viernes, 29 de agosto de 2008

ODIO EN LAS ENTRAÑAS (1970), de Martin Ritt


Cuando la lucha social comienza a devorar nuestro interior y muerde ávidamente nuestras entrañas entonces es cuando la razón se difumina, se diluye, se deshace y el fiasco de la traición comienza a tener la justificación de un infiltrado que, en contra de su propia conciencia, se ve obligado a delatar aquello que no odia, que no desprecia…que, simplemente, comparte. Odio en las entrañas, escrita por ese magnífico guionista, perseguido por la tristemente célebre “caza de brujas”, Walter Bernstein y que, en esta ocasión, intenta ajustar cuentas con la militancia y la delación, es una película que jamás se hubiera hecho hoy en día. La simpatía por unos mineros que intentan ganar con dinamita lo que perdieron con trabajo hace que el poder de una protesta sea un ariete contra la razón. No encontraríamos simpatías hoy en día. Nadie querría ver una película en la que se habla de unas condiciones de trabajo terribles, de una hartura humana de tal calibre que un “basta” es equivalente a la violencia de una explosión maldita. Además de todo ello, el guión busca la originalidad a través de secuencias carentes absolutamente de diálogo, demostrando con hechos la permanencia de las actitudes por encima de las palabras. La inteligencia domina las galerías del carbón y el odio en las entrañas crece como una bestia imparable que sólo hará que la negrura se tiña de rojo.
En todo ello, no hay lugar para la acción individual sino que todo se canaliza a través de una asociación fraternal de católicos irlandeses que emigraron a América y trabajaron en las minas de Pennsylvania llamados los “Molly Maguires” y que se constituyeron en la única protección que pudieron recabar los trabajadores en aquella época. Hoy en día, aquella organización está considerada como la unión de unos cuantos terroristas que decidieron dejar de hablar para pasar a la acción. En ese momento, el odio en las entrañas les carcomió y dejaron de tener razón a la hora de luchar por los derechos de aquellos trabajadores escarnecidos a los que les obligaban vivir en la ciudad que era propiedad de la compañía minera, comprar en las tiendas de la compañía minera y pagar por un utillaje defectuoso proporcionado por la propia compañía minera.
Quizá sea una película que explora dónde están las fronteras de la razón y de la justicia pues cuando la violencia es un motivo es cuando las ideas se vuelven débiles; los triunfos, inútiles y la fuerza se convierte en el instrumento de ejecución de un poder que nadie debería poseer. Tal vez pueda ser una asistencia privilegiada a los resultados de la furia desatada entre dos hombres…Es una película que guarda una evidente provocación para el público al que se invita a apretar los dientes en una dirección u otra…y lo más importante es que carece de importancia cuál es el partido que se toma. Siempre que la he visto tengo la extraña sensación de que el filo de una sierra sale directamente de la televisión y trata de despedazar el bien construido asentamiento de mi pensar…cuando precisamente ése, ése es mi eslabón más débil, el nudo corredizo del conocimiento que, con rabia demoledora, aprieta la garganta en torno al ser humano.
No es para todos, pero es de esas películas que te hacen pensar, que ganan con el tiempo, que agarran con el saber. Para ello, la historia cuenta con las enormes bazas de unas fortísimas interpretaciones de Sean Connery y Richard Harris, auténticos barrenos incrustados en la roca más dura de lo que creemos ser. Tal vez sea el momento de tiznar nuestros rostros con la oscuridad del carbón, adentrarnos en el lado más tenebroso de un túnel de rencor y saber cuál es el límite de nuestras ideas, el abismo de nuestras creencias y el derrumbamiento de nuestras convicciones.

jueves, 28 de agosto de 2008

WALL-E (2008), de Andrew Stanton


El mejor crítico del mundo para las películas de dibujos animados me dijo mientras sonaban los compases de la maravillosa “Down to Earth” con la voz de Peter Gabriel: “Anda que no se me ha hecho corta. Es menos divertida de lo que me esperaba pero también es mucho mejor de lo que me esperaba…”, la frase se le quedó cortada a mi hijo de seis años mientras se embobaba con los extraordinarios títulos de crédito finales en los que se hace todo un repaso a la historia de la pintura. Y es que “Wall-E”, mucho más allá de los evidentes mensajes ecologistas, de las advertencias sobre la acumulación alarmante de basuras, del peligro de un mundo convertido en un vertedero irrespirable y de los continuos guiños cinéfilos a “El último hombre vivo”, “Cuando el destino nos alcance”, “Cortocircuito”, “2001, una odisea en el espacio”, "Alien" o “La guerra de las galaxias”, es una película imaginativa, paródica, esperanzadora, recicladora, atípica en su silencio prolongado, impresionante en su banda sonora de alto poder descriptivo, reiniciadora en su fábula moral de un Adán encontrándose a su Eva y en busca de la ramita (porque aún no es un árbol) de un paraíso que renace de un estercolero. Y es que en un mundo ideal poblado por obesos a los que se ha prohibido el roce del trato humano o el goce del cortejo y que se hallan entregados al ocio más inútil, sólo le queda el resquicio de una inteligencia limitada que se da cuenta de que bailar es mejor que tumbarse; que cultivar es más sabroso que una comida condensada en pastillas y programada en la rutina; que el desequilibrio puede ser compensado por la voluntad y que del polvo devastador que la Humanidad crea, la vida siempre se resistirá a desaparecer del todo porque es difícil, muy difícil, exterminar el verde de la belleza regalada. Basta con que aún haya un poco de emoción al escuchar algunos pasajes de “Hello, Dolly” o que un buen montón de tuercas, tornillos y hojalata comience a tomar conciencia de la soledad y del significado de un gesto tan simple como entrecruzar unas manos con alguien que quiera compartir la esperanza del metal.Dejando aparte la aparición de algunos planos de originalidad no exenta de grandeza, hay que reconocer que estos tipos de la Píxar Animation Studios, con John Lasseter a la cabeza, son un refugio para la escasa genialidad que huye del cine de hoy. Sus guiones son un prodigio de elaboración y de trabajo que siempre destilan, en todas y cada una de sus películas, un mensaje en valores en un tiempo en que los niños ya crecen con el declive sobre sus ideas. Esta gente está a otro nivel y hace, con la magia de la inteligencia alejada del ordenador, que nos transportemos con alas de ingenio hacia los alrededores del pensar haciendo oportunas escalas en el descanso de la más brillante imaginación

miércoles, 27 de agosto de 2008

ALMAS DESNUDAS (1949), de Max Ophüls


A través del cine que nos legó Max Ophüls nace el cine de Stanley Kubrick. Su técnica impecable en el seguimiento de personajes, su profusión estilística, su virtuosismo admirable nos remite con perfección hacia una historia a la que siempre se subordina la planificación y el alcance de una cámara que, en movimiento, parece un personaje más de todo aquello que se nos cuenta. Sin embargo, mientras el cine de Kubrick es de marcada vocación pesimista en la que no existen las segundas oportunidades, el cine de Ophüls siempre nace de una situación descolocada que desemboca enfáticamente en una vuelta a la normalidad a través de experiencias difícilmente olvidables. En esta ocasión, Ophüls nos presenta a una valerosa ama de casa que tiene que tirar ella sola de la pesada carga que supone el carro familiar. Su mirado está fuera, intentando ganar el suficiente dinero para que las preocupaciones económicas sean parte de un pasado que se obstina en dejar de ser presente. La hija mayor, atractiva como ella, sale con un hombre poco recomendable que muere en un estúpido accidente después de discutir con la chica. A partir de ahí, una pareja de usureros profesionales no duda en hacer chantaje a la madre pues poseen una serie de cartas que la hija escribió a la víctima, pero ahí no reside el nudo de una acción que se presenta como mera excusa hacia una drama de psicología más profunda. Martin Donnelly (magníficamente interpretado por James Mason) es el encargado de llevar a cabo el chantaje y, desde el primer momento, se da cuenta de lo admirable que resulta el mantener el núcleo familiar unido en una vida difícil, rutinaria pero llena de cariño arropado. Donnelly ansía lo que nunca ha tenido. Ni siquiera se enamora de la señora de la casa (Joan Bennett, extraordinariamente adusta y atractiva en sociedad, sutilmente quebradiza en la intimidad) aunque la admira intensamente. Él no puede hacer daño a una familia que, ante las dificultades, destila cariño, que le acoge con educación y respeto, algo a lo que no está muy acostumbrado; que hace brotar sonrisas en el corazón a pesar de todas las dificultades porque, al final, lo único que queda, lo que siempre queda, es la familia.
Ophüls nos regala el drama de una mujer que no tiene el asidero de un hombre al que agarrarse y la caída al vacío de un hombre que siempre quiso sentir el calor de un hogar avivado por una mujer de empuje y conciencia. El mundo, según Kubrick, no es un sitio agradable para vivir. El mundo, según Ophüls, no es una vida alfombrada con pétalos de rosa aunque siempre habrá una que se resista a ser arrancada de su tallo para permitir que otros pisoteen la vivacidad de su rojo. Las almas desnudas destapan lo que realmente somos a través de lo que realmente quisimos. No hay mayor sinceridad, ni técnica, ni argumental, que la de Max Ophüls dirigiendo la historia de un silencio sobrepasado por la fuerza de un destino inevitable. Al fin y al cabo, Ophüls puede ser la diéresis del destino que te guía por senderos de tortura hacia un lugar que está escrito de antemano.

martes, 26 de agosto de 2008

UN LADRÓN EN LA ALCOBA (1932), de Ernst Lubitsch

"El matrimonio es un error que dos personas cometen juntas”. Ahí queda eso. Y tal vez, un beso no es más que un hurto derivado de la ambición. O, a lo mejor, un robo es una declaración de amor al más puro estilo vodevilesco mientras la vieja Europa se mece en un sueño de góndolas recogiendo basura. Incluso la luna de la noche veneciana se puede ver reflejada en el cristal de unas gotas de champán. Y no vale decir que todo esto es una recreación de una obra bienintencionada de alta comedia debida a un húngaro llamado Alasdar Laszlo, no. Aquí, señores, lo que se está jugando es una partida de sofisticación apostada al rojo con una clara inspiración en la ironía de Oscar Wilde. Sí, Lubitsch era así. Cogía un argumento y, en colaboración con su guionista habitual Samson Raphaelson, le daba la vuelta y parecía que estábamos en la perfeccionista atmósfera cinematográfica de un hombre que adoraba la ironía como forma de cortejo y que cada uno es como es, qué le vamos a hacer.
Un ladrón en la alcoba es divertida, es sexy, es subliminal, es sublime. Es una de esas películas que sólo ganan cada vez que se vuelven a ver (una de esas raras obras que sólo un cineasta de la categoría de Ernst Lubitsch era capaz de crear). Podríamos decir, si me permiten el vulgar símil culinario, que esta película es…caviar para el paladar. Es, como si dijéramos, un toque de excesivo lujo en nuestro sabor para luego convertirse, una vez que se prueba repetidamente, en un festín para los sentidos, en una lujosa recepción para la sutilidad sensual, en un baile nítido de idas y venidas con el aderezado e inolvidable gusto para el sobrentendido, para lo que no necesita explicación, para esa sonrisa que asoma a todos sus rostros cuando han caído en el centro justo de la picaresca de la situación.
Si observamos un poco la trayectoria de este excepcional director (como dijo Billy Wilder el día del entierro de Lubitsch: “No nos hemos quedado sin Lubitsch…es peor aún…nos hemos quedado sin las películas de Lubitsch”) podemos observar que uno de sus temas recurrentes, raíz de tantas puertas cerradas como telón sugerente de unas cuantas braguetas abiertas, es el del triángulo amoroso. Al fin y al cabo, el tres es un número de ilimitadas posibilidades matemáticas y de infinitas combinaciones sexuales. Esta película es un claro ejemplo de ello y, después de ésta, nos extasiaremos con la sabia exposición de hipotenusas dominadoras de catetos a la caza del encuentro en el ángulo más alto de nuestro pensamiento con películas tan certeras y maestras como Una mujer para dos, Ser o no ser, El pecado de Cluny Brown, Ángel, La octava mujer de Barba Azul o Lo que piensan las mujeres. Y es que, en el fondo, también todo el mundo sabe que el genio de Lubitsch giraba en torno a su idilio sempiterno con un puro y con la elegancia de una cámara recorriendo los rincones más inaccesibles de nuestros deseos disfrazados de frac.
Y, por si fuera poco, aquí Lubitsch nos presenta una forma de dirigir que aún hoy nos parecería asombrosamente moderna, con un estilo aviñetado que sería la envidia de más de uno o dos hacedores de cómics que son incapaces de asumir que todo, todo en una película de este maestro de maestros está subordinado a la trama, a la evolución de los personajes, al ritmo… que no hay compartimentos estancos, que no existen los virtuosismos técnicos estériles… Todos los planos son esenciales por sí mismos…y ya que me he puesto pedante, voy a decirles algo confidencialmente: Todas las películas de Ernst Lubitsch son esenciales por sí mismas. No cierren la puerta para perderse la lujuria de la inteligencia, por favor.

viernes, 22 de agosto de 2008

EL BUEN PASTOR (2006), de Robert de Niro

El precio de vender el alma al diablo quizá sea el endurecimiento del corazón y la incapacidad de derramar ni una sola lágrima, ni siquiera cuando es necesario. Robert de Niro, después de Una historia del Bronx, vuelve a escribirnos con la caligrafía de quien tiene bien aprendida la lección, sobre la construcción de una vida, sobre las circunstancias que sobrepasan los deseos y sobre la infelicidad propiciada por un entorno tan hostil que tenemos la sensación de estar siempre en el territorio de una guerra helada.
El camino para el descenso a los infiernos que emprende un brillante estudiante de Yale, se baja peldaño a peldaño mientras su interior se va convirtiendo en una cueva donde, encerrados con llave, se apilan sus sentimientos. No cabe encontrar al culpable de la ruina de tu propia existencia, tan sólo hay sitio para seguir adelante escondiéndose en la falsa y cómoda ideología del patriotismo rancio. Al fin y al cabo, es lo que tiene dedicarse a una profesión en la que tus secretos son sólo instrumentos para conseguir objetivos de estado y donde la mentira es poesía de la verdad.
Más allá de todo eso, moviéndose por la triple vertiente del fracaso de la invasión de Cuba en el desastre de la Bahía de Cochinos, la vida privada de un hombre que espía por convicción y destruye por sensación, y el recuerdo de cómo se llega a la impavidez de hablar sobre vidas y muertes ajenas sin un mínimo asomo de remordimiento, la película tiene un ritmo pausado, en la que de Niro construye el puzzle con elementos bien mezclados de John Le Carré y Martin Scorsese; de Graham Greene y Otto Preminger. El resultado es una película complicada de seguir, no tan lejana en su concepción a la ya mencionada Una historia del Bronx, que en su cadencia de ver pasar la vida se intuía un latir presuroso, que nos habla de poder, de mirada, de intensidad, del oír lo que no se debe y de decir lo inconveniente. Ni siquiera el amor está a salvo de corromperse por culpa de un silencio que, casi siempre, es el culpable de todas las grietas. Callar en casa no es la solución. Si tu casa es la C.I.A., más vale que te calles.
Quizá por eso, además de una cierta mano maestra en el adelantamiento metafórico de algunos hechos que luego son determinantes, lo que hace realmente de Niro es extender delante de nosotros un enorme fresco en el que constan las explicaciones de Dios. Porque nadie exige explicaciones si interviene la Agencia. Nadie quiere saber nada de una oscuridad programada desde ciertas oficinas en que los funcionarios cada vez se confunden más con su entorno y no son más que sombras grises absorbidas por la penumbra de sus propias decisiones. En el fondo, Dios quizá no sea más que un oficinista al que le gustan los que no pueden oír porque a él no le agrada hablar…Y háganme un favor. No se fíen de mi opinión. No se fíen de nadie. La traición puede ser sólo el deseo de imitar a quien se admira…como yo a Robert de Niro…

jueves, 21 de agosto de 2008

LA SAL DE LA TIERRA (1954), de Herbert Biberman


Herbert Biberman fue uno de los “Diez de Hollywood” encarcelados por el Comité de Actividades Antiamericanas de ese energúmeno de Senador llamado Joseph McCarthy. Su carrera se vio totalmente truncada por sus años de cárcel y por la inclusión de su nombre en las “listas negras” que prohibían dar trabajo a cualquiera que no hubiera delatado a sus compañeros. Sólo cinco películas dirigidas y apenas siete guiones de Biberman consiguieron ver la luz. Y la culpa principal de todo ello la tuvo esta sobrecogedora película que, si nos paramos a verla con un poco más de detenimiento, es más, mucho más, que una película merecedora de las “listas negras”.
"La sal de la tierra" está basada en una huelga salvaje de los trabajadores de las minas de zinc, hartos de sus penosas condiciones de trabajo. Más allá de eso, también profundiza en los prejuicios raciales contra los trabajadores mejicanos que merecían un trato tan digno como cualquier otro. ¿No es suficiente? Bueno, pues también habla, de forma un tanto bisoña, a favor del feminismo al convertir a las mujeres de los mineros en piezas de excepcional importancia dentro de la lucha sindical de sus maridos. Y se abre con una maravillosa frase del personaje de Esperanza Quintero, interpretada por Rosaura Revueltas, que dice así: “¿Cómo podría comenzar una historia que no tiene principio? Mi nombre es Esperanza. Esperanza Quintero. Soy la esposa de un minero. Esta es nuestra casa. La casa no es nuestra. Pero las flores…las flores son nuestras…” y ya, desde ese momento, vivimos en el corazón de esa Esperanza desesperanzada que nos guía por los caminos asfaltados con la sal de la propia tierra. Lo cierto es que, pasados 54 años desde su realización, la película mantiene su triste vigencia, su urgente necesidad, su polvo enlatado, su estría de sufrimiento, su ira callada, su lucha…una lucha que nadie, nunca, debería olvidar.
No cabe duda de la activa militancia izquierdista de la propia película, pero, al igual que ocurre con otras obras maestras del cine (sin ir más lejos, con la genial "Espartaco", de Stanley Kubrick), su forma de expresar el dolor y la injusticia está lejos, muy lejos, de ser maniquea y es una de esas raras obras capaces de hacer cambiar nuestra mirada descreída, nuestro encogimiento de hombros ante los problemas de los demás. Es una película que puede hacer más por la vida que por el cine…
La génesis y circunstancias que rodearon el rodaje fueron retratados hace bien poco, en el año 2000, por el director Karl Francis en "Punto de mira", con Jeff Goldblum en el papel del director Herbert Biberman y con Ángela Molina dando vida a Rosaura Revueltas. Sin ser una gran película, es altamente reveladora de lo difícil que es mantener tus propias creencias cuando todo lo que está a tu alrededor grita por tu silencio y es una evidente muestra de la actualidad que aún tiene el tremendo problema que plantea esta excepcional película llamada "La sal de la tierra".
Así que quizá, ahora, en este preciso momento, sea la hora de los que siempre pierden, de los propietarios de la rabia ajena, de los que consiguen vivir a pesar de que la vida aplasta para matar.

miércoles, 20 de agosto de 2008

LA GRAN ESTAFA (1973), de Don Siegel


Si existe algún antecedente preclaro de la ganadora de los Oscars de este año, No es país para viejos, éste sin duda partiría de esta excepcional película, La gran estafa, dirigida por Don Siegel allá a principios de los setenta.
Así es. Varios puntos hay en común con esta película: los listos que se quedan con un dinero que no deberían tener, el enviado de una misteriosa corporación a la que pertenece el dinero, y un inevitable juego de ajedrez en el que el tablero son las sombreadas y áridas dunas del desierto mientras Charley Varrick, un tipo que puede parecer corriente, se las sabe todas aunque pierda algo más que dinero por el camino.
Podría parecer chocante que el protagonista sea un Walter Matthau que quizá nos haga dudar de primeras sobre su condición de duro atracador de bancos pero según va avanzando la trama nos vamos dando cuenta de que ése es el hombre. De que si hay que hacer alguna acrobacia interpretativa arriesgada, Matthau era mucho más de lo que estamos acostumbrados a ver. Él sólo domina toda la película y fumiga con el peor de los insecticidas a todos los acostumbrados secundarios del cine de acción de los setenta como John Vernon, Joe Don Baker o, incluso, a su gran amiga, un tanto pasada de años pero siempre con ese interior hermoso y deslumbrante llamada Felicia Farr, esposa del mismísimo Jack Lemmon, su hermano dentro y fuera de las cámaras.
La película es de un ritmo magistral, que no da puntada sin hilo en ningún momento, que es espléndida en sus escenas de acción, que se sale de lo normal en su inteligentísimo planteamiento y que mantiene su área en la zona rural lo que nos permite observar la imposible caza de un zorro en una vasta extensión de terreno, en un lugar donde la desolación es lo que se impone, el viento desértico desata su repertorio en espera de una bala que lo parte en dos y, nuevamente, alguien de la vieja escuela sabe que, en algún sitio, allí donde nadie sepa que exista podrá empezar la nueva vida que quiere dejar atrás, harto de ser nada, cansado de la rutina de una existencia que tampoco tiene mucho sentido cuando está herida de grave soledad, derrengado por haber sido demasiadas veces el espectáculo de los demás…Esta vez, el espectáculo se realizará para él mismo…
Quizá un tanto ensombrecida en una época en la que gigantescas sombras que no eran más que los últimos coletazos del mejor cine, representados por "El padrino", de Francis Ford Coppola; "El golpe", de George Roy Hill; "Taxi Driver", de Martin Scorsese; o la mismísima "Harry el sucio", del propio Don Siegel, "La gran estafa" no ha ocupado el lugar que merece. Ha sido uno de esos clásicos escondidos que sólo han salido a colación ocasionalmente en la conversación de los más autorizados cinéfilos. Sin embargo, hay que reconocer que es una película que hace que tengas la certeza de que cualquier cosa que se haga ahora, ya se hizo antes…y se hizo mejor, con mejores actores, con directores que eran maestros sin reconocimiento (como todos los grandes maestros) y que no importa lo que hayas dicho, seguro que alguien ya lo dijo hace tiempo. Y uno de los que lo dijo antes fue Don Siegel en "La gran estafa".
Cuando se sienten en el sofá si se animan a verla, no esperen ver la típica película de buenos y malos. La clasificación correcta es la de listos y tontos. Y sólo hay un bando en el que todos querríamos estar, por mucho que nuestra propia moral nos indique que somos buenas personas… ¿Lo somos?...

Los ojos del lobo





Ojos que esperan con tranquilidad en la penumbra. Ojos que lucen como puntos diminutos de luz en el desierto del negro y en la blanca pradera de la imaginación. Ojos que intentan ir un poco más allá mientras se adentran con seguridad en las trampas del error. El lobo mira y aúlla mientras corre persiguiendo a la razón. Y lo hace con brava cobardía, con la huida hacia el pensamiento, con el silbido de quien le quiere cazar con balas de inutilidad comprobada. Ojos ampliamente cerrados para la necedad del mediocre. Ojos abiertos intentando escrutar cuál fue la intención de aquel director, investigar hasta qué punto es importante el gesto de éste actor, relamerse mientras sumerge su hocico en las palabras escritas por un guionista que sólo intentó contar una historia que captó la mirada del lobo. Los ojos que tiñen su claridad del dorado de los sueños mientras el ruido de la despreciable vida se acrecienta a su alrededor y le asusta y le hace esconderse en una nueva guarida donde descubrirá nuevos mundos, nuevas obsesiones, horribles pesadillas, risueñas comedias en las que poder lamerse las heridas del sol cegador.

Y ahora el lobo aúlla a la aurora boreal, probando a buscar alguna respuesta que sólo dependerá de esos ojos que se clavaron fijos en una narración que le llevó desde la imagen en el alma hasta la tiniebla de la butaca donde empujó algún adjetivo contra el esquivo verbo, donde cazó pensamientos sin valor que se convirtieron en palabras de la noche. En medio de su soledad, el lobo protege a quien quiere arroparse en las brumas de lo meditado, en la claridad de la linterna de sus ojos que hacen que quien tenga el valor de mirarlos tengan la certeza de que esos ojos nunca muerden.