El terror debió de apoderarse de los responsables musicales de la Metro  Goldwyn
Para acompañar el ritmo de blues, de noches de club y de suelos encerados como espejos, tenemos a ese espléndido actor que era Burgess Meredith y que da el toque cómico adecuado con el que introducir ese ritmo imparable que entra en los pies al ver a Fred Astaire convirtiendo al espacio en un aliado sobre el que moverse acompañado de una elegancia consumada y de una cadencia que parece imposible en un ser humano. El resultado de todo ello no es, sin duda, la mejor película del extraordinario bailarín, pero tampoco es la peor y, de hecho, está muy por encima de su último emparejamiento con Rogers, La historia de Irene Castle. De forma evidente, Astaire logra que entremos en el juego de su golpeteo rítmico transformado en jazz del bueno, que disfrutemos de un musical que sólo busca entretener pero que contiene pequeños pedazos de arte con unos bailes que parecen salidos de los pies alados de un Dios nacido para demostrar que la música es movimiento y que el movimiento es una obra de júbilo y celebración.
Tiempo de coda, que tiene nombre de mujer y por el que todo músico debe luchar con la última corchea de un aplauso. La síncopa la trae un clarinete de esos que fue leyenda con sólo sonar y los misterios de un mensaje en clave de jazz tienen que ser descifrados por unos espectadores ávidos de notas que ya están puestas con premeditación en su mente. Entre medias, un bailarín que parecía no tocar el suelo nos va indicando cuál es el compás al que se tiene que mover el cuerpo. Y nosotros, simples mortales que ni tocamos, ni bailamos, sólo podemos extasiarnos ante este juego de sencillez salpicado de minutos de gloria, de instantes imposibles que se depositan en memorias de club y en lamentos de metal. Al fin solos, delante de él, tendremos la mirada secuestrada por un hombre que hacía que el pensamiento se vistiera de frac.

 
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