jueves, 31 de enero de 2019

EL BLUES DE BEALE STREET (2018), de Barry Jenkins

No es fácil amarse cuando la vida se alborota alrededor. Es una época en la que la lucha por los derechos civiles está en su apogeo y ser negro sigue siendo una desventaja. El amor, quizá, no tiene demasiado sitio entre tanta reivindicación, entre las algarabías callejeras, entre las brutales detenciones de una policía que se erige como dueña y señora de las calles con sólo un color en el objetivo. Y aún todo es más difícil cuando el odio surge entre los propios compañeros de raza como un desprecio opresivo, como si bastara agarrarse a cualquier prejuicio para que la felicidad huya despavorida.
Dos jóvenes se aman. Y el pecado de la sociedad es establecer una serie de reglas que impiden que ese amor se viva en libertad. Los blancos siempre ganan, siempre colocan las barreras y, de vez en cuando, las quitan. No importa qué tipo de blanco. Todos son iguales. Incluso el que parece defenderte destaca por su incompetencia. Hay tanta violencia que, simplemente, los ciudadanos de las minorías optan por apartarla de un manotazo sin importar si se está condenando a un culpable o a un inocente. Sólo superar traumas, superar odios, superar obstáculos, a cualquier precio. Esa es la sociedad esperanzada de los sesenta. Esa misma que no dudaba en mandar a los más desfavorecidos a Vietnam y en encarcelar al resto.
Es cierto que la interpretación de Regina King como la madre de la protagonista es excepcional, pero esta película es otra muestra más de esta última moda que se viene imponiendo de subrayar todo hasta la saciedad. El hombre blanco es malo. El hombre blanco mata. El hombre blanco es lo peor de lo peor. También hay algunos negros malos, pero hay que comprenderlos porque viven bajo la opresión del hombre blanco. Una y otra vez, una y otra vez. El tedio llega a envolver al espectador de tal forma que se intuye con cierta facilidad cómo va a terminar esa historia de amor que nunca se vivió más allá de sus primeros escarceos porque, sencillamente, hay que adaptarse para sobrevivir. Si no, el hombre blanco se encargará de aniquilar todos los deseos, por muy modestos que sean. Nadie dice que no sea verdad. Seguramente lo es y es bastante probable que aún hoy, en pleno siglo XXI, la gente de color tenga problemas en los Estados Unidos. Sin embargo, hay una cierta tendencia a considerar al espectador como un ente adormecido que no se da cuenta de que esos problemas han existido y existen y hay que machacar con la idea hasta que se le cierren los ojos de aburrimiento. Eso es algo que el director, Barry Jenkins, lo sabe hacer muy bien.

Así que volvemos a aquellos territorios marcados ya en Moonlight, donde el entorno impedía el ejercicio del amor. Los grandes momentos escasean y la película se desliza hacia la morosidad en la narración, con escenas enormemente alargadas y sin excesiva importancia salvo para recalcar bien claramente que la gente de color no es feliz. Por supuesto, se sale con el mensaje muy claro y con una cierta sensación de que eres el alumno retrasado de la clase, aquel al que el profesor le dedicaba una atención especial repitiéndole las cosas hasta que, por cansancio, ya entraban en su dura mollera. Hasta, de alguna manera, se justifica la delincuencia entre los negros como última salida posible ante el injusto imperio blanco. Los blancos no delinquen. Y tanto maniqueísmo llega a saturar al más firme de los defensores de los derechos civiles.

miércoles, 30 de enero de 2019

WIND RIVER (2017), de Taylor Sheridan

Una mujer corre descalza por la nieve en mitad de la noche. Está aterrorizada y sabe que debe darse prisa. Los pies se le congelan y ha visto muy de cerca el horror. Un cazador de depredadores intentará coger a los culpables. Demasiados recuerdos dolorosos vuelven a su memoria y a su corazón y esa chica que trató de alcanzar la civilización era alguien especial. La reserva india de Wind River está en un lugar agreste, en plena montaña, allí donde la nieve es perpetua y el frío es cortante. Allí el tiempo no existe, como tampoco existe el ruido. Es vivir en continuo contacto con una Naturaleza que está gritando su rechazo. Allí viven unos cuantos indios, últimos descendientes de una raza que ya no tuvo lugar en el mundo, unos trabajadores de una plataforma petrolífera y el cazador, paciente y sabio, que sabe esconderse entre las dunas heladas para abatir a los que amenazan al ganado.
Los extraños no están bien vistos por allí. Todos los habitantes parecen clamar porque los dejen en paz, incluso cuando aparecen cadáveres en la nieve, con los pulmones congelados y la angustia tiesa. No es fácil vivir en Wind River porque el frío hace callar a las personas y apenas hablan entre sí. Cuando una agente del FBI se presenta allí, creen que no va a hacer nada, que no va a conseguir nada. ¿Por qué debería de hacerlo? Son unos apestados de los que nadie se preocupa. Sólo quieren que se prolonguen por inercia, que se droguen o que sigan allí, entregados a sus rutinas heladas. No deberían causar problemas. Eso es para la gente de la gran ciudad. La montaña es el testigo. La nieve, el chivato.

Taylor Sheridan, el guionista de Comanchería y Sicario, dirige sin concesiones esta historia dura y apasionante en la que pretende denunciar el abandono en el que viven algunos de los grupos demográficos que habitan los Estados Unidos. En esta ocasión, consigue una interpretación convincente y sólida a Jeremy Renner en la piel de ese cazador que trabaja para el Servicio de Pesca y Vida Salvaje y que trata de cazar a un depredador más que ha asesinado a sangre fría a una persona y que ha alterado la pacífica vida en un entorno, ya de por sí, hostil. Los silencios se suceden porque el dolor se suele sufrir callado, la crueldad se desata porque el aburrimiento lleva a la desesperación, la justicia se dilata porque allí, en Wind River, hace tiempo que nadie se preocupa por administrarla y, tal vez, haya que dar al asesino el merecido castigo por dejar que una chica, una guerrera, una superviviente, se adentrara en las estepas heladas con los pies descalzos en busca de ayuda en un lugar donde no existe.

martes, 29 de enero de 2019

A LA CAZA (1980), de William Friedkin

Si tenéis interés en escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Zona hostil", de Adolfo Fernández, podéis hacerlo pinchando aquí.

Las sombras se proyectan en largas noches de oscuridad sin contraste. Un asesino en serie anda suelto y se necesita un policía que esté dispuesto a infiltrarse en ambientes homosexuales para darle caza. Y es entonces cuando la confusión aparece, cuando los valores no parecen tan claros como en un principio, cuando se siembra la duda de la propia identidad sexual. Es jugar a la ruleta rusa con un cuchillo de dos filos. Seguro que, en algún lugar de un parque desolado repleto de túneles de ladrillo visto, se halla la moral derrengada, exhausta y desafiante. Cuidado con ella.
Las calles son un campo de batalla en donde la caza se convierte en un rato de perversión. El policía llega a sentirse cómodo y su última mirada deja entrever que algo habrá en su interior que hará que, de vez en cuando, vuelva a traspasar la línea roja de su propia sexualidad y visitará los lugares más prohibidos de su piel, de su pensamiento y de su placer. Al fin y al cabo, tendrá su placa dorada, su ascenso meteórico, su vida equilibrada…y también su lado oscuro que permanecerá latente allá donde vaya. Es lo que suele pasar cuando se visitan esquinas tenebrosas de nuestra propia personalidad. Las conocemos tan poco que siempre queremos volver.
William Friedkin dirigió esta película que originó encendidas protestas de la comunidad gay en su día. Tampoco tenía mucha importancia porque la película no funciona a ningún nivel. Ni como espita de la polémica, ni como policíaco al uso, ni siquiera como radiografía de los deseos más ocultos del tipo sexual medio americano. Da la sensación de que se queda corta en todo y Al Pacino, el protagonista, lo supo desde el primer momento. Friedkin, después del fracaso monumental que le supuso su remake de El salario del miedo titulado Carga maldita, intentó resarcirse con una película que estuviera en boca de todos y lo que consiguió fue hundirse aún más en el pozo del fracaso del que, en realidad, nunca más volvió a salir. La trama se halla ampliamente superada y no engancha salvo, tal vez, por la interpretación, muy sabia y muy contenida, del propio Pacino. El resto, ya saben, es un muestrario del vicio de la homosexualidad, bajando a los infiernos de los ambientes más sórdidos, recreándose en escenas de orgías que empujan hacia el abismo de la perversión y del que nace la consideración de homófoba para esta película. El resto es un retrato de un universo que ya había visitado con mejor fortuna Martin Scorsese en Taxi Driver, por ejemplo, con sus calles llenas de basura y de miradas oscuras, buscando un rumbo en la noche y una lluvia que barra toda esa suciedad que empaña los ojos.

Steve Burns se mira al espejo y no le gusta lo que ve en el fondo de sus ojos. Es una especie de neblina de cuero negro y de vaquero ajustado que no se va con un simple afeitado. Steve Burns es ese policía que ha ido a la caza y ha terminado siendo la presa. Como muchos que han intentado acercarse a un mundo que sólo se puede apreciar a través de una lente que no está hecha para todos.

viernes, 25 de enero de 2019

GLASS (2018), de M. Night Shyamalan

Hallar la parte más humana del super-héroe no es más que un intento por debilitar sus poderes. En el momento en que se dé cuenta de que hay algo vulnerable en su interior, sus dones comienzan a desaparecer por arte de lógica. Sí, porque, quizá, el mayor enemigo de todo super-héroe o de todo megavillano es la lógica. Es la certeza de que el mundo no es un cómic, es la verdad puesta delante de sus habilidades. A partir de ahí, las miradas se tornan huidizas, las decisiones empiezan a ser inseguras y las luchas, muy probablemente, inútiles valladares que se intentan derribar bajo el amparo de una supuesta épica, o de una hipotética venganza, o de un terrible trauma.
Sin embargo, cuando comenzamos a mirar el lado más humano de esos héroes o villanos, el asunto empieza a perder interés. Ya no es tan absorbente observar a esos pobres refugiados mentales que se han creado un mundo a su medida compuesto por buenos y malos a los que hay que ayudar o liquidar. La duda es un contrincante de peso y no es fácil de vencer cuando la razón falla y las cosas ni siquiera se acercan a como se creía que eran. Algo complicado de entender si eres un simple humano, con inquietudes humanas y curiosidades humanas porque no todo se explica desde la lógica. M. Night Shyamalan, el director, se esfuerza por ofrecer una conclusión digna a su trilogía sobre el super-heroísmo y lo que le sale es algo farragoso, decepcionante, sin gracia, con trampa (esta vez sí) y bastante aburrido.
Más que nada porque el cineasta se empeña en cerrar esa trilogía del todo, sin dejar resquicio alguno y acaba por desanimar al que le ha seguido hasta aquí guiado por las promesas que se esbozaban tanto en El protegido como en Múltiple, pero es que no consigue dejar ese olor épico que se apreciaba en la primera y, ni mucho menos, sorprender casi de forma definitiva como hacía en la segunda. Aquí, visto el mercadillo, se saca de la manga lo que le conviene para dotar de algo de coherencia al cierre y tratar de colársela al espectador acudiendo a su complicidad. Algunos picarán, sin duda. Otros, más avezados, tratarán de buscar alguna explicación lógica a lo que ha hecho Shyamalan (en otras ocasiones, lo ha encontrado) y los demás verán que mucho diálogo, mucho agujero de guión, una torpe resolución y la sensación de que la tomadura de pelo está ahí, muy cerca, merodeando, a punto de salir y mostrar la última personalidad de este cineasta que no necesita acudir a algo tan facilón para salir del apuro.

Así que más vale encerrarse en una habitación acolchada, con sus luces estroboscópicas o sus grifos de agua a presión, o su silla de ruedas colocada estratégicamente. Fuera de esas puertas apenas hay nada, ni siquiera algo de espectacularidad que se pedía a gritos después de la sorpresa de su segunda parte. Sólo una película oscura, inerte, perdida en inútiles callejones filosóficos sobre los super-héroes y los lugares comunes del cómic que, eso sí, difícilmente se repiten en la realidad aunque, en ocasiones, parezca que no es así. Más vale volver a los orígenes sin necesidad ninguna de que nadie cuente lo que sucede después porque la sensación es que se puede prescindir de ello sin ningún problema. Y si no, que llamen a un super-héroe para que arregle este desaguisado.

jueves, 24 de enero de 2019

LA FAVORITA (2018), de Yorgos Lanthimos

Ganarse los favores de alguien poderoso es un ejercicio, cuando menos, bastante complicado. No basta sólo con mostrar disposición hacia las necesidades, superfluas o no, del favorecido, sino que también hay que guardar un equilibrio entre lo necio y lo inteligente, poner en práctica un sutil don de soltar la palabra justa en el momento adecuado y, sobre todo, no dejar que ningún otro pueda quitar terreno al arribista que, al fin y al cabo, quiere ascender en su posición, tener más poder o aplastar a cualquier incauto que se ponga en medio por mero placer.
Sin embargo, los jugadores de este ladino empeño, siempre se olvidan de las contrapartidas. Sí, es posible que estén mejor considerados. También es probable que se les mire de forma distinta y que se pueda disfrutar de la petición de consejo. Nadie habla de que, en ese diabólico y falso entramado de intereses, también puede entrar, con una fuerza inesperada, la humillación. Es lógico. Al fin y al cabo, nadie inicia las intrincadas maniobras del favoritismo para acabar humillado y los contendientes siempre creen que su inteligencia es superior a la de cualquier otro, incluso a la del poderoso. Y es que la vanidad siempre es el inicio de cualquier final.
Podríamos enumerar tantos aciertos como errores en esta película del realizador griego Yorgos Lanthimos. Desde luego, entre los primeros, está el trabajo del trío femenino protagonista compuesto por Olivia Colman, Emma Stone y Rachel Weisz. Espléndidas, voraces en su duelo de zorras compitiendo por llevarse la mejor presa, haciendo que las intrigas masculinas sean simples juegos de niños sin importancia a su alrededor. Duras, atentas, listas, vivas, falaces y retorcidas. Ellas hacen que los largos pasillos de palacio parezcan enrevesados vericuetos de intriga y mendacidad. Visten de largo los planos en los que Lanthimos se quiere lucir y consiguen que la reacción química exista para un choque inevitable. Entre los segundos, podríamos destacar la manía de Lanthimos por el subrayado con esos planos de ojo de pez para poner de relieve el ridículo monárquico cuando el argumento ya nos guía por esos rincones, o ese espantoso baile de palacio en el que parece que la melodía clásica se viste de lentejuelas y pasamos a un rock and roll en un innecesario y chabacano ejercicio de provocación.

Por lo demás, muchos sacan a colación a Stanley Kubrick (parece mentira que haya tantas ganas de que alguien se acerque, aunque sea levemente, al estilo del gran director) cuando no está por ningún sitio. Se está mucho más cerca de El contrato del dibujante, de Peter Greenaway que de ningún otro referente, con ese sexo casi vomitado, esos planos recargados, esa sensación de poder que planea sobre todos los personajes a través de arrogantes advenedizos a los que se adivina la corrupción con facilidad. El resultado no es malo, pero tampoco es tan extraordinario como quieren dar a entender los huérfanos de buen cine (tal vez porque han visto muy poco). Hay una gran preocupación formal por el vestuario y la puesta en escena y seguro que se le reconocerá, pero quizá es poco premio para estar en medio de esas conspiraciones tan británicas e ingenuas que sólo nos brindan un par de escenas más o menos memorables. Mientras tanto, hay que entretenerse con el rostro de estas tres damas que hacen que el odio sea un recurso interpretativo más.

miércoles, 23 de enero de 2019

VERANO DE CORRUPCIÓN (1998), de Bryan Singer

Nadie sabe hasta dónde puede llegar la corrupción del alma humana. En una localidad tranquila de los Estados Unidos, una de esas con casas bajas, con sus parterres primorosamente cuidados, con sus coches en las puertas de los garajes y con sus barbacoas de domingo, un chico tiene que estudiar porque no ha cumplido con sus obligaciones durante el curso. Y encuentra un tesoro cerca de su casa. Parece un anciano afable, con una mirada acogedora aunque solitaria. Tal vez sólo quiere pasar el resto de sus escasos días tranquilamente. Sin embargo, el viejo ha sido testigo de otros tiempos y el chico siente verdadera pasión por ellos. Puede que arroje algo de luz al asunto, puede que no, pero las horas se hacen eternas y no hay nada mejor que hacer.
Las sombras se intuyen detrás de las personas y no cabe duda de que el ruido de glorias pasadas son los únicos tesoros que se guardan en la memoria para poder hacer frente al día de hoy. Ese hombre es algo más que un anciano, ha vivido mucho más de lo que parece, incluso ha formado parte de ello. El chico comienza a fascinarse por él porque, al fin y al cabo, se ve arrastrado por sus recuerdos, porque fue parte de una maquinaria implacable que llevó a la locura a toda una nación. No hay razones claras y definitivas. Sólo hay débiles pistas que hacen incomprensible que todos enloquecieran bajo los gritos de un fanático que decía lo que deseaban oír. Y la vieja, viejísima historia del principio de autoridad comienza a tomar cuerpo en la mente joven. Tener poder sobre otra persona es algo adictivo, que hace sentir bien, que te coloca en una posición superior desde una perspectiva del mismo ejercicio. Más aún si no tienes poder sobre una persona, sino sobre miles, sobre cientos de miles, sobre millones. El anciano tuvo poder un día. Lo ejerció con crueldad. Y arrastrará de nuevo a la última de sus víctimas. El chico creerá que ejerciendo ese poder tiene el curso ganado, creerá que es superior al viejales que le ha enseñado cómo practicarlo, y pensará que su familia es débil. Detrás de los ojos del chaval, se habrá diseñado todo un imperio de terror en esa bucólica localidad feliz americana donde hay tantas miserias que sólo hay que aprovecharlas.

Basada en un relato de Stephen King, Verano de corrupción resulta apasionante en su desarrollo y a ello ayuda el hecho de que, en ella, se halle un actor de la categoría y presencia de Ian McKellen. La inquietud parece que toma cuerpo cuando ese anciano vuelve a vestirse con el uniforme de las SS y ensaya su fanatismo frente al chico, que le observa fascinado, alienado, entregado. Por una vez, ese alumno demostrará que es de los mejores. No es de extrañar. Tuvo un gran maestro.

martes, 22 de enero de 2019

EL JOVENCITO FRANKENSTEIN (1974), de Mel Brooks

No, no, no. La película no debería llamarse así. Tendría que titularse El jovencito Fronkonstin. Estoy harto de incompetentes. Y más aún del crítico éste que firma el blog y que se empeña en resucitar gracietas que han quedado más que superadas. ¿Superadas? Bueno, eso según se mire. Vamos, Igor, vamos, quédese usted mirándose la joroba y no atendiendo a las cosas importantes. ¿Qué cosas importantes? Oh…el dulce misterio de la vida, esas cosas que no se ven pero que se intuyen, querido jovencito. Levántemela…la plataforma, querida. Por supuesto, doctor… ¿Fronkonstin? Y así nos podremos besar pero sin que se corra el rímel. ¿Quién es el rímel? Ay, pillín. Si es que no hay nada como ser un ermitaño en medio del bosque. O ser el muerto en el entierro y limpiarse una uña de una inoportuna mano dejada fuera. Ah, te refieres a la mano mecánica del guarda. No, me refiero a la mano maestra de Mel Brooks, ése tipo que era mucho más inteligente de lo que parecía y que dirigió una serie de películas verdaderamente buenas en los setenta. Bueno, sí, ésta y La última locura son muy buenas, pero Máxima ansiedad… es que no siempre sabía dar con el punto, pero hay que reconocer que con ésta dio un chispazo. Es ingeniosa, bien hecha, bien trabajada, con unas situaciones memorables…aún hay gente que se ríe con ella y no está en el mundo de los muertos. No me digas ¿no ha pasado de moda? Ah, es que toda una generación se rió con ella. Ah…dulce misterio de la vida…
Y el caso es que no hace falta un bastón adecuado para adentrarse por los territorios góticos de la comedia. Basta con dejarse llevar y poner el ánimo un par de puntos por encima de lo que suele estar. Caramba, si hasta Gene Hackman hace por ahí una maravillosa aparición especial que haría huir al más taimado. Y es que tiene un reparto de meter los dedos en el enchufe. Gene Wilder, Peter Boyle, Madeline Kahn, Teri Garr, Cloris Leachman, Marty Feldman, Kenneth Mars…cómicos de primera categoría que otorgan un punto más de gracia con su mera presencia. Nunca pensé que el monstruo de Frankenstein (o de Fronkonstin) se pusiera a bailar al mejor estilo de Fred Astaire con el Puttin´ on the Ritz de fondo. Así no hay quien escape. Y además, el amor de Mel Brooks por el cine hace que todo esté lleno de guiños, de homenajes, de parodias, sí, pero también de profunda admiración. Ah, lo que no sabe mucha gente es que Mel Brooks, además de director, era un productor de categoría. Ahí está El hombre elefante, de David Lynch para demostrarlo. Sí, sí, como lo leen. Tal vez a Brooks no le implantaron el cerebro equivocado.

Señoras, señores, esperamos que tengan los abdómenes en forma. Van a tener que trabajar mientras ven o, simplemente, revisan esta película. La carcajada aparecerá de sorpresa, agazapada detrás del frío muro de un castillo o en el temor de una criatura sobrenatural. Los músculos de la cara estarán tensos esperando el próximo chiste y unos caballos relincharán de terror cada vez que se pronuncie un nombre temible. Es tiempo de desvelar los dulces misterios de la vida y… ¿quién sabe? Tal vez ustedes también tengan uno… 

jueves, 17 de enero de 2019

EL AÑO QUE VIVIMOS PELIGROSAMENTE (1982), de Peter Weir

Cuando a un reportero se le asigna una corresponsalía, aparentemente tranquila, en algún lugar del Sudeste Asiático, es posible que sus ojos estén llenos de ingenuidad ante el desafío. El país tiene grandes maravillas naturales, parece sumido en una tranquilidad algo engañosa, pero segura. Además va a conocer a otros corresponsales mucho más veteranos que, tal vez, puedan deslizar un par de lecciones sobre cómo introducirse en la fiesta de una embajada, o en un acto oficial, o pueden arreglar alguna entrevista personal con el mismísimo presidente. De momento, ya es muy simpático que le hayan asignado un fotógrafo que no le llega ni a la cintura y que, además, es nativo de Indonesia. Yakarta es una urbe de gran movimiento y no faltan cosas que hacer. Incluso en una de esas fiestas en las que la diplomacia dice siempre algo en voz baja, es posible que se halle una mujer deslumbrante, valiente y decidida que encandila la voluntad del periodista.
Sin embargo, la turba comienza a moverse. Parece que hay algunos focos de rebelión y el país se agita. La aparente estabilidad se tambalea y las noticias empiezan a surgir en cada rincón de Indonesia. Y sólo hay una razón para todo eso y es el hambre. Cuando el pueblo comienza a morir de inanición se desatan todas las furias, todos los rencores, toda la mala sangre que estaba callada. Tal vez, Yakarta ya comience a ser un lugar peligroso y no queda demasiado sitio para el amor. Tal vez, llegó la hora del pueblo, que necesita comer por encima de otras consideraciones de tipo patriótico. Ese fotógrafo de corta estatura mira de otra forma y encierra en su memoria las instantáneas de la desgracia, como si algo en su interior le gritase que tiene la obligación de hacer algo por la gente que muere en las calles. Mientras tanto, la política, el romance y el misticismo se entremezclan en el deambular de ese periodista que gana experiencia cada día, como si intentara buscar algo que no halla. Es lo que pasa cuando la masa se agita…hay muchas preguntas y, con toda probabilidad, muy pocas respuestas.
El año que vivimos peligrosamente es un ensayo social sobre los peligros de las injerencias extranjeras en países del Tercer Mundo, es un fascinante retrato de la labor periodística en un país que vive horas de zozobra, es una historia de amor y de compromiso entre dos personajes que saben mirar lo que les rodea, es una historia moral sobre las contradicciones que siempre atenazan a la población del Extremo Oriente y, de paso, es una estupenda película que evoca los modos, texturas y estilos de vida del Sudeste de Asia.

Peter Weir dirige con contundencia, sin miedo, a dos intérpretes que, por aquel entonces, eran casi unos desconocidos como Mel Gibson y Sigourney Weaver. Allí ya apuntaban todo el talento que poseían. Y, por supuesto, una mención especial merece el maravilloso trabajo de Linda Hunt, mujer embutida en la piel de un hombre, con esa impresionante encarnación del fotógrafo que termina por tomar conciencia de que la solución nunca está en cruzarse de brazos e informar. Hay que estar y vivir el centro de la noticia para que el mundo sepa, realmente, qué es lo que está pasando.

EL VICIO DEL PODER (2018), de Adam McKay

Dick Cheney era un oscuro burócrata que tomó el gusto al ejercicio del poder. En sus manos, las decisiones eran claras y precisas. No había lugar para la duda. Y si había duda, se arrancaba de cuajo. Fue el verdadero marionetista de la Casa Blanca durante el mandato de George Bush hijo. Y su palabra no admitía medias tintas. Más que nada porque siempre tuvo muy claro lo que había que hacer en cada momento. Siempre y cuando no se le escapara entre los dedos el vicio del poder, ese vicio que se manifiesta con una simple mirada, con un gesto sencillo, con una orden monosilábica, con un índice apuntando en un papel. Es la fuerza que cambió el mundo y que hace que hoy vivamos en este desorden descontrolado y caótico que busca acabar con cualquier esperanza.
Con una banda sonora excepcional de Nicholas Brittell, el director Adam McKay sabe sujetar admirablemente a un actor habitualmente desbocado como Christian Bale y rodearle de interpretaciones competentes de Steve Carell, Amy Adams y Sam Rockwell. Al fondo, hay cierto tono cómico que sigue echando en cara que dejemos ascender a personajes de esta calaña que asumen el fascismo como algo que se puede aplicar con la conveniencia democrática, destapando la enfermedad endémica de la administración política estadounidense que es la primera en agarrar la bandera de las libertades y agitarla cuando, en realidad, no hacen más que recortar, por vía burocrática e interpretativa, todos los avances conseguidos en esa materia. El poder, cuando se mueve en la sombra, sin comunicación con nadie, con la complicidad de los asesores y al amparo de las eventuales situaciones que se producen, suele tender hacia la dictadura, hacia el poder individual ejecutivo y hacia una cierta manera de hacer política que se basa sólo y exclusivamente en el sentimiento que impera en gran parte de la sociedad. En el caso de Cheney, por supuesto, en la venganza.
Y lo peor de todo es que esa oligarquía del poder no tiene ninguna conciencia sobre las consecuencias que originan sus decisiones. Les da exactamente igual porque se lo plantean como un juego de intrigas y de acciones-reacciones en el que tienen que demostrar que son más listos que el contrario. Sin demasiadas pruebas, con números sospechosos en algunas elecciones, polarizando una sociedad que se creerá todas las mentiras porque desea creérselas. Y haciendo un daño que, hoy por hoy, todavía no se ha podido cuantificar. Al fin y al cabo, la guerra es el principio organizativo de cualquier sociedad. Y eso ha sido así a través de los siglos.

Hoy no han cambiado mucho las cosas, siguen exhibiéndose, poderosos y ridículos, en la cúspide, haciendo gala de ese poder que les envicia y que les sirve para tomar fuerza desde la oscuridad para que los pobres mortales que les hemos puesto en sus despachos no nos enteremos de nada. Y ellos no tendrán ningún problema, llegado el caso, en cambiar su opinión, o enfocarla de un modo diferente. Lo cierto es que hubo una vez un vicepresidente en los Estados Unidos que acumuló más poder que muchos máximos dignatarios y que lo hizo para soltar esa hormona que provoca la adicción de una palabra definitiva, o de un gesto apenas perceptible, prescindiendo o no de amigos, siguiendo adelante sin importar el precio. Lo malo es que, en muchas ocasiones, el precio somos nosotros.

miércoles, 16 de enero de 2019

TÚNEL 28 (1962), de Robert Siodmak

El deseo de libertad crece dentro de las personas como algo más necesario que la vida. Un muro de separación y de odio se levanta para mantener a media ciudad bajo presidio. No hay muchos lugares hacia dónde ir y sólo hay que excavar un poco para llegar al otro lado. Los vecinos maledicentes se hallan al borde de la delación. El extraño que aparece de improviso está cubierto de ambigüedades. Nada ni nadie es lo que parece. Sólo el ingenio puede llegar a donde nadie ha llegado antes. Y el mayor tesoro de todos es esa familia que ha pasado ya demasiado como para que ahora unos políticos que creen llevar la razón por encima de la propia libertad ordenen cómo se debe andar, qué se debe vestir, qué es lo que hay que hacer, hasta dónde se puede caminar, de qué manera hay que pensar…Sí, porque eso existió, a pesar de los analfabetos que siguen negando las evidencias, a pesar de que el tiempo se empeña en que la gente olvide que la libertad fue asesinada cuando se levantó ese muro, a pesar de que el relativismo haya hecho creer a muchos que aquello fue culpa de otros o que, al fin y al cabo, no fue tan malo.
Fue una época en la que no se podían limpiar las ventanas de frente porque se temía que se hicieran señales al otro lado, en la que, si querías pasar con un coche al Oeste, te hacían entrar a un garage donde se te desarmaba entero y, si querías ensamblarlo de nuevo, tenías que pagar para que lo volvieran a montar…Cosas que no se estudian en los libros de Historia pero que ahí están, para quien quiera comprobarlo, repetido una y otra vez en las guías turísticas de lo que hoy no es más que un mal recuerdo. Cuando la calidad de vida resulta tan degradante, es cuando se decide pasar al otro lado con lo puesto. No importa que no se tenga nada, o que el futuro sea incierto. Es mejor tener un futuro incierto a no tenerlo. Es mejor sentirse libre que totalmente oprimido. Sólo son unos cuantos metros. En medio, un muro, unas alambradas, unos cuantos guardias implacables, una permanente visión de gris ruinoso y, allí, a tan poca distancia, la alegría de ser libre, de no tener que informar, de dejar de ser parte de un engranaje que te condena a la mediocridad, al miedo y a la muerte del espíritu. ¿No es suficiente como para asumir el riesgo de emprender una huida?

Robert Siodmak dirigió una película sin estrellas, con una mayoría de reparto alemán, con pocos medios, pero con un dominio excepcional del suspense, del tiempo y de la angustia. Él sabía perfectamente lo que significaba huir de la injusticia y de la privación. Y con su sabiduría tras las cámaras y su experiencia en la vida, supo hacer una historia de búsqueda de la libertad, de una familia unida, de un ingenio puesto en marcha y del trabajo que nadie debería hacer en un mundo sin opresión. Y el que no quiera creerlo, debería haber vivido en el lado oriental del muro, donde unos cuantas mentes infantiles pensaron que merecía la pena sacrificar la libertad a cambio de que todos fueran igual de miserables.  

martes, 15 de enero de 2019

MONSIEUR VERDOUX (1948), de Charles Chaplin

Los números santifican. Un simple asesino de mujeres es condenado a la guillotina mientras tanto, en algún lugar de la loca Europa, un asesino de masas es elevado a los altares para desencadenar el mayor conflicto bélico que se ha conocido nunca. Henri Verdoux tiene una particular manera de mirar al mundo. Más que nada porque el suyo se ha visto reducido a conquistar y matar y, ni aún así, ha conseguido salir de la miseria. La misma vida, la marcha de los acontecimientos, ha relegado su fortuna a unos pocos céntimos con los que tiene que vivir. Sus malas obras cuentan. Y también ha hecho alguna buena…pero eso no es óbice como para que no pague por sus crímenes. Verdoux, en realidad, es un producto de los tiempos. De empleado de banca a asesino sin estaciones intermedias. Y los tiempos han sido los culpables.
Ciertamente que asesinar a unas cuantas señoras solitarias para quedarse con su dinero es tarea bastante fácil, salvo cuando los elementos se ponen tan en contra que resulta imposible. Verdoux lo consigue en la mayoría de las ocasiones, pero Madame Bonheur se le resiste. Es una señora que destaca por su basteza, por su inexistente elegancia. Si no tuviera dinero, incluso se podría decir que tiene los ademanes y expresiones de una prostituta, pero, diablos, es más difícil acabar con ella que salir de la crisis económica. Verdoux es un hombre de recursos. Tiene su propio hogar, su propio hijo, su propia casa. Y también tiene unos cuantos hogares más, sin hijos, en casas ajenas. Es un tunante que a cada una de sus mujeres le ha contado una historia diferente. Para unas es un apacible jardinero que gusta de cuidar del jardín de su casa, para otras es un intrépido capitán de barco que no sabe ni dónde está el babor, para las más incautas es un ingeniero de puentes que trabaja en Indonesia. Todas con un denominador común. Está más tiempo fuera de casa que dentro. Sólo va cuando los números no cuadran (en esta ocasión, no santifican) y tiene que hacerse con algo de efectivo para continuar con sus inversiones en Bolsa. Y si, de paso, entre viaje y viaje, cae alguna víctima más, mejor que mejor.

Charles Chaplin dirigió su película maldita con considerables dosis de humor a pesar de ser un drama de crímenes que ideó Orson Welles. La crítica masacró su mirada llena de desesperanza hacia un frío mundo que barría a todos los mediocres con un vendaval de desgracia seguido de muchos ceros y, desde luego, el público nunca estuvo preparado para asistir en directo a la ejecución de su querido vagabundo. Los tiempos, una vez más, igual que con Henri Verdoux, acabaron con él. El pesimismo de Chaplin se hizo cuchillo y todos notaron cómo se recreaba en abrir la herida hasta el fondo. Lástima, hubiera conocido a un buen puñado de viudas deseosas de poner su fortuna en manos de un galán tan atildado y melifluo que llega a ser ridículo…y, sin embargo, con una misteriosa capacidad para tener éxito. La noche cae. Verdoux también…

viernes, 11 de enero de 2019

GENTE CORRIENTE (1980), de Robert Redford

La amargura, las buenas intenciones, el sentimiento de culpa…piezas de un rompecabezas que no termina de encajar cuando alguien ha muerto en la familia. Lo hizo antes de tiempo, antes de darse cuenta de nada y el vacío que deja es tan inmenso que nada, ni nadie puede llenarlo. Ésta es una historia que sabe perfectamente dónde empieza y tiene la certeza de dónde termina. Durante el trayecto, intentaremos comprender lo que pasa por las mentes torturadas de esa familia que se ha quedado sin capacidad de reacción, que está paralizada por el dolor y que no ve el amanecer de un nuevo día, sencillamente, porque el sol ha dejado de brillar para siempre.
Robert Redford, con esta película, intentó que el espectador se pusiera en los zapatos de sus protagonistas y que, con sus sentimientos, tratáramos de comprender hasta qué punto la vida puede ser una ingrata, cruel y estúpida compañera. El contrato con nuestra imaginación está firmado a través de una puesta en escena tan sobria como austera, y Redford planea sobre las heridas sin dejar de mirarlas. El hermano del ausente tratará de encontrar en los demás alguna guía psicológica para su culpabilidad, algo que permita que no desperdicie su enorme talento en la piscina porque, al fin y al cabo, lo que desea es hundirse. Buscará la amistad de aquellos que quisieron a su hermano, que compartieron con él sus mejores momentos para intentar comprender mejor su fatídica decisión y, sobre todo, para ganar, aunque sea de manera ínfima, algo de esa confianza que se halla totalmente perdida.

Una de las grandes virtudes de este drama desgarrador es que todas las reacciones de los personajes parecen reales, comprensibles, justificables y cercanas. Podrían ser nuestras propias reacciones, apresadas por el miedo, atemorizadas por el pasado, atenazadas por el presente y neutralizadas por el futuro. Para ello, Redford cuenta con una actuación deliberadamente expectante del gran Donald Sutherland, arrebatadoramente malsana de Mary Tyler Moore y emocionalmente impresionante de Timothy Hutton. Ellos son tres piezas fundamentales para navegar por un mar terrible de tormentas y calmas en el que nunca se ve el fondo y, mucho menos, tierra. Porque lo que aquí domina no es el instinto de superación de una familia fragmentada, ni tampoco una crítica a su forma de vida. Es desorientación, vergüenza y pena. Es un desafío que, en la mayoría de los casos, ninguna familia estaría dispuesta a aceptar para encerrarse en el inmenso dolor de la pérdida y en la búsqueda desesperada de algún culpable que otorgue algo de sentido a un suicidio injusto. Es una tragedia que no se puede olvidar, eso nadie lo discute. Tanto es así que en esa familia, tampoco existe la comunicación…y quizá ahí se sitúe uno de los grandes problemas que atenazan a nuestro entorno más cercano y una de las causas por las que uno, tal vez el más débil de todos, decida quitarse de en medio.

jueves, 10 de enero de 2019

SILVIO (Y LOS OTROS) (2018), de Paolo Sorrentino

Vivimos unos tiempos difíciles en los que triunfan algunos césares empeñados en decir lo que la gente quiere escuchar a pesar de que en su corazón sólo anida el hedonismo más insultante, el egoísmo más infantil y la falsedad que sólo se otorga a aquellos que manejan el poder. Demasiadas piscinas con borde infinito, demasiados jardines primorosamente cuidados y demasiadas justificaciones estúpidas que atienden exclusivamente a la arrogancia. Y, sin embargo, ahí están. Con sus sonrisas forzadas de dentadura brillante (o no) que dejan escapar su desprecio por los que necesitan de ayuda verdadera más allá de las palabras.
Son arroyos ínfimos que desprenden el carisma que todo valle necesita. Cloacas de pensamiento que caen de uno u otro lado dispuestos a aumentar tanto su patrimonio personal que llegan a exclamar sin rubor que todo no es suficiente. A su alrededor, un completo entramado de intereses que se mueven en el lujo y en el placer inmediato, como si esa fuera la meta permanente de mentes que, en realidad, son pura debilidad enganchada a la propia satisfacción. Inmunes a la crítica porque creen que el resto de la humanidad no es más que turba manipulable ausente de criterio. Verdadera pornografía aristocrática que mira al arribismo con superioridad manifiesta y que sólo accede al empujón favorable por mero capricho. Y que conciben la derrota sin pestañear, como algo inherente a su condición de elegidos.
Lejos de La gran belleza y de la excelente La juventud, Paolo Sorrentino incide en la ficción para retratar la personalidad disipada, disoluta y prescindible de Silvio Berlusconi con alguna hechura del Martin Scorsese de El lobo de Wall Street y con alguna irritante tendencia al anuncio de colonia para hombres de duración excesiva. Cuenta con un maravilloso y camaleónico trabajo de Toni Servillo en la piel del empresario y político y con una vistosa fotografía que enmarca toda su fantasía en esa belleza efímera de la que tanto sabe hablar. Mucha tristeza hay en su invención además de un cierto convencimiento sobre el triunfo de la ausencia de valores, sobre la creencia cada vez más acentuada en la nada que proporciona el placer inmediato y sobre la incredulidad de que todos hayamos permitido el auge de este tipo de personajes en las más altas instancias de cualquier país. Aún así, la película se hace larga y, en algún momento, se cierne sobre el espectador una ligera sensación de que se está perdiendo algo de contexto sobre la convulsión política italiana y sobre ese mamarracho que hizo siempre lo que le vino en gana en el instante que quiso con el agravante de poseer un sentido del humor más que discutible.
Y es que las noches del verano en Italia se antojan tan agradables como el suave tacto de una piel deseable. El viento acaricia la ambición y los alientos de la vejez despliegan su encanto exhibido a través de una insultante opulencia carente de contenido. Un gesto no hace a un hombre aunque este se componga de muchos gestos. La sonrisa sigue brillando con toda su falsedad a pesar del ostracismo de la lógica y parece que estamos condenados a hundirnos cada vez más en un fango de relativismo y morbo. Esos hombres que manejan los hilos siguen estando ahí, con toda su estúpida superficialidad dispuesta a engañar a los bobos que, incautos, apuestan por lo que es pura imagen.

martes, 8 de enero de 2019

LA LEY DEL TALIÓN (1956), de Delmer Daves

Comanche Todd lo ha perdido todo y, por eso, aunque derrocha valentía, no le importa demasiado que un sheriff cualquiera le dé caza. Sólo cuando vuelve a sentir aquello que sentía, cuidando de su familia asesinada, es cuando empieza a ver la luz y vuelve a ser un hombre. Atado a la rueda de una carreta, sólo puede asistir a las crueldades que se le ocurren a ese sheriff  brutal y cínico, que exige una justicia para él, privada y sanguinaria. Los blancos nunca son malos. Los malos son los pieles rojas, esos salvajes. Comanche Todd no es ni lo uno ni lo otro, aunque sí que prefiere pensar en que sus seres queridos, como los valientes, están en las vastas praderas verdes donde los guerreros tienen abundancia de comida y de agua. Ellos se lo merecen porque le hicieron muy feliz. Pero ahí, esposado a la rueda, va a comprobar que el amor no ha muerto, que él sigue siendo capaz de amar y que es digno de que le amen, a pesar de su condición de forajido. Luchará por todos, aportando su experiencia de media sangre india. Retará a duelo a dos apaches porque, al fin y al cabo, son el número necesario para acabar con un comanche. Dará lecciones de vida a unos imberbes que creen saberlo todo. Salvará a un destacamento de caballería porque sabe cómo piensan los mescaleros. Y todo ello lo hará en el inmenso Cañón de la Muerte.
Los paisajes parece que se precipitan sobre Comanche Todd y sus protegidos. Él sabe sacar el máximo partido de todo lo que encuentran. Su mente está preparada para no beber en muchas horas si, con eso, otra persona se salva. Y esa es la mejor capacidad que posee. El destino lo comprende y, de alguna manera mágica, aplicando la ley del Talión, volverá a tener la oportunidad de tener una familia, de cabalgar con libertad, de amar y ser amado. El cielo, azul y grande, lo sabe. Los coyotes lo saben. Incluso los guerreros de las verdes praderas lo saben y lo aprueban. Por una vez, Comanche Todd va a luchar por algo que merece realmente la pena.

Delmer Daves supo hacer un western de supervivencia, intenso y trepidante, con la colaboración de Richard Widmark en el papel de ese renegado que se niega a rendirse, que cree que, si le cogen, más vale que lo hagan luchando y que tiene un valor humano que se esfuerza por ahogar cuando no ha conocido más que la desgracia y las lágrimas. A su lado, Felicia Farr otorga ilusión y nuevos horizontes mientras los apaches cercan a esa última carreta que trata de alcanzar, a velocidad muy lenta, el siguiente desvío hacia el futuro. Y así es cómo se puede asistir a un amanecer sin ruedas como cárceles, sin sogas esperando, sin más entretenimiento que un cine lleno de intenciones y de aventuras inolvidables.

LA DILIGENCIA (1939), de John Ford


-. Eran apaches.
-. Si los ha visto…no eran apaches.
La diligencia atraviesa la llanura con su carga repleta de pasiones, huidas, valentías y misterios. Las rocas del Monument Valley parecen ser testigos del galopar intenso de los caballos perseguidos por los indios, en un interminable raíl de polvo y miedo. Quizá, en esos escenarios de inmensidad y de vacío, es donde los hombres dan su auténtica medida. Da igual si se es un jugador de ventaja que tiene que buscarse otro pueblo de incautos que no se fijen demasiado en sus trampas, o un doctor borrachín que ya abandonó el valor en algún lugar de una petaca, o un representante de bebidas temeroso de todo que trata de hacer su ruta por una tierra sedienta, o un defraudador que intenta huir antes de que se descubra su delito, o de una dama elegante a la que le falta muy poco para ser madre, o de una prostituta de saloon que tiene más redaños que todos los demás juntos. La diligencia tendrá que llegar a su destino, sea cual sea, con los mayorales armados y los caballos sudorosos, con los revólveres vacíos y las esperanzas llenas. Incluso por el camino tendrán que recoger a un forajido que, desde el momento en que se subió, entró en la leyenda.
Resulta difícil imaginar cuánto debió impactar el estreno de esta película en su tiempo. Por primera vez, el western se ocupaba de los personajes, de sus conflictos personales que parecían mínimos frente a la grandeza del paisaje y de los peligros que debían de correr. Todo para que la diligencia y ellos pudiesen llegar al destino que tenían asignado. En todos hay un lado más perverso, más egoísta y, también, un lado más noble que sólo sale a relucir cuando las ruedas se ponen al rojo vivo y los gritos de los indios resultan ensordecedores. La banda sonora de Richard Hageman, basada en melodías populares del Oeste, acompaña el cabalgar del transporte, como si fuera el vaivén continuo de una caja con ruedas. Y nosotros, cansados del camino, también nos tiramos al suelo junto a Ringo Kid, disparando contra los hermanos Plummer, ajustando cuentas con el pasado para que el futuro tenga algo de sentido. John Ford supo mezclar los elementos más típicos con las profundidades más psicológicas de una historia en la que los personajes eran la misma historia. Y, a partir de ahí, nada fue igual.

La diligencia a Lordsburg sigue, trepidante, intentando hallar su meta. El paisaje transcurre a velocidad de vértigo mientras muchos disparan y mueren. Tal vez, sea ése precisamente el precio que hay que pagar para llegar al final. La diligencia abrió un camino del que muchos nunca nos quisimos bajar. 

jueves, 3 de enero de 2019

TIEMPO DESPUÉS (2018), de José Luis Cuerda

Si nos ponemos a hablar de España, ese país de charanga y pandereta que se esfuerza durante todos los días de su azarosa existencia por hacer de la nada un sindiós, el resultado puede oscilar entre el absurdo y el ridículo. Tanto es así que, en un hipotético apocalipsis, es muy posible que todo se reduzca a agrupar a los ricos por un lado y a los pobres por otro. Y así no hay quien pueda vender un miserable zumo de limón en condiciones, hombre.
La distopía está servida y ahí tendremos a las cabras pastando en la piscina, a esa legendaria pareja de guardias civiles compuesta por Morris y don Alfonso, a un barbero que se carga a otro porque el negocio es el negocio y no marcha como debe, a un conserje que tiene unas reglas rígidas dictadas por un rey de bastos que se entrena para gobernar a base de caprichos y por libre, a la Méndez, una jefe de gabinete que está de toma pan y moja y a la que le queda un prurito de conciencia social, a un alcalde que, cuando está de malas, se pone insolente con pareados y a unos cuantos jóvenes a los que les gusta hablar más que actuar porque hacer, lo que se dice hacer, no hacen nada. Y a un cura al que le gusta liarse a tiros. Por otro lado, los parados, los sin techo que sobreviven en el bosque y tienen que soportar las cansinas letanías de un locutor de profesión pesimista. Ahí podremos atisbar que, de vez en cuando, hay que rezar al Quijote, porque digan lo que digan, todos hemos dicho que lo hemos leído y casi ninguno lo ha hecho. Entre ellos, también hay un fraile y una monja que coquetean peligrosamente con el pecado de lujuria, se reúnen alrededor de una fogata para contar y cantar sus proclamas políticas y que, cuando pasan a la acción, lo hacen tan mal que parece que el sindiós también se pone a mendigar. España a la sombra de un rascacielos en medio de Monument Valley. Ni Lorca, ni Machado, ni la vaina que los malcrió pudieron llegar a imaginar tal despropósito de futuro.
A primera vista de anarquía y barricada, podría parecer que el director José Luis Cuerda ha querido fabricar un caos que sirva de ariete para cargar contra la clase alta, la Guardia Civil, la Iglesia y el supremacismo social, pero no se dejen engañar. Cuerda, con inteligencia y humor, también vuelve las bayonetas desde el izquierdismo de toda la vida hacia esas nuevas posturas revolucionarias que no desean la igualdad, sino convertir a unos pocos privilegiados en nuevos componentes del grupo dominante y olvidarse de los de siempre. Al fondo, parece que Lampedusa vuelve a aparecer con una carcajada que, entre espasmos y ataques de tos, sigue diciendo que todo tiene que cambiar para que todo siga igual. Y aquí hay algo más de miga crítica que en aquel amanecer que no era poco.

Con sabiduría, Cuerda maneja un reparto coral que exhibe en cada uno de sus nombres algún momento de lucimiento. Es posible que alguno no vea en esta película más que una sucesión de chascarrillos luminosos que delata la simpleza del espíritu patrio y, sin duda, estará equivocado. Hay de eso y más aunque, quizá, el conjunto deje poco rastro tras su paso. Al fin y al cabo, sindiós tras sindiós acaba por convertir la memoria en un erial que sólo guarda la agradable sensación de que alguien ha terminado por decir dos o tres verdades a la cara con gracejo y agudeza a pesar del espanto que le produce asistir al triste espectáculo de lo que realmente somos.