martes, 30 de enero de 2018

TRAS LA PISTA DE LOS ASESINOS (Seven men from now) (1956), de Budd Boetticher

Ben Stride tiene el dolor marcado en la carne. No se lo puede quitar de encima porque siempre ha creído que era un hombre de verdad y unas cuantas balas sobre lo que más quería le convencieron de que no era así. No supo cuidar de su mujer. No supo alejarla de los peligros de una tierra de furia y rencor. Quizá no es casualidad que se encuentre una carreta atrapada en el barro. En el fondo, él es esa carreta. Y necesita a alguien que le saque de ahí.
Su búsqueda de sangre puede ser el calmante necesario de su espíritu aunque no está muy seguro de que llegue a ser así. Porque el dolor, cuando se manifiesta tan abrumador, invade todas las facetas de la vida. No, no es casualidad que encuentre esa carreta. A bordo hay alguien que será el verdadero remedio contra ese dolor.
Ben Stride tiene que atrapar a aquellos que asesinaron a su mujer. Y teniendo al lado a un hombre como Masters, no va a ser posible. Masters es insidioso, envidioso, facineroso, oscuro. Y lo peor de todo es que es capaz de arrastrar a Ben Stride hacia esa oscuridad. Las pistolas están deseando hablar, pero Stride posee un dolor paciente. Es una de las peores clases de dolor. Es ése que te está devorando por dentro, pero que espera agazapado detrás de una piedra para saltar sin piedad sobre su presa. Y la presa va a caer en un paraje de roca y dureza, donde la razón se extingue y el dolor habla. Allí, de una sentada, Stride obtendrá la solución a todo. Un dinero robado, una venganza acabada, unas cuentas saldadas y un nuevo comienzo con el cielo mismo al lado aunque Stride se resista a aceptarlo. Es un hombre demasiado duro como para borrar todo el pasado con unas cuantas balas. Para él, ir tras la pista de los asesinos aún era una razón para seguir adelante. Ahora ya no lo sabe. Y necesitará una buena razón. Es esa misma que se baja de la diligencia.

Y todo esto en apenas setenta y siete minutos, con la agilidad como bandera, con el vigor en el revólver. Budd Boetticher nos dejó otra de sus grandísimas películas cortas con Randolph Scott como protagonista y el memorable malvado que encarna Lee Marvin. Siete hombres desde ahora, tendrán motivo para mirar a su espalda. Puede que les esté encañonando un tipo que no tiene nada que perder. Sólo la vida. El resto ya le fue arrebatado. Y lo que es aún peor. No le importa lo que puede llegar a tener si sobrevive al desafío. Es hora de chocar contra las rocas.

lunes, 29 de enero de 2018

EL ENIGMA SE LLAMA JUGGERNAUT (1974), de Richard Lester

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de esa obra maestra del cine español que es "A tiro limpio", podéis hacerlo aquí.

“¡Fallon es el mejooor!”
Desde luego, lo es. Es todo un experto en la desactivación de bombas porque hace mucho, mucho tiempo que se dedica a ello. Todo empezó en la guerra, intentando desarmar bombas que habían colocado los nazis en plena ocupación. Allí es donde lo aprendió todo. O casi todo. Siempre hay alguna cosilla que no acabó de dominar. Claro que eso es más culpa del maestro que del alumno y Fallon tuvo al mejor de los maestros. No, no puede ser. Fallon nos sacará del apuro.
El apuro ahora se trata de un trasatlántico lleno de pasajeros. Un malvado que se hace llamar “Juggernaut” ha colocado unos cuantos bidones en las bodegas y no les va a dejar tocar puerto porque si no, las bombas estallarán. Fallon es la solución. Sí, seguro que él se encargará de todo. Fallon es el mejor.
Mientras tanto, en Londres, todo un equipo de profesionales se dedica a la búsqueda de pistas que les lleve hacia “Juggernaut”, el hombre misterioso, excesivamente educado, abrumadoramente correcto, que desea un pago en efectivo por parte del gobierno británico a cambio de desactivar las bombas. Fallon se mueve con habilidad entre los intrincados mecanismos de la bomba y su pulso es el de un cirujano. El capitán del barco solo puede asistir impotente a la evolución del chantaje y Fallon trabaja concienzudamente. Sabe por dónde entrar en los bidones, sabe dónde están los mecanismos sensibles, sabe que el hombre que ha fabricado esas bombas es diabólicamente inteligente. Fallon es el mejor pero, quizá, por esta vez, se va a ver superado por un individuo que se mueve bajo un pseudónimo y, en realidad, solo busca venganza.
El barco sigue su ruta, como si el mar abriera un carril de espuma y sal a su paso mientras Fallon tiene que mantener el pulso firme en medio del oleaje. Fallon es el mejor y lo demuestra a cada paso. Incluso cayendo en las trampas que tan hábilmente ha colocado el terrorista. Los pasajeros conocen la situación y, quizá, algunos dicen lo que nunca se han atrevido a decir; otros, bailan con quien nunca osaron bailar; se entregan a la melancolía de que todo puede acabar con un estallido y unas cuantas toneladas de agua. Fallon es el mejor. Eso no puede pasar.

Aunque ha pasado tiempo por encima de ella, El enigma se llama Juggernaut aún se mantiene a flote gracias a las interpretaciones de Richard Harris como Fallon y de un joven Anthony Hopkins como el Superintendente MacLeod y de una realización ágil y un tanto descarada de Richard Lester. Fue un fracaso cuando se estrenó y hoy, sin embargo, pone de manifiesto que sigue funcionando el viejo truco del cable azul o el cable rojo. Por eso, Fallon es el mejor. Él sabe cuál se debe cortar.

viernes, 26 de enero de 2018

¿QUÉ ME PASA, DOCTOR? (1972), de Peter Bogdanovich

Si no puedes con el caos, únete a él. Y es que es tan encantador, tan culto, tan agudo, tan brillante, que no puedes más que dejarte seducir. Sí, ya lo decía Cole Porter: “You´re the top, you´re the Coliseum, you´re the top, you´re the Louvre Museum…” Y cuando eso ocurre, ya puedes correr, cargarte cristales enteros, subir y bajar por las empinadas cuestas de San Francisco, montar en bicicleta, sacar sonidos de las piedras y quemar la habitación de un hotel. La suerte está echada, amigo y si el caos quiere que acabes en sus brazos, allí es donde vas a ir. Aunque, claro, eso también tiene un lado bueno y es que puede ocurrir cualquier cosa en cualquier momento. Y cuando se dice “cualquier cosa” es que puede ocurrir “cualquier cosa”. Por ejemplo, que se cante As time goes by en un ático en obras o que haya cuatro maletas idénticas correteando por ahí en busca de dueño. Hasta es posible que vayas a coger una furgoneta que tienes tranquilamente aparcada en la calle y te encuentres con que le han dado tantos golpes que apenas es una hoja de papel chatarra desplomada por su imposible equilibrio. Al fondo, sí…allí se les ve, están Cary Grant y Katharine Hepburn con La fiera de mi niña y una pasión incontestable por la comedia más alocada con un toque de los dibujos de la Warner. Es que esta película no tiene decoro, qué quieren que les diga.

Y no lo tiene porque detrás de la cámara está Peter Bogdanovich imprimiendo ritmo al asunto, incluso con un humor muy cercano al slapstick que hace que, en muchas ocasiones, parezca una historia sacada de las persecuciones locas de Mack Sennett. Claro que también están dando brincos y no entendiendo nada Ryan O´Neal, en uno de los mejores papeles de su carrera, Barbra Streisand consiguiendo imprimir belleza, personalidad y gracia al caos; Austin Pendleton, poniendo al mecenazgo patas arriba; Kenneth Mars, con flequillo al vuelo y gestos al bies haciendo de la envidia todo un arte; Madeline Kahn, gansa impenitente que no puede entender nada de lo que le pasa y que no quiere salirse de un mundo perfectamente cuadriculado sin posibilidad de caos; Liam Dunn, dando un nuevo concepto a la palabra “justicia”…todo un plantel de cómicos que saben concentrar la risa en lo que hacen y también en lo que dicen, convirtiendo esta locura en una comedia completa, desquiciada y vibrante. Al fin y al cabo, no hay mayor tontería que decir que amar significa no tener que decir nunca “lo siento”. Las joyas, las ropas, las rocas ígneas, los documentos secretos, de perro a pillo y tiro porque me rallo. Y déjense de músicas.

jueves, 25 de enero de 2018

LOS ARCHIVOS DEL PENTÁGONO (The Post) (2017), de Steven Spielberg

No cabe duda que hubo un tiempo en que el periodismo cumplía un valioso servicio como el instrumento más incisivo para el ejercicio de la libertad de expresión. Y que ese ejercicio se entendía como una expresión más de la democracia de una sociedad que tenía derecho de acceso a la información, por encima de intereses económicos, políticos o puntuales. Ese periodismo, buscador de la verdad, militante en su concepción, extraordinario en su rigor, ya no existe. Sólo es un recuerdo, más o menos utópico, que se estudia en algún código deontológico que ya está anticuado, superado por el canibalismo informativo que nunca se para en cuestiones éticas, morales o de rigor en beneficio de la conveniencia del momento.
Hubo un tiempo en que una mujer, ninguneada sistemáticamente por un entorno de hombres, decidió elegir la opción más arriesgada y anteponer el servicio de un periódico a cualquier otra consideración. Más aún cuando poseía las pruebas necesarias para demostrar que el gobierno había mentido a la sociedad de forma reiterada y traicionera para vender la idea de que una guerra se estaba ganando cuando, en realidad, se estaba perdiendo de forma inapelable. Demasiada sangre sacrificada como para decir lo contrario. Demasiados jóvenes muertos en el suelo de una jungla sin nombre como para difundir una idea pesimista que sólo daba alas a los escépticos. Demasiado negocio como para despreciar el gasto militar. Y al lado de esa mujer, un equipo de profesionales comprometidos quiso seguir adelante con ese derecho a la libertad de expresión que debe estar al servicio de los gobernados y no de los gobernantes. Así es cómo se construyen las democracias que, más allá de los secretos confidenciales, deben obrar con honestidad y transparencia superando cuestiones ideológicas o electoralistas. No es fácil encontrar algo así. Tal vez porque ahora los periodistas sólo son voceros de la tendencia de turno o porque los políticos son auténticas mediocridades sin más altura que la de un perro oteando su presa.
También hay que tomar en cuenta que ya no existen lectores como los de antes, ávidos devoradores de noticias con la verdad como objetivo. La sociedad cambia y, con ella, los héroes que la han construido. Ahora ya casi no se leen los titulares en el papel y la contaminación informativa ha inundado casi todos los medios, contribuyendo a la desinformación, a la duda y al aumento, en progresión geométrica, de la mediocridad democrática.
Eficaz película que Steven Spielberg ha dirigido decidiendo prescindir más del hecho periodístico para centrarse en el mensaje feminista de una mujer que decide tomar el timón de un periódico para dar un portazo a todos los hombres de su entorno. Meryl Streep resulta más que notable en el papel de la editora del Washington Post Katharine Graham y, a su lado, Tom Hanks sabe luchar con discreción para incorporar a Ben Bradlee con el recuerdo alargado de Jason Robards que ya lo interpretó en la estupenda Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula, que ahora se erige, prácticamente, en una continuación de ésta. Spielberg, como siempre, domina escenarios y planificación como un verdadero maestro aunque, si no se va versado en la época, es posible que no todo el mundo consiga darse cuenta de lo que la película está contando. Y es muy conveniente saberlo porque, si no es así… ¿cómo podremos tener la certeza de que lo que se nos dice es la verdad? Puede que no baste con el sueño de la libertad en la cabecera de un buen puñado de periódicos que ya, prácticamente, no existen.  

miércoles, 24 de enero de 2018

ATRAPA A UN LADRÓN (1955), de Alfred Hitchcock

Entre la elegancia y los fuegos artificiales, puede haber un gato que se dedique a robar. Es un ladrón de esos de guante blanco y noche negra, que se desliza por los tejados con la habilidad de un pájaro y con el silencio de una caza. El pasado le persigue porque, al fin y al cabo, ha sido el ladrón más famoso de toda Francia y siempre es el primer sospechoso cuando desaparece cualquier joya. Y tiene que demostrar su inocencia. No repara en medios para hacerlo. La demuestra huyendo, sentándose al lado de un tipo con cara de director de cine escéptico, conquistando a una rubia despampanante en un hotel legendario, comiendo muslo de pollo en alguna curva intrincada de las carreteras de la Costa Azul, nadando rápidamente para encontrarse con la hija de un antiguo amigo que ya no lo es e, incluso, volviéndose a subir a esos tejados que tan bien conoce. Para eso, irá tejiendo cuidadosamente una trampa para cazar al auténtico culpable. Sí, porque no lo parece, pero él no ha robado nada. Tal vez el corazón de una mujer o dos, pero nada que brille con mil colores al trasluz.
En cualquier caso, él derrocha estilo. Sabe comportarse como un auténtico caballero. Parece como si fuera un empleado más del hotel más perfecto. Miren, señoras, aquí tienen al tipo con más clase que hemos podido encontrar. Disfrútenlo. Es cortesía del hotel. Un beso por sorpresa en el pasillo resulta todo un presente. Una caricia imposible en una noche de fiesta en el cielo se convierte en una invitación a la lujuria. Pero este maldito gato no se deja arrastrar con tanta facilidad. Sus ojos han visto demasiados tejados, sus piernas han huido muchas veces, su instinto no ha dejado de pasar de un edificio a otro. Tendrá que pillar al auténtico culpable. Si no, ni él mismo va a poder perdonárselo.

Alfred Hitchcock dirigió este divertimiento que derrocha toneladas de clase y encanto a través de sus dos protagonistas, Cary Grant y Grace Kelly. La cámara se mueve con sabiduría y el guión, sin ser de los más recordados, contiene frases brillantes, situaciones resueltas con elegancia, trama ligera, pero consistente. No hay nada mejor para pasar el rato viendo algo agradable con toques maestros de misterio. Conjugar verbos irregulares es uno de los pasatiempos favoritos de la alta sociedad cuando también el factor del aburrimiento comienza a instalarse en sus ánimos. Yo, por si acaso, me agazaparé aquí mismo, detrás de las teclas, para ver si tengo suerte y le doy un susto a unos cuantos tipos que se hacen pasar por críticos. Y volveré a ver otra vez Atrapa a un ladrón. Estoy seguro de que, cuando vuelva a recuperar mi vida, tendré el estilo de Cary Grant…

martes, 23 de enero de 2018

A TIRO LIMPIO (1964), de Francisco Pérez-Dolz

Si os apetece escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "Bajo la arena (Land of mine)", de Martin Zandvliet, podéis hacerlo aquí.

El pasado de los vencidos suele cargar las armas de resentimiento y de rabia. Aunque ya el fin solo acabe en los bolsillos y no haya ningún matiz político, ya es hora de ser vencedores, de burlar a la policía, de despertar del sueño a los acomodados de posguerra. No importa si es un garaje, un banco o el patronato de las quinielas o, incluso, un prostíbulo. De lo que se trata es de meterse unos cuantos cientos de miles entre pecho y espalda y huir de un país gris y rastrero, un país que nunca tuvo un mañana y ahora, menos que nunca. Por ahí, habrá que asociarse con unos individuos que, en realidad, ya no saben lo que significa luchar y no tienen ningún problema en apretar el gatillo sin ningún remordimiento y eso siempre es peligroso. Es hora de coger las maletas y empezar a abrirse camino en otra parte.
No hay nada como crear maniobras de distracción para que la policía mire hacia otro lado mientras el auténtico golpe se está produciendo en la otra punta de la ciudad. Eso desconcierta y crea sensación de inseguridad, de que la policía, en el fondo, no sabe por dónde se anda. Lástima de la ambición que suele truncar los mejores planes. Cuando una simple ayuda se puede necesitar, aparece el instinto asesino y las cosas comienzan a torcerse. Y más si uno en cuestión tiene antecedentes. Habrá que ajustar cuentas. No se puede matar así como así a un compañero con el que se ha compartido tantas batallas y salirse de rositas. El día tiene que adentrarse en la noche, y en una casa abandonada se van a decir unas cuantas verdades. Y que la verdad se parapete detrás de una ametralladora no deja de ser toda una ironía.

Estremecedora película, final del género negro en la España del franquismo, que pone en juego la dureza de unos cuantos atracadores que tienen que disparar a discreción para dejar las cosas claras. Barcelona es el escenario en el que se mueven estos individuos en una película en la que la labor de la policía es secundaria y se sigue a los ladrones como si la cámara hiciera labores de vigilancia. Al fondo está Stanley Kubrick y su Atraco perfecto e, incluso, Julio Salvador con Apartado de correos 1.001 aunque también viene una corriente de frío polar francés. En cualquier caso, la historia es violenta, sin concesiones, con increíbles concesiones a una relación homosexual y al lenguaje catalán en plena dictadura. Una obra maestra que debería estar en nuestras escuelas de cine y abrirse paso a tiro limpio.

viernes, 19 de enero de 2018

EL INSTANTE MÁS OSCURO (2017), de Joe Wright


En los grandes momentos de la Historia casi siempre hay un denominador común y no es otro que el hallazgo del hombre más adecuado en el momento oportuno. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que esos hombres estén hechos de una pieza. Todo lo contrario. Suelen ser héroes llenos de dudas, que no tienen en ningún momento la certeza de que estén haciendo lo correcto. Acertaron, pero muy bien podrían haberse equivocado. Y más aún cuando en juego estaba la supervivencia de la libertad y de la democracia.
Sir Winston Churchill destacó en sus estudios de la academia militar porque era un joven con empuje, con iniciativa e increíblemente audaz, pero también por su indisciplina, por su ruptura, a menudo impremeditada, de las reglas de comportamiento, por su pertinaz indomabilidad. Quizá fuera un hombre de Estado, un tipo que pertenecía a la élite cuando, en realidad, tenía corazón de plebeyo. Tal vez, por eso, fuera alguien a quien no se podía prever, la peor bestia para aquellos que querían acabar de un solo golpe con la paz y la convivencia mundial.
Todo eso ya fue narrado admirablemente por Richard Attenborough en la estupenda El joven Winston. Ahora, el director Joe Wright nos trae un retrato del viejo león británico en sus horas más vacilantes, acuciado por las presiones dentro de su propio partido que clamaban por una negociación con Hitler mientras su rugiente interior pedía la más feroz de las resistencias. Y, para ello, Wright apuesta por la sabiduría impresionante que demuestra un actor que aquí resulta eminente como Gary Oldman. A través de él, asistimos a sus dudas, compartimos sus inquietudes, admiramos su rabia, deseamos su lucidez. Wright se esmera en mostrar a un Churchill que se debate entre la razón y la oposición, que no tiene claro cuál es el camino a seguir, pero que se inclina por una decisión valiente y única debido a un entorno que se esfuerza por escuchar. La película cuenta con una ambientación perfecta, un apoyo constante en esa actriz tan especial como Kristin Scott Thomas y, aunque hay un par de secuencias discutibles desde el punto de vista técnico, el espectador sale con la certeza de que el éxito no es definitivo y de que el fracaso no es letal.
Y es que no es fácil tomar las riendas de una nación cuando comienzan a lucir las luces rojas de la última resistencia. Con premura, hay que intentar reparar los errores que hicieron crecer lo imposible y poner los diques para tanta sangre, tanto sudor y tantas lágrimas no caigan en el vacío. Nunca se debe de perder de vista el sufrimiento de la gente, ni la capacidad que tiene la ciudadanía para hacer frente a los instantes más oscuros de su Historia. Churchill, en determinado momento, llega a decir que “no se puede negociar con un tigre cuando tienes la cabeza entre sus fauces” y ahí es donde radica toda su fuerza. No se debe jugar con la libertad como si fuera una moneda de intercambio. Los bramidos del mal en Europa deben acallarse con la firme determinación de los que jamás están dispuestos a rendirse. Ya no hay hombres que sean capaces de llevar esas riendas con tanta autoridad. Winston Churchill fue uno de los últimos a pesar de que, por su pensamiento, llegó a pasar la idea de la claudicación. Todas las opciones eran posibles. Su trabajo era cerrar el camino al engaño, al insulto, a la subordinación y abrirlo a la idea de que, con un solo hombre, se podía defender todo un país. Más aún si todos estaban dispuestos a dar lo mejor de sí mismos para no caer en las garras del mal absoluto.

jueves, 18 de enero de 2018

TRES ANUNCIOS A LAS AFUERAS (2017), de Martin McDonagh

Mucho cuidado con esas mujeres que no tienen nada que perder y deciden que ya basta. Su furia está rondando, implorando por salir porque nadie les ha prestado demasiado caso cuando lo han necesitado y ahora se están conteniendo a duras penas. Quieren que el mundo despierte porque ya han derramado muchas lágrimas y lo que desean es repartir golpes. Ya está bien de sufrir. Es hora de dar una recompensa al corazón.
Poner en evidencia la incompetencia de la policía no deja de ser grave en un pueblo donde todo el mundo se conoce. Y ella, la mujer en cuestión, tiene agallas de sobra. Está harta de incompetentes que se ocupan de nimiedades, de dar rienda suelta a sus manías racistas, a sus complejos de inferioridad o a sus aficiones infantiles. Quiere respuestas. Pagará por esas respuestas. Y si tiene que pasar a la acción para que alguien le dé alguna, por pequeña que sea, lo hará sin pestañear.
Mientras tanto, en Ebbing, Missouri, todo un universo de tipos de diverso pelaje se mueve a su alrededor, escandalizados por su empuje, anonadados por su capacidad de protesta. Ella ha dejado bien claro qué es lo que quiere y el humor negro parece que se amontona en los absurdos giros de un destino que nunca buscó. Tal vez ha elegido la rebelión para tapar su enorme fracaso y es ahí donde demuestra que tiene agallas. Mucho más grandes que las de cualquier hombre. Mucho más nobles que las de esa ralea de individuos sin molde. Mucho más temibles que las de esos culpables que se afana en buscar. No, no hay arrestos, pero ella los tiene para repartir.
El director Martin McDonagh articula la apasionante historia de una mujer que está dispuesta a no rendirse jamás e, incluso, a ir un poco más allá sacudiendo conciencias y ahogando con fuego toda la rabia que siente. El crimen se ha llevado lo que más quería y exige justicia porque, sencillamente, no se ha hecho nada. Le da igual lo que piensen sus vecinos. Le da lo mismo que murmuren en los bares. Cuando una mujer quiere algo, más vale estar preparado, porque puede que la vida busque en el interior de muchas almas aletargadas. E, incluso, es posible que los hombres de mal perfil tengan algo de belleza en su interior porque ella tiene razón y coraje.

Y esa mujer, dominadora de toda la película, es Frances McDormand. Pasa por todos los registros para demostrar cuánta valentía angustiada guarda esa mujer de agallas imposibles, corretea con la historia de un lado a otro para llevarla justo al punto de la admiración y llora en solitario porque, en el fondo, todo es una ilusión que se desvanece con cada pista sin salida. A su lado, brilla con intensidad Sam Rockwell, que también se quema para dar lo mejor de sí mismo y enseña el rencor, el desprecio y la redención que encierra su personaje. Y nosotros, que sólo estamos de paso en Ebbing, Missouri, nos damos cuenta de que la desgracia nunca se va si no tiene un desahogo, que todo lo que despreciamos tiene otra faceta que deberíamos considerar y que, de alguna manera, no estamos tan solos porque, en cada determinación que tomamos, habrá gente que, en silencio, sabrá comprender hasta qué punto comparten el sufrimiento y las ganas de agarrar por el cuello a los que son verdaderamente malos.

martes, 16 de enero de 2018

FORREST GUMP (1994), de Robert Zemeckis

Una pluma, mecida por el aire, va a posarse en un lugar cualquiera para contarnos un cuento. Un cuento de heroísmo, de superación, de suerte, de destinos y carreras. La historia de un hombre no demasiado inteligente, pero que siempre supo qué era el amor. Un hombre que tuvo que luchar con el desprecio de muchos que consideraban que estaba por debajo del nivel intelectual normal y que, sin embargo, dio lecciones de cómo tenía que ser un hombre de verdad. Su vida fue zarandeada de un lugar a otro para que, al fin, pudiera encontrar la paz. La paz que solamente se siente cuando se está al borde de un lago con la única huella que dejas en la Tierra. Sus piernas, antaño prisioneras, son hélices que hieren el viento en busca de otro mañana apasionante. Y su mayor virtud consiste en que no considera que nada de lo que le ha ocurrido sea demasiado valioso. Ha conocido a varios presidentes, ha combatido en una guerra, se arruinó con un negocio de gambas y después se hizo rico, fue campeón de ping-pong, recorrió medio mundo a la carrera y, más tarde, simplemente se cansó. Sí, ese hombre supo lo que era el amor porque siempre lo persiguió a pesar de que no sabía apenas nada. Y tuvo una vida envidiable.
Él cuenta todo eso como si fueran un buen montón de cosas no demasiado interesantes, como si conocer a los distintos presidentes hubiera sido un acto protocolario en los que, irremediablemente, se hacía pis; como si ganar la medalla de honor del congreso por haber salvado a todos sus compañeros fuera una distinción menor dentro de una vida que le lleva de una pasión a otra. Sin embargo, son pasiones que él ejecuta de una forma mecánica como si le hubiesen puesto ahí para hacer eso, para salvar vidas, para dar sentido a muchas otras, para que la chica que era su “muy mejor amiga” encuentre un rumbo definido y una razón para vivir. Quizá a algunos incluso eso les puede parecer poco…

Corre, Forrest, corre. Un niño te necesita. Tuerce la cabeza cuando está sentado igual que lo haces tú. La pluma se irá, dejándonos con ganas de más. Y nuestra mirada ya no será la misma después de haberte conocido, de haber corrido desaforadamente a tu lado, de haber llorado con tus pérdidas, de habernos alegrado con esos éxitos a los que tan poca importancia has otorgado. De alguna manera, ya te quedaste para siempre en nuestros corazones. Quizá porque nuestra caja de bombones nunca nos desveló cuál sería nuestro destino y el tuyo fue el de un personaje mágico, de cuento, de ida y vuelta, de amor y ternura, de bondad y amistad. Nadie podría pedir más. Corre, no pierdas el autobús, la pluma ya se va…ya se va…

BAJO LA ARENA (Land of mine) (2015), de Martin Zandvliet

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "El resplandor", de Stanley Kubrick, no tengáis miedo, lo podéis hacer aquí.

Después de la guerra, el mayor enemigo es el rencor. Es luchar contra la venganza que los vencedores siempre se toman contra los vencidos. Es no saber distinguir entre la carne de cañón que fue enviada para el frío cumplimiento de las órdenes y los mandos que dieron esas órdenes. Y bajo la arena hay un montón de ellas enterradas, esperando que se extraigan y dejen de clamar por más sangre, sea cual sea el color que tenga. Más que nada porque es muy difícil mirar a las caras de esos soldados prisioneros y darse cuenta que, bajo ellas, sólo hay niños a los que se les ha obligado ser hombres cuando ni siquiera han tenido tiempo de vivir su infancia.
Cientos de miles de minas enterradas en las playas danesas deben ser desactivadas. Para ello, no hay nada mejor que utilizar a los propios prisioneros, negarles el pan, tratarles como perros, arrebatarse a sí mismos la conciencia de que se están usando miradas que perdieron su ilusión en los campos de batalla. No, no era su país, pero ellos ni siquiera lo sabían. Fueron allí, les pusieron un fusil en las manos y dijeron que disparasen. Todo por Alemania. Adelante, Alemania. La sangre joven de la patria es prescindible siempre y cuando se alcancen los objetivos. Y los daneses rugen de furia contra los que les subyugaron durante cinco largos años de penurias, torturas y humillaciones. Si una mina explota en la cara de esos niños, peor para ellos, que hubiesen nacido después. ¿No eran carne de cañón? Pues ahora se van a convertir en carne de mina.
Y allí van, con su aire derrotado, decepcionado, casi seguros de que no van a salir con vida del empeño. Las playas de arena blanca de la costa oeste danesa parece que les dan la bienvenida con un alarido ahogado de belleza. La misma que ellos ya han perdido. Y si no lo han hecho, lo harán ahora. La muerte se esconde en el siguiente palmo de terreno y el día languidece entre sus manos llenas de arena y pánico. Lo único que quieren es que no se oiga ninguna explosión porque eso significará que alguno de sus compañeros ha caído. Las minas esperan a veinte centímetros de la superficie y parece que se ríen ante sus manos temblorosas y su futuro inexistente.

El corazón suele ser un cazador solitario y, en esta ocasión, es un paracaidista. Después de la orden fría, siempre late ahí abajo, dándose cuenta de que, en realidad, esos chicos que no sobrepasan los diecisiete años, tienen tanta condición de víctimas como los que han sufrido la invasión del ejército alemán. No será una esperanza repentina. Tendrá que abrirse paso con dificultad, como los interminables pasillos de arena que abren esos chicos tratando de desterrar a la muerte tan cerca del mar. Será poco a poco, con las consabidas dificultades, con los fatídicos errores, con los compañeros caídos. Después de la guerra, hay que hacer un esfuerzo por la objetividad y por cumplir lo que se promete. Y la posguerra es una gran mentirosa que suele ofrecer paz a cambio de hambre. Hay que tener mucho cuidado, cultivar la paciencia y darse cuenta de que la siguiente mina puede ser la defini….

viernes, 12 de enero de 2018

EL GRAN SHOWMAN (2017), de Michael Gracey

Perseguir un sueño es comprometerse en matrimonio con lo imposible. Todos los días hay que empezar de cero, como si no se hubiese conseguido nada, y volver a luchar con la misma fuerza, con el mismo empuje y con la misma fe. Si se puede soñar, se puede hacer. O, al menos, eso es lo que pensaban algunos hombres que se involucraron con lo que realmente creían. Aunque fuera un espectáculo que apelara a la morbosidad implícita de la gente. Aunque se tratase del engaño de un montón de buena chirigota.
En el camino del éxito, hay toda una serie de desviaciones que se deben eludir. La fama, el dinero, el lujo, el amor…son sólo trampas para incautos que se doblegan ante su propia personalidad. El objetivo debe ser sólo uno y siempre, en algún lugar del corazón, debe hallarse la búsqueda de los propios sueños, sin atender a beneficios económicos, ni a críticos malhadados, ni a envidias profundas que sólo llevan a la corrupción del pensamiento. Levantarse, al fin y al cabo, también puede ser una obra de arte. Y saber hacerlo es una tarea reservada para unos pocos.
Y es que el foco estará siempre en el centro de un escenario que, muy pronto, tendrá tres pistas para desarrollar su naturaleza poco convencional. Sin saberlo, sin notarlo, pronto habrá una razón para que todo siga adelante, como un espectáculo que nunca debió dejar de continuar. La verdad se escribe haciendo historia, arrancando aplausos, consiguiendo llegar a aquellos sitios a los que nadie ha llegado jamás. Y siempre será posible si detrás de todo se encuentra la delicada mano femenina de alguien que no sabe fallar. Más allá de todo fracaso. Más allá de toda ilusión.
No cabe duda de que Michael Gracey consigue una película que entra por los sentidos, con una cuidada puesta en escena que, con frecuencia, deja con la boca abierta. A ello ayuda una espléndida fotografía y una dirección artística de altura que se basa, en gran medida, en la utilización del croma. Las canciones son precisas, con intervención en la trama, y Gracey se muestra bastante más hábil en la intimidad que en los números coreográficos. Hay una cierta precipitación en el desarrollo de ciertas ideas, pero no empaña en absoluto una obra que estremecerá el corazón, que invitará a bailar en la butaca, que deja un rastro de maravilla en la contemplación de sus intérpretes y que se propone, y lo consigue, hacer que se salga con una amplia sonrisa de la sala de cine.
Y es que las historias de superación personal siempre tienen buenos resultados y más si se envuelven con lujo y buen gusto. No se puede esperar menos cuando el personaje central es el hombre que revolucionó todo el concepto del circo creando el mayor espectáculo del mundo. Hugh Jackman, Michelle Williams y Rebeca Ferguson tienen instantes de lucimiento. Zac Efron está un escalón más abajo, tal vez porque su personaje está lleno de tópicos, aunque no desentona del resto. No es fácil competir con el torbellino Jackman que llena de elegancia y estilo cada una de sus escenas. Quizás porque sabe que el hombre al que intenta dar vida era un pozo de sueños que tenían la obligación de hacerse realidad por la sencilla razón de que, más allá de su ambición personal, sólo trató de conseguir que el mundo fuera un poco más hermoso para todos.

jueves, 11 de enero de 2018

MOLLY´S GAME (2017), de Aaron Sorkin

Cuando se tiene un instinto de superación suficientemente desarrollado, no se toman en cuenta los giros imprevistos que el resto de mortales llamamos mala suerte. Si eso ocurre, se vuelve a empezar, quizá en otro campo, en otra materia, en otro horizonte y es muy posible que, una vez más, se vuelva a ocupar el número uno en esa nueva disciplina. También ayuda mucho esa capacidad para aguantar el sufrimiento en un nivel que se halla por encima de la gente corriente. Aunque ese sufrimiento se pueda cuantificar en cifras de seis ceros.
Molly Bloom es una chica que sabe lo que es ganar y ha mordido el polvo o, más bien, la nieve, cuando ha llegado la hora de perder. Su inteligencia ha sido un instrumento de supervivencia que mantiene los sentidos en alerta permanente y, por eso, ha llegado a ser considerada una monarca de ciertas actividades que podrían ser tomadas como ilegales. Sin embargo, hay algo que distingue a Molly de todo ese mundo de trampas, de alcohol, de drogas, de adicción al juego y de dólares sin control. Se llama ética. Suele ir acompañada del honor.
Ella no está dispuesta a vender todo lo que sabe por librarse del castigo. Sabe que haría mucho daño a familias enteras, por mucho que los responsables lo merezcan. Tiene algo dentro de ella que es inquebrantable. Y ni todas las deudas del mundo podrán romperlo. Ella se arriesgo, una vez más, bajando por una pendiente imparable y, por segunda vez, tropezó con algo que, sencillamente, era impensable. Y además posee una entereza envidiable porque, si algo sabe hacer Molly, es levantarse.
Con el estilo atenuado de Martin Scorsese, el afamado guionista Aaron Sorkin realiza su primera película como director y consigue ser apasionante en algunos trechos, sobrio en otros, ligeramente farragoso en los menos y tremendamente efectivo sacando lo mejor de una actriz repleta de recursos y de sabiduría como Jessica Chastain. Ella es el centro de todo y gana la partida a todos los que osan ponerse frente a ella. Mención especial merece el papel secundario que desempeña con rocosa seguridad Kevin Costner y, desde luego, toda la película está salpicada de diálogos trepidantes, incisivos, brillantes y fuertes. La sensación, al final, es que se ha accedido a un mundo al que no se tiene acceso, pero que existe, que está ahí, todos los días, en lujosas habitaciones de hotel o en garitos de medio pelo de luces de neón y ambiente cargado. En algún lugar de esta historia, nos encontramos con nuestro propio sentido de la ética y nos damos cuenta de que la mayoría de nosotros somos seres inferiores, que no dudarían en vender a quien sea, a cuenta de lo que sea, con tal de salir indemnes de un callejón sin salida lleno de trampas. El juego de Molly, reprochable y, sin duda, censurable, consistió en ganar dinero a costa de los que solo quieren perderlo porque no saben lo que hacer con él. Con sus miserias y sus mentiras. Con todos sus faroles y sus falsos ruegos. Con toda la porquería que llevan encima y que, en muchas ocasiones, les sirve de disfraz para una supuesta vida honorable.
El camino para llegar a las certezas que anidan en el corazón suele estar empedrado de billetes. Sólo la valentía puede anular esa alfombra de promesas que suele empezar con una irresistible jugada compuesta por un imbatible full de ases y reyes. Y la mano que sujeta las cartas es la de una dama que siempre supo dónde estaba el límite.

miércoles, 10 de enero de 2018

EL JUSTICIERO (1947), de Elia Kazan

El primer deber de un fiscal no es sentirse satisfecho por haber ganado un caso, sino estarlo porque se ha impartido justicia. No es fácil dejar esta frase grabada en el pensamiento de un abogado del Estado cuando a la vuelta de la esquina se le está seduciendo con cargos políticos y el éxito por el que tanto ha luchado. Sin embargo, algo hay en él que es más fuerte que el triunfo personal y es el ansia de haber luchado de forma justa, de haber estado con el inocente y de haber inculpado al que lo merecía. Es un hombre honesto, de esos que ya no abundan. Buen testigo de ello es un avezado periodista que observa mucho y calla muy poco. Sus ojos saben distinguir las presiones a las que se ve sometido un Fiscal cuando el caso conviene ganarse por diversas razones. Los intereses creados, el beneficio inmediato, el próximo cargo, el próximo juicio…todo ello tiene que estar en un segundo plano si lo que está en juego es la vida de un hombre. Y el asesinato plantea varias dudas. Los testigos aseguran que el acusado es el autor…pero la calle estaba demasiado oscura. La víctima era un hombre bueno y todo el mundo sabe que los hombres buenos tienen enemigos incluso entre los desconocidos. El arma utilizada para el crimen es defectuosa y no puede haberse disparado en el ángulo en el que entró la bala. No, demasiadas cosas apuntan a que el acusado es inocente. Y un Fiscal debe de velar por el cumplimiento de la justicia, no por acumular cientos de casos ganados. Eso es lo de menos. Y tener la conciencia tranquila, no tiene precio. Tal vez porque si no, ese Fiscal no podría ni mirar a su mujer a la cara.
El camino no será fácil. Tendrá que enfrentarse a los gerifaltes, a los interesados dueños de los periódicos, a un viejo amigo que, por aquellas casualidades de la vida, también es el jefe de la policía, al juez e, incluso, a la próxima prosperidad del municipio. Solo porque está en juego la vida de una persona. Solo por eso. Nada más, ni nada menos.

Elia Kazan dirigió está película llena de idealismo por una justicia que debería ser salvaguardada por los mismos elementos que la integran y que hacen que tenga sentido en una sociedad que lincha antes de juzgar, que emite la opinión antes de valorar, que no atiende a razones ni a pruebas. Así, Kazan articula también una advertencia sobre el ansia de sensacionalismo de la opinión pública y de la gente en general con resultados brillantes, con lúcidas intervenciones de Dana Andrews, Lee J. Cobb y Ed Begley y con la seguridad de que el cine también puede ser valioso cuando nos atrevemos a mirar mucho más allá de las apariencias.

martes, 9 de enero de 2018

EL PICO DE LAS VIUDAS (1994), de John Irvin

Durante estas Navidades tuvimos dos programas de "La gran evasión" en Radiópolis Sevilla. El primero fue Solo ante el peligro, de Fred Zinneman. El segundo se dedicó a El ídolo caído, de Carol Reed. Si tenéis ganas de escucharlos, podéis pinchar en cada uno de los títulos.

El Pico de las Viudas es un pequeño pueblecito de Irlanda que se halla en medio del verde intenso y de la maledicencia recalcitrante. Por eso tiene un nombre tan adecuado. Es un lugar a mitad de camino entre Cork y Limerick y tiene una población compuesta, en su mayoría, por señoras que han tenido la desgracia de perder a sus maridos. Éstos, solícitos y nada perfectos, aseguraron la manutención de sus esposas para el resto de sus días. Evidentemente, eso conlleva varios problemas y el mayor de todos ellos es el tiempo. Sí, es ese monstruo que se presenta alrededor de las tazas de té y de las largas tardes de lluvia y sol a partes iguales. Tiene la facultad de soltar lenguas y desatar miradas viperinas. Y acaba de llegar una forastera. El caldo de cultivo ideal para que se digan y se oigan los susurros oportunos, las leyendas campestres sin base real y la pequeña y dañina maldad de unos cuantos corazones solitarios, aburridos y demasiado correctos.

Tan correctos como sus apariencias. Claro que no todo es lo que parece y no hay nada más fácil que hacer hablar a las serpientes que siempre quieren ver lo que les apetece. La forastera es hermosa y elegante, tiene un cierto toque de clase y se muestra educada y cortés…salvo con una solitaria mujer que no es viuda pero que ha llegado a una especie de pacto con el resto de respetables señoras. La enemistad crece exponencialmente y ese paraíso de verdor y humedad se convierte en un desierto de inquina y desprecio. Ya que al Pico de las Viudas le gusta tanto mantener las apariencias, vamos a regalar una buena dosis de apariencias. Así, de paso, se puede vestir un traje a todas esas falsedades que, poco a poco, van tejiendo un manto de silencio que, en sí mismo, también es un delito. A veces, también el silencio es un delincuente. No obstante, hay que tener en cuenta algo muy importante. Las mujeres son inteligentes y, desde luego, saben comerse muy frío el plato de la venganza. El Pico de las Viudas es un lugar precioso, ideal, paradisíaco, fantástico. Solo las abruptas insidias de algunas personas hacen que el verde se torne en gris y que vivir allí sea una cárcel custodiada por las palabras dichas en voz baja. Es hora de dar un repaso a estas señoras. Y las encargadas de hacerlo son Joan Plowright, Mia Farrow y Natascha Richardson. Todas ellas esconden secretos que no desean ser dichos. Todas ellas esconden un lado que raramente suelen enseñar. Ya saben…las apariencias…ante todo y sobre todo.

martes, 2 de enero de 2018

THE DISASTER ARTIST (2017), de James Franco

No basta con una explosión emocional para hacer creer a todo el mundo que se posee el talento. El trabajo de actor es agotador, hay que pensar todo el tiempo como se supone que lo haría el personaje que se está interpretando. Hay que esperar y trabajar en el interior y en el exterior para que esa reacción, sea cual sea, llegue a parecer creíble. Y aún más si se quiere dirigir en cualquier campo de la representación. Hay que saber contar, saber narrar, saber orientar, saber liderar. Y pocos, muy pocos en la historia del cine han sabido hacerlo realmente bien más allá de sus excentricidades o extravagancias.
La ilusión por triunfar puede fabricar verdaderos espejismos. Se puede llegar a creer que se está realizando algo sublime cuando se está cayendo en el ridículo más espantoso. Y aún llega a horrorizar más el hecho de que se haga algo tan mal, tan infecto, que despierte a verdaderas legiones de adoradores que se inclinan por lo diferente, por la certeza de que aquello que se está viendo es lo peor del mundo, pero que, en el fondo, tiene mucha gracia. Y es que, si miramos a nuestro alrededor con cierto detenimiento, nos daremos cuenta de que hay mucha gente rara en el mundo.
No todo se suple con la fuerza de la voluntad. Y, ni mucho menos, alguien verdaderamente creativo se puede dejar arrastrar por una continua actitud enmascarada en la apariencia. Nadie es Stanley Kubrick por tener una cámara en la mano. Nadie es Alfred Hitchcock por tratar a los actores como ganado. Es el absurdo de unos tiempos que coronan a la auténtica mediocridad precisamente porque es mediocre. Es fácil reírse. Es fácil ridiculizarlo todo. Y aún más fácil es subirse en el tren de esa risa para enaltecer lo que no tiene ni la más mínima justificación de arte.
Aunque las opciones de James Franco como director no sean siempre las más adecuadas, hay que reconocer que la historia que se decide a contar en esta película tiene su gracia. La personalidad misteriosa y, a la vez, grotesca de Tommy Wiseau, un tipo que llegó a interpretar y dirigir una película infecta como The room mientras se gastaba una auténtica fortuna de origen desconocido, llega a ser apasionante bajo el ojo de Franco que pone de manifiesto el ridículo entorno de Hollywood por el que tantos se afanan por triunfar. Para ello, tiene un guión que arranca unas cuantas risas, cuenta con unas cuantas apariciones especiales de cierto peso y también con su propia interpretación, tan tirada y estupenda que acaba por ser un soplo de aire fresco.

Inevitables son las comparaciones con Ed Wood, de Tim Burton, pero Franco opta por averiguar los miedos de su protagonista, llenándolo de frustraciones que siembran de dudas su supuesto talento que, por supuesto, resulta inexistente. Maravillosas resultan sus secuencias de alto nivel emocional en la que, con una torpeza casi indescriptible, trata de imitar a Marlon Brando en Un tranvía llamado Deseo. Franco, sin ruborizarse, nos dice de alguna manera que soñar es gratis aunque, a veces, es insufrible. Y eso, en el fondo, tiene un cierto mérito que se balancea con soltura entre la perplejidad y la pasión. Al fin y al cabo, es posible que cualquiera que tenga una cámara se crea que es Stanley Kubrick (otra cosa es que lo sea). Y ejemplos los hay a millares.