viernes, 13 de junio de 2025

SILENCIO DE MUERTE (The hook) (1963), de George Seaton

 

Una brigada de suministros en Corea es bombardeada. No queda nadie. Sólo hay tres supervivientes. Un suboficial y dos soldados. El destino, de nuevo, se muestra burlón y el avión norcoreano responsable de la matanza es derribado no muy lejos de allí y los tres encuentran, por aquellas casualidades de la vida, al piloto. No saben qué hacer con él. Consiguen ponerse en contacto por radio, pero un oficial surcoreano les conmina a que ejecuten al prisionero.

No he desvelado nada. Estos son los primeros diez minutos de la película. El conflicto no es bélico, no es una aventura, no es la lucha por la supervivencia de los tres hombres. Todo es moral. Nadie quiere ejecutarlo a sangre fría. Hay muchas razones. Admiración por el suboficial, cobardía, certeza de que aquello es un asesinato, verdad, mentira. Los tres soldados se acusan, se retuercen, se valen, se desautorizan. Mientras tanto, el piloto asiste anonadado al espectáculo. No puede creer lo que está viendo. En caso contrario, aquellos tres individuos serían eliminados de inmediato. Si deciden matarlo, incurrirían en crímenes de guerra. La moral, a veces, es la mejor artillería contra el enemigo.

Mientras la decisión sigue en el aire viciado de la guerra, los tres emprenden el camino a casa con el prisionero a cuestas. La tensión psicológica se hace insoportable. Al Sargento Briscoe, un imponente Kirk Douglas, le queda poco tiempo para el retiro. Ha servido en muchos frentes y, aunque es un hombre joven, ha ganado sobradamente su pensión. Sin embargo, no tiene un hogar al que volver. Está condenado a un fracaso civil casi inevitable. Es uno de esos militares a los que se les ha convencido, una y otra vez, con la idea de que la debilidad es una derrota, aunque él sabe que está derrotado de antemano. El soldado Dennison, un eficaz Robert Walker Jr., es el idealista, un tipo que está convencido en la bondad humana y trabaja todo el rato para evitar que se ejecute al prisionero. El soldado Hackett, interpretado por Nick Adams, demostrando que podía hacer de algo más que de jovenzuelo insolente, es el papel menos favorecido. Sigue a Briscoe a ciegas. Es su sargento. Es su guía. Es el hombre al que idolatra.

Los tres hombres, curiosamente, tratan de matar al prisionero en distintas ocasiones, pero se dan cuenta de que acabar con un ser humano cara a cara es más difícil que hacerlo desde una trinchera a cubierto. Se ven los ojos del otro, su rostro de espanto, su difícil creencia en que aquello ya se acabó allí y no le va a sacar nadie del atolladero. Sólo los acontecimientos que son superiores a las debilidades humanas resolverán el conflicto. Puede que, en el momento más culminante, se decrete un alto el fuego. Y entonces, en este caso… ¿qué se puede hacer? ¿Se deja al prisionero abandonado a su suerte? ¿Se siguen las órdenes del oficial de un ejército que no es el tuyo, por muy aliado que sea? ¿Se lleva al prisionero al cuartel general y hay que exponerse a un consejo de guerra por no obedecer las órdenes?  

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