viernes, 21 de julio de 2017

DULCE LIBERTAD (1986), de Alan Alda

Ya llegó el momento de que todo el mundo esté deseando darse un chapuzón y desafiar alguna de las tres reglas que se detallan en este artículo, así que vamos a cerrar el blog hasta el martes 5 de septiembre. Mientras tanto, disfrutad de vuestra dulce libertad y no dejéis de ir al cine para ser un poco más librepensadores. Gracias a todos y cada uno de los que habéis entrado aquí para leer algo. Un beso para ellas y un abrazo para ellos.

Regla número uno: Desafío a la autoridad.
Es lo que pone en práctica la gente del cine cuando rueda una película. Y si para ello hace falta despreciar a la Historia, pues se hace sin ningún problema. El público medio de una sala de cine tiene entre doce y veintidós años y cualquier desafío a la autoridad le chifla porque es una de las reglas básicas de la rebeldía natural de la juventud. Claro que no es fácil hacerlo cuando el autor de un libro histórico sobre la ocupación inglesa en tiempos de la revolución americana anda por ahí intentando conspirar contra la producción. Ah, pero el todopoderoso cine se empeña y entonces hay poco que hacer. Solo queda introducirse en los vericuetos del mismo rodaje y poner en práctica la misma regla. Desafiar a la autoridad. Luego el montaje hará milagros y las secuencias espectaculares quedarán relegadas a segundo plano para que, mientras tanto, el actor protagonista intente ligarse a todo lo que lleve faldas; la actriz principal, seguidora acérrima del método Stanislavsky, intente todo para meterse en la piel de su personaje; y el director dirija el asunto como quien hace una película de dibujos animados. Cambiarán la Historia pero no cambiarán la mentalidad.
Regla número dos: Destrucción de la propiedad.
Regla imprescindible si se quiere conseguir que la gente vaya al cine y pase por taquilla. Como no haya explosiones, batallas, muertes, sangre, ensañamiento, crueldad y aventura a raudales, la película pasará al olvido con la facilidad con la que se bebe una botella de bourbon. Y eso, al escritor le enfurece porque sí hubo batallas, y crueldad, y aventura pero ocurrió en un prado, marchando en líneas que se iban quebrando según se escapaba la vida de los soldados, pero esto no es una comedia. Esto pasó de verdad. Y el heroísmo fue evidente. Ya tiene que venir el director palomitero a decir que aquello fue una ridiculez, que hay que hacer a la gente correr de un lado a otro como gallinas en un corral. El guionista se ha prestado al juego pero, consciente de su inferioridad, quiere ajustar un poco sus líneas para dejar algo de verdad en todo el montaje. Y así es como estalla una rebelión popular en contra de la mentira que vende el cine. Esta vez, doscientos años después, se trata de luchar por la dulce libertad de la vida real. Y que el actor protagonista, ese maldito inglés que tiene la moral a la altura de sus botas de caña, baje del helicóptero que está destruyendo la propiedad. ¿O eso es digno de admirar?
Regla número tres: Empelotarse.
Sexo, sexo, sexo. Tiene que haber sexo aquí y sexo allí para que el espectador se vaya calentito. Al actor protagonista no le hace falta, que ya se empelota él solo con la primera que se ponga por delante. Sí, incluso con la actriz amante del método Stanislavsky. Traición se paga con traición. Mientras tanto, el escritor trata de contener la oleada de lujuria que representa el cine e intenta, un tanto infructuosamente, que su vida tenga un cierto orden. El actor protagonista…no….la actriz principal…no, tampoco…el loco del guionista…ése aún menos. Esto es una locura. Mejor empelotarse y dejar que la historia, la del rodaje, sea memorable. Y que las cámaras lo graben. La producción pagó por el libro y eso ya invalida las pretensiones del prestigio. Y de paso, una madre que está como un cencerro intentando rememorar un viejo amor de juventud que ni es amor, ni es juventud. Dulce libertad.

Olvidada película dirigida e interpretada por Alan Alda, rodeado de un magnífico elenco de intérpretes que incluía a Michael Caine, Michelle Pfeiffer, Lillian Gish y Bob Hoskins…solo para decir que las cosas en el cine nunca son como las imaginamos.

jueves, 20 de julio de 2017

SU MEJOR HISTORIA (2017), de Lone Scherfig

Cuando crees que la ficción ha llegado a su punto más álgido, también llamado emoción, te das cuenta de que la vida es la que realmente domina todo y que se puede encontrar esa emoción en cualquier rincón, en cualquier mirada, en cualquier reproche, en cualquier palabra dicha a tiempo. Es difícil llegar a esa conclusión porque, al fin y al cabo, la vida manda y es posible que lo que más deseas nunca llegue a ser tuyo. Por una razón o por otra. Aunque, quizá, lo más probable es que sea el destino.
En cualquier caso, cuando solo se ven fealdades y desgracias, la gente solo quiere un rato de evasión que sea capaz de recordarles que la vida puede ser mejor, más ideal, más épica, más útil. Uno no se puede rodear solo de bombardeos, muertes sin sentido, accidentes estúpidos o desengaños nacidos de la debilidad. Hay que soñar que se es fuerte, que hay heroísmo en cada uno de los actos que se realizan, que, a pesar de todo, hay hermosura en esa maldición, en ese acto aislado, en ese momento de intimidad en el que alguien susurra con la mirada palabras que nunca deben ser dichas. Es el cine. Es la realidad.
Y en medio de todo ello, una chica trata de luchar y de salir adelante en un oficio dominado por hombres. Y demuestra que vale más que cualquiera de ellos en cualquier situación. Al lado de un tipo que atempera su carácter a la luz de la luna, o dando indicaciones certeras a un viejo actor que ya está de vuelta y que, cada vez, encuentra menos estímulos en seguir adelante, o demostrando que la razón está por encima de todo a algunas miradas escépticas. La verdad está ahí delante, en papeles en blanco deseando ser mancillados con las palabras tornadas en discursos, con las frases de rutina extraídas hacia el heroísmo, con la certeza de que todos, alguna vez, hemos hecho algo digno de mención. Y si no, que se lo pregunten a las lágrimas.
Lone Scherfig ya dio muestras de su enorme talento de mujer en An education presentándonos a Carey Mulligan como una actriz capaz de sacar adelante cualquier papel. Aquí, vuelve a dar en la diana con esta recreación del cine británico en medio de la Segunda Guerra Mundial y acariciando con la cámara este retrato de mujer valiente, sensible y con talento, que, rodeada de toda la farándula, destaca por derecho propio sabiendo lo que desea el público. Nada fácil para una guionista que trabaja por dos libras y media a la semana. Nada fácil para una mujer.

Gemma Arterton consigue sacar adelante un papel complejo para un personaje que funciona maravillosamente bien como hilo conductor entre la tragedia y la comedia mientras que Bill Nighy resulta creíble como ese actor de gloria pasada y futuro marchito que trata de aprovechar sus últimas oportunidades para estar un minuto más en la cima. La película es inteligente, está bien engrasada en sus oscilaciones y se mueve con habilidad entre la ambientación de los años cuarenta y la espléndida banda sonora de Rachel Portman. Así que desempolven sus emociones y vuelvan al cine, al más auténtico, al más gozoso. Una chica nos lo trae con las hojas bien mecanografiadas y la cámara sobria que merece la ocasión. Es buen gusto por los cuatro costados. 

miércoles, 19 de julio de 2017

EL HOMBRE DEL CORAZÓN DE HIERRO (2017), de Cédric Jiménez

No se puede pensar cuando la bota que te oprime es tan fuerte y tan sólida que es imposible de derribar. La sangre corre por las calles con una crueldad inusitada y todo reside en la política de represión de un solo hombre. Heydrich era el cerebro de Himmler y decidió acabar con todos los puntos de resistencia en Checoslovaquia para que nadie pudiese levantar un dedo contra el Reich alemán. En su mente fría y calculadora también se formó la solución final de los seis millones de muertos judíos. Ese hombre debía morir.
Y todo comienza porque Heydrich era un maldito inadaptado que resulta expulsado con deshonor de la Marina de guerra alemana. Su pérdida de rumbo encontró su tierra prometida en la cruz gamada y en la organización de los servicios de inteligencia del Partido Nacionalsocialista. Su mirada, fría como el hielo, alcanzó todos los ámbitos. Incluso el de su misma vida privada. Mientras tanto, al otro lado de la calle, un par de patriotas checos recibieron la misión de acabar con su vida para demostrar que los nazis no eran invencibles en los países ocupados. Era como si el miedo fuera desterrado porque no tenía nada que hacer entre esos contendientes.
Todo fue estudiado al milímetro. Una encerrona calculada para que el Protector de Bohemia y Moravia no pudiese salir vivo de su coche con chófer. Era el momento de que la muerte comenzase a dar órdenes y se llevase a todos con sufrimiento. Era el precio de tan alta osadía. Y, sin embargo, había algo en aquellos hombres. Algo así como el arrojo desmesurado, la valentía total, la certeza de que iban a morir ocurriese lo que ocurriese.
Basándose en la magistral novela de Laurent Binet Hhhh, Cédric Jiménez ha conseguido frustrar muchas de las expectativas que había sobre ella. Con una dirección inútil, a base de cámara al hombro, y movimientos estúpidos que pretenden colocar al espectador en la inmediatez del momento histórico, hay espacios en blanco en la narración, se prescinde del apasionante juego metaliterario que propone Binet en su novela con un guión plano y nada arriesgado que falla notablemente en su estructura y que, además, lo coloca en el desequilibrio flagrante. Hay un buen trabajo de Jason Clarke, que consigue traspasar la pantalla con esa mirada gélida, fanática, cruel sin pensar en ninguna consecuencia y que se lleva la mejor parte de la historia. Por otro lado, la trama conspirativa, con un voluntarioso Jack O´Connell, resulta floja, con algún que otro vacío incomprensible, sin épica, pero tratando de que haya mucha lírica que no está del todo ajustada. Todo confluye en una lastimosa sensación de que la película no funciona en su conjunto, lastrada por una dirección totalmente equivocada y por la evidente falta de talento.

Quedémonos con el heroísmo de esos tipos a los que no les importó poner en riesgo su vida con tal de asestar un golpe de efecto vital al nazismo. Al fin y al cabo, si un hombre posee un corazón de hierro es mucho mejor arrancárselo porque acaba por ser un órgano inútil. Lo único que hace falta es una fuerza de voluntad a prueba de bombas, de disparos, de torturas y de sueños rotos. Algo que le falta al director de esta película.

martes, 18 de julio de 2017

LA HORA FINAL (1959), de Stanley Kramer

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Amarcord", de Federico Fellini, podéis hacerlo aquí.

Los últimos momentos de la vida de la Humanidad. No importa quién apretó el botón para iniciar una guerra. Lo que importa es que nadie avisó de que la respuesta de defensa de una amenaza nuclear no se podía compensar fabricando más bombas. La guerra ya acabó y se llevó a la mayor parte de la población y dejó en el aire demasiadas partículas de radiación como para hacer la vida viable. Solo Australia está en niveles aceptables de supervivencia. Los hombres se obstinan en creer que aún hay esperanza. La Naturaleza es sabia y las lluvias, las nieves, las corrientes marinas y eólicas se encargarán de limpiar los residuos aéreos que se introducen en los cuerpos, los minan, los acaban, los exterminan. Pero no, la hora final de la Humanidad se acerca. No hay más esperanza que disfrutar un último amor, ganar una última carrera al filo del peligro, disfrutar del último llanto de un bebé, apurar una última copa con una fiel secretaria que, quedándose en el despacho, dice, una vez más, que ella nació para estar allí, al lado de su jefe. Es la Humanidad en la playa. Es dejarse arrastrar hacia las gotas que quedan dejando por el camino todas las aristas de la esperanza. Sí, porque son aristas, son leves virutas de madera que caen y que, de ninguna manera, son avances de árbol. Es todo lo contrario, son consecuencias de destrucción. Malos chistes de una existencia inútil, que no dejará más huella que su urbanismo desenfrenado y su memoria diluida en el tiempo. Hora final que solo dejará casas habitadas de cadáveres, personas que esperaron la muerte en la paz que el mundo negó. Y solo habrá tristeza en las despedidas, por mucho que hayan llegado por la vivencia de algo que mereció la pena.
El Comandante Towers aún habla en presente sobre su familia. No puede superar el horror. Y tiene miedo al amor en los últimos instantes. Moira es una mujer que, realmente, nunca probó el auténtico amor y está deseando probarlo. Considera que irse sin probarlo hace que su vida sea un desperdicio. El Teniente Holmes tiene que ahogar la felicidad por la que ha luchado y se rebela contra el destino. Julian Osborne debe cargar con la conciencia de haber contribuido a la destrucción y el fatalismo se ha adueñado de su ánimo. Vidas en su recta final. Y la meta no tiene ningún premio.

Quizá esta película confirmó realmente a Stanley Kramer como un director dispuesto a hurgar en las entrañas de la polémica para hacer pensar al público en sus responsabilidades y complejos, en sus traumas y, también, en sus esperanzas. No siempre lo consiguió con vigor pero consiguió colocar la trascendencia en una serie de preguntas que el hombre siempre se ha negado a contestar. Y hay que dar una respuesta, por mucho que el horror se ponga por delante justo cuando tenemos la felicidad al alcance de la mano.

viernes, 14 de julio de 2017

UN DETECTIVE CURIOSO (1975), de Peter Hyams

Un hombre camina por un callejón oscuro y sucio. Las luces parecen cansadas y el día muere con lentitud. El hombre va vestido de smoking, con un sombrero de ala ancha y una gabardina. Se para al lado de una cañería. Enciende un cigarrillo y algo nos dice que le conocemos. Es posible que sea Humphrey Bogart. No está aquí para contarnos una historia. Simplemente nos anuncia los títulos de crédito de la película que vamos a ver. Quizá porque sea una de esas historias que caminan en un difícil equilibrio entre la parodia y el homenaje. La sombra se adueña de la cara de Bogart, el día cae definitivamente y se nos presenta al detective protagonista.
Se trata de un inglés que emigró a Los Ángeles justo después de la guerra creyendo que el oficio de detective era como el de médico o el de abogado. Es un tipo no demasiado corriente en el oficio. Tiene su sombrero y su traje y también una pajarita en el cuello. Está casi en bancarrota y deja la puerta abierta de su despacho para ver si hay algo de suerte y entra la prosperidad y, posiblemente, ése es su mayor error: dejó la puerta abierta.
A partir de aquí se suceden las referencias a El sueño eterno, a Adiós, muñeca y a El halcón maltés. El inglés trata de encontrar a una niña que fue adoptada treinta años antes y no falta el asesino frío que tiene un pequeño defecto nervioso que se manifiesta en su cara llena de tics. La mujer fatal, equívoca y hermosa, se insinúa y se retira para, luego, volver a insinuarse. Los personajes tienen doble filo e, incluso, hasta triple, y Tucker, que así se llama el inglés, no deja de meterse en un lío tras otro. Su habla es afilada y es arrojado cuando la ocasión lo necesita. No le importa recibir un par de golpes si la recompensa es justa aunque no sea necesariamente dinero. Tiene que deshacer el entuerto y elegir porque el chantaje también es un personaje más. Al final, tendrá que convivir con el peligro pero…¡qué diablos! ¿No es lo que hacemos todos? Y la sensación que dejará en el público es de haber visto una película breve, agradable, amable, muy bien ambientada, con cierta clase y una primorosa fotografía negra. No es poco para tratarse de un detective de mala muerte que, a veces, pierde el hilo pero lo recupera con facilidad. Discúlpenle. Es inglés y no está muy acostumbrado.

La dirección de Peter Hyams resulta sobria y muy medida en una película que está totalmente olvidada. Tal vez porque, cuando se rodó, Polanski había estrenado Chinatown y el cine negro no era cosa de tomárselo a broma. Michael Caine y Natalie Wood juegan a verse, besarse, aborrecerse y encontrarse y se tiene la sensación de que, en realidad, los bajos fondos se hallan exclusivamente en medio de la clase más alta. La curiosidad tiene estas cosas. A veces, te encuentras con una sorpresa. Si es agradable o no, allá ustedes.

jueves, 13 de julio de 2017

DÍA DE PATRIOTAS (2017), de Peter Berg

Políticos a los que ni habría que mirar a la cara adoptan posturas comprensivas y tolerantes con el terrorismo amparándose en que, al fin y al cabo, siempre tiene una cierta justificación. Países que se convierten en paraísos del refugio terrorista porque esos chicos solo son personas que han optado por una solución no demasiado acertada. Vergüenzas que, con el relativismo, van tomando forma de verdad olvidando por completo que el terrorismo, sea cual sea, venga de donde venga, nunca está justificado. Y el que no lo ve, sencillamente, es un desalmado.
Tampoco tiene mucho sentido llamar a nadie desalmado cuando esos mismos elementos no creen en la existencia del alma. Son esos que, viendo la televisión informando sobre cualquier ataque terrorista, se quedan en el hecho en sí sin pensar que detrás hay víctimas mortales, con miembros cercenados, vidas que nunca volverán a ser las mismas, niños que yacen con su cuerpo inerte sin homenaje ni más lágrimas que las de su familia. Y aún así siguen diciendo que no, que el terrorismo no es tan malo, que los países occidentales somos los auténticos malvados y que les hemos empujado a ello. Ellos tienen una disculpa. Y así, con la gente que cree en lo que dicen, los terroristas empiezan a ganar.
Tal vez porque es cierto que el amor es la única respuesta ante la barbarie. Que si nos mostráramos indivisibles y unidos ante ellos, el desánimo se haría fuerte porque verían que no consiguen nada. Que si pusiéramos en marcha nuestro instinto solidario y tratáramos de ayudar con cariño y comprensión hacia las víctimas, sean cuales sean, tendrían todas las batallas perdidas. Pero el mensaje no llega. Las bombas explotan. Pies arrancados, piernas totalmente abiertas en canal, sangre manchando las calles, dedos, ojos, caras destrozadas…pero ellos se lo han buscado. Matar está justificado ¿no es así?

El 15 de abril de 2013, un atentado mató a tres personas en plena celebración de la Maratón de Boston y dejó tras de sí a cientos de heridos. La respuesta de las autoridades fue inmediata para detener a los malnacidos que perpetraron ese asesinato. La gente lo merece. Se pagan impuestos, se trabaja, se intenta mejorar cada día para que alguien se preocupe en el caso de que ocupen estas cosas. Y esta película habla de ello. Y lo hace con fuerza, con interés, en un relato apasionante muy cercano al docudrama, con una excelente dirección de Peter Berg, un buen trabajo de Mark Whalberg y un maravilloso apoyo secundario por parte de Kevin Bacon, John Goodman, J.K. Simmons y Michelle Monaghan, a pesar de la brevedad de sus apariciones. La trama es absorbente y real. Se llora. Se siente. Se pelea. Se pierde. Y también se gana. Alejado de panfletos patrióticos, la película apela al amor entre todos los que forman parte de una comunidad. Solo así se podrá derrotar a los que solo creen que ellos son los que sufren y que los demás merecemos una bomba en nuestra normalidad. Es una película de acción, de emoción y de amor profundo. Porque solo ese tipo de amor es el que es capaz de hacer que los afectados comiencen de nuevo, con empuje, con ánimo, con la certeza de que la razón es de las víctimas y no de sus verdugos. Y merece mucho la pena darse cuenta de todos los que trabajan para que así sea. Lo demás, es la falacia, el aprovechamiento y la insidia. Lo demás, simplemente, es mentira.

miércoles, 12 de julio de 2017

POR EL VALLE DE LAS SOMBRAS (1944), de Cecil B. de Mille

Las bombas caen mientras las heridas están cerrándose en un hospital de Java. Allí, al frente de todo, está el doctor Corydon Wassell, un hombre que se pasó la vida huyendo. Primero en Arkansas, donde ejercía como médico rural, por culpa de los cerdos. Después en China, donde trataba de investigar las propiedades curativas de un caracol de cola bífida, por culpa de una chica. Ahora tiene la oportunidad de huir, de coger un barco y salir de la ratonera en la que se ha convertido la isla ante la invasión de los japoneses y no lo va a hacer. No va a abandonar a los chicos heridos que no pueden andar. Se lo debe a sí mismo y quiere despejar, de una vez por todas, las dudas que se han cernido sobre él. Quiere curar. Desea curar. Y si tiene que sacrificarse escondiéndose en la isla o transportando a todos en medio de un convoy británico, lo hará sin pestañear. No, no es valiente. Es solo un médico.
Por el valle de las sombras, el doctor Wassell administra fármacos a sus muchachos incluyendo alguna dosis de optimismo, de esperanza y, por supuesto, de profesionalidad. Hace lo imposible para que esos chicos tengan una oportunidad de abandonar la isla de Java y curarse de sus heridas en casa, pero las retiradas son crueles, y no faltarán los héroes sin nombre que se quedarán por el camino tratando de luchar por la supervivencia. La perseverancia del doctor Wassell resulta un ejemplo en la hora de la derrota porque, incluso en los amargos días, puede haber alguien que gane. Se nota entre sus pacientes porque comienzan a mirarle con cariño, con ese aura entrañable que solo emanan los hombres que son verdaderamente grandes aunque la vida se ha empeñado en hacerlos pequeños. Quizá, lo que une de forma genuina al doctor Wassell con sus convalecientes marineros es que él, de alguna manera, también está herido, pero hará lo imposible por volverse a levantar.

Esta película puede que sea la mejor y también una de las más desconocidas de Cecil B. de Mille. Lejos de la espectacularidad que rodeó sus fantasías de proporciones bíblicas, de Mille articula una película de aventuras basándose en la historia verídica del doctor Wassell, comandante médico destacado en la isla de Java en el momento de la ocupación japonesa. Para ello contó con Gary Cooper en un papel en el que, se podría decir, se halla abrumadora y sorpresivamente cómodo. Más relajado que de costumbre, el actor nos traspasa eficazmente la humanidad que emana del personaje, capaz de derramar su sangre con tal de que la de los demás no se vierta y siempre bordeando la frontera del buen humor en medio del caos bélico que amenaza a toda la isla. Un gran trabajo de ambos que se convierte en una odisea envuelta en vendas y cloroformo, trepidante en algunos momentos, sencilla e íntima en otros pero siempre en el delicado equilibrio de unas muletas que ayudan a transportar los sueños de un puñado de hombres rebosantes de valor.

martes, 11 de julio de 2017

AMARCORD (1973), de Federico Fellini

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "La guerra de las galaxias (Episodio IV)", de George Lucas podéis hacerlo aquí

Los recuerdos se confunden a menudo con la imaginación. La fantasía se vuelve tan real como la memoria y todo se junta en una anécdota de infancia y juventud, como el inexorable transcurrir del tiempo entre la primavera y el invierno siguiente. El cura con sus cosas, papá que no aguanta, mamá que se vuelve loca, el tío diciendo que quiere una mujer, la verdad empapada de mentira, el hecho que le cuenta otro, la señora explosiva que levanta la admiración de todos los solteros, de los no tan solteros y de los púberes, el amor, dulce amor, que no es amor, el trasatlántico impresionante, el cine que no deja de vomitar sueños con su haz de luz, la vida pasa y todo estaba ahí. Aún con sus miserias, su tiempo sin libertad, su irreverencia inherente, su ilusión por las cosas mínimas…Recuerdos, todos recuerdos.
El hilo argumental parece que se deshilacha con facilidad pero Fellini nos va guiando por una de sus películas más personales para decir que él es como sus imágenes, que todo aquello que ocurrió y que no ocurrió, también le formó como persona y como cineasta. La boda en el paraje desolado, la batalla con bolas de nieve, el baile desencantado bajo la niebla, la imposible carrera de coches con Nuvolari y Campari como ases del volante. Nada de eso fue real y, sin embargo, es tan real que la memoria lo recuerda, el cineasta lo memoriza y el cine nos lo regala. La estanquera que no te deja respirar entre sus pechos y que, al fin y al cabo, lo que hace es venderte el puro para el padre, la prostituta grotesca, los ridículos fascistas, los profesores que parecen muñecos de un cuento de terror con su castigo impostado, su falsa sonrisa y su enseñanza antigua. Todo eso fue real y, sin embargo, es tan irreal que se atrapó como si fuera la vida idealizada de una pequeña villa de Italia perdida en el tiempo y en el recuerdo. O, tal vez, no fueran recuerdos y solo se quedaran en ensoñaciones…pero fueron tan fuertes que Federico Fellini nos las vende y nosotros las creemos. La vida es una farsa, llena de actores malos, que se esfuerzan en sobreactuar y en hacer que todo cobre la categoría de esperpento y Fellini lo que hace es transcribirlo tal y como lo recuerdo. ¿Qué más da si fue verdad o no? Lo importante es que también eso forma parte de los recuerdos.

Pero ante todo y sobre todo, Fellini vuelve su mirada nostálgica hacia atrás para decir, con sabiduría de adulto, que, a pesar de todo, de las miserias, del provincianismo, de la pobreza, de la incultura y de la falta de libertad, aquello era la misma felicidad y, en aquel momento, no se daba cuenta porque creía que lo mejor aún estaba por llegar. Hasta eso también forma parte de los recuerdos.

viernes, 7 de julio de 2017

HORAS DESESPERADAS (1955), de William Wyler

Una bicicleta en el jardín y la desgracia cae. Nunca se sabe por qué. Solo porque un tipo que se ha evadido de la prisión con dos compinches andaba buscando la casa ideal para esconderse durante unas horas. Y es que donde hay niños, el cabeza de familia tiene mucho que perder. Y lo peor de todo es que es un hogar feliz. Los Hilliard han conseguido crear un sitio donde sus hijos crecen sanos, con la mirada limpia y el corazón puro. Y eso no lo pueden entender unos facinerosos que han probado todos y cada uno de los estratos del otro sueño americano. En el fondo, los Hilliard llevan la vida que ellos han envidiado durante toda su vida. Por eso, va a ser muy difícil echarlos de allí.
La mirada amarga de Glen Griffin lo dice todo. Para él nunca ha habido un maravilloso café después de una opípara cena. Tampoco cariño a su alrededor y, tal vez por eso, piensa que el mundo no lo guarda en ninguna parte. Sus consejos están teñidos siempre de un punto de maldad, perfectos para guiar a la inocencia por los caminos de la rabia. Sí, porque eso es lo que Griffin guarda en su interior. Rabia contra una sociedad que le ha condenado a llevar una vida de atracos, disparos, traiciones y cárceles. Rabia contra esos individuos de clase media que se creen algo porque todos los días van tranquilamente al trabajo y vuelven con un sueldo suficiente como para comprarse una casa y hacer un regalito a su esposa. Rabia contra la policía que se ha ensañado con él como si no hubiera cosas más importantes a las que perseguir. Rabia contra la derrota continua que se estrella contra él con la fuerza del impacto de una bala. Griffin no conoce otra cosa, por mucho que su joven hermano trate de atisbar lo que hay al otro lado del muro. La rabia le mantiene vivo, pero ignora que la rabia también es un poderoso motivo para la muerte.
Dan Hilliard no es un valiente. Sencillamente porque no ha ejercido nunca como tal. Toda su preocupación reside en hacer bien su trabajo y proteger a su familia. Es ese héroe, con un punto de cansancio, que todos los días realiza la hazaña de levantarse para que no falte de nada en la nevera y se utilice el sentido común. Paradójicamente, Dan Hilliard será el rival más temible para Griffin porque sabe usar la razón como arma y también posee algo que Griffin ignora: la inteligencia. Su victoria no será una de esas que castigue al maleante a modo de venganza, no. Solo será una frase, escueta, definitiva: “Salga de mi casa, Griffin”. Ahí es donde Hilliard vence porque no mancha sus manos, sigue con su ética intacta, no se ha acobardado en ningún momento aunque haya pasado miedo. Es un hombre. Tiembla y muere de ansiedad. Pero es un hombre.

Así es como William Wyler construyó esta historia. Humphrey Bogart y Fredric March se enfrentaron y saltaron rayos en los ojos de ambos. Fogonazos que clamaban por la arrogancia y lo despreciable hasta que la astucia de quien sabe esperar los iguala en el plano de la honestidad, de lo correcto. Y ahí es donde uno de ellos ganará sin apelación. Más que nada porque todos deseamos que nuestra familia siga viviendo en un mundo algo más seguro.

jueves, 6 de julio de 2017

COLOSSAL (2017), de Nacho Vigalondo

Todos llevamos un monstruo en nuestro interior. Es el recipiente donde hemos depositado nuestras frustraciones y nuestros resentimientos y está ahí, escondido, esperando aparecerse entre cortinas de humo para sacar lo peor de nosotros mismos hasta que nos damos cuenta de su existencia y luchamos y nos batimos para ahogarlos, para lanzarlos lejos, para acabar de una vez con ellos. No es fácil encontrárselos cara a cara. Entre otras cosas, tenemos demasiado miedo de que nos hagamos daño intentando destruir una parte de nosotros que, en el fondo, no deja de ser importante.
Así que es tiempo de mirarse un poco hacia adentro y comprobar de qué material nos hicieron. Es hora de inspeccionar nuestros rencores y nuestros recuerdos y saber si todo eso que, en parte, nos ha hecho como somos está rancio o, por el contrario, sigue vivo y deseando estallar. El camino no es fácil. Hay que dejar atrás un buen puñado de errores y tratar de mirar hacia adelante, intentando agarrar lo que la vida ofrece. Quizá una historia imposible, quizá una copa no bebida, quizá una sonrisa en el momento oportuno. Solo así el monstruo acabará yéndose con su boca biliosa y sus palabras de desafío. Solo así podremos caminar con paso seguro hacia un futuro en el que el dolor no sea el protagonista.
Tal vez, aquel chico que no dejó de ser nunca atractivo aún guarde un rescoldo de rebeldía. Por una vida monótona y triste. Por haber sido un segundo plato que nunca llegó a pedirse. Por haber sido continuamente relegado y ninguneado. Puede que aquella chica algo alocada haya terminado por perder la cabeza y haya huido de todas las responsabilidades que se le han planteado. En algún momento, hay que volver a los orígenes para ver con más claridad. Aunque se puedan recibir un par de golpes. Aunque las lágrimas acaben por salir.
Excelente película del español Nacho Vigalondo que sabe hablar de cosas trascendentes mezclando el humor trágico con la introspección graciosa y que maneja casi de forma magistral a Anne Hathaway en el papel protagonista. La película resulta toda una lección bien llevada sobre cine y sobre la vida y la fantasía tiene su rincón asegurado sin llegar a distorsionar en ningún momento el fondo que Vigalondo nos quiere contar. La historia es sólida y se aleja de la ridiculez con pasos de gigante porque guarda un equilibrio notable y todo encaja con cierto sarcasmo y bastante sentimiento. Colossal resulta un ejercicio nada sencillo con resultados que no dejan de ser sorprendentes en su propia originalidad.

Y es que rara vez las respuestas se hallan en el fondo de una botella y es necesario inflar de aire los pulmones para volver a experimentar la sensación de vivir. Las miradas perdidas llegan a ser sabias y eso espanta a cualquier monstruo que se pueda remover con nuestros gestos, nuestras iras y nuestros fracasos. Mientras tanto, hay que dejar atrás viejas escoceduras porque ellas, escondidas en los lados más oscuros del corazón, son las que fabrican a las peores personas. 

miércoles, 5 de julio de 2017

ZULÚ (1964), de Cy Endfield

Las colinas de Sudáfrica son gigantes que parecen abalanzarse sobre las marciales visiones de un grupo de soldados. Con sus brillantes casacas rojas, deberán demostrar hasta dónde llega su valor y allí, en ese fortín perdido en medio de la llanura, muchos de ellos perderán su vida ante hordas inacabables de guerreros zulúes. Guerreros que intentan intimidar con sus cánticos de heroísmo y de bravura a unos pocos soldados que parecen condenados de antemano. Dentro de la iglesia, se habilitará una enfermería y bajo las órdenes del Teniente Chard, los heridos tendrán que seguir combatiendo. No queda otra solución. Hasta el punto en que lo único que importará no será la propia vida sino la del compañero. Y ahí, en ese momento, es donde nace el heroísmo. Los sacos de arena que sirven como parapeto recibirán tantas heridas como lágrimas. El agotamiento jugará un papel decisivo en la defensa que, paulatinamente, se va convirtiendo en una resistencia total. Ellos no van a morir. A pesar de que el adversario es muy superior en número y siempre tendrán carne para sacrificar, esos soldados no se van a dar por vencidos. Ya ni siquiera importa si tienen razón o no. Solo la vida es el bien supremo y, por ella, si es necesario, hay que sacrificarla.
El Teniente Broomhead manda las líneas de vanguardia, las primeras que hacen frente al asalto del enemigo. Es ligeramente arrogante e, incluso, hay un leve intento de hacerse con el mando cuando la llanura sudafricana es una gigantesca ratonera. Sin embargo, tiene valor a raudales y sabe mantener el mando. Y llega al convencimiento de que el hombre adecuado para mandar a la tropa es el Teniente Chard y no él. La guerra hace hombres, quita galones, coloca las condecoraciones, hace brillar los sables y engrasa las armas. Tanto es así que hasta los gañanes sin escrúpulos se unirán a la hazaña sin pensárselo dos veces, con el empuje casi como única arma mientras los baluartes van cayendo ante las oleadas de guerreros que quieren echar al invasor a cualquier precio. Hasta que una danza guerrera saluda a los valientes. Y las risas desbocadas se disparan porque nunca un baile significó tanta vida.

Cy Endfield, un director americano represaliado por el Comité de Actividades Antiamericanas que emigró al Reino Unido, se obsesionó con esta historia de heroísmo al límite que solo tendría fin cuando describió, precisamente, el otro lado del ejército colonial británico en el guión de Amanecer Zulú, dirigida por Douglas Hickox casi veinte años después. Y contó con un reparto de sólidos actores ingleses que incluía a un jovencísimo Michael Caine en su primer papel importante para el cine incorporando al Teniente Broomhead dando uno de sus pasos fundamentales para el estrellato. A su lado, Stanley Baker, Jack Hawkins, el maravilloso Nigel Green y Patrick Magee como el médico militar capaz de operar delicadamente bajo el asedio enemigo. Y viendo esta película uno no puede dejar de emocionarse oyendo cantar a ese coro que, con una vieja canción tradicional escocesa, hace frente a los cánticos de guerra y miedo de toda una nación.

martes, 4 de julio de 2017

INFIERNO (1953), de Roy Ward Baker

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Taxi Driver", de Martin Scorsese, lo podéis hacer aquí.

El polvo en suspensión del desierto te agarra la garganta y va construyendo lentamente su carretera de lija seca. Una pierna rota es un inconveniente y hay que hacer todo lo posible por sobrevivir. Y no es fácil cuando a tu alrededor has tenido a una mujer tan hermosa que llega a doler y a un supuesto amigo que quiere quedarse con tu dolor. Un día de caza, un accidente inoportuno, te abandonan y dicen que van a buscar ayuda. Y esa ayuda no viene nunca. El agua es escasa. El alimento aún más. El sol es implacable. Y el desierto, con sus rocas que miran como columnas de tiempo y su arena pegajosa, puede ser tu tumba adornada con buitres. La imaginación se pone a trabajar y hay que salir de allí con el ingenio como la mejor arma. Descender un pequeño barranco es una tarea de titanes para quien tiene una pierna rota. Cuero en las manos heridas, una pistola con cuatro balas mal contadas y el sol, maldita esfera ardiente, que no deja de golpear y de insistir para que sepas que él está allí, con su enorme ojo amarillo, esperando tu muerte.
Esto debe ser algo muy parecido al infierno por mucho que una mina abandonada sirva para darte algo de madera a modo de muleta. Se trata de escapar del diablo y llegar a la civilización y entonces dar su merecido a esa chica que arrebata los sentidos y a ese guaperas fracasado que se frota las manos al tener a su alcance la belleza y el dinero. Ah, sí, ése es un pequeño detalle. Eres millonario y por eso nadie te quiere. Solo fingen. Solo esperan. Como tú en ese promontorio de rocas impasibles que a cada minuto te espetan en la cara que no tienes nada que hacer. La carretera está lejos. Las nubes ni siquiera existen. El agua se va acabando a no ser que utilices el cerebro. Te arrastras para llegar a ninguna parte porque lo que se ve desde ahí es que estás justo en medio de la amplitud más desoladora. Incluso tienes que esconderte cuando te buscan porque sabes que vienen al remate, a asegurarse de que no quede nada de ti, ni siquiera tus huesos.

Robert Ryan luchó contra el destino en esta película que habla sobre el deseo de vivir y la ambición. Concebida como una película rodada en tres dimensiones, la voluntad de ese millonario que incorpora Ryan se erige en auténtica protagonista sin más decorado que un brutal y silencioso desierto. Y tal vez todo acabe en una hoguera de vanidades sin realizar y en un castigo de indiferencia. Algo que duele más que abandonar a alguien herido en medio del desierto.