Imaginemos por un
momento que en un hospital psiquiátrico se han cambiado todas las tornas. Los
pacientes son los médicos y el personal sanitario está encerrado en las
mazmorras de los casos más graves. Es un pequeño mundo al revés que es posible
que pueda ser descifrado por ese joven médico de Oxford que se presenta allí
para hacer sus prácticas. El asilo es algo parecido a una mansión fantasmal que
emerge de la niebla para proyectar su larga sombra siniestra sobre un páramo de
soledad y hastío. Por supuesto, con su correspondiente bosque en las cercanías.
Nadie quiere llevar los suministros allí porque se amontonan doscientos
enfermos, todos ellos de familias pudientes que pagan para perder de vista a
sus seres queridos mentalmente destrozados. No obstante, el médico parece que
empieza a percibir que los métodos de tratamiento no son precisamente muy
académicos y comienza a sospechar que algo no va bien. No se descubre nada,
amigos. Esto ocurre nada más empezar la película.
Antes hemos asistido a
una cruel clase en la que se pone de manifiesto los anticuados métodos de la
medicina de finales del siglo XIX con la exhibición de una mujer que, por pura
casualidad, también estará internada en el psiquiátrico de alto nivel y baja
niebla. Algo no cuadra. No sabemos muy bien el qué. Puede que los locos no
estén tan locos. Puede que el personal médico no esté tan cuerdo. Ya se sabe,
sólo hay una delgada línea que separa la locura de la cordura. Aquí, son unas
cuantas escaleras.
Basada en un relato de
Edgar Allan Poe, la película posee un principio muy atractivo. Hay buenos
actores en su reparto, la bellísima Kate Beckinsale, Michael Caine, Ben
Kingsley, Sinead Cusack…y otro que no es tan bueno como Jim Sturgess que se
encarga del papel protagonista. Ése es uno de los problemas que conserva la
cinta. Es incapaz de dar un matiz de cierta ambigüedad a un personaje que lo
pide a gritos. Otro es la dirección. En lugar de ir en dirección de lo
inquietante, el director Brad Anderson se decanta por lo evidente, dejando que
la historia se le escape entre las manos y situándose muy lejos de las
intenciones de Poe. Parece como si a Anderson le interesaran más los fiestorros
que se preparan en la impostada superficie del hospital que en el brutal juego
de poder que se ha establecido, que en el calculado misterio que envuelve todo
el ambiente. Existe un giro final, bastante interesante en el que se pone de
manifiesto el jaque mate, pero la película deja de funcionar demasiado pronto a
pesar de las prometedoras premisas de su comienzo.
Y es que no es fácil retratar los laberintos mentales de los enfermos, ni las complicadas manías de los sanos. Es posible que, en esa época, fuera bastante difícil distinguir entre unos y otros porque los tratamientos que ponían en práctica los que se dedicaban al estudio y curación de las enfermedades mentales se podrían asemejar mucho a los de la tortura. No es fácil ir con cuidado y deslizar pistas aquí y allá, en un misterio que podría funcionar a la perfección siempre que los mecanismos estén bien engrasados. De todas formas, no me hagan caso. Yo sólo soy un enfermo del cine y puede que esté en la habitación de mi manicomio tratando de escribir unas cuantas letras que el director me va a borrar en unos minutos. En realidad, estoy notando una corriente eléctrica que me recorre el cuerpo…
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