viernes, 29 de noviembre de 2019

HAMMETT (El hombre de Chinatown) (1982), de Wim Wenders



Dashiell Hammett, el escritor. Dashiell Hammett, el detective. Ambos se confunden peligrosamente entre las brumas oníricas de un caso que, tal vez, nunca existió, pero que ayudó a construir el universo y las formas de las letras que salieron de su vieja máquina de escribir. Hammett descendió a los infiernos de los bajos fondos, a los muelles malolientes, a la profunda degeneración del ser humano para ofrecernos un estilo depurado, nuevo, impecable, con su propio imaginario y su propia entidad sobre unos cuantos tipos que no renunciaban a su propia ética mientras se veían acosados por las mayores suciedades y corrupciones. Sí, todo es una historia de ficción. Sam Hammett nunca tuvo que investigar la desaparición de una chica alegre, nunca se inspiró en ningún personaje que le llevara a la decepción más intensa, pero no cabe duda de que su universo estaba ahí, pidiendo a gritos una respuesta rápida y creíble, aguda y definitiva. Quizá esta película sólo quiera ofrecer una parte del espíritu de un gran escritor que utilizó su propia experiencia para crear algunas novelas inolvidables.
Sí, porque en el escenario de Hammett los personajes no están cortados de una sola pieza. El taxista es un anarquista convencido con ciertas tendencias sindicales. El amigo, la inspiración, es sólo un hombre detrás de una fachada. La chica es la única que está dispuesta a jugarse el pellejo por un hombre pequeño de alma grande. El médico es ese tipo que le aconseja no guardar dudas ante el suicidio y que le anuncia la enfermedad de su riñón como excusa para dejarle solo y echar una mirada a los archivos. Es como un estanque de agua que va dibujando leves ondas al echar un recuerdo en sus brazos. Hammett, detective. Hammett, escritor. Ambos son el mismo y ambos fueron realidad en una historia que no lo fue.
Hubo grandes problemas en la realización de esta película. Parece ser que, incluso, se rodaron dos versiones. En contra de la opinión general, Wim Wenders, el director, rodó las dos. La primera según su propio criterio en el que primaba esa fascinante fusión que sitiaba a un detective que comenzaba a confundir la realidad y la ficción. La segunda, según el criterio del productor, Francis Ford Coppola, más partidario de dejar que la realidad se impusiera con Hammett como motor de la misma, sin dejar de lado su tendencia a fantasear sobre las teclas, disfrazando la realidad de fascinación. Para rodar esta segunda versión también hubo cambios en el reparto (Peter Boyle por Brian Keith, por ejemplo) y fue ésta la que prevaleció. Más tarde, con amargura propia de un sabueso, Wim Wenders declaró que la primera versión se había perdido definitivamente.
Por lo demás, la factura de la película es impecable, con una maravillosa y evocadora banda sonora de John Barry e íntegramente rodada en interiores, con un cuidado exquisito en la ambientación y el vestuario, con diálogos brillantes y homenajes preclaros a El halcón maltés, a Bogart, a Sidney Greenstreet y a un mundo que sólo existió en sueños de franqueza. Frederic Forrest es solvente encarnando al gran escritor-detective y, por una vez, uno tiene la sensación de que se puede tocar la textura de esos trajes, de esos decorados y de ese ambiente. Quizá eso mismo era lo que pretendía un escritor de la talla de Samuel Dashiell Hammett.

jueves, 28 de noviembre de 2019

HISTORIA DE UN MATRIMONIO (2019), de Noah Baumbach



Esta película no es la historia de un matrimonio. Es la historia de un divorcio. Sin traumas, pero con dolor. Es ese momento en que un miembro de una pareja se da cuenta de toda la frustración que se ha acumulado y decide romper con todo para hallar un camino en el que se encuentre a sí mismo. Es ese instante en que el otro se siente abandonado, despreciado y de frente a sus propios errores. Y es ese sendero de rabia contenida que hay que ahogar para no dejar que el dolor pueda explicar sus verdaderas razones.
Hubo amor entre ellos, no cabe duda. Sin embargo, poco a poco, se fue construyendo ese muro invisible que hace que se olviden todas las complicidades, todos los lugares comunes y toda esa química que hizo magia y les juntó con la ilusión como incansable motor. Las palabras dichas en voz baja esconden el arrebato que causa cuando el fracaso conyugal acude casi de improviso. Al principio, quizá se intente llevarlo todo educadamente, con el raciocinio como cabecera, cediendo aquí, tomando allá, pero, de alguna manera, se trata de vencer y se van cometiendo errores como dejar que los abogados entren en liza. Empieza la búsqueda del resquicio legal que permita desahuciar las emociones del contrario. Y aún parece, de algún modo misterioso, que, en un lugar solitario, hay una cierta mirada de cariño, de nostalgia por lo vivido, del conocimiento profundo con quien se ha compartido la esperanza de seguir adelante.
Llega el momento clave del desahogo, cuando se dicen cosas que no se piensan y se lanzan flechas como palabras. La ira, el insulto, la provocación, el deseo de maldad, la barbilla temblorosa, el dolor inaguantable. Sólo la derrota con un niño de por medio. El dinero gastado en tratar de alcanzar el mejor trato posible. Los absurdos trámites legales. La necesidad de que alguien con auténtica falta de moral les defienda. Nada es como se soñó. Fingir tampoco es una solución. Hay que dejar salir ese dolor de fracaso absoluto. Hay que levantarse de nuevo y estar ahí.
El director Noah Baumbach opta por la contención generalizada en este proceso de separación, con toques de humor llenos de inteligencia y con la colaboración de dos intérpretes conmovedores y versátiles, de amplio registro en unos papeles repletos de exigencia como Scarlett Johansson y Adam Driver. Detrás, unos secundarios que rondan la perfección con los rostros de Laura Dern, Alan Alda y Julie Hagerty. Y, al fondo, la seguridad de que, a la vuelta de la esquina, podemos despertarnos de una placentera posición otorgada por la costumbre para vivir horas de sufrimiento, días de lágrimas y absurdos y meses de dardos envenenados.
Mención especial merece la emoción que desprende Adam Driver en su interpretación del tema Being there, de Stephen Sondheim, cima de una superación que sólo llega al atravesar el túnel de sentimientos obligados al exterminio por parte del protagonista. La calma se hace de nuevo y quizá haya vacíos que no vuelvan a llenarse en las vidas de esa pareja que trata de mantener la compostura y un leve rastro de cariño aún después del daño. Una cierta sensación de soledad parece que se mueve alrededor del espectador a pesar de que se ha visto una buena película que se sumerge en las débiles almas humanas que deciden romper con todo, porque, de todas formas, todos somos muy conscientes de que no hay ninguna pareja perfecta y eso sí que nos afecta.

martes, 26 de noviembre de 2019

MIDNIGHT SPECIAL (2016), de Jeff Nichols



El secuestro de un niño. Pero él no se rebela. Una extraña secta que celebra una especie de misa interrumpida por el FBI. Un experto de la Agencia de Seguridad Nacional que trata de conocer cuáles son las habilidades de la víctima. Tal vez porque fue adoptado por el jefe de la secta aunque sus padres pertenecían a ella. Un hombre desesperado. Otro que es capaz de llegar más allá de lo razonable sólo por amistad. La luz del sol que hiere al niño. Un bombardeo en una gasolinera provocado por el chaval. Muchas piezas para un rompecabezas que no es fácil de encajar porque, tal vez, haya otro mundo esperando en algún lugar. Seres de luz capaces de cosas maravillosas que reclaman a su igual en un punto donde las coordenadas se repiten como una letanía y parecen llamar a una cita imposible. El chico es especial. Tan especial como la medianoche. Tan especial que una mirada suya puede vaciarte el pensamiento y convencerte de que algo hay más allá de nuestra propia dimensión. Un viaje apasionante que sólo la luz podrá resolver. Una pequeña maravilla de película.
El peligro de las sectas se hace presente porque no pueden admitir que su pequeño mesías haya sido secuestrado por su padre. No, no le van a dejar en paz porque, para ellos, el chico es la única verdad. Enorme, inasible, inalcanzable. Un nuevo Cristo en un mundo que se empeña en agredir todo lo que es diferente. La policía también se aplica en la búsqueda y todo se reduce en llevar al niño al lugar al que pertenece. Un sitio extraordinario donde prima la armonía y la calma, justo encima de nuestro mundo y de nuestra vida, como si la perfección y el caos estuvieran separados por una fina línea que el chico debe atravesar. Implicará sacrificio. Habrá que mirar en el interior de las almas para saber si es posible. Se deberá derrochar paciencia para descifrar alguna de las claves que plantea la infancia. Aunque la recompensa sea algo tan pequeño e insignificante como el saludo de la cálida luz del sol, como un mensaje de cariño que se prolongará para siempre. Sí, el chico es especial. Y nunca abandonará a los que le quieren en medio de la noche.
No cabe duda de que Jeff Nichols es uno de los cineastas más interesantes del momento y que lo ha demostrado con creces con títulos como Take shelter o Loving. En esta ocasión, vuelve a hacer caso a los que se saben diferentes para tratar de apelar a las miradas de comprensión de todo el entorno. Michael Shannon es el guía de un viaje que resulta tan misterioso como apasionante y Kirsten Dunst sabe verter las suficientes gotas de emoción como para que las sensaciones se agolpen pidiendo salir a gritos. A su lado, Joel Edgerton sabe demostrar, con gestos justos y muy medidos, hasta dónde puede llegar el aprecio y la amistad y Adam Driver es capaz de maravillarse con el hecho incógnito y precioso al que tiene el privilegio de investigar. Lo cierto es que es una película bien llevada, bien realizada, con sobriedad y precisión y con la suficiente maestría como para saber que es algo especial en la noche.

SOMBRAS DE SOSPECHA (1961), de Michael Anderson



Un juicio y todo es muy confuso. George Radcliffe declara como testigo y condena a un hombre a prisión. Está convencido de que lo que ha dicho es verdad. Sin embargo, su esposa, al cabo del tiempo, comienza a dudar. No puede ser sólo casualidad que, a partir del crimen, George haya prosperado hasta convertirse en un rico empresario. Hay pistas que no están del todo claras y el acusado no ha dejado de clamar por su inocencia. Y George, maldita sea, tampoco da demasiadas explicaciones sobre lo que realmente pasó. Quizá porque también exige una prueba de amor y no es otra que su esposa le crea, esté convencida de que su marido es un hombre honrado y de que lo que ha conseguido ha sido por un golpe de suerte y, después, una buena gestión. Allí mismo, en la antesala del tribunal, también estaba el que iba a ser socio de George. Londres parece acusar con la misma seriedad que su apariencia y las noches comienzan a ser largas, penosas, angustiosas. La mujer se plantea la posibilidad de vivir con una mentira. Su marido es un asesino y debe pasarlo por alto. ¿Tan lejos llega la sospecha? George lo sabe y tampoco puede admitirlo. No es capaz de vivir con una mujer que calla por seguridad aunque él mismo sepa que no hizo nada, salvo estar en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. Hubo dinero en el crimen. Hubo envidia. Hubo rencor. Y George tendrá que demostrar con algo más que con hechos que él no ha hecho daño a nadie, salvo, quizá, al propio acusado.
Y tampoco ayuda la amiga de la esposa. Con sus comentarios algo insidiosos, siembra semillas de sospecha, cree verle en un taxi en pleno Londres cuando debería estar en París. Hay otro extraño personaje, un antiguo abogado caído en desgracia, que quiere hacer chantaje. Habrá que estar pendiente sobre cualquier palabra de más. Y afilar bien la navaja, calentar cuidadosamente el agua y moverse con sumo sigilo entre las sombras de la suntuosa casa del matrimonio Radcliffe. No, no puede ser un asesino. ¿O sí? Sólo acercarse a un acantilado ya es motivo suficiente como para que la inquietud aumente la sensación de que ella está en peligro si averigua todo. Las sombras de sospecha se multiplican y no hay nadie a quien acudir.
Esta fue la última película que rodó Gary Cooper. Mientras trabajaba en ella, ya sabía que estaba enfermo y aplicó su rostro y su sentimiento a la ambigüedad que emanaba de su personaje. A su lado, Deborah Kerr, con los ojos en busca de respuestas que nunca llegan, tratando de encontrar un asidero con el que exculpar a su marido. Un poco más atrás, un fascinante Michael Wilding, cínico y atractivo, tratando de establecer conexiones a pesar de la brevedad de su cometido. En la dirección, Michael Anderson, que intenta mesurar la tensión con cierta maestría hasta llegar a una torpe resolución final. En la producción, Marlon Brando en una de las escasas incursiones fuera de su propio lucimiento a través de su productora, la Pennebaker Productions. El tiempo y la muerte de Gary Cooper han enterrado este título en la penumbra cuando contiene una de las interpretaciones más conmovedoras y acertadas del actor. Y no cabe duda de que, en determinado momento, se llega a pensar en lo peor porque cuando alguien te quiere hasta el silencio es cuando se deben dar todas las explicaciones necesarias.

viernes, 22 de noviembre de 2019

LE MANS 66 (2019), de James Mangold



La pasión por la velocidad es algo que ha movido a la raza humana desde siempre. Y es aún más obsesiva cuando un puñado de soñadores decide romper el monopolio de victorias de Ferrari para fabricar un coche competitivo que se convierta en leyenda. Sin embargo, en el sueño, suele haber demasiados intereses creados porque, al fin y al cabo, lo que se quiere es vender. No valen excusas como el deporte, o la venganza por no acceder a un proyecto, o la gloria. Lo único que cuenta es la cifra de ventas amparándose en la marca que ha conseguido ganar en las veinticuatro horas de Le Mans.
Para conseguirlo, no sólo hay que contar con un entregado equipo de ingenieros y unos cuantos millones de presupuesto. Las personas indicadas son algo imprescindible si se aspira estar en lo más alto del podio. Alguien fascinado por los ruidos del motor, por el comportamiento de un coche cuando se le está exigiendo algo más de lo que es capaz de dar, y, también, por qué no decirlo, un lubricante de amistad que esté más allá de los enfados, del egoísmo personal, de la ceguera que suele producir el dinero a espuertas. Debe haber unos cuantos tipos que pongan a la velocidad como medio y no como fin y dispuestos a lamerse mutuamente las heridas cuando la derrota realiza su pesarosa visita. El motor ruge. Las personalidades se disparan. El asfalto se devora. Las ruedas se desgastan. Los frenos se queman. Los motores se rompen. El trayecto es lo que realmente importa.
James Mangold, conocido director del que cabría destacar aquella Copland en la que consiguió arrancar la que sea, posiblemente, la mejor interpretación de Sylvester Stallone, se ha hecho cargo de esta película con agilidad, con planos dinámicos, con narración suelta y montaje de carreras. Todo funciona con notable eficacia. Para ello, cuenta con interpretaciones ajustadas de Matt Damon y de Christian Bale, éste al borde de ese histrionismo tan querido para él, pero que, en esta ocasión, lo pide el personaje. Ambos componen una pareja de intrépidos dispuestos a saltarse los límites de las siete mil revoluciones por minutos y exigir el máximo al motor de una historia que funciona sin fisuras, sin llegar a la zona roja de sobrecalentamiento de las piezas, pero interesante en todo momento.
Y es que es muy difícil conseguir que un coche sea la prolongación de uno mismo, conocer sus puntos flacos y repararlos al instante con un diagnóstico sin dudas. El espíritu de Howard Hawks y una de sus más desconocidas películas, Peligro línea 7000, está presente en este viaje hacia lo imposible y se tiene una cierta sensación de que el verdadero peligro no es la competencia con otras escuderías, sino los propios ejecutivos de traje, corbata y chófer que tratan de torpedear cualquier intento que no pase directamente por sus manos. La admiración privada se queda en las cuatro paredes del hogar y, quizá, se intuye que la velocidad es un veneno que no es tan fácil abandonar. Siempre se quiere más, llegar más lejos, lo más rápido posible, con la mejor máquina, con el miedo dominado y el cambio de marchas al rojo vivo. Un trayecto lleno de peligros y de direcciones de doble sentido que hay que sortear a través de la experiencia y de la sabiduría natural de unos tipos que nacieron con un volante entre las manos. Más allá de eso, sólo hay que recoger la corona de vencedor cuando se sabe que se hizo lo debido y cuando la amistad quedó como inspiración para todo lo que vino después.

jueves, 21 de noviembre de 2019

EL IRLANDÉS (The Irishman) (2019), de Martin Scorsese



Frank Sheeran era el hombre que limpiaba los trapos sucios de la Mafia en Filadelfia. Él pintaba casas con un color nuevo. Un rojo sangre salpicado. Lo hacía limpiamente. Sin preguntarse demasiado los porqués y siempre meditando los cómos. Consideró que era su oportunidad dentro del sistema. Al fin y al cabo, había matado por su país en Europa así que ¿por qué no hacerlo en las calles a cambio de una buena cantidad de dinero? Y, además, el revólver no siempre era su lenguaje. A menudo, llevaba recados de aquí para allá. Cobraba deudas. Disparaba a traidores. Era el fontanero ideal que desatascaba cualquier situación. Era una especie de emisario del infierno, enviado por el mismísimo diablo.
De adelante hacia atrás y luego hacia los lados, Sheeran va recordando sus acciones y también ajusta cuentas con su propia existencia. No se arrepiente de lo que hizo salvo, quizá, en una sola ocasión. La amistad, a veces, tira mucho y no es fácil disparar contra alguien sólo para probar su propia lealtad. Esos tipos que se reunían en restaurantes y nunca decían a las claras que había individuos que debían desaparecer se comunicaban con miradas. Se podía decir que sólo había que aclarar cómo estaba el tema. O que había que conseguir unos billetes para Australia. Al fondo, sustentándolo todo, la historia de un país que todo lo consiguió a base de corrupción, muerte y chantaje. La democracia perfecta.
Sí, son tres horas y pico, pero, al ver esta película, uno vuelve a sentir que está asistiendo a algo muy parecido al cine de verdad. Martin Scorsese juega en otra división y recoge verdadero arte con sus imágenes, por mucho que la técnica del rejuvenecimiento informático acartone la expresión. Y, para ello, cuenta con el increíble trabajo que realizan Robert de Niro, Joe Pesci y Al Pacino. Y como Scorsese lo sabe, la película experimenta un ascenso vertiginoso desde el mismo momento en que ya no hay tecnología de por medio y les vemos con todos sus gestos, sus matices, su sabiduría y su impresionante capacidad para decir todo con los ojos. Con esta película, el director italoamericano realiza su Ciudadano Kane porque tiene más de un punto de contacto con la cinta de Orson Welles, retratando el lado más oscuro de la tierra de las oportunidades, esa misma que, llegado el momento, te despachaba con un tiro en la nuca.
Nada sobra, nada falta. La banda sonora, utilizando incluso la canción de La condesa descalza, de Joe Mankiewicz, funciona como elemento de enlace y de clima, el guión de Steven Zaillian es brillante y, por momentos, verdadero. Visualmente, Martin Scorsese vuelve a dar un par de lecciones y casi hay que pellizcarse para comprobar que se está viendo algo tan perfecto en composición y planificación. Es como planear cómo se va a asesinar a un elemento molesto en la estructura del negocio en apenas tres horas, con coche, avión y remordimiento incluidos.
Es peligroso persistir en determinadas actitudes cuando se avisa en repetidas ocasiones que es mejor dejarlo. Las simpatías equivocadas también pueden traer desprecios permanentes y, tal vez, ese emisario que llevaba mensajes de amenazas y de muerte, pudo llevar otra vida que hubiera sido más feliz. Frank Sheeran dejó tras de sí un rastro de sangre que no lleva a la puerta entreabierta del cielo aunque a él le gustó pensar que pudo ser así. Sólo cumplía órdenes y mantenía lealtades. Un par de virtudes muy preciadas en el ambiente del hampa americana. 

miércoles, 20 de noviembre de 2019

EL ÚLTIMO CABALLO (1950), de Edgar Neville



A los amigos no se les abandona. Por eso, cuando Fernando termina el servicio militar y se da cuenta de que el caballo en el que ha estado haciendo las guardias, le van a mandar a un matadero para hacer filetes, decide quedarse con el equino. Bucéfalo ha sido para él confesor, consejero, amigo y montura y se merece algo más. Crasa tarea para Fernando. El mundo ya no es lo que era y en Madrid ya no hay sitio para los caballos. Sólo coches, ruido, humo, atascos y deshumanización. O, mejor, descaballización. Ya no hay establos en los que Bucéfalo pueda descansar. Ya no hay esa cercanía con la simple y buena gente que terminan siempre ayudándose unos a otros. Madrid ha dejado de ser un pueblo y Fernando no sabe dónde meter su caballo. Jolines, si hasta ha dejado a la novia con la que se iba a casar con tal de quedarse con él. Y ahora esto. Todo es asfalto y prohibición. El placer de ir paseando por cualquier avenida a lomos de un jamelgo es cosa del pasado. Los tiempos lo engullen todo y Fernando se resiste a darse por vencido. Madrid es impersonal y frío. Ya no es lo que era. Pasa un porrón de meses en el servicio militar para esto, para que luego te digan que lo van a motorizar todo y al pobre Bucéfalo lo sacrifiquen. Estúpido mundo que no sabe a dónde va.
Dicen que la luz de Madrid es muy dura, pero, de vez en cuando, también destellan por el horizonte algunas lucecitas que dan sentido a todo y que alumbran allá por donde pasan. Fernando se encuentra con Isabel y, de repente, el problema se vuelve más fácil. A Bucéfalo no le importará trabajar y aún hay una pequeña prórroga para los románticos que anhelan volver a tener amistad con el vecino, a dejarse unos garbanzos para el cocido o a vender unas cuantas flores a cambio de unas pocas pesetas. Fernando consigue más de lo que pensaba. No sólo tiene a Bucéfalo a su lado, trotando despacito por las calles de Madrid. También tiene a Isabel con una sonrisa que hace que todo parezca menos gris y tenga más luz. Sí, Isabel es un ser lleno de luz. El último caballo seguirá recorriendo las calles de la capital mientras haya alguien así.
Edgar Neville, con una enorme valentía, se atrevió con un guión escrito por él mismo y, posiblemente, hizo la primera película ecológica del cine español, reivindicando la sencillez de la gente bondadosa, la permanencia de animales queridos que no sólo brindaron su trabajo y su esfuerzo para que se pudiera progresar, la paciencia para conversar con éste y con aquél con tal de que, de alguna manera, se llegasen a sentir acompañados. El último caballo fue la primera película española que se presentó en el Festival de Cannes, aunque fuera de concurso, y cosechó una ovación de gala. Tal vez porque, a pesar de que el protagonista fuera un caballo, todos nos sentimos algo perdidos en estas enormes urbes que han renunciado a muchas cosas buenas.

martes, 19 de noviembre de 2019

EL DESAFÍO DE LAS ÁGUILAS (1968), de Brian G. Hutton



La misión requiere a unos cuantos profesionales que no pestañeen a la hora de poner una bomba o de apretar el gatillo a fondo hasta que el cargador esté vacío. Es allí arriba, en el castillo de las águilas, donde hay un general prisionero y, aprovechando que los paracaídas caen en Alemania, desenmascarar a un traidor que está haciendo la vida imposible en el Alto Mando británico. Incluso se deben permitir el lujo de traer a un comando americano para acompañar a los ingleses. Sin embargo, según avanza la incursión, nada es lo que parece y el doble y triple juego de los espías, juego sucio en una guerra aún más sucia, se hace presente con total naturalidad. La tabernera inteligente y atractiva, el polizón que también salta, la misteriosa muerte de un miembro de la patrulla, la atractiva tranquilidad del Mayor Smith que suelta, sin moverse un músculo de la cara, que es el hermano de Himmler, los traidores que muestran sus cartas, el Mayor Smith, implacable, que también decide apostar…Y comienza la aventura en un risco imposible, al que sólo se puede acceder a través de un delator funicular en el que, por supuesto, no falta el consabido forcejeo que termina con algún cuerpo precipitado al vacío. Y, la verdad, ya no se hacen películas así.
Lo trepidante es la consigna y no hay un minuto de respiro, tampoco una verdad dicha completamente, y aún menos la seguridad de que todo vaya a salir bien porque hay enemigos por todas partes. Un salto en el corazón de Alemania para rescatar a un general que coordina las fuerzas que, en breve, desembarcarán en Normandía. De suicidas. O, en todo caso, de locos. No, más bien de águilas que deciden poner en jaque a toda una guarnición usando armas como la frialdad y la osadía. Y no cabe duda de que no se debe bajar la guardia en ningún momento, ni siquiera al final, cuando todo parece ya haber terminado. Algún rasguño que otro y la certeza de que se ha dado un paso más hacia la victoria en la guerra. Aunque sea abriéndose paso con un autobús quitanieves.
Basada en una novela de Alistair MacLean, uno de los novelistas más leídos en los años sesenta y autor de otros relatos también adaptados al cine como Los cañones de Navarone, Estación Polar Cebra u Operación: Isla del Oso, Brian G. Hutton dirigió esta operación relámpago de rescate con Richard Burton al mando y hábilmente secundado por Clint Eastwood. El resultado final es una película de aventuras brillante, absorbente, que no deja ni un solo respiro en su mitad final y que nos devuelve la tensión con un ligero sentido del espectáculo que, en muchas ocasiones, se echa en falta. Al fin y al cabo, no todos los días se tiene la oportunidad de ver volar a unas águilas por encima de las más altas cumbres, cazar su presa y emprender de nuevo el vuelo con la respiración liberada tras dos horas y cuarto de persecuciones, explosiones, trampas, traiciones, disparos, dobleces y bravuras. Su desafío hay que aceptarlo obligatoriamente.

viernes, 15 de noviembre de 2019

UN FUNERAL DE MUERTE (2007), de Frank Oz



En un principio, el dolor lo puede todo. Al fin y al cabo, ha fallecido una persona muy querida. No sólo por sus hijos y por su mujer, sino por todo el entorno que ha estado compartiendo sus mejores momentos (y, también, algunos malos). Lo que pasa es que la muerte, a veces, se dedica a sonreír y no sabemos reprimir las carcajadas cuando asistimos al paisaje pintoresco de unos cuantos personajes que no saben o no pueden comportarse como es debido. Ahí está Simon, un tipo inseguro aunque bueno que, por error, se mete una pastilla de ácido creyendo que es un valium y, de ahí, su fascinación por el verde y por estar en paños menores en lo alto de la casa. O Howard, el típico tío que siempre está donde no debe, incluso poniendo la mano. O Justin, que se acerca hasta el funeral sólo para ver si puede ligar como es debido con Martha que, a su vez, quiere casarse con Simon. O Troy, ese chico brillante que estudia farmacia y que, en sus ratos libres, se dedica a fabricar drogas alucinógenas. Y, sobre todos ellos, ese tipo bajito…más bien enano, que nadie conoce y que, sin embargo, parece conocer al difunto mejor que todos los demás. Habrá que andarse con mucho cuidado.
Y todo esto lo observa Daniel que, por increíble que parezca, es el único que es un poco más normal. El caso es que él sólo quiere pronunciar un panegírico por su padre y que todo vaya como la seda y, unas veces por el muerto y otras por los que le caen, no puede y no sale. La locura se instala en medio del dolor y resulta que el muerto escondía cosas muy sorprendentes, los invitados corren de aquí para allá como despavoridos, el tío bajito dice no sé qué de unas fotos y que quiere cobrar parte de la herencia porque, al fin y al cabo, el que ha aguantado al muerto más tiempo es él. Y todo acaba por ser el muerto al hoyo y el vivo al bollo y aquí hay más bollo que hoyo porque, llegada la hora de la verdad, nadie se acuerda para qué ha venido, ni siquiera el tío Alfie, que debe buscar un baño con verdadera urgencia.
Con notable elegancia, Frank Oz dirige esta película de producción británica y que no duda en utilizar todo el humor negro inglés para poner en ridículo la pompa y circunstancia de la muerte cuando lo más bonito y, posiblemente, lo que todos pidamos en nuestra última hora sea que alguien nos recuerde con cariño. ¿Tan difícil es? Pues sí y aquí tienen una prueba evidente. Todos inmersos en sus propios problemas para que, luego, nadie se acuerde de para qué han venido. Ni siquiera el hermano de éxito que, para más escarnio, resulta que es un bala perdida que se gasta todo lo que gana y no puede ni pagar el funeral. No lloren, señores, más vale reírse. Seguro que es el mejor homenaje para alguien que, seguro, ha dejado su huella.

jueves, 14 de noviembre de 2019

VENTAJAS DE VIAJAR EN TREN (2019), de Aritz Moreno



Todo el mundo conoce el síndrome de Diógenes. Es esa enfermedad mental que consiste en el abandono total o parcial de toda actividad social llevando al aislamiento voluntario y a la acumulación de grandes cantidades de basura. Además, el filósofo Diógenes fue el máximo representante de la doctrina filosófica griega del cinismo que, si traducimos del griego, es algo similar al perro puesto que adoptó un estilo de vida parecido al de estos animales al hacer de su casa una simple tinaja donde también guardaba sus escasísimas pertenencias.
Unos cuantos siglos después, nos encontramos con el típico pelmazo que nos demanda conversación en un tren y empieza a contarnos lo apasionante de su profesión a través de una mentira sobre otra. La superposición de narrativas nos da un mosaico de su enrevesada personalidad y nos abre la puerta a la posibilidad de que, de un modo u otro, todos somos esos cínicos diogenesianos que atesoramos comportamientos similares al perro, acumulamos basura, bien sea física o mentalmente, y es casi imposible encontrar en pleno día y con ayuda de un farol a cualquier hombre de verdad que sea medianamente honesto.
Con estas premisas, se monta una película. Nos acercamos, primero, con unas ciertas ganas de sonreír porque la situación lo pide, pero, de una forma un tanto brutal, se nos cierran las comisuras y aquello de gracioso no tiene nada. El espectador, sin apenas darse cuenta, comienza a bajar las escaleras de la degradación y se va desprendiendo de todos los valores terrenales, al igual que Diógenes, y comienza a darse cuenta de que, tal vez, el vecino de la butaca de al lado sea un psicópata de mente perturbada, el de delante puede que sea un esquizofrénico paranoide de aquí te espero y que, en más de una ocasión, nos hemos dejado humillar lo indecible por váyase usted a saber qué razones.
Y el conjunto, comienza a perderse en un interminable juego de charadas que, en realidad, no tienen ninguna solución. Son cuentos que, desgraciadamente, pueden tener un algo de realidad y, por eso, es material muy inflamable. Dentro de la película, hay un interesante trabajo de Ernesto Alterio y, desde luego, siempre es un placer volver a acompañar a Macarena García allá por donde vaya, pero no hay desenlace puesto que vuelve a ser un planteamiento, pasamos por lo desagradable con un cierto regodeo y más de uno y más de dos se levantan en plena proyección maldiciendo haberse gastado el dinero en un muestrario de paranoias bastante obtusas.
Así que, la verdad, no veo ninguna ventaja a viajar en tren si se va a sentar enfrente, al lado o en oblicuo una persona que me va invitar a una charla para asistir a mi propia tortura moral. Prefiero concentrarme en ese paisaje que está por venir si me siento en la dirección del tren, o en ese otro que ya ha pasado si voy al lado contrario, como bien decía Turner. Hay pensamientos que parecen tomar forma con los interminables ruidos de la vía férrea incluso en el látigo de la alta velocidad y, a mano, siempre tengo una carpeta con un buen puñado de folios en blanco esperando a ser rellenados con mis propias narrativas que no son más que mentiras muy insulsas si las comparamos con todas estas. Es lo que tiene el estar sólo un poco loco, aunque los demás piensen que estoy más cuerdo que la hora. 

martes, 12 de noviembre de 2019

TRAICIÓN SIN LÍMITE (1987), de Walter Hill



El sheriff Benteen tiene varias cuentas pendientes. Demasiados años siendo amigo de quien no debía. La juventud fue rabiosa y luego vino la huida. Y al volver todo seguía siendo igual y nada era lo mismo. Su amigo Cash cruzó el río y se pasó al otro bando. Y, a partir de ahí, siempre hubo una especie de deuda de honor entre ellos que consistía en perdonarse las posibles faltas. Claro que esas faltas no debían ser mayores porque si no el asunto se podía desbocar, pero Benteen ha decidido que ya ha tragado demasiado. Cash se ha hecho el dueño del tráfico de drogas en la frontera y es el momento de pararle los pies de una vez por todas. Por compartir, han llegado a estar enamorados de la misma mujer, pero Cash ya es incapaz de sentir amor por nada, excepto por el dinero. Y, sin embargo, a ese tipo de traje blanco y desdén en el mirar, le duele que sea precisamente su amigo de la infancia el que lidere cualquier movimiento en su contra. Maldito río, maldita frontera. Demasiado dinero en juego. Demasiados sentimientos. Habrá que matarse entre sí y la traición aparece de forma tan imprevisible como los escorpiones.
Al fondo, no muy a la derecha, seis soldados de operaciones encubiertas hacen su aparición y Benteen no sabe muy bien qué pintan en todo esto. Puede que estén a este lado del río o que, simplemente, busquen su propio provecho. Por si acaso, la pistola tiene que estar bien cargada y lista para disparar. El día se hace largo entre Texas y México y el tequila no borra sensaciones. El sudor se palpa en el aire y la matanza está por llegar. Quizá allí, donde el polvo blanco atraviesa pieles y se respira como el aire, está la prueba de que los tiempos no han cambiado tanto.
Walter Hill dirigió esta película con guión de John Milius fijándose detenidamente en Sam Peckinpah. La sombra de Grupo salvaje está presente no sólo en las formas, sino también en los presentimientos y, aunque se ha quedado un tanto antigua con una banda sonora de Jerry Goldsmith que se sumerge en el empleo del sintetizador, aún se deja ver por la lógica interna que guarda una situación que, en realidad, es totalmente ilógica. Nick Nolte presta su rostro de granito al sheriff Benteen, María Conchita Alonso convierte la palabra “tentación” en pura amargura, y Powers Boothe se muestra absolutamente poderoso en cada una de sus apariciones. Al final, también habrá despojos humanos asaltados por los buitres, la seguridad de que el traje blanco no dejará de lucirse y el sentimiento de que, a pesar de todo, el sheriff Benteen ha hecho lo que debía. Más allá de las traiciones, más allá de los pactos secretos de un gobierno ensombrecido por llegar a acuerdos con el mismo diablo, más allá de un amor que es incapaz de expresarse porque lo único que quiere es la seguridad de que, al día siguiente, estará ahí, sin caer en las tentaciones que ofrece el lujo del tráfico ilegal de drogas, está la traición de una amistad que hace mucho, mucho tiempo que ya murió.

ESCALOFRÍO (2001), de Bill Paxton



Tal vez fue el hecho de que mamá se fuera antes de tiempo. O, quizás, papá iba demasiado a la iglesia. No lo sé. El caso es que cuando llegó aquella noche en la que nos despertó para decirnos que teníamos que matar a siete demonios, no pude evitar que el escalofrío recorriese mi espinazo. No creía que fuera a hacerlo. Y, de repente, se presentó con aquella chica que parecía tan indefensa. La tocaba y papá comenzó a temblar y no sabía más que decir: “¿Lo habéis visto? ¿Lo habéis visto?”. Y yo no veía más que a una chica desesperada, llorosa, que sabía que le quedaban muy pocas horas de vida y no entendía muy bien por qué. Papá la mató. Y luego la enterró en la rosaleda. Y así uno tras otro. El caso es que papá parecía el mismo de siempre. Era cariñoso, se preocupaba por nosotros, pero cada cierto tiempo decía que había que traer un nuevo demonio a casa para matarlo. No podía soportarlo. ¿Es que mi padre había enloquecido? Aquellos que traía no eran demonios. Eran personas. Sangraban, lloraban y gritaban como si fueran personas. Se comportaban como personas. ¿Por qué papá veía demonios? Y además decía que Dios hablaba con él. ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Le apuntaba con una espada y le decía que tenía que ser su justiciero en la Tierra? Mi mente de niño no lo comprendía. Y eso me sublevaba. Papá estaba ejecutando a gente. Y yo tenía que seguirle la corriente porque, sencillamente, era mi padre. Me estaba enfrentando a un dilema moral al que no podía hacer frente. Me obsesionaba tanta sangre, tanta crueldad, tanto despropósito. Mi padre era un asesino en serie y había que acabar con ello.
Sin embargo, mi hermano parecía encantado con todo ello. Era como si papá siguiera siendo el mismo de siempre. Sólo que, de vez en cuando, como postre de la cena, nos traía una nueva víctima. Y decía que eran demonios. Y me suplicaba que lo creyera, que ya los vería, que era cuestión de tiempo. ¿Qué tiempo se necesita para darse uno cuenta de que su padre es un asesino? Eso no viene en ningún libro de la escuela. Todo para que, al final, me dé cuenta de que nada es lo que parece y de que cometí un tremendo error. Ahora el que debe morir soy yo. Y debo dejar las cosas bien atadas para que nadie tenga ni la más mínima sospecha.
Nuestra historia, la de mi familia y la mía, la dirigió con bastante acierto Bill Paxton, aunque introducir alguna elipsis tampoco hubiera venido mal. A lo mejor, tanta vileza seguida llega a cansar, pero no cabe duda de que supo sorprender con un buen juego esta vez. La única vez. Yo ya no era yo a esas alturas y resulta que la película es un poso de verdad en un marasmo de mentiras. Y eso no se lo espera nadie. El propio Paxton hizo el papel de papá y McConaughey se lo cuenta a Powers Boothe. Y, desde luego, a pesar de todo, un escalofrío recorre mi espinazo desde donde estoy. Es muy duro ver cómo tu historia comienza a saberla todo el mundo. Especialmente, una historia como la mía. Puede que haya más demonios de lo que imaginamos y yo tenga que salir de aquí para que empiece a verlos. O el demonio soy yo.

viernes, 8 de noviembre de 2019

EL SILENCIO (1963), de Ingmar Bergman



A veces, conectar con otros seres humanos se vuelve una necesidad que va más allá de la propia persona. El silencio se puede volver tan abrumador que sólo deja paso al miedo, al aislamiento, a la incorrección, al aburrimiento y a la duda. El abismo que se abre en los pasillos de un hotel algo mugriento en el centro de Europa parece la entrada perfecta a la oscuridad. Una oscuridad de pies mojados, de enanos circenses, de desprecio mutuo con alguien que debería quererte. Tal vez el amor sea tan fugaz y tan escurridizo que apenas hay tiempo de disfrutarlo, de abrazarlo y de quererlo. Los niveles de entendimiento se colocan entre brumas de inquietud, de pesadilla, de pensamientos impuros, de ese atenazador, irritante y sempiterno silencio de Dios. Las paredes se cierran sofocantemente y la angustia comienza a aparecer como una forma de vida que se yergue entre las sábanas arrugadas del sudor y del sexo. Tal vez, sutilmente, apenas susurrando en el grito de desesperación, Ingmar Bergman expone su confusión al comprobar que la sensibilidad, la sensualidad, la inteligencia y la inocencia no pueden existir en un mundo en el que Dios no existe. Algo que es muy posible que nos sume a todos en un arrebatador silencio.
La guerra parece llamar a las puertas de la Europa más inestable, como si las emociones estuvieran a punto de chocar en un duelo que sólo puede dirimir la pasión. Cada mirada, cada palabra, guarda un sentido que se descifra a través de los días que, perezosamente, pasan en el calor y la nada a la que se ven obligadas dos mujeres y un niño. La desolación se va instalando paulatinamente y la terrible sensación de soledad que genera la muerte acaba por ser una especie de liberación. La espera es muerte. El sexo es muerte. La ensoñación es muerte. Todo muere en el agobio. Todo nace en la penumbra. Nada es lo que se nos muestra y Dios jamás se muestra, así que es posible que Dios exista porque ese universo de emociones es la tesela que conforma al hombre y a la mujer. No, ya no hay aire. No, ya no hay pasión. Sólo el ruido de los cañones. Sólo el odio.
Impresionante película de Ingmar Bergman que cuenta con la colaboración extraordinaria de dos actrices que dan lo mejor de sí mismas como Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom. Absorbente y posesiva, de pocas palabras y muchas acciones, El silencio se queda revoloteando en el pensamiento durante varios días después de verla. Tal vez porque plantea muchos interrogantes que son muy difíciles de contestar. O porque las imágenes de Sven Nykvist parecen formar parte de todas las sensaciones de rechazo y de atracción que se experimentan a lo largo de su metraje. Lo cierto es que, cuando termina, parece que se sale de un largo corredor en el que se han dado los primeros pasos de un amargo despertar. Y eso nos condena a reprimir nuestros sentimientos y rogar porque un ser supremo pueda guiar la próxima decisión que haya que tomar.

jueves, 7 de noviembre de 2019

DOCTOR SUEÑO (2019), de Mike Flanagan




Tal vez tener un don sobrenatural no sea, precisamente, todo un regalo. También puede ser un instrumento de tortura de la moral, condenando su poseedor a, por ejemplo, repetir una y otra vez los traumas de la infancia. Saber canalizar ese don es lo más difícil. Dominarlo y, después, darle una salida positiva. Si no, todo puede acabar en un laberinto de odio, hachas y nieve, perdiéndose en las huellas que el destino va dejando.
Vuelve Danny Torrance y, con él, esa sensación de que se ve algo que los demás no pueden ver. Los fantasmas acuden una y otra vez al sueño y, por una vez, aquel niño que deambulaba con un triciclo por los pasillos de un hotel maldito, merezca un poco de paz. Basta con sentir el cariño desprendido de alguien a quien no se conoce. O la estabilidad escondida en una habitación que, de repente, parece un hogar. A partir de ahí, puede que el don sólo se manifieste en interminables conversaciones con alguien que siempre comprendió a Danny, o en unas solitarias palabras en una pizarra como reflejo de almas que buscan a sus iguales. Sin embargo, el dolor obligará a regresar a la cueva de la angustia y Danny, por última vez, tendrá que enfrentarse con aquellos espíritus a los que ha guardado cuidadosamente bajo llave.
Esa cualidad que resplandece también es el objeto de deseo de unos seres de tradición vampírica y, hoy en día, aún podemos ver cómo hay personas que absorben el aura de otros a través de palabras desmedidas, reclamaciones vehementemente injustas o dislates soltados para hacer evidente una posición dominante. Aún lo es más si nos acercamos al universo de Stephen King, poblado de seres de oscuridad y rabia, obsesionados con la vida y dispuestos a prolongarla a costa de inocentes. La conexión de los seres de luz es aún más poderosa y sólo necesitan de alguien que sepa unir las corrientes de energía contrarias. Y el campo de juego tendrá que ser necesariamente el nefasto Hotel Overlook.
Mike Flanagan no es Stanley Kubrick. Dista mucho de serlo. Durante algunos momentos de la película, se distrae, se confunde y se desvía, pero no cabe duda de que Doctor Sueño no es tan mala como pudiera llegarse a pensar. No es una obra maestra, o no es terror de marca, pero tiene instantes interesantes, interpretaciones medidas, suplantaciones nostálgicas, homenajes preclaros y el conjunto es, como mínimo, aceptable y, quizá, mucho más cercano a la mirada de Stephen King que a la de Kubrick. Se sufre, se disfruta en algunos trucos, se luce en algunos sustos  y se aleja mucho de esa sensación de permanente inquietud que sí se palpa en El resplandor. Tal vez, sólo haya que dejarse llevar, recordar todo aquello que esta película pretende que rememoremos y fijarse en los detalles para darse cuenta de que las recreaciones sean o no fieles.
Hay algo más allá de la vida, dice ese doctor que se preocupa de acompañar en el último sueño a un puñado de pacientes desahuciados. Así, es posible morir con una leve sonrisa, con un leve deseo de que todo termine porque siempre habrá un abrazo esperando al otro lado del portal. Redrum se murmura entre dientes. Y algo se remueve en el interior del espectador cuando alguien cojea con un hacha entre las manos. Es el resplandor que todo amante del cine no debería dejar de sentir nunca. 

miércoles, 6 de noviembre de 2019

ANASTASIA (1956), de Anatole Litvak



Lo último que se puede arrebatar a un ser humano antes que la vida, es la propia identidad. Tal vez por eso, una mujer está desesperada en medio de las calles, mirando con ojos de deseo y de nostalgia la celebración de la Pascua ortodoxa. Ahí puede que comience la historia de una mujer que se hizo llamar Ana Anderson. Fue de un manicomio a otro por media Europa, sin saber muy bien quién era. Físicamente parecía tener un lejano gesto al de la Gran Duquesa Anastasia Nicolayevna, hija del zar Nicolás II. A partir de ahí, el General Bunine, asistente personal en el exilio del mismo zar, construirá una historia que, como todas las historias, será mitad verdad, mitad mentira. Lo peor de todo es que no se pudo probar si era del todo verdad, o si era del todo mentira. En esa frontera difusa y absoluta, se movió ella, deseando lo que toda mujer quiere en el fondo de su corazón. Reconocimiento, cariño, calor, amor. Y posiblemente ceja en su empeño cuando obtiene todo eso…pero no de la gente, sino de un solo hombre que, de alguna manera, cree en ella independientemente de quién sea. ¿Hay amor más entregado que ese? Quizá no todos comprendan que las joyas, el lujo, la opulencia y la fama no son las cosas más importantes de la vida, sobre todo teniendo en cuenta que es una vida que aún no se ha vivido. Demasiadas redundancias para contar la historia de una mujer que mendiga amor. Demasiados giros y aún más maledicencia. No interesa contar la verdad en unos tiempos en los que la realeza ha caído en desgracia. La Revolución rusa se asentó en las bases de la crueldad y eso tampoco se puede negar. No importa si el nombre es Ana o Anastasia. Lo que importa es ser algo al lado de alguien.
Y ella es hermosa. Por dentro y por fuera. Siempre tiene la palabra justa que hace que, al menos, se intuya la sombra de la sospecha. Para bien y para mal. La indefinición como estado perfecto. Detrás de ese rostro que tantas huellas de sufrimiento posee, también hay una belleza que llega a impresionar, como si el mundo estuviera ciego y viera al fin la luz. Como si la auténtica verdad fuera la ceguera para un mundo harto de ver. Y eso, en el fondo, da igual. Sólo es el entretenimiento para la multitud y para la prensa. Por encima de todo, más allá de todo, están los sentimientos, aquellos que hacen desear al corazón latir una vez más mientras la huida es la única salida para quien se ama de verdad. Anastasia…Ana…cuando elegiste el amor, es cuando te convertiste definitivamente en una princesa de ensueño.
Ingrid Bergman consiguió el perdón de Hollywood con esta película, ganando un Oscar a la mejor interpretación femenina de aquel año. La chica ideal volvió al redil, dejó a Roberto Rossellini y mostró al mundo entero que ella seguía siendo la actriz impresionante que siempre había sido. Y lo hizo con una historia que, a pesar de ser mentira y de ser verdad, es apasionante en sus vacíos y en sus rellenos, porque, al fin y al cabo, las chicas ya no quieren ser princesas. Y convertirse en una no deja de ser una pirueta en el destino que se sostiene sólo por el deseo irrompible de volver a ver a las personas que una vez llegaron a quererte.

martes, 5 de noviembre de 2019

LA MUJER DE CEMENTO (1968), de Gordon Douglas



 La búsqueda de un tesoro que no existe puede dar lugar al encuentro con una rubia en el fondo del océano. A Tony Rome le pasan estas cosas. Más aún cuando, por supuesto, la rubia está muerta con los pies metidos en una baldosa de cemento. A partir de ahí, la búsqueda del tesoro se traslada a la superficie y Rome se encuentra con una serie de personajes peculiares. Una chica de impresión que se dedica a moverse por la alta suciedad. Un mafioso en fase de retiro que delega buena parte de sus funciones en su hijo. Un ruso loco que más bien parecen dos y que tiene un carácter, digamos, algo voluble. Un par de tipos con los pantalones ajustados que son dueños de un garito de baile y drogas. Rome, en esta ocasión, va a tener que jugar muy duro porque, con esta banda, todas las culpabilidades apuntan hacia él.
Miami suele ser una jungla de lujo y veraneo donde nada es lo que parece y todo lo que es no está. Las apuestas se suceden, el humor no falta. También hay un poco de desidia, como si todo diera un poco lo mismo, pero Tony Rome tiene una espina en la ética y no es de muy buena educación dejar abandonada a una rubia en el fondo del mar. Y es que, de una manera un tanto aleatoria, todo parece estar misteriosamente conectado. Y el juego consiste en quitar de en medio los elementos que estorban. Huelga decir que Tony Rome es uno de esos elementos. Maldito entrometido. ¿Por qué no se quedó en su barquito de juguete bebiendo un vodka con naranja y haciendo esas apuestas que siempre pierde? Esta vez, Rome va a ganar. Y apostando al caballo perdedor.
Una de las virtudes de esta película de cine negro luminoso es el desenfado no exento de seriedad. El marco de las playas de Miami no deja de ser un escenario en el que es difícil pensar en la existencia de una corriente subterránea del mal que trata de apoderarse de la ciudad como un tiburón al acecho. La película se resiente de la época en la que fue rodada y se ha quedado peligrosamente antigua, algo que no ocurre con su predecesora, primera de las aventuras del detective Tony Rome creado por Marvin Albert, Hampa dorada. Sin embargo, se pasa un buen rato viendo ir y venir a un tipo que se esconde en una carcasa de cinismo sin olvidar que hay cosas por las que merece la pena luchar. Un tesoro, una chica, un gordo solitario o un buen amigo policía. Aunque, de vez en cuando, haya que decepcionarlos para seguir adelante. Eso sí, mirando mucho alrededor para que nadie salga herido. Sobre todo, algún inocente que se atrevió a ir un poco más allá y decir un par de verdades a los malos. Hoy en día, esos especímenes están en trance de extinción. Quizá Tony Rome sea uno de ellos. Y si no lo creen, vayan a preguntarle. Vive en un pequeño yate y está amarrado en un insignificante muelle de Miami.