miércoles, 31 de octubre de 2018

QUIÉN TE CANTARÁ (2018), de Carlos Vermut

Mañana, festividad de Todos los Santos, no habrá artículo. Volveremos el viernes con el ritmo habitual. Mientras tanto, id al cine. No tiene contraindicaciones.

Es muy, muy difícil tratar de ser Ingmar Bergman a través de una obra tan compleja como Persona y salir airoso del envite. Más que nada porque,  con un viaje tan peligroso, puede surgir la pretenciosidad y una cierta sensación de profundidad cuando, realmente, sólo hay vacío con toques de arrogancia. Y eso es lo que le ocurre al director Carlos Vermut cuando trata de sumergirse en un universo de mujeres perdidas, de razones errantes y de fantasías acusadoras. A veces, detrás del silencio, no hay nada.
Y aquí tenemos esta unión de personalidades tratando de encontrar un destino tan esquivo como una canción nunca cantada. No cabe duda ninguna de que es meritorio el trabajo de Najwa Nimri y de Eva Llorach, especialmente de ésta última, pero no es suficiente como para que la película dé vueltas en la cabeza cuando todo termina. El sentimiento general es de morosidad, de no explicar demasiado bien las cosas que ocurren, de refugios fáciles en reacciones airadas y centrarse únicamente en la transferencia de personalidades prescindibles, que no interesan mucho, en simbolismos que, en algunos casos, llegan a ser infantiles e, incluso, repetitivos. Puede que, en el fondo, todos tengamos la voz seca por el miedo que produce la mediocridad, el temor encendido por el pánico a no ser originales y únicos y el rechazo dispuesto por la misma dictadura del cariño, pero no se puede introducir personajes descritos de determinada manera y, al plano siguiente, sugerir un cambio repentino. La ambición es caprichosa, pero no tanto. Suele ser fría y despiadada, sí, pero no veleidosa.
Dar una buena parte de uno mismo para que otra persona se encuentre, es un ejercicio complicado y penoso. No deja de ser curioso que la afortunada que imita a la perfección al modelo viva en la misma ciudad. La metáfora de ponerse en los zapatos de otro resulta algo evidente. La preocupación por una planificación visual atractiva suele ser importante, pero siempre debe estar al servicio de la historia y no de los silencios que uno se atreva a guardar. La claridad y la fotografía son destacables y el blanco domina sobre la oscuridad de los personajes en una tragedia de caracteres enfrentados a una realidad que nunca acaba de mostrarse porque, cuando lo hace con toda su crudeza, la evasión es la contraseña y sabes que la muerte está intrínsecamente ligada a la vida hasta tal punto que se confunden, de la misma manera en que esta cantante amnésica se mezcla con otra mujer que, sencillamente, no ha sabido vivir. Y el sufrimiento está servido porque, posiblemente, no sabemos construir el amor. Lo hacemos con torpeza, cediendo, dando lo mejor de nosotros mismos cuando no siempre es lo más aconsejable. Y ninguno lo ve. Sólo son conscientes del pozo en el que se hunden y la vida no merece la pena sólo porque haces renacer una estrella, sino también porque intuyes que tu misión en ella se ha cumplido.
La necesidad procurada puede redimirnos parcialmente y, pasando de un punto de vista a otro, podemos darnos cuenta de cuán inútiles son las cosas a las que nos agarramos mientras las verdaderamente importantes se escapan entre los dedos y somos incapaces de conservarlas. Y estas dos mujeres tratan de necesitarse sin llegar a conseguirse aunque sí se produzca un extraño fenómeno de fusión que acaba por convertirse en una absorción del alma. Y detrás del silencio de la admiración…no, tampoco hay nada.

martes, 30 de octubre de 2018

RELATO CRIMINAL (1949), de Joseph H. Lewis

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "El rey del juego", de Norman Jewison, podéis hacerlo pinchando aquí.

Mucho se ha hablado sobre aquellos grandes jefes de la Mafia que fueron encarcelados por evasión de impuestos y fraude fiscal, pero muy poco de los hombres que hicieron posible la acusación y posterior encarcelamiento. Ahí tenemos el ejemplo de Los intocables, de Brian de Palma, que pone en el epicentro de la investigación a Eliot Ness y a sus hombres de confianza. En esta ocasión, Joseph H. Lewis nos lleva hacia esos oscuros oficinistas de la Oficina del Tesoro que tuvieron que sacrificar sus vidas privadas para conseguir su objetivo. No había lugar para un fin de semana en el campo y que sus esposas pudieran disfrutar de su compañía, no había horarios, ni días libres. Sólo trabajo y la búsqueda incesante de algún confidente que estuviera dentro de la organización y les diera los libros de contabilidad que fueran elementos claves para formular la acusación. Algunas veces lo hicieron con la persuasión, otras con la presión y otras, incluso, con la vida.
Así que ahí tenemos a una pequeña brigada de tres hombres, ratones de biblioteca que hunden sus narices en cifras y partidas de debe y haber para probar que hay conexión en esos pagos con el jefe de todos los jefes. Por supuesto, el nombre del individuo nunca se nombra. Se refieren a él como “El Gran Jefe”. Un tipo al que ni siquiera se le ve la cara. Sólo su inmaculado sombrero claro y un puro en la mano. Mientras tanto, los que iban detrás de él lucían trajes arrugados, ojeras extendidas y decepciones a millares. Las pistas falsas se sucedían y, por supuesto, en más de una ocasión, acababa con la sangre del incauto que se atrevía a hablar. Y todo esto, con un ritmo trepidante, sin dar pausa al espectador, propio de la serie B en la que se mueve la película, sin conceder ni un minuto de respiro a los protagonistas. Es difícil hacer todo esto cuando la acción se mueve entre un montón de ceros.
Es cierto que Lewis introduce alguna trama más sentimental que otra, pero nunca es más evidente que, cuando un hombre se decide a ser valiente, siempre hay una mujer especial que está ahí detrás, aguantando en silencio, apoyando con sus miradas, comprendiendo sus elecciones, con la certeza de que ese hombre al que ama por encima de todo, está haciendo algo importante por los demás. Si ellos se juegan la vida y el bien que pretenden hacer sobre un libro de cuentas, ellas lo hacen sobre un pañuelo de lágrimas que nadie podrá tocar.

Una hora y veinte minutos de relato criminal bien contado, tratando de cazar al tipo que nunca tenía nada que ver con ningún asunto y, aún así, compraba abogados corruptos, matones a sueldo que ejecutaban a cualquier enemigo que se acercase demasiado, coches caros para sus amigos, residencias impresionantes de prados y habitaciones interminables. No dejaron de ser héroes que, además de dominar al aparato burócrata, también supieron ser duros cuando incluso la opinión pública consideraba al “Gran Jefe” como un individuo simpático, popular, dicharachero y saludable para la comunidad. Ahí es donde se puede comprobar de qué madera están hechos algunos hombres.

viernes, 26 de octubre de 2018

JACKIE BROWN (1997), de Quentin Tarantino

Corre, Jackie, corre. Ya te queda muy poco tiempo para coger el último avión. La vida se ha pasado calladamente, con alguna historia que otra, con muchos errores a las espaldas y con los años cayendo como losas sobre tu atractivo de mujer de color. Corre porque ya te quedan pocas salidas y la oportunidad de vivir una madurez plácida se está presentando peligrosamente. Basta con urdir la trama perfecta y timar al tipo que te paga porque le lleves y le traigas dinero. Es un mal tipo aunque la imagen que proyecte sea de la de amigo de sus amigos. No tiene ética alguna, y, sin embargo, se esfuerza por mostrarse como honesto dentro del negocio de las drogas, de las armas, de las chicas y de lo que se ponga por delante. Sólo que no vas a poderlo hacer sola, Jackie. Vas a tener que buscar ayuda.
Tal vez ése hombre que se dedica a pagar fianzas y sacar de la cárcel a los que tienen todas las papeletas de ver la vida entre barrotes sea el tipo ideal. Parece tranquilo, muy seguro de sí mismo y en su mirada hay una especie de fascinación por ti, Jackie. No es joven y ya ni siquiera es atractivo, pero irradia una especie de calma que es la que te conviene. Vas a tener enemigos que estarán dispuestos a saltarte las vísceras con un buen disparo de recortada, Jackie. E, incluso, a un par de amigos que no dudarán en utilizarte y sacrificarte si fuera necesario con la excusa de querer pillar al pez gordo. Va a ser un juego a demasiadas bandas y a lo mejor el arroz se te ha pasado tanto que ya no eres aquella chica que, sin duda, podía con el mundo. Por eso has acabado en una aerolínea de segunda, atendiendo a babosos maduros que aún te miran de barbilla para abajo y desean una loca noche de juerga en un hotel de tercera en la típica isla de turistas y borrachos. Tienes que correr, Jackie, y correr como nunca. Y vas a tener que engañarlos a todos.

Es muy curioso que esta película haya pasado como la más floja de las que pueblan la filmografía de Quentin Tarantino cuando, en realidad, es su película más madura, más reveladora del cineasta que hay dentro de este director que, al igual que tiene su legión de seguidores, no le faltan detractores. Cogiendo como base la novela Rum Punch, de Elmore Leonard, la única ocasión en la que Tarantino ha trabajado con material ajeno, y con una clara referencia a Atraco perfecto, de Stanley Kubrick, el resultado es una película vibrante, con personajes muy propios de su particular universo, sin renunciar a ninguna de sus señas de identidad, pero con una serenidad que llega a ser impresionante, tratando de ser contenido en todos y cada uno de los rincones de la trama. Puede que, en realidad, Jackie Brown sea el particular homenaje de Quentin Tarantino al universo femenino sin dejar que su heroína utilice el cuchillo. Y, como siempre, no quiere que se note.

jueves, 25 de octubre de 2018

LA BUENA ESPOSA (2018), de Björn Runge

Siempre se ha dicho que detrás de un gran hombre, hay una gran mujer, pero no es así en esta historia. Ni siquiera se puede decir en sentido inverso. Aquí, detrás de una gran mujer, sólo está ella. Sí, porque ella es la que se ha encargado de sonreír cuando no había razones, de decir la palabra justa cuando todo era silencio, de compartir todas las inquietudes cuando el ánimo flaqueaba con intensidad. Incluso se podría decir que también se encargó de escribir en las vidas de todos los que la rodeaban cuando sólo había mediocridad. Todo ello junta unas cuantas migajas de rencor.
Sin embargo, cuando se llega a la cima, se suelen tener muchas ganas de disfrutar de un pedazo de gloria. O, también, de aparecer relajada y brillante en esas agudas conversaciones entre intelectuales que suelen ser patrimonio exclusivo del éxito aparente. La hoja en blanco suele burlarse mucho del escritor y se necesita un impulso especial para rellenarla, para derrotarla en todos sus rincones, de imprimir una hilera interminable de hormigas que caminan hacia algún sentido que no es fácil de encontrar. Y eso, desde luego, no es un terreno vedado a las mujeres porque poseen una vida interior mucho más rica, mucho más apasionante, mucho más sincera y mucho más visceral.
Así que es tiempo de recoger premios y de guardar silencios. Lo peor de todo es que esos momentos de abismo existencial suelen ser unas barreras muy endebles cuando existen determinadas sospechas y se atisba, con cierta temeridad, la elegancia detrás de la negación. Por otro lado, son necesarias las palabras justas en el instante adecuado porque siempre se causan demasiados problemas cuando el equívoco llega mucho más allá de lo permisible. El talento es algo que se debe trabajar si se quiere mantener y es necesario saciar su hambre de contar historias, de crear universos o de narrar experiencias de ficción que, al fin y al cabo, están inspiradas en lo que somos, sentimos y amamos. Y eso, no cabe ninguna duda, sólo lo puede hacer una mujer.
Se echaba de menos ese talento maravilloso que siempre hemos intuido en el rostro, las expresiones y las maneras de Glenn Close y, de nuevo, está de vuelta. Volvemos a disfrutar de una actriz máxima, que nos revela libros enteros en la piel de una mujer de regreso cuando, en realidad, ni siquiera ha tenido la oportunidad de ir. Ella es el centro y la merecedora de todos los premios. Su mirada se ilumina, se oscurece, se eclipsa y renace. Su rostro se contrae, se distiende, se expande y se tensa. Nos habla sin necesidad de decir nada, y eso está al alcance de pocas actrices. Es hora de ponerse en pie y aplaudirla hasta que el día se vuelva noche y entendamos lo difícil que es hacer lo que ella consigue.

Por lo demás, la dirección de Björn Runge es sobria, pausada, sin alardes, casi escondida detrás de la excelente banda sonora de Jocelyn Pook, como deseando que todos los copos de nieve caigan por igual sobre todos los vivos y todos los muertos. Y ansiamos que todas aquellas féminas que ocultaron su nombre por el mero hecho de ser mujer salgan a la luz para que quedemos, una vez más, maravillados porque no sólo merecen reconocimiento, sino también toda la admiración que, cicateros, nos empeñamos en negar.

miércoles, 24 de octubre de 2018

ENCUENTROS EN LA TERCERA FASE (1977), de Steven Spielberg

Ver lo imposible es creer en lo imposible. Una noche cualquiera y todo parece sobrenatural. Una señal de paso a nivel que se mueve enloquecida, una luz cegadora que parece inspeccionar el terreno, objetos que comienzan a levitar como si estuvieran atraídos por un imán…Y la obsesión se instala. Es como una desazón que no se puede apagar. Por dentro, la inquietud de no dar con lo que se busca, a pesar de que esa forma indeterminada se presenta en todo. Mientras tanto, la vida se derrumba porque la locura no llega a comprenderse. Todo se niega y, desde luego, eso es un signo de que es verdad. Un francés contempla fascinado lo que está ocurriendo y consigue descifrar una clave musical que puede ser el saludo que comienza un diálogo. Una cita ineludible. Un niño que cree que las luces son parte de un juego maravilloso empezado por unos seres a los que solo se puede querer. El sueño se torna realidad. Ya están aquí.
Ser testigo de un encuentro de fantasía convierte a la misma vida en algo intangible, volátil e irremediablemente eterno. El espacio espera por aquellos que son elegidos y, tal vez, quien no tiene un lugar en la Tierra, posee el privilegio de adentrarse en los misterios de otras vidas y de otros mundos. Un barco de gran tonelaje que aparece en medio del desierto es una imagen impresionante que cuestiona toda lógica. Hay que montar una historia para que la gente no se acerque y…aún así, se acercan porque sienten una especie de llamada, de invitación a la que no se pueden negar. La Torre del Diablo es el lugar perfecto para que el cielo se llene de estrellas y dé comienzo una nueva era para el hombre y para el mismo universo. No hay tiempo ni lugar para el razonamiento. Sólo la intuición vale. La mirada se volverá pura ilusión y una conversación de semitonos se desarrolla, inquieta, audaz, frenética. La búsqueda, a partir de ahora, no tendrá fin. No estamos solos en el espacio. Hay otros seres. Y, con toda probabilidad, son mucho más fascinantes, mucho más completos, mucho más inteligentes, mucho más conscientes que el hombre. Es el milagro de la vida rehecho. Como nunca lo habíamos conocido.

Aunque pueda parecer mentira, éste es el único guión escrito por Steven Spielberg, dando forma y juntando muchos sueños que todos hemos tenido de niños. Unos seres que nos invitan a conocer su mundo en un impensable mensaje de paz y de luz, deshaciendo mitos sobre la hostilidad de su naturaleza y sus deseos de conquistar al planeta azul. Son mensajeros de la imaginación, que no tiene ningún límite, incluso más allá del espacio. Richard Dreyfuss y Melinda Dillon contienen la obsesión del encuentro y de la angustia de los que necesitan llegar un poco más allá. François Truffaut es quien intenta escarbar en los resquicios de la razón para que todo pueda entenderse con la simplicidad de un sueño infantil. Y nosotros, extasiados, seguimos preguntándonos qué es lo que hay en el interior de esa nave que parece irse con una amistosa despedida, cómo es el mundo de esos seres plenos de inocencia y cómo va a ser nuestra relación con ellos.

martes, 23 de octubre de 2018

INSOMNIO (2002), de Christopher Nolan

Si os apetece escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla sobre "Volver a empezar", de José Luis Garci, podéis hacerlo pinchando aquí.

Blanco. Todo es blanco. La luz es blanca y no se apaga nunca. Entre ese mar de luz de Alaska se mueve un asesino al que hay que agarrar cuanto antes. Atrás quedan sospechas de corrupción y traiciones de viejos amigos. Alaska es otra cosa. Es uno de esos sitios en los que nunca pasa nada más allá de una pelea de borrachos o algún caso de violencia de género. El tiempo parece que no pasa porque la luz parece que no se va. El sueño se niega a presentarse y está saltándose la condicional. Ése tipo que ha venido de Los Ángeles para echar una mano está perdiendo los papeles. Debería dormir algo. Ni siquiera sabe que a las diez de la noche es pleno día. El cuerpo no responde. Y la mente comenzará a fallar. Algo muy peligroso cuando el contrincante es un asesino concienzudo y ladino. Una chica ha muerto y, aunque Alaska sea un lugar en el que nunca pasa nada, hay algunas personas que no son tan buenas. Mienten por interés, por guardarse las espaldas aunque su delito no vaya más allá que el propio orgullo. Eso es algo que el policía de Los Ángeles está perdiendo a marchas forzadas. Igual que el sueño. Sueño y orgullo. El camino es cuesta abajo.
Al otro lado de la ciudad, a unos veinte kilómetros, está el maldito asesino. Es uno de esos individuos que se autojustifica en todo. Él no lo hizo. Él no quiso hacerlo. Las cosas pasaron y pasaron. Pero ese descuido lingüístico no lo traslada a su forma de hacer las cosas. Tiene todo pensado al milímetro y va a poner en jaque a ese policía que ha llegado de Los Ángeles y no puede conciliar el sueño. Para él las noches no existen. Para el asesino, nunca es de día.

Cuando se habla del cine de Christopher Nolan se suele olvidar a menudo a esta película de manera bastante injusta. Su corrección, su gramática pausada y perfecta, sin ninguna precipitación, llevando al espectador por los cauces de un río a ritmo de la corriente hacen de ella una película a tener muy en cuenta dentro de su obra. Es donde se demuestra lo excelente narrador que es Nolan y su precisión técnica, bien llevada y bien llegada. Además se demuestra lo hábil que es en la dirección de actores con Al Pacino, Robin Williams y Hillary Swank cumpliendo con perfección sus cometidos, sin salirse ni una coma, sin un gesto de más, sin un aspaviento exagerado. La sobriedad está presente en toda la historia y, de paso, se fija en la mediocridad moral de la gente de la ciudad, en la despreciable forma de pensar de algunos que se creen superiores, en el miedo a enfrentarnos con nuestros propios fallos y haciendo cosas impensables para evitar esos enfrentamientos. Con esta película se puede dormir perfectamente, pero se pasa ese frío húmedo de las montañas inmensas tratando de descifrar lo que pasa por las mentes de unos tipos que han llegado al final de su resistencia. Y los dos lo afrontan de una manera parecida. Sólo el remordimiento les hará diferentes.

viernes, 19 de octubre de 2018

FORT APACHE (1948), de John Ford

Los soldados bailan al son de una marcha, como si se despidieran de todo y de todos y supieran el destino que les espera. El Coronel Owen Thursday ha tensado demasiado la cuerda con los apaches y no va a cumplir su palabra. Las razones son balas esquivadas para él y no existe más motivo que su propia ambición personal, sus ganas de vengarse de esos individuos de Washington que le han enviado a la frontera, al rincón más perdido del mundo, donde hay camaradería, sentido del honor, buenos soldados aunque algo pendencieros, unos cuantos vasos de whisky escanciado en forma de versículos bíblicos y unas pocas banderas. Nada que salvar a excepción de la posibilidad de la leyenda. Y son los supervivientes los que tendrán que contarlo, a su manera, con todos los adornos y defectos que quieran, con los jinetes en el cielo y la mirada llena de nostalgia por un puñado de hombres buenos que fueron condenados a morir sin escapatoria.
No, no habrá viejas melodías irlandesas interpretadas en las cálidas noches del desierto, Tampoco habrá recordatorios de aquellos que fueron auténticos héroes porque caminaron hacia la muerte sin rechistar. Ni siquiera habrá un homenaje a esas mujeres maravillosas que lo aguantaron todo con tal de estar al lado de quien amaban y luego sufrieron la ausencia y la pérdida. Hay ocasiones en las que, desde luego, la leyenda supera la realidad. Lo demás es la vida.
Las lágrimas caen despeñadas por el barranco de las mejillas emocionadas, precipitándose hacia el olvido imposible. Los cielos se oscurecen con nubarrones llenos de sinsentidos cuando los hombres miran hacia otro lado, intentando superar la seguridad colectiva a través de la ambición personal. Una cabalgada mítica deseando buena suerte a todos será el pistoletazo de salida y un último gesto de honestidad se esboza cuando al más joven de los oficiales se le envía a retaguardia porque, al fin y al cabo, ese chico, que terminará haciéndose todo un hombre, es importante para alguien más. Sí, pocas cosas hay más tristes que ese baile en el que todos desfilan con el rostro serio y el bar se va cerrando. Los distintivos brillan y las mujeres lloran porque saben que nada volverá a ser igual. La tropa desaparece por el horizonte, en busca de su destino y ya sólo se ven las banderas. Sólo resta la soledad. Sólo permanece la pena. Aquí, si cabe, hubo más heroísmo porque no fue por nobleza, sino por obligación.

John Ford sabía muy bien dónde escarbar en los corazones. Nos pintó un cuadro en blanco y negro para que todos le diésemos el color de nuestra emoción. Y aún hoy, muchos años después, todos somos capaces de imaginar a esos jinetes en el cielo, a esos hombres de palabra y a aquellos que tuvieron que contar una mentira para que fueran reconocidos como lo que realmente eran.

jueves, 18 de octubre de 2018

FIRST MAN (El primer hombre) (2018), de Damian Chazelle

Puede que Neil Armstrong fuera el hombre oportuno en el momento más adecuado. No en vano iba a ser el primero que pusiera los pies en el polvo de la Luna. Para esa misión se necesitaba un candidato que fuera capaz de controlar las emociones hasta tal punto que pareciera un témpano de frialdad en un océano de sensaciones. Su mutilación emocional sirvió para alcanzar un objetivo mientras su vida se consumía detrás de un velo que él mismo se encargó de construir a conciencia. Tal vez por ello supo dominar al miedo, enfrentarse al fracaso y ver de cerca, muy de cerca, a la misma muerte.
Es muy posible que no fuera el hombre más carismático del mundo porque parecía no sentir, escondido bajo una máscara de impasibilidad que daba una impresión casi decepcionante. Hace muchos años, tantos que casi el recuerdo se confunde con el tiempo, Neil Armstrong fue invitado al programa de José María Íñigo Directísimo y lo que los espectadores españoles pudieron observar fue a un hombre sin gracia, sin pasión, incapaz de contar con un mínimo de entusiasmo su hazaña. Era el antónimo de la épica, monocorde, de respuestas cortas, sin alma.
Lo cierto es que detrás de todo, había un trabajador incansable que se había ocultado detrás de su esfuerzo para no revelar ninguno de sus sentimientos. Eso mismo lo hizo en su hogar, con sus amigos, con los que le conocían bien, como si Armstrong, el primer hombre que dejó huellas en el polvo de la Luna, no tuviera nada que decir ante algo que, al fin y al cabo, sí que fue un pequeño paso para él, pero significó un gran paso para toda la Humanidad.
De aquí se deduce la interpretación impasible de un Ryan Gosling que quiere decir mucho más de lo que se ve, haciendo hervir su interior con una tormenta de reacciones que se ahogan meticulosamente. Su trabajo es de altura, al igual que el del resto del reparto en el que destaca, de nuevo, lo desaprovechado que se encuentra un actor que merece mucho más como Kyle Chandler. La dirección de Damian Chazelle se empeña en colocar al espectador dentro de esa especie de lata de conservas en la que tenían que viajar los astronautas del programa Apolo, con alguna secuencia de enorme mérito y otras, al menos, discutibles. La banda sonora de Justin Hurwitz se puede clasificar entre las mejores del año y la sensación final que deja la película es la de que hemos visto las inquietudes del jefe de la misión que nos llevó a tocar el cielo con las manos, con su mutilación emocional a cuestas, con los fracasos de la carrera espacial y con la valentía de un puñado de voluntarios que querían abrir nuevas fronteras para la Humanidad. Y aún así, parece como si faltara algo, como si muchos esperasen al héroe del que tanto han oído hablar y se encontraran con un tipo que quería mantener, a cualquier precio, la sensación de que todo era asumible, de que la muerte, al fin y al cabo, sólo era un instante de pánico para luego sumergirse en el silencio. Algo que, en realidad, era mucho más llevadero que el inmenso dolor que podía sentir en su interior.
De vez en cuando, hay que tomar la iniciativa para expresar el temor, la alegría, el reencuentro, el peligro, el éxito, el fracaso, la heroicidad o el amor. Si no, es posible que el mundo crea que nada tiene importancia. Y eso es un error que ninguno de nosotros nos podemos permitir. Tan grave como no dejar ninguna huella en el polvo de una Historia que anda muy necesitada de épica. Más aún cuando se llega a ser el primer hombre en una hazaña que sólo podía existir en nuestros sueños más optimistas.

martes, 16 de octubre de 2018

LLÁMAME PETER (2004), de Stephen Hopkins

Érase una vez un actor que se llamaba Peter Sellers y que, de tanto fingir, nunca supo realmente quién era. Cuando conseguía lo que deseaba siempre deseaba ser alguna otra cosa y así fue de deseo en deseo hasta que se le acabaron las casillas de los ataques al corazón. Su personalidad era voluble, exagerada, insegura y coqueteaba, en ocasiones, con los límites de la locura. Nunca supo a ciencia cierta quién le amaba, entre otras cosas, porque él nunca supo a quién amar. Y lo que es peor, nunca supo cómo amar. Dejó de lado lo importante para dar rienda suelta a lo que era prescindible y así, la más cara que poseía tras su máscara, acabo dibujando una expresión de tristeza, como si él, uno de los más privilegiados actores cómicos de la historia, fuera un fracaso. Se convirtió en lo que más temía.
Bien es cierto que obtuvo ciertas satisfacciones y que bastaba con que abriera la boca para que el público devorador lo encontrase brillante, agudo, perspicaz y algo alocado. Su penúltima película estuvo basada en un libro que había tenido en su cabecera durante años y trataba, fíjense qué tontería, sobre un tipo que era jardinero. ¡Qué simpleza! Sin embargo, ése era el papel que quería hacer. Y lo hizo. Y lo hizo magistralmente. Por el camino se quedaron inspectores, presidentes, militares, conquistadores engañosos, científicos megalómanos con manos de vida propia, hindúes fuera de lugar o bandidos dispuestos a fingir virtuosismo musical…pero también muchas jeringuillas, botellas vacías, discusiones huecas, arranques de furia, compensaciones elegantes, obsesiones por el éxito, pánico a la repetición, voces de todos los tonos y colores, ilusiones desvanecidas y derrotas ante las cifras con muchos ceros. Quizá, no sé, no sé, podríamos decir que ese cómico llamado Peter Sellers estuvo muy cerca de la genialidad, pero también del más absoluto de los egoísmos.

No cabe duda de que, una vez fallecido, también hubo otro cómico que sabía manejarse muy bien en el drama de nombre Geoffrey Rush que supo revivir a aquel Sellers que ocupaba las cabeceras de todas las comedias de los sesenta. Con sentido, con momentos cómicos, dramáticos, dando rienda suelta a infinidad de recursos y dejando entrar en la narración a otros como una maravillosa Emily Watson, una convincente Charlize Theron, un maquiavélico Stanley Tucci y un manipulador John Lithgow. Y el resultado es el acercamiento creíble y vigilante sobre un actor que quiso ser leyenda y se quedó en cuento. Además, por supuesto, de ser un nombre que comienza ya a ser desconocido para las nuevas generaciones de los que dicen amar el cine. Estoy por llamarles por teléfono y hacerme pasar por Sellers…a ver qué opinarían, con sus ojos de hoy, sobre este intérprete del ayer. Estoy seguro de que, al final, le llamarían Peter.

VOLVER A EMPEZAR (1982), de José Luis Garci

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "Luz que agoniza", de George Cukor,  podéis hacerlo aquí.

Un buen día, cuando el éxito en la vida ha llegado a su cima, decides volver la vista atrás y echar una ojeada a todo lo que has ido dejando olvidado en el tiempo y, también, en el recuerdo. Tal vez, tienes unas ganas enormes de volver a enamorarte como un niño y disfrutar de esos momentos irrepetibles en los que todos eran risas, ilusión, sueños, proyectos y esa sensación inigualable de sentirte dueño de tu destino. O, quizás, quieres volver a sentarte con tu amigo del alma, aquel que te acompañó en todos tus instantes de juventud y disfrutar de tu equipo favorito, hablar de jugadores con el mismo vocabulario que se empleaba en los cromos de fútbol, compartir confidencias e, incluso, un último adiós. Sentir de nuevo la brisa del mar en la cara, con la paz en el cuerpo y en el alma, caminando sin rumbo por una ciudad que guardaste en el corazón porque allí y entonces, y no ahora, fuiste más feliz que nunca. Volver a empezar, en muchas ocasiones, no es un comienzo, sino un final.
La sensibilidad de aquellos años se utilizó para despertar otras habilidades que surgieron para expresar sentimientos que parecían anclados en la bajamar. La literatura fue un segundo amor para esparcir por el mundo y todo influyó. Luego ya vinieron los honores y los premios, pero ningún escritor piensa en eso cuando trabaja. Puede que todo sea más apreciado por espectadores que quieran ver la nostalgia en cine y la pena de lo que, en realidad, es toda una despedida. Los regresos suelen tener esa agridulce mezcolanza de tristeza y agrado y también es tiempo de cerrar páginas, de pasar a una nueva época que se abre y que llena de esperanza a un país que se consumió entre sus propios odios y decepciones. Quizá esta película hable, de forma un tanto lánguida, de algo que no se puede expresar con palabras. Sólo hay que verla y dejarse llevar, dejarse hechizar por ese Antonio Albajara interpretado por Antonio Ferrandis, dejarse arrastrar por esa Elena encarnada por Encarna Paso y, sobre todo, dejarse emocionar por ese Roxiu inmenso, humano, cariñoso en todas sus frases y entrañable en sus gestos y en sus ojos rebosantes en la piel del gran José Bódalo. Y es una película única. Porque todos hemos tenido esa sensación de tener a alguien muy cerca sin verle, sólo sabiendo que está allí, a tu lado, guardando tu sueño, alimentando tu esperanza, haciendo que todo vuelva a empezar cada vez que abres los ojos por la mañana.

José Luis Garci consiguió el primer Oscar para el cine español con esta película que apela directamente a nuestros corazones. A unos puede gustar más a través del romanticismo de sus imágenes, de todo aquello que no se dice, pero se intuye, del arte de la sugerencia que nos habla del pasado de unos personajes que ya deben llamar a las aldabas del final. A otros les gusta menos acudiendo a su repetitiva banda sonora con el Canon, de Johannes Pachelbel y el Beguin the beguine, de Cole Porter, o, incluso, al espíritu de reconciliación al que parece llamar sutilmente. Lo cierto es que, a partir de esta película, el cine español volvió a empezar y todos los que nos acercamos a verla pudimos comprobar que los regresos después de muchos años no son tan alegres como hemos querido imaginar. Al final puede que lo único que quede sea ese amor…ese amor…

jueves, 11 de octubre de 2018

COLD WAR (2018), de Pawel Pawlikowski

Mañana, día 12, siendo festivo, no habrá artículo. Retomaremos ritmo habitual el martes, día 16. Mientras tanto, sed felices y no dejéis de ir al cine.

Si pudiera decirte que te quiero con apenas unas notas de música, lo haría, aunque creo que lo llevo intentando desde siempre, desde aquella vez en que me fijé en ti, en tu voz, en tu mirada, en tu pelo. Cuando acaricio el piano, trato de recordar las sensaciones que despertaste en mí cuando te sentía cerca. Fueron días difíciles, de intensa búsqueda, de compases desafinados, de melodías inacabadas. Quizá callé cuando debía hablar y eso me hizo taciturno. Y tú sólo me pedías que, a cada uno de mis movimientos, te dijese que te amaba. Lo hice. Y tú no te diste ni cuenta.
Quise escapar contigo, soñar la libertad a tu lado y tú, simplemente, faltaste a la cita. Tal vez porque el cambio te daba miedo y pensabas que, fuera de este perfecto orden, todo se iba a desbocar, todo iba a cambiar a peor. Y lo único que comprobamos es que no importaba el tiempo, ni la distancia, ni los años sin vernos. Nos encontrábamos de nuevo y el amor seguía ahí, intacto, clamando por un beso, ondeando la complicidad. Más allá de la opresión, creíste que, rodeado de tanto despilfarro, mi amor también iba a malgastarse entre las luces de neón, entre poesías inútiles, entre el humo del jazz y de la melodía que ya toqué mañana. Te acobardaste de nuevo y yo lo perdí todo para recuperar tan sólo una parte de ti. Sí, cariño, es mejor la vista al otro lado. ¿Sabes por qué? Porque estás tú.
En el blanco y negro de los años más grises, te soñé todos los días, te miré mientras estaba tumbado boca arriba en la cama, intentando imaginarte sin perderme ni uno sólo de tus rasgos, de las inflexiones de tu voz, de tu sonrisa que guiaba mis corcheas. Te imaginé rehaciendo tu vida cada día en mi ausencia, como si trataras de olvidarme en el refugio de una existencia cotidiana y aburrida, ridícula y absurda, como si te sumergieras en un destino que, en realidad, no te correspondía. Nunca estuviste a gusto. A mi lado, temías perderme. Lejos de mí, temías quedarte. Es hora de pasar al otro lado. Es hora de querernos durante todo el tiempo que la vida nos ha negado. Y eso es una eternidad.
Nuestra historia la dirigió un tal Pawel Pawlikowski, un director polaco que sabía muy bien lo que era vivir sin libertad, y lo hizo con algunas imágenes hipnóticas, sin color, con pasión, dejando que la fantasía poblara los espacios vacíos y los razonamientos peregrinos. Más allá de eso, aún tengo en mis oídos el sonido de tu voz, aún conservo el tacto de tus manos, el olor de tu piel, la cadencia de tus palabras, el blanco y negro de tu mirada que siempre buscaba respuestas, pero nunca soluciones. En el fondo, eras un blues sincopado, roto, pausado e irresistible.

Hoy estamos juntos, aquí, al otro lado. Miramos todo con la distancia propia de quien sabe que nadie nos puede tocar. Ya no hay más sospechas. Ya no hay delaciones. Ya no hay castigos por la negación. Somos libres y nos pertenecemos. Y yo vuelvo a sentarme al piano para tratar de encontrar las notas justas que expresen todo lo que siento por ti. Desde éste otro lado la vista es mucho más bonita. ¿Sabes por qué? Porque estás tú. Y estarás siempre.

miércoles, 10 de octubre de 2018

EL ARREGLO (1983), de José Antonio Zorrilla

Crisanto Perales, alias El Sultán, inspector de policía de la brigada de narcóticos, uno de los mejores. Fue uno de esos de la santa casa que creyó que con la democracia se podría trabajar de otra manera y, por eso, se sometió a una cura de desintoxicación del alcohol y a otra para dejar su ludopatía galopante. El país pasó por la transición y él también hizo la suya propia. Ha estado perdido por media España, intentando cazar alijos y atrapar a maleantes y, tal vez, le pasó como a la nación. Estaba ya demasiado cansado como para rebelarse y se sumergió en un océano de prohibición y escarnio. Incluso se lió con una vedette barata que le sacó todo lo que pudo y que luego le dejó más tirado que a una colilla. No guarda rencor por aquello. Era lo normal. Ahora vuelve y el primer día de su incorporación ocurre lo peor. Un viejo amigo es asesinado. Y, poco a poco, parece que los viejos fantasmas que le acosaron vuelven. Parece que la policía política aún sigue funcionando en las cloacas de la Dirección General de Seguridad y que ha estado dos años perdido tratando de olvidarlo todo y empezar de nuevo para que tenga que recordar de nuevo y empezarlo todo. El Sultán no se rinde. Tocó fondo para resurgir. Ahora tendrá que bajar de nuevo a esos infiernos de los que huyó para iniciar un nuevo camino que, al menos, tendrá algo de esperanza al lado.
Y es que los pactos secretos y las maledicencias siguen tan vigentes como siempre. El inspector Perales debe actuar y dejar de deambular de un lugar a otro, tratando de encontrar un instinto que no ha perdido, pero que no tiene. Habrá que ir a lo más bajo para que le soplen algo de información, revisitar viejos demonios y vampiresas para saber dónde se halla, abrir una puerta para que circule el aire fresco, recibir broncas de época para recordarle que aún tiene orgullo. Todo pasará por un arreglo. Y el culpable se encargará de arreglarlo todo mucho más allá de lo acordado. Por ahí, El Sultán no está dispuesto a pasar. Bien lo saben en la santa casa. Y quien no lo sepa, avisado queda.

Aunque han pasado los años sobre esta película, no deja de ser una excelente película de cine negro incrustado en las entrañas de la corrupción inherente a la idiosincrasia española. Eusebio Poncela se mueve con valentía en medio de un personaje que está siempre al filo aunque se desea su triunfo. La vista recorre las calles de aquel Madrid de los años ochenta que despertaba de una pesadilla que no se terminaba de ir del todo, tratando de encontrar lugares menos cansados, menos desolados, más familiares y el resultado es una placa en una cartera, un policía prisionero de sus propios miedos y la verdad de un nuevo día para un país que, ilusionado, comenzaba a levantarse. Como el inspector de policía Crisanto Perales, alias El Sultán.

martes, 9 de octubre de 2018

DÍAS SIN HUELLA (1945), de Billy Wilder

Si queréis escuchar el debate que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "El gatopardo", de Luchino Visconti, podéis hacerlo aquí.

Primera copa: Don Birnam es capaz de dejar una botella colgando en una fachada con tal de sentir de nuevo esa leve sensación de euforia que deja el alcohol cuando se apura la copa hasta el fondo. No puede imaginar nada más aburrido que irse con su hermano de fin de semana escuchando pajaritos y viendo crecer la hierba. La botella está ahí, al otro lado de la ventana y el ansia crece pensando en ella. Es como una mujer a la que no se puede dejar de besar. Una y otra vez. Dejándose el alma en ella, como días que dejan huella sólo en las sensaciones, pero nunca en la memoria. Don conseguirá su objetivo. Esa botella acabará en su hígado, minando su condición de hombre, haciendo que la primera copa nunca sea la última.
Segunda copa: Don Birnam se ha escapado del compromiso. Con la segunda copa ya empieza a sentirse alguien diferente. Es Marco Antonio en lo alto de las escalinatas clamando al populacho que Bruto es un hombre honrado. Es Hamlet exento de dudas y ejecutando su venganza sin más dilación. Es Don Quijote arremetiendo contra los molinos de viento. Es Werther escribiendo su última carta de amor. Ése es el milagro del alcohol. Te hace sentir tan alto que la caída, por fuerza, tiene que ser mortal. Pero Don cree que está lejos del abismo. No puede escribir y piensa que el alcohol, maldito alcohol, va a poner las letras que le faltan a su ingenio. Por eso, tal vez, la segunda copa es el preludio de la tercera.
Tercera copa: Don Birnam baja al bar más cercano y allí se encuentra a Nat, un barman que ha visto ya demasiados borrachos como para saber que Don es uno más. Le hace un gesto definitivo para que Don se dé cuenta de dónde está. Está allá arriba, en lo alto de un edificio y a punto de saltar. Sólo hace falta un paso más y caerá y ya no habrá más copas, ni más euforia, ni más frustraciones, ni más mediocridades, ni, por supuesto, más triunfos. Nat es un filósofo del whisky y sabe muy bien que el alcohol no lleva a ninguna parte salvo a una cárcel de la cual no se puede salir. Por eso, Don sabe que la tercera copa dará paso a una cuarta. Tal vez con ella sea capaz de evadirse.
Cuarta copa: Don Birnam yace tirado en el sofá de su casa. El alcohol se ha acabado y ve una sombra salvadora bajo la luz mortecina del salón. Bebe de nuevo y un pajarito se ha colado en una de las grietas de la pared. Quizá sea uno de esos pajaritos que tanto hubiera odiado ver en ese fin de semana perdido al lado de su hermano. También ve un murciélago que se lanza sobre su presa sin ninguna piedad, dejando un rastro de sangre en el blanco de las paredes de su salón. Don ha visto la penumbra de su mente en su interminable orgía de copas encadenadas que devora con cualquier excusa. Grita horrorizado. El alcohol ya ha construido su casa en su cabeza y será muy difícil quitarlo de ahí. Tal vez una mujer…

Quinta copa: Don Birnam sonríe a Billy Wilder y, por supuesto, a Ray Milland en el mejor papel de su carrera. Sabe que ésas son las auténticas sensaciones que te hacen sentir vivo. Y gracias a ello, Don Birnam no es nadie más que Don Birnam. Un individuo que bebió por cobardía y que tuvo que convertirse en un hombre capaz de decir, al menos por una vez, que no.

viernes, 5 de octubre de 2018

MILLA 22 (2018), de Peter Berg

No es fácil adivinar las intenciones de un supuesto informador cuando medio mundo está en peligro. Es posible que ruegue por una salida rápida del país a cambio de los datos deseados. También puede que quiera hacer cuanto más daño, mejor. Incluso todo puede obedecer a un plan meticulosamente preparado para llevar a cabo una venganza contra un equipo que, una vez, disparó a la persona equivocada. ¿Quién sabe? La guerra de nervios está ahí mismo, en los rostros tensos de los asesinos. Y no queda tiempo para recorrer veintidós millas.
El camino se hace largo porque no hay más que soldados escondidos tras los cascos y sobre motocicletas que rugen por llevar la razón. Hay que darlo todo y es posible que se pueda controlar hasta el más mínimo detalle para que el viaje sea un trayecto sin sustos. Apenas hay información, no quedan demasiados asideros de razón a los que agarrarse y los segundos corren como las balas. Una trampa, otra, una traición, el ojo en el cielo, la rabia contenida. Al final, según el punto de vista, es posible que los malos, en realidad, fueran los buenos y los buenos, sin saberlo, fueran los malos. En el tablero del espionaje y de la información privilegiada vale cualquier movimiento y, desde luego, el que se halla vigilante tiene mucho ganado. Es hora de apretar los dientes y soltar las anillas. El día va a explotar.
No caben demasiadas consideraciones personales para llevar a cabo una misión que nace de una dimisión. Es posible que la falta de escrúpulos sea necesaria para ser un buen jefe de grupo y que los problemas de cada uno sean tan inoportunos como necesarios. De ahí también nace una buena porción de rabia. Mientras tanto, alguien hará del desprecio la mejor moneda de cambio. Y todos están involucrados. Unos, otros, los de más allá y los invisibles. Un retorcido jeroglífico que habrá que resolver camino de la pista de aterrizaje.
Peter Berg dirige de nuevo una película disfrazada de cine de acción, pero que posee mucho más. Detrás de las peleas espectaculares, los secos disparos, la sangre a borbotones y las explicaciones infundadas, hay algo más, algo que avisa al sexto sentido de que no estamos ante una historia más de tiros y efectismo. Es cierto que la película es algo inferior a Día de patriotas, o a Marea negra, pero aún así consigue sacar oro de dieciocho quilates a algo que, en manos de cualquier otro, no se vendería ni como bisutería de tercera. Algo mareante con la cámara al hombro, pero con un sentido envidiable del ritmo y de la agilidad, la película no da un momento de respiro, manteniendo la tensión a cada instante con un guión imaginativo, con fuerza y lleno de sentido. Aquí hay algunos momentos de buen cine, de cine de acción, pero que ofrece algo más.

Y es que, en muchas ocasiones, podemos creer que se lucha por la libertad y por la seguridad cuando las pasiones que remueven a cada uno juegan un papel importante para que se pronuncie una amenazadora promesa de regreso. Esto no acaba aquí. Tal vez en el próximo artículo hay una solución. Tal vez no. Será cuestión de seguir buscando hasta que nuestros caminos se crucen de nuevo. Después de veintidós millas, se necesita un buen descanso. 

jueves, 4 de octubre de 2018

EL REINO (2018), de Rodrigo Sorogoyen

Nadie en su sano juicio puede llegar a pensar que alguien se dedica a la política con afán de realizar un servicio público. ¿No es un problema ya ser elegido Presidente de tu comunidad de vecinos? Como para aceptar la dirección de una comunidad autónoma, de una alcaldía o de un país. La razón es tan vieja que casi da vergüenza escribirla. Es la codicia. Y esa razón puede corroer los cimientos de la democracia, de la libertad y del sentido común cuando es tan evidente y tan descarada que ya sólo queda el consuelo de que todos, de una manera o de otra, también hemos ejercido la corrupción.
Sí, porque cuando nos dan el cambio a nuestro favor en cualquier comercio, solemos callar. Cuando hay material de oficina en abundancia en nuestra empresa, nadie va a notar la falta de unos cuantos folios, de unos cuantos bolígrafos y de unos pocos clips. Cuando hay un error en la nómina, el silencio suele ser la coartada más común. Y, desde luego, cuando hay que manejar mucho dinero, el dinero de los demás, siempre hay alguno que piensa que nadie se va a meter a desenredar la madeja de cualquier complicada operación de ingeniería financiera.
Y así la clase dirigente opta por el camino más fácil. Corromperse es tan sencillo como estampar una firma donde no se debe, llevar un libro de cuentas amenazante para que, llegado el caso, se pueda tirar de la manta, pasar por la trituradora unos cuantos documentos delatores o cualquier otra cosa que se nos pueda ocurrir. Y siempre hay un denominador común: cuando salta un escándalo es cuando se empieza a oír con insistencia el ruido de las ratas tratándose de salvar desesperadamente.
No cabe duda de que El reino conecta con las inquietudes más populares, tratando de ofrecer un retrato del poder absoluto que corrompe absolutamente. Sin embargo, en algunos momentos, resulta algo confusa, escondida en su aspereza farragosa, tratando de situar al espectador en un escenario que muy pocos pueden imaginar y pasando con rapidez algunos tragos para que nadie pueda pensar en la trampa implícita de los cabos sueltos. A pesar de ello, la película contiene indudables virtudes y la primera de ellas es el trabajo esforzado y versátil de Antonio de la Torre en el papel protagonista y la segunda, no menos importante, es que huye del maniqueísmo de hacernos creer que unos son muy buenos y otros son muy malos destapando que, incluso, la prensa que ataca repetidamente al partido de turno también está movida por los peligrosos hilos de la codicia disfrazada de ejercicio de investigación riguroso.
El director Rodrigo Sorogoyen menea la cámara con cierto nerviosismo, a veces, innecesariamente. Tal vez porque persigue un estilo documental tratando de seguir la peripecia de ese hombre que decide arrastrar a todos con su caída después de ser considerado propicio para la sucesión. En cualquier caso, hay secuencias brillantes, que definen al personaje con agudeza convirtiéndose en momentos álgidos de una trama que va enredándose con espinas y que nos introduce en el ambiente de chulería sin escrúpulos, propia de traficantes de heroína, en el que se mueven muchos de nuestros políticos, vagos sin utilidad que adoptan la forma de parásitos sólo para arrojar, como lobos del IBEX 35, su sentimiento de superioridad contra millones de trabajadores que ganan lo justo para llegar a fin de mes. Y no dejan de ser ratas ruidosas que corren despavoridas cuando se descubre que se han comido el queso de los demás.

martes, 2 de octubre de 2018

EL PRIMER GRAN ASALTO AL TREN (1978), de Michael Crichton

“Ningún caballero respetable puede ser tan respetable”.
Dedos como mariposas e inteligencia como el diablo. No es difícil pensar que individuos así pudieran asaltar un tren en movimiento acudiendo a los más variados trucos de apropiación de lo ajeno. Nunca se supieron muy bien cuáles eran sus identidades, pero, realmente, eso es lo que menos importa. Se hicieron pasar por muertos, por conquistadores de alta alcurnia y bajas intenciones, por apostadores en peleas de perros, por prostitutas de sensualidad prohibida…lo que fuera con tal de conseguir las tres llaves que abrían la caja de la felicidad. Era la Inglaterra victoriana de finales del siglo XIX y contaban con la sorpresa, la audacia y el anonimato como armas principales. Y cuidado con traicionarles. Eran caballeros, pero caballeros que no dudaban en utilizar la fuerza si su código ético se veía traicionado.
Y es que apelaban a los más bajos instintos de todos los implicados en la seguridad de ese oro que, supuestamente, iba a Crimea. Eran profundos conocedores de la naturaleza humana y de sus debilidades y se abrían puertas con su exquisita educación, su refinada elegancia y sus impecables maneras. Bien es verdad que bajo las sábanas o entre otros ambientes rebajan el nivel hasta donde sea necesario. A cada uno lo suyo y, para ellos, el oro de Crimea. A partir de aquí, tendrán que moverse con sapiencia entre las calles de Londres, intentando recabar información, cronometrando guardias, urdiendo los más brillantes trucos de picaresca para que el botín termine en los bolsillos de caballeros muy respetables. En realidad, es igual que en la auténtica alta suciedad…digo, sociedad.
Con una ambientación excepcional, Michael Crichton dirigió su primera película con un reparto que incluía nombres como Sean Connery, Donald Sutherland y Lesley Ann Down para situarnos en medio de los juegos de hipocresía levantados por unos ladrones con mucha imaginación y guante blanco. Jerry Goldsmith puso la música, Maurice Carter, el fantástico diseño de producción y Geoffrey Unsworth, la fotografia. Con esta planificación, el golpe tenía que salir perfecto. Aunque al final todo tenga sus fallos, por supuesto. Al fin y al cabo, no todo el mundo que toma una taza de té levanta su meñique.
Y es que hasta el arte de la seducción tiene sus llaves que abren puertas insospechadas, armando trampas de un tiempo que resulta fundamental cuando la presa se mueve sin parar sobre unas vías. Los hombres somos los más fáciles de engañar porque queremos pasar de anónimos a héroes, de viciosos a caballeros, de villanos a ejemplos en apenas un chasquido de dedos…o, mejor, de látigo. Habrá que salir corriendo con unos cuantos caballos al galope mientras el pueblo aclama la burla a los que siempre vencen.  


LA JUNGLA DE ASFALTO (1950), de John Huston

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "La ley del silencio", de Elia Kazan, podéis hacerlo aquí.

A menudo, los tipos que intentan un atraco son carne de pobreza. Gente que tuvo sueños sencillos, no demasiado difíciles, que se quedaron por el camino, condenándolos a una vida mediocre, sin mañana, sin futuro alguno, sin más consuelo que mirar las cosas que un día desearon desde el escaparate.
Ahí está Dix Handley, un individuo que sabía empuñar un arma y utilizarla cuando era debido. Dio con sus huesos en la cárcel y, cuando consigue evadirse, tiene que esconderse, algo muy duro para un rudo vaquero de Kentucky que sólo quiere volver a sus verdes prados, repletos de caballos dispuestos a correr y a ser libres…algo que Handley no será nunca. Su vida se va por los agujeros que él mismo ha abierto y tampoco sabe ver muy bien dónde está el amor. Quizá en el cañón de su pistola… ¿quién sabe?
El corrupto Alonzo Emmerich es uno de esos abogados que han ido enlodazándose cada vez más con gente no demasiado recomendable y ha perdido todo lo que tenía. Sólo le queda una preciosa rubia en su regazo, una criatura increíble, que le recuerda que es un hombre y no un simple enfermero para su esposa postrada en la cama. Quiso ganar más y ahora tiene menos y eso le aboca a robar a los ladrones, a contratar una pistola taimada para ganar a los tipos que han hecho un trabajo limpio. ¡Qué criatura más increíble! Esa será la única frase que le quede a Emmerich. El resto será la corrupción del mismo silencio.
Gus Minissi es un pobre diablo que se gana la vida detrás de una barra mientras trata de sacar de apuros a los que considera buenos amigos. Su cojera es motivo de risas para muchos aunque él sabe darles su merecido cuando es necesario. Pero, por una vez, quiere ganar. Desea una vida más cómoda, más fácil. Menos borrachos y más borracheras. Y cree, ingenuamente, que lo va a conseguir con un golpe rápido y sin pensárselo dos veces. Es perro viejo, pero tiene demasiadas batallas encima. Es hora de rendirse.
Doll Conovan es una mujer que tiene mucho amor para dar y sólo desea recibir un poco, la pequeña parte que le corresponde. Sabe que es difícil y que el hombre que ama tiene un caparazón muy duro, pero lo intenta, no deja de intentarlo. Ella es constante, tiene fuerza a pesar de su exterior frágil, se le escapan las lágrimas, pero las seca con una preciosa sonrisa. Es una pena que mujeres tan dulces como Doll se consuman en un callejón sin salida, intentando llevar un último cariño a alguien que sólo piensa en un sueño imposible.
Cobby es el típico buscavidas de los bajos fondos que se gana un buen dinero con las apuestas ilegales y dando refugio a criminales que lo necesitan. Se cree importante pero, en realidad, no es nada. Es sólo humo negro en locales de mala muerte. Es tan inocente que presta el dinero para el golpe con la esperanza de que el ricachón de turno se lo reintegre a la primera oportunidad. Mal negocio, Cobby. Esta vez perderás. Y mucho.
El doctor Erwin Ridenschneider es un científico del crimen. Todo lo planea al milímetro porque es así como tiene que salir. Los robos son una cuestión matemática. La improvisación, si algo sale mal, también, aunque es muy importante rodearse de gente competente para no dejar nada al destino. Lo malo es que el doctor tiene una cierta fijación con las jovencitas que bailan alegremente al son de cualquier máquina de música. Sus ojos, habitualmente fríos y sabios, se convierten en lascivos y fascinados. Sólo mira, nada más. No tiene edad para otra cosa. Sí, tiene edad para perder. Y la jungla de asfalto lo engullirá con avidez.

John Huston es un director que estremece cada vez que se sumerge entre esos perdedores que tanto ama. Aquí consiguió una galería de malhechores y fracasados que se quedaron para siempre en la memoria de los amantes del cine. Al fin y al cabo, Huston también era uno de ellos, aunque tuviera en sus manos las mejores historias y los mejores actores y actrices. El alcohol y el tabaco pasaron a recoger sus apuestas y él tuvo que pagar.