viernes, 25 de febrero de 2022

LA HIJA PERDIDA (2021), de Maggie Gyllenhaal

 

Una mujer llega a una isla griega para pasar unas tranquilas vacaciones veraniegas. El aire es cristalino, el agua es una invitación, la tranquilidad es una obligación y el tiempo es una parada. Su naturaleza la inclina hacia la observación, hacia una extraña actitud de inhibición hacia las cosas que pasan por delante de ella. Y es posible que, echando una mirada a su interior, esa mujer guarde una rabia casi patológica porque buscó con ahínco la felicidad y sólo consiguió que todo fuera un poco más miserable.

Todo fue porque se mostró incapaz de conciliar sus deberes como madre y su prometedora carrera profesional dentro de los ambientes universitarios. Puede que, allí, en la playa, observe en la distancia la dedicación que se pone en los niños y que ella decidió huir para realizarse como persona. Y, entre medias del arrepentimiento y de la evidencia de que no podía hacer otra cosa, asomen las lágrimas a sus ojos, o las sonrisas, o ambas cosas. En un paraíso griego puede que las cosas no sean demasiado nítidas y ella tenga algo de confusión incrustada en su alma. Tanto es así que, incluso, puede realizar una pequeña intervención para que los demás no sean tan felices, o, al menos, no se regodeen en esa supuesta felicidad.

Maggie Gyllenhall, actriz de probada competencia, se aventura en esta ocasión detrás de las cámaras basándose en una novela de Elena Ferrante y no cabe duda de que es una historia que crece en la comprensión del espectador femenino. Tal vez porque muchas sintieron lo mismo que esa protagonista interpretada con absoluta solvencia por Olivia Colman y no se atrevieron a dar el paso. Tal vez porque ellas también se sientan en una tumbona, absortas en sus cosas rutinarias, y experimenten una división a medio camino de la envidia por las risas ajenas que no se pudieron disfrutar y de la satisfacción de haber dado un paso de valentía para realizarse como mujeres. En cualquier caso, dentro de un dilema que no deja de ser apasionante, la película tiene momentos un tanto morosos, con algún fleco de conducta en el que no se deja de describir la contradicción a la que tan aficionadas son de vez en cuando. Sin embargo, en algún lugar de su corazón sigue existiendo ese juego tonto que acabó por brindar tantos momentos mágicos compartidos con ojos de ilusión y gestos de infancia. Por otro lado, no deja de ser algo frustrante contar con Ed Harris para un papel en el que el actor trata de sacar lo mejor de sus breves apariciones, pero que, a la postre, no deja de interpretar a un personaje bastante insustancial, sin peso y, por tanto, sin demasiada importancia.

Y es que todas parecen haber perdido una muñeca en algún rincón de sus vidas. Una muñeca que nunca pudieron olvidar porque debió de convertirse en confidente, amiga, compañera y paño de lágrimas. Los años pasan, implacables, y los ojos se convierten en espías de vidas ajenas para establecer una inútil comparación que no va a ninguna parte. Tal vez estaría bien volver a sentir el amor. O haber aprovechado el que se tuvo. O haber conservado el más importante porque, cuando se llega a la maternidad, la palabra “yo” deja de existir, la felicidad alcanza la metamorfosis y ya no es la misma aunque puede ser igualmente gratificante, el tiempo escasea en todos y cada uno de los gestos del día a día, las líneas que deben ser leídas apenas llegan a ser ojeadas y, al final, lo único que queda es la capacidad de seguir destilando cariño en una conversación intrascendente, sólo para mandar un buen puñado de mensajes subliminales en los que se intercala con insistencia todos los “te quiero” del mundo.

jueves, 24 de febrero de 2022

CODA (2021), de Sian Heder

 

Ruby es una chica que, cuando canta, saca y remueve todo lo que se almacena en su interior y que, de alguna manera, a través de la música, consigue elevarse por encima de una vida que la obliga a mantener un determinado papel. Ella es una nota dentro del pentagrama y quiere sonar en clave de mi y no en la clave en la que las circunstancias mandan. Al fin y al cabo, es la única persona que oye y habla en una familia de sordomudos y ella ha sido el enlace de todos con el mundo exterior.

Así, pues, quiere formar parte de un coro. Y tiene una voz que parece de ángel porque modula con sentimiento, tiene sentido de la vibración de la voz en el soul, hace que todo parezca diferente para quien tiene el privilegio de escucharla. Sólo sus padres y su hermano no la escuchan. Son pescadores, están acostumbrados a sufrir y a trabajar muy duro y el único futuro que ofrecen a Ruby es sufrir y trabajar como ellos. Y Ruby merece algo más porque parece que la música se enamora de ella, es algo natural, químico, sentimental y único. Sus tonalidades son codas que deberían repetirse. Su técnica, aprendida poco a poco, se descubre como casi perfecta porque tiene cualidades para ello. Y la vida, cicatera y terca, se empeña en condenarla a llenar contenedores de pescado, venderlo en la lonja, salir muy temprano y decir siempre que no.

Emily Jones, en la piel de Ruby, se descubre como una excelente actriz y cantante, atractiva en todas sus actitudes, a pesar de ser sólo una adolescente que, a cada día, tiene más claro lo que quiere ser. No deja de amar a su familia porque también son divertidos, escandalosos, algo rebeldes con toda esa gente que, desde siempre, se han obstinado en señalarles y dejarlos en un aparte. Sus gestos dicen tanto como sus diálogos. Su forma de decir las melodías parecen notas caídas del cielo. Es alguien que merece su propia clave, de su invención, de su arrolladora personalidad. Y si alguien no la escucha, sólo tiene que ver las caras de los demás cuando sus notas penetran en sus oídos. Ella rompe con el silencio, al que conoce demasiado bien, y llena de color la existencia. Entre otras cosas, porque siempre ha tenido amor a su alrededor. Y quiere aprovechar esa última oportunidad que muy pocos tienen.

Sian Heder, la directora, realiza un espléndido trabajo para conjugar en una sola historia la familia, la música y los sueños, llegando a emocionar en algunos de sus pasajes sin acudir a la espectacularidad o a la lágrima fácil. Basándose algo lejanamente en La familia Belier, de Eric Lartigau, Heder articula un drama en el que es inevitable removerse al son de algunas canciones, al corte del aire de algunos gestos, a la emoción de algunas palabras. El resultado es una película muy notable, que no decae en ningún momento, con interés, con inquietudes de adolescente y certezas de madurez, con días interminables que comienzan a las tres de la mañana y que se convierten en verdaderos campos de batalla para vencer al sueño, a las convenciones, a la vehemencia del profesor de turno, a la experiencia de unos padres que han sufrido los apuntes de demasiados dedos en su dirección. Al fin y al cabo, por alguna razón que linda con la estupidez, muchos han creído que no tener la capacidad de oír y de hablar disminuye la inteligencia de las personas. Puede ser, incluso, al revés.

Sin miedo, agarren la partitura que les ofrecen en esta historia. Traten de sacar lo mejor para que la música realice, en su plenitud, su objetivo de ensanchar el espíritu y hacer del mundo un lugar algo más bonito para todos. Hablen, callen, vean, escuchen o silencien. Todos, absolutamente todos, tenemos una melodía que nos sale del corazón y que guía nuestros torpes movimientos con el fin de lograr un mañana que sea algo mejor. 

miércoles, 23 de febrero de 2022

MUERTE EN EL NILO (2020), de Kenneth Branagh

 

Hércules Poirot surca las aguas del Nilo en medio de un lujo envidiable porque, en el fondo, en esos ambientes de poder y distinción, trata de olvidar lo que un día sintió, mucho más allá de todas sus intuiciones que tantas vidas salvaron. En sus ojos escrutadores, se halla la observación más minuciosa de cuanto acontece y sabe saltar, con singular habilidad, sobre la hipocresía y las mentiras que también proliferan entre la seda y la opulencia. Egipto, mientras tanto, espera con sus piedras milenarias que, desde la cima de sus impresionante pirámides, hace que el tiempo sea apenas un período que no merece su nombre.

Kenneth Branagh ha moderado y modelado mejor su discurso con esta película que con todos los despropósitos que cometió con la nefasta Asesinato en el Orient Express. Es verdad que la primera versión de esta historia era manifiestamente mejorable y que le resulta más sencillo superar al original. No es menos cierto que se empeña en dotar de algunos rasgos al inmortal detective creado por la pluma de Agatha Christie que resultan poco menos que desconocidos y ligeramente delirantes, pero no cabe duda de que el envoltorio es avasallantemente atractivo, con un Egipto primorosamente fotografiado, una banda sonora muy cuidada del gran Patrick Doyle y un reparto que, si bien no contiene ningún nombre del firmamento de estrellas, es aceptable y realiza una labor más o menos en consonancia con algún chirrido fuera de lugar.

También es evidente el esfuerzo de Branagh por ofrecer variaciones sobre la historia, eliminando algunos personajes, fusionando varios en uno o cambiando totalmente el enfoque sobre ellos. En esta ocasión, todo se acepta mejor, con una cierta sensación de agrado en el ambiente, saboreando las tranquilas aguas del Nilo que esconden un infierno de crueldad y traición que se traslada a bordo de ese vapor que oculta todo un entramado de intereses alrededor de la víctima y que hace, por supuesto, que todos estén bajo la sospecha. No se preocupen, Hércules Poirot lo resolverá todo, aunque no sea completamente el Poirot que siempre hemos conocido.

Con ideas de dirección brillantes, como una yuxtaposición de imágenes que sólo puede hacer un maestro, Branagh también cae en uno de sus peores defectos, como puede ser la obsesión por hacer un gran espectáculo incluso en las escenas más inocuas. La tuerca de la emoción, a veces, también está demasiado apretada y, quizá, tanto lujo sólo puede traer más sangre que lágrimas. El sol cae en el horizonte egipcio, los gritos de horror se oyen en las quietas aguas del río, morir es sólo la cara que se quiere ver de la moneda y los fantasmas del pasado también llaman a la puerta. Hércules Poirot no cedía con tanta facilidad a las debilidades humanas, por mucho que fuera un maestro en la lucha contra el crimen. En la arena se dejan huellas y en el agua se hunden las pruebas. Pasen y vean. El lujo se va a bañar en un lago de asesinatos.

Del resto del reparto, a mucha distancia de todos los demás, hay que destacar el estupendo trabajo de Annette Bening al tiempo que hay que reafirmar lo forzado que parece Armie Hammer como amante perfecto de sonrisa deslumbrante. A pesar de algún baile fuera de época y de algún que otro exceso escénico, el planteamiento y la explicación de parte del pasado de Poirot, aunque totalmente nueva, tampoco molesta demasiado. Ya se sabe que en las trincheras se dejó lo mejor de los hombres y que el amor muere si no hay visos de verdad. Todos a bordo. El crimen va a partir.

martes, 22 de febrero de 2022

ESCÁNDALO EN LAS AULAS (1962), de Peter Glenville

 

Quizá el alcoholismo tuvo algo que ver con aquella decisión de no ir a combatir. Pasados los años, eso está pasando factura en la carrera del Profesor Graham Weir y sigue dando clase de lo mismo, a distintos chicos que parecen los mismos, en la misma escuela de siempre. Todo el mundo le mira con cierto desdén. El director de la escuela, sus alumnos e, incluso, su propia esposa. Dentro de él han habitado demasiados miedos, demasiadas inseguridades y demasiadas incertezas. La vida le pasó por encima y no supo agarrarse a ella. Dejó que siguiera de largo y ahora la tiza es muy aburrida, aunque su inteligencia sigue más o menos incólume. Y aún va a haber un problema mucho mayor.

Una alumna sí que le aprecia. Cree que es un profesor brillante, con cierto atractivo, con mucho encanto dentro de su aparente timidez llena de gestos cálidos. Weir se preocupa de ella y quiere que la chica progrese en esa aburrida escuela de ningún lugar de Londres, pero los términos se confunden y ella cree estar enamorada de él. Weir, con mucha delicadeza se disculpa y ofrece un gentil rechazo. Y ése es sólo el primero de los problemas porque la mente infantil de esa adolescente no dudará en inventarse una mentira sexual para ponerle en aprietos. Si Graham Weir rehusó ir a la guerra, ahora va a tener una particular.

Es fácil escoger como presa a un hombre que se sabe perdedor. Él escogió un camino difícil a pesar de que todo el mundo crea que fue a lo más sencillo. Sacrificó sus ideales en el fondo de un vaso de whisky a cambio de la más ingrata de las tareas dentro de la enseñanza. Cree en su trabajo y, sin duda, es un hombre de principios porque, incluso, llegó a ir a prisión por objetar su reclutamiento. Y, sin embargo, lo creen débil cuando guarda una enorme valentía en su interior. Las personas que se dejan manipular no siempre son las más cobardes aunque, tal vez, sí que sean presas de la confusión. Sólo les hacen falta agallas y quizá sea así porque es su elección. Al fin y al cabo, ser lo que los demás quieren que seas no siempre es el camino más recto hacia la felicidad. En esta ocasión, Graham Weir es un personaje que vive en un mundo de tristeza porque nadie ha sabido leer en él…y la única persona que lo ha hecho es una niña de quince años que sueña con vivir un romance.

Laurence Olivier da un par de lecciones dentro del personaje de Graham Weir, acosado, fracasado, llevando el peso del mundo sobre sus hombros porque no le queda ninguna otra salida. Simone Signoret es su mujer, sin confianza, sin ánimo, sin ninguna esperanza sobre él. Sarah Miles es la chica que necesita ayuda y, cuando la encuentra, cree que el amor está en todas partes y hará todo lo que esté en su mano para conservarlo. Terence Stamp es el alumno conflictivo, odioso, despreciable y despreciativo, isla de juventud agónica en un mundo de adultos gris y feo que le espera con los brazos cerrados. Tras las cámaras, Peter Glenville, con sobriedad y estilo grabados en la pizarra. Y los espectadores, atentos, no sea que, en un momento dado, el profesor se dé la vuelta y haga la pregunta que todos nos tememos.

viernes, 18 de febrero de 2022

UNCHARTED (2021), de Ruben Fleischer

 

Hay que reconocer que existen películas que lo entregan todo al espectáculo y se convierten en un espectáculo de entretenimiento que, algunas veces, merece la pena. Por supuesto, existe el peligro del exceso y de la delirante incredulidad acerca de cosas que resultan demasiado imposibles dadas las reglas que ha impuesto la propia narración. Todo está perdonado si se consigue matar un par de horas, dejando de pensar en los problemas propios y vibrando, a ratos, con los avatares de esos protagonistas que ya, en sus trazos, son meros estereotipos.

Uncharted contiene algunas virtudes muy destacables dentro de su condición de película de acción pura y dura, que además no pretende ser otra cosa. Una de ellas es que algunas de sus secuencias más espectaculares están bien rodadas, especialmente al principio. Otra es que tiene vocación de historia que navega en los procelosos mares de la fantasía histórica y eso hace que, tal vez, se acerque más al espíritu de La búsqueda que al del mil veces mentado Indiana Jones. Entre otras cosas, carece de una iconografía tan inolvidable como la del héroe algo inseguro del látigo y el sombrero. Por otro lado, también tiene algún que otro defecto, como esa tendencia al exceso, en algunos momentos, saliéndose de los límites, aunque se aceptan sin demasiados problemas. Más que nada porque la recompensa está ahí y se pasa un rato volando, o navegando, o escarbando, o sufriendo traiciones, o recibiendo golpes, o yéndose al vacío. Y eso, en tiempo de desquicie casi asegurado, ya es mucho.

En el apartado interpretativo, que se circunscribe prácticamente a quién recibe mejor los golpes o quién dice la frase más sentenciosa, hay que destacar que Tom Holland consigue hacer olvidar a los amantes del video juego que su protagonista es más maduro. Le pone entusiasmo, habilidad y unas leves dosis de encanto cínico. Suficientes como para no echar de menos a un hombre con más pelo en pecho. Mark Whalberg cumple bien, dentro de sus habituales limitaciones, para poner en pie a ese mentor, experimentado y ligeramente despreciable, que acompaña y guía al héroe. Antonio Banderas, por su parte, vuelve a ese subrayado interpretativo que ha sido su principal defecto en muchas de sus actuaciones. Nunca ha sido tan evidente como en él aquello de que menos es más.

Habrá que trepar por rocas flotantes para poder prolongar durante unos minutos la agonía y volver a rememorar cuándo empieza todo, cuándo el destino estaba dibujado en un mapa que parecía marcar con una equis dónde estaba el oro de Magallanes robado por el cruel Capitán Elcano. El mundo es un pañuelo estampado con tierras y mares y hay que descifrar la latitud y la longitud de un tesoro que iba más allá de lo imaginable. Pecios como cuevas, Barcelona fotografiada con un enorme cariño, Tinajas que esconden lo impensable, una mirada hacia la elección que supone dar preferencia a la conciencia o a la ambición, persecuciones, caídas, cromas que cantan poco, millonarios a la caza de una recompensa ancestral, ojos que parecen ser el final del mundo y, efectivamente, el mundo termina con ellos. Tópicos que funcionan aún si se sabe dosificar con cierta verdad la trepidación de la aventura, aunque luego haya bolas de cañón que no se crea ni el más crédulo de los marineros. Esto es una aceptable adaptación de video juego al cine. Y eso, también es de agradecer. 

jueves, 17 de febrero de 2022

LICORICE PIZZA (2021), de Paul Thomas Anderson

 

Por una vez, el director Paul Thomas Anderson se ha dejado de veleidades delirantes como The Master y ha vuelto a registros más sencillos y de mejor gusto, como lo fue Puro vicio. El resultado es una película que transporta directamente a los años setenta, con sus rojos apagados, sus luces duras y su inestabilidad irritante. Por encima de todo lo demás, destaca el trabajo de Alana Heim, que consigue hacerse muy atractiva, a pesar de no ser una mujer especialmente guapa, y que se sabe mover con mucha autoridad por la escena.

Mientras tanto, Anderson se da una vuelta por las inseguridades de la adolescencia, pero también por la temprana madurez porque, al fin y al cabo, no aún sigue sin estar muy bien visto que una chica de veinticinco años se enamore de un chico de quince. Es verdad que el mundo que dibuja Anderson es el de una chica reprimida en su casa y el de un chaval que ha aprendido a ser independiente desde hace mucho porque se dedica al teatro y a la televisión y decide tener iniciativa para poner en marcha negocios de futuro corto y entretenimiento rápido. Anderson dirige con bastante buen gusto, algo poco habitual en él, sin grandes estridencias, deteniéndose en la lectura de los rostros para llegar a lo más profundo de sus sensaciones, siempre al borde de la decepción y del fracaso. El amor debería triunfar siempre. Y si no lo hace, al menos, debería dejar huella para el resto de tu vida.

Un amor siempre debe luchar para superar todas las barreras de conciencia y de incomprensibles convenciones sociales. Un amor debe manifestarse para poder seguir vivo. Puede ser una carrera para llegar a tiempo, Una defensa para proteger a alguien. Un sacrificio para conseguir algo más dinero. Unos celos discretos y arrinconados. Una mirada que puede decir muchas cosas y siempre se piensa que es la peor. Un deseo de verse siempre reflejado en los ojos del otro…El amor caprichoso, el amor voluble, el amor inaprensible, el amor joven, el amor maduro, el amor que es sólo amor. Amor.

Sorprende la aparición de Sean Penn interpretando a un trasunto de William Holden y recordando su aparición en una película como Los puentes de Toko-San que, evidentemente, era Los puentes de Toko-Ri, o a Bradley Cooper en la piel de John Peters, peluquero y, posteriormente, productor cinematográfico, que compartió su vida durante nueve años con Barbra Streisand. Streisand. Strei-sand. Sand. Da algo de gracia a las vidas anodinas que sólo se mueven a ritmo de corazón, preguntándose siempre si deben dar el paso o es mejor tratar de seguir la corriente que marca la vida. No todo el mundo elegiría lo primero.

Así que, amor mío, miro tu forma de andar y siento mi umbral de hombre. Veo tus ojos y encuentro tanta dulzura que apenas puedo pensar en otra cosa que en tu mirada. Miro a tus labios y quiero cruzarlos a lo largo como si fuera un Amazonas inacabable. Y quiero que el mundo mire hacia a otro lado o que, al menos, a ti no te importe si lo hace. Sólo una frase, al final, será mi premio, porque se quedará grabada en mi interior, al igual que ha pasado con tu genio, con tu comprensión, con esa forma de escucharme, con ese río que se forma en tu mejilla cuando lloras, con ese lago profundo y oscuro y apetecible que es tu boca cuando te ríes. Puede que todo sea un impulso que se pone a nuestra disposición para saltar esa brecha de diez años que tanto daño hace a un amor que quiere nacer por encima de todo. 

miércoles, 16 de febrero de 2022

UNA GRIETA EN EL ESPEJO (1960), de Richard Fleischer

 

Tal vez mirarse en el espejo y descubrir que hay una grieta para atravesarlo sea un ejercicio que coquetee peligrosamente con el horror. Por un lado, una pareja que no tiene nada que perder conspira para asesinar al marido de ella. Sin embargo, la historia es cíclica y se conecta peliagudamente con su propio reflejo. Cuando van a ser juzgados, descubren que el juez se parece demasiado al marido muerto. A su vez, su señoría también tiene un problema parecido en su matrimonio porque su mujer se entiende con un oscuro detective que, por supuesto, tienen los mismos rostros que los amantes acusados. La intriga se torna en un galimatías bizarro, donde los paralelismos abundan y se da a conocer el hecho de que la historia puede ocurrir en distintos lugares, a personas parecidas y al mismo tiempo. Interesante retorcimiento de la realidad hasta llegar a la certeza de que nada es lo que se ve y todo se ha imaginado antes.

Lo cierto es que el amor enferma y, cuando eso ocurre, salen demasiadas pústulas en las heridas. Todo parece un infierno expresionista en el que la esperanza está ausente. Las miradas se cruzan de lado a lado y la grieta, poco a poco, se va expandiendo hasta alcanzar la realidad que existe en otra parte. Todo es muy confuso y, al mismo tiempo, resulta extremadamente claro. La sensación, en cualquier caso, siempre es incómoda, como si la película, de alguna manera un tanto misteriosa, llegara a hurgar en nuestras conciencias sin decirte la verdad en ningún momento. La credibilidad de la trama está en entredicho, tres actores interpretando a seis personajes no son fáciles de manejar, la mente intenta encontrar salidas lógicas. La diferencia de clase de los dos triángulos amorosos apenas representa una barrera para que los paralelismos sean creíbles. Al fin y al cabo, no deja de ser interesante comprobar que, más allá de la educación, o del nivel de vida, los seres humanos se mueven por las mismas bajas pasiones y por las mismas altas ambiciones. Sin embargo, eso no quiere decir que unos y otros hagan lo correcto. Sus conductas son deshonrosas, condenables, rechazables y hasta odiosas y eso no hace más que agrandar la grieta de un espejo que refleja la realidad a ambos lados del cristal.

Orson Welles, Bradford Dillman y Juliette Greco se multiplican en esta extraña película de Richard Fleischer que, en algún momento, puede parece algo pretenciosa y que debe manejar con extremo cuidado el hecho de que no hay ningún personaje con el que el público se pueda identificar. Todos los personajes son igualmente culpables de crimen y decepción dentro de una historia que destaca por su innegable originalidad y que alcanza cotas de excelencia cuando se adentra en la corte procesal. El arribismo también se atisba en algún momento y la banda sonora de Maurice Jarre resulta algo reiterativa en algún momento, pero el experimento está ahí, enfrente de nosotros, diciéndonos claramente a la cara que somos culpables, igual que alguien también lo es en algún otro lugar y en ese mismo instante. Por cargos y crímenes parecidos. Por amor y derrota casi iguales.

martes, 15 de febrero de 2022

BÉSALAS POR MÍ (1957), de Stanley Donen

 

Para unos tipos que han ganado unas cuantas medallas también es un descanso alejarse de la guerra. Lo mejor es cogerse una suite en un hotel de San Francisco y dejarse de esas zarandajas de las relaciones públicas que quiere encasquetar el ejército. Hay que montar una buena fiesta, con chicas que hagan que los disparos estén aún más lejos y con bebida a mansalva. Y, por supuesto, habrá que liar al Comandante que está a cargo de los sucesivos actos de propaganda bélica. Son sólo cuatro días de permiso. Cuatro días para olvidarse de todo lo que han visto y hecho. Cuatro días en los que la muerte también tendrá que tomarse unas vacaciones.

Por supuesto, hay que intentar por todos los medios no caer enamorado. Las chicas están bien para pasar un rato, pero para unos soldados que van a volver pronto al frente, el amor no es más que una bomba de espoleta retardada. Sin embargo, una vez bien liado el Comandante, tanto que ya es el que organiza todo, va a haber otros intereses que tiren hacia el podio, el discurso, la recogida de bonos, la bandera y todo eso. ¡Qué diablos! Se las han visto peores y son individuos con recursos más que suficientes como para dar esquinazo a toda la plana mayor del ejército, a los millonarios con ínfulas y hasta al siempre inoportuno amor. Y, cuando se vayan, bésalas por mí, amigo.

Stanley Donen despliega su elegancia habitual tras las cámaras para narrar esta comedia que, en el trasfondo, también esconde algo de tragedia. Divertida, ocurrente, con grandes momentos de equívoco y de ingenio, Donen nos lleva por los engaños de estos pícaros héroes con auténtico deleite. Claro que Cary Grant en la piel del Comandante Crowden, al frente de todo el dislate, también lo pone muy fácil. Al lado de él, una espléndida Suzy Parker que, quizá, sea una de las partes más serias de la película. Y, por supuesto, hay que destacar al siempre eficaz Ray Walston dando vueltas alrededor de la explosiva y, aquí, muy aceptable Jayne Mansfield, que no duda en demostrar con desparpajo sus dotes cómicas. El resultado es una película muy agradable, de diálogos ingeniosos y mordaces, de actitudes que sugieren y ganan y de destinos que no dejan de estar ahí por muchas copas que hayan tomado.

Y hay que tener la mente abierta, igual que el corazón, para que el idealismo no deje de rondar entre medias de este permiso que abre la puerta a la esperanza. Hay cosas que no deben decirse, sólo expresarse. Y aquí hay unas cuantas en esa suite que se va a convertir en la alegría del hotel. Luego, el destino hará su aparición y es posible que realice una última vuelta de tuerca para ser el burlón definitivo. Mientras tanto, habrá que pasarlo bien con películas que sólo buscan ser entretenidas, divertidas, algo inocuas, tal vez, pero que no dejan de agradar a todos los que se acercan. Algo así como posar en fotos con héroes de guerra que son capaces de vender armamento nuevo al gobierno. Algo parecido.

viernes, 11 de febrero de 2022

LOS OJOS DE TAMMY FAYE (2021), de Michael Showalter

 

Crear una iglesia de la nada, simplemente con el entusiasmo y el imprescindible apoyo de una cadena de televisión, es una tarea reservada únicamente para aquellos que se han dejado la moral en alguna página de la Biblia. Hallar unas fórmulas ingeniosas para captar adeptos entran dentro de lo que se podría llamar comunicación. Denominar a las donaciones con el término de “plegarias” comienza a ser un atraco a mano armada. Y, sin ningún rubor, a todos los que se atreven a colaborar económicamente se les da la condición de “socios”.

Y aquí tenemos a Tammy Faye, una chica tan ingenua como lista, que suelta frases que son pura dinamita dentro de las mentes crédulas de aquellos que buscan a Dios dentro del rectángulo televisivo. Todo es mentira, por mucho que esté relleno de entusiasmo. Y Tammy Faye, su marido y los que les rodean aún son capaces de creer que están guiados por la mano de Dios. Dios te ama, ya lo sabes. Pero te ama un poco más si tienes dinero en el bolsillo.

El espectáculo crece y las audiencias mandan. El mercado de la fe se desboca en esa especie de canal de la inspiración que han creado para jugar con las creencias de todos los incautos que se acerquen. Por supuesto, el negocio da paso al lujo y se comienza a gastar de más y hacer unas pocas obras de caridad menos. La mano siempre está abierta para recibir ceros y la sonrisita tonta da lugar al cosmético permanente, a la imagen de plástico prefabricada, a la canción inspiradora que apela directamente al espíritu. Tammy Faye se sumerge en los placeres de la vida porque ya se sabe. Dios te ama. Pero te ama un poco más si vives mejor.

Con la sombra alargada de El fuego y la palabra, de Richard Brooks, aunque se parezca poco en fondo y forma a ésta, Los ojos de Tammy Faye cuenta con una interpretación mayúscula de Jessica Chastain, asombrosa en su paulatina transformación física según pasan los años de esta biografía de la estafa que acaba por ser un lento y casi catárquico viaje hacia la locura. Las palabras bonitas pronunciadas con su correspondiente énfasis pueden hacer milagros entre los televidentes y los teléfonos, anunciando una “plegaria” más, no dejan de sonar. Los intereses creados no se andarán con medias tintas y aparecerán como tigres devoradores, dispuestos a hacerse con la parte más suculenta del pastel cuando sea el momento adecuado. Por el contrario, Andrew Garfield, como el marido coadyuvante del fraude, resulta tan inadecuado que, en algunos momentos, parece un dibujo de la Warner de expresión imposible. Excelente, eso sí, la breve aparición de Vincent D´Onofrio en la piel del reverendo que todo lo domina, como un Dios que no deja de amar los billetes verdes. Mientras tanto, el sermón se lanza para ser escuchado por millones de almas desorientadas que piensan que a Dios se le gana con un cheque o con una transferencia. Quizá sean los ojos de esa telepredicadora evangelista que no dejará de hipnotizar a tantos con sus glorias y sus aleluyas.

Quizá sea demasiado tarde para darnos cuenta de que las cantidades ganadas con el engaño de la falsa fe no tienen ningún valor en la cuenta corriente del cielo. Aunque siempre haya unos cuantos seres extraviados que se empeñen en lo contrario. Al fin y al cabo, ellos buscan lo que al resto de la Humanidad le gustaría que fuera verdad. Y es que Dios les ama. Más allá de sus actos, más allá de sus maldades, más allá de sus atajos. Basta con girar una cantidad que tranquilice la conciencia con destinatario divino y todos los pecados, por muy grandes que sean, serán perdonados. 

jueves, 10 de febrero de 2022

MOONFALL (2021), de Roland Emmerich

 

No deja de ser extremadamente curioso que un director como Roland Emmerich entre en los preceptos de lo que, de modo pedante, se ha dado por llamar política de autor, al insistir una y otra vez en los mismos temas a lo largo de su destructora filmografía. El fin del mundo parece ser una obsesión que salpica todas sus películas en sus diferentes estilos y maneras para intentar responder a la pregunta sobre si la raza humana merece ser salvada o no. Eso sí, la respuesta nunca podrá ser demasiado seria.

Y es que Emmerich, un individuo que perdió la vergüenza hace muchos años, no duda en poner en juego un argumento delirante, que, a cada minuto, va más allá en la imaginación grotesca y, sin duda, humorística, a la caza de lo imposible que, además, es impensable. Intentando superar las teorías terraplanísticas, ahora resulta que la Luna se sale de su órbita porque es una megaestructura (al estilo, podríamos decir, de una gigantesca Estrella de la Muerte) realizada por una raza superior que, al fin y a la postre, también es la creadora de la raza humana. Por supuesto, abundan los tópicos con los militares malvados hasta la médula que todo lo arreglan con unas cuantas cabezas nucleares, los héroes desencantados, las heroínas desorientas y uno de los personajes más desquiciados de toda la ciencia-ficción como es el que interpreta John Bradley en la piel de un falso doctor en astronomía que acierta cada vez que abre la boca.

Lo que de verdad es imposible es acercarse con un mínimo de seriedad a todo este rosario de destrucciones gigantescas. No es difícil imaginarse alguna de las reuniones de producción de este engendro con los asistentes fantaseando con arrasamientos, explosiones de magnitudes fuera de escala y con explicaciones científicas que harían sonrojar a un párvulo de laboratorio Quimicefa. Si cualquier valiente se atreve a relajar el gesto de la boca y asumir la barbaridad que se le ponga por delante, el rato llega a ser hasta soportable. Si, además, se ejercitan labores de observación, se podrá comprobar cómo una actriz que suele ser competente como Halle Berry se encuentra incómoda interpretando una científica-piloto-astronauta-madre al lado de Patrick Wilson que parece que asimila desde el principio el festival de artefactos y artificios como una broma parecida a la de un niño dentro de una juguetería sin competencia de sus adláteres.

Por otro lado, algunas escenas cantan ópera desafinada al descubrirse de lejos los efectos CGI, algo que choca con el cuidado, siempre desbocado, con el que se han realizado otras de acabado más que digno. Sin embargo, damas y caballeros, el director Roland Emmerich (muy, muy lejos de la que tal vez sea su mejor película, Midway, tal vez porque ahí tenía que atenerse a algunos hechos que frenaban su afán apocalíptico) tampoco duda en incluir una constante en su carrera como es la consabida y mil veces vista ola gigante que llega a todas partes para ver si todo acaba de una vez. Haciendo gala de un sentido autocrítico, resume toda la película en la frase que uno de sus personajes dicta como parte integrante y fundamental de toda su conducta: “Mi madre siempre ha dicho que es mejor pedir perdón que pedir permiso” y Emmerich, tal vez, sólo tal vez, se haya aplicado esta máxima. No ha pedido permiso a nadie para hacer este producto tan lunático y, en el fondo, pide perdón por la osadía de reírse de ese mismo mundo que, de momento, sigue salvándose.  

miércoles, 9 de febrero de 2022

ANA DE LOS MIL DÍAS (1969), de Charles Jarrott

 

Un rey debe tener un heredero. Y Catalina de Aragón ha tenido la mala suerte de dar a luz a dos niñas. Inaceptable. El imperio británico se tambalea porque los años pasan y el rey Enrique VIII no consigue tener descendencia válida. Fuerza el divorcio con Catalina y se casa con Ana Bolena. Ella es tan hermosa que es difícil imaginar que Inglaterra sea fea. Sin embargo, Ana también se queda embarazada de una niña. Será una niña muy especial, es cierto, pero es una niña al fin y al cabo. Enrique ya no sabe hacia dónde mirar, quizá otra mujer, quizá un bastardo, algo que proporcione esperanza a un reino que espera con ansia la buena noticia de un heredero. Ana Bolena será reina de los ingleses durante mil días y acabará con su cabeza en una cesta, pero, mientras tanto, se asegurará de que la única heredera sea su hija Isabel.

Quizá esta sea la historia de una reina que tuvo que ir al encuentro de su destino porque la naturaleza no quiso ser benevolente. Todo hubiera cambiado si Ana Bolena hubiera dado a luz a un varón, pero no fue así. Su belleza inaccesible, inmarchitable y única para la época la condenó también al cadalso porque era blanco de miradas envidiosas. Enrique VIII estaba perdidamente enamorado de ella e hizo todo lo posible para que todo saliera como estaba planeado. Repudió a su primera esposa, se enfrentó con Thomas More por la escisión de la iglesia para obtener el divorcio y casarse con Ana, sufrió porque no había niño y sintió, bajo el yugo de la Historia, que había fracasado como hombre y como rey entregándose a una vida que no tuvo demasiado sentido. Por supuesto, detrás de todo el intento, se mueven las ágiles tramas políticas que tratan de manipular la situación, sacar provecho, debilitar o fortalecer al rey, acabar con su mujer, medir el poder. Lo cierto es que Ana Bolena fue una heroína de su tiempo, con tremendas virtudes éticas, una convencida creencia en lo correcto y un marcado carácter que permitió que una mujer se aupara al trono de Inglaterra.

Producida con auténtico lujo, sosegada dirección y clara narrativa, la mejor virtud de Ana de los mil días se halla en su reparto, acertado y sobrio, encabezado por Richard Burton en una de las mejores interpretaciones de su carrera, Genevieve Bujold ofreciendo un físico delicado y una decidida personalidad, Irene Papas, siempre segura e inteligente, en la piel de Catalina de Aragón; Anthony Quayle como el intrigante Cardenal Wolsey; John Colicos como Thomas Cromwell y William Squire como Thomas More, una historia en la que, por supuesto, la película no se detiene demasiado al estar ya contada de forma espléndida por Fred Zinnemann en la excelente Un hombre para la eternidad.

Y es que, a pesar del esplendor que luce una corte imperial, en difícil comparación con cualquier otra, unas sombras se alzan imponiendo el miedo de un reino en descomposición, amenazado por sus múltiples enemigos que no dudarán en atacarlo de frente si existe un vacío de poder. La angustia de Enrique fue vencida por la extraordinaria capacidad de Ana Bolena. Y así es como se escribe la Historia.

martes, 8 de febrero de 2022

EL PASAJE (1979), de Jack Lee Thompson

 

La típica superioridad aria impedirá imaginar que un simple pastor vasco sea capaz de poner en jaque a todas las tropas pirenaicas del Tercer Reich. Le han encargado que guíe a una familia desde la frontera francesa y el pastor lo hará hasta el final. El camino va a ser muy duro y un perro está rondando. Es el peor de los cánidos porque ese oficial de la Gestapo que está decidido a impedir la fuga del científico con su familia no repara en brutalidades. Está dispuesto a quemar a la gente viva, a hacer rodajas con sus dedos, a bañarse en sangre ajena con tal de que nadie pueda presumir de que le ha burlado. Y un pastor vasco, armado únicamente con un cayado, lo hará. Con largueza, con inteligencia, con habilidad, con el conocimiento de un terreno que no es amable y de un frío que golpea con violencia. Quizá ese pastor vasco ya ha visto demasiadas cosas en su tierra como para paralizarse por el terror de un psicópata con svástica. O, tal vez, sienta que hay que cumplir un deber porque esa gente a la que tiene que ayudar es buena y el diablo, en esos tiempos, llevaba una cruz gamada en el brazo. Nunca sabremos cuál es su pensamiento porque es un hombre silencioso, que no da razones, que tampoco las pide. Simplemente, hace. Y lo que va a hacer es llevar al científico a España. Quieran o no quieran los boches.

Por si fuera poco el acoso del inimaginable oficial de la Gestapo, el tiempo no ayuda. El frío se instala en las cumbres y el terreno abrupto no debe esforzarse mucho para acabar con las piernas de cualquiera. Sólo el pastor, harto de mover su rebaño de un lado a otro, es capaz de aguantar las empinadas cuestas y soportar las intensas heladas con trucos de aldea. Es como si ese hombre fuera de otra civilización, de otro planeta, de otra guerra. En su mirada hay algo de frialdad teñida de entrañable. A veces, toma decisiones duras, pero él considera que son inevitables. La naturaleza es cruel y él está pagando condena desde hace mucho, demasiado tiempo. Al tipo de la Gestapo no van a quedarle muchas ganas de perseguir a nadie.

Esta película fue un completo fracaso en los Estados Unidos estando solamente una semana en cartel. Es cierto que contiene una brutalidad de corte realista que deja el escalofrío y el estremecimiento en cada centímetro del pensamiento, pero también es verdad que posee momentos brillantes, especialmente los dedicados a la persecución, con un Anthony Quinn extraordinario como el pastor vasco que se la está jugando continuamente a los nazis, acompañado de James Mason, Patricia Neal, Christopher Lee y, por supuesto, ese malvado de libro que no repara en piedades interpretado por Malcolm McDowell. La dirección de Jack Lee Thompson, algo descompensada, precisamente por las escenas que caen en la truculencia más rechazable, resulta meritoria en todas las escenas de montaña dando como resultado una película muy apreciable, con momentos de suspense bien llevados y con la sensación de que los huidos, por mucho que se esfuercen, no van a conseguir escapar del perro sarnoso que les persigue.

Y es que, a menudo, nos encontramos con que el enemigo más temible es quien menos se espera. Un pastor nos lo va a enseñar.

viernes, 4 de febrero de 2022

PRÉSTAME TU MARIDO (1964), de David Swift

 

Todo por la herencia. Al fin y al cabo, sólo es necesario fingir algo de felicidad para cobrar la nada desdeñable suma de quince millones de dólares y no hay nada como un par de vecinos encantadores como Sam y Minnie para llevar a cabo la farsa. Que él pase como el marido y ya está. Y al detective que han puesto para destapar cualquier superchería le van a confundir con una serie de pequeños trucos. Ya se sabe, un tipo está cansado de su morena de ojos azules y cruza con frecuencia el pequeño jardín que le separa de una rubia de ojos azules. Es normal y bastante habitual. Sin embargo, hay un pequeño problema. Sam trabaja en una empresa de publicidad y tiene que llevar una cuenta que desea a la mejor pareja para representar la estabilidad, el cariño, toda esa milonga del estilo americano de vida y un fotógrafo indiscreto le ha elegido a él con su falsa esposa. Todo se lía de la manera más tonta. Y resulta que hay un buen puñado de carteles por toda la ciudad anunciando no sé qué, pero con el nombre cambiado y la esposa, también….bueno, es mejor verlo para creerlo, porque va a haber que pintar todos los carteles en una sola noche para que la gente no se dé cuenta y los millones no vuelen y el marido de la chica vuelva y se pase con Minnie, la mujer de Sam y…todo por hacer un favor de quince millones de dólares.

Aunque, tal vez, todo no sea el dinero. También está la felicidad y el dinero, sin duda, manda a buscarla, pero no es el único ingrediente. Está el auténtico cariño, la verdadera naturaleza de esa preocupación por el otro, la seguridad de que la casa es el hogar y de que todo lo demás es prescindible, salvo la otra persona. Y, claro, si se puede tener hogar y dinero, mejor…pero si no…es preferible el hogar.

Jack Lemmon, como siempre, está fantástico en la piel de Sam Bissell, el publicista que se ofrece para echar una mano a su vecina y amiga Janet Lagerlof para que pueda cobrar una herencia que pone como condición indispensable que ella esté felizmente casada. Romy Schneider pone las cosas difíciles a cualquier marido prestado y como parejas desparejadas están una excelente Dorothy Provine, que aporta alguna que otra dosis de comicidad bien medida, y Mike Connors que destaca por la elegancia y el comedimiento en sus reacciones que llegan a ser patológicamente confusas por la situación. David Swift dirige con ritmo, precisión y buen gusto una comedia que posee toques de erotismo muy sugeridos, situaciones estrambóticas, enredos de primera división y ese color de los años sesenta que se fueron para no volver.

Y es que, se quiera o no, prestar al marido no deja de ser un riesgo. Sobre todo si la prestataria es alguien como Romy Schneider. Las sospechas se van instalar entre vecinos porque al pobre Sam le van a obligar a cenar y a recenar para que nadie se sienta ofendido. Es tan buena persona…él lo hace para ayudar…

jueves, 3 de febrero de 2022

BELFAST (2021), de Kenneth Branagh

 

Puede que los aperos necesarios para jugar a caballeros y princesas se conviertan en los instrumentos precisos para esquivar el fuego y las piedras. A los ojos de un niño, nada puede cambiar tan rápidamente. Sencillamente, porque no es bueno. Nunca admitirá que su mundo, ese en el que se siente cómodo y en el que ha crecido con más risas que lágrimas, se desmorone por culpa de una simple cuestión religiosa que es utilizada como herramienta política para decidir sobre la independencia de un país. El fútbol en las calles, de repente, se convierte en una amenaza para ganar adeptos. Y siempre, por alguna razón que no es demasiado comprensible, hay alguien para poner algo de sentido común donde no hay más que fuego.

Mientras tanto, la vida se abre paso. El primer amor, que se lucha con la discreción y la capacidad como armas de seducción, se halla ahí mismo, en el siguiente pupitre. La travesura en una tienda se utiliza como excusa para emprender una carrera que parece todo un ensayo. La turba tratará de enganchar con su inefable bobería de palos, gritos y piedras y aún no hay suficiente personalidad como para decir que no. Da igual que seas católico, protestante o anticristo vegetariano. Si se es bueno y alguien te quiere, siempre será bienvenido. Lección de vida ante un blanco y negro que sólo se convierte en color cuando entra en el territorio de los sueños. Y ahora, en la paz, en la aceptable armonía que ha dejado de lado la fe como pretexto, también parece que las cosas, bajo los ojos de ese niño que ha crecido y ha aprendido a mirar, también tienen algo de contraste. En la noche, en el agua, en la luz de las calles y en un recuerdo que obligó a no mirar atrás.

Y es que es posible que no sea fácil volverse hacia los años de furia y comprobar que hubo mucho cariño y que, a pesar de todo, la única solución fue marcharse. Un abuelo, nos guste o no, siempre es un filósofo. Una abuela, es un pozo de incomprensiones que también se puede tornar en voz de la conciencia. Un padre, es el amor eterno mantenido a pesar de haber cometido algún que otro error. Una madre, es cierta ingenuidad en algunas de sus acciones, pero siempre bajo el móvil de querer con todo y sobre todos. Mientras, el niño, de lógicas sorprendentes y habilidades sin soberbia, se maravilla con la fantasía, con el cine de siempre, que exhibe su blanco y negro apasionante,  o su color refulgente, con el teatro como expositor de sentimientos, con un detergente biológico, o con la simple aceptación de un destino que, como niño, no desea. Todo ocurre allí, en Belfast, donde, una vez, pareció que los sueños no se iban a cumplir, donde hubo desprecios y delaciones, donde hubo más odio que ternura. Allí, en una calle en donde convivían católicos y protestantes y todos tenían una relación de vecinos, cuando menos, cordiales. Ayudándose mutuamente. Comprendiéndose. Sin más preguntas. Sin buscar respuestas. Sólo porque todos eran de la misma Irlanda. Esa misma que Kenneth Branagh nos presenta en blanco y negro, con depósitos de coche a punto de explotar, con barricadas para controlar la entrada y la salida de la gente, como si a la vuelta de la esquina pudiera haber alguien pidiendo el carnet de santidad para decidir si la muerte es lo más conveniente. Allí, en una puerta en la que cantarán el Danny Boy sin ningún recato, en un lugar en el que las divisiones largas aún se harán más eternas y en el que el olor del mar parece mezclarse peligrosamente con el de los cócteles Molotov. Branagh habla de su amor eterno. Aquel que tuvo que abandonar porque nadie puede vivir entre el cielo y el infierno y quedarse justo en medio.

miércoles, 2 de febrero de 2022

MORIR TODAVÍA (1991), de Kenneth Branagh

 

Las dos partes de una misma persona. Esa unión que nada puede romper. Salvo, quizá, la mirada demasiado inquisidora de aquellos que creen poseer algún derecho sobre las personas. El espíritu siempre busca algún cuerpo y los tormentos de aquellos días en que se destruyó lo que parecía irrompible regresan con las repetitivas imágenes de una tijeras hendiendo la carne indefensa y, también, aceptando la muerte porque ya no queda nada por vivir. Sin embargo, habrá intereses en juego porque, tal vez, el responsable de la tragedia no está muy dispuesto a que todo se descubra, aunque hayan pasado más de cuarenta años. Maldito detective entrometido, maldita amnésica que ha perdido el habla. Los titulares de los periódicos con el crimen de los Strauss aún resuenan en el destino de quienes no merecieron vivirlo y es posible que no haya respuesta al enigma más allá de las propias tijeras. Esas mismas con las que, matando a una persona, se acabaron con dos. Las dos partes de una misma persona.

El tiempo trata de enterrar todo el dolor y el olvido suele ser un visitante que no se queda mucho. Encontrar personas desaparecidas es la especialidad de Mike Church y, en este caso, no va a querer que la persona que ha encontrado desaparezca. Ella es tan luminosa como una ópera, tan encantadora como una melodía de jazz, tan intensa como una pieza sinfónica y encaja tanto con él que merece perderse entre las notas de un pentagrama para encontrar toda la lógica de un asunto demasiado difícil de entender. La hipnosis puede traer algunas respuestas y, ya se sabe, los sueños no se controlan. Un psiquiatra caído en desgracia tampoco está muy acertado y los miedos salen a la luz, desafiando al negativo de la oscuridad. Sí, es morir todavía, es seguir muriendo desde que el amor fue cortado de raíz por unas tijeras. Nadie supo el cómo, pero todo el mundo se apresuró a condenar al eslabón más débil.

Kenneth Branagh dirigió esta película con acierto, midiendo bien unos tiempos que, ya desde hace algunos años, parece que ha perdido tras las cámaras. Con él mismo de protagonista y ayudado por un reparto excepcional que incluye a Emma Thompson, Derek Jacobi, Robin Williams, Andy García y Hanna Schygulla, el director visita a Agatha Christie, a Alfred Hitchcock y al cine negro con equilibrio y mesura, sin dar pasos de menos aunque sí alguno de más. Fue un tiempo en el que parecía que el talento no quería irse de su lado.

Y es que no hay nada como hacer frente a los traumas para que ella vuelva y recuerde. Tal vez porque ella sea él y él, ella. Aún así, hay tiempo para soñar que se vuelve a una mansión en la que debió habitar el amor y sólo hubo muerte y celos, decepción, engaño y descuido. Tal vez porque las dos partes de una misma persona no deben desconfiar, ni alejarse, ni echarse a un lado, ni buscar otros paisajes para mirar. No saben que la felicidad, a pesar de las dificultades, está ahí mismo, a su lado.

martes, 1 de febrero de 2022

LA TRAMPA (1959), de Norman Panama

Volver a las raíces siempre levanta recuerdos que quedaron enterrados por el tiempo. Ralph Anderson regresa y las cosas han cambiado demasiado. Él trabaja para un gángster y ha sido enviado para reconocer el terreno y despejarlo todo para organizar la salida clandestina del país de su jefe. Sin embargo, Ralph se encontrará allí con todo lo que ha dejado atrás y que no quería encontrar. Por allí, por supuesto, anda su antiguo amor, aquella que aún le recuerda que hubo algo en su corazón, y que ahora es la mujer de su propio hermano. También está su padre que sigue ocupando el cargo de sheriff local. Ralph ha anidado en el cinismo y allí no le vale. Debe recolocar su conciencia y le va a costar mucho trabajo porque ha abandonado los escrúpulos por el camino. La vida le ha zarandeado y le ha dirigido y no en el mejor sentido. Ralph hará que cambien las cosas. Puede que sea una última oportunidad para demostrar que aún es un hombre.

La desolación parece que es el cielo habitual de ese pequeño pueblo en medio del desierto de California. Y es el escenario ideal para que el hijo pródigo regrese con la muerte y la destrucción. Ralph estudió leyes cuando salió de allí y se vendió al dinero y al interés. Es hora de reparar daños y reconstruir vidas. Tendrá que lidiar con los celos de su hermano y el recelo de su padre. El desastre está muy cerca y Ralph deberá sortear muchos peligros. La psicología y la sorpresa rodearán su raciocinio. Y habrá que usar parte de lo que ha aprendido en los bajos fondos para que su ética permanezca a salvo a pesar de que ya está medio ahogada. Lo va a tener difícil. Y la trampa es para su jefe y para él.

Richard Widmark protagonizó y produjo esta película que se mueve dentro del género negro salpicado con unas gotas de inoportuno melodrama. Aún así, es una buena historia, con excelentes trabajos del propio Widmark, de Lee J. Cobb en la piel de ese mafioso que trata de huir de la acción de la justicia y de Earl Holliman como el hermano del protagonista. La dirección de Norman Panama es acertada y muy alejada de sus habituales incursiones en la comedia, armando un suspense muy interesante en el que siempre se interpone el dilema moral. La bajeza se mezcla con habilidad entre los tortuosos caminos de la neurosis y, a pesar de algunos tópicos, la película se precipita por abismos de oscuridad realmente inquietantes. Algo de lejos parece como si estuviera respirando el mismo polvo que aquella maravillosa Conspiración de silencio, de John Sturges.

La tensión se puede cortar con un cuchillo mientras Ralph trata de solucionar el hecho de que su familia ha atajado el paso a la Mafia. Las amenazas casi son silenciosas y el pasado parece aliarse con los tipos con un bulto sospechoso debajo de la axila. El enfrentamiento es inevitable y todo parece que se cae y se resbala entre los dedos como un puñado de arena del desierto.