viernes, 28 de septiembre de 2018

LA LEY DEL HAMPA (1960), de Budd Boetticher

“Legs” Diamond tiene una cualidad que muy pocos otros poseen. Piensa más rápido que los demás, actúa más rápido que los demás. Se adelanta a los movimientos del resto del mundo en el que ha elegido vivir. Aunque, quizá, llegue un momento en que también aplicará sus habilidades a su vida privada. Y eso es muy peligroso porque, cuando avanzas demasiado rápido, la soledad del líder se convierte en una enfermedad. En el fondo, “Legs” es un tipo de Philadelphia que quiso hacer dinero fácil y se encontró con una chica que bailaba, una inteligencia que destacaba entre la mediocridad y unas ideas relampagueantes que se basaban en la falta de escrúpulos hacia todo lo que le rodeaba. Si había que robar, no había problema. Se ausentaba de una sesión de noche en el cine y aprovechaba la ocasión para llevarse algo de una joyería. Si había que matar, no había problema. Apretaba el gatillo sin ningún remordimiento, sin conciencia ninguna. Era solo negocio. Y ya se sabe, quien no se atenga a las reglas se expone a recibir una bala. Si había que medrar, no había problema, aplastar a los demás sin piedad era fácil. Basta con pisar fuerte y estar atento a las oportunidades y resquicios que se abren. Se empieza desde abajo. Atento el gesto, vivaz la mirada. Por allí, “Legs”. Allí está el siguiente paso.
Así que “Legs” pisa la cima. Su habilidad se reduce a ofrecer protección a unos cuantos negocios boyantes que no merecen ser llevados por sus propietarios. “Legs” no trafica con drogas, ni con bebidas, ni con mujeres. Sólo es protección. Y si alguien se niega, se le retira la protección. Aparecerá en un callejón con los sesos volados, o en el fondo de un barranco dentro de un coche, o desangrado en cualquier servicio de algún restaurante de manteles de cuadros. Es un negocio seguro teniendo en cuenta que los violentos años veinte están en plena efervescencia. Sin embargo, “Legs” no cuenta con algo que escapa a su audacia y a su sentido. Es el concepto de empresa. La Mafia y los bajos fondos se corporativizan. Ya no la dirigen matones de tres al cuarto que han ido ascendiendo a base de ajustes de cuentas y zancadillas rastreras. Ahora son empresarios que tratan de sacar el máximo partido a sus negocios y, al estar juntos, son más fuertes y, al ser más fuertes, no necesitan de ninguna protección. Lo siento, “Legs”. La ascensión fue fulgurante. La caída lo será aún más. Y lo peor de todo es que nadie se acordará de ti, ni siquiera aquellos a los que tuviste muy cerca.

Budd Boetticher se salió de su registro habitual del western para narrar esta historia sobre una estrella fugaz que cruzó el universo de las calles de Nueva York regándolas con sangre e inteligencia. Lo hizo con una austeridad estilizada que delata la falta de presupuesto, pero también el talento sobrado. Ya se sabe, Boetticher era un pistolero a sueldo que tenía una virtud que los demás no tenían. Pensaba más rápido, actuaba más rápido y disparaba mucho, mucho más rápido.

jueves, 27 de septiembre de 2018

EL ESCÁNDALO TED KENNEDY (2018), de John Curran

A veces, cuando los que nos han precedido han sido demasiado grandes y estamos llamados a sucederles, el peso de la púrpura del poder resulta insoportable. Más que nada porque cualquier hombre con conciencia puede llegar a la conclusión de que no es tan grande y ni siquiera está cerca de serlo. Entonces llega la indecisión, el error, el deseo humilde e infantil de ser querido por lo que uno es y no por lo que representa. Quizá la honestidad se hunda en un lago y esa sea la mejor oportunidad para retirarse de la carrera.
El Senador Ted Kennedy era el cuarto hermano de la dinastía. Él sabía que no podía ser tan encantador, tan honrado, tan verdadero como ninguno de los que le precedieron. Ansió el cariño de su padre que, a pesar de todo, siempre fue consciente de la mediocridad inherente en el más pequeño. Y a raíz del accidente que tuvo con una secretaria en el lago Chappaquiddick se vio obligado a decidir entre soportar el ascenso hacia un puesto para el que sabía que no estaba muy preparado o controlar el escándalo para poder quedarse en el sitio que verdaderamente le correspondía.
Lo que no tuvo en cuenta Ted Kennedy fue que había mucha gente que aún depositaba su fe en el último de los hermanos. Él representaba el último rescoldo de un sueño que había saltado por los aires con unos cuantos disparos en Dallas y en el Hotel Ambassador. Y eso pesaba tanto que tuvo que asumir que él era un hombre algo más pequeño, menos encantador, más cobarde, menos firme, más intrascendente. No importa que tuviera al mejor equipo trabajando para él o que, ocurrido el accidente, los mejores cerebros del presidente asesinado se pusieran a su disposición. No tenía capacidad para aparecer como legendario, ileso e incólume. Y prefirió quedarse un poco más al margen para que el fracaso no fuera su último acto político.
No cabe duda de que la película pasa por encima de las habladurías que rodearon el caso que hundió las posibilidades presidenciales de Ted Kennedy y que algo más de vigor falta en algunas secuencias, pero Jason Clarke realiza un excelente trabajo, incluso pareciéndose en más de una ocasión al auténtico Ted. Todo ello hace que la película sea correcta, sin demasiadas ambiciones, centrándose en ese dilema moral que cerca al protagonista que parece que comete deliberadamente algunos errores para desviar las atenciones excesivas de las que iba a ser objeto en muy poco tiempo. El hombre llegaba a la Luna en aquellos días convirtiéndose, tal vez, en la última promesa cumplida del Presidente John Kennedy y parecía desdibujarse peligrosamente la distinción entre lo correcto y la rastrera ventaja política. Y también cabe preguntarse qué es lo que haría cada uno de nosotros en semejante situación. Lo cierto es que no se hizo lo que se debía y eso, en aquellos tiempos, aún era bastante decisivo.

Y es que mantener la honestidad mientras se ejerce la política no deja de ser un ejercicio de equilibrismo bastante temerario. Es demasiado fácil ceder a las tentaciones del poder y, a la vez, resulta pavoroso enfrentarse con la carga de responsabilidad a la que algunos deben hacer frente. Más aún cuando esa carga se mide bajo el parámetro, siempre injusto, de la comparación. Y la ilusión, mientras tanto, se extravía, ahogada, en un lago de votos y de mentiras. 

miércoles, 26 de septiembre de 2018

A BAYONETA CALADA (1951), de Samuel Fuller

Los dedos parece que son estalactitas de los brazos en medio del infierno helado. El frío cala en los pies y en los huesos como balas coreanas rebotadas de la pared de una caverna y la misión se antoja imposible. Cuarenta y ocho hombres deben permanecer parapetados en un desfiladero para cubrir la retirada estratégica de quince mil. Y lo peor de todo es que deben intentar que los coreanos se crean que allí están todos, resistiendo. Labor de titanes en medio de las heladas colinas de Corea. No se podrá resistir con el engaño mucho tiempo y los mandos van cayendo como piezas de dominó hasta que un simple cabo debe tomar la iniciativa. No es fácil coger el mando. Tienes que infundir confianza a los hombres, que se sientan seguros, convencidos de que, quien da las órdenes, sabe lo que hace a cada momento. Y la responsabilidad es una de esas cosas que uno no tiene plena conciencia de tenerla hasta que llega el instante de ejercerla. Por el camino, minas bajo la nieve, bombardeos continuos de mortero, escaramuzas de avanzadillas temerarias. La guerra hace héroes, pero también miserables. La respuesta está dentro de una cueva con piscina cubierta incorporada.
Y no cabe duda de que el valor no huye con facilidad, como falsamente se cree. Está ahí, esperando por ese momento de arrojo que, simplemente, se presenta sin avisar, dispuesto a emerger sobre el hielo como una sorpresa de haber hecho lo debido. Las bayonetas siguen caladas a la espera de hincarse en el vientre del enemigo, las órdenes se dan en voz baja para que el contrario no sepa los pocos que quedan. Se coloca ropa de muertos en lugares estratégicos para que el truco no decaiga y todo se derrumba al paso de los camiones blindados, signo inequívoco de que los coreanos se han tragado el anzuelo hasta el esófago. Creen que allí hay quince mil hombres y no cuarenta y ocho.
Cuando se tiene a tiro a un ser humano, no es fácil apretar el gatillo y arrebatar una vida. El ojo se cierra, el ánimo se tensa, el dedo se arquea, pero hay algo en el interior que grita porque no se haga. Y sin embargo, hay que hacerlo. Tal vez por convicción, o por obligación, o porque se cree que si no se hace morirán esos compañeros que sueñan con jugar a los bolos o estar de copas con una chica. Los mecanismos del combate deben estar bien engrasados porque la única salida es la muerte. Eso o el camino del desfiladero.

Samuel Fuller dirigió con su vigor habitual esta historia sobre miedos, frustraciones, heroísmos y supervivencia con un reparto que incluía a Richard Basehart y Gene Evans y, sobre todo, la aparición fugaz de James Dean como uno de los soldados de retaguardia. La nieve esconde muchos secretos, e, incluso, la culpabilidad del miedo, y solo los mismos soldados que están ahí, pasando un frío del demonio, pueden cambiar esa sensación. Con la bayoneta bien calada.

martes, 25 de septiembre de 2018

EL PREMIO (1963), de Mark Robson

Cuando se te concede uno de los premios más importantes del mundo, es posible que llegue la hora de enfrentarte a tus propios fantasmas. Las inevitables preguntas sobre el éxito, el fracaso y la valoración de tu valía se suceden en tu interior y es posible que sea difícil dejar de ahogar tu sensación de mediocridad en alcohol. Por eso, estás en el objetivo del Comité encargado de conceder los premios. Es bastante probable que alguien te esté vigilando las veinticuatro horas, no sea que te desmandes y hagas de los premios, un circo. Sin embargo, hay algo que los académicos del Premio Nobel ignoran y es la capacidad de observación que siempre posee un escritor. Tal vez haya algo, apenas un detalle, que le induzca a pensar que no todo va bien con el resto de los premiados. Puede que haya una horrible envidia entre dos médicos que deben compartir su galardón. Puede que haya una mujer despechada, deseando que su marido le haga caso. Puede que un renombrado físico no parezca el mismo del día anterior. Y eso, a una imaginación como la de un escritor, le basta como para fabricar toda una teoría de la conspiración acerca de la identidad y de la conveniencia de proclamar, delante del mundo, que la libertad es un engaño y que es mejor trabajar para los comunistas.
La fama de borracho persigue a Andrew Craig y, de alguna manera, parece que no cree demasiado en lo que está pasando. Su aire desenfadado, su continua manía por intentar alternar con unas y con otras, su descaro a la hora de moverse por las calles y arrabales de Estocolmo, le hacen parecer un individuo poco comprometido a pesar de que ha escrito una de las obras más polémicas de la Literatura del siglo XX. Aunque él reconoce en público que su ingenio se ha secado. Todo esto no es más que la parafernalia que rodea a un premio de la categoría y renombre del Nobel y, al final, todo sale según lo previsto. A pesar de todo. En contra de todo.
Estar desnudo en una conferencia sobre nudismo podría parecer algo normal, pero no para alguien que no se quiere desnudar y que lo único que desea es que venga la policía a rescatarle (por cierto, un truco que recuerda mucho al de aquella otra subasta en la que un tal Roger O. Thornhill trataba de correr con la muerte en los talones). Así que, armado con una simple toalla, hay que entrar en un hotel de máxima categoría y parecer normal. Todo es apariencia y, sin embargo, se ha tratado de secuestrar la honorabilidad, la honestidad, el prestigio y la comunicación de uno de los galardonados. Sí, Hitchcock parece que anda por ahí, solo que con el deseo de ser un poco más bienhumorado, como si el secuestro y la defensa pasara por ser un chiste frívolo. Algo que no cabe ni en la mente más calenturienta.

No hay más que dejarse llevar por esta historia trepidante y apasionante y disfrutar de Paul Newman, de Elke Sommer, de la encantadora Diane Baker, del gran Edward G. Robinson, de Kevin McCarthy, de Sergio Fantoni, de Leo G. Carroll y, al final, el premio será para todos que, mitad intrigados y mitad sonreídos, hemos asistido a una aventura que siempre permanecerá en el más entrañable de los recuerdos.

viernes, 21 de septiembre de 2018

LA NOVIA ERA ÉL (1949), de Howard Hawks

Ser una novia de guerra es durísimo. Sobre todo cuando entra en juego la burocracia. A partir de ahí, la situación comienza a ser kafkiana en clave de comedia. No te dejan dormir en ninguna parte. No te reconocen como hombre a pesar de que eres novia de guerra. No te dejan compartir nada con tu nueva esposa. No es la palabra. Siempre no. Y esto es un insulto para un francés que está dispuesto a ponerse una peluca hecha con la cola de un zopenco para poder vivir una noche solitaria con su mujer.
Todo comienza porque los amores más reñidos son los más queridos. Y también porque en una misión sin importancia se sucede la mala suerte como el estraperlo en los mercados clandestinos de la Alemania ocupada por los Aliados. Los picaportes se caen. Las sillas son duras como la piedra. Las motos tienen caprichos de mujer. Los postes de indicaciones están recién pintados y todo el mundo gira en torno a ella. A ella, sí. Nos referimos al personal femenino militar. El masculino está a punto de perder toda su dignidad yendo de aquí para allá con unas maletas y un abrigo. Hasta hay un momento en que no se le ocurre otra cosa que agarrar a un niño con vocación de fontanero y que se llama Niágara para esperar a una madre que ha ido, tontamente, a por agua. Esto no lo aguanta cualquiera.
Así que allá va el Capitán Henri Rochard, dispuesto a hacer feliz a su esposa…si alguna vez llega a verla, claro. El Capitán es conquistador, elegante y cuidadoso. Tanto es así que es algo quisquilloso con los políglotas y no entiende que no la dejen pasar como cónyuge del personal militar en tránsito hacia los Estados Unidos al amparo de la Ley 271 del Congreso. Si está muy claro. Ella es esposa de una soldado. Él es esposa de una soldado. Él es marido de una soldado. Eso. Es que ya los conceptos llegan a bailar con tanta noche sin dormir.

Escrita en sus dos tercios por Orson Welles, que renunció a los créditos por hacer un favor a su amigo Charles Lederer, y dirigida con la habitual agilidad de Howard Hawks, La novia era él es toda una reivindicación de la condición femenina, habitualmente menospreciada y hundida en la maraña burocrática de los amigos americanos, con una novia con el rostro de Cary Grant y un marido con las encantadoras facciones de Ann Sheridan. A partir de aquí, hay que estar muy atento a esos maravillosos diálogos que se van sucediendo como formularios para acreditar que aquí hay un equipo de altura para llevar a una señora hasta su hogar allende los mares. Perdón, un señor. Y tiene buenas piernas. 

jueves, 20 de septiembre de 2018

TODOS LO SABEN (2018), de Asghar Farhadi

El pasado suele ser un cobrador implacable. Puede tardar más o menos en llamar para reclamar las deudas, pero siempre lo hace. Y, muy a menudo, lo consigue de la forma más traicionera. Sin recompensas, sin agradecimientos, sin más rastro que el rencor, sin más heridas que el orgullo triturado. Al fin y al cabo, el pasado es lo que hace que nos convirtamos en lo que realmente somos. Y no caben demasiadas excusas.
Y el caldo de cultivo ideal para que crezca el rencor con el pasado llamando a la puerta es el entorno familiar. Ahí se saben todos los secretos, todas las confidencias a voz baja, todas las vergüenzas que cualquier clan se esfuerza por ocultar con la esperanza de que el olvido agarre al pasado y se lo lleve. Eso no siempre ocurre. Hay algunos que se esfuerzan por sacar posiciones de ventaja cuando las cosas se ponen feas y otros, los más áridos, tratan de encontrar la palabra justa que haga daño, que emponzoñe el ambiente, que haga recaer para siempre la sombra de la sospecha en el blanco de sus comentarios. Sí, aún existe la España de la envidia, del odio, del desprecio y de la amargura.
Así que ahí tenemos a una familia que se va a juntar por una celebración. Todos se lo pasan bien. Beben como cosacos y tratan de llevar el jolgorio hasta las últimas consecuencias. Quizá ahí es donde reside la parte más brillante de la película de Ashgar Farhadi, tratando de extraer la naturalidad del instante y agarrando por las solapas la pesadez del evento, con su bebida de más, su estómago repleto, sus bromas estúpidas y sus bailes cansinos. Aunque, claro, como hay que celebrarlo, todos se lo pasan muy bien.
Sin embargo, Farhadi no se detiene ahí e intenta construir una especie de híbrido entre El infierno del odio, de Akira Kurosawa, y la famosa serie de los años ochenta Falcon Crest con uvas incluidas. La intriga se convierte en melodrama y comienzas a no creerte demasiado todo el asunto porque, entre otras cosas, esas interpretaciones que has visto tan espontáneas y tan casuales, se convierten en una maquinaria de engranajes que se retrasan cual reloj de campanario de pueblo. Hay elipsis absurdas que, más que sugerentes, son torpezas; existen flecos de altura cuando se da importancia a algo que, luego, no la tiene; se palpan algunos errores de ritmo bastante evidentes; y, para completar el baile, se nota una cierta precipitación en alguna de las aristas del planteamiento. No obstante, es de alabar ese cambio de tono que va experimentando la historia, como si se quisiera oscurecer la luz del sol con las actitudes de algunos personajes y la resolución del misterio es leve, como un romance adolescente que empieza rápido y termina con brusquedad.
Es evidente que Farhadi ha realizado un trabajo de campo bastante exhaustivo, resaltando algunas peculiaridades del carácter del español profundo y, con cierta inteligencia, ha conseguido reunir un plantel de actores secundarios de mucha categoría que dan perspectiva a todo con sus miradas, sus trabajos previos, sus debilidades, algo que no se puede decir con tanta precisión si hablamos de Javier Bardem y Penélope Cruz. Pero vamos a callar ya, no sea que se corra la voz y nos demos cuenta de que, en realidad, actuar es algo más de lo que ofrecen y algo menos de lo que muestran.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

2010: ODISEA DOS (1984), de Peter Hyams

“¡Dios mío! ¡Está lleno de estrellas!”
Han pasado nueve años desde que Dave Bowman desapareció en la longitud de un monolito entre las lunas de Júpiter. Desde entonces, el ordenador Hal 9000 estuvo desconectado y la Discovery está dando vueltas en una órbita constante alrededor del gigante del sistema solar. Todo es mucho menos filosófico y más prosaico. Sin embargo, algo maravilloso está a punto de ocurrir.
Nueve años después, los hombres siguen odiándose, sin caer en la cuenta de que solamente tenemos una casa, un lugar donde vivir. Las tensiones políticas suben y los intereses de los países se convierten en criaturas voraces, dispuestas a derrotar absolutamente al contrario. Allí arriba, hay una misión conjunta entre rusos y americanos y lo único que les interesa es la verdad. Averiguar qué es lo que paso con Hal, con Dave Bowman, con la Discovery, con el misterioso monolito de dos kilómetros de longitud que sigue flotando, misterioso, entre dos lunas hostiles. El rival nunca debe ser un semejante, sino las fronteras del conocimiento. Se debe llegar a la sabiduría definitiva, la que otorga verdadera eternidad al hombre, la que lo hace inmortal y atemporal.
Hal tuvo un conflicto de ética que provocó su mal funcionamiento. En el fondo, entre medias de sus múltiples programas, Hal tiene una cierta conciencia humana porque lo único que pide es que le traten con sinceridad. Así podrá procesar de forma adecuada todas las órdenes. Podrá comprender el valor del sacrificio. Podrá ingresar, al igual que el hombre, en la eternidad del pensamiento. La información sobre el superhombre se guarda en su memoria. Y el superhombre está advirtiendo a todo el mundo de algo maravilloso que está a punto de ocurrir.
Esta segunda parte de 2001: Una odisea en el espacio fue escrita por Arthur C. Clarke a consecuencia de la primera. Y aún hay una tercera escrita, 2050, que nadie se ha atrevido a trasladar al cine. Stanley Kubrick rechazó visceralmente realizar esta segunda parte al comprobar que, en gran parte, explicaba muchas de las cosas que dejaba sin responder en la obra original. Se buscó a otro director que fuera un experto en fotografía y Peter Hyams fue la respuesta. Por supuesto, se quedó muy por debajo de la primera odisea, pero no deja de haber un cierto valor en su propuesta. No está Nietzsche, sino la promesa de un nuevo principio, la seguridad de que el hombre solo es arrendatario de la Tierra y el propietario está deseando conceder una prórroga a la vez que avisa muy seriamente a los inquilinos. Es el nacimiento de un nuevo pacto con la advertencia de que todo debe ser usado en compañía, usado en paz. Y allí, en el cielo, estará el sello de esa inteligencia superior que ha dejado en forma de sol. Como recordatorio y como compromiso.

Tal vez, la película hoy no sea demasiado recordada porque ahondaba en los presupuestos de la Guerra Fría cuando estaba muy próxima su desaparición y su inquietud se quedó rápidamente anticuada. Vamos, vamos… ¿no podríamos pasarlo a cualquiera de los problemas que nos agobian hoy en día? No es difícil. Basta con saber que el ser humano, a pesar de la comprensión de nuestro arrendador, tropieza muchas, muchas veces con la misma piedra. Así habló Zaratustra.  

martes, 18 de septiembre de 2018

LAS AMISTADES PELIGROSAS (1988), de Stephen Frears

Todo hombre tiene un límite en su perversión. No cabe duda de que, entre tanta hipocresía y ocio inútil, siempre halaga el prestigio del Casanova, del hombre sin escrúpulos que es capaz de conquistar a cualquier dama, bella o no tanto, que se ponga en la punta de la espada. La lujuria es de dominio público y las fechorías del Vizconde de Valmont llegan a todos los rincones del París más aristocrático. Y, no obstante, sus reprochables correrías tienen una ventaja añadida. Siempre hay un daño colateral que a alguien conviene. Ya sea por envidia, o por venganza, un motivo bastante corriente en los días previos a la Revolución, o por interés económico, o por simple y llano interés social. Su lascivia es tan agresiva y, al mismo tiempo, tan elegante, que es casi imposible resistirse. Su labia llena los goznes de la resistencia femenina hasta reblandecerlos como suave lino. Sus ademanes son siempre precisos, irritantemente estudiados, estúpidamente apropiados, como corresponde a una época en la que la falsedad es mucho más interesante que la bondad.
Sin embargo, Valmont tiene un límite. Quizá se llame amor, o, tal vez, remordimiento. Para él, en una parábola llena de inteligencia, es más importante mantener su prestigio de crápula y agarrar con dos manos la fruta prohibida que ceder a los instintos del corazón. Y eso crea un conflicto en su interior. Sabe que es culpable de la muerte de seres inocentes que han entregado lo mejor de sí mismos para que él consumara sus perversos propósitos. Un crespón negro de tallo rojo dejará testimonio de su osadía, de su ínfima calidad como hombre, de su afrenta hacia una honestidad que ya nunca podrá obtener.
Eso no es todo. Detrás de toda trama, siempre hay alguien que maneja los hilos desde la sombra. Y esa es la Marquesa de Merteuil. Posee una sonrisa encantadora, unos ojos que hablan y una mirada que oscila entre el desprecio y la lascivia, cebo irrenunciable para cualquier hombre. Manipula a Valmont a su antojo, apelando a su deseo, para jugar con el destino de los demás. De alguna manera, odia a la clase a la que pertenece y mueve sus piezas con tanta destreza que acabará sola en el tablero. Sabe que el sexo es la mejor arma y, sin emplearlo ella misma, hace que todos los demás giren alrededor de esa rueda de depravación e ignominia. La Marquesa se ofrece al mismo Valmont para, luego, consumar también una venganza contra él. La Marquesa hace de Valmont su jugador más experto para que Madame de Tourvel caiga en las lágrimas de la muerte. La Marquesa maneja a Valmont para que la joven Cecile de Volanges ofrezca su virtud mancillada a un antiguo amante que la cree intocada. La Marquesa aprovecha cualquier circunstancia para hacer suyo lo que es de los demás. Finalmente, la Marquesa, delante del espejo, se dará cuenta del miserable corazón que posee, del abucheo continuo que será su vida, de la terrible verdad que asoma a su rostro de piedra cuando el maquillaje desaparece.
Stephen Frears dirigió con verdadera maestría esta película, dedicando un cuidadoso mimo tanto a los decorados, como al vestuario, como a la puesta en escena, como a la fantástica interpretación de un reparto que incluía a John Malkovich, Glenn Close, Michelle Pfeiffer, Keanu Reeves, Uma Thurman, Mildred Natwick y Swoosie Kurtz, dando vida a un buen puñado de apariencias que renunciarán a dejar huella para que solo quede el resentimiento y la podredumbre a su paso.


viernes, 14 de septiembre de 2018

EL OTRO SEÑOR KLEIN (1976), de Joseph Losey

Robert Klein vive cómodamente en su piso del París ocupado por los alemanes. Es anticuario, consigue buenos precios a todos los judíos que, poco a poco, van vendiendo su patrimonio para seguir sobreviviendo, una chica viene de vez en cuando a hacerle sentir hombre y se declara manifiestamente neutral ante los nazis. Sin embargo, un leve error burocrático le hace caer en la cuenta de que hay otro señor Klein en París que, para más señas, se parece bastante a él. La curiosidad le pica y decide comenzar su búsqueda mientras los alemanes le exigen unos cuantos certificados de nacimiento de sus padres y abuelos para comprobar que su ascendencia no es judía. Más que nada porque el otro señor Klein sí lo es. 
Así, Robert Klein comienza a ver cómo vive ese otro señor Klein. ¿A qué se dedica? ¿A dónde va? ¿Qué es lo que hace en sus ratos libres? ¿Con quién se ve? Como sus identidades están equivocadas a ojos de las autoridades, Robert Klein comienza a tener problemas. Y la personalidad comienza a sufrir un cambio. Es como si un señor Klein estuviese irremediablemente atraído por el otro señor Klein. Nunca consigue verle. Tal vez porque Robert Klein comienza a ser, de alguna manera, el otro señor Klein. Los acontecimientos se precipitan y Robert Klein puede ser el destinatario de aquellas palabras que decían “Primero vinieron a por los comunistas, y yo no dije nada porque no era comunista. Luego vinieron a por los judíos, y yo no dije nada porque no era judío. Luego vinieron a por los sindicalistas y yo no dije nada porque no era sindicalista. Luego vinieron a por los católicos y yo no dije nada porque era protestante. Luego vinieron a por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que pudiera decir nada”. Así es cómo transcurrió la apacible existencia del señor Robert Klein. Ya no le dejaron comprar y vender antigüedades. Ya no podía andar por la calle libremente. Ya le vinieron a buscar para subir a unos cuantos vagones para ganado. Mientras tanto, él no entendía nada y creía, ingenuamente, que podía recuperar su vida en cuanto se arreglara el error burocrático que le condenaba al destierro y a la muerte.
Y es que el señor Robert Klein pudo huir, pero para él era mucho más fuerte el deseo de encontrar al otro señor Klein. Tanto es así, que sus identidades comenzaron a confundirse, ya no eran dos señores Klein. Eran uno solo. Finalmente, de alguna manera, el señor Robert Klein también se hizo judío, también aceptó el castigo mansamente, también se difuminó su propia personalidad en algo tan etéreo como la ceniza, también dejó su vida acomodada para vender su propia identidad.

Joseph Losey dirigió esta película de producción francesa con un estupendo Alain Delon de protagonista, dejando esparcidas las obsesiones del director sobre el intercambio de personalidades, sobre la debilidad de la propia identidad en unos tiempos en el que uno sabe quién es solamente porque lo dice un papel. Algo que resulta muy peligroso en una tierra ocupada por la sinrazón y la tiranía. El señor Klein volverá…pero ya nunca más podrá ser él.

jueves, 13 de septiembre de 2018

LA MONJA (2018), de Corin Hardy

Todos hemos creído distinguir sombras en la oscuridad. En algún momento mágico y tenebroso de nuestra mente, se unía la imaginación con el sueño y creíamos que ahí, al otro lado de la luz, durante algo más de un segundo, se hallaba una figura de movimiento fugaz e intenciones ocultas. Tal vez en ese rincón, donde la razón parecía fugarse, es donde Dios acababa.
Es lo que ocurrirá esta noche, después de ver esta película. Creeremos que las leyendas tocaran su campanilla de alarma proclamando ante los vivos que existen, que no son invenciones de la peor fantasía. Las maldiciones tomarán cuerpo y, de alguna manera, tendremos que enfrentarnos con nuestros propios miedos, a los que tomaremos por reales cuando no son más que fantasmas de nuestro vacío, errores de nuestra inutilidad, cienos del alma que luchamos para que se queden al otro lado de la puerta del bien y del mal.
Y es que lo que se intuye es lo que verdaderamente produce pánico, mientras que lo evidente no pasa de ser algo funcional, anecdótico y, quizá, fácil. La inocencia es la mejor arma contra el horror y los muertos parecen hablar desde el más allá para lanzar un puñado de advertencias que, por lo general, no llegan a ser escuchadas. La voz que resuena en nuestros oídos puede ser tan seductora como quebrada y el mal no deja de llamar con sus atractivos ruidos de tormenta, de cuerda estirada, de sangre caída, de sonidos de ultratumba, de implícitas reuniones con el diablo que trata de abrir todas las puertas y expandirse con el odio. Es tiempo de adentrarse por los pasillos oscuros de la locura y pelear contra ella. Si no, es posible que tengamos que pagar por nuestras debilidades, incluida la de asustarse en la niebla.
Uno de los principales problemas a los que se enfrenta una película de terror es su propia naturaleza. Por definición, el género se define como una sucesión de inquietudes, sustos, pánicos y horrores que pretenden ir creciendo según avanza el metraje. En muchas ocasiones, como en ésta, la trama funcionará bien, pasando por encima de algunos vacíos, sugiriendo mucho más que mostrando, con sombras fugaces en segundo plano, con presentimientos que pueden o no cumplirse. Sin embargo, esa obsesión por alcanzar un punto más en la escala de terror puede llevar al cansancio y, en algún momento, al ridículo, al esperpento, a la ilógica y a romper alguna regla que había quedado bien clara al principio. En La monja ocurre todo esto y no deja de haber un cierto sentimiento de decepción con lo bien que había marcado el rumbo la película en sus dos primeros tercios. Aún así, puede haber algún aplauso al terminar la proyección  porque, al fin y al cabo, el espectador recibe lo que pide y unos cuantos han saltado varias veces en su butaca.

Sí, en esa afirmación también parece que Dios acaba aquí. Igual que lo hace con un punto final después de un artículo, o cuando se comprueba que se renuncia a la maldad que emana del misterio y se transfieren oraciones hacia un exorcista que no acierta demasiado con su trabajo y con una novicia que nos recuerda que en un rostro puede haber más santidad que en miles de palabras. Echen la llave y no dejen entrar estos pensamientos impíos que les pueden arruinar la película. Mantengan la fe y el sobresalto será breve, pero efectivo.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

LOS NIÑOS DEL PARAÍSO (Les enfants du paradis) (1945), de Marcel Carné

Todo empieza en una tabla elevada, trasunto de un anuncio teatral, donde hay un mimo prodigioso, un tal Baptiste. Allí, él ridiculiza una detención policial y salva a una chica acusada injustamente de haber robado una cartera. Baptiste tiene un don. Sabe expresar con el silencio mucho más que el resto de actores con miles de palabras. Al otro lado, empezando de figurante y ascendiendo de rato en rato, está Frederick. Es apuesto, es alto, es bastante fanfarrón y el don de la oratoria es lo suyo porque se auxilia de Rimbaud, Verlaine, Shakespeare y Marlowe. Quiere ser primer actor y lo va a conseguir porque es capaz de ganarse a cualquiera con su gentil, brillante e inacabable verborrea. Quizá justo en medio, entre el silencio y la palabra, es donde se halle el amor.
El amor es aquello que te inspira, te salva, te enriquece, te eleva, te marca como diferente y privilegiado, te aliena, te sube, te baja, te engaña, te quiere…El amor es un gesto y una mirada, es la frase justa en el momento adecuado. Incluso puede que sea ese gesto, esa mirada y esa frase que tú nunca supiste que poseías hasta que viste de cerca al mismo amor. París bulle en sus calles, presentándose como una ciudad de bohemia, misterio y soberbia. Las venganzas ladinas se agostan en las esquinas, tratando de tener visibilidad cuando el juego de pasiones trata de ahogarlas. El teatro es la ilusión, la magia que se esconde entre sus imaginaciones, siendo tan sublime como miserable, tan excepcional como vulgar. Baptiste crea al mismo París entre sus gestos, siempre precisos y adelantados. Frederick es la nueva época que se abre con el arte hablado y la actuación pura. Y ella habita en los dos, como si fuera la sangre de su pensamiento, yendo del corazón al cerebro y vuelta atrás. No se puede controlar. Frederick es más frío a pesar del incontenible romanticismo de sus palabras. Baptiste es más soñador, dispuesto a sacrificarlo todo con tal de estar un minuto más entre los brazos de quien ama. Frederick podrá salir vivo del duelo. Baptiste será devorado por la multitud, tratando de llegar a lo imposible y luchando heroicamente en contra de la razón. El teatro es ingrato y olvidará pronto a sus mitos. Después sólo quedará el silencio sin gestos, sin mímica, sin texto y sin alma.

Marcel Carné dirigió esta película bajo la ocupación nazi y contó con unos extraordinarios actores encabezados por Jean-Louis Barrault, Pierre Brasseur y la española María Casares rodeados de una maravillosa dirección artística de Alexandre Trauner, por entonces miembro activo de la Resistencia francesa. Ellos consiguieron arrancar lágrimas y carcajadas de todos aquellos niños que, sin dinero y sin futuro, se agolpaban ahí arriba, en el paraíso de la platea, gritando sus nombres y sabiendo que los dramas de cada cual son solo acentos de un pueblo que espolea su ánimo para saber que el amor no siempre da lo que uno quiere, no siempre es bueno para todos y no siempre triunfa en medio de las ambiciones humanas…entre otras, ser amado.

martes, 11 de septiembre de 2018

LA HIJA DEL GENERAL (1999), de Simon West

En determinados ambientes históricamente machistas se lleva muy mal que una mujer pueda superar a los hombres. Y menos aún cuando la mujer es tan sumamente brillante que deja a los demás a la altura del betún. Por eso, hace mucho tiempo, se planeó una venganza en plenas maniobras. Esa tía se iba a enterar de lo que eran capaces siete machotes. Y luego que fuera presumiendo de su graduación en West Point o en la Academia de su Santa Madre. Ignoran, por supuesto y en su inconsciente brutalidad, que eso será algo que ella arrastrará el resto de su vida. Será una especie de capa negra que tendrá que sobrellevar de psiquiatra en psiquiatra, de cuartel en cuartel, de mirada a juicio.
Así que el homicidio extraño debe ser investigado por un sargento de la brigada de investigación militar. Es duro como el pedernal porque ha tenido que lidiar con cosas muy feas y no siempre lleva el uniforme. Tal vez porque cree que hay otras cosas antes que el falso orgullo, ese mismo que se lleva como símbolo de poder. Hay una cierta resistencia para que lleve a cabo su investigación porque la chica en cuestión era hija de un general y parece como si nadie quisiese hablar de ello, como si el incidente que la traumatizó para siempre hubiera sido premeditadamente silenciado. Un secreto más en el ejército. Ella cumplía con sus obligaciones de soldado de manera brillante y eso es todo. Merece todos los honores como soldado. Lo peor de todo es que el sargento quiere que también tenga un tributo como persona, honrando lo mucho que tuvo que pasar y su comprensible desequilibrio posterior. Nadie dice la palabra clara. La verdad se presenta siempre difusa, como la luz a través de las persianas metálicas. Si nadie habla, nadie se entera y solo los mismos acontecimientos pueden precipitar que la verdad se abra paso. Habrá que coger al malnacido que lo hizo. Y no solo al malnacido que la mató.

Esta película fue toda una sorpresa cuando se estrenó porque reivindicó el papel de la mujer en el ejército, no solo en la hija de ese general para el que el cuerpo y la patria están por encima del derecho individual, sino también en esa eficiente investigadora que incorpora Madeleine Stowe al lado de un John Travolta  que resulta acertado y contundente como el sargento encargado de las pesquisas. Alrededor se mueven, marcialmente, excelentes secundarios como James Woods, James Cromwell o Timothy Hutton, turbiedades del ocaso que obstaculizan todo lo que está detrás de unas apariencias que son convenientes de mantener. En todos los sitios hay basura que sacar. Y aquí hay más de lo que parece con una historia bien contada, con fuerza, con solidez y con dos o tres escenas de altura. Es lo que se consigue cuando se llevan las cosas hasta el fondo de la cuestión.

viernes, 7 de septiembre de 2018

THE EQUALIZER 2 (2018), de Antoine Fuqua

No se trata de rellenar vacios imposibles. Tampoco de venganzas que no llevan a ningún sitio más allá de la violencia sin sentido. El negocio es estar en paz consigo mismo, sentir que se vale para algo más que ver pasar el tiempo, sin intervenir, con la impasibilidad en el rostro, con la frustración en el corazón. Allá fuera hay miles de gritos pidiendo auxilio y alguien tiene que escuchar. Aunque sólo sea un hombre.

Así que ese sentido de la justicia que está tan ausente en nuestros días vuelve bajo el rostro de Denzel Washington. Y nos vuelve a reconfortar con sus inteligencias, con sus capacidades, con sus previsiones y con sus enseñanzas. Tal vez porque la ayuda no siempre tiene que ser espectacular. Basta con mostrar un camino para que alguien se decida a tomarlo. Es suficiente con salvar a alguien de las garras del mal para que el silencio deje de ser un abismo y se convierta en una complicidad. Puede que incluso nada vaya más allá que compartir un buen plato de sopa con alguien a quien verdaderamente se aprecia. Los héroes, los de verdad, son así. Sencillos, discretos y llenos de recursos. Y existen.
Las lecciones que la vida se encarga de desgranar son meros minutos aprovechados en un portal. La verdad puede que se halle en los libros, pero también más allá de ellos. Sólo hay que elevar la mirada para darse cuenta de que el mal acecha en sus más diversas formas. A veces, de forma anónima. Otras, con toda su carga de odio y horror. El secreto está en no inmutarse, en hacer en cada momento lo que se supone que debe hacer un profesional que siempre supo lo que se traía entre manos. El amor por el detalle es lo primero y lo mismo da disparar a una rueda para alterar el objetivo de un rifle de mira telescópica que rajar unos cuantos sacos de harina para crear polvo en suspensión que arde como la yesca con apenas una simple ignición. Es el igualador, el hombre que quitó vidas a quien merecía la muerte y enseñó la muerte a quien mereció vivir…y que siempre supo que no estuvo allí donde estaba quien más le amaba.
Denzel Washington protagoniza la única secuela de su carrera y lo hace con eficacia y su indudable maestría. Da una lección de cómo convertir a lo que podría haber sido un simple héroe de acción en un personaje de carne y profundidad. En sus miradas, está la verdad. En sus movimientos, la experiencia. En sus ojos, la oportunidad de un actor con tantas tablas y tanta sabiduría que llega a poner la carne de gallina. Por otro lado, la película funciona, con sus altos y sus bajos, sus leves confusiones y su indudable gancho. Es algo más que una película de acción y algo menos que un drama social.

Así pues no cabe ninguna duda de que al espectador le quedan aún ganas de volver a un tipo concienzudo como Robert McCall repartiendo justicia sin ser el típico justiciero. Tal vez porque en todas sus acciones se percibe un leve atisbo de humanidad que nunca pierde un personaje que ha llegado a la verdad a través del sufrimiento y que ha conseguido la plenitud con la simple satisfacción de ayudar a los demás. No, no es un super-héroe, pero podría serlo. Es precavido, es único, es un profesional y, a pesar de que ya nadie le reclama, se hace muy necesario. Y, quizá, ésa sea una de las grandes virtudes de los hombres de verdad. Son necesarios. Se mueven entre las sombras y nadie se da cuenta de que existen, pero están ahí, dispuestos a saltar sobre el próximo facineroso, con la mano bien templada para aplicar un castigo proporcionado, rellenando los vacíos de otras personas al mismo tiempo en el que él se siente bien consigo mismo. Buscando pistas. Poniéndose en el lugar del crimen. Sacando conclusiones que a cualquier otro se le escaparían. Sí, él es el igualador. Es ése ángel de la guarda que, de vez en cuando, nos encontramos y lleva a preguntarnos qué diablos gana él ayudando a los demás. ¿Sabríamos responder?

jueves, 6 de septiembre de 2018

YUCATÁN (2018), de Daniel Monzón

Bienvenidos a su crucero de lujo. Aquí encontrará juegos a mansalva, clases de baile, menús variados, bromas dudosas y timadores profesionales. Lástima que nada funcione como es debido, pero no se preocupen. Forraremos toda la escena con el presupuesto, haremos como que no miramos hacia las cosas que se quedan sueltas y así se nos quedará una historieta de lo más apañada para todos aquellos incautos que dejaron su ojo avizor en puerto. Para el resto, la gracia la pasaron por la quilla y allí la dejaron.
Nadie duda de que, cuando quiere, Daniel Monzón es un director sobrio, con pulso, dotado para las escenas de cierto ritmo, pero el oficio no es suficiente como para salvar un engendro que apuesta por la intriga con sonrisa y se queda en el engaño sin sal. El humor hace aguas porque rompe los compartimentos estanco con la ausencia de mordiente, acudiendo, incluso, a la grosería más trasnochada. Pero no se preocupen. Por ahí andan unos números musicales bien rodados, baratos y más o menos aceptables para disfrazarlo todo. Hay personajes que desaparecen. Otros que se enteran de las cosas por las buenas a pesar de que ninguno es demasiado inteligente. Los más afortunados pueden actuar un poco, no mucho, porque hay muchas historias que contar y poco rumbo que tomar. Y el aire, en determinado momento, comienza a llenarse de decepción porque uno empieza a preguntarse si Monzón, sencillamente, no sabe reírse o, más bien, ha querido tomar el pelo a todo el mundo.
Eso sí, hay mensaje sobre el dinero, ese objeto de deseo que, como dice un antiguo dicho brasileño “no trae la felicidad, pero manda a buscarla” y que, se convierte en un estorbo para estar en paz consigo mismo y que es el cebo ideal para unos cuantos que cifran toda su existencia en la acumulación de ceros. Lo nunca visto. Y todos son muy buenos porque, al fin y al cabo, la bondad se contagia con más facilidad que el latrocinio.
Así que pónganse a sotavento, no sea que las náuseas de algunos lleguen a salpicarles, y procuren disfrutar de una película de envoltorio lujoso, nombres ilustres y contenido vacío. El rumor del mar les permitirá pasar un rato relajado que no lleva a ninguna parte. Habrá algún que otro guiño a películas como El cazador, de Michael Cimino o, como no podía ser menos en una película de estas características, a Titanic, de James Cameron. La sensación para muchos será de entretenimiento y, para otros, será de sonrisa frustrada. Más que nada porque es una de esas en las que el espectador está de parte de la historia desde el principio y no encuentra ningún agarradero brillante al que asirse. Pero eso da igual. A la piscina, a tomarse unas copitas, a disfrutar del espectáculo y a menear el esqueleto, que para eso están los cruceros. Lo del turismo vamos a dejarlo para utilizar bien poco los escenarios y, además, tampoco nos vamos a poner exigentes. Por un camarote de ojo de buey y trama corta no querrían la obra maestra de los océanos procelosos. Eso sí, para todos será tan fácil de olvidar que en apenas unos días apenas podrán recordar de qué iba el pasaje de cuarta clase. Viaje con nosotros si quiere robar, viaje con nosotros a ningún lugar y disfrute de nada al pasar, y disfrute de las terribles historias que les vamos a contar… 

miércoles, 5 de septiembre de 2018

MISIÓN: IMPOSIBLE (FALLOUT) (2018), de Christopher McQuarrie

Hay que reconocer que las aventuras lideradas por Ethan Hunt y su grupito de expertos en lo más difícil tienen su encanto. Con excepción de la segunda parte que dirigió John Woo, todas han conseguido mantener un nivel, cuando menos, aceptable. Y, en esta ocasión, es posible que hayan logrado alcanzar un más lejos, más alto y más fuerte. Al fin y al cabo, no es misión difícil, es misión imposible.
Y es que en esta acción para todos los públicos, hay que reconocer que el rato pasa como las balas silbando alrededor de la cabeza del protagonista, las persecuciones llegan a ser gloriosas, con una dirección atinada y llena de ritmo, y el argumento…bueno, eso es secundario. No se preocupen. Una vez que hayan salido del cine se autodestruirá en cinco segundos. Sin embargo, el intento para subir el nivel está ahí, es respetable, es honesto a pesar de la innegable espectacularidad y el precio de la entrada se amortiza sobradamente. Esto no es un engaño. Esto es el límite.
Por supuesto, hay alguna que otra escena en la que no se mide demasiado la sobriedad y, como humo, se va debido a lo trepidante que nos espera. Es un pecado venial que se perdona con facilidad. Y si no fuera así, esto, sencillamente, sería un timo. El personaje de Ethan Hunt desvela sus motivaciones más interiores, algo que, por otra parte, quedó bastante pendiente en la anterior entrega, y entendemos mejor esa guerra apostólica que libra más allá de la sempiterna coartada nuclear a la que tanto nos ha acostumbrado el cine de espías. Hay química en el reparto y, seamos sinceros, Henry Cavill es un tipo que cae bien, que se está revelando como un actor de cierta elegancia y que tiene más encarnadura que la de ser el afamado hombre de acero. Por otro lado, también hay un pequeño exceso de croma, aunque de alta calidad, y de optar por la solución más asequible, pero eso sólo son excusas de villano. Se pasa bien. Se pasa fácil. Se pasa rápido.

Así que abróchense los cinturones si deciden viajar en helicóptero, y tengan cuidado si van al excusado. El peligro se esconde en los más recónditos rincones de la maldad y nunca se sabe dónde han establecido el nido. La traición es el aderezo infalible y habrá que mirar por encima del hombro para que las espaldas estén bien guardadas. El mundo se queda pequeño para tanta aventura y viajarán hasta las mismas entrañas del riesgo. Salir vivos es cuestión de milímetros y aún quedan unas cuantas misiones imposibles que realizar. El misterio también se presenta con forma de mujer y es muy sencillo ceder a la tentación. Basta con dejarse llevar por los sentidos y soñar con unos brazos y unos labios. Y como no podía ser menos, también pasa por allí algún instante de humor que respira y transpira y, también, inspira. Lo siguiente es aún mejor. Y el presentimiento de que todos los que desean puro entretenimiento lo van a conseguir sin ningún esfuerzo flota en el ambiente. Ah, y no se olviden de esa banda sonora con uno de los temas más enérgicos que ha dado el cine. Sin ella, esta misión imposible quedaría en posible y ya no tendría gracia. ¿Hace falta decir algo más? Es que es imparable y la verborrea se instala para dejar la puerta abierta a la adrenalina. Y, por favor, no presten atención a las sucesivas operaciones a las que se ha sometido su héroe favorito. El tiempo no pasa igual para todos y él se dedica a lo que mejor sabe hacer. O sea, brindarnos una nueva misión para que todos tengamos un par de arrugas más alrededor de los ojos.

martes, 4 de septiembre de 2018

MAMMA MIA 2: UNA Y OTRA VEZ (2018), de Ol Parker

Por razones ajenas a mi voluntad se ha alterado el diseño de la página llegando incluso a eliminar a mis queridos seguidores. Ya estoy trabajando para reparar el entuerto y no dudéis de que volveréis a estar ahí, acompañando todo lo que escribo. Mis disculpas en cualquier caso y un abrazo a todos.

Intentar vivir los sueños de otra persona tiene sus riesgos. Aunque esa otra persona sea alguien con quien siempre has mantenido un vínculo único, especial, irremplazable. Quizá haya que asistir con ojos de espectador al origen de todo para ver que la vida es un interminable juego de espejos en el que pocas cosas merecen realmente la pena. La libertad, el amor, la música y la continua búsqueda de un camino que siempre resulta apasionante. Es hora de volver a cantar para acompañar momentos que sólo el cine puede describir.
Los lugares serán comunes, la fórmula se repite, incluso las melodías ya han sido escuchadas. El argumento es leve, intrascendente, con la única pretensión de transmitir alguna que otra alegría para vivir. Mientras tanto, disfrutamos con las interpretaciones de Julie Walters o de Christine Baranski, asistimos a los graznidos de Pierce Brosnan en lo poco que le dejan entonar, nos reímos con las torpes posturas de Colin Firth, caemos bajo el influjo del atractivo de Andy García, lloramos las ausencias, nos sumergimos en el cuerpo de la voz de Cher porque es lo único que queda sin coser y, de nuevo, vemos lo que deseamos, sin más, deseando estar en algún lugar de la costa griega, tratando de encontrar algún motivo para sonreír. Y, tal vez, la sonrisa está ahí porque, sin saberlo, tenemos a alguien al lado que nos proporciona ese punto que hace que todo sea más fácil, más placentero, más verdadero, más auténtico.
Por lo demás, el rato pasa a través de compases conocidos, tarareados en el interior, con la complicidad de un suave ritmo llevado con los pies y sí, quizá no tengamos tanta magia como hace diez años y falta algo de energía en lo que se nos cuenta. Puede que sea porque el tiempo pasa y es difícil comprenderlo. Puede que sea porque los planes no suelen salir nunca como se habían pensado y ese momento de gloria se disfrace de plenitud. No importa demasiado. El cielo sigue siendo azul. Las puertas conservan ese aire de viejo. La brisa del mar es tan suave que se convierte en caricia. El principio se une misteriosamente con el final y, de nuevo, hay que empezarlo todo para que aquello que se soñó tenga sentido. Más vale apurar la copa y dejar que el aire corra por la ropa desenfadada, por la vista clara y el sentido alerta. La realidad acabará por dejar paso al sentimiento porque todos sabemos que ésa es lo único que verdaderamente importa.
Una y otra vez caemos en esa anarquía saludable que da moverse entre piedras añejas, campos de la mañana, noches de música inolvidable y olas de frustración que llegan, tocan la orilla y se pierden mar adentro. Falta ese entusiasmo que se podía contagiar, pero la coda ha llegado y no cabe duda de que el tiempo maltrata a los protagonistas. Ya saben, mejor con el pelo más largo. Peor con las arrugas hiriendo la piel. Es la ley de la vida. Unos llegan y otros se van. Y los momentos se repiten porque ése es el material con el que se hacen los sueños. No hay muchos más lugares a los que ir, ni más explicaciones que dar cuando se está en un sitio que parece hecho para que la fantasía permanezca allí. Los pantalones de campana ya son historia. El ansia de hacer del mundo un escenario se atenúa. Da lo mismo si Amanda Seyfried sigue con su insufrible vibrato en la voz, o si el mejor baile se muestra mientras se navega. El vencedor, esta vez, no lo cogerá todo. Tendrá que conformarse con un poco de diversión de taza pequeña.  Y todo se juzgará con el corazón.