Nadie nace odiando. El
odio es algo que se almacena, se macera, fermenta y se escupe. Y para que
ocurra lo último sólo hace falta una pequeña espoleta que encienda la mecha.
Todo ello se mezcla con multitud de sentimientos encontrados. Uno de ellos es
la envidia. ¿Un negro consigue hacerse una carrera respetable como médico
mientras yo, un blanco americano, se arrastra por los arrabales malviviendo?
¿Quién se ha creído que es? El otro es el deseo de amotinarse contra los
negros, sea cual sea el resultado, levantando a todos esos que comparten barrio
y miseria. A medias como un producto de la rabia interior que también ha ido
haciendo su hueco en un puñado de almas. A medias por ese natural racismo lleno
de rabia que se ha ido amontonando hasta que ya se ha llegado al límite. Ya no
hay más sitio, ahora hay que desahogarlo. Ignoran que todo ese racismo y todo
ese odio no es más que la consecuencia de su propia ignorancia. Y ése, desde
siempre, ha sido uno de los grandes problemas sociales que se ha enquistado en
todas y cada una de las civilizaciones occidentales.
Entre esa ignorancia
supina, nadie piensa que un chico de color ha conseguido terminar la carrera de
Medicina por sus propios medios, que no son, ni de lejos, los que están a
disposición del hombre blanco. Un negro tiene más difícil el acceso a una
enseñanza superior porque no tiene derechos, su posición dentro del estrato
social no es mucho mejor que la de un animal. Sólo a base de trabajo y de
tragar lo que muchos no estaríamos dispuestos se puede llegar a una posición
tan respetable, tan entregada y, por supuesto, tan sacrificada. Y, no contentos
con eso, es mejor organizar emboscadas de ensañamiento, a ver si ese negro se
mete el diploma por el estetoscopio.
Esta fue una película
valiente hasta más allá de lo razonable. En el año 1950, aún no se había
desencadenado la lucha por los derechos civiles, los negros aún no podían votar
y su acceso a la universidad era sólo una entelequia que la mayoría de la
sociedad blanca atribuía a los deseos de radicales izquierdistas. Joseph L.
Mankiewicz agarró el toro por los cuernos y realizó una película abiertamente
antirracista, con una conclusión fantástica en la que se pone de manifiesto que
al odio no se le combate con odio, sino con entrega y dedicación. Para ello,
cuenta con estupendos trabajos de Sidney Poitier y, sobre todo, de Richard
Widmark que, cuando se ponía en el registro odioso que ya había conseguido con
éxito en El beso de la muerte, tres
años antes, era muy creíble en sus reacciones y en sus rechazos. Linda Darnell
también trata de poner algo de orden en unos personajes muy zarandeados por sus
prejuicios (e incluso el doctor negro también tiene alguno, lo cual es
extraordinariamente acertado por parte de Mankiewicz). El resultado es una
película que, sin necesidad de acudir a efectismos reivindicativos, es creíble,
tormentosa, posicional y convincente. Así que repasen los derechos civiles de
los que somos depositarios y vean cuánto han tenido que soportar aquellos que
no merecían tanta saña.