viernes, 14 de noviembre de 2025

CROMWELL (1970), de Ken Hughes

 

Las carcajadas resuenan en la casa de Oliver Cromwell. ¿Él, rey? Es para reírse a gusto. ¿Él, precisamente? ¿El hombre que hizo posible que Inglaterra decapitase a Carlos I porque quería que el poder del pueblo residiera en el Parlamento y no en la Corona? Vamos, señores. Él no es más que un individuo, algo botarate, que ha liderado una rebelión para echar del trono al Estuardo, abolir la monarquía y devolver el poder a quien lo merece. La clase gobernante es estúpida y el propio Oliver Cromwell reniega la posibilidad de pertenecer a ella. Y ahora vienen a pedirle que acepte la corona. La dinastía Cromwell. Es para echarse a reír y a llorar al mismo tiempo.

Y es que Oliver Cromwell fue culpable de muchas cosas malas. Instigó la manifiesta hostilidad británica hacia Irlanda y quiso que la religión anglicana fuera la dominante en el estado, aún a costa de sacrificar a cuantos católicos le salieron al paso. Despreciaba a los corruptos políticos de la época y, por supuesto, no entendía que el rey fuera un felón, mentiroso y traidor, capaz de aceptar con amabilidad un pliego con las condiciones para su rendición aún conservando la corona y, al mismo tiempo, negándose a leerlas. Ah, los ingleses para la traición son verdaderos maestros. Su cinismo isleño no deja de ser sorprendentemente magistral. El pueblo siempre ocupa el último lugar en las preferencias de los hombres que tienen que regir los destinos de la nación. Aún así, Cromwell intenta que se regenere la vida política…aunque eso cueste la cabeza del rey Carlos I. Sí, el país más monárquico del mundo, decapitó a su propio rey.

El director Ken Hughes levantó este proyecto sólo con la condición de que un irlandés encarnase a Oliver Cromwell. El elegido fue Richard Harris que, después de estudiar con mucho detenimiento al personaje, reconoció que un actor no siempre tiene que estar de acuerdo con los personajes que interpreta y que, aún así, Cromwell guardaba ciertas virtudes que admiraba como su tesón, su admirable vocación de servir al pueblo, su terco empeño por recortar poder a la monarquía y otorgárselo al destinatario de todas las decisiones. En la piel del rey, un siempre comedido Alec Guinness que, en ningún momento, altera su gesto, propio de la estirpe que se cree por encima de los demás, y que no deja de exhalar una melodiosa voz en cualquier situación, incluso en ese juicio ante un tribunal que la realeza no reconoce. Por detrás, un buen puñado de secundarios británicos de probada eficacia como Robert Morley, Nigel Stock, Frank Finlay, Patrick Wymark, Timothy Dalton, Charles Gray o la exquisita dicción de Dorothy Tuttin en el papel de la reina consorte. El resultado es una película que hace gala de una maravillosa ostentación, parcialmente rodada en España, que, no obstante, no acaba de funcionar del todo en algunos pasajes. Quizá el error radica en la dirección, con vocación de académica, de Ken Hughes y podría haber resultado una película mucho más monumental, más incisiva y más fuerte en manos de, por ejemplo, David Lean o William Wyler.

Es lo que tiene el poder, que no siempre se retrata toda su extensión con todas sus consecuencias. Los puritanos lo tuvieron durante algunos años en el único período republicano de la Historia de Inglaterra. Se pacificó el país. Se procedió a la restauración monárquica. Y, tal vez, no todo mereció la pena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario