martes, 20 de mayo de 2025

REBELDES (1983), de Francis Ford Coppola

 

Yo estaba nervioso porque te invitaba a cenar y eso era siempre un acontecimiento para mí. No había en el mundo nada más maravilloso que estar sentado frente a ti, verte, escudriñar tus expresiones ante cualquier tontería que pudiese llegar a decir, disfrutar de tu conversación, de tu compañía, de tu sonrisa, de tus ojos, de ese paraíso en el que los dos entablábamos una complicidad de la que era consciente que no se podría volver a repetir con nadie. Y en aquella ocasión, estaba totalmente embargado por la emoción porque era mi cumpleaños. Creo que, en general, apenas nos damos cuenta de que aquellos momentos son, realmente, la felicidad que hemos disfrutado.

Pedimos, comimos, charlamos, reímos, entornamos los ojos. Sin roce, sin ningún otro tipo de acercamiento. Sacaste tu regalo con una tarjeta. “Siempre puedes aprender de maestros como Francis Ford Coppola, pero cuando escribas y dirijas una película, sé tú mismo”. Aparte de la ingenuidad que conllevaba aquella frase con la confianza ciega de que, algún día, podría llegar a dirigir una película, quise devorar aquellas letras una y otra vez en los años siguientes. Al igual que el regalo que venía con la tarjeta. Era una edición en VHS de Rebeldes, una película que yo ya había visto en el cine, algunos años antes, no recuerdo con quién. Cada año, como intentando recordar aquellas sensaciones, volvía releer la tarjeta y a ponerme la película. Más o menos unos cinco lustros después, la cinta de la película se rompió.

Es difícil hablar de una película que forma parte de tu educación sentimental porque ocupó un lugar preeminente en el amor y en la fantasía. Rebeldes siempre me pareció fascinante, más allá de lo que significó en lo personal, porque, de alguna manera, yo también me vi identificado como uno de esos chavales que buscaban la pelea para expresar la rabia que sentían, que trataban de encontrar un futuro que, poco a poco, parecía negarse a aparecer. No vestí nunca con conjunto vaquero, ni con chaquetas universitarias de equipos de fútbol americano. No me he puesto jamás brillantina en el pelo. No he amado a quien tenía que amar. No he participado en peleas multitudinarias, pero sé lo que se siente en cada una de esas situaciones bajo el prisma de la juventud y, aunque los protagonistas de Rebeldes, sí experimentan cada una de esas cosas, sé que tenemos algo en común aunque sea inasible y, por ende, bastante indefinible.

Aquella cena de cumpleaños en la mejor compañía, apenas es ya un recuerdo borroso de algo que pudo ser y nunca fue. Todas esas sensaciones de rabia juvenil y de inquietud de niño que no es hombre también se reproducen de forma difuminada en mi interior. No olvido Rebeldes. No sólo por su valor como película, sino también como manifiesto fundacional de lo que se dio en llamar Brat Pack o “pandilla de mocosos” que dio lugar a toda una generación de actores que nos han terminado marcando como Tom Cruise, Emilio Estévez, Matt Dillon, Ralph Macchio, C. Thomas Howell, Leif Garrett o la maravillosa Diane Lane. Quizá por eso el cine debe continuar poblando nuestros recuerdos. De una o de otra manera. Francis Ford Coppola lo supo ver. ¿No le debemos nada?

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