El pasado es un país
extranjero. Las cosas, allí, se hacen de un modo diferente. Aunque para un niño
de trece años recién cumplidos casi no haya país extranjero, pero enseguida se
va a agenciar uno. Todo parece tranquilo y en orden en la campiña extranjera,
pero los trece años son signo inevitable de un despertar sexual y hay una chica
por allí que media los veintitantos y que parece despertar algo desconocido en
el interior del chaval. Ella parece atenta, siempre se acuerda de él para hacer
alguna actividad propia de la alta aristocracia británica. Él va encantado. Sin
embargo, ella le requiere para algo más. Debe hacerle el favor de llevar unas
cartas a un mozo de cuadras de la finca de al lado, un tal Ted. El amor, ya se
sabe, dota de alas a Mercurio y, con el deseo de agradar a esa chica de belleza
serena, el chico lleva y trae comunicaciones entre el mozo y la aristócrata.
Mientras tanto, como no podía ser menos, el preadolescente empieza a hacerse
preguntas sobre las relaciones entre un hombre y una mujer. Intuye lo que pasa
cuando dos cuerpos se acercan, pero hay algo que no le deja vivir en libertad.
Quizá sea la educación, quizá sea el ambiente agobiante de orden y exquisitez,
quizá sea la sensación de que eso es algo sucio e indecente en el que caen
todos. Algo es muy raro en todo ello. Y Leo, que así se llama el chico, lo
descubrirá de la peor forma.
Después de El sirviente, Harold Pinter volvió a
trabajar en el guion para Joseph Losey y el resultado fue una película que fue
ampliamente alabada por los circuitos de arte y ensayo de la época, a pesar de
que siempre he sido del parecer de que El
sirviente es mejor que El mensajero.
Y, quizá, el tiempo se ha puesto de mi parte porque esta última ha envejecido
regular mientras que la otra se mantiene en su cima de terrorismo social. Aún
así, no cabe duda de que la intención de Losey a primeros de los setenta con
esta película era crear polémica sobre la maduración sexual, sobre los primeros
amores de infancia, sobre la rigidez en la que aún se vivía en aquellos años, a
pesar de estar ambientada en la época victoriana y en lanzar, por supuesto, una
crítica feroz a la estratificada sociedad británica, más preocupada en mantener
las apariencias y en expandir la idea del comportamiento correcto dentro de la
natural corrupción humana. Todo una pura falsedad de encaje y té.
Así que no corran demasiado por hacer favores a aquella que ha arrebatado sus sueños. Nada es tan inocente, ni tan incorruptible. Nada es tal y como nos lo imaginamos a los trece años. Ahí parece que la felicidad se va a abrir camino de un momento a otro y no nos damos cuenta de que ya está al alcance de la mano, con sus sensaciones y sus sensibilidades. Y nunca volveremos a ser iguales. Ni siquiera con el servicio como bandera para agradar a quien roba nuestro corazón.

 
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