miércoles, 21 de mayo de 2025

MOULIN ROUGE (1952), de John Huston

 

A veces, la pasión está prohibida para aquellos que son diferentes. Henri Toulouse-Lautrec no nació con enanismo, simplemente tuvo un accidente de niño en el que se rompió las dos piernas y eso interrumpió su proceso de crecimiento. Era un hombre encerrado en un cuerpo que quiso ser deforme. Toulouse-Lautrec, en lugar de imprimir sus besos en los labios de cualquier chica, quiso dejar su huella indeleble en los lienzos que pintaba llegando a ser el maestro del cartelismo en una época en la que los impresionistas causaban furor por las calles de París. Aún así, trato de encontrar algo de felicidad. Quizá en una prostituta. Quizá en una dama de la alta sociedad. París guarda muchos secretos en sus calles adoquinadas, llenas de esos colores que el pintor recogía como un aguador de la vida y derramaba con sus jarras de talento sobre sus cuadros. Allí estaban todas las diversiones que él veía, pero que no disfrutaba. Allí estaban todos los amores que a él le estaban vedados. Allí estaban todas sus pasiones vertidas con un inmenso amor por una vida que le estaba siendo ingrata, marginal y cicatera. El talento, a menudo, se forja en la desgracia. Henri Toulouse-Lautrec puede ser una buena prueba de ello.

Cabría citar esta película como la más visual de todas las que realizó John Huston. A pesar de haber sido tachado muchas veces como un realizador chapucero, que cuidaba muy poco su puesta en escena, Moulin Rouge se erige como un monumento esteticista de un director que no quería impresionar con la imagen, sino con su sempiterna narrativa de perdedores. Y nada mejor que intentar reflejar la vida de Henri Toulouse-Lautrec con una biografía casi ficticia. Lo que se relata aquí nunca pasó, pero sí que nos hemos quedado con toda esa belleza que nos dejó el artista inigualable que era. Eso sí pasó. Eso sí pasa. Para ello, contó con un esforzadísimo trabajo de José Ferrer, obligado a actuar de rodillas en la mayor parte de los planos largos, moviéndose por calles de jolgorio inaudito en las que Toulouse-Lautrec trata de encontrar algún retazo de amor. Puede que estuviera en la punta de su pincel. Puede que se hallara en esa observación de la realidad que trasladaba inmediatamente a la fantasía de su arte. Puede que, en el fondo, la obra maestra fuera el ambiente que le rodeaba y él sólo fuera un notario de la belleza. Lo cierto es que todos tenemos un corazón. Incluso aquellos a los que parece que no les cabe.

Entre la humedad y el humo, con el olor del disolvente y el engrudo de la pintura, Henri Toulouse-Lautrec no dudó en reflejar un mundo en movimiento que parece quedar grabado en un permanente baile en sus pinturas. Eso no lo puede hacer cualquiera. Y él lo hizo porque guardaba una inmensa alegría que se veía obligado a reprimir con las burlas, el ostracismo, la seguridad de que todos los que le miraban destilaban desprecio o compasión. Él quería ser un hombre normal sin darse cuenta de que era muy, muy superior.

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