Las carcajadas resuenan
en la casa de Oliver Cromwell. ¿Él, rey? Es para reírse a gusto. ¿Él,
precisamente? ¿El hombre que hizo posible que Inglaterra decapitase a Carlos I
porque quería que el poder del pueblo residiera en el Parlamento y no en la
Corona? Vamos, señores. Él no es más que un individuo, algo botarate, que ha
liderado una rebelión para echar del trono al Estuardo, abolir la monarquía y
devolver el poder a quien lo merece. La clase gobernante es estúpida y el
propio Oliver Cromwell reniega la posibilidad de pertenecer a ella. Y ahora
vienen a pedirle que acepte la corona. La dinastía Cromwell. Es para echarse a
reír y a llorar al mismo tiempo.
Y es que Oliver
Cromwell fue culpable de muchas cosas malas. Instigó la manifiesta hostilidad
británica hacia Irlanda y quiso que la religión anglicana fuera la dominante en
el estado, aún a costa de sacrificar a cuantos católicos le salieron al paso.
Despreciaba a los corruptos políticos de la época y, por supuesto, no entendía
que el rey fuera un felón, mentiroso y traidor, capaz de aceptar con amabilidad
un pliego con las condiciones para su rendición aún conservando la corona y, al
mismo tiempo, negándose a leerlas. Ah, los ingleses para la traición son
verdaderos maestros. Su cinismo isleño no deja de ser sorprendentemente
magistral. El pueblo siempre ocupa el último lugar en las preferencias de los
hombres que tienen que regir los destinos de la nación. Aún así, Cromwell
intenta que se regenere la vida política…aunque eso cueste la cabeza del rey
Carlos I. Sí, el país más monárquico del mundo, decapitó a su propio rey.
El director Ken Hughes
levantó este proyecto sólo con la condición de que un irlandés encarnase a
Oliver Cromwell. El elegido fue Richard Harris que, después de estudiar con
mucho detenimiento al personaje, reconoció que un actor no siempre tiene que
estar de acuerdo con los personajes que interpreta y que, aún así, Cromwell
guardaba ciertas virtudes que admiraba como su tesón, su admirable vocación de
servir al pueblo, su terco empeño por recortar poder a la monarquía y
otorgárselo al destinatario de todas las decisiones. En la piel del rey, un
siempre comedido Alec Guinness que, en ningún momento, altera su gesto, propio
de la estirpe que se cree por encima de los demás, y que no deja de exhalar una
melodiosa voz en cualquier situación, incluso en ese juicio ante un tribunal
que la realeza no reconoce. Por detrás, un buen puñado de secundarios
británicos de probada eficacia como Robert Morley, Nigel Stock, Frank Finlay,
Patrick Wymark, Timothy Dalton, Charles Gray o la exquisita dicción de Dorothy
Tuttin en el papel de la reina consorte. El resultado es una película que hace
gala de una maravillosa ostentación, parcialmente rodada en España, que, no
obstante, no acaba de funcionar del todo en algunos pasajes. Quizá el error
radica en la dirección, con vocación de académica, de Ken Hughes y podría haber
resultado una película mucho más monumental, más incisiva y más fuerte en manos
de, por ejemplo, David Lean o William Wyler.
Es lo que tiene el poder, que no siempre se retrata toda su extensión con todas sus consecuencias. Los puritanos lo tuvieron durante algunos años en el único período republicano de la Historia de Inglaterra. Se pacificó el país. Se procedió a la restauración monárquica. Y, tal vez, no todo mereció la pena.

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