viernes, 30 de octubre de 2015

COMO ELLA SOLA (1942), de John Huston

Existe una enfermedad muy común entre los mortales. Se llama envidia de la felicidad ajena. Pero hay algunos casos agudos que no solo se quedan en eso sino que también intentan alcanzarla destruyendo el espejo en el que se miran. Lo peor de todo es que una vez que lo consiguen se dan cuenta de que no todo está hecho, de que la felicidad es insaciable y hay que alimentarla todos los días, con detalles, con sonrisas, dándose un poco para recibir un poco. La felicidad nunca se queda, siempre se va. Y a menudo es asesinada a conciencia.
Todo se agrava aún más cuando se pertenece a una familia adinerada, que le ha ido bien en la vida aunque el declive está ahí a la vuelta de la esquina. El padre ha conocido tiempos dorados pero ahora su propio hermano le ha quitado el negocio, le ha dado una compensación económica suficiente como para vivir el resto de sus días y le ha dejado el orgullo herido. La madre es una enferma inconsciente que apenas puede levantarse de la cama y que prefiere no ver los problemas porque así es la única manera de que no existan. Y luego están las hijas. Dos caracteres fuertes que crecieron con nombre masculino. Roy y Stanley. Roy es fuerte aunque sensible. No se rinde. Cree que toda una vida se construye paso a paso poniendo cariño en las cosas que se hacen, dándose cuenta del esfuerzo de los demás, aportando fortaleza en los momentos de debilidad aunque no tiene ningún problema en llorar si es necesario. Stanley es una niña mimada. No ha trabajado nunca. Es egoísta. Es envidiosa. Si Roy tiene un marido, ella lo quiere. Si Roy tiene un novio, ella lo quiere incluso aún después de haberle quitado el marido. Es frívola y manipuladora. Sabe que su tío está enamorado de ella y le saca lo que quiere pero, en el fondo, le repugna ese viejo con papada, que se ríe de cualquier cosa para encontrar puntos de complicidad y que compra el cariño con lo único que tiene a espuertas: dinero. Y es tan ignorante que no sabe que el cariño nunca se queda cuando el dinero ya no sirve.

Olivia de Havilland y Bette Davis encarnaron a estas dos jóvenes, que pelean por un lugar en el sol, intentando que la vida, por una vez, les ame realmente. Ambas están brillantes y Davis está especialmente odiosa, como solo ella podía estar delante de una cámara. Detrás de ella, John Huston con su particular tono sobre los perdedores porque era un hombre sabio que conocía los lados del éxito y su mirada de halcón le permitía introducirse en la intimidad de una chica que lo tenía todo con solo alargar la mano y que, sin embargo, no tenía nada. Tal vez porque no sabía apreciar el auténtico cariño que los demás regalaban sin pago alguno, porque creía que la velocidad en un coche era un síntoma de libertad, porque tenía la inocente certeza de que la felicidad era algo que se podía robar y quedarse en propiedad cuando realmente es la más cruel de las niñas mimadas.

jueves, 29 de octubre de 2015

MI GRAN NOCHE (2015), de Álex de la Iglesia

¿Quién no ha estado alguna vez durante la Nochevieja delante de ese ojo encendido que es la televisión viendo esa horterada sublime que es el programa de fin de año de cualquier cadena que se precie? Sí, tal vez en medio de otras conversaciones, con el volumen más o menos bajo pero ahí estaba. Con sus artistas trasnochados, con las nuevas caras acaparando pantalla, con los cómicos de turno y con sus presentadores fingidos, pero ahí estaba. Un reflejo de la España de luces en movimiento que obliga a estar contento, a pasárselo en grande. Aunque en el fondo estés acordándote de la madre del tipo que dirige el programa o te esté agobiando un poco la última bronca del jefe.
Y es que detrás de tanto fingimiento siempre tiene que haber algún ramalazo de ira reprimida. Al fin y al cabo, en cualquier fiesta que se precie tiene que haber listos, tontos, estúpidos e inaguantables y, en muchas ocasiones, se confunden unos con otros. A menudo se está en mitad del cava pensando en ese cantante de otro tiempo que aún sigue haciendo el payaso delante de la cámara. O quizá engullendo un canapé irremediablemente frío y soso mientras se aparece la idea de ese melenas rubio que tiene una canción de tontería supina pegando fuerte y se nota a la legua que la inteligencia no es lo suyo. Y, por supuesto, ahí están los de figuración, vestidos de etiqueta en unas mesas que simulan hasta la bebida y que, en realidad, son una prolongación del salón de nuestras casas, con sus bajas pasiones, sus chantajes morales y sus envidias prolongadas. Una gran noche, en cualquier caso. Una noche para matar.
Y es que siempre hay algún desquiciado dispuesto a armarla a la primera de cambio. El Robert de Niro de turno que provoca que la fiesta acabe como aquella El guateque, de Blake Edwards con una paradita en El mensajero del miedo, de John Frankenheimer y música y coreografía de otro tiempo que recuerda a Noches en la ciudad, de Bob Fosse. Y claro el problema de la película no es Raphael, que hace de sí mismo con peculiar desenvoltura y está muy sujetado por Álex de la Iglesia, sino que de una situación divertida se pasa a una rutina del exceso. Carreras de aquí para allá, todos gritan mucho, el desparrame se hace en diferido, hay que destrozar cosas, las pistolas, la corrupción moral más cotidiana…y cuando se termina el asunto hay una cierta sensación de que, a pesar de los esfuerzos por hacer situaciones reconocibles, no ha sido suficiente y todo queda en una mera broma muy bien rodada. Una gran noche que se queda en una noche cualquiera.

Así que en esta grabación hay que fingir las palmas, la alegría, los besos, la simpatía, la conexión, la afinidad, la publicidad y las ganas de reír porque todo se queda a medio camino en un plano americano de algo que, en el fondo, no tiene gracia. Se reconoce sin dificultad lo bien que planifica de la Iglesia y el esfuerzo de los actores, especialmente la naturalidad que exhibe el desgraciado personaje de Pepón Nieto y la trascendente inocuidad de la tía buena que interpreta Blanca Suárez. Por lo demás, hay que llevarse delantal para absorber el exceso que empieza en el minuto uno y se acelera después de la primera hora. Y es que esto es un escándalo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

CRISIS (1950), de Richard Brooks

Salvar la vida a un dictador. Un dilema médico, sin duda. Operarle de un tumor cerebral para que pueda seguir aplastando a un pueblo que pide pan. Y solo porque, en una decisión tonta, una eminencia en la cirugía cerebral quiso irse de vacaciones con su mujer a algún lugar del Caribe. El país era hermoso y la tranquilidad se respiraba. Pero allí empezaron las revueltas, una guerrilla que no deja de golpear y huir. El nombre de Farrago por todas partes y añadido la palabra “¡Muera!”. Y, de repente, llaman al médico. Tiene que operar. Farrago se muere. El país se desangra. El vacío de poder llama a los radicales del otro lado. Al final, todos pedirán ayuda al médico porque, en realidad, todos, unos y otros, son iguales cuando llega la muerte.
La sutil manipulación del poder se convierte en un bisturí que hace que el médico tenga que moverse en una línea de apertura de la carne demasiado fina como para mantenerse en ella. Su juramento hipocrático le obliga a salvar vidas. Lo juró en su momento. Su ética le empuja a cometer un pequeño error, casi mínimo, para que el dictador muera y, al menos, haya una posibilidad para su pueblo. La oposición presiona con armas no demasiado limpias. Pero el médico, acostumbrado a mantener el pulso firma cuando el corazón se para, sabrá siempre qué es lo que debe hacer. Incluso auxiliar a quien lo necesita por culpa de una bala perdida, incluso a quien apunta maneras de que nada va a cambiar, solo el poder.
Una película militante que se mueve por encima de las ideologías que tanto nos embargan en estos años de turbulencia política y que demuestra, una vez, la claridad de ideas de un director como Richard Brooks, que hizo aquí su primera película. No quiso solo describir un dilema moral de enormes incógnitas, sino que dejó bien claro quién debía hacer qué y cómo lo debía hacer. Aunque las venganzas sean útiles para satisfacer la rabia son armas tan deleznables y rechazables como los abusos de poder. Y lo que está bien…está bien. No hay fuerza en la Naturaleza capaz de cambiar eso porque nuestra condición de seres humanos es la que tiene que guiar nuestra conducta ética y no las creencias que, por lo general, están todas equivocadas. No hay razones, sino obras. No hay dialécticas sino verdades que hay que saber distinguir entre tanto ruido informativo, tanta declaración vergonzante, tanto bosque de palabras sin ningún sentido en el que brotan la demagogia, el espíritu revanchista, el resentimiento mutuo, la separación entre conciudadanos que deberían ayudarse unos a otros renunciando a sus puntos de vista. Porque, si lo miramos fríamente, los puntos de vista son los pensamientos más prescindibles del ser humano. Si nos damos cuenta, a nadie interesan. A nadie. A nadie.

Cary Grant y José Ferrer mantienen un duelo en distinto plano. Solo la razón y la verdad es lo que tiene que imperar. Esa razón y esa verdad que nos hace humanos, y no bestias.

martes, 27 de octubre de 2015

MAUREEN O´HARA: EL CIELO ERA DE COLOR ROJO

Fogosa, impetuosa, indomable, irlandesa…así era Maureen O´Hara. Una actriz sólida que mantenía un punto de vulnerabilidad incluso cuando la mirada se le endurecía. El orgullo de los personajes que interpretaba era el santo y seña de su actuación. Mujeres rocosas, fuertes, irremediablemente bellas pero, también y sin que eso esté reñido, abrumadoramente temperamentales. Suyo es uno de los besos más famosos de la historia del cine, suyas son algunas de las lágrimas más sentidas que se han derramado en las salas de todo el mundo. Con su pelo color rojo, hizo sentir a todo el público que el cielo era de ese color y que todos querían perderse en ese sueño de suavidad indómito.
Muchos creen que el auténtico descubridor de Maureen O´Hara fue John Ford pero eso no es así. Fue el actor Charles Laughton quien quedó prendado de ella después de ver una prueba de pantalla para la película La posada de Jamaica, de Alfred Hitchcock. Laughton quedó tan impresionado de su fuerza, de su belleza con un punto salvaje y de su soltura en escena que le ofreció un contrato para hacer su siguiente película juntos en Estados Unidos y así Maureen O´Hara se convirtió en la auténtica gitana Esmeralda, objeto del amor de Quasimodo en Esmeralda, la zíngara, de William Dieterle. La película, muy visual, aún no había descubierto el color del pelo de O´Hara pero contenía una fuerza excepcional que Laughton aprovechó en su papel del jorobado de Notre Dame.
Probablemente, a raíz de ese papel es cuando John Ford posó sus ojos en ella y le ofreció el papel de Angharad en ¡Qué verde era mi valle!, un auténtico poema lírico sobre el trabajo y el devenir de una familia irlandesa de la cuenca minera británica. Bellísima y etérea, casi inalcanzable, O´Hara da una lección en una película que ya es leyenda destacando una discreción maravillosa que no hace sino inundar ese hogar de mineros tiznados de carbón.
Su perfil de mujer orgullosa e invencible se afianza con Diez héroes de West Point, de Henry Hathaway, sobre los inicios de la academia militar estadounidense. Se empareja con Tyrone Power en el clásico de aventuras de Henry King El cisne negro y también lo hace con Henry Fonda en esa onírica aventura bélica que es la extraña El sargento inmortal, de John M. Stahl.
De ahí vuelve a trabajar con Charles Laughton en la que es una de las mejores películas de su carrera. Esta tierra es mía, de Jean Renoir la descubre como una mujer dispuesta a luchar por la libertad, puntal necesario para cualquier héroe, inspiración en cada uno de los actos que convierten la naturalidad en una hazaña. La libertad y el humanismo toman una enorme dimensión bajo los personajes de Laughton y de ella misma para formar a futuros demócratas que, de verdad, quieran respetar esos derechos humanos que tanto nos gusta faltar. Una interpretación que queda tiernamente refugiada en la memoria de cualquiera que realmente crea que el cine sirve para algo.
Se pierde un poco en producciones que la recluyen como la chica del aventurero de turno hasta que topa con la comedia Niñera moderna, de Walter Lang concebida a mayor gloria de ese grandísimo actor que fue Clifton Webb. Maureen O´Hara está relegada a un papel secundario pero fundamental como la madre de esos niños que asisten atónitos a la maestría de Míster Belvedere como niñera, capaz de imponer una disciplina en un hogar ingobernable. Una comedia divertida a la que ella contribuye con convicción.
Una de sus interpretaciones más dramáticas y menos reconocidas es la que realiza para Nicholas Ray en Un secreto de mujer como una mujer acusada de un intento de asesinato. John Ford vuelve a confiar en ella para dar vida a la mujer del Coronel Yorke en Río Grande y, por supuesto, no duda en darle el que, posiblemente, sea el papel de su vida. La Mary Kate Danaher de El hombre tranquilo..
Su retrato de la mujer irlandesa que quiere demostrar a toda costa que se ha casado con un hombre con sangre en las venas no solo es parte de la historia del cine sino que también lo es de nuestros corazones. Su beso en el viento, su despecho irritante, su adorable feminidad, su fuerte determinación que se esfuma cuando los puños salen a relucir…todo en ella hace que sea la mujer fordiana por excelencia, a la que todos acudimos cuando queremos relacionar en la misma frase a John Ford con el sexo femenino. Experta en tocar las narices hasta límites insospechados, Mary Kate Danaher fue la pelirroja con todas sus consecuencias, la fortaleza hecha Irlanda, el pasto verde para el ganado hambriento y la dueña de Blanca mañana. Solo por eso, Maureen O´Hara hubiera merecido todos los Oscars del mundo.
Vuelve a trabajar para John Ford en Cuna de héroes, una conmovedora película sobre el Sargento O´Donnell uno de los instructores de la Academia de West Point. Su emparejamiento más que afortunado con Tyrone Power hace que este sea uno de los papeles más tiernos que haya interpretado nunca, siempre al lado de su marido, siempre cuidando de los chicos que, en realidad, han sido muchos hijos al ritmo del paso de instrucción. Otro poema del tuerto genial que, quizá, no ha tenido tampoco el reconocimiento que merece.
Con Ford sigue cosechando sus mejores papeles y revalida esa afirmación con Escrito bajo el sol, biografía del aviador y guionista Frank Wead y que confirma la destreza de Maureen O´Hara en el papel de abnegada esposa que sufre, se enfada, vuelve, retiene y abraza al hombre de su vida. Cambia de registro totalmente y se interna en esa parodia algo seria del cine de espías que es Nuestro hombre en La Habana, de Carol Reed, como la secretaria de Alec Guinness, el espía que nunca fue y que, sin embargo, toma determinaciones propias de la profesión. Encantadoramente madura, Maureen O´Hara parece presagiar el cambio que se avecina en el cine produciendo a Sam Peckinpah en la que sería su primera película, Compañeros mortales, un título de aprendizaje para el gran director pero que pone en juego a una Maureen O´Hara inusualmente sensual y objeto de deseo para una pandilla de cuatreros de baja estofa.
Con la madurez ya marcada en el rostro deambula por producciones de interés discutible durante los años sesenta aunque con algún éxito como la comedia Disney Tú a Boston y yo a California hasta que decide emparejarse por última vez con John Wayne en el aceptable western de George Sherman El gran Jack, en un papel decididamente recio de mujer que no se doblega ante nada pero que se queda en poco menos que episódico. Anuncia su retirada del cine y solo lo rompe para aparecer, veinte años después, en la comedia intrascendente a mayor gloria de John Candy Yo, tú y mamá, de Chris Columbus. Y aún mantenía ese brillo excepcional en su mirada, esa certeza que da el hecho de que cuando ponía los ojos en ti, no había nada más en el mundo.

En 2014 fue galardonada con un Oscar especial en reconocimiento a toda su carrera. Y es que, tal vez, Maureen O´Hara (mujer polifacética que practicó el atletismo hasta tal punto que no admitía dobles en las escenas de riesgo, tenía una voz de soprano más que notable e hizo campaña por varios presidentes republicanos) fue más una presencia que una actriz y el tiempo, ese enemigo al que no se puede vencer nunca, nos ha privado de su presencia. Nos queda la actriz. Y ese cielo que, en cada una de sus películas, no deja de ser rojo intenso, rojo sangre, rojo pasión, rojo sueño.

viernes, 23 de octubre de 2015

DOCE DEL PATÍBULO (1967), de Robert Aldrich

Joseph Wladislaw: Parco en palabras. De juicio sano y violencia asegurada. Es un tipo duro. Sale de las minas de carbón de Silesia. Sabe alemán. En su rostro no hay lugar para la piedad. Si hay que matar, se mata. Si hay que morir, se muere. No hace falta más. Tiene un aire de Charles Bronson.
Robert Jefferson: Es un hombre de color. Más vale no provocarle con bromitas racistas. Es posible que salte al cuello del incauto y lo quiebre. Sabe que ha ido a la guerra por ser negro. Sabe que le van a ejecutar en el patíbulo por ser negro. Sabe que aquellos soldados que querían cortarle los atributos eran blancos. Se parece lejanamente a la estrella de fútbol americano y, más tarde, actor de cierto éxito Jim Brown.
Victor Frankie: Mal tipo. Se rebela contra cualquier tipo de autoridad porque, probablemente, procede de todos los reformatorios y todas las cárceles de Chicago. Allí luego se empleó como hombre para todo de algún mafioso local. Se cree muy seguro de sí mismo pero tiene un enorme miedo a morir. En el fondo, es el que más puede dar de sí aunque ni él mismo lo sabe. Se le puede confundir con John Cassavettes. Por cierto, su nombre fue cambiado en la versión española…nadie se podía llamar Victor Franko.
Pedro Jiménez: Buen tipo. Tiene mucho miedo a trepar por una cuerda si no se le pone algo más temible detrás como una ráfaga de ametralladora. Va con su guitarra arriba y abajo y canta algo. Es de esos fulanos que siempre hacen grupo. Es torpe pero es útil. Estos tipos no saben lo que es la camaradería y Jiménez puede ser un buen punto de encuentro. Tiene los ojos de ése cantante de éxito… ¿cómo se llamaba? Sí…Trini López.
Archer Maggott: Un psicópata puro. Puritano recalcitrante, lo cual quiere decir que es un reprimido sexual enfermizo. Se agarra a su Biblia y en ella encuentra explicaciones para hacer daño a las mujeres, a las que odia. Es peligroso. Puede que, por su culpa, todo se vaya al traste. Hay que tirar con él, no queda más remedio. En su calva se puede ver reflejado el rostro de Telly Savalas.
Vernon Pinkley: Orejas de Dumbo. Estúpido hasta la médula. Ingenuo. Sin embargo, es bravo batallando siempre que tenga claro lo que debe hacer. Es el tío perfecto para hacerlo pasar por un general en caso de que haya que pasar una revista comprometedora. Pelea como el mejor aunque, en la mayoría de las ocasiones, tenga la mirada perdida. Su rostro es igualito al de Donald Sutherland.
Samson Posey: Un gigantón fácil de provocar. Es como una oveja en calma pero cuando consigues que se le crucen los cables es capaz de pegar un puñetazo que hunda la mandíbula del contrincante hasta el cerebro. Cuidado con él. Siempre que permanezca en un segundo plano no causará problemas. Si le empujas, ponte a cubierto. Me recuerda a Clint Walker.
Mayor Reisman: Éste tipo sí que es duro. Es indisciplinado porque no tiene pelos en la lengua. Aborrece a los oficiales y él lo es pero se lo ha ganado en el campo de batalla. Siempre le cogen para lo más sucio, lo más bajo. Tiene cuentas pendientes con algún que otro oficial que se empeñó en empapelarle con arrestos y consejos de guerra. Tiene cerebro. Sabe lo que es adiestrar a la tropa a base de golpes. Nadie se le sube a las barbas. Es único. Es Reisman. Su pelo cano hace pensar lejanamente en Lee Marvin.
General Worden: Es un general que tiene que encargar el reclutamiento de doce condenados a distintas penas por asesinato para componer un comando suicida. Sabe que sus superiores están locos e intuye con precisión que Reisman está en lo cierto en todo lo que dice y hace pero no puede decírselo porque los galones pesan mucho y tiene que mantener las apariencias. Sabe ser duro y llamar al orden. Sabe admirar en silencio. Y es listo…como no lo suelen ser los generales. Su rostro marcado de perro guardián tiene rasgos semejantes a los de Ernest Borgnine.
Sargento Bowren: Pequeño de estatura pero leal como el mejor. Está en contacto directo con los presos y sabe cómo tratarlos. Está de acuerdo con los métodos de Reisman. Es un policía militar con experiencia que sabe cómo mantener a raya a todos los que no cumplan las órdenes. Es valiente y no se lo piensa dos veces. Sobre todo si es Reisman el que da la orden. Su corta estatura le iguala con Richard Jaeckel.
Mayor Ambruster: Antiguo compañero de armas de Reisman. Tiene aprecio por él. Trata de rehabilitarlo después de que se haya enfrentado con superiores de forma poco conveniente. Es hábil y está dispuesto a ayudar. No se merece que lo arrojen de una ambulancia en marcha. Sabe que Reisman es el más capaz cuando se trata de estrategias, psicología y acción. Él ha ascendido más rápidamente…quizá porque supo cerrar la boca. Su risa es la de George Kennedy.
Capitán Stuart Kinder: Psicólogo militar. No tiene ninguna esperanza en la misión ni aún sabiendo que Reisman está al frente. Sabe que tiene un buen rebaño de psicópatas, asesinos, violentos y seres marginales que hay que domar y cualquiera de ellos está dispuesto a pegar un tiro a su jefe en cuanto se dé la vuelta. Por eso siempre está dispuesto a compartir un trago con Reisman. Siempre cree que es el último. Se mueve como si se creyera que es Ralph Meeker.
Coronel Breed: El típico alto oficial que quiere quedar bien ante sus superiores. Es eficiente y pulcro. Nadie puede ponerle una mancha en el expediente. Reisman ha sido, desde siempre, la china en su zapato. Lo aborrece. No comprende que ese tipo haya llegado a Mayor cuando es el cúmulo de insolencias más insoportable de todo el ejército americano. En Breed todo son apariencias y la suya es la de Robert Ryan.
Director Aldrich: Hizo de la truculencia una de las señas de identidad pero sabía muy bien cómo dirigir una película. No cabe duda de que el final de Doce del patíbulo hace pensar a más de uno pero se le perdona porque se pasa un rato fantástico. Quizá sea la mejor película del cine de comandos bélicos que se haya hecho nunca. Quentin Tarantino le homenajea en Malditos bastardos. Aldrich fue una figura clave en la renovación del cine a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Tocó todos los terrenos y aquí supo disparar primero inaugurando un buen puñado de títulos sobre el mismo tema. No dudaba en propinar puñetazos en el estómago y lanzar alguna granada. Y era bueno, muy bueno. Se puede confiar en él. Y su mano está detrás de todo.


jueves, 22 de octubre de 2015

MARTE (The martian) (2015), de Ridley Scott

En la más completa soledad puede haber un principio de ruina pero también se halla la semilla de la más férrea voluntad de sobrevivir. Tal vez la imaginación se dispara en todas las direcciones y funciona al doble de su capacidad. Los recursos se multiplican para paliar esa desolación que rodea a la desesperación. Los días se suceden y todo escasea y solo vale la disciplina y la inteligencia. Es todo lo que tiene el hombre. Lo demás solo son pasiones que deben ser sacrificadas por un solo objetivo. Y ahí es cuando el hombre da lo mejor de sí mismo y el empuje de su condición es lo que le hace verdaderamente grande.
Se trata de optimizar todo lo que se tiene a mano y mantener la moral y el ánimo siempre encendidos. Hablar con uno mismo se convierte en una terapia tan necesaria como saciar el hambre. El sentido del humor interviene con ganas porque, al fin y al cabo, uno también se convierte en el auditorio de sus propias bromas. Y el público se muestra agradecido por ese momento de distensión. Mientras tanto, a muchos millones de kilómetros, todos los cerebros se ponen a trabajar sacudiéndose su letargo rutinario de cálculos infinitesimales y de ordenadores de letra brillante y vacía. Salvar una vida y reunir inteligencias son maridajes de éxito y muy pocas veces el ser humano se atreve a juntar ambos.
Por el camino, habrá dificultades insalvables, tareas ingratas que solo buscan prolongar los soles a la espera de un rescate. La tierra roja está expectante, tratando de ahogar la más mínima expresión de vida y el cielo se desploma todas las noches, azotando con pellizcos de arena la blanda piel del traje exterior. Hay que sobrevivir y el cerebro tiene que funcionar con fluidez. Si no, el resultado solo puede ser la derrota. Y de todas las criaturas que pueblan el universo, el hombre es el único que tiene capacidad para no darse nunca por vencido.
Sin llegar a las cotas de genialidad que alcanzó al principio de su carrera, el director Ridley Scott vuelve a ofrecernos una película notable, con algún que otro salto que debió quedarse en la sala de montaje pero dando como resultado una historia eficaz, llevada con soltura y con personajes algo planos para dar más realce a la figura central de la soledad. Para ello cuenta con Matt Damon que, poco a poco, va confirmando carácter en sus personajes y que da buena cuenta de la escena en su periplo por la soledad. La fotografía llega a ser espectacular y hay que destacar una sobriedad en el conjunto que no deja de ser sorprendente en un director que suele decantarse por ambientes humeantes y planos nerviosos. El planeta Marte es el gran actor secundario en medio de este naufragio espacial que no deja de recordar aquella Atrapados en el espacio, de John Sturges con la aventura inundando las estrellas.

Y es que no es fácil sobrevivir cuando todo está perdido, cuando hay que inventar nuevos sistemas de comunicación para hacer llegar unos cuantos mensajes que tardan demasiado en ser leídos. Porque hasta la voluntad de supervivencia es el mejor medio de comunicarse cuando la esperanza es tan lejana como el acierto. El hombre es así. Y la Naturaleza no deja de estar presente. Es la eterna lucha que mantiene el equilibrio de toda existencia.   

miércoles, 21 de octubre de 2015

EL EJÉRCITO DE LAS SOMBRAS (1969), de Jean-Pierre Melville

Ser un miembro activo de la Resistencia Francesa no tuvo nada de heroico. No tuvo nada de épico torturar a alguien para que dijera quién había traicionado a aquella célula. No fue una hazaña poner una bomba para mandar a algún oficial de las SS al Valhalla. No fue una proeza poner en marcha un plan para rescatar a alguien a sabiendas de que saldría en un estado tan penoso que hubiese preferido estar muerto. Estar en la Resistencia Francesa fue un ejercicio de dolor intenso, de sufrimiento prolongado en el que la bota nazi podía aparecer en cualquier momento. En el fondo, todo era un malabarismo en soledad que podía escaparse al menor descuido. Los disfraces, los escondites…caer prisionero y que te obliguen a correr para que te disparen por la espalda. Lo único realmente heroico de todo aquello fue negarse a correr.
Quizá el sentimiento de patria sea algo tan exclusivamente francés que llegue a ser una obsesión. Escaparse en medio de un cuartel general a golpe de imaginación espontánea es una locura, pero una locura necesaria. Tal vez ese ejército que planeaba y ejecutaba desde las sombras estuviese detrás de un buen puñado de gente normal, que iba a trabajar todos los días, que tenía que mantener todas sus actividades en secreto porque cualquier fuga de información no solo le arrastraba a él, sino a todos los que compartían con él ese sufrimiento tan humano y, a la vez, tan despiadado. No, estar en la Resistencia Francesa no ha sido nunca como lo han pintado en las películas. Solo Jean Pierre Melville se ocupó de decir claramente la verdad. Y la verdad, como cualquier tipo de resistencia, duele.

Lino Ventura fue Philippe Gerbier, un ingeniero que decide pasar a la acción porque, más allá de las ideas políticas, cree que el ejército nazi no está solo para invadir y ganar una guerra sino también para desmoralizar, para torturar, para someter implacablemente a todo el pueblo y eso, no importa desde qué punto de vista se puede mirar, es injusto. Tiene dos camaradas, uno impulsivo, decidido, que cree en el heroísmo de la empresa y que los hechos se encargan de desmentir. Se llama Jean François y está interpretado por Jean Pierre Cassel. El otro es Luc, asentado hombre de negocios, enfermo, que ha hecho instalar una cabina de madera en su salón para estar a salvo de cualquier escucha porque es el enlace más importante con las fuerzas aliadas en Londres, qué gran actor Paul Meurisse. Al lado de Philippe, una mujer que planifica con absoluta convicción e inteligencia, verdadero cerebro de las operaciones de la célula resistente, Mathilde, con el rostro de la maravillosa Simone Signoret. Y a pesar de que Lino Ventura y el director de la película Jean Pierre Melville se retiraron la palabra y solo se la dirigían a través de los asistentes…uno tiene la impresión de que hay una enorme mirada de humanidad hacia una historia que derrocha crueldad pero también sentido común. En ese ejército de las sombras, que se movía y actuaba para liberar a la nación del opresor extranjero también estaban Joseph Kessel, autor de la novela en la que se basa la película, y Jean Pierre Melville. Y todo eso se nota con sinceridad, con crudeza, con honestidad, con París como trampa mortal para todo aquel que osase hacer frente a la más impresionante maquinaria de guerra del siglo XX.

lunes, 19 de octubre de 2015

AFTER (2009), de Alberto Rodríguez

Si queréis escuchar el interesante debate que sostuvimos en "La gran evasión" acerca de "La cosa", de John Carpenter, podéis hacerlo aquí.

Demasiado pronto. Los cuarenta es una edad traicionera que llega sin avisar y que viene cargada de preguntas. Y la mayor parte de las veces es que no eres ni la mitad de la persona que soñaste con ser. Y ansías con volver a esa edad de la inocencia cuando todo eran sueños y no había realidades. El ánimo parece que va a estallar de frustración, la soledad de la mañana siguiente yace siempre en las sábanas deshechas, la vida que no deja de golpear en un trabajo miserable que rebaja tanto la moral que no queda nada del individuo. Sin corazón. Sin consideraciones posteriores. Sin más amanecer que el blanco de la cocaína en medio de la noche. Sin más visión que el fondo de un vaso de tubo. Sin más pensamiento que el momento siguiente, a buen seguro cargado de droga y de sexo sucio. Son los cuarenta. Es la madurez que querías. Es la madurez que asesina la juventud.
Las luces de neón parpadeantes son alucinógenos de una noche que no quiere morir, de una bruma psicotrópica que aumenta sus efectos, de toneladas de frustración en tres planteamientos sin continuidad. Siempre buscando algo nuevo cuando, en realidad, es algo muy viejo. Las miradas han perdido la luz. La mañana siguiente encuentra la desolación de otro día igual de aplastante, del hiriente amanecer que siempre recuerda la verdad, de la certeza de que en el interior solo habita el vacío.
El alcohol hunde sus garras en el pensamiento y el olvido trata de penetrar en los rencores de la rutina. La verdad está ahí presente y no se ahoga en un vaso ni se coloca con una raya. ¡Qué fácil es volcar la decepción que uno siente consigo mismo en el ser más débil! ¡Cómo se pueden repetir los errores una y otra vez porque no se puede alcanzar lo que siempre se ha deseado! ¡Cómo es posible hundir la moral en un velo de borrachera y drogas en una retirada imposible de la edad! El alba despunta y la noche muere. La angustia vuelve. El momento pasa.

Alberto Rodríguez dirigió esta especie de puesta al día de Historias del Kronen con la edad de actor principal. Sí, porque la edad condiciona todas nuestras decisiones, todos nuestros ánimos y todas nuestras frustraciones. Las arrugas van conformando el rostro que un día fue inocente y no se puede volver a sentir lo mismo, con la misma energía, con las mismas ganas, con la misma ilusión que cuando se tenían veinte años. Quizá porque antes estaba el futuro por delante y ahora hay mucho más pasado por detrás. Y eso tiene un peso inamovible en los sentimientos. Y eso hace aún más grande la soledad por mucho que se esté acompañado. Y eso hace que la noche sea más terrible, más larga, más dulce, más idílica, más disipada. Es lo que pasa después. Es lo que a todos nos ha esperado cuando creíamos que el mundo iba a ser un plato fácil. Lo único que no han cambiado han sido las lágrimas. Y tal vez por eso, lloramos igual, en silencio, sin compañía, sin consuelo, sin ninguna sensación que reemplace el vacío. Solo, tal vez, la de llenar de nuevo el vaso.

viernes, 16 de octubre de 2015

DIAGNÓSTICO: ASESINATO (1972), de Blake Edwards

Es fácil dedicarse a aquello para lo que estás sobradamente preparado mientras se mira a otro lado. Las negligencias médicas están a la orden del día y si a un amigo le ocurre…pues que le hubiese puesto más cuidado. Todos los médicos tienen sus extras y si uno trataba de hacer abortos bajo manga para evitar males mayores, es su responsabilidad. La cosa se pone un poco más fea cuando la víctima es la hija del todopoderoso jefe del centro médico. Y todos miran hacia poniente mientras la justicia cae encima del galeno responsable. Menos mal que por ahí anda el Doctor Peter Carey, un tipo algo particular.
Es un patólogo competente pero tiene algo de rebeldía en su interior. Quizá se podría llegar a pensar que lucha para no perder esa rebeldía. Cree que la injusticia campa por sus anchas y los pasillos de un hospital no están exentos de esa lacra. El médico abortista es amigo suyo y él lucha por sus amigos. Y no espera nada a cambio. Tan solo le mueve el deseo de diagnosticar una enfermedad llamada asesinato. Sabe que su amigo es un médico competente y que no ha podido fallar. Son otros los que se ahogan en su propia anestesia.

Blake Edwards dirigió esta película con ritmo y cierta desgana ya que se vio obligado a hacerla bajo presión del estudio, que amenazó con destruir su carrera si no llevaba la historia con su habitual elegancia. En todo caso, la trama tiene su interés y el caso policíaco que lleva al Doctor Carey (interpretado con frescura por James Coburn) posee intriga y algunas buenas dosis de suspense. Y es que se trataba de hacer ver que hay médicos buenos que, de verdad, se ocupan de sus pacientes en un sistema como el americano, basado en el mercantilismo y en las prebendas. En todo caso, ahí está un médico con cierto sentido del deber, que se enamora, que lucha, que pierde en muchas ocasiones pero que siempre puede decir que está satisfecho consigo mismo porque ha hecho lo que debía hacer. Los amigos no abundan. Las enfermedades, sí. Y por eso mismo hay que defenderlos. Nadie les pide que sean perfectos, nadie les tiene que decir que actúen de acuerdo con unos principios morales porque ellos ya lo saben. Son humanos y pueden fallar pero son la familia que uno elige porque la otra ya viene impuesta. Y eso no tiene precio en una sociedad que sigue hacia delante sin reparar en los problemas de los demás, sin darse cuenta de que el primer paso para que las cosas sean diferentes no es derribar el sistema (más bien, ése es el último) sino en que nos importe lo que ocurre a nuestro alrededor, en el alcance que tengamos, mirando hacia los amigos, hacia los que verdaderamente siempre han tenido una palabra de cariño, de ánimo o de favor. No es tan difícil. Basta con acudir cuando se necesita. Basta con tener sangre en las venas.

jueves, 15 de octubre de 2015

LA PLAYA DE LOS AHOGADOS (2015), de Gerardo Herrero

El pasado se concatena peligrosamente con el presente porque puede que los crímenes de hoy tengan algo que ver con las atrocidades del ayer. Allí, donde acaba la tierra, el mar es testigo de las crueldades y venganzas de los hombres, meciendo su cabello de espuma a la espera de la próxima tormenta. Mientras tanto, un policía que no tiene más vida que sus tranquilidades y sus investigaciones husmea en las redes de los barcos de pesca en busca de un asesino escupido entre astillas y botes, entre boyas y dimes, entre secretos y policías.
El mar se halla en calma, como esperando la lluvia que limpie sus basuras y sus miedos. Al lado siempre hay alguien con el temperamento un poco más fogoso que se encarga de meter escalofríos y decir las verdades. Y las verdades siempre duelen, inspector. Sobre todo cuando no se han calculado bien las consecuencias. La vida no es igual para todos y, de vez en cuando, también hay que dedicar algo de tiempo al resto de ti. Más que nada porque las obsesiones mellan la mente igual que los barcos abren surcos en el agua. Barcos que vuelven amenazadoramente desde los años del error, como intentando volver a navegar en medio de charcos de sangre y olas de olvido.
Y es que la investigación de un crimen puede llevar por muchos recovecos. Las piedras recubiertas de salitre se empeñan en gritar el espanto de un crimen que nunca se podrá borrar, ni siquiera de la traicionera memoria. Perder lo conseguido es el mayor de los miedos porque es fácil tomarle el gusto al lujo. Pescar cangrejos con la marea baja no deja de ser una humillación cuando solo es para poder comer. La subasta de la lonja sigue bajando y el misterio se va haciendo más grande, como un día en alta mar, como una verdad escondida.
El director Gerardo Herrero vuelve a pisar los terrenos del cine de género que tanto le gustan y consigue una película que llega a ser apasionante por su negrura cotidiana de las costas de Galicia. Lleva bien la trama, con mesura y buen gusto, con algunos diálogos de buen cimiento y, aunque tiene algún momento de confusión, la película se mantiene a flote y viene con una pesca de cierta calidad. Dando la cara, Carmelo Gómez y su ayudante Antonio Garrido cargan con la naturalidad imprescindible para hacer que todo el asunto sea real y el público se mantiene alerta ante la profusión de nombres y el descubrimiento del culpable. Y es que cuando la marea sube y el agua arrastra las ocultas intrigas del aparejo es cuando resulta más fácil llegar a la solución. Basta con relacionar y darse cuenta de que nada es lo que parece y de que los juicios precipitados son los que verdaderamente cierran los expedientes por asesinato. No se puede ganar siempre. Alguna vez hay que flirtear con la derrota para agarrar con fuerza la justicia.

No se maree, inspector. El sudor se multiplica y el horizonte se tambalea cuando todos quieren que creamos lo que a ellos les interesa. El vértigo del error es aún peor porque estás dejando sin resolver un crimen y también una cuenta pendiente. Y es entonces cuando la playa se llena de ahogados que no se pueden recoger porque la muerte es lo único que el mar, dulce y expectante, quiere que descubramos aunque a veces nos neguemos a saberlo. 

martes, 13 de octubre de 2015

SEIS DESTINOS (1942), de Julien Duvivier

Impecablemente cortado, sí señor. Así es cómo luzco. Mis solapas son perfectas, estoy hecho a la medida de mi dueño, un actorcillo que parece que se deja llevar más por las pasiones que por su oficio y que se equivoca, como es habitual entre los actores de éxito rápido y talento escaso, con la elección de la mujer que ama. Más que nada porque es una mujer casada, bellísima, espectacular, sensual…pero casada. Y con un tipo que tiene su aquél porque le gusta acariciar sus fusiles de caza, porque tiene una mirada aviesa que me cala aunque vaya dirigida a mi dueño. Ahora, se va a llevar un buen chasco. Y es que mi amo va a escoger precisamente el día de mi estreno, el día de su estreno, para hacer la actuación de su vida. Ambos vamos a salir heridos. Pero tendremos una ventaja. Vamos a salir con la verdad y eso, hoy en día no es fácil de conseguir. Tendré un agujero pero de eso…se tendrá que preocupar mi próximo dueño.
Bueno, y aquí estoy, sirviendo como prenda para un préstamo entre mayordomos. Y además como elemento indispensable para deshacer un entuerto porque a un bala perdida se le encuentra una carta comprometedora en el bolsillo de un compañero. Menos mal que los amigos están para lo que sea y yo seré la pieza de convicción. Je, agujereado y todo lo que quieran pero soy el que pone la tela en su sitio y voy mucho más allá. En mi maldición conjunta de traer mala suerte y buena a la vez, rompo un compromiso e inicio otro. Eso no lo puede hacer cualquier traje de etiqueta. Claro que estos mayordomos, después de la que se ha armado, no van a hacer otra cosa más que llevarme a una casa de empeños. Yo, un frac impecablemente cortado, a medida y carísimo, empeñado por diez miserables dólares…
Ah, la gloria por diez miserables dólares. Sí, señor. Y es que un músico que tiene la oportunidad de su vida para dirigir a la sinfónica en el Carnegie Hall no tiene un traje de etiqueta adecuado y ahí estoy yo, para sacarle del apuro. Claro que el tipo es un poco más ancho de espaldas de lo normal y mis costuras no dan para más. El tipo sufrirá una humillación pública que no se la deseo ni a mi peor chaleco pero obtendrá el éxito de su vida, una ovación como la que nadie ha recibido, una admiración que será la envidia de todo el mundo de la melodía clásica. Mala suerte. Buena suerte. Son los dos lados de mi negrura elegante.
Bueno, ahí me han dejado, en la beneficiencia. Con las costuras de los hombres totalmente reventadas. Pero alguien…un hombre que un día fue importante y que hoy duerme entre los cubos de basura va a recibir una invitación para acudir a una cena de antiguos alumnos de Harvard. No tiene nada. Por no tener, no tiene ni dignidad. Pero le apetece la idea de volver a ser, por una sola noche, alguien con prestigio, con elocuencia, con ese ímpetu que hizo de él uno de los mejores estudiantes de su clase de Derecho. Llegará el mismo facineroso que le comenzó a hundir y, por culpa de la inocente desaparición de una cartera, todo el engaño se descubrirá porque, debajo de mí, el ex abogado no lleva una camisa de etiqueta, sino una de rayas, delatora del hambre y del alcohol que tanto han inundado sus ilusiones. La humillación será total…pero también será el principio de un nuevo comienzo. La verdad es que las maldiciones que pesan sobre mí son bastante caprichosas.
Un borracho impenitente intentará dar una conferencia sobre las bondades de la leche de coco para dejar de beber conmigo sobre su tronco. A cada uno lo suyo. Él no piensa dejar de beber, desde luego, así que, por una inocente venganza, la leche de coco se vuelve cóctel de ambrosía. Y la borrachera llega. Todo el mundo ríe. Todo el mundo. Hasta yo me río de  mí mismo, ahora que mi clase ya está reservada para un montón de gente de ilusiones bajas y dinero escaso.

Ah, bueno, están esos ladrones que me utilizan porque tengo una gran cantidad de bolsillos interiores y soy el contenedor de su botín. Un pequeño accidente hará que me arrojen desde un avión y caiga en una comunidad de gente de color, con sus espirituales, su esperanza intacta y su montón de sueños modestos que serán realizados con los fajos que guardo en mi interior. Y al final, seré lo que siempre he soñado ser, un espantapájaros en medio de un pequeño huerto, propiedad de un anciano que solo me quiere para que los cuervos no picoteen su sembrado. Y quizá, al son de un viejo espiritual negro, me siento más elegante que ese día en el que unos señores muy estirados entraron en la residencia de un actor más bien mediocre aunque hinchado de éxito con el fin de vestir su arrogancia y servir de atrezzo para su mejor actuación. Ésta ha sido la mía. Damas y caballeros, soy el frac más famoso de la historia del cine. Y, muy posiblemente, ésta película que he protagonizado sea la mejor de cuantas se han hecho con distintos episodios. No en vano tengo este reparto. No en vano tengo a estos guionistas de fábula. Nos veremos. Quizá en una fiesta. Quizá en un milagro.

LA COSA (1982), de John Carpenter

Si tenéis ganas de recordar unas cuantas risas con el debate que sostuvimos en "La gran evasión" a propósito de "El guateque", de Blake Edwards, podéis hacerlo aquí.

 Hay lugares donde el frío se convierte en Dios porque está en todas partes. Y allí donde está Dios, por fuerza, tiene que estar el Diablo. Una célula que se introduce en organismos vivos y los imita. Hay que quemarlo todo, arrasarlo, exterminarlo. Tal vez porque el mal es algo que brota del interior del hombre y ése es el verdadero Diablo que se presenta en medio del frío. La desconfianza crece y las miradas de reojo se intercambian con frecuencia para intentar espantar el pánico de los crédulos. Y es muy duro ver arder a tus amigos y compañeros. Todo ocurre muy rápido porque el Diablo trabaja rápido y se introduce en el interior de los hombres con tanta presteza que se diría que tiene prisa para establecer su infierno en la Tierra. El fuego avanza y el desprecio, el odio, la diferencia, la seguridad de que el ser humano está infectado se hace algo más que un presentimiento. Soluciones delirantes. La sangre que se huye para defenderse. La sangre que sale desbocada en pos de un grito desgarrado. La sangre que se derrama y queda en suelo, tinta roja sobre lienzo blanco, cuadro abstracto de muerte y miedo.
Cuando la ira se desata, la deformación y la monstruosidad toma forma. Hay que apartar la vista para poder seguir asistiendo a la destrucción y a la orgía de vísceras que se conservan en su sitio antes de devorar al siguiente. El aislamiento, la droga, el calor, la constatación…la criatura celular puede contagiarse de mil maneras y ninguna de las soluciones es suficientemente expeditiva. Solo hay pistas sueltas para intentar identificar al individuo de al lado y, a veces, ni eso. Tal vez haya que fijarse en el aliento gélido de la fría noche polar.
Ahí se quedará la incógnita. Con dos hombres hablando entre llamas y hielo, tratando de averiguar si el otro es quien dice ser. La sangre pronto será un rojo reguero tieso y no importa demasiado quién es quién. El que sobreviva será el culpable. Quizá la noche no acabe nunca o, tal vez, el sueño de la congelación sea una liberación para ambos. Solo está la certeza de que el terror no acaba ahí y de que toda la Humanidad estará en peligro.

No deja de resultar desconcertante que un reputado director de serie B como era John Carpenter consiguiera un presupuesto abultado para subir de calidad sus historias y, sin embargo, quisiera que su película permaneciese dentro de los parámetros de la segunda división. Pero el invento funciona con cierto estilo porque Carpenter sabe que el ridículo solo sirve para los que no tienen miedo y él sabe cuándo azotar los instintos del terror. Ahí están una serie de personajes encerrados en una isla con el peor de los enemigos acechando en el aire, en la carne de los que comparten el espacio, en la comida, en el tacto, en la botella de whisky que también encierra la agresividad, en la buena palabra dicha con la falsedad de un farsante genético. Quiza la cosa, realmente, sea John Carpenter.

viernes, 9 de octubre de 2015

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "EL SUEÑO AMERICANO (El cine en la era Kennedy)", de César Bardés


“Un sueño no es más que un deseo que la realidad se encarga de destrozar. Igual que los recuerdos son momentos que se niegan a ser ordinarios, los sueños son instantes que luchan por convertirse en verdad.”

Así es cómo empieza El sueño americano (El cine en la era Kennedy), un libro de cine que invita a soñar, que habla sobre todas aquellas películas que se hicieron bajo la presidencia de un hombre que fue capaz de hacer creer a la gente que cambiar las cosas era posible y el cine, como todo arte, comenzó a transformarse bajo ese ambiente de entusiasmo en el que se dejaba todo lo antiguo atrás y afrontaba muchas cosas por delante. Fue la recta final para muchos grandes directores pero también fue la constatación de que toda una generación de jóvenes estaba esperando con sus cámaras para tomar el relevo y hacer las cosas de otra forma. Éste no es un libro de historia, es un libro de cine y, por tanto, también lo es de sueños.

“El autor repasa la selección de películas deteniéndose a menudo en las tensiones internas, dentro de los equipos y dentro del alma del propio creador que trabaja con el arte a la vez que con su modus vivendi. Arte, ética, compromiso, propaganda, empleo alimenticio, negocio, todo forma parte del cine y Bardés se lo acerca al lector sazonado con su propia visión y las emociones que cada caso le provocan y que el lector podrá compartir o no. Como podrá compartir o no el mito de JFK al que Bardés contribuye con convicción”.  (Del prólogo de Anna Bosch)

Al fin y al cabo, los sueños están hechos de mitos y sin mitos, reconozcámoslo, no hay sueños. John Kennedy no era más que un símbolo que se quedó en incógnita porque nunca sabremos si toda esa promesa joven hubiera sido capaz de establecer un nuevo rumbo en los años sesenta. Su carisma fue suficiente para todo el mundo hasta tal punto que, si hoy nos preguntan dónde estábamos en el momento del ataque del 11-S todos sabremos contestar. Hasta entonces, la generación de nuestros padres siempre recordaron dónde estaban cuando mataron al Presidente Kennedy.

“Mezclado en esta magnífica y elegante exposición maravillosamente documentada y narrada de la época mágica de los sesenta del cine americano, estás tú, querido y admirado César, como perfecto guerrero en el combate, desnudando tu corazón y tu alma a través de la vida y de la obra de los demás personajes, directores, actores, productores…sus éxitos, sus fracasos, sus miedos…los tuyos, los de todos. Y en el valiente camino Kennedy te acompaña, ósmosis de pensamiento y sentimiento…grandeza de hombres compartida porque la verdad nunca muere, lo sabemos”. (De la presentación El sueño Bardés, se rueda, de Miriam Díaz-Aroca)

Aunque este libro se arriesga a aventurar la teoría de que el arte es reflejo de la realidad y de que, cuando hay un hombre a la cabeza de un país capaz de transmitir juventud, entusiasmo y empuje, ese reflejo se hace evidente, es cierto que este libro está lleno de honestidad porque no se trata de analizar la figura de John Kennedy (el cual pronunció algunas frases que parecieron hechas para este libro) sino de analizar el cine que se hizo bajo su mandato. Tarea imposible de llevar a cabo cuando se quiere juntar a la historia con la anécdota, a la emoción con la propia visión y al homenaje a unos cineastas con el interrogante hacia un político.

“A finales de los años cincuenta irrumpió en el abrupto panorama del salvaje Oeste un tipo que quiso cambiar las reglas desde una perspectiva decididamente crepuscular. Las grandes praderas ya no escondían la poesía del verde inmaculado, los disparos ya no eran impactos limpios que dejaban huellas de claridad en un ambiente que necesitaba leyendas. Su ascendencia india daba a Sam Peckinpah un aire de derrota que lo alejaba de los habituales triunfalismos míticos que presidían los no menos retratos legendarios de John Ford y Anthony Mann. El Oeste había representado hasta entonces la frontera que había sido vencida por hombres temerarios que se habían abierto paso a través de balas justas, de humillaciones cuestionables, tal vez, pero también necesarias para construir la historia de un país que necesitaba con urgencia de ídolos y modelos”. (Del capítulo Un indio llamado Peckinpah)

Y es que por esa época no solo hubo cineastas clásicos que seguían la estela de su estilo con convicción como Otto Preminger o Billy Wilder sino que, también, surgieron unos cuantos directores que rompieron con los esquemas de lo que se venía haciendo para convertirse ellos mismos, en clásicos perdurables como Sam Peckinpah, John Frankenheimer, Sidney Lumet o John Cassavettes. Y, de repente, el cine se volvió más incisivo, más perturbador, más crítico, con la excepción del mundo ideal representado por las comedias de Doris Day. El cine denunciaba con calidad. El cine ponía de manifiesto la contradicción de una época llena de promesas y de miserias. El cine radiografiaba todo cuanto estaba a su alrededor.

“La educación es la clave del futuro, la clave del destino del hombre y de su posibilidad de actuar en un mundo mejor” (John Kennedy)

Y es que no es fácil intentar trasladar una idea como ésta a los que tratan, una y otra vez, de hundir cualquier atisbo de conocimiento que se asome al razonamiento porque solo así la masa puede ser manipulable. La dulce ignorancia, a menudo tan airada, es el estado ideal porque el mundo se reduce a blanco y negro, sí y no, amigos y enemigos. El cine cuenta y se preocupa porque volver la vista a la realidad es tan inútil como prometer que se va a salvar la patria a través de un buen puñado de cuentos chinos.

“Si hay una generación que, de verdad, pertenezca a esta época, esa es la llamada generación de la televisión en la que un grupo de jóvenes procedentes del medio se lanzaron a hacer sus propias películas, cargadas de mensajes directos hacia una sociedad que también quería mirar hacia sus problemas más inmediatos. Todos ellos eran directores dotados de una técnica espectacular, adquirida en sus años de experiencia en el medio televisivo y, sobre todo, a través de ese fenómeno ya en desuso que fue la emisión en directo. Eran novatos en el medio cinematográfico y, sin embargo, eran narradores experimentados que sabían lo que querían contar, cómo lo querían contar y de qué manera querían azotar las conciencias de los espectadores de una época que, necesariamente, tenía que avisar con la carta de naturaleza del cine como uno de sus principales apoyos”. (Del capítulo Los chicos de la televisión)

Y así es El sueño americano. Con muchas películas dentro. Con muchos sueños esperando hacerse realidad. ¿Serás tú uno de ellos?

Día 15 de octubre, jueves, en la Librería Ocho y Medio (calle Martín de los Heros, 11 de Madrid) a las 19,30. Con la asistencia de la periodista Anna Bosch y de la actriz Miriam Díaz-Aroca.



jueves, 8 de octubre de 2015

REGRESIÓN (2015), de Alejandro Amenábar

Todo el mundo sabe que el mayor engaño que se ha podido perpetrar nunca ha sido convencer al hombre de que el diablo existe. Aunque eso, tal vez, sea porque el hombre prefiere creerlo que negarlo. Al fin y al cabo, el diablo es siempre una vía de escape, una excusa para cualquier acto de maldad, un cabeza de turco ideal para no echar las culpas al propio ser humano de algunas cosas que parecen extraídas del mismo infierno. Y es fácil creer en algo que no existe. Basta con contarlo con aire de veracidad, como si se descorriera un velo que se alza en algún rincón de la mente.
Así se darán actos de verdadero escalofrío que inducirán a pensar en la auténtica presencia de Satán entre los vivos. Los sueños también ponen parte de lo suyo y lo que es imposible comenzará a tener aires de realidad, lo que es impensable será un contorno nítido y asible, lo que es improbable se convertirá en una maldición cercana…y cuanto más cercana sea, más temible será.
No vale cualquier mente para despertar esos instintos que son semilla de violencia y oscurantismo. Tiene que ser alguien con vulnerabilidad, deseoso de creer en algo en un mundo de descreídos. Tiene que haber pasado por traumas que hayan tenido como consecuencia la soledad y la tristeza. Tiene que ser un alma perdida sin más guía que un por qué sin respuesta. La maldad está ahí, sugerida, dando entender que la imaginación es la mayor de las trampas y que la fantasía es el siguiente paso hacia la tortura. Las puertas de la psique no siempre se abren en la dirección que deseamos. A veces, hay que poner un tope para que no salga todo lo que se guarda dentro.
Irregular película de Amenábar, con momentos rápidos de inquietud combinados con algunas escenas de diálogo de parvulario, de realización correcta y, sin embargo, débil en su pegada. Ethan Hawke, prácticamente, se convierte en el mayor atractivo de la cinta al dar vida a ese policía de ira contenida, tenso en cada una de sus acciones como si se fuera a romper con el siguiente descubrimiento. Emma Watson explota su rostro de inocencia sin excesivos resultados dramáticos y todo se tambalea porque el director español no acaba de encontrar el tono, algo que, en ocasiones, también pasa a los mejores. Y es que no es fácil contar una historia de miedo con un sustrato tan endeble aunque es posible que sea algo deliberado para homenajear al cine de terror de serie B de los ochenta, manoseado y prescindible, con una película que pretende tener cierta clase. Lo cierto es que, cuando comienzan a salir los créditos finales, el aire es un poco decepcionante. Tal vez porque hace años este chico sí que supo encontrar la llave del infierno y abrir sus puertas.

La mentira tiene que poseer la apariencia de la verdad y la verdad debe tener un rasgo de fingimiento. Solo así podremos dar rienda suelta a los monstruos que habitan en el interior del ser humano hasta tal punto que se creerá capaz de cualquier cosa. ¿No existen los arrogantes que, a base de repetirse hasta la saciedad que son mejores, terminan por creérselo? Pues lo mismo ocurre si nos movemos en los alrededores del averno. Y ahí, en la creencia, es donde reside el verdadero miedo. 

martes, 6 de octubre de 2015

LA TAPADERA (The firm) (1993), de Sidney Pollack

Cuando se estudia duro, el camino del éxito es fácil. No hay más que ver el tipo de ofertas que se hace a un brillante abogado recién salido de Harvard. Todo es lujo. Una casa amueblada, un coche, un plan de pensiones generoso…eso sí, hay pequeñas cosas que la familia tiene que hacer por la empresa. Por ejemplo, tener hijos. La empresa lo ve bien porque eso fomenta la estabilidad. Pero no es oro todo lo que reluce. Más que nada porque, detrás de los carísimos trajes, de las corbatas de diseño, de los zapatos italianos y de los largos abrigos, hay siempre una trastienda oscura, dedicada a negocios no demasiado limpios…No sé, cualquier cosa, por ejemplo, un asesinato.
Y además cuando además de haber estudiado duro, se tiene también algo que esconder, la cosa se complica porque la empresa (ésa que te ha dado coche, casa, lujo y seguridad al cien por cien) tiene la estúpida manía de investigar a sus empleados no sea que se vayan a ir de la lengua con algún entrometido. Sin ir más lejos, el F.B.I. Esos chupatintas vestidos de gafas y misterio no hacen más que incomodar a la empresa con auditorías, con escuchas ilegales y con el traidor intento de atraer a alguno de los abogados del bufete. ¿Para qué? La empresa está limpia. No hay más que ver los coches que da, las casas que regala, las atenciones que pone. Si hasta pagan fines de semana paradisíacos en alguna isla libre de impuestos. ¿Qué más se puede pedir? ¿Por qué tienen que ir los federales a meter las narices en sus asuntos? Bueno, tal vez habría que desligarse de algunos clientes un tanto comprometedores pero eso a la empresa no le interesa porque son los que pagan las facturas, las más abultadas, y conceden privilegios, conceden una parcela, algo pequeña tal vez pero más que suficiente, de poder.

La película tiene un ritmo excepcional, llevada con mano de hierro por Sidney Pollack, un hombre que se empeñó en hacer melodramas cuando era muy capaz de construir intrigas interesantes y absorbentes como La tapadera o Los tres días del cóndor. Lo cierto es que aquí cuenta con la complicidad de un reparto impresionante que juega a ganar y que incluye nombres como los de Tom Cruise, Jeanne Tripplehorn, Gene Hackman, Hal Holbrook, Wilford Brimley, Holly Hunter, David Strathairn, Gary Busey, Paul Sorvino, Ed Harris y Joe Viterelli. Todos ellos muy encajados, muy bien dirigidos y muy bien acoplados a una historia que no deja de repetir que hay que desconfiar del éxito fácil porque, con toda seguridad, los delincuentes estarán a tu alrededor, alienando tu éxito, devorando tu futuro. Ni siquiera el F.B.I. o ninguna institución similar te podrán librar de eso. Hay que vigilar con quien cruzas tus palabras, muchacho o la verdad será tan terrible que podrá destruir un hogar que se estaba edificando poco a poco, con el cariño en cada ladrillo, con el pensamiento puesto en lo que realmente tiene importancia y que no es otra cosa que todos aquellos que realmente te quieren.

lunes, 5 de octubre de 2015

BARTON FINK (1991), de Joel Coen

Si queréis escuchar el debate que sostuvimos en "La gran evasión" sobre la película de Juan José Campanella "El secreto de sus ojos" podéis hacerlo aquí

La inspiración suele ausentarse cuando uno está rodeado de historias fascinantes y únicas. El gordo extraño de la habitación de al lado, el escritor completamente alcoholizado que es incapaz de escribir una línea más a pesar de su genialidad comprobada, el productor cinematográfico de reacciones imprevisibles que no se cansa de humillar a su secretario pero que destila una falsa comprensión hacia los problemas de la escritura, los malditos policías que interrogan de una manera que te hacen sentir culpable, la chica de labios rojos y mirada insinuante que sabe arreglar textos como nadie y que aparece manchada de sangre de mosquito, el botones de mirada equívoca…y ese cuadro que el escritor parece querer alcanzar, metiéndose dentro para que la respiración sea pausada y las letras fluyan como las olas, empapen la arena y se retiren para dejar paso a las ideas, a la misma inspiración.
Y ese hotel, mugriento, testigo de épocas pasadas y rancias, que exhala el olor del pegamento del papel pintado deshaciéndose por las paredes, sudando como el gordo extraño de la habitación de al lado, mientras las frases parecen huir despavoridas, ahuyentadas por el miedo al papel en blanco al que no se puede mancillar con la sucia tinta de la máquina de escribir. Las gafas parecen una barrera aún mayor para alcanzar la claridad y nada es lo que parece en un mundo que quiere arder en llamas porque no tiene nada que ofrecer. Solo vanidad y olvido. Solo cenizas. Solo la idea equivocada de que lo real es fantasía y la fantasía es realidad. Inspiración… ¿dónde te hallas? ¿Por qué corres? ¿Por qué eres tan esquiva cuando quiero amarte?
La agobiante reconstrucción de Los Ángeles desde los pasillos de un hotel que se cae a pedazos se torna en el perfecto escenario para que los hermanos Coen pongan en juego todo un rosario de complejos y de verdades en un mundo que es de auténtica pesadilla. Porque ellos saben que Hollywood, más que una fábrica de sueños, es una fábrica de pesadillas largas y claustrofóbicas. A pesar del sol, de las palmeras, del suave canto del dinero contante y sonante, de las chicas que proliferan y que parecen admirar el talento, Hollywood es una enorme máquina que engulle personalidades y las transforma para dar latas de conserva de celuloide que se escriben en dos días, se ruedan en cuatro y desaparecen de la cartelera en menos de una semana. Menos arte y más parte, ése es el santo y seña. Y los Coen lo saben bien porque han tocado todos los palos y también se han quedado en blanco cuando solo hace falta mirar alrededor para darse cuenta del ridículo espectáculo que te sirve en bandeja la propia vida. Basta con fijarse un poco y desarrollar toda una historia a partir de tres o cuatro ideas básicas. Y, sobre todo, contar lo que se quiere contar, sin prostituciones escritas de tres al cuarto, sin cesiones al hombre que paga porque si silenciamos nuestras propias inquietudes el único camino que nos queda es el de la locura y jamás podremos alcanzar ese paisaje de arena y de olas que nos proporcione la paz de haber dicho aquello que nos inquieta, nos preocupa, nos araña y nos pide, suplicando, salir a la luz desde las profundidades de un alma que jamás calla.


viernes, 2 de octubre de 2015

COMA (1978), de Michael Crichton

Todo hubiera sido algo disfrazado de cifra. Una estadística más, un paciente en coma más por una operación de grado menor. Eso ocurre en todas partes y aún más en un hospital tan grande. Y los médicos están demasiado atareados en otras cosas. Hay mucho trabajo, el hospital es universitario y hay que desarrollar las capacidades de los que quieren ser médicos, existe un trasiego de mil inyecciones del demonio con tanta gente entrando y saliendo…solo una doctora parece que se fija en algo que debería haber pasado desapercibido, algo inocuo. El coma misterioso de una amiga que acudía para practicarse un legrado. No es normal. No es un coma cualquiera.
Más tarde, pasando consulta, un hombre aparentemente sano que se va a operar de la rodilla también entra en coma. Dos casos en dos días. No, no puede ser. O alguien está actuando con negligencia o, aún peor, alguien está provocando el coma a propósito. Quizá es cuestión de ver fantasmas donde, aparentemente, no los hay. Quizá solo es perseverancia. La misteriosa y accidental muerte de uno de los encargados de mantenimiento es la prueba definitiva. Aquí hay algo más. Y se está jugando con la vida de muchas personas.
Los cuerpos suspendidos, en el aire, para evitar ulceraciones. Controlados desde un ordenador central que los mantiene en la temperatura adecuada mientras están sumergidos en el coma más profundo. Son jóvenes de órganos fuertes, que aún funcionan con determinación y están ahí, suspendidos en el aire, controlados a distancia, hibernados con un fin. Todo eso hace que el dinero se mueva. Como una droga demasiado necesaria. Como un testimonio de que no solo se manipula a la gente en vida sino que también se hace en clave de muerte.

Michael Crichton dirigió seis películas además de escribir novelas y ésta fue una de ellas consiguiendo el que sería su mejor trabajo tras las cámaras junto con El primer gran robo del tren. El resultado es un título más que correcto, bien acabado, creíble a pesar de la enorme dimensión de la conspiración que se traza y que no duda en decir bien a las claras que todo el mundo tiene un precio, incluso entre aquellos que se dedican a salvar vidas ajenas. La dedicación tiene que ser el santo y seña de la profesión médica y no existen consideraciones posteriores. El trabajo de Genevieve Bujold es intenso y serio, el de Michael Douglas es adecuado y leve, el de Richard Widmark es sabio y preciso y sorprende comprobar que por ahí andan en papeles muy secundarios Ed Harris y Tom Selleck. Todo ello acompañado de un aura de misterio que llega a ser apasionante en algunos pasajes, alienante en otros, con un dominio de las situaciones de suspense muy apreciable y con algún que otro momento cansino pero de lo que no cabe duda es que Crichton, además de saber manejar la pluma, también sabía cómo se colocaba una cámara, cómo se captaba la atención del público y cómo se podía indignar con una trama que rodea a los seres humanos de una aureola de mercancía muy, muy cara.

jueves, 1 de octubre de 2015

IRRATIONAL MAN (2015), de Woody Allen

Puede que el rebelde que llevamos dentro, después de un buen montón de protestas, de intentar que el mundo cambie, de creer que es posible un mañana mejor porque allí estamos nosotros para hacer que sea así, llegue a padecer la insufrible enfermedad de la desesperación. Es esa misma que hace que ningún trabajo nos parezca el mejor del mundo, que, a pesar de llevar una vida cómoda, nos hastíe hasta tal punto que no sabemos dónde posar nuestras inquietudes, asfixiándonos hasta el aburrimiento, dejándonos a merced de la insulsa existencia.
Eso, posiblemente, nos convierte en vegetales sin gracia, apáticos, anodinos, simples pedazos de carne con ojos que no encuentran motivación alguna en ninguna de las cosas que la misma vida ofrece. Ni siquiera somos capaces de hacer el amor con cierta dignidad, ni escribir una línea con alguna coherencia, ni discurrir sobre el enigmático sentido de la verdad, del amor y de la belleza. Nada nos conmueve. Nada nos impulsa a movernos. La palabra clave es nada.
Sin embargo, también es posible que, en un determinado momento, una simple conversación pillada al vuelo nos vuelva el pensamiento del revés y tengamos un objetivo que perseguir. Aunque, tal vez, esa meta sea poco menos que monstruosa. Eso da igual. Hay que prescindir de la consideración moral. O, mejor aún, pensar que, en el fondo, al realizar ese objetivo estamos contribuyendo infinitesimalmente a un mundo mejor, algo que no hemos conseguido con ninguna de las protestas, ninguna de las manifestaciones airadas, ninguno de los actos de rebeldía inherente al inconformismo. Lo único que hay que tener es una ausencia de móvil. Y de eso nos sobra.
Woody Allen vuelve a plantear la ancestral pregunta sobre si un asesinato está justificado siempre y cuando la víctima sea una malísima persona. ¿Hubiera sido correcto matar a los nazis antes de que empezara la Segunda Guerra Mundial? Mil veces nos habremos hecho esa pregunta y aquí entronca directamente con los pensamientos que asaltan al personaje de Joaquin Phoenix, perdido de razonamientos peregrinos. Lo cierto es que la película se queda en un territorio de nadie porque es muy posible que algunos la encuentren absurda y otros crean que es una genialidad más del gran director. Ni tanto, ni tan calvo, ni sí, ni no sino todo lo contrario. Se deja ver y, sobre todo, se deja escuchar con esa selección de temas de Ramsey Lewis entre el que destaca por derecho propio el maravilloso The In Crowd. Por lo demás, ni es la mejor, ni es la peor de las películas de Woody Allen. Y con eso a algunos les basta.

Y es que filosofar sobre la vida y la muerte teniendo alrededor a Kant y a Kierkegaard no es nada fácil cuando se quieren encontrar motivos para seguir viviendo con energía y empuje. Todo necesita un por qué y tal vez haya que fijarse en la profesora de madurez frustrada o en la alumna de proyección radical. Ambas tienen su atractivo. Al igual que este director de ochenta años que no hace reír en esta ocasión pero sí deja un cierto margen para pensar. Es mucho más de lo que haría cualquier otro a su edad. Incluso teniendo en el reparto a alguien tan nulo dramáticamente como Emma Stone.