Los
medios de comunicación guardan una gran parte del poder de la manipulación
colectiva. Ellos convierten sus índices de audiencia en porcentajes de muerte.
Cuanto más morbo se muestra, la gente se agolpa con mayor hambre de insaciable
sensacionalismo frente al televisor. Pueden ser instrumentos letales de
propaganda al servicio de uno u otro lado, según les convenga. En un futuro,
tal vez no demasiado lejano, la ética es una palabra en desuso y sólo cuenta la
próxima víctima, apropiadamente vendida, envuelta en papel celofán, para formar
la opinión pública sin ningún tipo de criterio. Por eso, es tan importante
mantener nuestro pensamiento, nuestra idea y nuestra capacidad para discernir
lo verdadero de lo falso, por mucho que se nos martillee con algo que guarde
tan sólo la apariencia de sinceridad.
En medio de esta
vorágine de medios, la gente sufre, trabaja, tiene desilusiones en su entorno
más inmediato, lucha con denuedo para sacar a su familia adelante, se bate hasta
la extenuación para superar enfermedades, pobreza, explotación o cualquier otra
tortura moderna. Y los desesperados se prestan al juego sólo para obtener unos
cuantos ceros que le permitan afrontar el futuro más inmediato con ciertas
garantías. Es posible que, en algún momento, hay alguno que se ofrezca para ser
la presa en una cacería teledirigida que está amañada desde el principio. Sólo
para convertir los índices de audiencia en cifras de muerte. El sistema siempre
gana. Y si no gana, se apaña lo que haga falta para que parezca que así ha
sido.
Hace algunos años,
Arnold Schwarzenegger protagonizó Perseguido,
basándose en una novela de Stephen King, con muchísimos cambios sobre el relato
original. En esta ocasión, Edgar Wright retoma la misma historia y lo que le
sale es una trama irregular, con momentos de acción muy valorables y otros que
son, simplemente, ridículos. No sin salpicarlo todo de horteradas propias del
espectáculo televisivo más exacerbado, de los que, tal vez, se debería haber
prescindido porque la historia tiene la suficiente fuerza como para mostrar un
futuro inquietante, sometido a la dictadura de los medios que, a su vez, están
al servicio del sistema de turno. No hace falta ser desatado para que la burla
sea el principal acicate de una rebelión.
Por otro lado, el
protagonista Glen Powell enseña la mediocridad de su arte con un personaje que,
al principio, parece un hombre desesperado para, después, transformarse en un
rehén permanentemente enfadado, sin más. A pesar de que el planteamiento
inicial se acerca mucho más al espíritu de Stephen King, el director no puede
evitar el exceso, cayendo en el gamberrismo vulgar. Eso da lugar a una película
preocupantemente desequilibrada, con algunos apuntes muy interesantes como la
tendencia a la vigilancia sin control, disfrazada con la excusa de la
seguridad, o la explotación descarnada de un programa cuyo principal objetivo
es alcanzar las máximas cotas de audiencia manipulando grabaciones, entregando
carnaza al gran público, dando cabida al desahogo a través de la violencia
televisada. Sin embargo, en algunos pasajes, parece que el supuesto héroe es un
tipo que se salva porque se enfrenta y no porque es hábil por sí mismo, que lo
es, pero que también debería mostrar una carencia de recursos propia de alguien
que es sólo un simple trabajador harto de ser el instrumento perfecto para la
derrota de la rutina. Ya sólo el proceso de elección de la víctima es bastante
increíble, haciéndole acreedor de la condición de concursante con otros dos
aspirantes que están dibujados, prácticamente, de manera puramente anecdótica.
Es cierto que, en contraposición con aquella primera versión de Schwarzenegger, el acabado formal de ésta es más realista, aunque los excesos estropeen parte de la intención. En todo caso, no cabe duda de que llega algo más lejos a la hora de plantearse con algo de seriedad qué es lo que estamos viendo, qué es lo pensamos ante lo que vemos y si somos capaces de formar un criterio propio ante lo que se nos enseña. ¿Lo somos?













