martes, 30 de mayo de 2017

LA CONVERSACIÓN (1974), de Francis Ford Coppola

Harry Caul es el oído inconveniente que escucha conversaciones ajenas. Es un profesional metódico y riguroso, capaz de trabajar con los más modernos avances técnicos, un tipo que ha hecho del espionaje privado toda una vocación. Es obsesivo porque pretende alcanzar la perfección. Pero, quizá, solo quizá, de tanto escuchar charlas que no le pertenecen, también ha alcanzado la soledad absoluta. No se siente cómodo con nadie, no tiene ningún interés en socializarse. Le basta con ir a casa, ponerse un disco antiguo de jazz y tocar el saxo intentando imitar a algún monstruo sagrado como Lester Young. Su vida privada da lo mismo. No existe. Y si existe es solo para alcanzar un consuelo momentáneo, una simple necesidad física que se termina en cuanto hay una o dos preguntas de por medio. Tal vez Harry Caul solo quiere no tener nada de qué hablar para que no le oigan.
Una conversación tomada en una plaza pública le tiene obsesionado. Sabe que el asunto es sucio y alguien puede salir dañado por el mero hecho de que él ha grabado ese paseo de dos personas que, en teoría, están enamoradas. Harry Caul olvida el contexto, entre otras cosas, porque su vida tampoco lo tiene. Con distintos micrófonos y unos cuantos ayudantes dispersados entre el gentío, Harry monta la conversación en su grabadora y tiene el presentimiento de que hay un crimen de por medio. Es peligroso jugar a eso, Harry, porque sacas conclusiones sin tener suficientes datos. Algo que es muy normal hoy en día pero que resulta fatal si tu trabajo es espiar a los demás. Porque hay algo intrínsecamente pornográfico en la tarea de meterse en lo que otros están hablando. Lo que una persona se dice a otra debe quedar en el ámbito exclusivamente privado y Harry Caul quiere un imposible. Desea mantener un mínimo de ética en un trabajo que carece totalmente de ella. Y el resultado va a ser aún peor porque Harry se recluirá en una cueva sin futuro, sin nada alrededor, sin la certeza de que puede seguir adelante en su vida sin que nadie le escuche. Tal vez solo la locura.

Deliberadamente lenta y apasionante, Francis Ford Coppola dirigió una película difícil e intensa con un Gene Hackman sencillamente extraordinario en el papel de Harry Caul, el hombre que escuchaba de manera imposible conversaciones que eran posibles mientras, lentamente, se va hundiendo en la incomunicación y en el aislamiento. Un prefacio de lo que hoy en día también está ocurriendo. Por eso es mejor fijarse en algunos ejemplos que el auténtico cine nos ha dado. Quieran o no, son reflejos de una realidad que era impensable, pero que, con el paso de los años, toma cuerpo hasta hacerse invisible y presente. Harry Caul lo sabe bien, muy bien, mientras desgrana las notas de su saxo y pierde una vez más el tren de la normalidad. 

EL COCHECITO (1960), de Marco Ferreri

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "El viaje a ninguna parte", de Fernando Fernán-Gómez, podéis hacerlo aquí.

A Don Anselmo no es que le fallen las piernas. No le pasa nada. Simplemente tiene miedo de algo a lo que todos tenemos miedo. Se llama soledad. Don Anselmo sale con unos cuantos amigos y a todos les fallan las piernas y tienen su cochecito motorizado de inválidos así que, en lugar de sentirse feliz porque él no padece ningún achaque, no tiene otra salida que comprarse otro cochecito motorizado de inválidos cuando él no es ningún inválido. Solo quiere pasárselo bien. Solo quiere ir al campo, comerse unos bocadillos con la pandilla, hacer que dos jóvenes se quieran a pesar de las dificultades. Cosas muy simples, muy buenas, de alguien que es buena persona por naturaleza. Pero quiere su cochecito y, claro, eso es como comprarle un balón a quien no tiene piernas. Del todo imposible. Y don Anselmo tiene un hijo, muy serio, muy formal, es procurador ¿sabe? Pero está demasiado ocupado con el bufete, con la boda de su hija, con el futuro yerno, con el lumbago que, de vez en cuando le sacude una patada en los riñones, con sus catarros…no tiene tiempo para atender los caros caprichos de su padre. Porque el cochecito será muy mono, muy cuco, muy moderno y todo lo que se quiere. Pero es caro como un yate y eso no se puede permitir. Aquí se vive en una ciudad con transporte público muy bueno y lo que don Anselmo quiere no es más que el capricho de un viejo al que nadie quiere hacer caso.
Bien es verdad que habría que hacer un salto de eje y decir que los que montan en cochecito y rodean a don Anselmo también tienen lo suyo. Ellos se divierten sin atender a otras consideraciones y si resulta que tienen que abandonar en medio del campo al único que puede andar pues cogen y lo abandonan, que unos chatos de vino en la taberna bien merecen la pena. Ya se arreglará. Es que no se puede estar a todo. Ahí no se queda nadie a hacer compañía. Todos van con su cochecito encantados de la vida porque hace buen tiempo, claro, porque en el momento en que caigan chuzos de punta habría que verlos empapados hasta la válvula pilórica. El único que se ocupa un poco de don Anselmo y lo trae y lo lleva es, precisamente, otro que puede andar y que se ocupa del hijo de una marquesa que no puede valerse por sí mismo, pero él también quiere jubilarse y tener un pedacito de tierra y dejarse de pelear tanto que lo mismo al hijo de la marquesa tiene que cuidarlo otro. Don Anselmo quiere el cochecito porque si no va a ser un viejo amargado, arrinconado, olvidado y aislado. Y lo quiere ya.
José Isbert está inmenso en el papel de don Anselmo, viejo que solo pide una última oportunidad para poder relacionarse con sus iguales. A su alrededor, la vorágine de la gran ciudad se encarga de engullir los sueños de la tercera edad con nuevos inventos que ya han pasado de moda pero que, entonces, representaban el colmo de la modernidad y una puerta veloz hacia la libertad. Eso quizá alargase la vida de nuestros viejos. Y, claro, eso no se puede permitir. Dése usted la vuelta, don Anselmo, y déjese de fugas que eso se hace con catorce años, no con setenta.


viernes, 26 de mayo de 2017

PURA FORMALIDAD (1994), de Giuseppe Tornatore

Las paredes desconchadas y de un sospechoso color verde parecen la lóbrega anticipación de la muerte. Perdido en la oscuridad del bosque solo existe el recuerdo de un revólver escupiendo su lenguaje de fuego. Alguien ha matado a alguien y no se sabe muy bien quién es la víctima y quién el ejecutor. Para eso está la policía, para hacer un interrogatorio exhaustivo y descubrir la verdad que se esconde en lo más profundo del alma más atormentada porque… ¿qué alma hay más atormentada que la de un asesino? Las horas pasan con lentitud y las puertas no se abren. Tal vez la comisaría, tan aislada como un árbol sin compañía, sea el contorno del mismo mundo y más allá de sus puertas solo exista el abismo y el desconsuelo. La inspiración hace ya tiempo que huyó en la noche y Onoff, el escritor, ha llegado ya al final buscando un nuevo principio. Más o menos lo que hacen todos los escritores. La admiración es moneda de cambio y el nudo kafkiano engorda a cada minuto mientras el agua fría de la lluvia insistente ha calado en los huesos de la desesperación. No hay salida. Solo queda enfrentarse a la verdad. La única verdad.
Onoff no recuerda nada de lo reciente. Parece que, como una frase mal escrita de cualquiera de sus obras, ha pasado por encima tachando y dejando huellas de torpeza para que el recuerdo sea algo apenas intuido, apenas comprendido. Las sospechas no tardan en aparecer porque el arma estaba ahí y no hay demasiadas explicaciones que puedan aclarar ese disparo en medio de la nada, en ese territorio difuso entre ninguna parte y la última realidad. Una canción flota por la estancia, como llamando al regreso a la cordura pero es inútil. Leonardo da Vinci expande su arte y las letras imaginadas vuelan hacia las estrellas, como mensajes de socorro en una larga, larga noche del alma torturada.

Claustrofóbica y agobiante, Giuseppe Tornatore puso a Gerard Depardieu y a Roman Polanski frente a frente en un intento de esclarecimiento de hechos que debe quedar para la eternidad como juez. Y la inteligencia fluye por los diálogos, se detiene en los rincones verdes y blancos de una comisaría demasiado antigua, demasiado mojada, demasiado fría. El miedo a revelar la auténtica verdad de las palabras nunca escritas se torna esperanza en un día sin luz. Raras evidencias de un crimen que, tal vez, sea común a todos. Extrañas sinceridades que han sido esquivas durante toda nuestra vida y que, tarde o temprano, tendremos que afrontar. Al fin y al cabo, señor Onoff, esto no es más que una pura formalidad.

jueves, 25 de mayo de 2017

EL CASO SLOANE (2016), de John Madden

Los estrategas son aquellas personas que se ponen al servicio de un grupo político, o empresarial, o económico, con el fin de preparar las circunstancias necesarias para que se consigan determinados objetivos. Esas circunstancias pueden incluir el cambio en la opinión pública, la confusión en determinados asuntos que pierden interés según pasa el tiempo o la influencia en algunos políticos para que voten una ley en uno u otro sentido. Aquí, en España, también existen y se encargan de hacer que la corrupción sea algo aceptable, que los salvapatrias se presenten como auténticos adalides de una libertad que no van a respetar o que las luchas de poder dentro de un partido se inclinen en una dirección concreta.
La condición indispensable para ser estratega es la falta de escrúpulos. No importa que se esté o no de acuerdo con una idea, o con una ley, o con una acción concreta. Lo verdaderamente importante es hacer que, de una manera o de otra, se acepte. Naturalmente, todos los contendientes tienen a sus estrategas en nómina y hay que prever el movimiento del adversario, ir un paso por delante, pensar cuál va a ser el próximo movimiento y hacerlo justo después de que lo haya hecho el contrario. No es un trabajo fácil. Y más aún si lo primero que hay que sacrificar es la conciencia.
Sí, porque los estrategas se valen de todo cuanto esté a su alcance para ser merecedores de su enorme salario. Desde prácticas comúnmente aceptadas hasta la utilización de los sentimientos personales de los demás para lanzarlos como carnazas suculentas a la fiera mediática. No se puede reparar en cosas tan fútiles como el aprecio, la ética o el bien y el mal. Se hace y ya está. Y el resultado tiene que ser inmediato. Si no, el estratega no es demasiado bueno. O, tal vez, se esté dejando arrastrar por su condición humana.
En algún lugar, puede que haya alguien que esté dispuesto a hacerlo todo con tal de alcanzar los objetivos mínimos. Entre otras cosas porque su vida también es un instrumento profesional. Y eso hará que todo el entramado de ideas, de acciones y de reacciones sea aún más implacable, más determinante, más definitivo. El triunfo… ¿quién sabe? Puede que solo sea abandonar una vida que, simplemente, está olvidada en algún armario de la mente.

Interesante película que nos desvela cómo funciona este colectivo y de qué manera se puede triunfar en una batalla dominada por los medios de comunicación y la presión sobre los que tienen el poder de decidir. Espléndido el trabajo de Jessica Chastain, aquí rozando lo sublime, con una enorme sabiduría en la composición de su personaje que raya en lo perverso, en la frialdad más rechazable, en la capacidad de sorprender a cada paso con lo que termina siendo una caja de secretos sin llave. Buena la dirección de John Madden, ágil en sus planteamientos y que no decae en ningún instante, con una estructura atractiva y sugerente y que se adentra en los terrenos del desprecio por cualquier sistema democrático que se ha dejado corromper en todas las direcciones. Estupendos secundarios como Mark Strong, Sam Waterston o Michael Stuhlbarg dan cuerpo y constancia a la historia. Y buen ejercicio de inteligencia para el espectador, que tiene que ir juntando las piezas para saber dónde está el límite de estos individuos que piensan por él, le obligan a pensar de una u otra forma y, finalmente, le manipulan a total conveniencia de los poderes fácticos. Quizá en ellos es donde radica el auténtico poder. Piénsenlo.

martes, 23 de mayo de 2017

MANHATTAN SUR (1985), de Michael Cimino

El capitán Stanley White ha pagado un precio muy alto para utilizar su experiencia. Detrás de su placa, existe un hombre duro, que no se arredra ante nada, que amedrenta si es necesario con su presencia, que dice las cosas bien altas y claras para que nadie se lleve a engaños…quizá todo ello no sea más que una pantalla para tanta amargura. Estuvo en Vietnam y abandonó a su esposa que le esperó más allá de lo que puede esperar una mujer. Cuando regresó, creyó que aquellos enormes edificios de cemento eran los árboles de la jungla y que Chinatown era un barrio de Saigón y ha estado aquí y allá intentando encontrar razones para tanto sacrificio. Su mujer, sin embargo, siguió esperando. Esperando al chico con el que se casó que, probablemente, era atractivo, simpático, galante, conquistador y quizá algo enigmático. Ahora Stanley White persigue a la mafia china como capitán y jefe de policía de Manhattan Sur y quiere barrer la corrupción de sus calles, quiere que la policía sirva para algo incluso en los barrios en los que no son nada más que unos extraños uniformados, quiere que lo que ha vivido sirva para algo. Y su mujer sigue esperando.
Stanley White se maravilla de que haya miseria en las húmedas calles de Nueva York y áticos de ensueño con vistas al puente. En realidad, nada de lo que él toca tiene demasiada importancia porque es posible que lo dejara en el suelo de la selva vietnamita, al lado de algún compañero muerto. Para él lo importante es que la gente se divierta en un restaurante que no es más que una tapadera de un negocio donde la droga y la prostitución son los primeros platos. Sabe que sus rivales son de cuidado porque quieren que el polvo de ángel inunde las esquinas de Chinatown y, luego, se esparza por las calles de toda la ciudad. Y hay demasiado dinero en eso. Tanto, que su mujer ya ha dejado de esperar y se ha convertido en un número más, en unos cuantos kilos de amargura que tiene que sobrellevar a pesar de que entre ellos ya no queda nada. Tal vez ella vivió con él la parte más oscura y difícil del trabajo de policía. Ahora Stanley está desdibujado. Es posible que triunfe, es posible que acabe venciendo a esos chinos a los que ha llegado a despreciar por su cinismo, pero nunca será aceptado, nunca volverá a ser el verdadero Stanley White. Aquel chico encantador exhaló su último suspiro en algún lugar de Manhattan Sur, corroído por la culpa e inconsciente de su responsabilidad, justo en el año del dragón.

Uno de los mejores papeles de Mickey Rourke bajo la dirección de Michael Cimino en una película que no ahorra violencia ni verdad. Los personajes tratan de encontrar su camino y lo único que consiguen es perderse más tratando de alcanzar sus objetivos. Es la ciudad que devora los sueños, que los arrastra por el negro asfalto y convierte sus virtudes en excesos y sus interiores en ásperos pozos llenos de decepción. Son los años ochenta, amigo. Más vale que corras y no mires atrás.

EL VIAJE A NINGUNA PARTE (1985), de Fernando Fernán-Gómez

Enorme éxito está teniendo el programa que en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla dedicamos a "Apocalypse now", de Francis Ford Coppola. Si queréis sumaros, podéis hacerlo aquí.

Un pueblo, luego otro, luego otro más. La vida es una burda comedia de enredo con el camino en lugar de puertas que se abren y se cierran. Es caminar sin fin con la miseria pegada al cuerpo, como una camisa sin lavar. Y luego dirán que los cómicos son esos sujetos que deberían dormir al raso y largarse cuanto antes. Puede ser. Pero lo que no es menos cierto es que los cómicos, estos de la legua y muchos otros, solo quieren hacernos la vida más agradable. Cobran poco, comen menos, duermen en las peores camas y, sin embargo, ahí están. En el escenario más infecto del mundo tratando de vender unas pocas sonrisas, un rato de asueto en una España triste y gris que está deseando reír y olvidarse de todo. Y aún así, los miran con desconfianza, como si fueran personas apestadas con la fiebre del actuar. Cualquiera sabe. Esos tipejos que no hacen más que recitar sus papeles de tres al cuarto lo mismo fingen hasta cuando no actúan. Ahora, ponles un plato de alubias…Ahí verás que la actuación la dejan para luego. Se lo comen que da gusto. Cómicos…que se vayan a otra parte.
En las brumas del recuerdo y entre las llanuras de la frustración hay que inventarse un pasado de gloria y esplendor porque, si no es así, ¿quién se va a acordar de un don nadie que se hizo agujeros en los zapatos a base de andar de un sitio a otro en busca de dos funciones? Y las mentiras que tienen que estar bien urdidas porque si no mientes bien, mejor no mentir. Que todo tenga una lógica. Que todo esté apoyado en una explicación. Los carteles, el neón, los premios, la admiración de los compañeros, la alabanza de los autores, la sensación de que todo el mundo abre paso al galán de moda que no deja de tener cierta gracia diciendo su papel. Sobre todo cuando hace el truco del gangoso. Estos peliculeros…son capaces de inventarse un pasado para que la muerte sea un poco más tranquila en brazos de Marilyn Monroe…que ya se sabe, cayó a los pies del sueño en el que el hijo y nieto de los Galvanes se ha convertido. Cómicos…que se vayan a otra parte.

Por allí queda la aventura del potentado rural que quiso hacer pinitos con la revista para ver a las chicas ligeritas de ropa, o la misa obligatoria que si no, no había función; o la redicha gracia con la que Maldonado expresaba sus avatares y desventuras, cual caballero de triste figura que cabalga por los llanos de la comedia…Por allí también queda un reparto de tronío que lo hace bien por donde actúa, que saca el sabor de aquel año cincuenta en que había hambre y parecía que también el horizonte era un poco más ancho. No importa. Fernando Fernán-Gómez realizó una obra maestra para llevarnos a otra parte…a ninguna parte, allí donde las almas de los cómicos reposan con sus sueños intactos y sus fantasías desbordantes, con sus nombres en tamaño grande y el público atento y presto al aplauso. Ay, éxito, qué lejos estás siempre y cuánto te mueves. Seguro que tú también vas de pueblo en pueblo,  recogiendo las alfombras y dejando tras de ti un tapete de asfalto gris, mojado y sucio…un camino sin destino, un destino sin recuerdo.

jueves, 18 de mayo de 2017

EL JUGADOR DE AJEDREZ (2017), de Luis Oliveros

Debes tener cuidado al mover la reina. Es posible que un peón cualquiera acabe comiéndola y tu rey llorará amargamente porque lo perderá todo. Se evaporará la vida, la felicidad, los momentos intensos, el gusto por el juego, la sonrisa del caballo…Todo el tablero se tambaleará porque el reino será engullido por la batalla y el rey intentará ponerse a salvo, tarea titánica para alguien que solo se mueve escaque a escaque. Podrás ser un campeón, pero en esta ocasión te vas a enfrentar al rival más temible. La propia vida.
Europa es un lugar convulso, donde no hay muchas opciones en las que vivir. La libertad es solo una ensoñación mientras la Guerra Civil española se hace carne y Adolfo Hitler pone en marcha su enorme maquinaria asesina. Huir al sitio equivocado hace que el destino también yerre y las piezas no estén bien colocadas. La injusticia no tarda en aparecer. Y eso es muy fácil cuando se tiene una mujer tan dulce, tan impresionantemente bella, tan sonriente, que encaje con tanta perfección en tu otra mitad. Alguien, sin poder evitarlo, tratará de quitarte de en medio. Al fin y al cabo, eres español, has huido de tu país, no se te conoce una profesión seria y eres joven. Tienes todas las papeletas para ser un traidor. Y en Francia ya no se distinguen los patriotas de los traidores.
Una celda con suelo de paja y otro español que buscará la libertad con la mirada. Un alemán y otro tablero donde jugar. Da igual si es uno reglamentario o si es otro marcado con tiza en la tabla de un taburete. El caballo contrario se saltará todas las piezas y te marcará su insidia a base de golpes y torturas morales refinadas salidas de la misma mente del infierno. Defenderás con uñas y dientes tu talento porque es lo único que te quedará. Hasta el mismo instante en que la vida te ofrezca tablas y tengas que aceptarlas.
Aún así, cuando tienes la partida perdida, intentarás la audacia de un jaque en seis movimientos, tratando de devolver tu existencia al mismo lugar desde donde partió. Solo quedará un leve recuerdo y un dolor intenso, callado, bañado en lágrimas, pero con la sonrisa de haber dejado la huella de una jugada magistral, única, indeleble, que da sentido a todo y también derrota a todo. La partida terminó. El rey no cae.

Buenas intenciones en una película que debería tener algo más de recorrido. Algunas cosas no acaban de convencer y, sin embargo, la producción es impecable, con una ambientación estupenda y unos actores competentes entre los que destaca Marc Clotet como ese campeón de ajedrez que se ve arrastrado por los acontecimientos hasta las mismas mazmorras del juego. Su trabajo es más que valioso porque camina peligrosamente por los límites de la afectación y, sin embargo, consigue un equilibrio admirable y, por lo demás, creíble. El entretenimiento está ahí y el esfuerzo es valioso aunque algunas líneas del argumento se queden en algo ciertamente inexplicable. Quizá como el mismo juego del ajedrez, que debe ser entendido para poder ser disfrutado y perdemos algunas lógicas de las mentes de los contendientes. Quizá como ese hombre que prefiere mirar hacia adelante sin acordarse de lo que deja atrás.  

miércoles, 17 de mayo de 2017

ALIEN: COVENANT (2017), de Ridley Scott

Quizá estamos ante una de las trilogías más prescindibles de toda la historia del cine. Innecesaria, absurda, descaradamente comercial y delirante en su desarrollo, Ridley Scott vuelve a dar una muestra de lo malo que llega a ser cuando se lo propone seriamente. Dan ganas de arrancarle los cables y desenmascararle como el sintético que realmente es. No hay otra explicación para una carrera embargada por la persecución del éxito en taquilla sin atender a nimias pretensiones artísticas.
Por enésima vez, Ridley Scott nos vuelve a poner frente al deus ex machina, intentando ser algo profundo en esta explicación irrelevante de lo que ocurrió antes de Alien, el octavo pasajero, una de aquellas muestras del director que llevó a pensar a algunos que estábamos ante el sucesor del mismísimo Stanley Kubrick. Para asegurar el resultado final que persigue, solo Michael Fassbender se hace cargo de llevar hacia adelante el elenco de actores absolutamente mediocres y poco recordables salvo, quizá, la excepción encarnada por el habitualmente soso Billy Crudrup. Tanto es así, que cuesta traer de nuevo a la memoria algún rasgo de sus caras o alguna secuencia en la que se luzcan dramáticamente. Diablos, si hasta la criatura tampoco es lo que era y se nos cuela un cuento que sugiere una estructura circular con el resto de la saga. Ricemos el rizo espacial y nos saldrá un huevo ponedor de proporciones gigantescas.
Y es que la búsqueda de Dios en la ciencia-ficción, además de harto complicada, tiene que estar muy pensada porque si no se cae en el riesgo de lo grotesco y del ridículo. Ya, ya sé que todo esto a Ridley Scott le da más igual que poner por ahí un bicho que no tiene nada que ver con el enemigo de la Suboficial Ellen Ripley, pero eso no quitará para que se pueda alertar con un nivel de amenaza crítico ante la tomadura de pelo flagrante que nos lleva directamente a la tercera parte de estas precuelas que, además, llegan con ínfulas de inteligentes y novedosas. Nada más lejos del cuadro de mandos. Hay repeticiones, copias de sí mismo, situaciones que ya se han tocado con anterioridad y, eso sí, un par de secuencias de croma espectacular que, al menos, distraen y salvan de atender las llamadas de un sueño profundo en medio de la película.

Así que yo me vuelvo a la Nostromo porque aquella criatura sí que me aterrorizaba, parecía latir detrás de cada recoveco de la tenebrosa nave espacial y se tenía la permanente sensación de que el peligro y el agobio eran dos protagonistas más de la mítica película. Además, por si fuera poco, había un estupendo plantel de actores y actrices que hacían que todo fuera mucho más creíble, más reconocible y más tembloroso. Esto no es más que una copia burda, sin gracia, ni sentido, con una ausencia total de ritmo porque es mucho más aventura que terror y, para más desvergüenza, con explicaciones sobre padres, hijos, sobrinos y demás ancestros de la Humanidad. Ni siquiera se respetan las reglas que tan escrupulosamente se siguieron en la película original donde los tiempos eran otros y, por tanto, el suspense también. Solo resta permanecer en la oscuridad con las típicas linternas marca Scott, con mucho polvo en el ambiente, mucha sensación de que allí hay muy poco contar y mucha cara de decepción incluso en el público menos exigente. Y estoy dispuesto a perder una mano si lo que digo no es verdad. 

martes, 16 de mayo de 2017

DESCALZOS POR EL PARQUE (1967), de Gene Saks

Allí arriba, cerca del cielo, donde antes llega la nieve, hay una pareja de enamorados recién casados que apenas tienen resuello para subir tantas escaleras. Ella es impulsiva, romántica, posesiva, genial. Él es cerebral, ordenado, atractivo, seguro. Los caracteres chocan porque ella es novia de la aventura mientras él solo quiere un romance de papel y máquina de escribir. Ella es la imprevisibilidad de la alegría. Él es la rutina de un mundo perfectamente encajado que condena a sus habitantes a un temprano aburrimiento. Cinco pisos…más el tramo de entrada al portal…no tengo aire.
No hay que olvidar que cuando una madre visita por primera vez el apartamento de su hijo o hija y exclama “¡Qué mono!” es la prueba irrefutable de que lo que está viendo es el mismo horror. La madre de ella es así, también partidaria del orden. Se diría que casi es la madre de él, pero no, es la de ella. No tiene ganas de líos, de salir del plácido arrinconamiento de la madurez serena. No está para salir de cena con tipos bohemios, descubrir el Nueva York más nocturno y alocado. Solo quiere ver a su hija feliz con su marido y no tener que subir nunca más los cinco pisos…más el tramo de entrada al portal. Su corazón va a estallar…y no es precisamente de felicidad. Los escalones son los que aceleran sus latidos…. ¿no hay un ascensor cerca?
Ah, el vecino de arriba. Ese tipo extraño de nacionalidad indeterminada que accede a su piso a través de la ventana de los recién casados y se pone a trepar y a hacer equilibrios por la cornisa. Un gourmet impensable que come una comida albanesa intragable y que lleva a cabo un ridículo ritual para comer lichis. Prueba…no, no, tengo un brazo lesionado. Coma usted, de un trago, sin mordisquearlo. Canciones a las tres de la mañana con el vodka albanés como miembro de la orquesta. Ahora que lo pienso…podría ser la pareja perfecta de ella, no como el aburrido de su marido, un joven gris con un trabajo gris de abogado que se confunde en el gris de un cemento cansado. ¿Cinco pisos? No, señores. Son seis. Al último se accede, siempre que se tenga llave, a través de una escalerilla que no es precisamente lo más cómodo pero… ah, es divertido.
Y es que la vida, a veces, no tiene por qué estar perfectamente cuadriculada, ni planeada, ni en contra de la sorpresa. Puede que un poco de improvisación entre horas sea saludable y simpático y, de paso, puede que refuerce el amor porque si hay algo que no admite planificación previa es precisamente el amor. Es posible que, en algún momento, haya que caminar descalzo por el parque, saltar detrás de un banco, gritarle a la vida que jamás nos va a cazar mientras haya ilusión por las cosas. Eso lo sabía muy bien Neil Simon, que escribió la obra en la que se basa la película. Mientras nos damos cuenta de todo eso, nos abrigaremos hasta las orejas y pasaremos la noche en compañía de Robert Redford y de Jane Fonda, de Mildred Natwick y de Charles Boyer. Verán cómo lo primero que se nos duerme es la nariz y los pies.

APOCALYPSE NOW (1979), de Francis Ford Coppola

Si tenéis ganas de escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "La ronda", del gran Max Ophüls, podéis hacerlo aquí.

 Las hélices zumban en la cabeza del Capitán Willard recordándole que a su alrededor solo puede haber muerte y fuego. Debe de ir allí mismo, al corazón de las tinieblas, a buscar a un hombre al que no se atrevería nunca a matar. Sin embargo, la razón se diluye en las entrañas de una selva asesina que no entiende de razas, ni de sangre, pero sí de agobios y de locuras. Ese viaje, para Willard, será una jornada interminable hacia el mismo centro de la locura, de la sinrazón, del sinsentido, de la nada en la que hemos convertido todo, del todo en el que hemos convertido la nada. El apocalipsis no tendrá que llegar. El apocalipsis es ahora.
Los hombres se arrodillan al paso del Capitán Willard asumiendo su nuevo liderazgo y el horror ha sido el viaje necesario para ejecutar la misión. La visión se nubla ante tanta oscuridad y tanto caos donde se antoja necesario arrasar con todo para que todo vuelva a nacer. Francis Ford Coppola ya dijo que Apocalypse now no es una película de Vietnam, ni es una película sobre Vietnam…Es Vietnam”. Y así se siente el espectador. Atosigado por una cortina de bombas, acobardado por las colinas que huelen a victoria descritas por el Coronel Kilgore (un maravilloso Robert Duvall), extasiado ante el espectáculo del agua salpicada por las bombas y la violencia desatada allí donde ya no llega la Humanidad. Maldito río que llevas hacia el horror. Maldito hombre que eres capaz de edificar el destino de ese río.
Una bala de diamante es disparada entre los ojos del espectador para que éste pueda ver claro, nítido, cristalino, perfecto. El dolor, en muchas ocasiones, se manifiesta de forma brutal, vomitando violencia como antídoto frente al estupor. La vida ya no tiene ningún valor en esa jungla que acabará siendo una tumba para el sentido común. Lo absurdo se viste con su uniforme de guerra y el combate será sin cuartel. Charlie no tiene compensaciones y aún así, sigue luchando por cada palmo de terreno. Los americanos se ahogan en sus propios errores y no les queda más camino que la derrota. Willard es un chico de los recados enviado a cobrar una factura. El Coronel Walter E. Kurtz será el encargado de mostrarle cuál es la ruta del desquiciamiento, a través del horror, de la macabra obra de la guerra, de la certeza de que ya no habrá ningún mañana para los que se atrevieron a mirar a este lado del abismo.

Francis Ford Coppola dirigió esta película porque estaba convencido de una película era capaz de cambiar el mundo. Afrontó múltiples problemas en el rodaje, en principio previsto para cuatro meses, que incluyeron huracanes destrozando decorados, crisis cardíacas para el protagonista Martin Sheen, despido de actores e, incluso, un encargado de montaje que, enloquecido porque Coppola prescindió de sus servicios, le mandaba todos los días un sobre con el negativo original hecho trizas obligándole a rodar de nuevo. Tal vez, Apocalypse now sea la demostración más evidente de que hacer una obra maestra cuesta mucho más de lo que pensamos. No trata sobre el cine, no es del cine…es el cine.

viernes, 12 de mayo de 2017

UNA MUJER BAJO LA INFLUENCIA (1974), de John Cassavettes

Tal vez no lleguemos nunca a darnos cuenta de que algo se convierte en verdad a fuerza de repetirlo. Y eso es lo que le ocurre a Mabel. Ella no está bien, no tiene equilibrio en su vida. Su marido trabaja de noche y su suegra dice cosas que no debería y ella se siente ninguneada, apartada, echada a un lado. Aún así, en el centro de su inicio de locura, ella quiere aportar algo a la familia, algo positivo, que valga para que, al menos los demás, puedan tener ese equilibrio que a ella le falta. Y, sin embargo, solo se topa con acusaciones de que está loca, de que dice cosas que no debe, de que sus comportamientos son erráticos e imprevistos. Su inocencia comienza a ser torcida porque, de tanto decirle que ha perdido la cabeza, comienza a perderla de verdad y ya no tiene ningún control sobre sus actos. Su marido se presenta a comer con otros quince compañeros de trabajo y ella tiene que poner cara de que le encanta cocinar para tantos invitados…y lo hace de corazón y trata, a su manera, de hacer que todos estén cómodos pero cuando se le llama la atención, se hace de manera cruel y expeditiva, sin miramientos, sin reconocer la enorme ternura que subyace en un carácter que no quiere hacer mal a nadie. Mabel inicia la cuesta abajo porque ya no empieza a distinguir lo que está bien de lo que está mal, lo que agrada de lo que molesta, la utilidad de ella como madre y mujer del estorbo de una chiflada que solo pretende imponer su voluntad. Hasta cae en la infidelidad más absurda solo porque, en ese momento, se siente abandonada.

Gena Rowlands hace un papel tan impresionante en esta película que uno llega a preguntarse de qué madera está hecha una actriz para ser tan adorable y, a la vez, tan rechazable. Ella es el centro y el motivo de la película y deambula por la escena con tal dominio de las expresiones que cree estar viendo un pedazo de vida en un hogar ajeno. A su lado, Peter Falk, como el desorientado marido que no sabe cómo llegar al corazón de su mujer porque él es esencialmente torpe, con arranques estúpidos de genio que no llevan a ninguna parte, con la simpleza de un hombre normal que quiere amar con normalidad y que no sabe comportarse normalmente. Mientras, alrededor de ambos, todo un universo que destaca porque es incapaz de comunicarse pues, sencillamente, no se escucha. Palabras despreciables que humillan a cualquiera que quiere verse con un reconocimiento en su rutina, la catástrofe del hundimiento en la locura, el regreso, la inoportuna fiesta de bienvenida…El director John Cassavettes nos ofreció aquí un par de lecciones sobre el cariño y la apariencia, sobre el inmenso y verdadero amor que atesora una mujer que, por culpa de la influencia, no puede expresarlo y decide arrojarse al abismo sin sentido. 

jueves, 11 de mayo de 2017

EL CÍRCULO (2017), de James Ponsoldt

Todos llevamos un móvil en el bolsillo al que miramos, como mínimo, un par de cientos de veces al día. La necesidad de ser alguien nos lleva a introducirnos en las más variadas redes sociales para relatar cómo nos hemos lavado los dientes, de qué humor estamos, o el más nimio de los actos diarios. Tal vez porque así creemos que esos actos, lejos de ser nimios, son diferentes, lo cual puede que nos haga diferentes a todos. Compartir nuestras experiencias, sean cuales sean, ha dejado de ser algo íntimo y privado. También hay muchas ganas de saber qué es lo que hacen los demás para caer en el viejo, viejísimo pecado de la comparación.
Las tecnologías evolucionan y puede que eso, en un futuro no muy lejano, se convierta en una temible red de vigilancia amparada por las ya algo repetitivas voces de democracia a toda costa, del derecho de saber lo que hacen los demás, sin reparar en el derecho que todos tenemos a nuestra privacidad o, lo que es aún más importante, en el deseo de resguardarla. Caemos en la trampa como peces de un bancal y estamos ansiosos por saber el minuto a minuto de los demás, a la vez que, de forma incomprensible, vamos relatando nuestros movimientos para que todo el mundo sepa, y lo sepa cien veces, que usamos unos zapatos que serían la envidia de cualquiera y que nuestra colección de música es la caña, lo cual nos convierte en seres interesantísimos, sapientísimos y potentísimos. No como el resto de los mortales.
Imaginemos que toda esa conexión que se ha establecido acudiendo a nuestras vanidades más escondidas, se convierte en algo real, en algo que va degenerando hasta la obligatoriedad del voto (no lo olvidemos, bajo el amparo de que eso es la verdadera democracia) o la presión de colaborar en las actividades más democráticas posibles, como es, por ejemplo, el ocio; o de paliar la amargura a través de terapias de grupo; o de compartir copas y música por el mero hecho de que los demás son semejantes a ti. Así, sin darnos cuenta, cada vez que encendemos la pantalla de nuestro ordenador, estamos dando paso a la peor de las dictaduras, al asesinato de la libertad bajo la máscara de la unión democrática, a la pérdida de lo que verdaderamente nos hace a todos diferentes que es nuestro libre albedrío.

Interesantes cuestiones son las que plantea El círculo, aunque llevadas a cabo con más torpeza que interés. Uno de los fallos más garrafales consiste en hacer que toda la historia descanse sobre los hombros de Emma Watson, una mujer de cierto encanto que todavía le falta mucho para ser buena actriz y que aquí se desata con un festival de gestos que no hacen más que evidenciar su falta de seguridad y su escaso repertorio. Más allá de eso, la película no acaba de tener suficiente tirón para dejar al espectador clavado en su butaca, como pretende. El desenlace no tiene fuerza y hay personajes que pasan de una actitud a otra como por arte de magia sin dar mayores explicaciones. Y es que no es fácil tratar de una más que posible teoría de la conspiración sin saltarse algunas reglas elementales de la narración y de la lógica. Y aún más cuando los límites de la vigilancia se están diluyendo de forma alarmante y premonitoria. No dejemos que la tecnología se democratice tanto. Seguro que a nadie le interesa qué es lo que llevo ahora puesto. Y les aseguro que tampoco me interesa lo que llevan ustedes. 

miércoles, 10 de mayo de 2017

EL PISITO (1959), de Marco Ferreri e Isidoro M. Ferry

Rodolfo es un hombre pequeño, muy pequeño. Es apenas una mota gris en medio de una gran ciudad que se empeña en engullir todo lo que contiene. Hace nueve años que sale con Petrita. Deberían haberse casado ya porque el arroz se les pasa y la paella se va a arruinar. Su problema es que no encuentran un piso que puedan pagar. A Petrita le aprieta demasiado el reloj biológico y ya dice cosas desesperadas a un Rodolfo desesperado. Cuando baila con él en las Cuevas de Sésamo solo puede enseñar un rostro hundido en la amargura. Tantos años con Rodolfo, un hombre que nunca llegará a nada, para acabar así, de solterona sin remedio, de solterona con novio, de mujer mediocre que no ha encontrado nunca ni un poquito de felicidad porque ya solo tiene palabras de reproche hacia él, como si tantos años no hubieran servido para nada. El piso, el maldito piso, cuatro paredes en las que crear un hogar y unos hijos que ya difícilmente vendrán. Maldita España gris y deprimente.
En ocasiones, cuando hay grandes urgencias, se tira por caminos más cortos aunque sean reprobables. Y Rodolfo, acuciado por Petrita, se arrojará a lo fácil para que ella deje de quejarse y de volcar toda su frustración sobre él. Las mujeres, ya se sabe, cuando se ponen los galones no dejan de dar órdenes y de organizarse la vida incluso en momentos en que estarían mejor calladitas. Pero Rodolfo no sabe imponerse. Es un buen hombre, pero no es más que una marioneta. Tiene corazón, pero a nadie le importa lo que pueda sentir. Es posible que llegue a tener el piso, pero estará solo. Por mucho que llegue a casarse con Petrita. Maldito Madrid más negro que blanco.
La carestía de la vivienda fue abordada por Rafael Azcona en un libro y un guión que hacía reír mientras todos lloraban. El italiano Marco Ferreri y el español Isidoro Martínez Ferry lo pusieron en imágenes acercándose mucho al estilo de Luis García Berlanga y deslizando la cámara por pasillos estrechos, como los que pueblan la moral de esos personajes que, intentando hacerse pasar por buenas personas, se convierten en buitres deseosos de sacar algo de la desgracia ajena. Ni un funeral es como debería ser. Rodolfo lo sabe y luchará siempre con una actitud de pobre hombre, de un derrotado y fracasado que jamás apreciará lo que tiene porque lo ha ganado de mala manera, acudiendo a la piedad de ancianas, sucumbiendo a la presión de Petrita, queriendo no dañar a nadie y saliendo siempre él lastimado. Quizá ése sea el precio de tener un futuro. Y Rodolfo lo ha pagado sin ningún gusto.

martes, 9 de mayo de 2017

LA RONDA (1950), de Max Ophüls

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla acerca de "Marathon Man", de John Schlesinger, podéis hacerlo aquí.

La vida es un interminable juego de engranajes que se van tocando unos a otros. Los dientes de una rueda mecánica se encajan a la perfección en los vacíos de otra y ésta, a su vez, lo hace con otra y así sucesivamente. En unas ocasiones, esos dientes se encajan con fuerza y no puede haber nada que los separe. En otras, son caricias que invitan a girar y a girar de nuevo, en busca de eso tan necesario para el ser humano como es el amor. Así, podemos recorrer las calles imaginadas de una Viena irreal que solo existe en los sueños de un narrador elegante, que va llamando de puerta en puerta, apareciendo de oficio en oficio, solo para que ocurra ese milagro de tiovivo que es el amor. Amor de todas clases, por supuesto. Amor entre pobres. Amor entre ricos. Amores marciales. Amor escondido. Amor evidente. Amor egoísta. Amor fugaz. Amor eterno. Amor joven. Amor asentado. Amor de reloj. Amor descarado. Amor impertinente. Amor de una noche. Amor de una mañana. Amor, solo amor. Más allá de eso, los engranajes siguen girando de forma imparable y, si se paran, mala suerte. Habrá que arreglarlos con una pizca de maña y sin perder ni un ápice de elegancia.
Los decorados de cartón-piedra son los testigos inermes de besos en el cuello, de cortejos interminables que acaban por derribar los muros de la resistencia, de rápidas escapadas a los límites de la pasión que acaban por volver al encontrarse con el mundo real, de temblores en la noche, de comidas reservadas y esperas continuadas. Max Ophüls nos adentra en las debilidades y fortalezas del alma humana contándonos, con la suavidad de un vals que tampoco deja nunca de girar, los amores que deambulan en la Viena de principios de siglo, atrapada en la belle époque repleta de miserias. Un aire burlón y algo cínico planea sobre toda esta mirada hacia la frivolidad y el juego del amor y vamos en volandas de una historia a otra, como si fuéramos confidentes de un buen montón de cotilleos que, a buen seguro, harán las delicias de la próxima fiesta de sociedad. Los movimientos de cámara están vestidos de etiqueta y es como si todo fuera un sueño contado por Dios. Lástima que el amor, en cualquier caso, dure tan poco como lo que tarda el siguiente engranaje en iniciar su órbita de acercamiento hacia el siguiente más inmediato. Gira, gira, no deja de girar.

Habría que destacar la impresionante clase que destila Anton Walbrook como el narrador de estas historias de amor en minutos, siendo un personaje más que entra y sale con la mirada de la sabiduría impregnada en sus palabras y en sus acciones. Quizá como el propio maestro Ophüls sabía hacer como nadie. Dejemos que nos coja, nos monte en su tiovivo y acerquémonos a ver con todo detalle todo lo que nos tiene que contar sobre el amor.

viernes, 5 de mayo de 2017

STEFAN ZWEIG: ADIÓS A EUROPA (2017), de Maria Schrader

La tentación de guardar silencio cuando el extremismo es imparable no deja de ser un error del que cualquiera tarda en darse cuenta. Más aún si se trata de alguien con la sensibilidad extraordinaria de un escritor irrepetible. Intentará hacer que cada una de sus líneas sea un nuevo horizonte por descubrir, pero el sentimiento se enterrará por debajo de la gramática y la seguridad de que nadie podrá pararlo se convierte en una obsesión, en una angustia y, finalmente, en una desesperación terrible y devoradora. No hay más mundos hacia los que evadirse. No hay más hombre del que esperar.
El viaje hacia lo desconocido significará el descubrimiento de la inocencia y de la seguridad de que hay gente mucho más atrasada, mucho más infantil y mucho más inculta que estará dispuesta a darlo todo mientras Europa, la vieja Europa, se consume en odios y guerras. La visión de un futuro sin fronteras, ni pasaportes, se diluye en el pesimismo de la ausencia de esperanza, en la certeza de que no habrá ningún país dispuesto a parar la barbarie y la sinrazón. Y finalmente, el equilibrio sucumbirá para quedar reflejado en el espejo, como en una última imagen de amor y muerte, como si uno de los personajes de Stefan Zweig saliera de sus novelas para recordar cuán impaciente es el corazón.
En ese camino hacia la oscuridad, no habrá lamentaciones forzadas, ni histerismos manieristas para reflejar la desolación de un mundo que se acaba sin remedio. Tan solo un actor, capaz de dar a entender las tormentas de la personalidad con lo que ve, con lo que toca, con lo que siente y con lo que padece. A su alrededor, el aturdimiento continuo del homenaje prescindible, que no deja surgir la inspiración, que tapa con preguntas incesantes la verdadera tragedia a la que se aboca la Humanidad. Puede que la postura del silencio no sea la más acertada por miedo a que, intelectualmente, ponerse a la altura del enemigo sea un rebaje de las ideas, pero, de vez en cuando, hay que hacerlo, se debe hacer, es la obligación del que puede leer la vida entera entre líneas, es el destino de los que se encargan de abrir los ojos a tantos y tantos lectores que esperan con ansiedad la siguiente frase.
Estructurada como si fuera una obra teatral, Maria Schrader, directora de la película, nos introduce en la figura de uno de los más grandes escritores en lengua alemana a partir de un sufrimiento que siempre es intuido y que, prácticamente, resulta una despedida de una época que se va sin remedio. La crueldad humana coarta la capacidad de transmitir la genialidad y Josef Hader, en el papel del gran Stefan Zweig, sabe convertir su rostro en narración y sus ojos en semántica para que el espectador, ansioso por conocer la verdad de un adiós, adivine la agonía del ánimo y la derrota del espíritu. Ni siquiera la sutil alegría es capaz de dar un acento a la siguiente palabra. Solo marcharse. Solo la paz. Solo el reflejo.

“Me puse a temblar y me apresuré a taparme la cara con la mano para protegerme al menos en la oscuridad…Desde aquel momento sé que ninguna culpa queda olvidada mientras la conciencia tenga conocimiento de ella”.     Stefan Zweig

jueves, 4 de mayo de 2017

PLAN DE FUGA (2017), de Iñaki Dorronsoro

Cada cuerpo emite un calor distinto. Por ejemplo, ahí tenemos a un yonqui, un tipo que hace tiempo que dejó de tener calor de ninguna clase porque se está matando poco a poco, pero a conciencia. Tal vez, en algún lugar de su memoria térmica, estaba el gusto por la vida, la certeza de que la amistad era lo máximo, de que nada podía hacerle daño mientras caminara con alguien que le traspasara suficiente seguridad. Las agujas, los cigarrillos de sustancias que, al fin y al cabo, son venenosas, las pastillas…todo ha hecho que sus lágrimas sean permanentes e inútiles. Ya no tiene calor.
Ahí está ese otro fulano, un poco más acalorado. Su mirada delata un inicio de que todo le empieza a dar igual. Ha visto la felicidad de lejos y ha tratado de ir tras ella, pero se ha ido escapando según se acercaba. La amistad ha tenido que refugiarse en algún lugar muy oscuro de su interior. Su sentido de la responsabilidad resulta frío, desangelado y distante, como queriendo decir que la tiene, pero no la quiere ejercer. Es un profesional en todo lo que hace y lo ejecuta con seguridad absoluta. Ya no quedan muchos como él. Tiene calor…pero no demasiado.
El policía veterano está llegando al nivel medio. Trata de no perder el corazón por el camino y las lumbres de su interior se niegan a apagarse. Tiene suficiente calor para sí mismo e, incluso, está dispuesto a dar un poco. Tampoco quedan muchos jefes como él. Sabe que todo se deshumaniza a pasos agigantados y que cada vez hay que escarbar más hondo en la basura para llegar a una verdad mínima. Sus afectos puede que estén en el fondo de un vaso de whisky compartido, o en el cuidado de sus propios hombres. ¿Quién sabe? Esta pasma no se sabe de qué va. Se va a mojar. Así, apaga un poco el fuego que le sobra y, de paso, demuestra cuánta llama puede regalar. No es fácil ser como él.
La chica del club es caliente. Caliente porque tiene algo de alma en su entrega. Quiere saber lo que hace y con quién. Es un regalo, pero, tras un pequeño traspié, no se comporta como tal. Sabe que hombres de verdad hay muy pocos y ella cree que ha encontrado a uno. Es un solitario que la rechaza una y otra vez, tal vez porque hay demasiada amargura en su mirada y por eso ella trata de ver qué es lo que hay detrás, cómo se mueve y de dónde viene. No tiene demasiadas salidas y sabe que, si permanece donde está, no le queda mucho tiempo. Puro fuego. Mirada constante. Perdedora segura en una ciudad que la mira sin tocar.

Plan de fuga resulta otro ejemplo de lo que pasa cuando se tiene una idea prometedora en la cabeza y no ha habido suficiente trabajo como para dar una coherencia ajustada a todo. A pesar de que el argumento llama con insistencia, hay secuencias que no están demasiado bien explicadas, resulta blanda en algunos pasajes, brillante en otros, mediocre en los más. Existen motivaciones que no se comprenden muy bien aunque algo se atisba y hay una ligera obsesión por dar otra vuelta de tuerca que hace que el espectador se pierda en una dicción regular por parte de la mayoría de intérpretes, entre los que destacan Javier Gutiérrez y Luis Tosar por encima de los protagonistas. Ellos son los que dan verdadero calor a la película, como si fueran lanzas térmicas de poderío incombustible. Más allá de eso, el conjunto se resiente y la decepción va cayendo paulatinamente, como si no hubiera vía de escape posible. Quizá la fuga, después de todo, se quede en una mera nimiedad ahogada entre las pasiones personales de cada uno.

miércoles, 3 de mayo de 2017

UNA VIDA POR DELANTE (2005), de Lasse Hallstrom

La incomprensión suele ser un muro difícil de derribar sobre todo por aquel que lo levanta. Es posible que un padre considere que se la ha robado un cariño porque, un día, su nuera estrelló el coche en el que también viajaba su hijo. Ella se salvó y él no. Y desde entonces, cada día ha sido un lamento solamente suavizado por cuidar de alguien que, muy bien, podría ser su propio hermano. Aunque la piel sea distinta, cuarenta años unen mucho y tanto trabajo y tanto compartir sentimientos llega a construir lazos más fuertes que la sangre. De repente, la nuera vuelve con la nieta y el cariño renace aunque el resentimiento, de alguna manera, sigue ahí. Es lo que pasa cuando se te arrebata lo que más quieres. Es muy difícil olvidar. Es muy difícil derribar ese muro que, en el fondo, te protege de las agresiones de ese oso enorme que es la vida.
En ocasiones, una fiera ataca a un hombre y se crea un extraño vínculo entre ellos. Es como si, de alguna manera, sus almas estuvieran unidas. El hombre invadió el terreno de la bestia y ella se defendió. Las secuelas fueron para siempre, pero el hombre sabe que el oso tuvo razón. Y quiere mirarlo de nuevo a los ojos. Con miedo, con respeto, con afecto y también con comprensión. El oso está ahí y tiene derecho a estar. Quizá él esté ahí y no tenga tanto derecho. El oso merece ser libre. Y disfrutar de la libertad que el hombre no puede poseer porque está herido en la carne y arrepentido en lo moral. El dolor no se irá. Y habrá que defender el territorio igual que lo haría el oso.
La violencia suele regresar cuando no ha tenido campo para desarrollarse en toda su mezquindad. Más que nada porque la que se ejerce en casa, es la más ruin de todas ya que juega con el amor de por medio. El chantaje emocional forma parte indisoluble del siguiente golpe. Y a esos tipos hay que pararles los pies. De una vez por todas. Hay que comportarse como un oso que defiende sus crías, como un patriarca que protege todo lo que hay de importante en este mundo. La lección vendrá con toda su fuerza. El agua volverá a su cauce. Y, con esa demostración, es posible que caiga la incomprensión que abre zanjas de indiferencia entre personas que, desde el principio, deberían de haberse entendido. Hay toda una vida por delante. Y el oso siempre estará ahí.

No cabe duda de que lo mejor de esta película es cualquier escena compartida entre Robert Redford y Morgan Freeman y que la presencia de Jennifer López es una rémora difícil de arrastrar. Pero lo cierto es que fue todo un fracaso cuando es una historia que tiene grandes sentimientos y reacciones muy cercanas, muy comprensibles y muy sinceras y todo está rodeado de una narración natural, fluida, sin crispación y con mucha razón. Lasse Hallstrom es un director que se siente cómodo moviéndose en esos terrenos y lo demuestra una vez más haciendo que el oso también se ponga sobre sus dos patas traseras para medirse con nosotros. Y miraremos igual que lo hace Morgan Freeman. Sin retroceder un ápice pero sin perder ni una migaja del respeto que merece.