viernes, 26 de abril de 2024

MEMENTO (2000), de Christopher Nolan

 

Escribir. Artículo. Película. Nolan.

Debo hacer memoria, si es que se puede llamar así. Vi esta película y quedé impactado por la tremenda originalidad de sus premisas, pero me olvidé rápidamente de ella. Tal vez porque había muchas otras películas que ver. O puede que fuera porque la vida y su rodillo pasaron por encima de mis recuerdos, siempre veloces, inaprensibles y fugaces.

Memoria. Película. Impacto. Recuerdos. Vida.

No es fácil narrar una película de atrás hacia adelante, en tramos de diez minutos porque la huella del pasado vuela como el aire invisible. Cierto es que las sensaciones duran un poco más. Uno siempre se acuerda de lo que sintió aunque no se acuerde de por qué lo sintió. Es la tiranía de la permanencia. Es la dictadura de lo etéreo. No hay vida si no hay recuerdos. No hay recuerdos si lo que más se quiso, se evaporó.

Pasado. Aire. Sensaciones. Permanencia. Etéreo. Recuerdos. Recuerdos.

La noche cae, y el sueño se erige como amo y señor de la mente. Al día siguiente, todo será un velo negro, sin tramos que revivir, sin experiencias que marquen. Alguien muere. Y eso es lo que queda. La muerte. La ausencia. La nada. La misma que se presenta cada mañana, cada diez minutos, con su apisonadora de aplastamiento. Somos lo que recordamos. No se recuerda nada. No somos nada.

Noche. Sueño. Experiencias. Muerte. Ausencia. Nada.

Christopher Nolan, sí, se me aparece su nombre. Y me dice que quiso romper fronteras con esta película. Quiso romper de otra manera la estructura narrativa, creada para dar saltos hacia atrás hasta llegar al mismo origen del problema. Guy Pearce, otro nombre que pasa rápido por mi memoria, parece estar a sus órdenes con diligencia, con cierta entrega, con la certeza de que tiene que interpretar a alguien que no sabe interpretar porque no recuerda el texto. Algo así como un crítico de cine que no tiene mucho que decir.

Fronteras. Estructura. Problema. Profesionalidad. Yo.

Y así, con cierta pasión por romper la línea de narración y volverla a juntar como se pueda, Nolan realiza una película que acaba por dejar huella en el recuerdo, a pesar de que se trata de no recordar nada. A veces, lo sabemos, la mente posee esos mecanismos de autodefensa para no tener que enfrentarse con lo que es demasiado horrible para su entendimiento. Desde el primer momento, Nolan consideró al espectador alguien inteligente, y dejó en sus manos la facultad de recordar o de olvidar. Todo depende de la calidad que se demuestra en cada película, en cada nueva historia que, al momento, se convierte en viejo recuerdo.

Pasión. Huellas. Mecanismos. Películas que se olvidan. Películas que se recuerdan.

La vida está contenida en la siguiente letra que se deja impresa. La vida es todo aquello que deja constancia y que, luego, se puede contar. Por eso el cine posee tanta vida. Por eso la letra es el testimonio de lo que somos capaces de hacer, de dar, de recibir, de transmitir, de impulsar, de idear, de crear, de embellecer. Y, también, es la declaración definitiva de la verdad.

martes, 23 de abril de 2024

CIVIL WAR (2024), de Alex Garland

 

Debido a una charla sobre "Cine y teatro" en Chiclana de la Frontera, mañana no habrá artículo. Para compensar, lo publicaré el lunes, día 29 de abril. El viernes, por supuesto, sí lo habrá. Mil disculpas.

Se da a entender que un gobierno vira tanto hacia el fascismo que algunos estados se levantan en contra del país para declarar una secesión con el apoyo del ejército. Por supuesto, no faltan aquellos extremistas que no pierden la ocasión para sacar sus armas, porque todo el mundo tiene unas cuantas, enfundarse un uniforme de camuflaje y convertirse en ejecutores de todo aquel que no sea sola y exclusivamente americano. En medio de todo ello, unos periodistas tratan de sacar instantáneas de la muerte en plena acción. Con disparos secos. Sin piedad. Sin ninguna apreciación por la vida de nadie. Es ese momento en el que la muerte envía sus huestes.

Planteada más como un homenaje a los reporteros de guerra que ponen en riesgo el pellejo con tal de contar la verdad, algo a lo que, lamentablemente, nos estamos acostumbrando hoy en día, Alex Garland dirige una película que no hace concesiones. Es dura, con momentos realmente terribles aunque el espectador acompañe en todo momento a esos periodistas que recorren una parte del país con tal de conseguir una entrevista con un presidente de personalidad volátil y voluntad totalitaria. Por el camino descubriremos a un redactor que trata de conservar la cordura aunque tienda a ahogar sus miedos y su rabia en el alcohol, a una fotógrafa que ya ha comprado el billete de vuelta y que está a punto de no aguantar más, a una novata que sueña con cazar los instantes más impactantes y a un veterano de las líneas que ya no puede correr y que está al borde del final. De fondo, un país arrasado en el que se confunden quiénes son unos y otros y en el que la vida tiene menos valor que una bala. Emboscadas con francotiradores, matanzas indiscriminadas, batallas feroces, esquinas traicioneras…todo pasa por delante de estos cuatro testigos que acabarán pagando la osadía de contar de forma muy cara.

De paso, ya que estamos revolcándonos en el fango, la película no deja de ser un recordatorio de la obligación que tienen los periodistas con la verdad. Si ellos no la cuentan, nadie la contará. Más allá de tendencias ideológicas, de ventas de líneas vergonzosas, de intereses que escapan a los mortales comunes, los periodistas deberían ser héroes de la sinceridad, sin perder la objetividad. Se juegan mucho. Y muchos juegan con la credulidad y el deseo de las gentes perdidas en situaciones extremas.

A destacar la interpretación desencantada y amarga de Kirsten Dunst, que exhibe cicatrices causadas por tanto horror en su mirada que se vuelve opaca desde el cristalino azul de sus ojos. Garland, por otro lado, demuestra dos virtudes muy evidentes. Una de ellas, fundamental en la película, es el impactante uso del sonido. La otra es el aprovechamiento totalmente funcional y creíble que hace de los recursos de los que dispone que, para algún que otro avezado, se notan algo limitados. El conjunto es una historia que hace que salgamos de la sala cabizbajos, con algunas imágenes repitiéndose para que no podamos olvidar lo que está ocurriendo en distintas partes de este planeta al que llamamos hogar y que estamos convirtiendo en el infierno.

Está muy lejos de ser una película fácil. Está muy cerca de rozarnos con disparos certeros desde algún lugar ignoto y oculto. Cuando la guerra cae cerca, no sabes de dónde viene la mordedura del diablo. Y, a veces, es mejor morir que arrastrarse para dar un testimonio de lo bajo que puede llegar a caer el ser humano. 

LA CARCOMA (1971), de Ingmar Bergman

 

El amor es como la carcoma. Va horadando las estructuras de lo que somos para reducirnos a seres huecos sin alma. En algún lugar de Suecia, una mujer no sabe muy bien lo que es experimentar esa sensación tan caníbal. Está felizmente casada con un hombre que la quiere y la cuida, pero eso no es suficiente. Y se da cuenta cuando conoce a un americano, un tal David, que tiene todo lo bohemio y es lo suficientemente atrayente como para olvidarse que ella tiene un anillo en el dedo. Sin embargo, David no es un hombre cualquiera. Es un superviviente del Holocausto y eso lo arrastra en la mochila de su moral y de su existencia. Posee los sentimientos de culpabilidad de los que han seguido adelante y, además, también guarda una especie de rencor contra el mundo. Eso hace que, de vez en cuando, tenga algún estallido de violencia. Eso, a ella, lejos de parecerle una razón para huir, es una para quedarse. Mientras tanto, de alguna manera, sigue siendo fiel a su marido. No todo es lo físico. Eso sólo es el pasto de la carcoma. Lo que cuentan son los rincones que reservamos en algún lugar de nuestro interior, destinado solamente a permanecer como santuarios en los que sólo se deja entrar a quien ayudó a construirlos.

Y es que la tentación de salir de la rutina suele ser muy poderosa. No es fácil mantener las emociones encerradas, ustedes lo saben bien. Todos mantenemos una doble personalidad que se ahoga y se salva a cada segundo, según vayan sucediendo los acontecimientos. David es un hombre que se mueve en el límite y no sabe quién es la mujer de la que se ha enamorado. Carcoma, carcoma, sigue avanzando en su camino en la madera, resintiendo toda fortaleza, llamando al derrumbamiento. Somos un cúmulo de vulnerabilidades que tratamos de mantenernos en pie acudiendo a cualquier recurso. El amor es escurridizo, inasible, a menudo, viscoso. Y es hora de ajustar cuentas con el alma.

Ingmar Bergman realizó esta película de triángulo y derrota con Elliott Gould, Max von Sydow y Bibi Anderssen en los papeles principales. En ellos, dibuja el lento desgaste de la carcoma que crece sin parar en aquellos seres que enferman de amor. No tuvo demasiado éxito esta película en su momento y está lejos de ser una de las peores del director, pero llega a ser comprensible porque mantiene a los actores suecos dentro de un registro de estoicismo, mientras a Gould le concede más espacio y eso no le sienta bien a la historia. El resultado es una película que exuda romanticismo, en el que, dentro del particular estilo de Bergman, nos podemos ver reflejados en ese mar de pasiones encontradas de tres personajes que no son más que islas azotadas por el viento. Es más cercana y, también, más hiriente porque vemos ansiedades y deseos que pueden identificarse con nosotros. Y, al mismo tiempo, también notamos distancias y alejamientos que todos hemos experimentado. La carcoma entra y sale sin saber muy bien cómo, pero sus huellas quedan atrás en forma de minúsculos agujeros que siempre quedan por cerrar.

viernes, 19 de abril de 2024

TOM JONES (1963), de Tony Richardson

 

El destino tiene cosas que acaban por ser un ejemplo de la picaresca. Imaginemos a un niño abandonado en la cama de un caballero pudiente. Sorprendido, trata de hallar a los responsables y acusa a los primeros que tiene a mano. Sin embargo, no es mala persona, y tratará de educar al niño como un caballero. Puede que Tom no tenga conductas propias de la época, pero sí que consigue ser un caballero. Tiene un sentido de la justicia bienhumorado, sabe lo que está bien y lo que está mal, lo pasa en grande, eso es verdad, y salta de jardín en jardín hasta que encuentra a la mujer de sus sueños en Sophie Western. A partir de ahí, el destino comienza a mover sus piezas de forma caprichosa, aunque sabe que, al final, todo encajará a la perfección. Tom cae en desgracia, Tom debe marcharse, Tom es agredido y asaltado, Tom llega a Londres. El chico, hay que reconocerlo, es bien agraciado y no dice nunca que no a pesar de que su corazón sigue perteneciendo a la ingenua Sophie. Las convenciones sociales son el principal enemigo y Tom se dedica a volarlas con pólvora bien mechada. No obstante, guarda una virtud sorprendente. Puede que no le gusten o no le importen las reglas establecidas, pero tiene una ética que hace que no sea el típico aprovechado, estúpido, lánguido y soso de su contrincante en el corazón de Sophie. Ella no le ama, pero el taimado Blifil conspirará en contra de Tom. Inglaterra se convierte en una cama y una de las conquistas de Tom puede que, incluso sea su madre. Válgame el cielo, qué atrevimiento. Camisones al viento y espadas desenvainadas, que un falso testimonio estará a punto de enviarle al patíbulo. Tom es un buen hombre y eso escasea en la pérfida Albión.

Ninguno de los integrantes del equipo de la película quedó satisfecho con el resultado de la película. Basada en una novela picaresca de Henry Fielding, con adaptación del gran John Osborne, el director Tony Richardson pensó que, en cierto modo, era una traición a los preceptos del free cinema al que pertenecía. Al protagonista Albert Finney le pareció una película aburrida. Al ladino Blifil, interpretado por David Warner, le granjeó un buen puñado de enemistades porque se sintió maltratado. A la bellísima Susannah York no hubo quien la tosiera. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, cuando se estrena, la película triunfa de forma arrolladora. Gana cuatro Oscars en 1963, entre ellos mejor película y mejor dirección, es el espaldarazo al free cinema. Su ritmo llega a ser frenético narrando las andanzas de este pícaro inglés del siglo XVII. La producción es espectacular, con una ambientación excepcional. Las interpretaciones de todos los actores son muy destacables, incluso la de Hugh Griffith, borracho durante la mayor parte del tiempo que duró el rodaje, como el padre de Sophie. Hay calidad, quizá algún momento algo desquiciado, pero Richardson no deja pasar la oportunidad de criticar a la sociedad británica de cabo a rabo y, de paso, tiene momentos de alta comedia y baja cama. Hoy en día, igual que el resto de esos jóvenes airados que revolucionaron la literatura, el cine y el teatro británico, permanece en el olvido. Y causó un impacto tremendo por su libertad, por su sana sinceridad, por su risueña osadía. Algo que, desgraciadamente, ya se ha perdido en los procelosos mares de lo políticamente correcto.

miércoles, 17 de abril de 2024

LA PRIMERA PROFECÍA (2024), de Arkasha Stevenson

Si no lo digo, reviento. Cincuenta años después de escucharlo por primera vez, aún me estremezco al escuchar las notas del Ave Satani, de Jerry Goldsmith, eso sí, convenientemente remasterizada. Esta sólo es una de las virtudes que adornan esta precuela de La profecía, de Richard Donner. Más allá de eso, se puede destacar el altísimo ritmo de inquietud que se imprime a esta historia que nos descubre la historia de la desconocida madre del niño Demian. Después del debido planteamiento, no hay escena en la que no haya algo enormemente turbador, o terriblemente tenso, o espantosamente temido. Y eso es muy difícil en una película de terror que no cae en los errores habituales del género en los últimos tiempos.

Y es que la conspiración para instalar el reino del Anticristo en los vivos arranca desde mucho antes de aquella decisión tomada por el embajador estadounidense en Roma de adoptar un niño recién nacido después de que su hijo natural se malograse…aunque, tal vez, no fue exactamente así. Es cierto que hay alguna que otra escena que no queda demasiado ajustada porque, con toda probabilidad, el montaje quiso añadir más precipitación, pero se perdona porque llega un momento en que, en la propia sala de cine, comienza a sentirse que la oscuridad posee personalidad propia. Se mueve, se siente y se llega a sentar al lado en la butaca contigua. También no es menos cierto que, al final, decae ligeramente, pero, aún así, mantiene el pánico presentido y que todo, de alguna manera, cuadra con lo que vimos hace cinco décadas. El Diablo se hizo carne y ya el miedo nunca volvió a ser lo mismo.

En esta ocasión, nos movemos por los turbios terrenos de la iglesia más rancia, deseosa de instalar los deseos del maligno a través de su propio mesías y que, además, aquello no se hizo realidad al primer intento. El Diablo, ya se sabe, se introduce en aquellas almas que más puras pueden ser. Y sus obras salen del mismo fuego y de la misma rabia contra Dios. En unos tiempos en los que la fe es un bien en desuso, la bestia campa por sus respetos. La primera víctima es la propia iglesia que, en su lado más oculto, acoge a todos aquellos que hacen de ella una cueva de maldad y de ignominia.

Curtida en mil batallas televisivas, la directora Arkasha Stevenson consigue una película llena de brío, con muchas ganas de contar y, para ello, se agarra con fuerza al esforzado y notable trabajo de Nell Tiger Free como la novicia que se traslada a Roma para tomar los hábitos definitivos y que se mueve temerosa por los rincones tenebrosos de una iglesia que ha perdido el centro de su fe y busca nuevas fórmulas para enganchar a un mundo descreído y turbulento, que está destruyendo sus valores a conciencia. Por supuesto, hay referencias conocidas y algún que otro personaje al que se explica con más paciencia que en su aparición en la película original. Stevenson no alcanza una historia redonda y sin fisuras, pero no cabe duda de que hay oficio y de que el intento, en una mirada general, es más que notable.

No está de más echarse un vistazo a las desventuras del Embajador Thorne, aquel personaje interpretado por Gregory Peck, antes de acercarse a ver este explicado y repleto de crispación capítulo primero de la venida del demonio al mundo. Quizá así se tenga una visión a vista de cancerbero de lo que son las puertas del infierno. Basta con hacerse preguntas ante lo inexplicable de algunos comportamientos y en no olvidar que el seis de junio, a las seis de la mañana, lo imposible se convierte en verdad absoluta. Como los quejidos de las voces en eco de los centenares de templos que adornan una ciudad como Roma. Si conseguimos separarlos, encontraremos que en uno de ellos se profiere el alarido que da comienzo a la era del caos.         

 

CARRIE (1976), de Brian de Palma

 

Las risas de los demás pueden ser tan hirientes como un cubo de sangre derramado sobre la cabeza. Y, a menudo, nadie es consciente de ello. Y eso sí que no es una cuestión de libertad porque nadie tiene derecho a reírse de nada de lo que le pase a otro. Carrie es una chica que sólo quiere ser considerada normal, aunque ella misma sabe perfectamente que no lo es y no por lo que la gente piensa. Tiene problemas en casa, con una madre desequilibrada, que se ha sentido maltratada por los hombres y, aderezada con una iconografía religiosa fanática, se ha decantado por echar la culpa de todos los males a los perversos machos que sólo quieren una cosa de las chicas. Carrie sólo desea una vida tranquila, con amigos y amigas, quizá algún amor si se presenta, quizá alguna alegría de vez en cuando. No es ambiciosa. Sólo es tímida. Y, sin embargo, ella guarda dentro de sí una serie de facultades que escapan a todo entendimiento. Si los sembradores de burlas supieran lo que oculta en su interior, se reirían menos, se cortarían un poco más, tendrían miedo.

La vida dentro de un instituto siempre es dura. Los jóvenes están pendientes de lo que dirán los demás, de las miradas, de los gestos, de las palabras mal dichas y, también, de las bien dichas aunque sean muy escasas. Cualquier detalle puede ser objeto de chanza. Un hilo de un pantalón, una lágrima no deseada, algo mal pronunciado, una furtiva ojeada a alguien atractivo…Es la estupidez propia de una juventud que se define a sí misma como errante y aventurera, inconsciente y temeraria, tonta y fútil. Es el camino hacia la madurez, desde luego, pero es una etapa en la que se puede hacer mucho daño porque las personalidades no están cerradas y no hay escudos suficientes como para protegerse de la provocación y de la burla más insidiosa. Aunque quizá los que no tienen escudos suficientes son los demás si Carrie está dispuesta a demostrar lo que ella es y lo que ella vale.

Brian de Palma dirigió con un estilo muy propio de los setenta una de las mejores adaptaciones de Stephen King en su primera novela, con un reparto de jóvenes que estaban dispuestos a llegar muy alto en el cine de entonces y que consiguieron arrancar una serie de escalofríos con este muestrario de acosos escolares (algo bastante inherente a la literatura de King) que llegaba hasta la crueldad con la ignorancia como bandera porque, detrás de cada persona, siempre hay un conflicto. Carrie tiene el suyo y sabe utilizar la respuesta. Más vale no humillarla, ni agitar demasiado ese sentimiento de superioridad teñido de imbecilidad que muchos jóvenes, de entonces y de ahora, no han dejado de enseñar. La sangre va a correr. El fuego se va a extender. Y entonces ya no habrá risas. Habrá llantos. Ya no habrá complicidades tóxicas. Habrá muertes repentinas. Ya no habrá nada. Ni siquiera madres fanáticas reprimidas sexualmente y refugiadas a los pies de una cruz. Sólo la voluntad propia, que acabará por esconderse y salir sólo cuando Carrie lo desee.

martes, 16 de abril de 2024

LA BELLA DE MOSCÚ (1957), de Rouben Mamoulian

 

“Amo el este, oeste, norte y sur de ti”. Y es que París tiene estas cosas, este no sé qué de seducción que resulta especialmente atractivo para los que no lo han probado ni de lejos. Las burbujas de un champagne, la embriaguez de la noche, el lujo de un hotel y el cariño de un tipo que bailaba con alas en los pies. No se puede pedir más. Incluso cuando todo acaba y hay que regresar a compartir una casa con otros dos núcleos familiares y se compone algo realmente fresco como es un blues rojo para acabar montando una fiesta al ritmo de rock and roll en el Ritz. Todo se desliza sobre el suelo en un baile grácil y totalmente etéreo para encontrar el amor enfundado en unas medias de seda. Siberia espera, caballeros y señora. Tal puede ser el final cuando resulta que las tentaciones de París se convierten en razones para desertar. Apúrense.

Uno de los últimos musicales de Fred Astaire emparejándose de nuevo con quien fue su mejor compañera de pasos, Cyd Charisse, para volver a contar la historia que ya se conocía con Ninotchka, de Ernst Lubitsch e, incluso, con la mediocre Faldas de acero, de Ralph Thomas, con Bob Hope y Katharine Hepburn. En esta ocasión, la novedad reside en las canciones de Cole Porter que, además, odiaba la inclusión de The Ritz Roll and Rock como número final porque era un ritmo que no le gustaba nada y que sólo respondía a una moda que se alejaba mucho de sus melodías habituales. Sin embargo, el resultado es encantador, con Astaire y Charisse paseando su amor por París y ella realizando ese número excepcional que es Red Blues en el piso de Moscú. En la parte cómica, no hay que olvidar la lección que imprimen los tres comisarios interpretados por Peter Lorre, Jules Munshin y Joseph Buloff, encantados con el descubrimiento de vida más allá del Berlín Oriental y abatidos con la posibilidad de regreso a Moscú. La dirección de Rouben Mamoulian es relajada, sin pretensiones, sólo con la intención de hacer un musical divertido sobre una historia conocida. Y así, de alguna manera, nosotros también acabamos amando el este, el oeste, el norte y el sur de ti.

Y es que quién no se ha sentido frustrado cuando se ofrece el mundo a alguien que parece que no quiere saber nada del amor y de sus catastróficas consecuencias. Si no se piensa en algo, simplemente no existe. Y es mejor no saber que otras cosas y otras formas de vivir existen. Un gimnasio se puede convertir en una maravillosa pista de baile con todos sus accesorios, unas piernas pueden transportarnos a lugares de ensueño y el buen gusto, se quiera o no, siempre atrae a todo el mundo cuando se liberan los prejuicios clasistas de la lucha de clases. Cariño, amor mío, el este, oeste, norte y sur de ti, voy para allá porque es donde quiero estar. En todos esos lugares, en todos esos centímetros de tu piel, en todos esos momentos que nunca tuvimos y soñamos tener. Si hay un cielo, terminaremos juntándonos a los pies de la Torre Eiffel.

viernes, 12 de abril de 2024

ARIZONA BABY (1987), de Joel Coen

Jennifer Arizona ha tenido quintillizos. Si se le roba uno, ni siquiera lo va a notar. Sobre todo, si quien lo hace es una pareja de enamorados a los que se les ha comunicado que no van a poder tener descendencia. La maquinaria burocrática también les ha fallado porque, aunque ella es policía, él es un delincuente entrullado en varias ocasiones. Eso sí, es un tipo de buena fe que nunca quiere hacer daño a nadie. Incluso vacía de balas el cargador cuando pega un palo, así no hay asalto a mano armada. Todo un detalle. En cualquier caso, ser padre no es nada fácil y, por supuesto, luego aparecen los amigos, que parecen salidos de un agujero, para transmitir al niño las peores costumbres. Por si fuera poco, el padre del niño, Nathan Arizona Sr., ha contratado a una bestia que recuerda lejanamente a un tal Max Rockatansky para recuperar al bebé. Bueno, pues con todos estos elementos, los hermanos Coen montaron una película de dibujos de la Warner con Nicolas Cage, Holly Hunter y John Goodman en los papeles principales.

Sí, porque hay persecuciones imposibles, peleas creíbles, pero increíbles, gritos de histerismo desbocado salidos de bocas de delincuentes confesos, policías que dejan la placa porque no pueden ser madre, delincuentes que juran y perjuran que no van a volver a delinquir y el tema de los pañales acaba por ser un acicate para volver a hacerlo. Las carreteras de Arizona van a ser el escenario de idas y venidas mientras, no se preocupen, el bebé se lo pasa en grande porque, al fin y al cabo, le han regalado el mundo como juguete.

No hace falta decir que los Coen dirigen con enorme precisión, sabiendo en todo momento donde poner la cámara para que la película no se vuelva una sucesión de mamporrazos y de desquicies varios. Se agarran a la mesura para que los dibujos animados tengan sentido, perfilando los personajes al milímetro, apelando al buen corazón y a la ridiculez de algunas crueldades. Al final, como bien dice Porky, el amor es el motor que mueve el mundo y la imaginación vuela hasta la vejez, dejando claro que el deseo es libre y que puede llegar a donde quiera. Unos poetas estos chicos. Incluso cuando su objetivo es homenajear los modos y maneras de la Warner con sus desbocados dibujos.

No nos dejemos al niño. Cuidado con la comodidad de apoyarse en los techos de los coches, con las ilusiones que, de la noche a la mañana, se convierten en realidades cuando, en realidad, de la mañana a la noche, queda mucho por hacer. Lo sé, lo sé, esto es un galimatías, pero cuando se quiere algo de verdad, cuando se experimenta el amor por dentro, aunque esté bañado de humor, no se puede ser mala persona. Quizá esa sea la mejor forma de hacer que lo justo está bien hecho y que dentro de la sonrisa de un niño caen todas las carreteras, todas las caravanas, todos los gritos, todos los sufrimientos y todos, todos, todos los cariños. ¿Verdad, Junior?

 

jueves, 11 de abril de 2024

PEQUEÑAS CARTAS INDISCRETAS (2024), de Thea Sharrock

 

Es bastante común que, entre nosotros, personas aparentemente normales, llegue un momento en que nos pongamos de cara a un rincón y soltemos algunas maldiciones susurradas para desahogarnos de situaciones, frustraciones u odios. A ninguno se nos ocurriría escribir esos pensamientos casi reprimidos y mandarlos a distintos destinatarios para que las supuestas groserías que salen de nuestros corrompidos labios sean de dominio público. Esto es lo que pasa en una pequeña población inglesa que se ve violentamente sacudida por unas cartas anónimas que contienen letras que harían sonrojar a la más degenerada de las mentes.

Así que el pánico se extiende y todo porque a la principal destinataria se le ocurre, por mediación de su tiránico y estúpido progenitor, acudir a la policía para que se detenga al autor o autora de tales desmanes intolerables que, sin duda, es vecino de esa tranquila y aburrida villa en la que casi nunca ocurre nada. A partir de ahí, se destapan relaciones de toxicidad, miedos puritanos, tonterías a mansalva y, por supuesto, se desata la peor expresión de un machismo inmovilista con el que es muy difícil razonar.

Es una historia que destila cierta inteligencia a la hora del té. Sobre todo, por parte de la mujer-agente Moss, que, con un olfato envidiable, deja a sus compañeros y superiores temerosos de que una fémina les supere en raciocinio, a pesar de que son más cerriles que unas insípidas pastas de horno para acompañar el agua hervida con hierbas. Ya se sabe. Si se deja que una mujer coja la iniciativa, se pueden hacer temblar los cimientos del orden preestablecido. Y una sociedad tan endogámica y recogida como la británica no puede tolerar tales comportamientos.

La directora Thea Sharrock reúne varios méritos narrando esta trama que es casi increíble, pero que también es casi real. Uno de ellos es que ese argumento que podría ser el caldo de cultivo perfecto para articular un panfleto feminista lo convierte en algo nada forzado, bastante normal y, por lo tanto, perfectamente creíble. Para ello, cuenta con el espléndido trabajo de tres actrices como la desatada Jesse Buckley, la impresionantemente versátil Olivia Colman, capaz de visitar varios registros dentro del mismo personaje y hacerlos todos comprensibles, y Anjana Vasan en la piel de esa policía a la que se niega cualquier intento cuando está dotada del don de la observación complementado con una envidiable tendencia a la mejor deducción. Por el lado masculino, no hay ni un solo hombre que sea medianamente aceptable y Timothy Spall, que ya ha probado en varias ocasiones su maravilloso acierto, es el que más destaca, en la piel del pacato padre iracundo de Colman. El resultado es una película certera, con varios momentos de sonrisa, muy atinada en algunas reacciones y realizada con una sobriedad digna de elogio. Y con esto espero que les guste el pastel de patata que acabo de sacar del horno.

Siéntense y degusten el tranquilo y atinado paseo por la humedad de un ambiente irrespirable, sometido a unas reglas no escritas que, sin duda, había que cambiar. No olviden, por cierto, tomar su huevo pasado por agua porque, si no es así, serán incapaces de concentrarse en el problema. Atentos a la escritura y saquen sus propias conclusiones. Si suelen ir a ese rincón para soltar un puñado de insultos y palabras malsonantes, tengan cuidado, porque pueden cogerle el gusto y es posible que llegue un momento en que sea imposible parar. Más aún si alrededor hay unas cuantas muestras de bobos y bobas, que la tontería no entiende de sexos, que se guían por unos cuantos principios que bien merecerían ser finales. Si no son conscientes de ello, pueden incurrir en unos cuantos errores escritos con g de grave. 

miércoles, 10 de abril de 2024

LOS VIOLENTOS DE KELLY (1970), de Brian G. Hutton

La idea cae por casualidad en los oídos de una patrulla de tipos en el frente francés. Hay dieciséis millones de dólares en oro guardados en un banco en un pueblo perdido. El único problema es que está detrás de las líneas enemigas y hay tres tanques guardando la entrada. Pan comido para hombres con iniciativa. Y en eso, Kelly es un maestro. Sabe dónde está el oro. Sabe quién puede ayudarle. Sabe montar una misión privada sin que se enteren los mandos. Sabe conseguir apoyo de morteros y tanques. Lo mejor de todo es que, a pesar de algunas sospechas, ninguno de sus aliados es excesivamente ambicioso y todos trabajarán para que el robo salga bien. Aunque no sea exactamente un robo. Aprovechando que el oro pasa por detrás, la patrulla privada de Kelly va a abrir una brecha en el frente. Y eso va a llegar a oídos de un general deseoso de gloria. Y también hay una brigada de pontoneros por ahí, trabajando a destajo con tal de conseguir un pellizco. Las campanas del pueblo redoblan. Y ahí están los héroes de Kelly, que hace un triunvirato de entendimiento mutuo con el responsable de Big Joe y con el loco de Oddball. Al fin y al cabo, al éxito se llega como se llega a todo en esta vida. Negociando.

Por el camino, habrá tiempo para dejar algún que otro compañero atrás y también para el humor. Algunos de los hombres no son demasiado inteligentes, pero no importa. Son buena gente y están dispuestos a dejar salir humo de sus ametralladoras con tal de salir de Francia con equipaje extra. Esto es una misión suicida, pero quizá sea para los demás. La patrulla de Kelly va a atravesar medio país, va a estar acompañada de un tanque Sherman trucado con un alargador de cañón falso para asustar a los contrincantes y hay que mantener pensamiento positivo, hombre. Deja tus pesimismos en otro sitio, hay que creer, si no crees, no llegas a ningún sitio, ni siquiera a ese banco en el que, no se sabe por qué, los alemanes han almacenado unos kilitos de oro muy golosos.

Brian G. Hutton dirige esta película con acierto, en un género que él dominaba a la perfección, con un reparto muy seguro en el que destacan Clint Eastwood, Telly Savalas, Don Rickles y, sobre todo, un maravillosamente anárquico Donald Sutherland. Como nota negativa podemos apuntar el histriónico general que encarna Carroll O´Connor, que debió creer que la mejor manera de dar un tono cómico era pasarse de rosca. En cualquier caso, la película es divertida, fresca, llena de acción, con secuencias bélicas bien rodadas, con diálogos hilvanados con maestría y con el entretenimiento por bandera. No es poco para una historia que algunos, en la época de su estreno, llegaron a tildar de poco seria y de juguetear con la liberación de Francia para glorificar a unos ladrones. Tonterías. Esos sí que no tenían pensamiento positivo. Se disfruta, se ríe, se acompaña y se desea ser uno más de esos héroes que abren una brecha en el frente y, de paso, se llenan los bolsillos. Unámonos.

 

martes, 9 de abril de 2024

LA NOVIA VESTÍA DE NEGRO (1968), de François Truffaut

 

Cuando el mundo se cae por unas escaleras, el suicidio puede ser la única salida. Sin embargo, muy a menudo, hay una mano que evita la última decisión. Dentro de Julie Kohler ya no hay nada. No existe la piedad, ni la pena, ni el dolor, ni nada. Sólo hay sitio para el resentimiento. Y como no puede morir, va a hacer que otros mueran. Los responsables de su desgracia, del fin de su vida aunque ella no haya muerto. Ellos no la conocen. Serán asesinatos sin ningún vínculo. Sin móvil aparente. Sólo Julie sabe cuál es el elemento común en las víctimas. Y el espectador, también. La muerte debe ser entregada con puntualidad, igual que ella la recibió en unas escalinatas de iglesia, en el día que debió ser el más feliz de su vida y se convirtió en el más horrible. Empleará todas las armas a su alcance. Desde la seducción hasta la crueldad. Y, después de cada recado cumplido, volverá a su máscara de hierro, a su inanidad de corazón, a su incapacidad para sentir nada, porque nunca volverá a sentir igual. La cámara la seguirá allá donde vaya. Allá donde los sentimientos se disfracen en todos y cada uno de los rincones de su atormentada alma. Ya no hay vida. Ya no hay esperanza. Ya no hay reinicio. Sólo final.

François Truffaut quiso hacer su particular homenaje a Alfred Hitchcock con esta historia turbia y desasosegante sobre una mujer que decide emprender una venganza sin paliativos como forma de supervivencia. No dudó en adaptar un relato de Cornell Woolrich, autor del que también partió Hitchcock para hacer La ventana indiscreta, contó de nuevo con la banda sonora de Bernard Herrman para sumergirse aún más en el universo del maestro del suspense y, en lugar de dar el protagonismo a una rubia de acero, se lo dio a la maravillosa Jeanne Moreau, capaz de pasar a los más diversos registros según lo requiera la ocasión de sangre y regresar de nuevo a esa especie de estado en el que ni siente, ni padece. Años más tarde, Quentin Tarantino no tuvo ningún reparo en homenajear, a su vez, a esta película con Kill Bill.

Y es que el dolor puede llegar a ser tremendamente poderoso porque la venganza es su némesis. O eso es lo que creen algunos. Puede que, consumados los planes, el dolor siga ahí y sea necesaria alguna decisión de más. No importa. El vestido blanco de novia de Julie se tiñó de negro por culpa de una cobarde conspiración de hombres que no destacaban precisamente por su inteligencia. Y esa es la principal arma para acabar con ellos. No crean, no son asesinos, ni nada de eso. Son personas normales, con sus familias, sus trabajos y su rutina hastiada. Quizá el descontento en todo ello es lo que les empuja a hacer algo que sólo se le ocurriría a alguien con un corto coeficiente intelectual. Al fin y al cabo… ¿qué es la vida ajena cuando en la propia no hay alicientes? Julie Kohler se encargará de dar una respuesta a todo eso.

viernes, 5 de abril de 2024

LA BESTIA (2024), de Bernard Bonello

 

Vivimos unos tiempos en los que algunos cineastas tratan de hacer trascendente algunas de sus obsesiones como si fueran algo novedoso e importante cuando, en realidad, el sustrato de su mensaje es de una simpleza casi sonrojante. Para ello, se valen de todos los recursos tintados con una impostación que llega a irritar como la desestructuración del relato, la introducción de diálogos supuestamente fundamentales, el cambio de idioma sin venir demasiado a cuento, el preciosismo arrogante y, algo que no falta, el uso de una música estridente que trata de abrir por la fuerza las puertas del cerebro del receptor. En este caso, todo se supedita a la supervivencia humana a través de la asfixia de la emoción. Y ésa es la verdadera bestia.

El director Bernard Bonello centra toda su narrativa en una actriz como Lea Seydoux a la que utiliza y reutiliza en continuos saltos temporales para acabar con la conciencia de un futuro en el que se somete a las personas a un presunto proceso de purificación para saber cuántas y cuáles han sido sus vidas anteriores. El resultado es un cuento de mortificación suprema en el que tarda dos horas y veintiséis minutos en contarnos lo que yo he hecho en unas pocas líneas. Y, además, cuela un mensaje en el que aparece él mismo diciendo que la película está dedicada a todos aquellos que aguantan todo lo aguantable sin salirse del cine. Todo es puro amor.

Ni que decir tiene que los franceses han quedado encantados con la pretendida verdad ficticia que cuenta Bonello. Tal vez porque el amor es el protagonista de todo el endiablado asunto, pero habría que preguntar qué es para cada uno ese sentimiento tan complejo y, a la vez, tan delicado que se prolonga a través de generaciones y sucesivas reencarnaciones para afrontar que, en el fondo, lo mejor que se puede hacer con él es ahogarlo hasta dejarlo sin aire, con sus confusiones, sus equívocos, sus juegos de cortejo repletos de sutilidad, su tragedia, la presencia continua de catástrofes que condicionan su desarrollo, con asfixias reales, con soledades insalvables, con destinos que, curiosamente, parecen escritos desde muchas vidas anteriores. Sólo falta, con el permiso de Bonello, poner un episodio en la época bélica de la Segunda Guerra Mundial. Eso hubiera sido la guinda del pastel y los franceses cantarían la venida al mundo de un nuevo mesías cinematográfico.

Quizá, lo más interesante de lo que propone Bonello, es la sumisión del cine a la pantalla verde de croma que hace que algo que es tan sumamente visceral, tan personal y tan sentimental, se convierta en algo que también es carente de emoción. La presencia de diseños informáticos desnaturaliza la principal función del cine que es la emoción a través del entretenimiento. Y aquí todo es tan enrevesadamente largo, insulso y prescindible que la película ni es emoción, ni es entretenimiento. En eso se lleva un diez.

Y es que el amor se reconoce en una confianza traicionada, en una salida atrancada, en una caricia sentida. La emoción no se puede ahogar tan fácilmente porque existe una memoria sensitiva que guarda celosamente todos los recuerdos con la fiereza de un lobo perdido en una civilización que trata de hacer que las máquinas sean humanas y que los humanos sean entes cibernéticos sin capacidad de aprender, de llevar a cuestas las mochilas de la experiencia, de tener en cuenta el miedo como medio para alcanzar la verdad externa e interna. Esto ha sido una bestialidad porque nadie quiere perder la emoción. Y, lo que es aún peor, nadie quiere que sus emociones sean islas en medio de un desierto de indiferencia. Y esta película despierta mucho de lo segundo.

jueves, 4 de abril de 2024

LOS NIÑOS DE WINTON (2023), de James Hawes

 

Durante bastantes años yo mismo estuve ayudando en una organización benéfica con ramificaciones en el extranjero en donde se levantaban proyectos educativos, sanitarios y económicos en países no desarrollados. A veces, algunos compañeros se comprometían a ir a esos países para colaborar sobre el terreno y, cuando regresaban, no dudaban en presumir de las heroicidades que habían hecho, poniéndose en el centro del drama. De alguna manera, yo sentía que aquello dejaba de tener valor por aquella presunción vacua y sin sentido. Cuando el corazón te impulsa a la ayuda, no necesitas medallas.

Eso mismo es lo que le ocurrió a Nicholas Winton cuando decidió sacar a todos los niños que pudo de Checoslovaquia porque eran parte de colectivos muy vulnerables a las puertas de la Segunda Guerra Mundial. Judíos, pobres, no parecían tener ningún futuro ante la política expansionista de Adolf Hitler ante la mirada silenciosa del resto de Europa. Después de aquello, guardó silencio. No necesitaba que nadie reconociera que había salvado la vida de seiscientos sesenta y nueve niños. Y no quería que se supiera. Sólo la natural curiosidad le impulsaba a saber qué fue de ellos. La clave se la da un periodista que agitó las hojas de los periódicos de la época con una frase que resulta tan convincente que no tiene respuesta posible: “Contarlo no es jactarse”.

Winton tuvo que contar su historia para localizar a los que había salvado. Prácticamente todos ellos se quedaron en el Reino Unido, rehaciendo sus vidas a pesar de la separación de sus padres. Y recibió homenajes y reconocimientos. Contarlo no es jactarse. No sólo salvo a esos niños, sino que también fue el responsable de que las generaciones posteriores tuvieran una oportunidad. El dispuso unos raíles de ferrocarril que llevaron a todas esas víctimas inocentes hacia el cielo de disfrutar de una vida que se apagaba en Centroeuropa.

No deja de ser emocionante asistir a esta historia con dos actores como Anthony Hopkins y Johnny Flynn encarnando a Nicholas Winton en dos fases distintas de su vida. Ante el empuje de la juventud se halla la calma de la ancianidad. Es cierto que, quizá, las escenas situadas en Praga, con la organización de esos trenes que sacaban del país a esos cientos de niños, pueden carecer un poco de tensión y que la parte más brillante se la lleva ese anciano que aún llora por los que no pudo sacar en la fatídica fecha del uno de septiembre de 1939, cuando los alemanes comenzaron la invasión de Polonia y estalló la mayor matanza que haya conocido la Humanidad. Nos alegramos por él y por lo que consiguió, pero también sufrimos con él por lo que no pudo hacer. Y nos entristecemos porque, en muchas ocasiones, no somos capaces de ayudar a una sola persona de nuestro entorno mientras que él pudo prolongar la vida de tantas personas que iban a perder hasta el cuerpo en el que habitaban. El resultado es una película que puede poner los pelos como escarpias porque ya se sabe que quien salva una vida, salva el mundo entero. Nadie puede decir lo mismo. Tal vez porque muchos fijan la mirada en la terrible noticia de alguna masacre, pero es incapaz de mover un dedo para cambiar el fatídico destino de otras personas.

Y antes de poner un punto final de la crítica a una historia que merece ser vista, formularé una pregunta que no dejé de hacerme mientras la veía… ¿Por qué cada vez que aparece Anthony Hopkins en pantalla tengo unos deseos irresistibles de abrazarle? ¿Me pueden sacar de dudas?

miércoles, 3 de abril de 2024

LA SOMBRA DEL REINO (2007), de Peter Berg

 

Lo imposible ocurre. Y hay que investigar sobre el terreno. Sí, en teoría, Arabia Saudí es un país amigo, pero es sólo una razón puramente económica. Cuando un equipo de agentes se traslada allí para escudriñar el terreno y las circunstancias, el ambiente es hostil. Nadie se fía de los amigos americanos, que sólo vienen a destapar un complot en el que el terrorismo no es que esté permitido, pero no está lo suficientemente condenado. Incluso con víctimas saudíes sobre el terreno. Hasta un policía local, honrado, eficiente y leal, es torturado por las propias autoridades saudíes para aclarar si estuvo involucrado de alguna manera en el atentado. Si eso se averigua, los americanos no harán ninguna falta. Y eso que el equipo está reducido sólo a cuatro personas. Cuatro tipos extremadamente competentes que saben lo que se hacen y que deben soportar la mirada escéptica e inhóspita de los policías y militares con los que, se supone, deben cooperar. Es la sombra del reino saudí, que lo domina todo, no deja lugar a la disidencia, coopera aparentemente y actúa con una mano algo más que blanda con los que ponen bombas a traición.

Y es que para investigar a fondo, hace falta bajar a los pozos, enfrentarse. Los americanos tienen prohibido llevar armas, pero, al final, va a ser inevitable pegar unos cuantos tiros cuando los terroristas amenazan la propia seguridad del grupo. Por supuesto, habrá algún inocente sacrificado por el camino. No es amable la historia. No es verdad que cuatro americanos puedan dar lecciones de nada a los árabes razonables. La desconfianza es lo que flota en el ambiente. Y no hay muchos lugares en los que refugiarse.

Nuevamente, un director como Peter Berg demuestra de lo que es capaz cuando tiene una historia potente entre manos. No es otra historia sobre terroristas. No es otro cuento sobre un equipo especializado que se traslada al desierto para demostrar con la fuerza lo que no son capaces de evidenciar con la inteligencia. Es una película inteligente, con acción, sí, pero con cargas de profundidad bien calibradas, con crítica hacia ambos lados y con una interpretación medida y justificada de Jamie Foxx, Jennifer Garner, Jason Bateman y, sobre todo, Chris Cooper. Todos ellos perdidos en la maraña de dificultades que entraña una investigación en la que, inevitablemente, algún saudí está implicado. El ritmo es bueno, la intriga es atrayente y, desde luego, algo de nerviosismo hay en la realización dejando claro que ése es uno de los peores defectos de Berg detrás de las cámaras. Cuidado con los explosivos. Están escondidos entre los vehículos autorizados.

Y es que llega un momento en que el deber deja paso al deseo de supervivencia y no hay muchas más consideraciones. Buenas personas hay en todas partes. Malos, también. Y no siempre los buenos hacen siempre cosas buenas. Y no siempre los malos hacen cosas malas. Todo depende de cuánto apriete el sol y del grado de libertad con el que se viva. La paz sea con todos. El problema está en que, por cada muerto, habrá diez resistentes nuevos.

martes, 2 de abril de 2024

70 BINLADENS (2018), de Koldo Serra

 

Tic, tac…el tiempo se acaba. Ese segundero que avanza inexorable es el enemigo más temible para cualquiera que se dedique al arriesgado negocio de los timos. Hay que conseguir setenta binladens como sea y, por fin, un banco está dispuesto a prestarlos. Sin embargo, la casualidad siempre se presenta con un pasamontañas y, en el momento en el que se va a transferir el dinero, se produce un atraco. Son dos desgraciados, dos desesperados que han entrado ahí para dar un golpe rápido y salir pitando. Drogas, violencia, visión a medias…qué más da. El caso es que la vida ha sido de todo menos amable con ellos y no tienen mucho que perder. No obstante, la caja del banco no se abre al momento, tiene sus minutos de seguridad. Otra vez el tiempo. El enemigo de cualquier actividad ilegal. Tienen que retrasar su fuga. La policía se presenta. Empieza el tira y afloja de las negociaciones. Y la mujer que sólo desea setenta binladens comienza a lanzar una serie de jeroglíficos para que la policía tome ventaja y ella pueda tener su dinero. Complicado. Estos dos desgraciados están al límite, han mamado la violencia y pueden llegar a hacer cualquier cosa. No pueden darse cuenta de los mensajes subliminales. Esperemos que los policías que están ahí fuera sitiando la sucursal, sí.

Y es que, dentro del hecho policial en sí mismo, se mueven con soltura los problemas de la gente normal, con el dinero siempre de fondo. Esto es una ingenuidad, lo sé. Es el pan nuestro de cada día aunque aquí se convierta en pizzas. Se lleva todo a una situación límite en que el pacto será necesario. Lo que sea con tal de conseguir el dinero y que los dos delincuentes que han entrado en el banco se lleven su parte del botín y, al mismo tiempo, que la policía no deje de cumplir con su deber. Es un circo de tres pistas en el que, en cada una, hay que resolver un enigma. Y sólo una mujer con la cabeza de diez podrá hacerlo.

Koldo Serra dirige esta excelente película, con actuaciones más que sobresalientes de Emma Suárez y Nathalie Poza. Extraordinarias las dos, cada una en un registro totalmente distinto, que desvelan su versatilidad y su excepcional capacidad. La película es inteligente y arriesgada y, por decir algo, sólo se le puede poner un defecto y es que su situación de partida y su nudo son tremendamente potentes, dejando el final algo falto de fuerza, pero no importa. Se disfruta con la tensión, con el juego que propone, con la anticipación al siguiente movimiento, con la seguridad de lo bien que nos podemos mover los españoles en el cine de género. El guión es ingenioso y camina con paso seguro sobre las procelosas aguas de los estereotipos de los atracos en las películas. El sendero está lleno de trampas si uno quiere ver alguna vez uno de esos billetes de quinientos euros, tan buscados que han sido llamados “binladens”. Detrás de cada uno de ellos, está la posibilidad de empezar de nuevo. Y eso es lo que quieren todos y cada uno de los personajes que se consumen detrás de las puertas automatizadas de un banco en una plaza peatonal cualquiera.

viernes, 22 de marzo de 2024

CENA A LAS OCHO (1933), de George Cukor

 

Con esta invitación a cenar, vamos a echar el cierre al blog hasta el martes día 2 de abril con motivo de la Semana Santa. No dejéis de ver e ir al cine. Todas las cenas para el espíritu están en él. 

Hay que ponerse las mejores galas para una de esas cenas de alta sociedad que, al día siguiente, merecerán una nota destacada en la sección de frivolidad de cualquier diario de Nueva York. La elegancia es algo que se debe llevar en el exterior, demostrarla y, si es posible, restregarla en la cara de todos aquellos que se creen la reoca con tal de lucir su smoking o su vestido de gala. Sin embargo, no es demasiado cierto. La elegancia no es un término que se pueda aplicar al exterior de nuestra apariencia física. Eso lo puede ser cualquiera. La elegancia es un concepto que, tal vez, sea muy difícil de ver porque se lleva en el interior, en lo más profundo de nuestro comportamiento. Tal vez, un actor está nadando en océanos de alcohol en la soledad de su habitación de hotel porque ya se ha dado cuenta de que no sirve de nada poseerla y que no siempre se puede mantener. Muchas mujeres han pasado por sus brazos y no ha conseguido atisbar la felicidad. Muchos éxitos se han posado en sus méritos y ya puede que el miedo se haya instalado en su ansiedad. Por otro lado, puede que un especulador, un constructor de cemento y dinero quiera ganarse el favor del más favorecido y no tenga ningún problema en decir las cosas como las piensa, a pesar de que no sean el distintivo de una buena educación. O una chica sin nada en la cabeza más allá de ese polígono de escalada de forma rectangular que se halla en todos los dormitorios del mundo, no tenga ningún problema en demostrarlo cada vez que abre la boca…

El microcosmos de los dineros llenos, de las arrogancias sublimes, de las ruinas escondidas…porque también hay quien está pasando un momento malo en las finanzas y la única salida sea convertirse en una mala persona. Y deberá decidirse en esa cena. No faltará tampoco la natural ironía de una dama entrada en años que se lo sabe todo y aún guarda el alma limpia sin renunciar a desparramar algo de veneno por los brillantes suelos de los grandes salones… George Cukor hizo una película extraordinaria que, en su día, quiso ser deudora de Gran Hotel y que, sin embargo, ha envejecido mucho mejor, con un diseño de personajes superior en todos los sentidos y con unos diálogos en los que ya se empieza a notar el distanciamiento con las frases ingenuas y a la ligera de algunas primeras obras del sonoro. El resultado es una película que, a primera vista, puede parecer un folletín de altas finanzas y bajas pasiones, pero que acaba por ser una disección crítica, tremendamente ácida, de la burguesía americana que ha sobrevivido a la crisis del veintinueve. Ágil, trágica, cómica y sincera, no deja de ser cierto que Cukor cuenta con un reparto de primera línea en el que destaca Marie Dressler, pero también Jean Harlow, Lionel Barrymore, atrapado entre sus convicciones empresariales y personales, Wallace Beery, basto y brutal y, por supuesto, John Barrymore interpretándose a sí mismo, ahogado en las cuatro paredes de una habitación de hotel y acostado sobre un colchón de alcohol.

Al final, todos los comensales se irán satisfechos. Unos habrán llenado el estómago. Otros, habrán asegurado la abundancia de sus bolsillos, y aún otros, sencillamente, perderán y tendrán que digerir una derrota total. Sin paliativos, con una ventana abierta y una llamada a la puerta. Y hay que abrir para ver esta película.

jueves, 21 de marzo de 2024

EL CASO GOLDMAN (2023), de Cédric Kahn

 

Pierre Goldman fue un militante de izquierdas cercano a la revolución que fue acusado de cuatro asaltos a mano armada con resultado de muerte en el último de ellos. Él reconoció la autoría de los tres primeros, pero negó en todo momento la autoría del más sangriento. Esta película no trata de poner en antecedentes, ni de establecer un ambiente previo al proceso. Simplemente es el mismo juicio, con los únicos intervalos de los vis a vis que mantiene con sus abogados.

Esa ausencia de contexto se compensa con los testimonios que se suceden en la corte de justicia. Al igual que en Anatomía de una caída, se asiste al particular procedimiento de litigación francesa, permitiendo el careo de testigos con el acusado, interviniendo de uno u otro lado y realizando consideraciones que, en muchas ocasiones, se salen de lo meramente procedimental para adentrarse en la formación de una opinión según se favorezca a la acusación o a la defensa. Incluso el jurado puede formular preguntas en cualquier momento. Todo esto no es baladí porque el proceso estuvo mediatizado por la política en el que las fuerzas de izquierda presionaban para la liberación de Goldman mientras los sectores más conservadores eran partidarios de la cadena perpetua y, a poder ser, de la pena de muerte que, por aquel entonces, en 1974, todavía estaba vigente.

La primera consideración que se pasa por la cabeza de cualquier espectador es si es necesaria una película que, prácticamente, es una mera transcripción del juicio. A todos los efectos, no se airea la trama en ningún momento. Se llama a los testigos, se les somete al correspondiente careo y se dicta veredicto y sentencia. Goldman no era un individuo recomendable, desde luego, pero se pone de manifiesto el latente fascismo policial, la ambigüedad de muchas pruebas y de algún que otro testimonio, además de la evidente insidia de la acusación, burlándose de cualquier tipo de defensa que pueda esgrimir el acusado.

A todo esto, a lo que se asiste, es a una obra de teatro. Protagonista: el acusado. Como actores secundarios, el juez, los abogados, los testigos, todos con su momento de lucimiento, y una algarabía de los espectadores en la que es imposible apagar el murmullo ante la aparición de tantas dudas. El resultado es una película a la que se niega cualquier capacidad dramática al constreñir toda la acción en un solo lugar, sin recuerdos, ni recursos narrativos. Todo se cuenta y nada se ve. No se sabe realmente si el acusado es culpable o inocente y no deja de ser una especie de objetivo indiscreto que se ha introducido en la sala para que podamos escuchar de boca de los actores-actrices-testigos lo que pasó o lo que dejó de pasar mientras los letrados ponen en duda cada palabra.

El señor que ocupaba el asiento justo dos filas atrás se echó una buena siesta a juzgar por los sonoros ronquidos. Más que nada porque todo esto suena a bastante conocido. Denunciar la corrupción racista, descaradamente autoritaria de los estamentos policiales parece retrotraer de nuevo el famoso Caso Dreyfuss que tan certeramente retrató en 2019 el director Roman Polanski, y anteriormente, en 1991, Ken Russell en Prisioneros del honor. Nada nuevo bajo el sol. Da la impresión de que basta con quejarse con la suficiente fuerza como para armar ruido y que no haya demasiados escrúpulos en absolver de un crimen mayor a un individuo que se dedicaba a asaltar comercios a punta de pistola y que, por si fuera poco, fue considerado un intelectual de izquierdas por los dueños del buen pensamiento. Todo para conseguir una sentencia que, en el fondo, fue bastante inútil. Como esta película. 


miércoles, 20 de marzo de 2024

CUNA DE HÉROES (1955), de John Ford

 

El Sargento Marty Maher puede parecer un fracasado. Soñó con una vida de heroísmo y combate y se quedó en los peldaños más bajos de la Academia Militar de West Point como instructor. Y aún así tuvo que aprender a enseñar. No sabía boxear, y, sin embargo, se calzó los guantes. No sabía nadar, y, no obstante, se deslizó sobre el agua. Obró milagros en la labor más ingrata. Fue la semilla de la razón y del arrojo que hizo mella en nombres míticos que, más tarde, pusieron en práctica todo lo que el Sargento Maher les pudo enseñar en West Point. Incluso él tuvo la sensación de que no se había enrolado en el ejército para eso, para enseñar a unos cuantos imberbes los extremos más prácticos de su posterior labor como oficiales. No enseñaba la teoría de la guerra según Von Clausewitz. No desguazaba las estrategias del campo de batalla para que esos futuros jefes tuvieran la mirada amplia que distingue a los profesionales. Sólo se quedó allí, en West Point, apreciando las evoluciones de sus chicos y asistiendo, año tras año, a las graduaciones. Era un don nadie que fue todo para muchas generaciones.

Detrás de su uniforme y de sus sueños no cumplidos, había una mujer admirable que sabía cuáles eran sus puntos más débiles. Si el ánimo del Sargento Maher flaqueaba, allí estaba ella para decir la palabra justa, o para organizar cualquier cosa que hiciera que la moral estuviese alta. Ella fue la General del ejército del empuje del Sargento. Una oficial imprescindible que mandaba tropas para luchar contra el desaliento, o contra la decepción, o contra cualquier cosa que hiciera mella en el interior de ese Sargento que fue leyenda dentro de la institución. Con su mirada, con sus ademanes, con sus gestos y su toque siempre teñido de moderación. Marty Maher no hubiera existido si ella no hubiese estado.

John Ford puso mucho cariño en esta película porque reflejó en ella su admiración por la vida castrense. No porque fuera un belicista, porque no lo era. Sólo era un tipo que apreciaba las relaciones fuertes que se originan en un ambiente de convivencia en pos de un objetivo común. No era fascista, ni mucho menos. Sólo era alguien que creía que los grandes hombres se forjan a través de figuras que pasan desapercibidas para la mayoría y en esta película realiza un homenaje a todos aquellos que ponen los cimientos para los que se llevan el oropel y la gloria o, también, el fracaso e, incluso, la muerte. Para ello, es notable la atención que presta a las interpretaciones de Tyrone Power en uno de los mejores papeles de toda su carrera (y frecuentemente olvidado) y de Maureen O´Hara mientras se preocupa de una puesta en escena cuidada, realizada con esmero, con un punto de lírica en el corazón y unos cuantos poemas de pérdida. Así era el maestro. Nunca se cita este título como uno de los más importantes de su filmografía y, aún así, quizá sea un compendio de lo que él pretendía transmitir, de eso mismo que él guardaba en el interior y que tanto le molestaba que otros descubrieran. Por eso, querido Almirante, le pido disculpas. Tenga por seguro que en estas líneas sólo yace la admiración, el respeto y la seguridad de su valentía al mostrar que, en el camino del éxito, se resbalan muchas, muchas lágrimas.

martes, 19 de marzo de 2024

STATE AND MAIN (2000), de David Mamet

 

Pasar una película del papel al fotograma suele ser una tarea ardua y bastante ingrata. Lo saben bien los integrantes del equipo de La vieja milla que deben trasladar el rodaje de su película desde New Hampshire hasta Vermont porque los habitantes del lugar exigían más de la cuenta. Así que, con algo de metraje ya rodado, todo empieza de nuevo en medio de las montañas. Sin embargo, los problemas se suceden. El actor protagonista es incapaz de mantener la cremallera de la bragueta cerrada, la actriz protagonista dice que no va a hacer un desnudo a pesar de que lo ha hecho en películas anteriores y los habitantes de ese pueblecito no son tan tranquilos como aparentan. A eso hay que añadir que el director es un tipo sin ningún escrúpulo que está dispuesto a llegar a donde sea con tal de terminar la película. Menos mal que por allí, y por cortesía de la producción, anda el guionista, que es el único que pone algo de sentido común en esa merienda de blancos. Por supuesto, el sentido de común está frecuentemente interrumpido por la verborrea imparable del productor, que sólo mira los números y se echa las manos a la cabeza. Ya ha costado bastante el traslado. Ahora, encima, hay que lidiar con las tonterías de los actores y los caprichos de los lugareños.

Podría parecer que, a primera vista, ésta es una película más que habla sobre el rodaje de otra película. Así, es fácil imaginarse que va a visitar un buen puñado de lugares comunes con otras historias de parecido corte, pero no es así. Detrás de todo ello, está la pluma y la dirección de David Mamet y nos encontramos con una trama brillante, excepcionalmente bien engarzada, sin estereotipos de ninguna clase, sin acudir a los chistes fáciles de sexo y funcionando bien a todos los niveles, edificando con seguridad una comedia inteligente, sin fisuras, sin asomo de predictibilidad y con un reparto excepcional, destacando Philip Seymour Hoffman en la piel del guionista que asiste, algo atónito, a la locura que se desata, Rebecca Pidgeon, Alec Baldwin, Sarah Jessica Parker y un estupendo William Macy tratando de dar forma a una película que tiene todas las papeletas para fracasar antes de salir de la lata.

Por supuesto, Mamet aprovecha la ocasión para decirle dos o tres verdades a Hollywood en plena cara y lo hace con elegancia. Tal vez por eso es una película que permanece totalmente olvidada y fuera de los circuitos habituales de exhibición, pero merece la pena porque es sincera, es divertida (más de sonrisa que de carcajada), es honesta y pone en solfa la ridiculez de un mundo que contamina todo lo que toca. Quizá, salvando un poco las distancias, recuerda bastante a aquella otra que Alan Alda dirigió consigo mismo como protagonista y al lado de Michael Caine, Michelle Pfeiffer y Lillian Gish con el título de Dulce libertad.

Así que motor rodando, cámara y acción. Hay que tratar de aislarlo todo de los caprichos tontos de la gente tonta. Y esa abunda en todas partes. No es necesario buscarla solo en los barrios más altos de Beverly Hills. También existen en un tranquilo y precioso pueblo de Vermont. Quizá sea lo más abundante en este mundo. Y una película, con toda la gente que trae, con toda la parafernalia y trabajo que supone, puede ser la mecha perfecta para prender el fuego de la fama…sí, es eso que tanto atrae y que tanto enferma a cualquier persona que nació normal…

viernes, 15 de marzo de 2024

ADIÓS, PEQUEÑA, ADIÓS (2007), de Ben Affleck

 

Nadie puede imaginar cuál es el dolor de una madre al comprobar que su pequeña ha sido secuestrada. Y, tal vez, éste sea un caso demasiado grande para que lo lleven una pareja de detectives pequeña como Patrick Kenzie y Angie Gennaro. Ellos dos se entienden bien, tienen una complicidad especial, un respaldo continuo, una especie de continuación ideal a los pensamientos del otro. Aceptan el caso porque se conmueven ante la perspectiva de que esa niña esté siendo torturada o haya sido asesinada. Tendrán que moverse entre los testimonios de mucha gente poco recomendable en los bajos fondos de Boston. La policía se aviene a colaborar con ellos porque, al fin y al cabo, son un par de fisgones bastante listos y tienen los contactos adecuados como para que puedan tirar del hilo con una información de aquí y otra de allá. Sin embargo, no todo es como lo imaginaban. La madre de la niña no es, precisamente, un prodigio de responsabilidad y se ha juntado con una serie de ladrones de tres al cuarto que comienzan a mover droga y a estafar a proveedores y vendedores. Los propios detectives desatan la liebre y entonces ocurre lo impensable.

Y es ahí donde Pat y Angie comienzan a enfrentarse a un dilema moral que es muy difícil de solucionar. No siempre lo correcto es lo legal. Más aún cuando dentro de lo correcto se halla la moral. Y hay que decidir. Quizá Pat esté equivocado y quiera llevar las consecuencias legales hasta sus últimas consecuencias a pesar de que es un hombre que se equivoca muy pocas veces. Sólo una y no es la mejor decisión de su vida. Angie, desde su segundo plano de mujer, tiene más razón y está en lo cierto. No quiere participar en la decisión de Pat y eso no es bueno para ellos. Boston se erige, fría e impasible, con sus casas de madera al borde del río, y no ayuda en una decisión de la que Pat se va a arrepentir el resto de su vida aunque trate de minimizar los daños prometiéndose a sí mismo que, todos los días, sean un poco más fáciles para quien ha sufrido su error. Pat no puede despedirse de la pequeña. El resto del mundo lo hará sin pensar en nada más.

Impresionante película basada en una novela de Dennis Lehane, que Ben Affleck dirige con precisión, con un pulso muy tenso y bien medido y que otorga a su hermano Casey uno de los mejores papeles de su carrera (incluso superior a la película que significó su Oscar al mejor actor, Manchester frente al mar). Al lado de él, excelente Michelle Monaghan y, alrededor de ellos, una pléyade de intérpretes eficaces, sólidos y creíbles como Amy Madigan, Ed Harris, John Ashton, Amy Ryan y dos monstruos sagrados como Ed Harris y Morgan Freeman. El resultado es una película dura, que no suaviza nada en su contexto, pero que coloca al espectador en el mismo dilema moral de los protagonistas y es difícil realizar una elección que lleva a la infelicidad a pesar de que es, indudablemente, lo correcto. ¿Es lo correcto?

jueves, 14 de marzo de 2024

LA EXTORSIÓN (2023), de Martino Zaidelis

 

Sólo hay dos razones posibles para que las cloacas del Estado se muevan, sientan y trabajen. Una es la natural tendencia hacia el fascismo de cualquier aparato que opera bajo el brazo protector de la seguridad nacional. La otra, como no podía ser de otra forma, es la corrupción. Dinero fresco y sin procedencia, propietario ni destino. Y no es nueva la idea de utilizar a miembros de compañías aéreas, privilegiados que pasan los controles con cierta facilidad, para trasladar el dinero de aquí a allá sin preguntas y, a menudo, sin saber demasiado bien qué es lo que llevan en esas valijas en negro.

He aquí el caso de un comandante. Es veterano, capaz de llevar un avión de pasajeros con los ojos cerrados. Es aparentemente feliz con su pareja y es legendariamente respetado por sus compañeros. Sin embargo, se le puede apretar porque tuvo un lío con alguien y, además, ha conseguido pasar los controles médicos periódicos a pesar de que comienza a tener algún defecto físico que, de saberse, le bajaría de los aviones automáticamente. Es el correo ideal. Nadie sospechará de él. No ha cometido nunca un error. Sólo quiere retirarse en vuelo. Tampoco es tanto. Hará lo que sea para que no le sea retirada la licencia. Denle valijas. Las pasará sin problemas. Destino: Madrid.

Así, las cloacas se cobran una nueva presa. Tiene una debilidad y eso lo hace vulnerable. Será uno más en la red de correos con galones que algún espabilado de los servicios secretos ha puesto en marcha para vaciar las arcas destinadas a eso tan ambiguo y tan misterioso como los fondos reservados. Ya se sabe. Son esos fondos que no son susceptibles de facturas incómodas que justifiquen a dónde han ido a parar todos los ceros que faltan. De todas formas, la extorsión tiene sus inconvenientes. Si se ajustan demasiado los pernos, puede que salten por algún lado. Tiene que ser la presión justa, en el momento adecuado, con el individuo más indicado. Listos, no, por favor. Esos pueden complicar la vida a cualquiera si se ven con el agua al cuello.

No está nada mal la película que ha dirigido Martino Zaidelis con producción de Juan José Campanella. La trama está muy bien urdida, con momentos de tensión tremendamente agobiantes y una resolución de cierta altura. Por supuesto, Guillermo Francella absorbe todo el apartado interpretativo y la música de Pablo Borghi es excelente, con una variedad de temas que resulta sorprendente siendo todos ellos muy efectivos. Quizá no esté demasiado bien explicada alguna relación entre personajes, pero eso se perdona pronto ante una película que ofrece suspense, alguna que otra sorpresa, angustia, diálogos de ingenio y una contención narrativa notable. Llega un instante en el que poco importa lo que lleven esas valijas en negro porque los personajes dominan todo el drama, que llega a ser tan cercano como posible. Abróchense los cinturones. La intriga saldrá en unos minutos. Se prohíbe fumar.

Y es que no es fácil renunciar a la vida fácil porque unos tipos, equívocos y engañosos, asegurando que vas a estar vigilado y protegido, tengan un par de fotos y unos informes comprometedores. Lo suyo es conservar lo que se tiene porque el lujo ya no está en la tierra, sino en el cielo. En estar hoy en Miami, mañana en Londres, pasado en Nueva York y al otro en Roma, sin dar explicaciones a nadie, en hoteles de categoría y probando las noches de todos los rincones del mundo. Las nubes pasan con lentitud y puede que estén conspirando para convertirse en una tormenta. Sólo los tipos con decisión e inteligencia pasarán la aduana. Nada que declarar.