jueves, 30 de diciembre de 2010

EL DISCURSO DEL REY (2010), de Tom Hooper

Con esta película, al fin, maravillosa, quiero desear a todos un feliz año nuevo y que vuestros deseos dejen de ser tartamudeos para convertirse en discursos de fortaleza y de realidad. Abrazos para todos.

En la última escena del Enrique V, de William Shakespeare, se decía algo así como “dime que me quieres, y hazlo con música entrecortada pues tu voz es música y tu inglés, entrecortado” y eso mismo es lo que le pasó, muchos años después, al rey Jorge VI de Inglaterra, padre de la actual Reina Isabel. Tenía mucho que decir, tenía los arrestos suficientes como para decirlo pero, simplemente, no sabía hablar porque sufría un problema grave de tartamudez.
Y en los graves instantes en los que Inglaterra se metía de lleno en una guerra, el pueblo debía tener la certeza de que había una voz fuerte, llena de voluntad, de vocales de resistencia y consonantes de ánimo para llevar a un país a una guerra que iba a resultar difícil, larga, penosa y cruel. Todos debían saber que alguien iba a escuchar los alaridos de dolor que iban a lanzar por tanta sangre derramada. Y en ese momento, nadie creía que un tartamudo, un hombre que no sabía hablar, que parecía vacilar en todo lo que decía, fuera el portavoz y el altavoz de una nación necesitada de valentía y de empuje frente a la gigantesca maquinaria bélica que iba a hacerles frente.
Para Jorge VI, el micrófono era esa bestia de un solo ojo, capaz de engullir su decisión y de tragar por entre sus rejillas todo un liderazgo. El reino le cayó de rebote pues su hermano mayor, Eduardo, abdicó para casarse con una divorciada americana. De repente, con una misteriosa sucesión de acontecimientos, Inglaterra se deshizo del hombre más inadecuado y comenzó a encajar un rompecabezas cuyas piezas principales fueron Jorge VI, su mujer, Elizabeth, Winston Churchill y una voz intermitente que transmitió, con la ayuda de un ciudadano cualquiera, la seguridad que se necesitaba para afrontar el combate.
De vez en cuando, el cine ofrece maravillosas sorpresas y El discurso del rey es una de ellas. Dentro de la película encontraremos frivolidades, genialidades, humor, dramatismo, tragedias, mensajes de perseverancia, intentos de rendición, ridiculizaciones acertadísimas de los estúpidos protocolos, la historia de una amistad entre dos hombres, la voluntad de hierro de una mujer y, sobre todo, encontraremos dos interpretaciones de oro, inspiradas, fuertes, pensadas, incluso a ratos increíbles, excepcionales, agudas, contrastadas y, sin embargo, unidas. Colin Firth y Geoffrey Rush convierten la historia nunca contada del rey sin voz en una extraordinaria fábula sobre los tratamientos, las realezas y las cosas que verdaderamente importan. Y una corona obligada a la dignidad y un buen puñado de ejercicios de dicción forman una pareja difícil de vencer.
Acompañando a Firth y Rush, hay otras interpretaciones de altura como la de Helena Bonham-Carter, que nunca ha sido santo de mi devoción y que aquí está fantástica; como Timothy Spall que, en unos pocos trazos sabe perfilar la leyenda de Churchill; como Guy Pearce, perfecto en su caracterización del rey que no quiso serlo porque prefería vivir y seguir con sus veleidades nazis. Detrás de las cámaras hay una dirección precisa y potente de Tom Hooper que se descubre magistral poniendo de fondo el Segundo Movimiento de la Séptima Sinfonía de Beethoven, música tartamudeante, lenguaje en pentagrama de notas de acompañamiento que se convirtieron en melodía principal. Además de todo ello, hay que destacar la precisa y conmovedora banda sonora de Alexandre Desplat y a los ojos de los espectadores que ríen, se conmueven, sufren con esas letras que no quieren salir de la garganta real y se dan cuenta de que una vez incluso hubo algunos dirigentes que quisieron salir en defensa de sus conciudadanos para preservar cosas tan elementales como la libertad, la paz, el bien, el trabajo, las inquietudes de las personas y el derecho a poder expresar en voz alta y sin interrupciones todo lo que se siente. Y en esta película se siente que hay momentos de obra maestra que deja a las palabras mudas así que es mejor poner el punto final y dejar sitio a quien realmente sabe hablar.

jueves, 23 de diciembre de 2010

BURLESQUE (2010), de Steven Antin

Con este artículo quisiera desearos a todos una Feliz, Feliz Navidad, llena de deseos cumplidos y de sueños que se realizarán. Debido a que tengo que hacer un viaje por Ávila y a que, a buen seguro, estaréis mirando más hacia los escaparates  que a una pantalla de cine, os dejo con este artículo hasta el próximo jueves día 30, de ahí pasaremos al viernes día 7 y retomaremos el pulso habitual a partir del martes día 11 de enero. Al menos, tendréis la última hora de los estrenos. Un abrazo a los amigos. Un saludo a los que me leen. Un beso para ellas. Lo mejor de estas líneas siempre son los ojos que las leen.

Que no. Que no. Que no. Que esto no es la reinvención del musical. Que no hay nada nuevo bajo el pentagrama. Que las coreografías son de vergüenza ajena porque está el pequeño problema de que Christina Aguilera baila igual que un gorrión en una tormenta. Que todo se quiere parecer descaradamente a Bob Fosse y lo que sale es una burda y burlona copia de Cabaret, de All that jazz y de Chicago que, aunque no fue dirigida por él, dejó ciento setenta y siete anotaciones sobre cómo debía ser la película.
Y encima hay que aguantar la fascinación juvenil de las mozas que aparecen por el cine diciendo que la película es algo genial, que les encanta, que hay que disfrutar con el espectáculo y que la Aguilera baila como Fred Astaire con pelo y teñido de rubio. Pues no, chicas, lo siento. La chica no baila nada, actúa menos que yo cuando estoy en la ducha, tiene la expresión de una muñeca que no quiere sonreír mucho no vaya a ser que se le marquen unas arrugas que le van a aparecer en los próximos diez minutos. Y si hablamos de Cher, es un rostro momificado, metido en formol del fuerte y cuidado con sus sonrisas que parece que la cara se le va a reventar por alguna costura tras la oreja.
Pero es que el pecado no para ahí. El argumento es de una levedad tan descarada, tan infantil, tan bobo que a cualquier persona normal le parecería un insulto por su recurrencia, por ser menos original que un chupete de goma y porque si yo tuviera que escribir un guión así (perdón, pongo el acento porque probablemente Bob Fosse no leería esa palabra sin tilde), me sentiría francamente avergonzado de tanta estupidez que, además, exhibe la enorme petulancia de querer ser brillante. Y esto, el genio de Fosse no lo hubiera pasado por alto ni en la vida ni en la muerte.
Y ya que estamos en pleno escarnio pues sigamos con ello. La dirección es tan torpe, tan inútil, tan despreciablemente simple que incluso hay una corrección de encuadre sobre la marcha (concretamente en un plano de Cher) que, a cualquiera, le parecería un uso extraordinario del recurso ya apestante de la cámara al hombro (claro, que pudiera ser que el operador de cámara en ese momento tuviera la clavícula rota o estuviera mirando al retaco de la Aguilera, que es la enanita del jardín de la película). Se desaprovecha absolutamente todo, el papel de un actor que no es que sea maravilloso pero no es malo como Peter Gallagher es para quedarse boquiabierto de su idiotez y de su falta de construcción. Hay números que son para sonrojarse y los únicos que no esconden las corcheas tras el burladero son precisamente los que canta Cher, tanto el tango Welcome to Burlesque (curioso ¿eh? Si nos acordamos un poco, Cabaret arranca con Willkommen) y You haven´t seen the last of me, bien interpretado vocalmente bajo esa máscara de juventud perpetua y falsa que exhibe la actriz. ¿La Aguilera? Sí, sí, la chica no canta mal, pero les diré una cosa si prometen no decírselo a nadie. Abusa una y otra vez del mismo quiebro de voz porque se necesita a una chica que sepa cantar jazz y del bueno, que sepa improvisar y la rubia fenómeno será todo lo que ustedes quieran pero no pasa del pop y, de hecho, hacia ahí derivan los números de la película cuando empiezan a darse cuenta de que no, que está muy lejos, por ejemplo, de Dianne Reeves.
Así pues la película en conjunto, para quien haya visto algo de Fosse, es un despropósito continuo que, para más delito, parece que va a estar en la carrera de los Oscars y uno puede que sea crítico pero no es tonto. Absolutamente nada de lo que aparece en esta película es nuevo. Todo lo hizo el brillantísimo coreógrafo y director que nos dejó hace casi veinticinco años y del que posiblemente, nadie se acuerda. Con eso juegan los políticos y los hombres que manejan el dinero del cine. Con esa memoria tan poco fiable de todos los que se sientan en una butaca. 

miércoles, 22 de diciembre de 2010

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "LA IMAGEN EN EL ALMA" EN LA LIBRERÍA LA CENTRAL DEL CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA DE MADRID

A continuación, transcribo la reseña tal y como ha salido en la prensa del acto que tuvo lugar el jueves 16 de diciembre. Algo inolvidable por quien estuvo y por cómo salió, lleno de respeto, de agrado y de complicidad. Gracias a todos.

CÉSAR BARDÉS PRESENTÓ EN MADRID SU PRIMER LIBRO: “LA IMAGEN EN EL ALMA”

El pasado jueves día 16 de diciembre, en la Librería La Central del Centro de Arte Reina Sofía, César Bardés, crítico de cine de este periódico, presentó su libro La imagen en el alma (Editorial Quadrivium), acompañado por dos invitados de lujo: Laura Cristóbal, periodista de la agencia EFE y ex – jefe de la sección de espectáculos del periódico La Razón y el escritor Lorenzo Silva, ganador del Premio Nadal, autor de diversas novelas y creador de los guardias civiles Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro, personajes protagonistas de El alquimista impaciente, La reina sin espejo o La estrategia del agua y prologuista de la obra.

Laura Cristóbal destacó que “La imagen en el alma ofrece el guión más perfecto de una historia de amor entre un hombre, la palabra y el cine” y que la unión y la presencia del autor al lado de Lorenzo Silva era “la mejor manera de unir literatura y cine, es decir, la imagen en el alma”.

Lorenzo Silva, por otro lado, quiso ponderar “la honestidad del autor con el que, en alguna ocasión, puede que no estés de acuerdo con él pero te da las suficientes argumentaciones como para que puedas comprender por qué esa película de la que está hablando pueda gustarle y tener una cierta lógica en su elección”.

Por su parte, el autor destacó que el libro era una pequeña muestra de su trabajo como crítico de cine clásico y de estreno de El Pueblo de Albacete y de cómo su libro nace “con una cierta vocación de no condenar a unos cuantos artículos publicados en un periódico a ser algo efímero, algo marcado por la inmediatez del momento”, y que “todo ello, unido en unas pocas páginas, persigue formar parte de la película que se comenta, aunque sea una parte muy pequeña, aunque sea una parte que no se vea pero sí que se lea; persigue atrapar ese mensaje que cualquier arte lanza al aire y soñar con él”.

El acto se desarrolló de forma muy distendida haciendo evidente la conexión que hubo entre público e invitados y dando una idea de la calidad de cada una de las intervenciones que enmarcaron, de forma precisa y adecuada, la presentación de La imagen en el alma, primer libro de César Bardés.


lunes, 20 de diciembre de 2010

LA ROSA PÚRPURA DEL CAIRO (1985), de Woody Allen

Ojalá a veces la realidad fuera ficción y el mundo de los sueños en celuloide fuera realidad. El arte no es hacer una película que transporte el pensamiento hasta lo tangible. El arte es vivir. Aunque en la fabricación de esa obra maestra que es respirar, afrontar los problemas de todos los días, ser algo más que un minúsculo punto en ninguna parte que se refugia en una oscuridad herida por un ojo de luz, también intervenga la fantasía. Eso sí, no siempre podemos ser espectadores.
Al otro lado de la pantalla, están esos seres hechos de nada e imaginación, que no tienen carne más que en blanco y negro, que no tienen defectos porque beben gaseosa en lugar de champagne. Enamorarse de alguien que no es real, no es la perfección y, de hecho, querer salir del lugar al que se pertenece es una aventura imposible, un desafío a la lógica. Un héroe de ficción nunca podrá enamorarse de verdad precisamente porque cada vez que se pasa la película se enamora y debe ser tan volátil, tan inasible como un tipo de carne y hueso que dice que es el actor que dio vida a ese débil y difuminado personaje hecho más de sueño que de verdad.
Y es que, en el fondo, todos buscamos una pizca de magia en nuestras vidas grises tirando a marrones. La amargura de lo dulce puede que tenga su respuesta en unos pocos metros de película. El amor es el final feliz. La felicidad no existe porque siempre nos enamoramos de la persona equivocada. La equivocación es despegar los pies de la tierra buscando una mirada que nos transporte hacia la ensoñación. Cuando todo parece caerse, todo es una bofetada que es real e irreal pero que sentimos de ambos modos en el corazón. Siempre quedará la fábrica de la evasión, el deseo de ser ese tipo que va vestido de etiqueta, o esa mujer que lleva un vestido tan elegante que ella misma parece una copa, o ese petimetre que exhibe un traje de cazador como recién venido de África y que hace que parezca creíble que se mueve y es respetado por los ambientes sofisticados de unos burgueses que se quedan sin capacidad de reacción cuando no hay frases de réplica, haciendo que un tal Buñuel tome cuerpo en el absurdo. El espejo no devuelve la imagen, somos nosotros los que la construimos en la mente. En esa mente engañosa, defraudada, hambrienta de escape, candidata perfecta para el engaño que sirve el cine. Somos el reflejo de lo que nos gustaría ser…a pesar de todo.
El principio es el final y el final es el comienzo. Es como una enorme bobina de película que gira y gira para mostrarnos imágenes a una velocidad que supera el parpadeo de la incredulidad. Hay calidez detrás del rostro de un tipo ridículo con gafas que, un día, supo ver que las rosas púrpuras no se encontraban detrás de los telones, sino en los solares abandonados del fracaso. La tristeza también es capaz de hacernos soñar. Sueñen, sueñen…La realidad no tiene prisa.

viernes, 17 de diciembre de 2010

DÍAS DE VINO Y ROSAS (1963), de Blake Edwards

En cuanto disponga de las fotos del acto de ayer, tendré buen cuidado de ofrecerlas a todos. Mientras tanto, se nos ha ido un gran maestro que hizo comedias inolvidables, películas románticas, misterios turbios y dramas desgarradores. Vayan estas líneas sin ápice de sonrisa por Blake Edwards, el hombre que entró en una ceremonia de los Oscars haciendo un "gag" cual Inspector Clouseau atravesando una falsa pared con una silla de ruedas a reacción. Con diamantes y panteras, por él.


Si hay una película que describe, uno a uno, los peldaños que conducen al infierno, esa es Días de vino y rosas. Y nadie quiere bajar al infierno solo. Por eso se arrastra a quien más se quiere. y cuando deseas salir de ahí, es posible que lo consigas pero también puede que sea demasiado tarde para quien tiene tu amor ahogado en alcohol. Sabes que bajas a las profundidades, a la humillación y, sin embargo, lo haces. Y el camino de vuelta será pedregoso, te arderán las tripas e imaginarás que alguien te persigue con unas enormes tijeras de podar para cortarte lo poco que te queda de hombre.
Había un actor que, antes de rodar cualquier escena, se decía a sí mismo una frase: Es la hora de la magia. Ese actor se llamaba Jack Lemmon y ha dominado todos los terrenos con la soltura de quien sabe lo que es la vida y por dónde hay que caminar. Aquí, Lemmon no es mágico. Es de otro mundo. Es el hombre enamorado pero solo. Es el hombre acompañado pero alcoholizado hasta perder el dominio de sus actos. Es el hombre que se da cuenta de lo que se ha convertido pero que araña, con uñas desgastadas, la devolución de su dignidad. Es el hombre que se emborracha por trabajo, sí, pero que también lo hace para no dejar sola a su mujer, igual que ella lo hizo al principio. Amor mal entendido en clave de botella. No sabe que, a través de ella, todo se ve distorsionado, sin rostros definidos, sólo ojos parpadeantes y pieles más blancas sobre fondos más oscuros. Se hunde. La hunde. Sale. Pero ella se queda en un arroyo del que ni siquiera el amor a una hija puede sacar. Por eso, para él, la vida será un luminoso que siempre seguirá su cadencia de encendido con la palabra "BAR". Él no era hombre mientras sucumbía al alcohol pero tampoco estará nunca completo mientras ella no vuelva junto a él (qué maravillosa Lee Remick) con la mente seca y el ansia calmada. Aunque tú y yo sabemos que ella no tendrá otro sitio a donde ir más que a su lado.
Hay películas en las que hay que dejarse el pellejo para verlas y esta es una de ellas. Te deja desollado, en carne viva, con el estómago inquieto y los ojos desasosegados, buscando razones para la sinrazón. Quieres bajar donde ellos están y hacerles despertar de su dipsomanía pero no puedes. Es una película que te hace ver el tremendo error que están cometiendo y, al mismo tiempo, te provoca la misma sensación de que tú puedes cometerlo, que te puedes hundir como ellos lo hacen, que se puede morir un poco cada vez que se agarra por el cuello una botella que hace de la diversión, una evasión. Y acabará en una frenética huida que te apresará tras unos barrotes que, en vez de hierro, estarán fabricados con la desesperación, la decepción y la turbiedad de un ser que habita en ti y ni siquiera sabías que existía.
Tal vez, esta película de Blake Edwards, junto con Días sin huella, de Billy Wilder, sean los más serios avisos de que al final de la escalinata hacia el infierno nunca hay una piscina de whisky sino la más árida de las desolaciones al comprobar que la vida te ha derrotado con una miserable arma llena de líquido que te hace perder la cabeza y la dignidad, como una pócima embrujada de tiempos que no son de leyenda...
Y ahora, me voy a tomar una copa por Blake Edwards...

jueves, 16 de diciembre de 2010

NEDS (2009), de Peter Mullan

Un joven tiene un brillante futuro como estudiante. Recibe premios y asciende dentro del terrible e injusto sistema jerarquizado de enseñanza del Reino Unido. Su familia está enferma de pasividad por culpa de un padre alcoholizado y violento y, un buen día, decide desafiar a la autoridad que puede estar representada de cualquier forma. Un profesor. Un líder. Un policía. O los chicos de enfrente, al otro lado del puente. Y comienza a caminar entre leones.
Y en ese camino de violencia que, por un lado, está extrañamente legalizada por el lado de los supuestos educadores, él comienza a ser aceptado porque es capaz de pasar a la acción, de sumergirse cada vez más en actitudes marginales que desembocan en la disolución de su propia personalidad. Él ya no es él y pasa a ser masa. Los límites se van deshaciendo poco a poco y va traspasando líneas que sólo pueden terminar en la decepción más desoladora o en la soledad más decepcionante. La cordura huye para dar paso a la alucinación. Es el sendero que va de la marginación por ser un buen estudiante al total alejamiento de la realidad por tomar la violencia como única forma válida de expresión, un implícito medio para ser parte importante de una maquinaria que no señala salidas y se queda en callejones de barro y ladrillo visto. Un proyecto de esfuerzo que se queda en mero delincuente bien educado y al borde del asesinato.
Hace ya algunos años, Peter Mullan se descubrió como un interesante actor en aquel terrible solar abandonado y lleno de enfermedades mentales escondidas que fue Sesión 9 y más tarde probó suerte en lo que era su gran sueño al dirigir la sórdida y espeluznante Las hermanas de la Magdalena consiguiendo estremecer al público denunciando el caso real de unos abusos de autoridad inimaginables en el seno de la iglesia. En esta ocasión, no deja de aportar su experiencia delante de las cámaras interpretando al padre del protagonista y, no cabe duda, de que no es una película que pueda dejar indiferente a nadie. Dentro de ella late el retrato de una juventud con más papeletas para la condenación que para el progreso personal en el Glasgow de principios de los setenta, un lienzo sobre la desaparición de la piedad en un chico que debería ser ejemplo y se convierte en fracaso, una horrible desesperanza ante un sistema educativo anticuado, peligroso y alienante que fomenta la separación, desplaza a los torpes y problemáticos castigándolos con el desinterés y la desidia y que no suelta en ningún momento la correa de la más dolorosa de las disciplinas. Y, de paso, una crítica feroz a unos padres que no atisban a ver la realidad de sus hogares por pura comodidad.
Es cierto que hay un buen puñado de escenas sobradamente conocidas como los típicos enfrentamientos de pandilleros con un vocabulario que se reduce a unas diez o doce palabras y un subrayado irritante cuando, en plena reyerta, introduce como banda sonora una versión del Cheek to cheek, de Irving Berlin. Pero Mullan sabe acercarse más al feo realismo que fue seña de identidad de los jóvenes airados del free cinema británico y no caer en la trampa maniqueísta del casi siempre intragable Ken Loach dando como resultado una película apreciable, avalada por la Concha de Oro del Festival de San Sebastián y con una interpretación magistral del protagonista Connor McCurran que sabe pasar del interés a la mediocridad y del esfuerzo al desprecio.
En todo caso, es una historia que no hace muchas concesiones y que busca agresivamente la responsabilidad de unos adultos que han estado siempre demasiado lejos de las inquietudes de una juventud desorientada y capaz de tirar por cualquier camino. Incluso por el temerario prado en donde descansan unos leones que, tal vez, dejen pasar de largo a quien sabe ser punto de referencia para quien lo necesita, meta final que debería estar en la mente de los más inteligentes.  

martes, 14 de diciembre de 2010

TARZÁN DE LOS MONOS (1932), de W.S. Van Dyke

Habría que imaginarse, casi deleitarse, con las sensaciones que tuvieron que experimentar aquel puñado de jóvenes que fueron al cine en los albores de los años treinta y se encontraron con una película como Tarzán de los monos. Yo sé de uno, que ahora tiene ochenta y nueve años y que se me está yendo lentamente, como no queriendo despedirse, que en cierta ocasión me llegó a decir que, para él, ver esta película fue el impacto que podría tener para nosotros En busca del arca perdida. En esta cinta hay aventuras imposibles, historias pintorescas, humor primitivo, gritos de audacia que se niegan a salir de la memoria, conversaciones con animales que se agrupan en torno a una figura que saltaba de árbol en árbol con lianas y valentía como únicas armas ante los misterios de una jungla salvaje. Hay que volver a ser un poco niños para estremecerse con ese grito de Johnny Weissmuller, salido de las mismas tripas de la selva, para sonreír y tener la certeza de que el héroe de taparrabos y puñal está ahí, a punto de batirse con un cocodrilo, a un paso de conquistar a una mujer con su ingenuo lenguaje y muy cerca de desterrar a los sempiternos explotadores que pretenden asaltar sin previo aviso las tierras vírgenes. Esta película hay que rescatarla porque está ahí mismo, bajo los huesos amontonados de un cementerio de elefantes.
Es posible que, en algunas ocasiones, nos encontremos ante una historia que es la abuela de muchas otras y ésta es una de ellas. Tarzán de los monos es el precedente natural de todas las películas posteriores del héroe creado por Edgar Rice Borroughs y contiene la inocencia del erotismo que se dejaba exhibir antes de los trasnochados códigos de censura, la naturalidad a flor de piel de un hombre que poseía la piel curtida de arañazos de hojas insidiosas, de animales rebeldes, de cortezas sugerentes pero poco acogedoras y que, sin embargo, no está preparado para atreverse a iniciar el cortejo hacia una hembra de su misma especie. Porque así es como Tarzán se lanza hacia la galantería, sin vergüenza posible, sin prejuicios cómodos. Todo fluye de forma natural, igual que la aventura, con apenas unas cuantas palabras de diálogo y con la agilidad inherente a su director W. S. Van Dyke, un tipo reconocido en la época por ser rápido en los rodajes y extraordinariamente eficaz en los resultados, dejando el estilo suficiente como para que fuera seguido por sus sucesores en las diferentes y trepidantes secuelas que se realizaron con inusitada velocidad en los años siguientes.
Así pues, estamos ante una de esas joyas del cine que, de vez en cuando, se sacan del joyero para ventilar su falso olor a rancio sólo para confirmar que la película definitiva de este personaje ya se había hecho en 1932 con todas las constantes típicas impregnando cada uno de sus míticos fotogramas. No busquen más porque es la mejor, la más alejada de las intenciones de Borroughs pero que está presentada de forma excepcional para ser narrada en ese raro invento del cine, fábrica de sueños y alaridos, baluarte de la vida salvaje ante el empuje de la errada civilización, amor en estado animal, bisoña ensoñación sobre la renuncia a los valores que atenazan y ahogan al hombre moderno, aventura imborrable para los que la vieron por primera vez hace mucho, mucho tiempo.

MANHATTAN (1979), de Woody Allen

Una pareja contempla un amanecer desde el banco de un parque. Dominando el paisaje, un puente de hierro y niebla, símbolo de una ciudad que nunca duerme y, por tanto, que nunca sueña. Ambos esperan cruzar ese puente para encontrar la felicidad que no saben muy bien en qué consiste. Tal vez, sea ese instante de magia y fotografía o puede que sea, simplemente, buscando a otra persona con la que compartir aficiones, cenas, exposiciones, bromas y comportamientos no impostados. Isaac no ve que su última oportunidad para la plenitud está ahí delante porque se deja cegar por estúpidos prejuicios de madurez. Su vida ha sido un desastre tras otro. No supo querer. No tuvo ni idea de buscar el equilibrio. Por no saber, no supo ni fracasar. Nueva York es una fiesta, llena de fuegos artificiales, de parques coloreados de verde en blanco y negro, de edificios con miles de ojos encendidos, con luces de neón que recuerdan la caída de una noche que la hace más atractiva y él quiere formar parte de todo ello y, a la vez, que alguien forme parte de él.
Fundirse con la claridad de una ciudad que vive en la arritmia de una melodía continua exige que, de vez en cuando, se eche la vista atrás y se juzgue si ha merecido la pena el paso adelante de un beso en el momento oportuno. Los amores pasan, sí, pero no se olvidan. Aquel que uno se esfuerza en olvidar es el amor que nunca pasa. Alrededor de Isaac está Jill, su ex – esposa que busca una especie de venganza moral porque sabe que es ahí donde más duele; está Mary, inestable y leve como un paseo en sombras a la luz de la luna, de mirada perdida y falso intelectualismo, de insatisfacción crónica y seguridad fingida; está Tracey…Tracey, muñeca de ingenuidades y de sueños en proyecto, de ojos enamorados que creen tener certezas que Isaac considera engaños propios de la edad. A esa edad la gente no se enamora sino que cree estar enamorada porque aún no ha vivido. Pero ella es encantadora. Es la voz que no resuena en la soledad. Es la piel que no se acaricia en la aislada oscuridad.
Las tres mujeres son los rascacielos por los que Isaac tiene que vivir, andar, latir y perder. Son el sol que inunda las calles y la noche que las envuelve. Ellas son las razones y los sentimientos, el dulce despertar del humor cuando no hay nada por lo que reír. La amarga derrota que el destino se empeña en encasquetar a un hombre que nació con la maldición de no ver cuál es el color de la felicidad cuando todo el mundo sabe que a ella le gusta vestirse de blanco y negro. Ellas son el clasicismo de una vida que se va fragmentando lentamente en granos de cemento y decepción. Ellas son la principal causa por la que Isaac no puede cruzar el puente. Podrá observarlo. Disfrutar con su vista. Incluso amarlo. Pero jamás, por mucho que corra para alcanzar el último viaje, podrá llegar a la otra orilla.
Manhattan, el amor a una ciudad que nunca dice que sí.

viernes, 10 de diciembre de 2010

LAS AVENTURAS DE QUINTIN DURWARD (1955), de Richard Thorpe

No cabe duda de que esta película es un intento de reeditar el tremendo éxito que resultó ser Ivanhoe utilizando los mimbres del mismo escritor, el mismo protagonista y el mismo director. Lo cierto es que, aunque está unos cuatro peldaños por debajo de aquella, Las aventuras de Quintín Durward no es nada despreciable. Tiene momentos que merecen mucho la pena y, sobre todo, tiene a Kay Kendall como oponente femenina. Una mujer de encanto y elegancia naturales, desgraciadamente malograda por una insidiosa leucemia cuatro años después de rodar esta película, esposa de Rex Harrison y que resulta siempre una delicia ver cómo atraviesa la escena con un rostro que parece esculpido y cincelado por un artista del buen gusto. Ella es la que se lleva los aplausos mientras se rodea de un plantel de excelentes actores secundarios que dan verdadera textura a toda la historia con una especial relevancia a ese pintoresco Rey de Francia encarnado por el británico Robert Morley. Brillante por momentos en su apartado dramático, por el contrario, el relato resulta algo decepcionante en sus escenas de acción, salvo en la escena de la torre, donde Robert Taylor se bate con Duncan Lamont con pericia y entrega.
Esto hace pensar que el bajo tono del resto de las escenas de acción fue algo deliberado por parte del director Richard Thorpe que, haciendo honor a su apellido, intentó dar especial relevancia a la escena cumbre de la película. En todo caso, merece la pena pasar un rato en compañía de estos nobles ingleses, caballeros más de la palabra que de la espada, hombres que no hacen más que preguntarse cuál es el precio del sacrificio por el amor a su país y si tienen que poner en juego para ello su amor, su vida o su propio honor.
Hay otras virtudes que adornan a la película con gracia y estilo, como su fotografía, su decoración exterior con su imponente castillo pero, sobre todo, hay que destacar la recreación de una época en la que la vida era demasiado barata, la muerte se presentaba repentinamente y sin ser invitada mezclándose con los problemas muy cercanos a la realidad que tienen los personajes. Es el retrato de una época en la que los valores supremos eran el dinero, el poder y la tierra, siempre bajo una óptica que no deja de reírse levemente de todo. Y ahí radica una de sus mayores ventajas.
Es tiempo de doncellas, espadas, taimados reyes y tiempos de traición. Ritos de convivencia en una sociedad que aún se estaba formando bajo la égida del absolutismo. Sugeridora época de expansionismos ocultos que se frustraban por la llegada del inoportuno caballero. Solidez de cuento que nos transporta al momento en que las espadas chocaban y comenzaban a preguntarse el por qué. Al fondo, el amor imposible y, en primer plano, un monarca maquiavélico que se disfraza bajo la túnica de la amabilidad en fuga. Es un buen rato de cine. No hay capas pero sí actores. Hay espadas pero no son las principales valedoras. Es lo que pasa cuando la honestidad se convierte en un filo mucho más cortante.

jueves, 9 de diciembre de 2010

BIUTIFUL (2009), de Alejandro González Iñárritu

Para todos aquellos que estén interesados y sin ninguna clase de compromiso, Lorenzo Silva, Laura Cristóbal y un servidor estaremos en la Librería La Central del Centro de Arte Reina Sofía de Madrid (Ronda de Atocha, 2) el próximo día 16 de diciembre a las 19,30 horas para presentar el libro "La imagen en el alma". Será un acto breve y modesto pero lleno de sentimiento por la criatura. Un saludo a todos.

Cuando se acerca la inesperada fecha de caducidad, un hombre quiere buscar desesperadamente la redención y el encaje de una vida malgastada. Desea deshacerse de las culpas que le atosigan en medio de una ciudad tan gris que no queremos observar. Su mirada ha sucumbido hace tiempo bajo la hoguera del devenir. Ha pasado como una sombra por las calles más sucias y más bajas del mapa...y sólo anhela que no le olviden.
Su voz parece que se arrastra por su garganta con la enfermedad impregnada en sus palabras. No sabe lo que es el silencio a su alrededor porque su existencia ha sido una estúpida sucesión de hechos desafortunados que le han permitido comer, pagar el alquiler y fracasar una y otra vez. Parece que el cielo está empeñado en aplastarle, como un techo que, poco a poco, va descendiendo para hacer justicia por todas las cosas malas que ha tenido que hacer. Tiene también un don que vende con verdad y sentimiento. Puede que haya sido una mala persona por culpa del dinero pero nunca ha dejado de sufrir. Y deambula por las calles llevando consigo su maldición, su moral en trance de ruina y su conciencia quebrada, esperando un final que, por fuerza, tiene que ser maravilloso.
Alejandro González Iñárritu no es un hombre nada amable al contar sus historias. Quiere segar el espíritu con verdades completas, con rincones que preferimos ignorar. Aunque hay buena intención en una película que, sobre todo, quiere ser un homenaje a viejos y hermosos robles con figura de padres, no da al espectador ni un minuto de respiro. Barcelona es sórdida como una lluvia fría. Los personajes se mueven a través de motivaciones diversas alrededor de ese extraordinario papel que desarrolla con impresionante eficacia Javier Bardem. Hay pocos premios cuando aparecen los créditos salvo que, quizá, por unos pocos instantes, el director nos ha hecho pensar en la desgracia caprichosa que se posa donde quiere igual que la diosa fortuna, en la influencia que los adultos ejercemos en una infancia que implora por poseer compañía y seguridad, en las consecuencias que nuestros actos tienen en la vida de los demás, en el despreciable tráfico humano que es característico de nuestros tiempos y que, tan a menudo, apartamos de la cabeza. Todos somos seres humanos. Incluso los peores, aunque rara vez lo lleguemos a creer.
Por una vez, Iñárritu, al contrario que el resto de sus películas, no fragmenta sin justificación su relato y lo convierte en una lección de narrativa secuencial, comenzando por el final y terminando por el principio. Y es que la vida, esa vida que nos retrata sin piedad, está unida a la muerte, esa muerte que se nos revela como una incógnita que no corresponde a él resolver. En todo caso, tal vez el paraíso sea lo que nos imaginamos que es, sea cual sea la versión de cada uno. O puede que sea una segunda oportunidad para experimentar lo que no hemos podido vivir. Hay que ganar a la vida para tener derecho a la muerte y eso es lo que va a marcar el recuerdo de los que siguen el camino que, de forma misteriosa, siempre tiene algún desvío a la felicidad, aunque sea un término excepcionalmente relativo.
Se pasa mal. Se aparta la mirada de la luz para hundirla en la acogedora oscuridad. Se suspira hondo porque algo se está instalando en las entrañas y las hace daño con alevosía. Y, sin embargo, quietas están las pestañas porque hay remiendos de buen cine en medio de tanta desolación, de tanto arrasamiento. Al salir, la butaca está caliente por el aguante de un cuerpo que ha pedido muchas veces huir de la sala y la mirada está demasiado triste como para escribir los sentimientos que causa una película que está inmersa en un realismo sucio y natural, pero también mágico. 

lunes, 6 de diciembre de 2010

UN TRANVÍA LLAMADO DESEO (1951), de Elia Kazan

Mugriento polaco de piel de camiseta que miras atravesado desde el sudor. Ira enfundada en la intención que atrae y repugna a la vez. Deja de jugar con el deseo y sé ese hombre que nunca te has atrevido a ser. La violencia animal parece que lucha para salir por tus poros y todo en ti es músculo en tensión, caída en el abismo que se abre ante ti porque te empuja el instinto, pelea y reconciliación mientras ofreces tu espalda desnuda para sumergirte en lo único que realmente te gusta. Maldito polaco que arrastras hacia la locura a quien no tiene asideros, a quien sólo ha puesto un frágil cristal entre la ilusión y la realidad. Maldito, mil veces maldito…
Entre el humo apareces, Blanche, como si fueras un fantasma que regresa para una última oportunidad de encontrar la amabilidad de los extraños. Tu ropa no es de este tiempo, tus modales están enganchados a los jirones del sueño, tu sonrisa es tan quebradiza como la rama de un árbol pequeño que no deja de balancearse a un lado y a otro por obra del viento traidor. Tienes un pie en vilo para precipitarte por el barranco de una bruma de la que no podrás salir. Luchas con las armas de la imaginación, de la ilusión, de lo que quisiste ser. Dentro de ti resuena, una y otra vez, ese disparo que cambió tu vida y te hizo perder el tranvía. Has visto pasar otros pero no te has subido a ninguno porque el miedo ya se instaló dentro de tu corazón. Y no estabas preparada para hacer frente a nada porque, cuando hablaste con palabras de dureza, una vida se fue dejándote un castigo que arrastras en tu pelo teñido, en tus arrugas cansadas, en tu fantasía incesante. El polaco te atrae. El polaco te repugna. Le provocas. Le rechazas. Le odias. Sólo porque quieres que el deseo sea la estación término. Sólo porque quieres terminar sintiendo por una última vez el roce del cariño, la seda del respeto. Y tus sedas, Blanche, son velos ajados, que huelen a cajón cerrado, a encaje sin moda. A nada.
Eres prisionera del deseo, Stella. Ese marido que tienes te tiene enjaulada con barrotes de sexo. Él es el olor de la cerveza derramada, el aroma del sudor seco, el bastardo de una noche que quieres probar una y otra vez. Crees que en él hay un niño que quiere sólo tu ternura. Y estás tan equivocada que te amarras a él como si fuera el último escalón posible de una felicidad que te esquiva aunque haya momentos en que ni siquiera te das cuentas. Stella, tienes que brillar y saber. Debes conocer cuál es la razón del egoísmo. Es exactamente la misma que la tuya. Es una sábana deshecha después de una noche que se pasa entre gritos y gemidos. Y no hay más porque el tranvía pasa justo por la misma puerta donde vives.
Estás encerrado en la mala suerte, Mitch. Tu madre que, mientras muere, no te deja vivir. Una chica que un día te quiso, se fue con la muerte escrita en una pitillera. Quieres dar el cariño que ahogas. Quieres ser caballero y, a la vez, te mueven los instintos que asolan a todos a tu alrededor. Eres cruel y amable. Eres orilla y puerto. Y al final, la culpabilidad será tu única compañera.
Marlon Brando, Vivien Leigh, Kim Hunter y Karl Malden fueron los viajeros de un tranvía que pasa vacío mientras lo conduce un tal Elia Kazan. Nadie puede subirse. Todos se bajan.

viernes, 3 de diciembre de 2010

CIUDAD MÁGICA (1947), de William Wellman

Ya está. El paraíso en la tierra. Imagínense. Un tipo que realiza encuestas de opinión pública encuentra un pueblecito que representa con absoluta fidelidad la forma de pensar de todo un país. Ya no hace falta estar de aquí para allá haciendo engorrosas preguntas de eficacia estadística. Basta con ir al pueblo de marras y observar los comportamientos y, ya está, tendremos el estilo de vida del americano medio.
Y es que, dentro de lo absurdo, también yace la matemática como símbolo de la exactitud de algunas cosas que nunca cambian por mucho que el sitio sea diferente. Es la seducción de la normalidad, la evidencia de que la mejor celebración, puede ser la pura rutina. Lo curioso del caso es que puede que sea una de las pocas películas en toda la historia del cine que se base en un estudio sociológico temprano, en un fresco revelador sobre la creación de la opinión pública a través de las encuestas que, como todo el mundo sabe, no son más que mentiras de colectividad.
Quizá, y éste es el mayor pecado de la película, tiene algunos momentos en el que nos puede recordar alguna de las comedias de Frank Capra pero William Wellman, perro viejo de viejas batallas, sale rápidamente de la idealización en busca del vigor narrativo y lo consigue bordeando con rudeza el peligro. La premisa, no cabe duda, indica en un porcentaje bastante elevado, que tiene ramalazos de originalidad y algunos rasgos de potencial popularidad que hacen de la historia algo agradable, fácil de ver, tranquilo de digerir. Vamos, que cinco de cada diez dentistas son la mitad.
Perdonen el chiste facilón basado en las encuestas de opinión, pero lo cierto es que la ilusión por encontrar la ciudad perfecta, como todas las ilusiones, sólo es la mitad de lo que se nos cuenta. Toda ilusión es quebradiza, frágil y huidiza y ésta no podía ser menos. Detrás de cada palabra se halla un guionista de la altura de Robert Riskin, de rancio abolengo y competencia probada, y que hace que lo que es ideal, se torne en un retrato caricaturesco de la América más provinciana, de los defectos básicos del carácter del ciudadano demócrata por excelencia y de la seguridad de que todos, en todas partes, somos iguales.
Por supuesto, al frente del reparto está un actor de encanto y fuerza como James Stewart acompañado de una improbable pareja como Jane Wyman pero que, en esta ocasión, resulta atractiva y con una lectura inteligente de su personaje. De ellos partirá el despiece de valores tan típicamente americanos como la fraternidad vecinal, el orgullo patriótico, la alta moral, la decencia, la humildad y la bondad, todo ello reflejo de lo feliz que se siente un país que, ni mucho menos, es lo que parece. Así que hay tela que cortar con este argumento que se asemeja a esa magia que no es otra que la confianza en el hombre. Y todo porque el egoísmo es un valor universal que no deberíamos olvidar nunca.
Así que es hora de contestar a unas cuantas preguntas ciertamente odiosas, hechas por un extraño que viene a sacar conclusiones estadísticas y representaciones barométricas de una sociedad que late con golpes positivos y negativos. Como todas. De paso, dejemos de dar esa imagen idílica y mostremos cómo somos. Ganaremos mucho más.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

CHLOE (2009), de Atom Egoyan

Es bueno reconocer en las mujeres sus muchas virtudes como su fuerza inigualable, su capacidad de resistencia, su tesón hecho con mimbres de lo irrenunciable, su inmensa tolerancia al dolor. Pero también es bueno, de vez en cuando, visitar los lados más oscuros de sus recias personalidades. Rincones de tiniebla que guardan lo desconocido, el misterio de unas bocas que besan con navajas en la lengua y hacen del pecado, un deseo y de la desconfianza, una razón.
Y Chloe es un thriller sentimental asentado en las firmes bases del retorcimiento propio del algunas féminas, que luchan desesperadamente por encontrar alicientes en una vida que se torna rutinaria y prescindible cuando una vez fueron princesas enamoradas que temblaban con un roce del afortunado elegido que las hicieron soñar, desear y, sobre todo, vivir. Si no se asume eso, la película pasa por ser una serie de sensaciones imposibles, un compendio de absurdas esquinas del ánimo que desembocan, inevitablemente, en la turbiedad de quien perdió el equilibrio muy cerca de un amor que no supo agarrar definitivamente.
Sin embargo, todo se vuelve nítido cuando Julianne Moore mira con sus ojos perdidos y vacilantes, como queriendo apoyarse en algo que sostenga su tortura. La tentación está ahí mismo, al otro lado de un cristal y cuando la decepción ha sembrado demasiadas pecas en la piel se buscan caminos equivocados, farsas inútiles para confirmar sospechas que se prefieren creer. Es otro beso con navajas en la lengua.
Detrás de la cámara y disfrazado de sobriedad mientras agita e inquieta con planteamientos muy torcidos está Atom Egoyan, un director que dio lo mejor de sí mismo mientras nos hablaba, también alrededor de la cortante prestancia del filo, de El dulce porvenir a la que, en esta ocasión, no logra igualar pero con la que traza una línea coherente, visitando de nuevo la penumbra del alma y la nieve que cae suavemente sobre unas perturbadoras apariencias con pretensiones de verdad.
Y nada lo es. No es verdad esa desconfianza obsesiva. No es verdad esa seducción inmediata. No es verdad la excitación insana de un relato que va dirigido directamente a la piel hambrienta. No es verdad que la belleza se ofrezca con facilidad. Siempre hay que luchar por ella, conquistarla, perderla, recuperarla y asegurarla.
Un poco más atrás, donde las arrugas son atractivas y los ojos hablan con clase está Liam Neeson, hombre de certezas sorprendentes e intensas galanterías que alimentan lo que es un embuste del corazón. Debilidades masculinas que proliferan en cuanto un perfume huele más de lo necesario y trae a la cabeza épocas de comodidad con la pareja, instantes de bienestar que se pierden por los arrebatadores empujes de la complicación. Nota musical en clave de sol que diserta en el pentagrama cuando debería hacerlo en un polígono de sábanas blancas y de besos sin filo, de pasiones olvidadas y de ilusión por el otro. Hombres...
No hay lugar en estas líneas para Amanda Seyfried, muñeca de capricho y motivo, porque está muy lejos, a demasiada distancia de Julianne Moore que secuestra con registros conmovedores y sensuales a pesar de doblarla en edad. Es lo que tiene tener un estilo que, por momentos, se hace más atractivo para el que es hombre de etiqueta negra y no marioneta de los acontecimientos. La imaginación vuela y, a veces, lo hace en medio de aires huracanados que extravían las evidencias. Quizá todo merezca la pena porque siempre hay una huella que merece ser rememorada, un detalle que busca salir de la oscuridad del fondo de un cajón para lanzar un mensaje que ensucia la mirada. Ésa misma que puede hacernos creer que todo está en orden cuando nada permanece en su sitio.

EL CASO WINSLOW (1999), de David Mamet

Aunque ya existiera una versión, excelente por cierto, de los años cuarenta protagonizada por el gran Robert Donat, David Mamet se atrevió con el texto de Terence Rattigan para matar el triunfo de la inocencia, el premio a la perseverancia, el ansia por cambiar las cosas establecidas a través de un rígido código de justicia y moralidad que se agarra con uñas y dientes a la ridícula y esperpéntica tradición británica. El hecho fundamental en el que se apoya la trama no es el castigo en sí (una simple expulsión de un colegio militar), sino al mantenimiento firme y constante de la expresión de la inocencia y de una justicia que, muchas veces, se hace esperar demasiado.
Mamet acentúa la puesta en escena con la afilada pluma de unos diálogos brillantes, que no tienen desperdicio y que, en ocasiones, más parece que se acercan al espíritu de Oscar Wilde que al de Rattigan y en ningún momento se somete a la rígida puesta en escena teatral, aunque bien es cierto que se desarrolla completamente en interiores. Para ello, eso sí, consigue que la cámara aporte con ojo certero a los rostros de unos actores que, en esta ocasión, están perfectos sin perder la falsa y exquisitamente incómoda apostura inglesa. Nigel Hawthorne, padre del joven Winslow, refleja con matices inesperados el desgaste moral y físico de un hombre que lucha por no ensuciar su apellido con una falsa acusación. Rebecca Pidgeon, esposa de Mamet, compone con belleza un personaje que es punta de lanza del feminismo emancipador y que está a punto de sucumbir ante las presiones de las reglas sociales contra las que lucha. Pero el gran dominador de la función es, en un personaje secundario (modificado con respecto a la versión de Donat) pero absolutamente vital, un Jeremy Northam en el que es, tal vez, el mejor papel de su carrera, como el abogado que defiende por razones más profundas que el honor de un apellido la inocencia del chico Winslow.
Y nunca, nunca podré estar más de acuerdo con un final en el que, acabado el enredo principal, una mujer le dice a un hombre:
-. Supongo que ya no nos veremos más, Sir Robert.
Y Sir Robert Morton, colocándose la chistera y con un cierto aire de leve seguridad, contesta:
-. Evidentemente, usted no conoce a los hombres, señorita Winslow…

martes, 30 de noviembre de 2010

SEVEN TIMES LUCKY (2004), de G.B. Yates

El sombrero parece empapado de humo cansado. Son demasiados engaños, demasiados timos perpetrados para sólo tener un golpe de suerte de vez en cuando. A la familia, ni tocarla. Y cuidado con los afectos. Un beso puede significar que te roben el reloj. Una caricia, la desaparición de la cartera. Una cama es ya la comisaría. Nada es lo que parece y lo que parece es nada. Sin embargo, debajo de ese sombrero que, bajo sus alas, esconden una mirada decepcionada, hay un tipo que no deja de pensar. Un fulano que se sienta tranquilamente en el sillón de un hotel de cuarta categoría, enciende un cigarrillo y deja que las volutas se conviertan en formas de pensamiento. Los advenedizos no le preocupan por mucho que se las quieran dar de listos. Doce relojes de oro en juego y una buena cantidad de pasta por un violín que vale menos que un martillo de ferretería. La vida al revés. Siete veces engañado. Siete golpes de suerte.
En las calles, el frío se dispara. Puede que corra un poco de sangre. Qué más da. Eso es un precio muy bajo para un golpe alto. El tipo de la melena larga pone la pasta. La mujer que siempre me salva el pellejo estará ahí, pagando mis deudas. Hacerse rico, tal vez, no sea una cuestión de suerte, sino de inteligencia. El juego a tres bandas es la seña de identidad de un intercambio que sale mal, un violín robado, un traje hecho a medida, un par de personajes de baja estofa y, en el centro de todo el entramado, ese fulano al que parece que no le afecta nada, Kevin Pollak, uno de esos secundarios estupendos que aquí se convierte en un protagonista de altura. Hiere con su mirada. Y, no obstante, algo esconde debajo de sus ojos. Todo parece que encaja pero, en realidad, una mano en la sombra hace que ninguna pieza encuentre su sitio.
Ésta es una de esas películas pequeñas, hecha con un billete de cuatro dólares (ya sé que no existen), pero que destila bastantes dosis de inteligencia. En todo momento, sabemos que hay un engaño flotando pero no tenemos ni idea de a quién beneficia. Un puñado de personajes están merodeando con gabardina larga e ideas retorcidas. La clase es algo que se lleva consigo. No se puede adquirir. Quien es un raterillo de tres al cuarto, lo será siempre porque, además, creerá que tiene razón. Y lo increíble de todo, amigo, es que no importa lo que hagas, a la vuelta de la esquina habrá alguien más listo que tu dispuesto a robarte lo poco que puedas tener.
Viendo Seven times lucky parece que dan ganas de lanzarse a la noche y encontrar a algún incauto que no sepa dónde está su mano izquierda. Demostrar lo que se vale sólo se puede hacer contadas veces porque si no se descubre el juego demasiado pronto. Y el secreto del buen timador está en aguantar hasta el momento justo. Así que súbanse el cuello del abrigo, dejen que el sombrero les guarde el anonimato, enciendan un cigarrillo e ideen un golpe que sea más que suerte. Seguro que, al final, se apiadarán de los pobres que picaron el anzuelo. Sobre todo si uno de ellos fue alguien especial que no supo anteponer el cariño a la rapiña.

viernes, 26 de noviembre de 2010

NEVADA EXPRESS (1975), de Tom Gries

Con las hechuras propias de western sobre ruedas de hierro nos encontramos por sorpresa con un thriller de asesinos y policías al uso y basado en una historia del escritor Alistair MacLean (al que también debemos otros títulos excepcionales del cine como son Los cañones de Navarone, de Jack Lee Thompson; Estación Polar Cebra, de John Sturges o El desafío de las águilas, de Brian G. Hutton). Nada es lo que parece entre golpes de juntura de raíles y el que observa, decide; el que actúa, pierde; el que desenfunda, muere y el tren sigue, imparable y arrogante, hacia un destino al que parece que no quiere llegar.
A primera vista, podría echar para atrás que el nombre estelar de esta película fuera Charles Bronson, justo a las puertas de aquella época terrible en la que le dio por encarnar a justicieros de ciudad, vengativos padres de familia que se convertían en jueces, jurados y ejecutores. Pero en esta ocasión, hay una trama sorprendente, de envidiable buen gusto, fotografiada con acierto con telas de elegancia y juego, con algún momento realmente brillante y con una dirección justa y medida de un hombre habitualmente mediocre como Tom Gries, de corta carrera y autor de una película tan errónea y falsamente afamada como El más valiente entre mil compensada por el acierto que tuvo años después con la adaptación del relato de Truman Capote La casa de cristal. El caso es que las traviesas parece que llevan a un entretenimiento muy bien engarzado, con un misterio interesante y jugando una partida de ajedrez sobre las vías del tren donde las blancas se muestran y las negras parece que están escondidas detrás de alguna biela sudada por el vapor.
Lo cierto es que en ningún momento se sabe a ciencia exacta quién es el héroe, quién es el que va a salvar el valioso cargamento que transporta el tren y todo ello está punteado por una excelente banda sonora del genial Jerry Goldsmith que pone música de altura para puentes elevados. Indudablemente, tampoco es una película que vaya a cambiar nuestras vidas, pero no es ése su propósito. Es un entretenimiento policíaco admirablemente desarrollado, con justas explosiones de violencia, con disparos para aportar algo de acción al misterio, con caracteres bien delineados para otorgar cierta profundidad al argumento y sin posibilidad de aburrimiento en ninguna estación del viaje.
Así que prepárense para algo de movimiento descontrolado mientras una locomotora coge diferentes raíles. Las formas de la película delatan su vocación de clásico más que apreciable, el invierno también aparece para hacer que la muerte sea un poco más fría y el miedo un poco más metálico. Sin trucos, sin efectos especiales. Tan sólo haciendo que nada sea lo que parece. Súbanse en el apeadero pero no olviden tener lleno el tambor del revólver. Nadie les garantiza que, por el precio del billete, no terminen con un balazo por la espalda. Las traiciones son verdades y las búsquedas son enfrentamientos que se dirimen por una justicia que intenta cazar a los culpables en el estrecho pasillo de un vagón. Agobio y aventura. Razón e intriga. Procuren no descarrilar.

jueves, 25 de noviembre de 2010

THE WAY (2010), de Emilio Estévez

Todos los que hemos sido padres, no dejamos de preguntarnos alguna vez qué es lo que guardan nuestros hijos en el corazón. No desvelamos con certeza cómo nos ven, cómo nos sienten y qué es lo que les inquieta. Sabemos que ellos tienen que volar pero creemos que nunca tendrán las alas bien hechas para hacerlo. Y sin darnos cuenta comenzamos a ser extraños que, empujados por la vida, ni siquiera se preguntan cuál es el significado de sus actitudes o el secreto de sus alegrías.
En este caso, para conseguir descifrar el por qué de una voluntad, es necesario un viaje a pie por el corazón del hijo. Hay que sufrir físicamente en un camino que, al principio, se antoja absurdo y solitario pero que es un esfuerzo constante al mismo nivel que los demás compañeros de sendero. Poco a poco, el cansancio comienza a cobrar un sentido inesperado, a ser un elemento que, lejos de separar, une con lazos de piedra a otros viajeros que tienen sus propios motivos para llegar. El reto no es religioso. El verdadero desafío es la fe en uno mismo.
No importa que se hayan hecho determinadas promesas o propósitos porque el objeto de la caminata no es el fin, sino el mismo hecho del andar. Mirar hacia delante cuando hay fuerzas casi vitales que obligan a hacerlo hacia atrás. Seguir aunque el desfallecimiento aparezca en vapores de vino que abruman la moral. Unos van porque quieren volver a crear, otros porque quieren sentir libertad, otros porque pierden y desean aprender que eso no les afecte. Las piedras, con ladina intención, van clavándose cada vez más en las suelas que no dejan de pisar con vigor el suelo. El respeto es la norma. Y así aparece, como caída del cielo, algo que cada vez escasea con mayor frecuencia como es la comprensión. Y eso es un Camino de Santiago que traza sus curvas por una ilusión que parecía extraviada.
Ya hace algunos años que Emilio Estévez sorprendió muy gratamente con una película coral que concentraba a todos sus personajes en torno al asesinato del Senador Bobby Kennedy. En esta ocasión, no cabe duda de que se mueve en niveles inferiores, en culpa por algunas ingenuidades de guión, por algún que otro fallo de rigor e, incluso, por apreciaciones un tanto fuera de lugar pero ahí dentro late el corazón de un director que quiere contar algo con movimientos de cámara elegantes y sencillos, proponiendo ratos de humor y drama, momentos de paisaje y contemplación, instantes de música al ritmo que se hace con el camino al andar. Para ello, cuenta con su padre, Martín Sheen, que hace que el papel le siente como un traje de chaqueta mal cortado y, según avanza el metraje, consigue domarlo hasta ajustarlo como un guante sobre la piel rugosa y decepcionada de un padre que se arrepiente de no haber estado más cerca de su hijo, de la prolongación de sí mismo, de una parte fundamental de su vida que fue empujada por la rutina hasta una cierta indiferencia.
Del resto del reparto cabe destacar, sobre todos los demás, a James Nesbitt, como ese irlandés loco que perdió la pasión por escribir y que encuentra la historia que necesita al saber cómo se deletrea la amistad. A su alrededor, no hay callos incómodos, ni lastimosas rozaduras, ni abandonos repentinos. Hacemos paradas en albergues de un tipismo cultural ya bastante trasnochado pero eso es bastante normal si tenemos en cuenta que la visión proviene de un americano. De ahí parten todos los defectos y todas las virtudes de esta película. Sobre todo con ese acento puesto en el auténtico significado de un viaje por el corazón de alguien que debió estar allí para compartir la pasión por el descubrimiento, por el placer de andar por una calle extraña y encontrar una diferencia que haga sentirse más peregrino en un lugar donde no hubiera límites para el ánimo.                                                                                   

miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA ESTRELLA DEL VARIEDADES (1943), de William Wellman

A pesar del desafortunado título en español de esta película, no se asusten. No es una de esas típicas historias sobre la ascensión y caída de una chica que tiene que sufrir los acosos del productor, los fracasos de la escena o las dificultades de un amor entre los peldaños que conducen hacia el firmamento de las estrellas. Es una película de asesinatos entre bambalinas razonablemente iluminada por sonrisas. O, mejor aún, es una película de sonrisas que utiliza el misterio como vehículo para el chiste. En cualquier caso, en el centro del vestido de lentejuelas, con cuerpo y curvas, está Barbara Stanwyck, esa mujer tan difícil de retratar en el cine pero que asumía con categoría cualquier papel que le tocara interpretar. Detrás de las cámaras, todo un veterano que sabía inyectar estilo a la escena como William Wellman y el resultado no es que sea una obra maestra. No lo es ni aún vista con el mejor de los focos pero es una buena película, que bucea con habilidad en los entresijos del vodevil y de cómo se representaba.
Como curiosidad añadida, podríamos apuntar que está basada en una novela de Gipsy Rose Lee, un nombre que, con toda seguridad, no les sonará de nada. Pero ella fue la primera mujer que trabajó como stripper sobre las tablas de un teatro, enseñando lo que hasta entonces era pura fruta prohibida. Poco después, quiso demostrar que, detrás de un gran cuerpo, también podía haber un gran cerebro y lo demostró publicando varias novelas de éxito, una de las cuales fue La estrella del variedades donde supo describir con singular acierto los secretos entre decorados, las redadas policiales, los celos profesionales, los amigos gángsters encontrándonos ante una de esas películas que da mucho más de lo que promete, que regala a manos llenas ciertos puntos de interés y que, además, está espléndidamente dirigida e interpretada.
Lo que es realmente maravilloso a la hora de ver esta película es el detallado retrato del mundo del teatro burlesco, con esas compañías estables que eran consideradas poco menos que delincuentes irremediables y que, en realidad, eran grandes familias que empujaban hacia una única dirección que no era otra que la estabilidad de su trabajo. Wellman, por supuesto, va un poco más allá, y decide desplazar la cámara hacia el vestuario femenino, interviniendo en esas conversaciones de las que los hombres nunca hemos tenido ni idea, hurgando en las medias de seda falsamente sonrientes de unas chicas que un día soñaron con el éxito y se quedaron en las taquillas de la representación más barata.
Eso sí, no obstante, no es precisamente una película complaciente. Tiene mucho humor lleno de jirones, tiene un misterio que, en una vida real, no importaría a nadie. Al fin y al cabo, no traten de buscar demasiado al autor de tanto crimen, en realidad, se esconde detrás del telón. Es donde suelen estar los viejos trucos y las nuevas miradas. Y esta película merece otra. Algo desenfadada y algo cruel, pero no puede pasar desapercibida. El suspense es lo único que puede ser real en un mundo en donde todo es ficción. Incluso la más bonita y descarada de las sonrisas.

lunes, 22 de noviembre de 2010

EL VERDUGO (1963), de Luis García Berlanga

Nos reímos pero no es divertido. Creemos que todo eso no ha podido pasar aquí. No, no. Esto no es más que una fábula del tipo ése, de Berlanga, que sacaba punta a todo y luego quitaba la mina. ¿A quién se le va a ocurrir, hombre? Un tipo se hace verdugo porque así tiene casa y vida asegurada mientras se la arrebata a otros. Un asesino nace, no se hace. Claro que si pensamos un poco, es que somos así. Somos capaces de lo que sea con tal de ir a lo nuestro. Nos importa bien poco que el vecino de al lado esté con los hierros al cuello. El caso es que nos salga la cuenta. Trabajar poco, cobrar bien y tener un ataúd por cerebro. Es fácil. Todos, al fin y al cabo, somos verdugos de nuestra propia cultura. La cercenamos creyendo que la muerte es justa. El autoengaño funciona a ritmo de marcha fúnebre. Bah, sólo es apretar bien unos cuantos tornillos, tomarse un coñac bien cargado y adelante con los faroles. Y encima, viajas. ¿Qué más quieres?
El obstáculo principal es la dignidad, dejarla a un lado como si fuera un maletín ajeno y seguir adelante por Carmen, por el niño, por el abuelo y por la madre que los parió a todos. Total, es tan sólo pasar de ser el tipo que lleva la caja a ser el tipo que mete a los tipos en la caja. Tampoco hay tanta diferencia. Nooo, si no se quiere hacer daño a nadie. Con irse a Alemania, todo listo. Allí no hay pena de muerte. Eso para el abuelo, que lleva cuarenta años de experiencia. Cuarenta años. Vaya, en la República también había pena de muerte, a lo mejor es que no eran tan demócratas como piensan algunos. Para algo el protagonista de esta película, como una admonición de la indolencia, se llama José Luís Rodríguez.
Todos somos verdugos, sí. Cortamos cabezas para conservar y avanzar. Si a eso se le puede llamar avanzar. Avanzar apoyado en los guardias y en la iglesia, eso sí, pero avanzar. Berlanga, coño, que me estás haciendo reír con Isbert calculando la talla del cuello del yerno con un simple vistazo. Si es que somos paletos hasta decir basta. La cuñada metijona e irritante. El hermano indiferente y diletante. La boda por tres cuartos porque no se paga nada. Una cervecita en la futura terraza. Eso, eso. Somos los de la cervecita. ¿La silla? No, no, estoy mejor de pie. Un arroz de turista y unas extranjeras más ricas que unas gambas. Al final, el mundo sigue. No pasa nada por haber apretado unos tornillos y haber partido una vida. La gente baila, disfruta. Son verdugos del pensamiento. Más vale no pensar porque si lo piensas… ¿Qué vas a hacer? Nada. Somos ese pueblo al que no le importa nada salvo lo que le ocurre a uno mismo. En ningún otro país hubiera convivido con tanta naturalidad el horror con el sainete. Y lo que es aún peor es que no nos avergonzamos de ello. Tiramos hacia delante a ritmo de castañuelas. Nos ponemos sotanas y ensayamos la bendición pero lo de ayudar, no sabemos conjugarlo bien. No, no, este país es un pozo de indignación que nunca se escribe. Este país entero es un verdugo para la libertad, para la verdad, para lo que importa. Coge tus cosas, verdugo, y vete. Vuélvete a Madrid, al Polígono Sur y disfruta de tu casa. ¿Qué más da quien mande? Dedícate a lo tuyo. Lo tuyo es matar y vivir.

viernes, 19 de noviembre de 2010

CARTA A TRES ESPOSAS (1949), de Joseph L. Mankiewicz

Mi marido es ese hombre alto y apuesto, que parece hecho a la medida de un traje de etiqueta y no a la inversa. Es simpático, tiene clase, sabe lo que hay que pedir en el momento justo. Y a mí me conquistó  porque apareció en ese instante en el que yo tenía la certeza de que nunca tendría pareja. Sólo mis estupideces pueblerinas, mi falta de gusto, mis vestidos mal cosidos y hechos de retales pasados de moda. Supo hacerme creer que yo era el centro de su vida y decirme con su mirada de galán de teatro que no podría haber nadie más importante que yo. ¿Cómo se va a fugar con una mujer como Addie Ross? Es imposible. Addie tiene clase, más que yo, pero habría demasiada elegancia reunida en una sola pareja. Siempre las palabras adecuadas, siempre los gestos más indicados, siempre la ropa más perfecta. Serían dos seres acompañados de demasiadas burbujas de champagne. No, no es posible. Mi marido no será capaz de abandonarme por Addie.
Mi marido es un hombre basto, con modales un tanto toscos y con dinero un tanto excesivo. Me conquistó por su insistencia. Él se sabía feo, poco atractivo y que lo que hacía que tuviera tantas mujeres a su alrededor era el grosor de su cartera. Es uno de esos tipos incapaces de levantarse cuando una mujer se acerca a la mesa pero, en cambio, es un lince en los negocios, alguien que sabe cómo emplear el dinero para generar más. Supo ver en mí a una chica de procedencia humilde, al borde de lo marginal y con un empleo de asco pero que no quería ascender en posición de billetera abierta. Sabía que, en algún lugar de mí misma, yo brillaba en la oscuridad de mi pelo, tan acogedor como la noche que le ensombrecía esa cara que él ha arrastrado por la vida. ¿Cómo se va a fugar con una mujer como Addie Ross? Es imposible. Addie tiene más clase que él de aquí a Indianápolis. Sería como juntar la seda con el papel de lija. Siempre habría una fricción inesperada, un detalle de basteza que descolocaría limpiamente la delicada copa llenada a medias. No, no es posible. Mi marido no será capaz de abandonarme por Addie.
Mi marido es un hombre culto, con un modesto trabajo de profesor que le hace sentir feliz a pesar de lo ingrato que resulta. Me conquistó porque supo explicarme quién era Brahms, cómo escribía Shakespeare y de dónde procedían las cosas más bellas de la vida. Al final, acabó contagiándome y yo hago mis pinitos como escritora radiofónica para sacarnos un dinerillo extra. Pero él supo ver en mí a alguien con ansia de aprender, a una alumna aventajada, de bolígrafo inquieto y mirada agradecida. Él sabe cómo impresionarme, cómo hacerme ver que una cosa merece la pena porque es buena y tiene calidad. ¿Cómo se va a fugar con Addie Ross? Es imposible. Los dos son igual de cultos, sí, pero no me imagino una conversación entre ellos eligiendo, entre brillos de diamante y minas de lápiz desgastado. Sería como juntar a una chica de la alta sociedad con un sesudo ratón de biblioteca. No, no es posible. Mi marido no será capaz de abandonarme por Addie Ross.
Es lo que tienen las obras maestras, que nunca sabes cuál es el rostro de la tentación…

jueves, 18 de noviembre de 2010

IMPARABLE (2010), de Tony Scott

Un hombre que ha consumido su vida entre máquinas de hierro y vagones está llegando ya al final de la vía. Ha tenido que echar el freno porque siempre mandan los mismos y, cuando ya no se es rentable, la única salida es por la puerta de emergencia. Así que conduce y espera acabar después de veintiocho años de servicios nunca reconocidos. Nadie le dijo que él marcaba la diferencia. Nadie se preocupó de motivar un trabajo que siempre estuvo bien hecho.
Al mismo tiempo, un joven que no termina de encontrar el rumbo se halla en un cambio de agujas vital porque se olvidó la prudencia y la discreción en algún lugar del camino. No hay muchas salidas para él y cree que, tal vez, si zarandea al destino yendo de un sitio a otro sin parar, no puede haber apeaderos para su desolación. Un error puede marcar. Incluso puede marcar el número que no quiere olvidar. Sólo que no hay nadie al otro lado de la línea.
Son dos traviesas en vía muerta, esperando que pase algún convoy echando chispas y arrojando sobre ellos gotas de grasa que tapen sus vidas ya chirriadas. Cuando ya parece que se acerca la imparable consecuencia surge una oportunidad para la admiración y se lanzan hacia ella porque no tienen mucho que perder. Sólo el rítmico traqueteo del tren que marca el compás ineludible al que marchan sus existencias de acero recalentado.
Y así, con dos caracteres bien dibujados, el director Tony Scott consigue una película de acción estupenda, con momentos de tensión casi maestros, incoherencias que se asumen sin problemas, planos de mérito y, sobre todo, un manejo del tiempo que delata que, de vez en cuando, se convierte en el hermano más listo de Ridley.
No cabe duda de que hay una clara descompensación en el reparto porque Denzel Washington, como es habitual, es un actor solvente, capaz de aportar ironía y humor a lo que ya no tiene remedio, mientras el joven Chris Pine pone cara, ojos azules, juventud e ímpetu pero sigue estando corto de interpretación. Además, Tony Scott no elude acudir a trucos ya conocidos y vistos en películas como El Emperador del Norte, de Robert Aldrich; El diablo sobre ruedas, de Steven Spielberg; Grupo salvaje, de Sam Peckinpah y, sobre todo, a aquel maravilloso guión de Akira Kurosawa que fue rodado de forma bastante desmerecida por Andrei Konchalovsky bajo el título de El tren del infierno. Lo cierto es que, lejos de ser un lastre todos esos ingredientes bien mezclados con fuerza y ganas dan como resultado una película que, sin querer, pone los dedos en guardia y te agarran crispados al brazo de la butaca, consiguiendo poner un par de puntos de interés sobre el final y jugando con la trampa de hacer que todo sea cada vez más difícil para que todo tenga su sentido.
Cierto es que Scott está mucho más afinado que en esa reprochable versión que hizo del Asalto al tren Pelham 1,2,3 y que, en esta ocasión, está un paso por detrás del tipo que dirigió con apuntes de sobriedad Marea roja y sorprendió dando un giro original a algo tan trillado como El último boy scout pero merece la pena permanecer en el andén y dejarse sobrecoger por un sonido que se mete por los huesos del cuerpo como válido elemento narrativo. Ésta vez, el tren va por vías trepidantes que no tienen ni una sola vía muerta. Todo es una lucha contra el tiempo, ese enemigo temible que traicioneramente se alía con el ingrato destino. Hay habilidad en esa cámara que sabe mirar al más puro cine de acción con alguna que otra ingenuidad que se combina con una crítica feroz a la ausencia de responsabilidades que recaen sobre los que mandan y se dedican a jugar al golf mientras un montón de vidas están en peligro o apuestan por el parche para tapar la catástrofe. Ellos sí que son traviesas en vía muerta y lo peor de todo es que se creen que son imparables.

martes, 16 de noviembre de 2010

AL FIN SOLOS (1940), de H.C. Potter

El terror debió de apoderarse de los responsables musicales de la Metro Goldwyn Mayer cuando Ginger Rogers decidió separarse de Fred Astaire para emprender una carrera más dramática que coreográfica. Desesperados, comenzaron a buscar una pareja que fuera digna de ese Mercurio de etiqueta que bailaba como los ángeles y la elegida para el primer intento fue ni más ni menos que una actriz que bailaba menos que un árbol como Paulette Goddard. Así que, sin poder exigirle mucho a la parte femenina, Astaire domina la pantalla con su elegancia natural demostrando que no era demasiado necesario que nadie más que él poseyera la habilidad de la danza. Aún así, Goddard podía no bailar mucho, pero se aplicó como la mejor de las alumnas y pudo acompañar a Astaire en un bonito número titulado Dig it, rodado en un solo plano-secuencia sin cortes y no desentona en absoluto al lado de uno de los mejores bailarines de la historia. El otro plato fuerte de esta comedia sin mucho enredo pero claqué excepcional es Poor Míster Chisholm donde Astaire coge como pareja a una batuta y la convierte en una estela que va rasgando el aire a su paso mientras dirige los compases de la maravillosa orquesta de jazz de Artie Shaw.
Para acompañar el ritmo de blues, de noches de club y de suelos encerados como espejos, tenemos a ese espléndido actor que era Burgess Meredith y que da el toque cómico adecuado con el que introducir ese ritmo imparable que entra en los pies al ver a Fred Astaire convirtiendo al espacio en un aliado sobre el que moverse acompañado de una elegancia consumada y de una cadencia que parece imposible en un ser humano. El resultado de todo ello no es, sin duda, la mejor película del extraordinario bailarín, pero tampoco es la peor y, de hecho, está muy por encima de su último emparejamiento con Rogers, La historia de Irene Castle. De forma evidente, Astaire logra que entremos en el juego de su golpeteo rítmico transformado en jazz del bueno, que disfrutemos de un musical que sólo busca entretener pero que contiene pequeños pedazos de arte con unos bailes que parecen salidos de los pies alados de un Dios nacido para demostrar que la música es movimiento y que el movimiento es una obra de júbilo y celebración.
Tiempo de coda, que tiene nombre de mujer y por el que todo músico debe luchar con la última corchea de un aplauso. La síncopa la trae un clarinete de esos que fue leyenda con sólo sonar y los misterios de un mensaje en clave de jazz tienen que ser descifrados por unos espectadores ávidos de notas que ya están puestas con premeditación en su mente. Entre medias, un bailarín que parecía no tocar el suelo nos va indicando cuál es el compás al que se tiene que mover el cuerpo. Y nosotros, simples mortales que ni tocamos, ni bailamos, sólo podemos extasiarnos ante este juego de sencillez salpicado de minutos de gloria, de instantes imposibles que se depositan en memorias de club y en lamentos de metal. Al fin solos, delante de él, tendremos la mirada secuestrada por un hombre que hacía que el pensamiento se vistiera de frac.

LUIS GARCÍA BERLANGA: ESPAÑA NEGRA, SONRISA AMPLIA

Hace unos quince años y por motivos puramente profesionales, tuve la oportunidad de entrevistar (un don que Dios no me quiso conceder) a Luis García Berlanga. Repasamos su filmografía, nos reímos, compartimos una copa y se despidió con el deseo de volver a verme cuando lo necesitara. Ahora, don Luis, ahora es cuando lo necesito.

Era un hombre que, con tan sólo una mirada, podías intuir en él su enorme sarcasmo y su risueño escepticismo hacia todo lo que le rodeaba. A veces, podía parecer que decía cosas escandalosas pero no era más que una prueba para explorar las reacciones de su interlocutor. Se despistaba con frecuencia, quizá más como pose que como defecto. Fabulaba de forma divertida y era una de esas personas que, diciendo una cosa totalmente en serio, sonaba a broma de fino caballero y sorna irreprimible. Quizá Luís  García Berlanga fuera esa conciencia de la España negra que nos decía las cosas a la cara sin complejos y encima conseguía que echáramos un vistazo para nuestros adentros dándonos cuenta al mismo tiempo de lo ridículos que podíamos llegar a ser.
No soy amante de toda la filmografía de Berlanga, me gusta especialmente su período creativo que va desde el “americanos, os recibimos con alegría, viva tu padre, viva tu madre, viva tu tía” de Bienvenido Míster Marshall a esa obra maestra irreprochable que le sale con El verdugo. Ahí es donde yacen las mejores ideas de un cineasta que tomó del plano-secuencia su forma de ver una vida triste y gris para formular aceradas críticas en la misma cara de sus responsables pero, eso sí, de buen rollo. No en vano, cuando estrenó El verdugo, Manuel Fraga, entonces Ministro de Información y Turismo, le llamó a su despacho, le tomó del brazo y le dijo: “Luís, no sabes lo que me he reído con tu película, pero o le cortas ocho o nueve minutos o me cortan a mi la cabeza”.
Y es que para los de derechas, era un izquierdoso recalcitrante aunque útil; y para los de izquierdas, era un tipo que se alineaba con el régimen. Yo sé por qué. Porque las cosas que decía en sus películas incomodaban a unos y a otros. Famosa es esa anécdota en la que su estupenda película Los jueves, milagro tuvo que pasar el filtro de la censura y el cura encargado le metió tantos cortes a la cinta que Berlanga no tenía ningún reparo en incluirlo como guionista en los créditos iniciales porque, al fin y al cabo, alteró tanto el resultado final que tenía derecho a ello.
Y qué me dicen de aquel tipo que sólo quería pagar la letra de su motocarro el día de Nochebuena mientras se llevaba a cabo esa campaña de falsedad y apariencias de “Siente a un pobre a su mesa” por parte de la católica burguesía de ese microcosmos que él retrataba en una clarísima muestra de la España de principios de los sesenta. Quizá, en ninguna otra película española, ha habido un reparto tan extraordinario como el que hubo en esa maravillosa, cínica y, a la vez, triste historia de una Navidad que sólo existe para los ricos. Es una noche fría, no es buena, la oscuridad se mete por los huesos de los que no tienen nada y Plácido, inolvidable Cassen, sólo quiere el dinero para pagar la letra de su motocarro, que le vence hoy. Y nadie le paga porque no es día para eso. Es día de gasto pero no de pago. Es día de hambre y no de pavo. Por esta película, Berlanga fue nominado al Oscar a la Mejor Película Extranjera y allí, en el patio de butacas, estaban él, Alfredo Matas, el productor y Amparo Soler Leal. Pero ellos sabían, desde el principio, que no había nada que hacer. Que aquel año Ingmar Bergman presentaba El manantial de la doncella y que se tendrían que volver con las manos vacías, igual que Plácido el día de Nochebuena, eso sí, con la letra pagada.
También me maravillé con aquel científico que sólo quería que el mundo le dejara en paz y se refugia en Peñíscola, que por aquello de la ficción, se rebautizó como Calabuch. Y disfruté viendo lo que se podía hacer con los cohetes de fuegos artificiales y con la ilusión como única herramienta de trabajo. España podía estar llena de paletos (todavía lo está y él lo sabía muy bien) pero también estaba llena de buenas personas.
Y quién no tiene en la cabeza al alcalde aquél que debía una explicación porque los americanos iban a venir y se convertía y decoraba un pueblo castellano en andaluz por aquello del typical spanish para que luego no nos dieran, como siempre, ni las gracias. Los coches pasan, la ilusión es una brisa que no para y las banderitas de los Estados Unidos se deslizan con la tristeza impregnada hacia una cloaca. Un plano que le costó a Berlanga que Edward G. Robinson, presidente del jurado del Festival de Cannes, le cogiera del brazo para denunciarlo en comisaría por ofensa a su sagrada e inmaculada patria. Y aún así ganó el Gran Premio del Jurado. Toma americanos.
Aún con los cortes incluidos, me gusta mucho Los jueves, milagro porque pone en solfa muchas cosas de la pretendida falsedad beatífica que tanto nos ha asediado como sociedad y como país. Y lo hacía con la elegancia de no destrozar la creencia de que la santidad existía pero que empezaba por ser hombres y no inmaculados entes de conducta católica (uno de sus blancos favoritos). La película, a pesar de todos los problemas que tuvo, es una lección para los fanáticos, una comedia para los descreídos, una esperanza para los escépticos y una sonrisa para los serios. Y es que hay ángeles para todos los gustos.
Luego, claro, su obra maestra. No soy amigo de hacer listas, me parecen una tortura psicológica en grado sumo. Hago las diez mejores películas de cualquier escala y, al momento, me arrepiento porque pienso que tenía que haber metido ésta o aquélla. Pero, querido Luís, yo creo que con El verdugo, hiciste la mejor película del cine español de todos los tiempos. Negra como la sotana de un cura. Terrible como un garrote vil y aún, pedazo de genialidad capaz de sacarnos una sonrisa de algo que maldita la gracia que tenía. Matar no es fácil y para la posteridad queda ese plano largo en el pasillo de la cárcel con el condenado yendo hacia la muerte, con afectación pero sin vacilar mientras al verdugo lo llevan desmayado porque es un hombre bueno que aquello le parece una barbaridad. Una barbaridad necesaria para que la Administración le dé un piso de protección oficial, una seguridad familiar y un empleo fijo fuera de la triste compañía de unos ataúdes como empleado de pompas fúnebres. Y aún así, nos reímos. Y nos estaba llamando crueles, desalmados, cómo podéis quedaros impasibles ante algo tan cercano al horror, prisioneros del silencio, invitados acomodados del folclore de un país tan analfabeto que apenas es capaz de ver la muerte, o que, tal vez, ha visto la muerte demasiado de cerca y lo único que quiere es olvidarla mirando hacia otro lado. Qué maravillosa obra maestra.
Luego ya, la cuesta abajo. Auténticas mediocridades como La boutique, o Vivan los novios, o esa inspección de la erotomanía, muy alejada de sus habituales historias corales como Tamaño natural, momentos que recuerdan al mejor Berlanga incrustados dentro de la saga de los Leguineche en La escopeta nacional o en ese proyecto largamente acariciado que finalmente se tituló muy erróneamente como La vaquilla y productos pretendidamente divertidos y falsamente realizados, muy lejos de la gracia que nos roía las entrañas, como Todos a la cárcel, o Moros y cristianos o, incluso, esa vuelta a Calabuch que significó la torpe París-Tombuctú. Pero todo eso es disculpable. Yo me quedo con aquel Berlanga que revoluciona la planificación con larguísimas escenas, con actores entrando y saliendo y diciendo cosas que nos hieren y que nos hacen reír simplemente porque tienen toda la razón, con Rafael Azcona tecleando los diálogos que deben decir formando una asociación mítica con el director y, sobre todo, con un hombre que sabía perfectamente hurgar en las carencias de un país tan bueno como manipulable. Por eso, Luís García Berlanga no ha muerto. Está ahí, preparando el próximo plano-secuencia y diciendo alguna obscenidad que otra para ver qué cara ponemos. Sobre todo si se refiere a esa España negra de sonrisa amplia que aún nos aprieta el cuello con palomillas de crueldad.