miércoles, 26 de diciembre de 2012

EL CUERPO (2012), de Oriol Paulo

Con esta película quisiera desear a todos un Feliz Año Nuevo. Para que seamos más y mejores, para que seamos parte de la solución y no del problema, para que hagamos felices y no destruyamos esperanzas, para que seamos hombres y mujeres libres y no simples marionetas sin voz. Con todo el cuerpo, con toda el alma.

El rencor es algo que se va amontonando en los pliegues del desequilibrio. Necesita una salida desesperadamente porque si no va consumiendo a quien lo posee. Es un veneno que mata suavemente pero destrozando todos los interiores. No deja rastro porque es el asesino perfecto o, al menos, es el gran manipulador que deja todo con la apariencia del asesinato. Es un bastardo sin rostro. Es una lluvia que erosiona cualquier rastro de sentimiento. Es el recuerdo pervertido. Es el desahogo de la soledad.
Y así, poco a poco, se va tejiendo la trampa. Asesinar a una mujer que se apasiona por la manipulación, por el equívoco cruel y falsamente divertido, llega a ser placentero por mucho miedo que se experimente. En el amor, no hay trascendencias posteriores sino deseos que pugnan por salir. Es parecido al rencor. Más que nada porque uno suele ser la causa del otro. El lujo, la vida fácil, el error disipado...No importa jugar con las vidas ajenas mientras la comodidad y la ambición estén sobradamente satisfechas. Solo hay que borrar las arrugas con un trago. Solo hay que fingir con descaro y todo es verdad. Solo hay que esconderse detrás de identificaciones seguras, sin tacha de moral, sin más armas que la desilusión.
Con trazos evidentes de Sospecha, de Alfred Hitchcock; de Atracción fatal, de Adrian Lyne; de El vigilante nocturno, de Ole Bornedal; y, sobre todo, de la celebérrima obra de Robert Thomas Trampa para un hombre solo, Oriol Paulo dirige con sobriedad este intento de adentrarse sin miedo por los terrenos del suspense, con las herramientas clásicas del género pero también con algún que otro toque meritorio, de indudable originalidad y con un cierto pulso. Para ello cuenta con un escenario que resulta convincentemente claustrofóbico y una premisa argumental muy atractiva que desarrolla con habilidad aunque haya algún que otro despiste de poco valor que se puede perdonar sin caer en la contradicción. Sus intérpretes son eficaces, discretos, sin demasiadas vueltas de tuerca y consigue una inquietante presencia con los rasgos, cada vez más marcados, de Belén Rueda, un trabajo aceptable y algo falto de recursos de Hugo Silva y una irregular composición, con momentos buenos y otros más reprochables, de José Coronado como ese inspector de policía que parece ya tapado con una bolsa térmica para cadáveres. El resultado es una película que mantiene el tono durante todo el metraje, en un nivel algo más que medio, con interés, con buen gusto, con algunas dosis de inteligencia y con la percepción de que la muerte se halla siempre donde menos se la encuentra. Con la sonrisa del rencor como compañera. Con el regusto siempre amargo de la desolación saciada.
Las frías paredes de azulejos parecen exhibir los gélidos renglones de los partes médicos de defunción. La luz blanca de los fluorescentes parpadea como no queriendo creer lo que está viendo, atónita de sorpresa por un plan demasiado milimetrado para ser cierto. La angustia se cierne por momentos sobre la culpabilidad porque se van cerrando las escapatorias y el mundo se derrumba poco a poco bajo la lluvia incesante, repetitiva que se traslada al interior de los interrogantes. Abrir los ojos es el inicio del terror. Cerrarlos es pensar en la desgraciada casualidad, en la despreciable huida, en la nada de unas vidas demasiado inútiles como para preocuparse por ellas. Y es que el asesinato es la apariencia y no al revés. Es la excusa utilizada como emboscada. Tan solo hay que esperar pacientemente a que la víctima sea el asesino, o, tal vez, a la inversa. Es lo que tiene vigilar a unos cuantos cuerpos sin vida. Puede que la muerte sea el inicio y no el final, o que sea una cuenta que se había dejado de pagar, o que termine siendo el premio por una vida que no se ha sabido vivir. 

viernes, 21 de diciembre de 2012

EL NOMBRE DE LA ROSA (1986), de Jean-Jacques Annaud

Con este artículo quiero desearos a todos una Feliz Navidad. Como todos estaremos ocupados en otros quehaceres y lo que menos apetece es leer sobre cine, solo se publicarán los artículos de los estrenos de estos días. Así pues andaremos por aquí los jueves días 27 de diciembre y 3 de enero y recuperaremos la marcha habitual el martes 8 de enero. Intentad dibujar una sonrisa, no porque vosotros seáis felices, sino porque parte del fracaso que estamos viviendo es porque no hicimos felices a los demás, porque no nos preocupamos, porque, mientras no nos toque, con nosotros no va. Feliz Navidad, sois fantásticos.

Los ecos del hambre resuenan como gritos de víctimas en medio del frío. Es una época de oscuridad y de mentiras cifradas. “Más amarga que la muerte, es la mujer”, susurra Guillermo de Baskerville al amparo del sueño. Los crímenes se suceden por una justicia dogmática, terrible, incomprensible. La inteligencia parece estar reñida con la razón. La fe manda por encima de cualquier otra consideración. Jesús era pobre. No lo era. Discusiones sin meta mientras el pueblo se muere. Una tinaja llena de sangre. Un libro prohibido que permanece como un tesoro en una de las mayores bibliotecas de la cristiandad. Fray Guillermo tiene razón y siempre tiene que demostrar que la tiene. La Inquisición extiende su sombra de muerte y locura. Cree o tendrás pánico. El miedo no tiene nombre.
Las voces de los cánticos ahondan en el respeto, es la voz de Dios, o quizá, la del Diablo. Un “oculi de vitro in capsula” que se queda dentro de una manzana que no se ha de probar. Las letras abren la mente. Es mejor que el pueblo no abra esa caja de truenos. La ignorancia es dulce. Y útil. El buen maestro se aleja mientras algo muy parecido al amor espera. Porque, tal vez, la compañía sea el mayor de los tesoros en una era de oscurantismo y de destrucción. El ciego no ve. El mudo no habla. Quien habla de más, paga con la muerte. Y muy a menudo, ni siquiera se habla. El tiempo es implacable y elimina todo. El fuego también. Y el fuego tampoco tiene nombre.
Bajo el rostro de Sean Connery se esconde un actor que sabe esconder los mecanismos del raciocinio bajo la capa de santidad. La moderación y la templanza son las mejores armas contra la desilusión, el desamparo y la pérdida de Dios. La razón y la fe. Dos palabras que no son enemigas y que los más radicales se empeñan en enfrentar. No vale la razón para explicar a la fe. No vale la fe para razonar. Son compatibles. Nadie lo sabe. Solo Fray Guillermo la pone en práctica. Porque la santidad no está en Dios, está en los hombres. Pero ya no hay hombres. Solo odios, terrores, incomprensiones, castigos, chantajes. El lisiado que ya no razona y farfulla un dialecto que es todas las lenguas y también ninguna. Es el lento declinar de una humanidad sin rumbo, sin guías espirituales que sepan conjugar las inquietudes del hambre de Dios y del estómago. El hambre ya perdió su nombre.
Grotesca en sus personajes, intrigante en sus desarrollos, latín de infieles, cariños hacia el maestro…Resulta difícil situarse en aquellos terribles días en que el miedo lo era todo y la risa estaba prohibida. Y la razón no está reñida con la risa. Ni mucho menos. Más que nada porque, casi siempre, la risa está llena de razón. El nombre de la rosa provocaba risa y más vale acabar con espíritu de quien tenga ganas de reír. Maestros, alumnos, razones y risas, enigmas y resoluciones…Todos quieren saber cuál es el nombre del amor. Y quizá nunca sepamos nunca cuál es su verdadero nombre.

jueves, 20 de diciembre de 2012

EL HOBBIT: UN VIAJE INESPERADO (2012), de Peter Jackson

El héroe débil, poseedor de virtudes que no alcanzan a ser vistas por cualquier ojo, elegido entre miles porque, en su interior, hay algo de pureza, de ingenuidad intocada, de honestidad de sentimientos, es el protagonista de una odisea con otros compañeros que son guerreros en estado bruto, sin patria ni hogar, que desean recuperar lo perdido, que quieren posar sus ojos en su tierra, enterrada bajo el fuego de un inmenso dragón que simboliza el mal que se entierra en oro, en avaricia constante, en un inmenso colchón de riquezas que a nadie benefician. Ni siquiera a él. Y la leyenda, siempre tornadiza, siempre esquiva, comienza a caminar en el abismo.
Batalla tras batalla, la leyenda bordea el precipicio. Por el camino, monstruos de todo pelaje, paisajes de belleza monstruosa, combates imposibles entre montañas que desean la supremacía del vacío y del tiempo. La magia enmarca la aventura, con viejos embrujos de salvación mientras un bocado apetitoso se escapa, un tesoro se pierde, una hermosura élfica teme por el equilibrio, una orgía de laberintos se derrumba y un desafío se consuma. Alas para volar en el inmenso cielo de la vuelta a casa. El héroe en el que nadie creía saquea los instantes para demostrar que la bravura no es patrimonio de los más fuertes.
Quizá hubiera que decir, no sea que alguien malinterprete estas palabras, que Literatura no es Cine. Será buena o mala, gustará o no gustará, será mejor o peor pero las sensaciones y los objetivos de un libro nunca se pueden equiparar a los de una película. Más que nada porque lo que tiene que hacer ésta es conservar el espíritu que inspiraron las imágenes, sobrevolar las aristas sobrantes, pulir el enorme botín de las letras impresas hasta convertirlas en sueños fotográficos de instantes cazados. Seguir paso a paso los rincones y explanadas del relato original puede derivar en un largometraje salpicado por el cansancio, que pierde la efectividad legendaria por el camino para añadir una espectacularidad que, si bien no es reprochable, sí que puede llegar a la repetición y al callejón peligroso de la gratuidad. Eso, y perdónenme los seguidores impenitentes de El señor de los anillos, es lo que pasó con aquella trilogía y eso, y perdónenme los seguidores impenitentes de Peter Jackson, es lo que vuelve a pasar en esta ocasión.
El don de Peter Jackson nunca ha sido el de la brevedad. De acuerdo que es muy difícil retratar la odisea de un grupo de valientes a través de una tierra jalonada de peligros y de criaturas impensables, que la imaginación tiene que estar alerta y que todo obedece a una razón previa retratada en los maravillosos relatos de J.R.R. Tolkien, pero no hay mucho detrás de tanto duelo, de tanta emboscada, de tanta carrera y de tantos planos de un virtuosismo técnico que merecería el aplauso con una mayor templanza en la narración. Ah, ruego que me vuelvan a perdonar. Al terminar la proyección sí hay gente que aplaude.
No deja de ser un placer ver de nuevo a Ian McKellen en la volátil piel de Gandalf, o a Cate Blanchett, mujer de rara belleza, encarnando la perfección divina de una reina de paz y tranquilidad. También lo es volver a visitar las increíbles tierras neozelandesas con el añadido de una dirección fotográfica excepcional, o, incluso, asistir al reto de volver a contemplar al Gollum de Andy Serkis con apasionamiento, pero espada tras espada, chasquido tras crujido, pelea tras escaramuza, se empieza a mirar a otro lado. Y lo peor es que no es que sea por poco interés, es por esa obsesión de hacer, del festín visual, una continua contienda en el que cada paso siempre es ir un poco más allá en lo imposible. Ahora cojan este artículo y échenlo al fuego de un volcán en erupción. Yo me quedaré frotándome las manos y diciendo en voz baja que es mi tesoro.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

LOS IMPLACABLES (1955), de Raoul Walsh

“Él es lo que todo niño desea ser y lo que todo hombre lamenta no haber sido”

Así es Ben Allison. Un tipo que perdió cuando los cañones hablaron. Exploró montañas, se perdió en laderas, se hundió en las nieves perpetuas, cabalgó hasta que las llagas se hacían permanentes en los muslos, probó el polvo seco del desierto e hizo que la soledad se hiciera su sitio entre disparo y disparo. Y un buen día, se topa con una chica de pelo largo y negro. Tan negro que su visión destaca dentro del paisaje nevado como una mancha de bravura en tierra virgen. Se encuentran, se desencuentran y, claro, ella busca la seguridad del hombre rico. Ése es otro. Puede parecer un petimetre pero no lo es. Es otro hombre que sabe defender lo que es suyo pero que carece de eso que a Ben Allison le sobra: ternura. Sabe cuidar. Sabe regalar. Sabe sorprender. Pero todo está recubierto de ausencia, de calor, de experiencia entrañable. Su nobleza dura lo que se tarda en apurar una copa de champagne.
De las montañas congeladas de tierra hostil al árido camino de la llanura enfrentada. Muchas, demasiadas millas que recorrer. La lealtad se sirve en vasos pequeños pero suficientemente aprovechados. Los indios. La traición. El juego de responsabilidades. Eso sí, con un ojo alerta a lo que, en apariencia, importa bien poco. Y una lección que no hay que olvidar: ser más listo, prever los movimientos del contrario, no ambicionar más de lo que se desea o, mejor aún, no convertir el deseo en ambición. Ése es el secreto de los grandes hombres. Ben Allison lo sabe bien. Tal vez porque fue un oficial en tiempos de guerra y sabe que las derrotas son muy amargas. O quizá porque su hermano pagó el precio de saltarse las reglas del respeto. O aún y todo porque ya está bien de tanto cabalgar. Más vale tener el sueño en la mano y dejar pasar lo que no se necesita pero que agrada poseer. Dura lección que muchos siguen sin aprender.
Clark Gable incorporó con aplomo y experiencia a ese personaje admirable, implacable, hombre alto en un mundo lleno de mediocridades, amigo de sus amigos, pagador de favores, justo entre violencias. Lo hizo componiendo uno de esos papeles que parecen caídos en el olvido y que tienen mucho más mérito que otros más conocidos como el Rhett Butler de Lo que el viento se llevó, o el Victor Marswell de Mogambo. Porque aquí, más que una sonrisa, era un actor. Y lo hizo teniendo enfrente nada menos que a Robert Ryan que era un hombre que no se lo ponía fácil a nadie porque tenía arrugas que parecían aberturas en la tierra seca que cabalgan, con una mirada de buitre hambriento y una presencia que imponía seguridades no demasiado honestas. Detrás de las cámaras, Raoul Walsh. Nada más y nada menos. Un tipo con un solo ojo que bien que sabía mirar por el único ojo de la cámara. Ojo con esta película.

martes, 18 de diciembre de 2012

EL HOMBRE DE LA TORRE EIFFEL (1949), de Burgess Meredith

Desde lo alto, allá arriba en la cúspide, más allá del bien y del mal, el gentío parece un hormiguero inquieto, ocupado en sus despreciables quehaceres, sin más planes que el siguiente paso en su caminar. Los cafés siguen con su trasiego habitual. Por las mañanas, el olor del croissant recién hecho sirve de música a una ciudad que exhibe maravillas y esconde miserias. Tantas que el crimen también está invitado. Basta con que un tipo que espera recibir una cuantiosa herencia no quiera mancharse las manos de sangre. La muerte está servida.
Al otro lado de la calle, con una mirada inquisitiva y, sobre todo, curiosa, está el Inspector Jules Maigret. Orondo en su figura, inteligente en su mirada, ligeramente más nervioso de lo habitual. Es un hombre que no suelta la presa así como así. Se entabla una terrible batalla de nervios. El falso acusado, un pobre hombre que solo busca una tabla de supervivencia. El mimado americano que quiere nadar en la abundancia para dejar a su mujer y marcharse con su amante. El policía de métodos nítidos y algo precipitados, que sirve cebos y pone su puesto en juego. El asesino frío y vanidoso, con ínfulas de superioridad intelectual, que desprecia todo lo que se pone por delante y que es un experto en urdir maniobras de distracción. Todos los caminos confluyen en ese desafío al cielo que es la Torre Eiffel, laberinto de hierros que también es depósito de sueños, de sentidos y de frustraciones. El trepidante desenlace, con el vértigo de mirón imprevisto, con la inteligencia como arma y con los nervios a punto de romper sus sujeciones, es el espectáculo. Lo demás es confusión y pasos en falso. Un misterio resuelto que empuja hacia una contienda de tensiones. Al fin y al cabo, Maigret lo sabe decir muy bien: “¿Soy yo quien le sigue a usted? ¿O es usted el que me sigue a mí?”.
Esta rara película se creyó perdida durante años. Incluso Burgess Meredith, el actor-director que se hizo cargo de las riendas del rodaje cuando el protagonista Charles Laughton repudió vehementemente al inicialmente previsto y también productor Irving Allen, creyó que no se podría ver nunca más. En la fotografía, estaba ese genio llamado Stanley Cortez que optó por un sistema de color europeo que nunca llegó a tener demasiado éxito y que, sin embargo, consiguió convertir a la ciudad de París en el quinto protagonista de la trama. La composición del Maigret de Laughton es extraña, muy inquieta, muy atípica según el retrato que de él hacía su creador, Georges Simenon. El asesino, Franchot Tone, es pura abyección, es un compendio de miradas atravesadas y despreciativas que llegan a despertar un cierto rechazo elegante. No se consiguió una obra maestra, se consiguió una extrañeza que coloca al espectador a los pies de la Torre, mirando hacia arriba, con la tensión dispuesta y la sensación de que algo bueno hay en ella aunque también hay un cierto caos en algunas indefiniciones, en algunos vacíos y diluyendo la inteligencia en un mar de curiosidades. Y es que para apreciar bien el color de las buenas películas hay que subirse al último piso de la Torre Eiffel y eso solo lo pueden hacer los malvados.

viernes, 14 de diciembre de 2012

OPERACIÓN CICERÓN (1952), de Joseph L. Mankiewicz

El arribismo como forma de espionaje. No está nada mal. Un simple criado, un ayuda de cámara, un habitual don nadie que, por una vez, desea ser alguien. Y lo hace aprovechándose de los nazis, de los británicos, de los polacos y de todo el que se ponga por delante. Al fin y al cabo, Turquía es un lugar ideal para estas lides. Y además, seamos sinceros, ¿a quién le importa lo que uno crea? Da igual que los nazis parezcan ganadores o que los británicos tengan capacidad de contraataque o que…Da lo mismo. Lo importante es lo de siempre. Y lo de siempre es el dinero. Con el dinero, uno puede comprar paz, tranquilidad, comida delicada, delicados trajes de etiqueta e incluso…sí, incluso uno puede tener un ayuda de cámara, otro simple criado, otro habitual don nadie. Un tipo que, estoy seguro, se pondrá las batas de su señor cuando éste se halle ausente. Dinero, dinero, dinero. Billetes nuevos, contantes y sonantes. Ese sonido del papel chocando cuando se pasa rápidamente el usado repliegue de las hojas. Maravilloso. Tan maravilloso como una carcajada inacabable. Una carcajada que se va con el viento, desplegando sus alas, como el dinero.
Todo hay que verlo tan nítido como la brillante luz de una lámpara fotográfica. Con rapidez y limpieza. Movimientos precisos, querido Diello, albanés que no traiciona porque no trabaja para nadie salvo para sí mismo. Lo que pasa es que no se puede tener todo. Espiar, ganarse a la chica, coger el dinero y correr hacia el cono sur americano. A algo hay que renunciar. Porque los sentimientos no tienen cabida. Ni los falsos patriotismos. Ya se sabe aquella famosa frase de Samuel Johnson: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”. Y estamos demasiado acostumbrados a eso. A canallas patriotas. Coge el papel, cambia la luz, guiña el ojo, ordena, guarda y dale a la ruleta de la cerradura. La operación está hecha. Solo queda que los de la cruz gamada paguen. Y pagan, solo que con reticencias. Y es más listo quien más tima.
Maravillosa película, con unas gotas bien cargadas de cinismo del peor, atravesada de parte a parte por una interpretación antológica de James Mason, tan encantador como turbio, culto hombre de servicio vestido de etiqueta que rechaza a la clase aristócrata porque está cansado de planchar, de ordenar y de obedecer. Quiere mandar, vivir y reír. Y al final…solo consigue lo último. Más que nada porque sabía que, detrás de la cámara, había un director legendario como Joe Mankiewicz, que conocía al dedillo el mundo de las debilidades humanas, la capacidad avasalladora del arribismo social más feroz y la seguridad de que la ética se halla un poco más allá del dinero porque nadie tiene ética si no hay dinero de por medio ¿verdad? Mírense ustedes la cartera y a ver si ahí encuentran unos cuantos billetes de moral sin demasiadas arrugas…Luego, ríanse, ríanse bajo una brisa marina en una noche llena de estrellas que acusan y cazan.

jueves, 13 de diciembre de 2012

SIN TREGUA (2012), de David Ayer

Vale. Soy un director macanudo que quiere abrirse paso en el mundillo de darle a la cámara. Me gusta ese artefacto. Lo muevo como me da la gana. No importa si el espectador piensa que tengo un Parkinson del quince y medio. Total, yo hago la película para mí porque tengo una historia asombrosa. Se trata de la vida de unos policías en el peor barrio de Los Ángeles. Sí, sí, ya sé que Richard Fleischer hizo algo parecido en Nueva York con George C. Scott y Stacey Keach con el título de Los nuevos centuriones pero eso se ha quedado para los carrozas que no movían la cámara más que por encima de unos raíles y eso. Se veía demasiado claro y esos tipos de antes no tenían ni idea.
Pues eso, que cojo a Jake Gyllenhaal, que cuando fui a proponerle la historia, se mostró entusiasmado con su papel de policía callejero e, incluso, me pone algo de dinero para que haga el asunto. Como compañero, Michael Peña, que es un actor mejicano que ya me gustó bastante en aquella Leones por corderos, del vejestorio ese de Robert Redford. Además para darle algo de justificación a mi cámara nerviosa voy a hacer que el personaje de Gyllenhaal sea un tipo que, además de policía, esté estudiando cine aunque paso de mostrar ni una sola de sus clases. Eso lo hago, más que nada, para acostumbrar al público y, luego, me olvido de eso y aunque Gyllenhaal tenga su cámara de aficionado apagada, sigo moviendo el cacharro de lado a lado. Me relamo de gusto pensando que los jóvenes van a flipar y los viejos se van a marear. Demasiado para los académicos. Moderno de narices.
Y allá que voy. Hago un retrato completo de cómo son los policías de Los Ángeles y con qué tienen que bregar todos los días de su vida. Emplean a veces una violencia excesiva, tienen que sacar las pistolas más de una vez, son humanos, se enamoran, tienen una vida, se equivocan, se comportan como héroes, quieren ser más porque, en realidad, lo que más desean es salvar vidas. Detrás de la placa, hay unos tipos estupendos. Se ríen y bailan en las bodas. Beben unas cuantas cervezas bien tranquilos. Les presionan en el trabajo para que hagan bien sus deberes pero sin buscar problemas al departamento. Van a lugares tan sórdidos que harían volver la vista al más valiente. Descubren tramas que parecen propias de países tercermundistas. Reclutan confidentes de una forma que ni siquiera se puede llegar a imaginar Pero no, tíos. Estamos en Los Ángeles. La ciudad más celestialmente infernal del planeta. Y siempre hay una bala dispuesta a buscar a los caballeros de azul.
Así que, si están dispuestos a ir a ver esta película, quédense con mi nombre. Me llamo David Ayer (sin chistes, por favor). Quiero hacer algo moderno, que contenga una buena dosis de denuncia social, que lance una mirada de comprensión hacia ese cuerpo de policía que tantas veces se ha puesto en entredicho, que exhiba unas interpretaciones medio improvisadas, como si fuera un reportaje de Cops pero hecho para el cine. Yo soy la estrella porque pongo la cámara sobre los hombros, bajo el arco del triunfo, bajo las axilas, en la punta de un fusil reglamentario, incluso ya, en el colmo del virtuosismo, hago descansar la vista del espectador cuando los agentes patrullan en el coche y hablan de sus cosas y de sus frustraciones y de sus gracias y de su increíble compañerismo. Me alucino yo mismo de la idea que he tenido. El que no me dé financiación para mi próxima película es que está ciego. Además, que nadie se queje. He metido brutalidad que da gusto. Para que la gente perciba el barril de pólvora que es esta ciudad. Aquí se mata o se muere. Y a menudo solo se muere. Hay policías que se juegan la vida todos los días en la calle y merecen que contemos una historia sobre ellos. Con mi mirada de lince, lo voy a conseguir, tíos. El celuloide es mío. Con dos balas. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

CASCO DE ACERO (1951), de Samuel Fuller

Un agujero en medio del casco. La bala da la vuelta por la red interior y sale de nuevo por el agujero de entrada. Eso es suerte, sargento. Tanta que es como si llevara usted en la cabeza un zurcidor que une los restos de distintas unidades que se baten en retirada. Y ahí es donde de verdad tiene que funcionar la suerte. Negros, judíos, decepcionados, cansados, hartos, más muertos que vivos y una petición. Y un niño que con sus ojos rasgados se siente importante porque está al lado de hombres valientes que parecen verdaderas enciclopedias en el arte de la supervivencia. Las armas escupen fuego aunque el silencioso Buda invita a la paz. El enemigo parece algo invisible, inasible, inasequible. Las tumbas serán los testimonios de una batalla librada en el interior de una pagoda. Y el agujero en el casco es como si un tercer ojo se hubiera abierto entre el polvo, entre la selva hostil, entre el cemento que se derrumba, entre vidas que parecen hechas solo a medias.
Hombres de acero que se entregan hasta el último suspiro para defender un puñado de nada. El silencio se hace repetitivo hasta la sordera y las balas perdidas siempre buscan la carne más blanda para descansar. Sangre inocente en suelo culpable. Las ametralladoras golpean la moral. La resistencia se apura, se estrecha, se declara en el borde de la rendición. Total, sargento, lo más que puede pasar es que intenten matarle por segunda vez.
El casco se mueve por sí solo en el árido terreno de la muerte. Cada paso es un triunfo que fallece en la herida del camino. No hay victorias porque no hay derrotas. Y el regreso a casa es un sueño tan inalcanzable que parece que está ahí mismo, a la vuelta del primer árbol, detrás de un ramaje, al otro lado de un terraplén. El puro habano es el signo de los nervios y ya no cabe más sangre alrededor de los héroes. Un día más es un buen puñado más de proyectiles y un saco de esperanzas que se deshace en cada baja. Sí, mi sargento. Vaya casco de acero.
Samuel Fuller, una vez más, coge ese vigor extraordinario que le caracteriza y te espeta una historia que no tiene más que fuerza, que tiene todo el sabor de una guerra que conoció demasiado bien y toda la acidez necesaria contra un gobierno caprichoso y escondido y que habla de hombres que luchan más allá de sus fuerzas para ver una luz que les permita seguir siendo lo que son: hombres. Y habría que reivindicar el enorme trabajo que hace un actor habitualmente secundario en muchas películas como Gene Evans, uno de los intérpretes favoritos de Fuller, que realiza un soberbio trabajo, asombroso en su físico, deslumbrante en su fondo y agotado en su exterior. Y es que, en esta película, las balas parece que silban buscando el miedo en nuestros oídos y se empeñan en morder la vida para que la sangre muera en un charco de olvido. Eso, sargento, agota a cualquiera.

martes, 11 de diciembre de 2012

ESPEJISMO (1965), de Edward Dmytryk

Un apagón. Un apagón en la memoria. Un apagón en la memoria que esconde una terrible mentira. Un apagón en la memoria que esconde una terrible mentira y que inventa cosas. Un apagón en la memoria que esconde una terrible mentira y que inventa cosas para simular una vida normal. Un apagón en la memoria que esconde una terrible mentira y que inventa cosas para simular una vida normal en medio de una conspiración. Un apagón en la memoria que esconde una terrible mentira y que inventa cosas para simular una vida normal en medio de una conspiración de guerra, de muerte y de horror. Un apagón.
Tres sótanos que nunca existieron, una chica desconocida, un oficio que no se tiene, una empresa que no está. De pronto, lo que parecía una vida sumergida en la rutina oficinista resulta ser un peligro constante que no tiene pasado y que acaba con el futuro. La gente no le recuerda. Parece como si hubiera estado allí pero hace tiempo. El rompecabezas se resquebraja y hay que juntarlo pieza a pieza. Un detective. Un psiquiatra. Un buen hombre que se tira por una ventana. Una vida que parece que se ha tirado con él. Una bestia que solo sabe de brutalidad. Todo es un espejismo que surge en medio del desierto de asfalto, impasible, iluminado, como una ciudad que vive pero que solo espera.
Y es que la fe en los hombres suele ser demasiado traicionera. La ambición y la falacia están ahí, delante, cubiertas por capas de polvo radioactivo. Nada es lo que parece. La mentira es lo habitual. Pero cuando la mentira desaparece, no todo es verdad. La chica. El militar. Un minúsculo punto que se mueve por la calzada observado desde lo alto de un rascacielos. Un velo no deja despertar a la memoria. Y eso es imposible. Él está. Él vive. Él respira. Luego es alguien. Tal vez no demasiado grande, ni demasiado imponente pero está.
Edward Dmytrik dirigió con muchísima elegancia esta película que ganó la Concha de Oro del Festival de San Sebastián en el año 1965, porque sabía lo que era el odio y trataba sobre él. El odio que despierta el poder. El sentido que tiene el odio. La memoria que pierde el sentido. El hombre que no tiene memoria y, sin embargo, los recuerdos luchan con denuedo por salir a la superficie y revelar que la decepción y la muerte están en esa ciudad de rincones oscuros, de caracteres retorcidos, de mentiras y más mentiras. Espléndida de principio a fin, con Gregory Peck intentando encontrar los eslabones perdidos de su cadena de recuerdos, con Walter Matthau intrigado por una trama que se escapa entre los dedos, con Diane Baker poniendo belleza y respuestas, con George Kennedy saliendo de los mismos infiernos para que la brutalidad física sea real, con Kevin McCarthy preocupado por los resquicios de un enigma que no acaba de entender, y con esa vieja gloria secundaria del cine como Walter Abel poniendo de manifiesto que todo hombre bueno tiene un lado malo. El espejismo es real. Basta con ver esta película.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

LA VIDA DE PI (2012), de Ang Lee

La mentira es más increíble que la verdad. El agua puede ser el paraíso donde se encuentra a Dios. Las nubes son fustigadoras de la esperanza. Convivir con una fiera es mirarse uno mismo a los ojos y ver reflejados los propios temores, las propias decepciones y las aventuras del alma. El mar es como un gigante enfurecido que fabrica olas para el desconsuelo y la fantasía parece que empieza justo donde termina la línea del horizonte.
La tormenta desvía el rumbo del joven que parecía despuntar con una inteligencia brillante, y, de repente, tendrá que aprender todo lo que no sabe, deberá sobrevivir porque es lo que desea y se entregará a un Ser Supremo, no importa cuál es su nombre, para ser testigo de una odisea que se asemeja a un camino tortuoso hacia la sabiduría y el equilibrio. La serenidad vale más que cualquier rugido y en el fondo del mar se dibujan las más hermosas criaturas, los ensueños más insospechados, los compañeros de luz, reflejo de las estrellas, los saltos de la alegría salvaje, los cristales donde el cielo se mira. Para el protagonista, la vida está ahí, en un interminable camino de renuncia, y solo hace falta luchar para seguir conservándola.
Y así la historia se pasea por los bordes de la piscina de un dios que mira y truena, hallando tierra imposible en la errante vuelta a casa, El amor no deja de ser un motivo más que impulsa a la supervivencia. El amor dado. El amor recibido. El amor futuro. El amor presente. No se sabe dónde se encuentra el norte, lo único que se conoce es la interrogante del minuto siguiente.
Ang Lee ha dirigido una película que fascina por la hermosura de algunas de sus imágenes, con una composición brillante de planos, una dirección sobria y muy medida, una fotografía de fábula y llena de efectos infográficos que, dentro de la naturalidad más plena, se convierten en el principal atractivo. La barca en la que el héroe se sube con un tigre se antoja más grande a medida que pasan los minutos porque, aunque pasan muchas cosas, hay una renuncia premeditada al avance en la historia además de una huida improvisada de la emoción que se pide a rugidos.
El agua salpica en la cara a quien se atreve a asomarse por la borda del bote, como echando en cara la osadía de ver lo que no es posible, como si el espectador fuese ese testigo de cargo que tiene que elegir entre lo pasó y lo que pudo pasar. Y da igual cuál es la respuesta porque se incurre en un delito de perjurio. La verdad es lo que prevalece aunque haya detalles que no tienen demasiada coherencia. Lo cierto es que la soledad y la desolación son fáciles de doblegar ante la imparable fuerza de los elementos. Uno de ellos es la voluntad.
Entre remos y salvavidas, entre galletas y latas de agua, los tiburones acechan como la pena alrededor de la garganta. Los pelos se erizan y sobrevuela una permanente sensación de no saber cuál hubiera sido nuestro comportamiento si nosotros hubiéramos sido ese chico que tenía nombre de letra griega cuyo valor matemático es 3,14159. Eso incomoda. Tal vez porque hace que miremos en nuestro interior si somos hombres de verdad, si realmente buscamos a Dios porque esa es la mejor explicación posible, si tendríamos suficientes recursos para hacer frente durante tantos días a una situación tan desesperada, si amar se puede vivir con tanta intensidad. Amar la vida. Ser parte de ella. Hablar con la muerte. Ser la brújula en la oscuridad. Así, viendo esta película, solo tendremos la certeza de que nuestro norte estaría perdido y que el único que tiene el rumbo claro es ese número que establece la relación entre la longitud de una circunferencia con su diámetro. Tanto es así que cruzó un mar entero justo por en medio con una escala puntual en el centro. 

lunes, 3 de diciembre de 2012

VIDA EN SOMBRAS (1948), de Lorenzo Llobet Gracia

Un haz de luz sale de un ventanuco situado en la pared trasera de la barraca. Y la magia está ahí, delante de los ojos. Cine para la vida. Historias contadas para que la gente piense, se evada, se entretenga, disfrute. Cine y vida. Siempre cambiantes. Reflejos uno del otro, donde las existencias se agrandan o se empequeñecen. Y él, como no podía ser menos, nació en un cine. Su madre miraba una película cuando ya no quiso aguantar más. Tenía que salir y ver todas aquellas películas. Más tarde, apareció Chaplin y, claro, aquello ya fue amor. Se peleaba con su mejor amigo para convencerle de quién era el mejor. Chaplin o el olvidado aventurero Eddie Polo. La vida sigue. El cine también. Y la niña de las trenzas es ya una mujer. Y ella, solo ella, hace que la vida sea cine, que las olas sean música, que el día sea un poema y la noche, una conversación de miradas, una aventura sin final.
Y, sin embargo, la realidad, celosa, intenta imponerse. La guerra estalla. Él quiere ser testigo con su cámara, con su fusil de fotos, con su curiosidad armada. Una ráfaga de ametralladora hace que el cine sea el culpable. Ya no hay más sueños. Ya no hay más esperanzas que descubrir. La guerra acaba. La vida, también.
Los amigos, los de verdad, son aquellos que están dispuestos a poner una sonrisa cuando el vacío se hace insoportable, aquellos que insisten en ir al cine cuando los ojos están muertos de tanta decepción. Y, sí. Allí está el cine. Allí está Rebeca. Allí, donde se clavan los sentidos, aún persiste la fascinación por las historias, por los sueños, por decir algo nuevo de una manera diferente. Y entonces, la creatividad despierta de nuevo. Es un impulso que no se puede controlar. Una última despedida con una sonrisa de aceptación. Un último ramo de flores y el grito mágico comienza de nuevo: “¡Motor! ¡Rodando! ¡Acción!” y la vida vuelve a estar ahí delante, recreada, hechizante, eléctrica, lista para ser contada, lista para ser creída. Se nace en un cine, se vive en el cine, se realiza en el cine…
Obra maestra inclasificable del cine español, escondida durante muchos años al ser una película que se estrenó de forma lamentable en su época y que permanece como la única incursión tras las cámaras de su director, Lorenzo Llobet Gracia, Vida en sombras es una magistral sucesión de recursos narrativos condensados en apenas ochenta minutos de proyección, una historia que intercala el cine con la realidad con la facilidad con la que se compra una entrada, una pesadilla anudada en la mente de un hombre que solo quería soñar. Es uno de esos misterios que tan bien guardados tiene el cine y que, de vez en cuando, te salta a la cara para atraparte y para decirte que la vida merece un poco más la pena porque el cine está en ella. Él pone la luz. Nosotros las sombras.