jueves, 28 de septiembre de 2017

UNA JAULA DE GRILLOS (1996), de Mike Nichols

Todo por las apariencias. Si lo pensamos bien, las apariencias es algo que se inventó para complicarnos aún más la vida. Si se prescindiera de ellas, indudablemente, seríamos mucho más felices, mucho más libres y mucho más humanos. Es como si tu hijo te dijera que tienes que fingir tu condición sexual y dar la apariencia (maldita palabreja) de respetable familia temerosa de Dios cuando hace mucho que decidiste y sentiste la necesidad de ser homosexual y enamorarte de un hombre que, por lo demás, es absolutamente adorable. Ridículo.
Y puede que, moviéndonos en esos códigos, esa ridiculez que lo es en sociedad, sea ridícula para los afectados y el tener que fingir austeridad, adustez, seriedad y la permanencia de unos valores que, incluso en familias heterosexuales, están ya caducos, sea la auténtica ridiculez. Es como intentar andar como si fueras un John Wayne con pluma. Será perfecto pero será grotescamente falso.
Lo peor de todo es que para aparentar esa formalidad inexistente, habrá que sacrificar a uno de los miembros de la pareja y apartarlo de la farsa porque vienen los padres de la novia del chico a conocer a su futura familia política. La ofensa es enorme porque ese hombre delicado, lleno de corazón y de ternura, aunque orgullosamente loco, es la madre que ha criado al chico y no soporta que se le diga que no sirve, que su pluma es demasiado grande, que no tiene lugar en uno de los acontecimientos más importantes del que, realmente, ha sido su hijo.
Todo se complica según avanza la historia porque, para hacerlo infernal, hay un criado de nombre imposible que no sabe andar con zapatos masculinos, con menos capacidad de improvisación que un tapetí y que es incapaz de hablar como un hombre…pero alguien tiene que servir la cena, las apariencias ante todo, no lo olvidemos. ¿Cómo va a venir todo un senador de los Estados Unidos y no va a haber un mayordomo para que todo esté en un completo orden? Por favor…Aunque sea un desorden.

El caso es que la risa está asegurada con unos enormes Robin Williams y Nathan Lane, dirigidos por un espléndido Mike Nichols y revisando aquella película francesa con Ugo Tognazzi y Michel Serrault llamada Vicios pequeños y con la tremenda osadía de salir airosos vistiendo nada menos que a Gene Hackman de mujer, cosa nada fácil, por cierto. Los equívocos saltan, las escenas se suceden, la sopa que acaba y la desnudez que triunfa para darnos a entender bien a las claras que las apariencias son estiércol y que lo que nos hace realmente grandes, dignos de admiración y respetables es la coherencia con nuestras elecciones vitales, sean éstas cuales sean. Y, por supuesto, la certeza de que esa opción de vida es tan buena como cualquier otra, ni mejor, ni peor. Lo importante, al fin y al cabo, es vivir la mayor cantidad posible de momentos felices. Y al que no le guste, que no mire. 

KINGSMAN 2: EL CÍRCULO DORADO (2017), de Matthew Vaughn

El peligro de los servicios secretos es que, demasiado a menudo, las segundas partes no son tan destacables. Entre otras cosas, porque se pierde la capacidad de sorpresa e intentando conservar aquella primera impresión, se carga la acción con una serie de elementos que pueden convertir el tinglado en un circo sin mucha gracia. Puede que haya uno o dos momentos divertidos, alguna que otra pelea con gancho y directo y un par de detalles de clase, pero no es suficiente como para salvar al mundo y, mucho menos, una película.
Aquí tenemos de nuevo a estos caballeros que nunca pierden la compostura, con sus trajes impecables y sus gafas galácticas, solo que esta vez, el traje no tiene costuras. Lo que funcionaba bien, ahora funciona solo regular y el chiste no se sostiene con convicción. Por supuesto, hay espectáculo a raudales, enfrentamientos de cámara rápida y mucha cámara lenta, villanos sobreactuados aunque, quizá, un tanto cortos de inteligencia, escenas escandalosamente simples que incitan a llamar al guardia más cercano y paisajes de vértigo e impresión. Por haber, hay hasta un puñado de apariciones especiales que alegran la vista y Elton John tratando de parecer divertido. Pero, la verdad, resulta llamativo ver cómo se ha desperdiciado hasta la náusea al mejor personaje de la anterior entrega, interpretado de forma magistral por Colin Firth, y da un poco de vergüenza alguna escena de croma y daca.
Y es que malvados hay en todas partes. Desde la clase política, sea cual sea su signo, hasta la típica alienada a la que le encanta una determinada estética. Las mariposas vuelan sin demasiado sentido y la idea de poner a los americanos en liza con sus vaqueros y sus látigos resulta, cuando menos, pintoresca y un poco delirante. A veces, hasta se necesita un buen trago de whisky para darse cuenta de que Pedro Pascal encerrado en un bar tiene bastante menos de la mitad de atractivo que el propio Colin Firth. No vale cualquier cosa para mantener al público enganchado. Hace falta talento. Y estos caballeros de traje deshilachado, en esta ocasión, no lo tienen.
Y es que no es fácil tratar de sostener un éxito a base de pocas ideas y de alguna decisión estética bastante discutible. Seguro que hay más entregas para gozo de espectadores de exigencia mínima y movimiento brusco, como si un paraguas con multitud de trucos bastara para salir con la sonrisa y la satisfacción puestas. La banda sonora resulta poderosa y, en algún momento, atronadora y uno se empieza a preguntar qué es lo que hace dentro de una sala de cine viendo algo tan mediocre, tan propenso al desperdicio, tan torpemente solucionado y tan abrumadoramente inútil.

Así que es hora de ponerse las gafas correctas, acudir al sastre apropiado para que el terno no tenga ni la más mínima arruga, recordar con nostalgia lo que vivimos con aquella primera parte y tratar de extraer alguna conclusión positiva si se deciden ir a ver una película tan olvidable como, en algún momento, aburrida. No hacen falta dos horas y diez minutos para contar esto. Para eso, ahora mismo saco el único traje que cuelga en mi armario y me pongo a contar, una a una, todas las rayas diplomáticas que tiene. Seguro que la conclusión me sorprenderá algo más. 

martes, 26 de septiembre de 2017

EL SILENCIO DEL MAR (1949), de Jean-Pierre Melville

Los soldados alemanes preparan la llegada de un oficial a una casa cualquiera cerca de la costa francesa. El hombre aparece con su temible uniforme pero, detrás de la gris autoridad, se halla un artista, lleno de sensibilidad, que comprende lo que deben sentir los franceses cuando se les invade la propiedad y el país. Sin embargo, allí, en la casa, un hombre mayor y su sobrina deciden hacer una leve resistencia basada en el silencio. No le hablarán para nada. No existirá. Podrá decirles lo que quiera, pero jamás hallará respuesta. En esos interminables monólogos a la lumbre de una chimenea, el oficial nazi descubrirá que es mejor quitarse el uniforme y parecer solo un miembro más de la casa. Hablará incansablemente de Alemania, de Francia, de lo que hacía en Munich, donde estudió música. Al principio, querrá que se le conteste, pero sabe que los franceses están en su derecho de hacer el vacío al invasor. Y él hablará y hablará sin descanso. De los inviernos y de los veranos alemanes. Del espejismo del amor. Del azul de los ojos de la sobrina a la que deseará pero nunca se atreverá a ir más allá. Francia es un país hermoso y tiene que respetarse así porque la destrucción no lleva a ninguna parte. Solo engendra odio y desprecio por parte de los ocupados y se puede tener un país pero la moral no se podrá sostener. El silencio le persigue e, incluso, le será negado el saludo por la calle. Están en su derecho. El silencio es un derecho. Estar en el silencio.

De algún combate anterior, el hombre arrastra levemente una pierna y, cuando se agacha a calentarse en el fuego de la chimenea, tiene que estirarla porque el calor es un esfuerzo que se le niega. No quiere hacer daño. No ordena matanzas. Solo se ocupa de la autoridad en el pueblo hasta que tiene la certeza de que todos, incluso sus viejos amigos camaradas, están decididos a exterminar el espíritu francés, a ahogar todo intento de rebelión, a asesinar el silencio a través del ruido de los disparos sin compasión. El silencio es insoportable porque sabe que ellos, como invasores, comienzan a convertirse en asesinos. Asesinos morales, asesinos físicos, asesinos de la libertad, asesinos del silencio. Solo arrancará una última palabra a la sobrina. Un último testimonio de aprecio por su amabilidad, su corrección y su talante pacífico. Esa palabra será “adiós”. Flaca es la recompensa después de tantas noches de desnudar el alma para rogar una simple conversación. El silencio del mar se hace lejano y va desapareciendo mientras el hombre, el oficial, ha pedido el traslado porque se avergüenza de lo que es. Ni siquiera él tiene derecho al silencio. Solo a la huida. A no mirar atrás. A llevar sus heridas a cuestas sin ninguna comprensión ajena. Ahora comenzará la verdadera emboscada porque su propio país también quiere acabar con su espíritu. Maldita guerra. Adiós.

lunes, 25 de septiembre de 2017

DESAFÍO EN LA CIUDAD MUERTA (1958), de John Sturges

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Bird", de Clint Eastwood podéis hacerlo aquí.

 La ley y Jake Wade. Dos conceptos que resultan antagonistas con solo pensarlos. Jake lleva una vida honrada, pero tiene que pagar un último favor al hombre que más odia. Un hombre que, un día, se jugó el pellejo por él. Y que, al ver aparecer a Jake, solo tendrá en su cabeza la idea de batirse en un duelo. Porque Jake era su mano derecha en otra época, llena de atracos a bancos, tropelías y asaltos por doquier y cometió la enorme osadía de abandonarle. Para él, Jake era su hermano y además tenían todo lo que cualquier hombre hubiese deseado poseer. No se sujetaban a reglas ni a compromisos, de lo único de lo que tenían que preocuparse era de cabalgar lo suficientemente rápido como para que nadie les diera alcance. Sin embargo, Jake se fue. Quizá no hubiera nada importante para él o, tal vez, fuera todo lo contrario, había cosas mucho más importantes para él. Y esa vida no llevaba a ninguna parte. Por eso Jake no solo decidió llevar una vida honrada, sino que se colgó una estrella de sheriff y la tranquilidad asomó a su ánimo y a su rostro.
El problema es que Clint, el hombre que Jake ha salvado, tiene una deuda pendiente con él. Algunos miles de dólares que Jake escondió en algún lugar, enterrando allí algo más que su pasado. Así que todo tendrá solución en una ciudad fantasma, tan muerta como Jake cuando cabalgaba al lado de Clint. Cuando se miran ambos, parece que Jake ruega que le deje en paz y Clint solo contiene la revancha en sus ojos, el deseo de hacerle daño, la agresividad a flor de metal. En esa ciudad muerta, donde las maderas están a punto de derrumbarse en unas fachadas sin vida, donde el polvo se acumula en la barra de un bar sin clientes, donde la desolación se ha instalado sin más vecinos, es donde Jake y Clint ajustarán sus cuentas. Una última bala y todo habrá acabado. Incluso la desesperación por encontrar una nueva vida o el ansia por continuar con la misma. Los indios también asomarán su cabeza con sus contraseñas de coyote y sus flechas imprevistas. Habrá diálogos que recuerden viejas amistades y antiguas complicidades, esas mismas que siempre surgen después de una guerra perdida. No tiene ninguna importancia. Dos sombras se moverán por la antigua calle principal de un pueblo sin vida y puede que sea el último duelo a la sombra de una lápida.

Robert Taylor y Richard Widmark se enfrentaron en cada escena para hacer de esta película algo más que una simple serie B y el duelo, sin duda, lo gana el segundo con la encarnación de ese malvado Clint, burlón, despreciable e implacable, carne de arena en un desierto de montañas áridas y tan abruptas como los caracteres de los dos protagonistas. John Sturges lo sabía bien y, por eso, se limitó a explorar las posibilidades de dos personajes que nunca debieron de cruzarse, aunque ello hubiera significado dejar demasiadas deudas pendientes.

viernes, 22 de septiembre de 2017

EL CONTRATO DEL DIBUJANTE (1982), de Peter Greenaway

Un retrato de la alta suciedad dibujado por un tirano bajo contrato. En las cláusulas de ese acuerdo están la lujuria, la inquina, la soberbia, la vanidad y, desde luego, el dinero. Todo con tal de que ese tipo haga doce dibujos de una finca señorial de Inglaterra bajo sus condiciones. Criados fuera, prendas colocadas en lugares estratégicos para sugerir la posición de poder en la que está mientras dibuja, animales dispersados…todo con tal de que el arte se abra paso en una continua orgía de falsedad y fingimiento. Y es que en la aristocracia británica eso es algo que ha proliferado desde tiempos muy remotos. Todos elegantes, impecablemente bien vestidos, con las últimas novedades en pelucas traídas directamente desde París, con modales impecables pero hablando de bajezas morales, pasiones rastreras, degeneraciones privadas y apariencias deseadas. No hay nada debajo de esos pelucones ridículos. No hay nada más que la inteligencia que decide plasmar un dibujante en la inocente colección de doce esbozos de una finca entregada al más salvaje deseo. Los dominadores dominados. Y, por supuesto, la venganza no se hará esperar para que los dominadores sean otros. Incluso si lo único que hace falta es un asesinato lleno de vileza.
El dibujante se aprovecha aunque no más de lo que lo hacen los otros pretendidos aristócratas que pueblan la casa. Ellos pretenden heredar un título, coger unas tierras, disfrutar de unas mujeres a su capricho libertino. En el fondo, ese dibujante que resulta ser tan incómodo les quiere dar una lección y el profesor no sabe que se está jugando la vida a cada trazo. Cada línea está pensada, encuadrada en su sitio correspondiente, con una técnica impecable de observación y realización. El contrato debe cumplirse y, aunque es conveniente hacer correr el rumor y el disgusto, no deja de haber un cierto placer pecaminoso en todo ello. La conspiración no tardará en fraguarse con el jugo de unas granadas. Y el dibujante volverá para realizar una última obra maestra en la que solo él se dará cuenta del detalle que no está aunque esté. Incluso la observación resulta un juego de faldas levantadas y encajes libidinosos.

Peter Greenaway dirigió con la precisión de un dibujo una película que resulta enormemente turbia a pesar de sus hechuras elegantes, impolutas, llenas de verdes prados, vestuarios recargados y vidas cómodas. No deja de insultar a aquellos que se aprovechan para, luego, tramar una venganza que puede ser justa, según los ojos que miren. En eso, deja la palabra al espectador, que es el que tiene que decidir si la muerte es la recompensa adecuada a un contrato firmado con el consentimiento de ambas partes o si, por el contrario, la lección moral debería ser una losa que nadie está obligado a mover. Ustedes deciden. Cuidado con lo que firman.

jueves, 21 de septiembre de 2017

DETROIT (2017), de Kathryn Bigelow

El asfalto quemado en plena noche expira un aroma muy particular. No se sabe muy bien si procede de la tierra o del mismísimo infierno. Se derrite bajo el calor de hogueras de odio e incomprensión, alzadas contra el negro cielo de la noche en una ciudad que no entiende de convivencia. No importa quién comenzó. Cuando la violencia estalla, se diluyen las responsabilidades y quizá los disturbios fueron provocados por la policía represora en un principio, o, tal vez, fuera la gente de color que, cansada de la injusticia, se puso en pie para reclamar unos derechos básicos. Lo cierto es que la sangre corre, el alquitrán de las calles se vuelve líquido, la ciudad arde y el control se escapa.
Una noche, alguien comete una irresponsabilidad, una niñería disfrazada de rabia y entonces la tragedia se desata. Primero, el terror. Luego, la amenaza. Más tarde, la brutalidad física y moral. Por último, el asesinato. La ley del silencio debe imperar en una ciudad que se consume y la justicia se hace ciega, sorda y blanca. El atropello ya se ha cometido e influirá de tal manera en sus protagonistas que jamás volverán a recuperar sus vidas. Por el camino, habrá indiferencias, ojos ampliamente cerrados para eludir culpabilidades, intromisiones estúpidas y ese maldito sentimiento de autoridad basado únicamente en la fuerza. Y todo el mundo sabe que la idea es muy débil cuando se necesita de la fuerza para hacerla triunfar.
La oscuridad se hace eterna y la tensión es insoportable. No se respeta nada. Ni la libertad, ni la integridad, ni siquiera al soldado que ha regresado de la guerra y que debería estar más allá de la sospecha. Es más fácil creer en prejuicios que agarrar a la objetividad de las solapas y permanecer con la mirada fría. Se cerrarán las gargantas, incapaces de cantar para oídos que no merecen escuchar. Se sentirá la presión de la rabia porque la justicia se volverá de espaldas a pesar de las evidencias. Quizá sólo exista el consuelo de la honestidad y la obligación de seguir con la vida a pesar de todo.

La directora Kathryn Bigelow se decide por rodar los disturbios de Detroit del año 1967 en un estilo marcadamente documental, intentando cobrar vuelo y adoptar vista de pájaro, repartiendo culpabilidades en uno y otro lado. Quizá se detenga demasiado en lo que ocurrió en una sola noche y eso alarga la película con un leve toque de artificio, pero el vehículo es eficaz, brutal, sin concesiones, con una mirada hacia la consecución de los derechos civiles y otra a las consecuencias de los supervivientes de la matanza del Hotel Algiers perpetrada por la policía local. Vuelve a visitar, después de En tierra hostil y La noche más oscura, otra zona de guerra que dejó a toda una ciudad en llamas, rota y perpleja, intentando comprender cómo podía pasar todo aquello en pleno siglo XX. Su reparto es competente, con actores jóvenes que saben traspasar al público la angustia de unas horas interminables, la despiadada actitud de aquellos que pisoteaban vidas como si fueran colillas de cigarrillos y el insultante encogimiento de hombros de muchos que pudieron decir y prefirieron dar la espalda a la verdad. En el fondo, Bigelow da un toque muy serio a los fanatismos, siempre despreciables por su falta de razón; a las represiones violentas, maneras inútiles de poner fin a una situación inaguantable; y a todos aquellos que deciden apoyar lo injusto aún a sabiendas que lo es, porque esa es la última degradación de la propia condición humana.  

miércoles, 20 de septiembre de 2017

LOS FALSIFICADORES (2007), de Stefan Ruzowitzky

Ser el mejor en el arte de la falsificación en unos tiempos en que la legalidad es tan escurridiza como el concepto de raza, no deja de ser bastante peligroso. Los nazis lo sabían muy bien y ya se sabe. Primero vinieron a por los negros, y como yo no era negro…hasta que llega un momento en que le toca al delincuente más experimentado en materia de falsificaciones porque era judío y, por supuesto, vivía muy bien. Sin embargo, la maquinaria nazi no dejaba nunca de estar en movimiento. Se necesitaban divisas extranjeras y la banca miraba de reojo a esos extremistas que estaban adueñándose de media Europa con un imperio de terror y barbaridad. A alguien se le enciende una luz. Quizá se puede falsificar esa divisa y, así, de paso, se hunde la economía de los países que poseen esas divisas. Así que se coge al judío que, por aquellas casualidades de la vida, era el mejor falsificador del mundo y que se ponga a fabricar libras y dólares. El Tercer Reich será rico y los demás países un poco más pobres. Al fulano y a todo su equipo de colaboradores se les dará una cama limpia y algo de comida extra en el campo de concentración de Sachsenhausen. Pero nada más. La presión sigue. El asesinato indiscriminado continúa. De repente, hacer lo que se ha hecho toda la vida constituye la delgada línea que separa la vida de la muerte.
Hay que pensar en todo. La tinta, el papel, la fotoimpresión, el tacto, la gelatina…y también el sabotaje. Porque, quizá, en todo hombre, aunque acepte su destino rastrero, hay una pequeña llama de libertad luchando por hacerse visible. Y no hay nada mejor que sabotear los planes de los asesinos haciendo que la plancha no salga, que el detalle sea determinante, que la falsificación no sea perfecta. Todo tiene sus riesgos y, en este caso, la vida de los compañeros será aún más delicada, pero hay ocasiones en las que hay que tomar partido, aunque eso ponga en peligro la propia supervivencia.
Lo cierto es que, a pesar del tremendo esfuerzo por hacer un trabajo limpio, pulcro y satisfactorio, todavía habrá quien se empeñe en humillar al ser inferior. Y la rabia también estará presente. La furia tiene que ahogarse. La defensa llama al corazón y ya solo se trata de seguir vivo al día siguiente. Una mesa de ping-pong como premio y parece que es un triunfo. Las justificaciones se multiplican incluso en aquellos que no quieren ver la realidad. En el fondo, hasta se puede llegar a creer que hay un trato humanitario en los campos de concentración. Ciegos, sordos, mudos, inútiles….hasta en la victoria hay que demostrar que el sufrimiento no es solo patrimonio de los que se morían de hambre. Cada uno lucha por sobrevivir como puede. Y si hay que falsificar moneda…es un precio muy pequeño.

Stefan Ruzowitzky dirigió esta película austríaca con pulso y ligereza, para avanzar en una historia apasionante de estafa y esperanza. Creyó que era posible que alguien, dentro de aquellos años para olvidar, quisiera servir al Tercer Reich y, al mismo tiempo, colaborar en su caída. Tarea nada fácil. Quizá solo reservada a los artistas.

lunes, 18 de septiembre de 2017

BIRD (1988), de Clint Eastwood

Si queréis escuchar lo que dijimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de las "Campanadas a medianoche", de Welles, podéis hacerlo aquí

El humo se eleva a través del aire negro, intentando atrapar las notas de un saxofón que no se puede describir. El dolor sostiene la partitura y los dedos dibujan la melodía que, a buen seguro, mañana será diferente. Charlie Parker se sumerge en su música como si, más allá de ella, no hubiera nada más que el abismo. Un enorme y oscuro precipicio con fondo blanco de drogas y alcohol. Nadie se arrojaría por ese precipicio salvo él. Tal vez porque allí abajo ya no hay dolor, solo una suave felicidad de un hombre que no existe. Ese hombre hace su música, vive como su música, hierve como su música y enriquece los corazones de los que la escuchan. Pero Charlie sabe que no es así. Para él, solo le queda el canto del pájaro que enmudecerá al amanecer, como un si bemol alargado de más, un acorde disonante que encaja o unas cuantas notas que, al parecer dispares, se convierten en un maravilloso cuento de jazz, pleno de elegancia y conquista, como si no tuviera ningún oído sobre el que posarse. Quizá esa fue la gran tragedia del mejor saxofonista que nunca pisó la Tierra. Se adelantó a su tiempo, hizo una música para la que nadie estaba preparado, renovó los cimientos del jazz y mientras tanto, él no estaba preparado para vivir.
Las lágrimas de los amigos se diluyen en los zapatos de charol sobre los que caen porque Charlie nunca llegará al final. Se quedará a mitad de camino, en una coda imposible suspendida en ese aire negro y turbio de los clubs, tratando de encontrar un sentido a todo lo que hace, buscando obsesivamente una nueva frontera que traspasar. Ya es tarde, Charlie, tu dolor no cesa y ya nada puede atenuarlo. Ni el amor, ni la música, ni la heroína, ni tres botellas de whisky. Sólo tú delante de la desgracia, regalando felicidad, pero incapaz de disfrutarla. Tu descanso ya es una aguja en el brazo, tu cielo ya es la seguridad de no encajar con quien amas, tu horizonte es una última carcajada perdida en una noche de tormenta. Now´s the time, Bird. Llegó tu platillo al suelo para echarte del escenario. Nunca supiste controlar que nadie te quiso por lo que te convertiste y no por lo que realmente eras. El jazz perdió sus alas. Tú perdiste todo.

Bird es una maravillosa e impresionante película sobre el gran saxofonista Charlie Parker dirigida por Clint Eastwood con una enorme sensibilidad en la sordidez y un placentero disfrute para todos los amantes del jazz. A su lado, tiene la impagable complicidad de Forest Whitaker en el papel principal, creíble de principio a fin, introducido en las melodías del gran genio como si fuera él mismo quien las interpreta. Y mientras tanto, los espectadores, lloramos porque el dolor del protagonista, en cierta manera, es nuestro propio dolor. Es ése que nunca se apaga, que nunca deja de gritar, que nunca deja de agarrar nuestro estómago para recordarnos que está ahí, dispuesta a arrasar todo lo que nos queda como seres humanos. 

viernes, 15 de septiembre de 2017

CITA A CIEGAS (1987), de Blake Edwards

Es difícil explicar lo que se siente cuando se acude a una cita a ciegas. Estás obligado a ir con alguien a una cena muy importante y un amigo te proporciona a la chica en cuestión. En tu cabeza pasan miles de imágenes, pero siempre se tiende a pensar en lo peor. Alguna solterona sin clase, pasada de kilos, con la boca de un carretero y la dentadura manchada de carmín, seguro. Y ese seguro lo que esconde realmente es una gran inseguridad. Sin embargo, llega el momento y resulta que la chica es deslumbrante, tiene clase, es muy atractiva, tiene sentido del humor y te impulsa a tener algún detalle con ella para que tú también le parezcas atractivo. Puede que, incluso, la noche sea muy agradable. ¡Guau!
Lo peor de todo es cuando te das cuenta de que la chica tiene un defecto. Tu amigo ya te lo había advertido, pero no puede ser. Nadie pierde tanto el control cuando bebe. Eso es una leyenda urbana. Y menos cuando todo se reduce a una copita por aquí y otra por allá. Sí, la noche va a ser inolvidable. Por culpa del líquido, ácido y agresivo elemento resulta que a la chica se le va la chaveta y, de repente, pierdes el trabajo, la dignidad, el coche y hasta la camisa. Puede parecer increíble pero así es. Y, sin embargo, ella es tan atractiva… ¡guau!
Pasados unos días te das cuenta de que, a pesar de que la desgracia ha sido muy difícil de digerir, nunca has pasado una noche como aquélla. Fue todo una diversión que te hizo sufrir, pero una auténtica juerga. Si la vida con ella fuera tan trepidante, no habría sitio para el aburrimiento. Así que hay que luchar, amigo. Aunque el precio sea caer desde un segundo piso, enfrentarte a su ex – novio o provocar una auténtica guerra en un jardín idealmente burgués. ¿Y así de lejos puede llegar una cita a ciegas? Y estoy seguro de que aún las ha habido peores. Aunque quizá no tan divertidas. Guau.

Blake Edwards puso en juego toda la comicidad de la que era capaz para narrar una historia de amor a primera vista a pesar de ser una cita a ciegas. Confirmó que Kim Basinger podía ser una excelente actriz de comedia y ofreció el primer papel estelar a Bruce Willis. Con estos mimbres, Edwards hizo una de las mejores screwball comedies del cine moderno en la que las carcajadas se unían implacablemente con la piedad que sientes por ese hombre inmerso en la vorágine de lo socialmente establecido que tiene que romper todas las reglas si quiere conseguir a la mujer que le ha sorbido el seso desde el principio. Divertida y salvaje, la película no se para en ofrecer una comedieta amable e intrascendente, ni tampoco en despreciar al respetable con una serie de situaciones tontas, pretendidamente graciosas, para pergeñar una película comercial más de taquilla fácil y paso rápido por la cartelera. Cita a ciegas es fresca, brillante, oportuna, con detalles que delatan el pulso de un maestro de la comedia que sabe dirigir a sus actores y los coloca en situaciones desternillantes basadas en la desgracia. Quizá para intentar trasladarnos que todo depende del ángulo con el que lo mires. Mientras tanto, procuren no beber alcohol…y, por favor, que maten al perro.

jueves, 14 de septiembre de 2017

IT (2017), de Andrés Muschietti

En plena infancia, los miedos aparecen sin previo aviso. Justo antes de esa edad crítica de la adolescencia, un niño comienza a hacerse preguntas que no tienen respuesta. El efecto se multiplica cuando algún trauma se esconde entre los pliegues de la inocencia y es entonces cuando los miedos se presentan con un rostro amable, casi como una vía de escape de esa sensación sempiterna de que la edad adulta no va a ser tan buena. A menudo, los niños se ríen de sus propios miedos. En otras ocasiones, les hacen frente. Las menos, sucumben a él.
Y es entonces cuando los miedos crecen a la vez que el cuerpo se desarrolla. Se retroalimenta a sí mismo con esos pánicos feroces que esos niños casi hombres experimentan casi sin darse cuenta. Y es posible que, cuando se intente dar marcha atrás y madurar con la serenidad como consigna, ya sea demasiado tarde.
Ese alimento del miedo puede hallarse en la tremenda bofetada de los abusos infantiles; en la pérdida de un hermano; en la sobreprotección exagerada de una madre; en el mero hecho de ser negro; o en la obesidad; o en tantas razones como se nos puedan ocurrir. Todos estos hechos van minando las aristas de la razón hasta convertirla en algo minúsculo, amedrentado, inútil y vacío. Puede ser que, por ello, un pueblecito cualquiera en el estado de Maine sea una auténtica madriguera de frustraciones.
Sin embargo, el miedo se olvida de algo. Cuando se odia al miedo, éste ya no tiene ningún sentido. Porque el odio también infunde fortaleza y a partir de ahí, el enfrentamiento está servido. El miedo está condenado a morir cuando hay odio en sus objetivos. Ya no hay incertidumbre ante cualquier rechazo. Solo las ganas de que el miedo acabe de una vez matándolo si es necesario.
No cabe duda de que la fértil imaginación de Stephen King se halla presente en esta película a través de un guión inteligentemente ensamblado a partir de su novela homónima. Se suprimen algunas cosas, se modifican otras, pero el espíritu con el que King escribió su relato más terrorífico se halla presente en todas y cada una de las escenas. Buen trabajo de Andrés Muschietti porque no permite que la película caiga en altibajos y el sentimiento de inquietud permanece durante toda la cinta, con maravillosos momentos de ingenuo humor. Pronto aparecerá esa segunda parte que explica por qué en la edad adulta vuelven a aparecer los miedos de la niñez. Mientras tanto, habrá que seguir sonriendo al payaso.

Y así, vidas que, en principio, seguían el curso normal con la crueldad de la existencia incluida, se convierten en una pandilla de perdedores que solo se sienten del lado de los mejores cuando están juntos. ¿Cuántas veces habremos sentido eso mismo en nuestra niñez? ¿Cuántas veces nos escondimos debajo de la sábana porque habíamos escuchado el lento y quejumbroso murmullo de una puerta abriéndose? ¿Cuántas veces nos hemos vuelto de lado en la cama porque nos estaban invadiendo pensamientos horribles? Yo les diré cuántas. Todas aquellas en las que nuestro payaso particular vino hasta la habitación para sonreír maliciosamente y decir aquello de: “Todos están flotando…tú también…”.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

JERRY LEWIS: EL CÓMICO DESENCAJADO


-. Jerry, dicen las malas lenguas que te llevabas mal con Dean Martin, tu pareja en tus primeras películas…
-. Bueno, sí, esteee…no le gustaban mis costillas y claro yo…mmmm…ffff….no sé qué decir…
-. Claro, tú querías dar el salto al protagonismo absoluto y no ser el comparsa del típico galán.
-. Sí, claro…essss…que Dean era el guapo y yo…yo…yo era el tonto. Y claro, a mí no me importaba ser el tonto, pero ya que hacía tanto el tonto…eeeehhh…pues que fuera el tonto protagonista.
-. Estuvísteis sin hablaros durante años.
-. Es que Dean…no quería deshacer la pareja y claro…discutimos. Algunos años después…gneeee…Frankie…ya sabes, Frank Sinatra, concertó un encuentro sorpresa entre Dino y yo en una actuación en directo y….bueno…ya sabes…nos dimos un abrazo y…esteee…las cosas no fueron como antes, pero, al menos, nos hablábamos y…
-. ¿Cuándo te separaste de Dino ya querías dirigir?
-. Sí…siempre lo tuve en mente…por pequeña que fuera…
-. Y empezaste con El botones
-. Me rondaba en la cabeza rendir un homenaje a…esteeeee…Stan Laurel, ya sabes. Y quería que participara en la película perooooo…estaba enfermo y tuve que improvisar…
-. Era una película de sketches, con algunas apariciones especiales…
-. Sí, hasta salía yo de aparición especial jejejejeje…
-. Después vino otra película estupenda tuya, que tiene un precioso gag
-. Sí, Un espía en Hollywood…es que siempre me ha gustado el jazz y oyendo una melodía de Count Basie….con esa energía…pensé que…parecía como una bronca de un jefe. E hice que la música hablara por mí.
-. Eso fue una genialidad, Jerry.
-. Gracias…estooo…eres muy amable.
-. ¿Tu mayor éxito fue El profesor chiflado?
-. Eeeeeehhh…creo que sí…ya sabes…Jeckyll y Hyde…Y Stella Stevens que estaba preciosa…
-. Tiene momentos memorables, sin duda. Después de actuar en películas ajenas que tuvieron mucho éxito como Lío en los grandes almacenes y Caso clínico en la clínica, suavizas un poco tu modo de actuar.
-. Sí, quise ser menos payaso y más actor, pero sin dejar de hacer gracia. Interpreté Boeing, Boeing, al lado de Tony Curtis y la maravillosa Thelma Ritter y dirigí una comedia con Janet Leigh titulada Tres en un sofá, funcionaron bastante bien, pero la gente parecía pedir que volviera el Jerry de siempre.
-. En ese momento, pareció iniciarse un bache en tu carrera.
-. Era una época en la que Hollywood cambiaba y había que plantearse algunas cosas. Fueron cuatro años de búsqueda.
-. Finalmente, vuelves a conectar con el público siendo el Jerry de siempre en El pescador pescado y en la estupenda ¿Dónde está el frente?
-. Sí…eeeeehhhh…sí. Con ¿Dónde está el frente?  se trataba de parodiar…ennngggg…ya sabes…las películas esas de comandos y tiros y misiones detrás de las líneas enemigas que tanto se habían puesto de moda en los sesenta…eeeeehhh…no sé si lo conseguí, peroooo…
-. En los setenta, te apartase un poco de los focos del cine…
-. Estoooo…síííí…ya sabes. Un hijo con parálisis cerebral y entonces…entonces se me ocurrió la idea de los Teletones. Era duro llevar un show durante veinticuatro horas…pero la gente era muy generosa y tuve…estooo…muchos amigos a mi lado…
-. Años después, recibiste el Oscar humanitario Jean Hersholt por esa labor…
-. Estooo…sí, todo un orgullo para mí…gne…gne…
-. En el 82 te descubriste como un excelente actor dramático con Martin Scorsese…
-. Sí…eeeehhh, nadie comprendió la película. No era la primera vez que intentaba hacer un drama, ya lo había tocado en un par de ocasiones…pero fue todo un fracas…eeehhh. Marty acababa de tener un gran éxito con Toro salvaje y me dije…ahí está la oportunidad que buscabas. Eeehhh, la gente no la entendió demasiado, pero…con sinceridad…creo que El rey de la comedia es una de mis mejores películas.
-. El loco mundo de Jerry es tu última incursión tras las cámaras.
-. Sí…luego solo me dediqué a actuar en películas ajenas. Era una buena película, pero no funcionó…estooo…demasiado bien.
-. Hasta probaste con Emir Kusturica en El sueño de Arizona.
-. Sí…no es fácil entender a Emir, pero fue divertido…la película no era un drama exactamente, era una tragicomedia. Casi, casi, casi, te diría que es la mejor película de Kusturica.
-. Jerry, puedes pasar. Aquí, en el cielo siempre hay un sitio para alguien que ha regalado tantas risas.
-. Gracias…eeeehhhh, no sé qué decir. Estoy abrumado…aquí traigo un paquete… ¿admiten rosquillas en el cielo? ¿quiere una? Ehhh…lo siento, no sé su nombre…
-. Llámame Pedro. En la segunda nube a mano izquierda, encontrará todo lo necesario para rodar su primera película aquí arriba. También necesitamos unas cuantas risas.
-. Oooooohhhh….gracias…gracias…

martes, 12 de septiembre de 2017

CAMPANADAS A MEDIANOCHE (1965), de Orson Welles

Si queréis escuchar el divertido coloquio que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor del "Ser o no ser", de Ernst Lubitsch, podéis hacerlo aquí.

Los rayos de luz que hieren las ventanas de palacio parecen buscar al joven príncipe Hal para bañarle con el sol de su grandeza. Es posible que sea ya un joven perdido para regir los destinos de Inglaterra o, tal vez, puede que lleve sobre su cabeza parte de la culpa de su padre que obtuvo el trono con usurpación y alevosía. Para evadirse de su conciencia, comparte su tiempo con un viejo tonel de vino y lujuria llamado Jack Falstaff. Para Hal, Falstaff es su padre, el hombre con el que comparte tontas chanzas, burlas a la sangre real, pequeños atracos cuyo botín dura solo una noche y mujeres que saltan de cama en cama esperando el siguiente chelín. Sin embargo, hay algo más en todo ello. Falstaff, a través del juego y de la mentira, le enseña a Hal cuál es el destino que le espera, rodeado de falsedades, de falaces hombres que solo alabarán su realeza mientras conspirarán contra él, de amores mendaces y frugales, de amigos que le clavarán un puñal en la espalda en la primera oportunidad. Falstaff le enseña a Hal cuál será su reino y, por el otro lado, de qué se tendrá que preocupar.
El único error del viejo y gordo Falstaff es que esperará una recompensa que siempre le será negada. Él no puede ser el amigo para todo de un rey, ni su consejero más leal, ni el más cercano de sus súbditos. Falstaff está condenado a morir repudiado, con el cariño negado y en fuga, en un simple y viejo ataúd de madera que atravesará los campos yermos de su ilusión en busca de la siguiente correría de pícaro. Juntos oyeron las campanadas a medianoche, pero nunca podrán escuchar el canto del gallo.
Los excesos se pagan y Jack Falstaff pone la mano allí donde hay dinero, huye en la refriega más vital, se revuelca en el lecho con la mejor de las prostitutas y olvida su lugar en el mundo. No es más que una figura ridícula que trata de aparentar una falsa hidalguía que jamás tuvo. Trata de aparecer como el más inteligente de los hombres cuando, en realidad, tiene que luchar todos los días por tener un puñado de monedas en el bolsillo e hincharse de vino. Pero llora de amor por quien más quiere, y acepta la humillación pública que le infringe un rey, porque él sabe que es de esas personas que tienen que ser humilladas…aunque solo sea para demostrar que Hal, su Hal, es el mejor rey.

Orson…cuánto debiste querer nuestra tierra para convertir los áridos campos de Castilla en los verdes prados de Inglaterra, cuánto debiste amar a Shakespeare como para traerlo hasta España y realizar una película tan hermosa sin dinero y sin tiempo. Las cosas que has visto…

viernes, 8 de septiembre de 2017

JEANNE MOREAU: LA CHICA QUE NUNCA SE NOMBRÓ




Aún resuena alrededor de mi cabeza tu voz profunda, algo arrastrada, con una sombra de alcohol apasionado y de dolor suave. No puedo quitarme del pensamiento tu mirada, siempre profunda, como queriendo realizar una pregunta que nunca llega a formularse. Tus labios eran rotundos, como una invitación que oscilaba entre el beso y la ferocidad. Jeanne, Jeanne, espérame en el cadalso, amor mío.
Me dejaste sin aliento cuando apareces, breve y contundente, en No toquéis la pasta, de Jacques Becker, porque sabías que tus apariciones tenían que ser definitivas. Jean Gabin andaba por allí siendo el dueño de la función, pero detrás, en un momento glorioso, aparecías tú y Gabin dejaba de ser Gabin y Moreau comenzaba a ser Moreau. Tanto es así que cuando te hiciste cuerpo y carne en aquella Florence de Ascensor para el cadalso, me di cuenta de lo estrecho que puede llegar a ser un elevador mientras tú esperas fuera muriendo de amor y de angustia. Louis Malle te conoció bien y supo ver en ti el ángel que había detrás de tu demonio. Y tú voz diciendo adiós por teléfono…no se me quita, Jeanne, no se me quita.
Y aún menos se me van tus susurros en Los amantes, también con Malle. No solo eras misteriosa, sugerente, dramática, intensa, tremenda y avasallante. También eras sensual, dulce, transparente, ingeniosa, única, blanca, suave, cielo. Conseguiste que todos sintiéramos envidia de Brahms acariciando tus oídos mientras te debatías entre el aburrimiento y la pasión de dos hombres que no te merecían. Tanto es así que te echaste en los brazos de François Truffaut y de su Jules y Jim y a ti no te nombraban, Jeanne, porque eras el eje que sostenía la vida de otros dos tipos que no eran nada sin ti. Eras la alegría de vivir para ellos, la imprevisible verdad del momento siguiente, la increíble satisfacción de amar y ser amado en un triángulo que acabó perdiendo su hipotenusa. Y François te tenía en sus brazos tan agarrada que te vigilaba de cerca mientras te ibas con Losey a rodar el más fascinante retrato de la maldad femenina en Eva, o con Welles para confundir al pobre Josef K. en El proceso, o a volver con Malle para El fuego fatuo, o para cederte al maestro Buñuel de Diario de una camarera, o para largarte con los americanos y ser el contrapunto de Burt Lancaster en la maravillosa El tren, o competir y derrotar a una rival de peso como Brigitte Bardot en Viva María. Te tuvo una vez más, eso sí, para decirte cuánto te quería por última vez en La novia vestía de negro y hacer de ti una heroína digna de Hitchcock desde el extremo de nuestros sueños.
Y es que eras una mujer innombrable, inenarrable, impensable. Orson Welles lo supo muy bien cuando hizo que te convirtieras en la protagonista de esa historia que no se podía contar porque, si no, la historia moría en Una historia inmortal mientras Chinchón se convertía en un puerto de mar. Volvías loco a Alain Delon en El otro señor Klein mientras te casabas y te divorciabas de William Friedkin e, incluso, probaste suerte tras la cámara con esa pequeña delicia que es Lumiére. Kazan te reclamó para El último magnate y Fassbender para Querelle. Wenders te hizo lucir las arrugas como las mismas huellas del cine en Hasta el fin del mundo y ya, cuando la edad había hecho presa en ti y tu mirada se volvió menos profunda, pusiste voz a Marguerite Duras para la versión que se hizo en cine con Jane March de su novela El amante, de Jean Jacques Annaud.
Sí, ya sé que trabajaste con Antonioni un par de veces y que te sentías orgullosa de ello. Tal vez por eso tu voz era tan profundo y tu nombre fue pronunciado pocas veces, pero había algo en ti, algo duro e intensamente inasible después de ver cada una de tus películas. Era como una airada bocanada de humo que te venía hacia la cara mientras decías “¿Y ahora qué?”.

No, no te puedes ir. Hoy estás en mis letras. Ya para siempre has cogido el ascensor. Jeanne…yo nunca dejaré de nombrarte.

jueves, 7 de septiembre de 2017

LA NIEBLA Y LA DONCELLA (2017), de Andrés Koppel

Llevar a cabo una investigación puede ser algo parecido a intentar horadar la tierra hasta que a tu alrededor no queden más que barrancos abruptos donde se esconde la niebla de lo desconocido. Te puedes encontrar con abismos a los que es difícil asomarse; laderas impracticables; desfiladeros tan estrechos que, en ellos, no cabe la moral; rastrojos que tratan de enredarse tercamente en cada uno de tus pasos. El mal se puede hallar en cualquier recoveco de la orografía. E, incluso, puede estar más cerca de lo que uno es capaz de pensar.
Un oscuro crimen sin resolver es siempre un problema que trata de escabullirse entre los dedos del tiempo. El mar mece sus aguas, como esperando alguna respuesta convincente y sólo queda la inteligencia como única arma con la que moverse por las sinuosas carreteras de una isla repleta de lobos con piel de árbol. El viento susurra el nombre de los culpables y lo único que resulta necesario es escuchar en la dirección correcta. Cuidado, guardias, la maldad se mueve. Y se mueve tan sigilosamente como la noche y lo envuelve todo en el silencio que emana de la impenetrable niebla.
Hay que prestar atención a los detalles y tratar de arrebatar la máscara a todos porque, al fin y al cabo, el mundo entero tiene que esconder algo. Hasta el más honesto y profesional de los guardias civiles puede avergonzarse de picar en la trampa más vieja de la carne. Y hay que preguntar lo que no se debe, y enseñar lo que no se siente, y ser presa de la vieja ira porque todos los engaños se presentan sin previo aviso. A sus órdenes, mi sargento… ¿desea alguna cosa más?
No cabe duda de que la serie de novelas dedicadas a los guardias civiles Vila y Chamorro, nacida del ingenio de Lorenzo Silva, merece el mayor de los cuidados en su adaptación al cine. Sobre todo si se tiene en cuenta que todos los que se han acercado a sus certeras letras han formado una imagen propia de ambos personajes. Aura Garrido consigue atrapar a Chamorro en su interpretación, con esos ojos que hablan y esa seriedad que, sin duda, tiene la Cabo. El problema está en Quim Gutiérrez que parece estar buscando su Vila a lo largo de toda la película y lo consigue solamente en un par de escenas. Su investigador de la UCO está lleno de dudas evidentes y carece de peso, algo fundamental en un personaje que renuncia a poseerlo pero que, cuando la ocasión lo requiere, lo utiliza sabiamente. La adaptación de Andrés Koppel es correcta, con la virtud del dinamismo, pero con el defecto de dar algunas cosas por supuestas con la esperanza de que el público haya pasado previamente por las novelas de Silva. Hay secuencias aéreas magníficas y otras, relativamente sencillas, resultan muy forzadas, como si Koppel, en su faceta de director, se hubiera olvidado de guiar un poco a los actores por los intrincados acantilados de la isla de La Gomera, donde transcurre la acción. Y siempre, en todo momento, se nota el esfuerzo, la ilusión y las ganas de hacerlo bien, algo que, no obstante, no basta.

No es fácil seguir el sendero de tantas voluntades que parecen tener interés en resolver un crimen sin culpable. La memoria suele ser escasa cuando la sangre es abundante y puede que se remueva demasiada basura para que se saque algo en limpio. Lo cierto es que nada es lo que parece y los hechos se diluyen como imágenes en el dolor. El resentimiento es lo que mueve muchas de nuestras razones y los días se convierten en tortura por una felicidad que siempre se marcha demasiado pronto. En La Gomera, allí, donde la niebla se acumula y los sueños se rompen, también hay lugar para el rencor, para un rayo de sol con sabor a selva, para una última vuelta de tuerca exigida por el deber. 

miércoles, 6 de septiembre de 2017

VERÓNICA (2017), de Paco Plaza

A veces, la vida ahoga con tanta fuerza que las frustraciones comienzan a ser letras ignotas de una frase terrible. No se sabe de dónde vienen los golpes, de dónde proceden las obligaciones pesadas y terribles, por qué ha caído la desgracia en un hogar que, en principio, parecía ser normal y razonablemente feliz. La noche cae con sus largas garras de fantasía y las puertas se abren y se cierran misteriosamente, como si algo dentro de nosotros deseara que ocurriera algo, algo lleno de horror, algo definitivo. Es el juego de los muertos que empieza siempre cuando la sombra se derrama sobre el ánimo.
La rutina es ese fantasma que vemos todos los días, en todos nuestros actos, intentando que asumamos responsabilidades que no nos corresponden, solo porque, tal vez, es lo correcto, por mucho que no estemos preparados para ello. Las tonterías propias de la edad propician un escaqueo y una estúpida invocación finaliza con una boca grotescamente abierta, dejando escapar un último alarido que solo franquea el paso desde el infierno. Morir no es fácil cuando se desea. Y hay demasiados espectadores atentos al próximo movimiento del maldito tablero.
Hay que cuidar de tres niños, llevarlos al colegio, cumplir las obligaciones escolares, asistir a la decepción de la típica amiga que comienza a desviar su cariño. No nos damos cuenta y todo ello se confabula en una especie de conjuro que es evidente hasta para quien no puede ver. Los aburridos y repetitivos anuncios de la televisión cierran aún más el espacio para la huida y Dios no está, ni se le espera. Es posible que asista, divertido, al espectáculo del fracaso total. El miedo está ahí delante y nada de lo que es será.

Paco Plaza ha conseguido crear pánico a partir de una aciaga rutina para una chica que no puede soñar porque tiene demasiadas barreras delante. El trabajo de Sandra Escacena como la adolescente que trata de hacer lo mejor en lo peor de su vida es excelente porque en ella se dan todas las contradicciones, todos los deseos, todas las visiones terribles de una realidad que se empeña en estrangularla. Y nosotros, pobres espectadores indefensos, nos removemos inquietos en la butaca porque no podemos avisarla de que el peligro está ahí, a su espalda, deseando agarrarla con desesperación y sin más salida que un día que nunca llega. Por ahí gritan unos héroes del silencio que claman por escapar hacia las estrellas y el verano se halla ahí, a la vuelta de la esquina, esperando el punto final de la tiza y la perspectiva de cerrar con más fuerza las cadenas invisibles que inmovilizan nuestros actos. Son las frustraciones, las decepciones, las derrotas diarias y los deseos incumplidos los que ponen a prueba nuestra resistencia. Y, a menudo, esos fantasmas se aparecen en las largas noches de sueño agitado para decirnos, una vez más, que no hay escapatoria, que el olor a fritanga continuará, que los desprecios se sucederán, que la presión no dejará de apretar hasta que no quede ni una sola gota de sangre. Verónica, Verónica, ven y sálvame o mis propios diablos se me llevarán del rincón para convertirme en un problema más. Hazlo pronto, por favor, o la inspiración de vivir se pondrá en fuga en cuanto salga de aquí. 

martes, 5 de septiembre de 2017

DUNKERQUE (2017), de Christopher Nolan

El desastre de Dunkerque puede ser uno de los mejores ejemplos de la gloria en la derrota que tanto buscaron algunos cineastas como John Ford. La visión de cientos de miles de soldados varados en la playa, esperando un rescate que nunca llegaba porque su país prefería reservarse para otros empeños, es la decepción de todos aquellos que creían que había algo heroico en defender a tu país. Sin embargo, la misma población civil supo responder a la llamada para sacarles de allí. No pudieron evacuar a todos. No fue una heroicidad perfecta. Pero fue una enorme prueba de cuán lejos puede llegar una nación en aras de la supervivencia.
Así, Christopher Nolan demuestra, una vez más, que es un cineasta muy a tener en cuenta. Despliega sabiduría técnica apoyándose en un sonido extraordinario, haciendo que los ruidos de los aviones, de las bombas y de los mismos disparos aislados suenen casi en el interior de cada espectador. Estructura la película con inteligencia, fragmentando las distintas historias que confluyen espectacularmente al final con alardes de montaje como bombardeos repetidos y vistos desde diferentes puntos de vista, alterando la continuidad del tiempo para dar una visión conjunta del espacio en el que se desarrollan los apasionantes acontecimientos. Visualmente resulta perfecto, con especial cuidado en las secuencias aéreas, soberbiamente rodadas y, salvo en una ocasión, sin croma, con acción real, como las auténticas películas de guerra. Y resulta impactante cuando quiere, dejando al público con el corazón en un puño sin necesidad de acudir a la casquería gratuita y, no por ello, dejando de ser realista.
Por si fuera poco, cuenta con un plantel de intérpretes competentes, con sus momentos de lucimiento a pesar de las cortas secuencias con las que tienen que lidiar. Soberbio Kenneth Branagh, dando peso y dramatismo a la evacuación por el espigón de la playa; maravillosamente maduro Mark Rylance, aportando mentalidad al heroísmo; valiente Tom Hardy, parapetado tras la mascarilla de piloto, que concentra en sus ojos su papel de piloto de caza. Actores jóvenes que aún tienen que hacerse un nombre se afanan en su cometido y el resultado es que el público, después de tener muy cerca esa acción por varios frentes, sale sencillamente impresionado de la exhibición del director.

Y es que no es fácil trasladar la angustia de la primera línea cuando lo que se espera es el transporte salvador que lleve de vuelta a casa a tantos soldados derrotados. El mar se encrespa y se vuelve caprichoso y el enemigo trata de causar el mayor número de bajas posibles. Solo así, con muchísima fuerza en las imágenes, se puede trasladar esa idea de que el más alto heroísmo, la hazaña más hermosa, es la supervivencia. Ahí quedan agobios terribles, bombardeos a traición y ejecutados con alevosía, errores escondidos en las panzas de las embarcaciones…Dunkerque fue un auténtico fiasco militar…pero fue la primera lección para un país que tuvo que aprender a sobrevivir a marchas forzadas para tener conciencia de que ése era el primer paso para la victoria. Por supuesto, con mucho dolor, mucha sangre derramada, mucho nervio arrasado y mucho atasco en el razonamiento, pero con grandes dosis de valor, de arrojo, de decisión y de conseguir, por encima de todo, continuar respirando un minuto más.