duro con los subalternos y exigente consigo mismo. Las cosas tienen que estar bien planeadas, no dejar resquicios a la improvisación no es una consigna, es un estilo de vida. Tiene la incertidumbre de creer que las nuevas generaciones tal vez no sean tan leales. La traición está ahí y no hay que flaquear cuando la policía llama a la puerta. Por eso esa dignidad cuando tiene que marcharse y no puede quedarse a cenar. Por eso su pistola quedará ahí, encima de la mesa, sin nadie que se atreva a tocarla.
Ventura. Veterano policía que corre mucho para encontrarse con demasiadas puertas cerradas. Es el sino que le ha tocado vivir. Un policía que, a menudo, tiene que comportarse como un gángster para poder tocar el triunfo de vez en cuando. En su mirada hay inteligencias y dudas. Pero sabe con quién se enfrenta. Sabe que a uno tendrá que matarlo y que a otro habrá que ir a buscarlo en su propio terreno. Su andar es tan macizo que parece roca dura curtida a la orilla del mar. Con toda su sal sobre la piel. Con toda la dureza que recubre su ansia por volver a fumar. Mal negocio para un policía cuando no tiene puertas de escape y tiene que estar veinticuatro horas al día persiguiendo a individuos que se han pegado la gran vida mientras él ha dormido en coches, se ha atiborrado de cafés y ha consumido demasiados cigarrillos. Y ahora hay que dejar de fumar. Eso casi es tan duro como los tipos a los que tiene que perseguir. Su pistola apenas dispara. Él acribilla con el gesto.
Delon. El sicario de ojos azul lago. Es frío pero tiene un punto impulsivo. No es de los que planifican con tanta antelación porque sabe que cualquier imprevisto necesita una buena dosis de improvisación. Si se mete en algún lío, no hay problema. Ya habrá una solución. Aunque sea tirando de pistola contra su propia gente. Al fin y al cabo, los sicilianos le tratan a cuerpo de rey pero se olvidan de lo que siente un tipo que ha estado en la cárcel cuando hay una mujer hermosa tentando su territorio. Sabe que le queda mucho para llegar a ser jefe. También sabe que no tiene sangre en las venas y que las muertes que va dejando a su paso no le importan. No merecen ni un solo pensamiento más. Quiere sentirse libre hoy para poder matar a alguien libremente mañana. Ése es su máximo objetivo. No está hecho para dirigir clanes, familias o grandes negocios. Su negocio es matar, y el negocio va estupendamente.

Gabin, Ventura, Delon. Tres generaciones con las que hay que tener mucho, mucho cuidado.

viernes, 12 de febrero de 2016

EL RENACIDO (The revenant) (2015), de Alejandro González Iñárritu

Tierra. Dura y seca aunque la nieve la cubra. Testigo silencioso de nuestras penas y de nuestros consuelos. Embalse de lágrimas que nunca se llena y que siempre espeta en la cara toda su frialdad. No regala nada. Solo un hueco en donde descansar los huesos cuando todo ha sido vencido. El agua la hiere con sus ríos de cauce inmisericorde, que llevan con la fuerza del destino hacia el final. Hogar de los árboles que, enhiestos y orgullosos, desafían al cielo con sus copas como uñas intentando llegar al paraíso. Ella es traicionera. Ella es el único lugar del mundo en donde sentimos nuestros propios pasos. Sinceros. Rítmicos. Heridos. Furiosos.
Raíces. Las garras que se hunden en la tierra para impedir que el viento pueda doblar nuestras ganas de vivir. Son los tentáculos que evitan que la misión de nuestras vidas se desvíe y que nos trae de nuevo la imagen de aquellos que hemos querido con el alma y se han ido con nuestro corazón. No temen al frío helador. No esperan piedad. Solo son la base y el primer síntoma de la grandeza a la que pueden dar lugar. Tal vez porque las raíces saben que la venganza está en manos de Dios y la pena las hace más fuertes para cumplir una última voluntad, aunque sea derramando la poca sangre que queda en el tronco, la poca razón que permanece en la mente, la poca supervivencia que aún resta en el ánimo.
Cielo. El lugar del descanso. Allí donde debe estar todo lo que hemos amado, todo lo que ha hecho que merezca la pena vivir en un lugar tan inhóspito como impío. El sol parece que regala algo de luz a regañadientes y las ascuas del fuego vuelan hacia él intentando encontrar un Edén de maderas nobles. Es el sitio hacia el que vuelan nuestros pensamientos cuando ya todo ha terminado porque no hay muchos más lugares donde ir. Allí no habrá heridas, ni temores, ni luchas sobrehumanas por la supervivencia más terrible. Solo cielo y descanso. Temores dormidos. Frases dichas al oído para asegurarnos de que el equipaje y la piel los llevamos encima. Y el tremendo amor que hemos destilado en un caminar que ha sido asolado por la muerte. Todos los abusos cesarán. Todos los sueños serán pasto de las estrellas. Luces de belleza que se atisban desde un valle repleto de sangre y rencor.
Impresionante película del mejicano Alejandro González Iñárritu que hace gala de un dominio técnico que, en algunos momentos, llega a recordar, esta vez sí, al propio Stanley Kubrick. Para ello cuenta con un Leonardo di Caprio que se fusiona con el entorno para ser una mirada que dice muchas cosas en un cuerpo que se convierte en lienzo de tormentos. También con un enorme Tom Hardy que hiere con la fiereza de estos hombres que casi son animales por culpa de un paisaje que trata de engullirlos y hacerlos parte de su salvaje virginidad. Y mientras, atónitos, asistimos a un viaje por el abuso del hombre blanco que resulta ser tan imperfecto que trata de matarse a sí mismo por un puñado de días que aseguren un futuro algo más fácil en una tierra más complaciente. El resultado es un río de sensaciones que arrastra el escalofrío de una fotografía fantástica en medio de una historia que traspasa sus fisicidades como si todos estuviéramos inmersos en una lucha que nunca acaba con el último tajo de un hacha. Siempre habrá un interrogante por resolver y una respuesta en nuestro interior.

jueves, 11 de febrero de 2016

CAROL (2015), de Todd Haynes

En algún momento de la vida, puede que nos encontremos frente a frente con alguien muy especial. Alguien que nos da en todo instante la certeza de que no habrá ningún lugar en el mundo más seguro y más suave que el hueco de sus brazos. Porque lee pensamientos y adelanta intenciones. Porque sabe dónde está la elegancia. Porque la vida es un continuo desafío que esa persona encara con valentía aunque no siempre con entereza. Y entonces, todo se descubre como nuevo, como que el sitio en el que verdaderamente se encaja está ahí, a su lado, como que no hay un mañana si esa persona no está cerca.
Puede también que los tiempos cambien y lo que hoy no sea más que una historia de amor, hace cincuenta años fuera sinónimo de perversión y de locura. Eso da igual. El problema aparece cuando hay otras personas, cercanas, que quieren aprovecharse de la situación para obtener su pequeña parcela de venganza. Porque han sido olvidadas y apartadas. Porque han sido devaluadas en el engaño. Porque ya no se acuerdan de qué es lo mejor.
Por otro lado, la búsqueda de un rumbo siempre es una labor muy ardua y, a menudo, confusa cuando se es joven. Demasiados intereses tempraneros alrededor. La bohemia, el fingimiento para hacerse más interesante, el intento continuado de forzar las cosas para dar impresión de seguridad…débiles motivaciones cuando se busca una tabla fuerte y recia que se mantenga a flote. Y lo que es aún peor. Susceptibles de volubilidad por la misma presencia de la juventud. Eso no vale. Es un proyecto que nunca acaba de hacerse realidad. Es una promesa que acabará perdida en el tiempo y en la rutina.
La sombra de Douglas Sirk en esta película es muy alargada. La dirección de todos los intérpretes, la fotografía de grano grueso y colores vivos, el tormento de las protagonistas de esta historia de amor invivible e insustituible caminan hacia el gran maestro del melodrama. Sin embargo, salvando las interpretaciones de Rooney Mara y de Cate Blanchett (en alguna ocasión, excesivamente melancólica), la historia se torna pesada, algo morosa y vacía, al contrario de lo que pasaba en las películas de Sirk en las que las circunstancias iban surgiendo otorgando ritmo e interés. En algún momento, todo se estanca. Si hay alguna novedad, no es demasiado importante. Si hay algún sonido en la sala, es el de algún bostezo aislado y el de inquietos espectadores removiéndose en su butaca suplicando un final que tarda en aparecer. Aún así, hay que reconocer que Todd Haynes nos coloca la suavidad en los dedos, como si acariciásemos la tersa piel de estas dos amantes que buscan un lugar fijo en sus vidas, a través del buen gusto y de una recreación maravillosa de los primeros años cincuenta. Algo que, sin duda, sabe a poco después de tanta ternura.

Y es que no es fácil asumir la verdad de una identidad sexual que siempre ha sido un estorbo para llevar una vida normal dentro de una sociedad que jamás ha pensado en los que son diferentes por muy iguales que sean. Y tampoco es fácil darse cuenta que plegarse a lo que se espera de uno mismo no es más que ceder al chantaje vital al que nos someten las reglas no escritas de un entorno decadente. Es mejor cruzar miradas y saber que ahí, al otro lado de la mesa, está el futuro.

miércoles, 10 de febrero de 2016

RONIN (1998), de John Frankenheimer

Solo hay que robar una maleta. Así de sencillo. Basta con reunir un equipo de hombres que, de alguna manera, también son renegados. París es un campo de batalla que hay que sembrar de cadáveres y solo unos pocos pueden hacerlo con la suficiente habilidad como para tener siempre abierta una puerta de escape. Solo hay que robar la maleta. Sencillo. Incluso diabólico. Pero el diablo también tiene sus momentos de trabajo fácil. Tanto es así que una emboscada se puede planear con una taza de café porque siempre se intenta colar algún listillo que dice que ha recibido entrenamiento militar cuando solo ha pasado por una instrucción básica en armas con un perfecto pasamontañas. Aficionados de tercera, no. Esos solo son cobardes vestidos de metal. Aquí solo hay sitio para profesionales. Y lo único que hay que hacer es robar una maleta.
Y hay que hacerlo sin preguntarse demasiado para quién se trabaja. Eso no importa. La información debe ser mínima para que estos profesionales no sean presa de la curiosidad. Al fin y al cabo, a todo el mundo le gusta saber quién es el que paga. Quizá el jefe del aficionado. Quizá el taimado líder de una facción de alguna organización terrorista. Eso no importa. Lo importante es la maleta. Y si hay que hacer una persecución por carretera, se hace sin escatimar los medios. Y si hay que convertir las calles de París en un circuito de carreras, pues se hace y punto. Sin preguntas. Sin respuestas. Solo la maleta. Es el sino de los renegados. Antiguos miembros de los servicios de información que se han pasado al otro lado para tener el dinero fácil y el gatillo a punto. Sin contemplaciones. Los rusos también se han transformado en mafiosos de lujo excesivo y presunción insultante. Solo la maleta. ¿Es grande? ¿Es pequeña? ¿Puede explotar? ¿Qué contiene? Eso no tiene contestación.

John Frankenheimer realizó una película de acción con técnicas clásicas para dar un par de lecciones sobre cómo colocar una cámara, cómo coreografiar una secuencia y cómo mantener el interés apartando toda motivación argumental. Lo importante en la película es disfrutar de todas esas persecuciones soberbiamente rodadas, sin concesiones, con una contención magistral para hacer que, en realidad, todo fuese más brutal, más cercano, más auténtico y más increíble. La maleta es la espita que prende la mecha de todo pero carece de cualquier consideración. No se sabe qué es lo que contiene. Algunos planos de algo, algún descubrimiento nuevo que sirva para alimentar las guerrillas urbanas, alguna cantidad de dinero desorbitada que financie nuevos proyectos para matar…da igual. Solo hay que quedarse con la certeza de que servirá para derramar aún más sangre, de que los auténticos profesionales lo son hasta el final, de que la verdad solo se dice cuando todo tiene que acabar y de que la amistad puede nacer incluso en medio de un salvaje intercambio de balas. Solo la maleta. Lo demás casi es prescindible.

martes, 9 de febrero de 2016

EL EXPRESO DE MEDIANOCHE (1978), de Alan Parker

Si tenéis ganas de escuchar el debate que sostuvimos en "La gran evasión" acerca de "Gran Torino", de Clint Eastwood, podéis hacerlo aquí.

 Las irresponsabilidades se pueden pagar muy caras. Basta con ser joven, impulsivo, ligeramente rebelde e ingenuamente viajero. A partir de ahí, cualquier cosa puede pasar. Incluso que acabes con tus huesos en una cárcel infrahumana por llevar una sustancia prohibida que, en realidad, es el pan nuestro de todos los días. Allí, en el agujero más inmundo, también se puede conocer el verdadero rostro de la crueldad, la sonrisa atravesada del envilecimiento, la camaradería con tipos extraños que nunca habrían sido amigos en el mundo exterior, el polvo de un patio infecto, la pesadez de un ambiente lleno de humo. ¿Cuántas veces pasará el arrepentimiento de esa cabeza loca que un día decidió hacer algo totalmente innecesario y reprochablemente tonto? Y luego cada decisión lo empeoró aún más. Tal vez porque la juventud es osada pero también bastante ignorante. Luego los ojos se entornarán con la amargura. La mirada ya no será la misma. La libertad será una obligación, de acuerdo, pero a un precio demasiado alto.
Los bordes de la locura son demasiado afilados y dar vueltas alrededor de una columna dejándose llevar por la corriente humana es el primer signo de estar cayendo por el abismo. La mente se adocena, deja de pensar y se convierte en un mero receptor de imágenes miserables que ni siquiera son procesadas por el pensamiento. Los ojos se hunden en la desesperación porque ya no hay razones para vivir solo se acumulan las que empujan a morir. El ansia por tener cerca la suave piel de una mujer es una tortura estrellada contra un cristal pero enciende la espita para que esa corriente humana que gira obsesivamente de izquierda a derecha sea contestada. La mente se subleva. Se empieza a pensar. Y ya se sabe que no hay nada más peligroso que el pensamiento. Es la peor de las armas. Es lo primero que se debe aniquilar en cualquier atentado contra los derechos humanos. Hay que coger el expreso de medianoche y hay que hacerlo rápido porque no quedan muchas más salidas. Todo ha fallado y los años se han ido sin despedirse, sin siquiera pasar por delante. Solo la desesperación ha sido el signo de la supervivencia. La medianoche se acerca. La libertad sonríe.

Película que causó un tremendo impacto cuando se estrenó permaneciendo tres años en cartel en Madrid, El expreso de medianoche habla sobre el abuso continuado y acostumbrado sobre el ser humano dentro de un régimen que tiene muy poco de demócrata y que confina al olvido y a la humillación a todo aquel que se atreve a saltarse alguna de sus reglas. Esas mismas reglas que en otros países se consideran más tolerables porque, en realidad, son delitos menores que no merecen una reclusión perpetua, ni un asesinato justificadamente lento, ni la lenta agonía de permanecer en un pozo infecto de odio, de egoísmo y de desprecio porque ningún ser humano merece algo así. Quizá por eso, la tendencia natural del hombre sea coger ese expreso que lleva a cualquier lugar del mundo y no a quedarse en la rueda obsesiva en la que muchos se empeñan que permanezcamos. 

viernes, 5 de febrero de 2016

SPOTLIGHT (2015), de Tom McCarthy

Resulta muy curioso comprobar cómo una profesión caída en pleno desprestigio como la del periodista está teniendo una reivindicación por parte del cine. Se trata de decir bien a las claras que es una profesión necesaria, que debería ser prisionera de la objetividad, sin más añadidos, sin someterse a las dictaduras de cualquier poder fáctico que trata de convertir a la prensa en un folletín propagandístico, sin parcialidades y, también, con cierta demanda de la seriedad en su ejercicio. Más que nada porque el periodismo debe hacer avanzar, informar, creer o no creer y formar individuos con criterio propio. Sin ellos, la sociedad, sencillamente, no vale nada.
En esta ocasión, un grupo de periodistas de investigación se fijaron en la oscuridad de la Iglesia Católica a la hora de castigar con todo rigor a los sospechosos de abusos a menores. Un asunto que las autoridades eclesiásticas se han esforzado en silenciar a través de los más diversos métodos, poniendo al descubierto la mezquindad de una institución que tiene pánico a perder adeptos y que se atiene a normas estrictamente corporativas sin ocuparse, ni lo más mínimo, de unas víctimas que acabarán marcadas para el resto de sus vidas.
Y esta película es terriblemente honesta porque también echa las culpas al propio periodismo que entierra las noticias cuando se intuye, desde algún lugar de la redacción, que no hay una salida rentable o valiente al suceso. Simplemente, la noticia muere. Y como muere, ya nadie habla de ella. Y como nadie habla de ella, no existe. Y así todo el mundo vive feliz y libre de culpa. Incluso la Iglesia que viola sin piedad todos los preceptos en los que se apoya por culpa de unas absurdas reglas para sus miembros y con el fin de mantener inmaculada su reputación.
Y ahí están estos reporteros, implicándose emocionalmente en algo que no debería tener perdón, que debería ser castigado con la mayor severidad, que debería haber sido, con su sola mención, mecha suficiente como para que la jerarquía eclesiástica tomara cartas definitivas y expeditivas en el asunto en lugar de acallar, tapar y silenciar desde los despachos toda tentativa de denuncia. Eso no solo hace que las víctimas queden moralmente mutiladas para siempre sino que también destroza las creencias de mucha gente que cree. Y que no solo cree, sino que quiere creer.

Excelente película que se apoya en el maravilloso trabajo de todo el reparto que raya a gran altura de principio a fin y que reposa en el expresivo rostro de Michael Keaton, en la entrega de Rachel McAdams, en la tensión de Mark Ruffalo, en la seriedad de John Slattery, en la frialdad de Liev Schreiber y en la medida y condensada dirección de Tom McCarthy. Una historia para hacernos pensar en el horror y en la verdad y en el precio de ambas cosas. Y a partir de ahí, mirar dentro de nosotros mismos y preguntarnos si hacemos todo lo posible para que las cosas se sepan con la verdad por delante, con la prueba como sostén y con la ética como seña. Algo que no es nada fácil en los tiempos que corren que no ha dejado de educar al ciudadano medio en mirar siempre hacia otro lado mientras se cometen injusticias perpetradas por auténticos depredadores. 

jueves, 4 de febrero de 2016

CREED (La leyenda de Rocky) (2015), de Ryan Coogler

Cuando se ha combatido en tantas batallas y se han perdido las más importantes, solo queda el deseo, cómodo y cobarde, de pasar todo el tiempo que queda sin meterse en problemas, dejando que el frío pase de largo dentro de un acogedor abrigo, mirando pasar los días que no dejan de ser una mera repetición, recordando días de gloria al lado de las personas que ya no están. Sin embargo, puede que un golpe en la memoria cause un despertar, una ligera chispa que comience una reacción en cadena que lleve a luchar en la última batalla, la más desesperada, la más difícil de todas ellas.
Para ello, basta con fijarse en una sombra que aparece procedente del pasado, que contiene golpes y risas, camaradería y enemistad. Y observar con algo de detenimiento el afán de superación que, en realidad, es lo más preciado que nos arrebata la vejez. A partir de ahí, la cabeza tiene que primar sobre el corazón y eso es muy complicado para un viejo boxeador que siempre destacó por sus directos y sus ganchos dirigidos desde el corazón. Un órgano que, en él, ya ha sufrido demasiado y que parece adormecido después de tantos golpes.
Las calles lucen igual y la gente que las poblaba ya no son las mismas aunque siguen gritando su admiración por una victoria que se antoja imposible. Los ladrillos rojos continúan recordándonos aquella pelea que se celebró hace treinta y nueve años y las carreras interminables, más allá del sufrimiento, que terminaban en lo alto de una escalera que ya solo se puede subir de peldaño en peldaño. El tiempo pasa dejando su huella, tan reconocible, que se apodera de todos la traidora nostalgia de unos días en los que el cine era irremediablemente mejor y brincábamos en la butaca dando fuerza a aquel potro italiano que salía de la nada y solo quería demostrar que podía aguantar.

Sylvester Stallone otorga sabiduría a un personaje que conoce sobradamente y le pone profundidad a sus gestos, a sus miradas y a sus motivaciones siempre tan particulares dentro de una película infecta que sigue, con más descaro que habilidad, el mismo esquema de la primera de las entregas de Rocky Balboa. No hay mucho más que destacar salvo algún plano-secuencia bien rodado y aislados instantes de complicidad. Lo demás está más que visto, paso a paso, en esa primera entrega que, no por mera coincidencia, ha sido la mejor de todas las aventuras en las que ha degenerado la franquicia. Todo llega a ser calcado y tan típico y tan tópico que el pesado con ganas que se me sentó en la butaca de al lado hasta llegó a ser divertido. Lo demás merece ser olvidado y borrado instantáneamente porque no hay nada más para mencionar. Salvo, quizá, la paciencia que derroché viendo algo así y aguantando al neurótico que compartió sesión conmigo y que llegó hasta a boxear con el aire en el supuesto momento culminante de la película. Y es que el tiempo deja demasiadas huellas, incluso nos ancla en un pasado al que nos gustaría volver, tal vez porque en aquella época éramos jóvenes y teníamos el suficiente ímpetu como para volvernos airados y sacudir una buena bacalada al susodicho para que se estuviera quietecito y en silencio. Pero ya no quedan tantas fuerzas y tenemos que situarnos en lo alto de unas escaleras míticas en el cine para darnos cuenta de que, aquellos días, fueron buenos para disfrutar de las películas que forjaron nuestros sueños.

miércoles, 3 de febrero de 2016

GERTRUD (1964), de Carl Theodor Dreyer

Pasado, presente y futuro de una mujer a la luz de un espejo. Las habitaciones están desnudas, casi sin cuadros, como queriendo cegar el muro que asiste al camino hacia la liberación. El presente es frío, casi gélido, sin más atributos que una prometedora carrera política disfrazada de interés público. No hay muchos escrúpulos porque todo resulta meticulosamente planeado, como hacer el amor con los movimientos ensayados, como calcular hasta dónde puede llegar el placer. El pasado se presenta cansado, derrotado, embestido, herido, acabado. Mientras fue presente fue algo maravilloso que acabó por morir porque había por delante un futuro lleno de letras juntadas con belleza, de aires bohemios y de homenajes en no pocas universidades pero, sin embargo, ella misma acabó con el disfrute conjunto porque supo, en su momento, que no era más que un aditamento más en una vida que solo buscaba el triunfo y la fama. Y ahora ese pasado vuelve quejumbroso, lento de movimientos, moralmente hundido a suplicar una última oportunidad. Ella no lo entiende. Tal vez porque cree que el pasado está muerto. El futuro es el amor a todas horas. Bajo un árbol, alrededor de un piano, en los aledaños de la puerta del dormitorio, en el mismo polígono de tormentos…pero es traidor porque todas sus palabras están revestidas de una belleza fingida, de una promesa que no debería decirse, de una esperanza que tendría que quedar en el saco de los pensamientos más profundos y no aflorar jamás. Al principio, parece que ese futuro se va a convertir en un presente maravilloso, lleno de conciertos de música, de talento en las notas y en el amor pero no es más que un leve espejismo que se desvanece en cuanto todo se vuelve serio y definitivo. La mujer tiene que avanzar. El hombre se queda. El pasado vuelve con una última y definitiva derrota. El presente permanece impasible, atónito, presa de la inmovilidad. El futuro deja de ser decisivo y es tan leve como una hoja de árbol arrastrada por el viento. Pero ella sigue adelante, sigue teniendo anhelos, ilusiones, fuego quemándose. Tiene que vivir aunque sea sin volver a probar el amor. Tal vez porque ése es un destino que no deja de ser dulce. Disfrutará de amistades. Disfrutará de tranquilidades. Disfrutará del tiempo. Y, sobre todo, será ella misma. Sin ataduras con ninguna conjugación del verbo amar. Ella ha amado y quizá eso sea lo que más importa. El resto no es más que una serie de circunstancias imprecisas y fascinantes que también hay que explorar fuera del amor porque, sin darnos cuenta, al encerrarnos en el laberinto de nuestro querer estamos negando la evidencia de la vida. Y eso, la mujer, no lo puede permitir. Puede, incluso, que la mujer esté más enamorada de la vida que los hombres y, por eso, no haya frustración alguna en la ausencia de amor. Solo un minuto, el siguiente. Solo una puerta cerrada para que la muerte venga de visita para llevarse lo que queda de un puñado de valentía.

martes, 2 de febrero de 2016

EL MAQUINISTA DE LA GENERAL (1926), de Clyde Bruckman y Buster Keaton

Si queréis escuchar el revelador debate que sostuvimos el martes pasado en "La gran evasión" sobre "2001, una odisea en el espacio", de Stanley Kubrick, podéis hacerlo aquí.

Johnnie, ser maquinista de una locomotora no es una maldición. El único defecto es que nadie sabe que no eres un cobarde. Solamente por guiar una locomotora en el siglo XIX ya deberían de darse cuenta de toda la bravura que anida en tu corazón. Lo peor de todo es que la familia de tu chica cree que no quieres alistarte en el Ejército Confederado. Y eso no tiene perdón en una nación de caballeros. Hay que defender las cosas en las que cree el Sur y dar su merecido a esos sabihondos del Norte que quieren decirnos cómo tenemos que vivir. Y tú solo tienes tu locomotora. Negra. Sucia. Insignificante.
¿Tú solo tienes tu locomotora? ¡Qué barbaridad! Pero si eso es una bala penetrando en el territorio enemigo. Vale, lo haces por amor ya que la patria te ha denegado la honra de luchar por ella pero es que bien sabes, Johnnie, que, muy a menudo, la patria es la persona a la que se ama. Y en eso tú tienes todas las condecoraciones, todas las salvas, todos los homenajes y todos los inconvenientes. Sí, porque rescatar a tu chica de las garras de los azules no te va a salir fácil. Entre otras cosas porque tu chica no está demasiado acostumbrada a las aventuras y eso te va a causar algunos problemillas, como dormir de rodillas. Duele ¿eh? Cuando te levantas y te das cuenta de que los huesos ya se han acostumbrado a esa posición y quieres moverlos y ellos se niegan y…bueno, al grano. El grano es que tú, con tu osadía casi perfecta, atraviesas las líneas enemigas, te enteras de los planes del enemigo, rescatas a la chica, destrozas un puente enorme, causas daños irreparables en las infraestructuras de los yanquis y vuelves a casa con un sable roto. Eso no lo hace cualquier, Johnnie. Eso solo lo hacen los héroes. Ah, y una locomotora que vuela como el viento y que es el caballo de hierro que todo lo arrolla.
Sí, Johnnie… ¿o mejor Buster? Menuda película hiciste con todo eso. Con ese cañón que te persigue insistentemente mientras intentas librarte como sea de su demoledor disparo. Con esas órdenes que das con el sable que se desencaja y acaba matando por la espalda a un peligroso enemigo. Con esa audacia que te lleva a escuchar las felonías que trama el enemigo debajo de una mesa. Descaro, Buster-Johnnie, mucho descaro. Tanto que con esta película te encumbraste como uno de los mejores cineastas del período mudo y, luego, como corresponde a cualquier héroe, te olvidaron en un rincón porque, tal vez, eras demasiado caso, o demasiado serio, o demasiado anticuado, o demasiado lo que sea porque ellos y no tú, Buster, eran los verdaderos cobardes.

Y así, una vez más, apago la luz del salón y vuelvo a ponerme la película. Y ahí, solo en la oscuridad, me doy cuenta de la enorme ración de arte que estoy engullendo con placer. Tanto que no lo cambiaría por ninguna buena tarta del Sur. Solo un beso de la chica y todo se arregla. Así es como se gana el respeto. Johnnie lo ganó. Buster, no.