Aunque
su mejor película, de largo, es Memorias
de un asesino en serie, resulta sorprendente que un director como Bong
Joon-Ho, que estremeció las taquillas de medio mundo con su oscarizada Parásitos, elija esta película a
continuación. Demasiado deudora del más que discutible humor coreano, Mickey 17 acaba por ser un distopía algo
marciana que trata de extraer las carcajadas más gamberras a través de la
historia de este inadaptado que es reimpreso en tres dimensiones, cual facsímil
cada vez más falso, porque ha pedido ser un individuo prescindible en la nueva
sociedad de un planeta lejano al que se ha ido a colonizar bajo el mando de un
loco de la colina que tiene más de un punto en común con Donald Trump.
Y así, como el tipo es
un poco inútil y ha decidido declararse en esa condición, le van empleando para
los distintos experimentos necesarios para servir como conejillo de indias. En
todos y cada uno de ellos, muere. En ese momento, se le reimprime, se le inserta
una memoria con sus recuerdos propios, y vuelta a empezar. Si una vez se le
utiliza para comprobar el efecto de los virus presentes en el aire de ese
planeta, en otra se le encarga un trabajo imposible en el espacio exterior. Es
morir y morir y morir otra vez. Una muerte tras otra. Y, como su inteligencia
es más bien cortita, se lo toma con cierto humor de perdedor.
Al otro lado, la clase
dirigente. Déspotas, estúpidos hasta decir basta, con la palabra justa para
enardecer los ánimos y prometer recompensas que nunca se conceden. Colonización
a cualquier precio con un mínimo afecto por la vida humana. Por ahí también
andan una especie de gusanos, habitantes originales del planeta en cuestión,
que parecen animales, pero que no lo son. Tienen su lenguaje propio y, además,
son más hábiles políticamente que el cerdo pseudonazi que comanda a los
humanos. Todo muy gamberro.
Bong Joon-Ho destila
bastante coherencia en el desarrollo del argumento. En esta ocasión, al
contrario que en La sustancia, los
sucesivos clones viven con los recuerdos del anterior y todo tiene una cierta
lógica. Sin embargo, la película tiene un error de base de bastante enjundia y
es que, al menos para el público en general, no tiene gracia. Pretende ser una
fábula de ciencia-ficción que no se toma en ningún momento en serio, que acaba
por ser su mayor virtud, pero que no arranca ni una leve sonrisa en el grotesco
ir y venir de ese héroe que anda regular de listeza y que, en el fondo, todo le
da bastante igual porque no tiene un lugar donde vivir. Es como si Terry
Gilliam le hubiera echado una mano (y esto no lo digo al azar) al director
coreano y tuviéramos uno de esos cuentos algo recargado de estética, bastante
largo de narración y que tampoco es que sea nada espectacular. Eso sí, no
faltarán los amantes de la hipérbole que, con imperativos categóricos, dirán
que es una maravilla de las maravillas maravillosas que sólo podían salir de la
mente de un genio.
Robert Pattinson encabeza el reparto con un doble papel que, realmente, demuestra muy poco. Al pobre Mark Ruffalo alguien le debería decir que tiene la suficiente capacidad como para hacer un papel normal y no siempre el de alguien desatado y fuera de los cánones normales de la interpretación después de Pobres criaturas y ésta. Sorprende ver bastante desencajada a una actriz habitualmente tan centrada como Toni Collette y, prácticamente, se podría decir que la mejor actuación de la película corre a cargo de la gusana reina. Y es que no es fácil ser un buen facsímil. Entre otras cosas, porque querer la originalidad a través de un humor que, ni mucho menos, es gracioso, puede echar por tierra cualquier intento de calidad. Si van a ir a verla, no sean copias. Sean originales.
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