jueves, 26 de diciembre de 2019

STAR WARS IX (La ascensión de Skywalker) (2019), de J. J. Abrams

Con este artículo ya despedimos el año. Os deseo que el que viene esté lleno de deseos cumplidos y cumplimientos deseados. Volveremos el jueves 2 de enero con el estreno de la semana y retomaremos el ritmo habitual el martes 7 de enero. Un abrazo y un brindis por todos vosotros.

Quizá haya demasiadas vías abiertas. Quizá queden algunos cabos sueltos. Puede que también no se desarrollen algunos personajes como es debido. Es posible que unas cuantas escenas estén resueltas con cierta torpeza. Incluso, tal vez, la resolución de esta tercera trilogía no convenza demasiado a los más acérrimos. La verdad es que da un poco igual. El círculo se cierra y pasaran unos cuantos años hasta que vuelvan a desenterrar las espadas láser y el miedo a la opresión se apodere de la galaxia. Es hora de reencontrarse con viejos amigos y disfrutar del espectáculo.
Es cierto que el cine más comercial, a veces, sacrifica a la narrativa en pro de ser lo más grande posible. Sin embargo, no se puede dejar de disfrutar de unas aventuras que ya son hasta repetitivas porque traen a la memoria otros años, otros personajes y otras vicisitudes. Traen a la memoria a la juventud, a la ilusión, a la certeza de que se estaba viendo algo totalmente diferente y apasionante, una puesta al día de las antiguas historias de caballeros y princesas. Por supuesto, también hay secuencias brillantes. Desde la visible referencia a Interstellar, de Christopher Nolan, hasta alguna que otra aparición. Y no cabe duda de que en algunos momentos hay ciertos síntomas de agotamiento de ideas y situaciones. Da lo mismo. Los viejos seguidores sólo quieren ver de nuevo al Halcón Milenario surcando los cielos de la galaxia, a las espadas láser batiéndose en duelo al estilo samurái, a las X-Wings poniéndose en posición de ataque y volver a sentir ese escalofrío único que nos causa la visión de un destructor espacial o el sacrificio del héroe o heroína de turno.
Se perdona todo porque eso es lo que nace del corazón. Tal vez, hay películas que no pueden ser juzgadas con el raciocinio formal y habitual y, aunque se experimente un cierto regusto a que algo no funciona, se caiga en su trampa por enésima ocasión. Se desea encontrar de nuevo esas miradas de determinación de los que, un día, fueron jóvenes y buscar algo parecido en los que se abren paso. A veces, se saltan las reglas y resulta que los que antaño eran guardianes de la paz acaban por tener algunos poderes insospechados porque la sombra de Marvel es alargada y el sello Disney no puede quedarse sólo en esa obsesión por dejar las historias razonablemente amarradas y con la felicidad en el rostro de los espectadores. El día cae y las estrellas hablan. Y es obligatorio despedirse con la mirada indulgente porque, al fin y al cabo, es lo que procede en estos casos.
Sin duda, la determinación de la mujer es uno de los puntos más fuertes de esta última historia de una galaxia muy lejana. Ellas tienen claro que, a pesar de que todos llevamos un lado oscuro, no hay que dejarse seducir y las decisiones deben ser firmes y definitivas. Ellas no piensan en acabar con todos, sino en salvar a muchos y ése es el verdadero camino de la victoria. Mientras tanto, los maestros deben aparecer de nuevo y ser lo que un alumno alcanza porque esa es la verdadera carga de quien enseña. Al final, y al fondo, dos amaneceres renuevan la promesa de que siempre habrá alguien dispuesto a derrotar al mal en esta eterna lucha por el poder. Y la nueva esperanza volverá a resurgir en algún lugar perdido donde un chico, un día, soñaba con ser el mejor piloto de la flota. Y lo hará bajo el son de un tal John Williams que no dejó ni un solo fotograma sin música.

viernes, 20 de diciembre de 2019

LOS DOS PAPAS (2019), de Fernando Meirelles


Con este artículo quiero desearos a todos una Feliz Navidad. Como estos días todos estaremos más atentos a las cenas, a los cuñados y a los regalos, sólo habrá artículo para vuestro solaz y sosiego referido a los estrenos para los jueves 26 de diciembre y 2 de enero. Retomaremos ya el ritmo habitual a partir del martes 7 de enero. Mientras tanto, sed felices y no dejéis de ir al cine. Aún es más barato que una copa y dura más.

El heredero del trono de Pedro no es infalible. La condición humana se encarga de eso y, es posible, que en la elección de preferencias haya más errores que aciertos. Debajo del traje blanco del papado sólo late el corazón de un hombre que tiene miedo, que puede enfocar la fe de un modo u otro dependiendo, sobre todo, de su trayectoria vital. Los pecados también anidan en él y, a veces, es difícil distinguirlos entre la pompa y el boato de Roma. En realidad, su comportamiento y sus decisiones estarán siempre en función de su propia cuestión de fe.
Anthony Hopkins es el Papa Benedicto XVI. Se trata de alguien que defiende los valores tradicionales de la Iglesia y cree en ellos. Sin embargo, a la hora de juzgar a alguien así, se cae en un error muy común y es que puede ser cualquier cosa menos estúpido. Teme a los cambios porque cree que son formas de ceder a las presiones a las que se ve sometida una institución tan grande y tan seguida. Su concepción de Dios es antigua, algo caduca, pero piensa que lo ve todo y actúa en consecuencia. En realidad, renunció a su pontificado por salud, sin duda, pero también porque estaba inmerso en una crisis de fe en la que sólo recibía silencio. Y, de forma coherente, cree que eso le invalida para el puesto. No oye a Dios. Y piensa que quizá sea una forma de castigo por haber actuado mal cuando debería haber sido determinante y firme. Él es una pieza de música clásica, o un vals ejecutado por un piano solitario.
Jonathan Pryce es el Papa Francisco I. Cree que la Iglesia debe moverse, renovarse, ofrecerse como algo nuevo y orientador. Es partidario de hacerse otras preguntas y de someterse a la autocrítica constante porque, como institución regida por hombres, es falible e imperfecta. Quiere estar al lado de los pobres y también está al borde de la renuncia como cardenal porque, de alguna forma, opina que un simple párroco puede hacer más por ellos que alguien sometido al peso de la púrpura. Por supuesto, lleva una mochila pesada encima, repleta de culpa y de amargura, porque, de nuevo, actuó de forma discutible al contemporizar con la Iglesia con tal de salvar a la orden jesuita por encima de las personas. No es partidario del lujo eclesiástico, pero no critica a quien osa llevarlo. Es una melodía de jazz, o, tal vez, cualquier canción de los Beatles.
Ambos actores, enfundados en la piel profunda de sus personajes, están muy cerca de lo magistral y son sabiduría y tranquilidad. Les dotan de sus visiones particulares de la fe desde perspectivas muy diferentes y, sin entrar en creencias, no deja de ser una lección de teología y de experiencia en todas y cada una de las conversaciones que mantienen. Fernando Meirelles ha dirigido con agilidad, haciendo que el duelo verbal sea, por momentos, tenso, divertido, didáctico y profundo. Tan sólo parece alargarse un poco más de lo necesario en la escena de la sacristía de la Capilla Sixtina, pero utiliza los escenarios con pericia, con algunos instantes de perfecto documental informativo. Ese ritmo de palabra y obra acaba por ayudar a la verdadera razón por la que hay que ver esta película y no es otra que la de ver a dos actores que impresionan de forma extraordinaria con su composición y serenidad.
Y es que la fe no puede explicarse con claridad si no es a través de las acciones y de las respuestas que se pueden dar a cualquier problema que ponga en duda la veracidad de las creencias. La voz de Dios, esa que se ansía escuchar, puede escucharse por una señal que parece haber sido conspirada o porque viene de la persona a la que más se puede temer. Es cuestión de fe y de saber callar cuando el mundo está lleno de ruido.

jueves, 19 de diciembre de 2019

LEGADO EN LOS HUESOS (2019), de Fernando González Molina



Lo primero que habría que señalar es que, esta vez sí, Marta Etura se ha hecho con el personaje de Amaia Salazar, algo que no ocurría en la primera parte de esta trilogía del Baztán, El guardían invisible. Yendo un poco más allá, podríamos destacar la excelente banda sonora de Fernando Velázquez y el entrañable trabajo que realiza, de nuevo, Itziar Aizpuru, en el papel de la Tía Engrasi. La dirección de Fernando González Molina es sobria e inteligente y, por momentos, parece que da auténticas lecciones sobre la tensión escénica.
Y no deja de ser difícil convertir a un hermoso bosque en un lugar de aquelarres, de misterios intrincados y de leyendas no demasiado amables, a un pueblo precioso como Elizondo en el lugar donde los asesinatos proliferan y los diablos saltan de casa en casa. Alrededor hay nuevos personajes a los que dar vida y forma, como el algo oscuro juez que incorpora Leonardo Sbaraglia y, por supuesto, el escalofrío que vuelve cada vez que Susi Sánchez está en pantalla. Todo está en orden y en su sitio. Sólo hay alguna pequeña cosa, que siguiendo el argumento desde su primera parte, no te acabas de creer del todo, pero eso no empaña la seguridad de una película que juega con las inquietudes, despierta los pánicos y sumerge en las tinieblas.
Quizá el viaje de Amaia Salazar es para descubrir los demonios que habitan en su sangre y en la seguridad de que ese paraíso en el que ella creció escondía más secretos que virtudes. Tal vez no está demasiado aprovechado en esta ocasión el personaje de Elvira Mínguez y, desde luego, hay que seguir avanzando dejando algún cabo suelto para que la trilogía cierre el círculo en su próximo episodio, pero no deja de ser un ejercicio interesante, que mezcla con sobriedad el misterio policial y el terror psicopático con lo que, a pesar de que muchos elementos ya no sorprenden, sí que lo inesperado puede hacer su aparición.
Las sombras de la incertidumbre se ciernen sobre el que busca la verdad. Puede que no sea una verdad amable, ni resolutoria, pero sí es necesaria. Conocer de dónde se viene puede ser un faro para iluminar el camino de hacia dónde vamos y a ello se aplica a conciencia esta inspectora de policía que desea hacer una vida que no sea tan ingrata. Tan sólo exige alguna que otra satisfacción que pasa siempre por su cariño, por su amor y por la tranquilidad de que las cosas están bien. Y no suele ser así. Un crimen. Otro. La conexión. El mensaje críptico. Los lazos familiares duros, pero insoportablemente retorcidos. El agua que no deja de caer. El río que siempre se acerca para tocar la desgracia. El llanto de un niño. Un silbido. El mal siempre ha existido y, sin duda, siempre existirá y en los abruptos bosques de acero y gritos es donde se halla la tierra de los sacrificios. Antes, eran sangrientos, inútiles e insanos. Ahora, son necesarios para encontrar la huella del pasado, para arrancar la raíz del pecado, para comprender que la locura, por muy extrema que sea, también puede regresar para llevar a cabo su terrible venganza. La conspiración existe. Y la incompetencia abunda. Con esos ingredientes, es muy fácil llevar a cabo los planes del maligno. Al fin y al cabo, nadie quiere a las chicas aunque sean las más valientes. Nadie está dispuesto a seguir con ellas en amor y cariño incondicional a pesar de que son las más exigentes. Todo es una cuestión de brujería de la que hay que deshacerse de forma urgente. Basta ya de derramar sangre para nada.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

LA VERDAD OCULTA (Proof) (2005), de John Madden



Hay casos puntuales en los que la mente, simplemente se para. Tal vez sea debido a que la inteligencia ha sido derrochada con generosidad y el estudio ha llenado de datos y conocimientos lo que es imposible de completar. Es como un colapso del pensamiento, una pasada de rosca del que ha accedido a niveles superiores de sabiduría. Y lo más terrible es que, los que rodean a quien lo sufre, se dan cuenta de que esa persona, antaño absolutamente capaz y brillante, comienza a ir a la deriva sin ningún freno.
No deja de ser preocupante que los hijos o hijas del enfermo teman caer en la misma enfermedad. También pueden ser auténticos talentos en la elaboración de demostraciones matemáticas o en cualquier otro campo y, sin embargo, experimentan pánico al comprobar de que no hay pruebas de comprobación ante la multiplicación de la vida, por mucho que ésta sea un número primo. El abismo está ahí mismo, ahí delante, con sus garras de bondad disfrazada, con sus tentaciones de amor a la vuelta de la siguiente fórmula, con la promesa de una tesis nunca antes enunciada y que se demuestra, sin lugar a ninguna duda, de que quien la hizo estaba en lo cierto, con un enfoque diferente y con la verdad en la punta de su bolígrafo.
Espléndido trabajo de Gwyneth Paltrow, que se debate entre la angustia existencial de negarse a sí misma su auténtico talento para no caer en el blanco del reinicio y la posibilidad de aceptar que la herencia genética también incluye un don tan preciado y tan precioso como es la inteligencia. Enorme Anthony Hopkins en sus breves apariciones, convencido de que todo gran hombre debe de dejar algo para la posteridad, aunque sea…sí, una hija. Aplicado Jake Gyllenhaal, apasionado espectador de un universo que se mueve con el epicentro en la genialidad y que no sabe muy bien cómo manejar. Comedida la dirección de John Madden, que convierte la obra de teatro de David Auburn en un retrato mental del miedo y del destino al que no podemos evitar. Aquí, esparcido por nuestra inquietud, hallamos distintas respuestas a muchas cuestiones, a través de una demostración exacta e infalible de que cada uno debemos aplicar nuestros dones a todo aquello que sirva para algo.
Y es que no es fácil aceptar a un padre muerto después de cinco años de agonía habiendo sido espectadora de su deterioro cerebral y de cómo, escondido en su genialidad, creyó que encontraba de nuevo el maravilloso camino del razonamiento y del entusiasmo. A partir de ahí vendrá la regla de la ingratitud, del abandono, del fugaz rayo de sol que vuelve a colarse por la ventana y que la vida se encargará de cerrar casi con furia, de la certeza de que hay que dejar todo atrás para encontrar un nuevo sendero, de la conciencia del sacrificio que se ha hecho durante tanto tiempo para cuidarle y mantener viva una llama que se apagó con brusquedad…Las verdades ocultas siempre salen para demostrar que no hay ninguna prueba para esa infinidad de operaciones que hay que realizar para seguir viviendo. Nunca sabemos si lo hemos hecho mal. Sólo, tal vez, tendremos la seguridad de que lo hemos hecho un poco mejor.

martes, 17 de diciembre de 2019

HUD (El más salvaje entre mil) (1963), de Martin Ritt



Hud Bannen ha hecho de la arrogancia y del desprecio una forma de vida. Quizá cree que hay demasiada culpa en sus espaldas y le cuesta llevar esa mochila. Por eso piensa que su padre es un pusilánime, un hombre superado por los tiempos, un tipo que cree firmemente en la ética y en la honestidad cuando es cosa del pasado. Su padre ha sido lo más importante para él y aún lo quiere, sólo que no nos enteraremos de eso hasta que no conozcamos profundamente al propio Hud. Así que Hud toma, Hud agarra, Hud coge y le traen sin cuidado las consecuencias o el daño que puede causar. Y con esa actitud va dejando heridas allá por donde pasa. Su sobrino, Lon, lo tiene como un héroe cuando es lo más alejado posible de ese término. En el interior de Hud hay rencor porque su hermano murió en una noche aciaga de alcohol y velocidad y ése fue el detonante para su actitud tan irritante y, en el fondo, tan rebelde. El padre morirá y Hud tendrá que tomar las riendas de todo y, sin rechistar, comenzará a valorar lo que hacía y cómo lo hacía. Pero Hud no es de esos veletas que cambian su forma de comportarse porque alguien muere. Seguirá tomando, agarrando y cogiendo con total irresponsabilidad. Incluso hará caer, adrede, los castillos que Lon se ha construido, pero habrá algo de humanidad en él. Muy pequeña, insignificante, casi nada. Lo suficiente como para recordarse a sí mismo que los hombres no sólo se mueven por rencor, por rabia y por desprecio. No es mucho viniendo de Hud, pero ya es algo.
Y es que la alargada sombra de Hud, con todo su carisma abrumador, se proyecta sobre todos los que le rodean. Incluso sobre la criada que ha tenido su padre y que, ingenuamente, llega a creer que Hud es ese lado salvaje que ella ansía aunque acabará por huir de él y de ese ambiente viciado de familia tejana llena de furia y polvo. Y él, como un gato salvaje del desierto, espera agazapado, de pie o andando, creyendo que así desafía al día y hace el amor con la noche. Hud es así. Ha emprendido el camino de vuelta sin siquiera haber ido. No quiere saber nada de las inquietudes del resto de personas que le rodean. Son débiles, prescindibles. Como su padre. Esa es una lección que Lon no sabe y debe aprender. Hud no se ata a nada, ni a nadie. Ni siquiera a la tierra que tiene que administrar para que su ganado sobreviva. Eso son obligaciones mundanas que no tienen ninguna importancia. Lo que Hud busca es la siguiente noche, la siguiente conquista, la siguiente botella y el siguiente olvido.
Espléndida película sobre el egoísmo y sus consecuencias, dirigida con absoluta sobriedad y magisterio por Martin Ritt y con unas interpretaciones memorables de Paul Newman, Patricia Neal y Melvyn Douglas que dejan su impronta de decepción alrededor de un personaje mítico que encuentra una razonable felicidad en su ausencia de mirada, en su falta de solidaridad y empatía, en su ambición como medio para satisfacer sus necesidades más carnales. Y aún así, todos nosotros quedamos fascinados por Hud. Sí, es ese tipo que tiene la sonrisa más socarrona posible y que nunca vuelve la vista atrás. Ni siquiera para decir adiós.

viernes, 13 de diciembre de 2019

LA GRAN MENTIRA (2019), de Bill Condon



Nunca es demasiado tarde para el amor. Tal vez, la soledad sea una compañera demasiado silenciosa y es más fácil que nunca concertar una cita a ciegas con alguien de tus gustos, de tu generación, de tus ideas y de tus manías. No es sencillo dar con un alma que pueda encajar en el rompecabezas de la tuya, pero ya el mero hecho de intentarlo es una buena arremetida contra el aburrimiento. Ya es algo diferente. Algo que no se parece al resto de los días. Sonría. Sonría. Buenas noches. Me llamo tal. Yo soy cual. Y el recuerdo también está emplazado en ese instante.
Así que comienza la típica tranquilidad del romance casto y otoñal. Un paseo por allí. Un poco de cine por allá. La perplejidad de que hoy en día las historias no se ajustan demasiado a la verdad cuando, en realidad, nunca ha sido así…Unas sonrisas desde el corazón y mucho, mucho cuidado con no dejar que el otro pueda asomarse al lado más oscuro que todos llevamos en nuestro interior. Puede que se vea lo que ni siquiera se pensó como posible. La vida da muchas vueltas. Ya no somos lo que éramos. La tranquilidad ya no es un medio, sino una meta y el engaño, si lo hay, debe de ser sutil y construido con paciencia. La presa no debe sospechar nada. Y si hay una ruta de huida, miel sobre hojuelas, aunque el azúcar esté prohibido.
De pronto, las informaciones comienzan a llegar y el pasado parece interminable. Por eso el recuerdo juega un importante papel en esas relaciones que ya vienen de vuelta. Los atractivos revolotean como negándose a descansar y la compañía llega a ser agradable, amable y deseable. Al fin y al cabo, a ciertas edades aún hay que guardar una cierta compostura y la generosidad debe ser una de las características de la tercera edad. Hay que permanecer atentos. La investigación prosigue. La muerte estuvo presente. Los escrúpulos hace mucho que huyeron y la venganza siempre es un plato que se come helado.
No cabe duda de que el principal atractivo para ver esta historia de dobles y triples caras reside en su pareja protagonista. Ian McKellen dota a su personaje de la afabilidad de los años aunque, desde el principio, sabemos que no es de fiar. Helen Mirren es pura belleza, en comportamientos y en persona, siendo el complemento perfecto para que lleguemos a pensar que es la víctima perfecta. De la ingenuidad. De la bondad. De la última oportunidad de una edad que vivió lo suyo y tuvo que perder demasiado. El resultado de la historia es atractivo, tenso por momentos, algo previsible, pero certero, con personajes paralelos que juegan su papel decisivo, con un guión de buen cine para dos intérpretes de verdad.
Procuren ajustar bien sus mentiras. En el momento menos pensado pueden salir a la luz y los ceros se caen como los castillos en el aire. Las inversiones de guante blanco nunca suelen ser buenos negocios y nadie es fiable en un mundo en el que han proliferado los pillos como setas. El saldo arrojará una cifra muy cercana en un recuerdo lejano, como algo que nunca debió pasar y que, de repente, saldrá al encuentro para cobrar todas las deudas. Las comisiones se dejarán para esas cicatrices que, sin duda, serán muy visibles aunque también sean interiores. Y cuando las cuentas cuadren hasta el último céntimo, entonces se respirará hondo, se mirará hacia adelante y se cerrará ese capítulo que se dejó abierto para que escapara mucha infelicidad y aún más sangre. 

jueves, 12 de diciembre de 2019

MIDWAY (2019), de Roland Emmerich



Roland Emmerich ha conseguido una buena película. Y su primera virtud ha sido la capacidad de síntesis al narrar, en apenas dos horas, el ataque a Pearl Harbor, la osada respuesta del bombardeo sobre Tokyo y la génesis y el desarrollo de la batalla de Midway. Tres luchas fundamentales para entender la guerra del Pacífico. Por supuesto, hay espectáculo en muchas de sus escenas, hay cierto rigor, si exceptuamos el olvido que supone la sustitución del Almirante Halsey por Spruance y que despistó completamente a los japoneses, hay verdad en casi todo lo que cuenta y, también, alguna que otra concesión a la ficción.
“Me temo que lo único que hemos conseguido ha sido despertar a un gigante que estaba dormido”, sentenció el Almirante Yamamoto cuando se enteró de la victoria de la infamia después del ataque a traición a Pearl Harbor. Y la película ronda la idea de que eso fue debido a una larga lista de profesionales que hicieron su trabajo lo mejor que supieron, con riesgo y valor, tratando de elevar la maltrecha moral de una nación atacada por la espalda y sin previo aviso. Desde luego, hay un cierto aire épico, pero sin cargar demasiado las tintas. Emmerich prefiere centrarse en los hechos, motivados por una revancha llena de rabia y que acabó por ser la tabla de salvación del avance fascista en los mares del sur. Muchos se jugaron la vida y también muchos la perdieron. La pérdida material fue incalculable y se cometieron errores que también se describen. El mar, al fin y al cabo, nunca deja de recordar a quienes fueron sus hijos, fueran de uno u otro bando.
Con un aliento clásico casi impecable, Emmerich toma elementos de Tora, tora, tora, de Richard Fleischer; de la maravillosa Treinta segundos sobre Tokyo, de Mervyn Le Roy; de aquel experimento en el famoso sonido sensorround que dio lugar a tres películas siendo una de ellas La batalla de Midway, de Jack Smight, sin olvidar el magnífico documental Midway, que le hizo ganar una herida, una medalla y un Oscar a John Ford y nos devuelve a la narración casi a vista de avión, personalizando la historia con personajes que realmente participaron en la batalla. El resultado es notable, con algún que otro lastre como la interpretación de Ed Skrein en la piel del valeroso piloto que hundió dos portaaviones, o esporádicas concesiones a la espectacularidad un tanto gratuita, pero que entretiene, enseña y se convierte en un regreso al cine sobrio y preciso que tanto se echa de menos.
Y es que casi hay que sentir el olor de la gasolina quemada, del humo azabache del hundimiento inevitable, de las balas silbando con su mensaje de muerte y destrucción para estar en medio de una batalla sin cuartel. Hubo un puñado de hombres con nombre y apellidos que hicieron labores vitales para que cambiara el rumbo de la monstruosidad de la guerra y hay que alejarse del falso orgullo del combate para adentrarse en los peligrosos rincones de la justicia. El enemigo no suele ser un cobarde y las torretas se tambalean ante el empuje de quien quiere ganar por encima de todo. Los mapas se convierten en tableros de ajedrez con el agua como escaque y las bombas se llevan todas las ideas y todos los sentimientos. Japón cometió el error de despertar a un gigante dormido y tuvo que pagar las consecuencias, a veces, a un precio demasiado alto, pero lo más importante es que hubo algunos que no dejaron de rodar esa historia a pesar de que las balas ya habían llegado a su destino. La ambición desmedida suele tener un precio muy alto y más aún cuando las armas no dejan de hablar. 

miércoles, 11 de diciembre de 2019

CLANDESTINO Y CABALLERO (Cloak and dagger) (1946), de Fritz Lang



No es fácil ser un científico y comenzar a trabajar de espía. Primero para encontrarse con una antigua colega, refugiada en Suiza, que está trabajando en un proyecto secreto que podría ser la competencia inmediata del Proyecto Manhattan. Más tarde, para infiltrarse detrás de las líneas enemigas y sacar de las garras del ejército nazi a un eminente investigador atómico italiano, verdadero cerebro del germen de la bomba atómica para las fuerzas del Eje. Alvah Jesper se ofrece voluntario. Y lo hace porque es parte del sistema, pero, también, porque sabe que la escalada bélica en esa dirección es el certificado de muerte de la humanidad.
Por el camino se encontrará a una mujer de verdad. Una de esas que está dispuesta a arriesgar el pellejo por lo que cree, capaz de disparar y correr, de tomar decisiones peliagudas y fingir lo que no está en el guión. Una de esas mujeres que están hechas para sobrevivir a cualquier guerra y que, si aman, son capaces de cualquier cosa. Así todo es mucho más fácil. El profesor Jesper no se esperaba esta fórmula inesperada porque tiene una misión que cumplir y, tal vez, la paz está por encima de cualquier otra consideración. Por eso, el amor es tan difícil cuando el mundo se derrumba. La persecución será temible, implacable, mortal y feroz y Jesper tiene los nervios templados porque sabe que su bando tiene la razón. Mientras tanto, el ánimo se irá agotando, el cerco se irá estrechando y el cansancio aparecerá para no irse nunca. Ni siquiera en esa última mirada que es toda una declaración de amor. Ni siquiera en ese momento en el que se sabe que la guerra se ha perdido.
Fritz Lang dirigió esta apreciable película de acción con Gary Cooper y Lilli Palmer de protagonistas con la pretensión de dejar sin aliento al espectador. El ritmo es trepidante a pesar de su mensaje propagandístico. Y por delante de los ojos pasan muchas imágenes de auténtico maestro que, con la excusa de la guerra, hace una película de entretenimiento con altura y agonía. Toda una lección de cine que se eleva por encima de muchas mediocridades a las que, sin duda, esta película estaba destinada. El engaño está servido y el triunfo sólo puede venir de la unión y Lang sabe que ése es el punto más débil de los alemanes. Por eso, con un guión de dos miembros de los Diez de Hollywood, Albert Maltz y Ring Lardner Jr., el maestro alemán se emplea a fondo para ofrecer al público lo que quiere y, al mismo tiempo, destilar un mensaje de lo que necesita el mundo. Sin aristas, con naturalidad. Incluso la censura intervino y cortó un discurso antinuclear que se había deslizado con cierta habilidad. No importa. La intención es evidente y es hora de que todos seamos caballeros clandestinos de nuestras propias creencias.

martes, 10 de diciembre de 2019

DAMAS DEL TEATRO (1937), de Gregory La Cava



La luz de Broadway. Esa luz que atrae y ciega a partes iguales. La promesa del éxito y de ver el nombre propio en lo alto de una marquesina plateada. Demasiado tentador. Demasiada mentira. El éxito nunca es fácil y un puñado de chicas se empeñan en comprobarlo todos los días. Ahí está la cómica, con sentido para hacer reír, para protagonizar cualquier comedia de enredo. O la que tiene condiciones para hacer llorar, para hacer sentir, para hacer gozar y cae en un pozo oscuro sin salida. O la maldita niña mimada que, con un solo chasqueado de dedos, podría montarse una obra para ella sola. O la deslenguada de turno, futura actriz de carácter, que lo sabe todo sobre hombres y bambalinas. O la envidiosa, que es incapaz de ver y disfrutar del éxito de alguna compañera como una motivación más y se encierra en una nube de soberbia inaguantable. Son las damas del teatro. Verdaderas damas que tienen que caminar entre una jungla de lobos que tratan, por todos los medios, de aprovecharse de ellas con la promesa de un papel, de un trabajo de prestigio, de una obra irrepetible. El veneno está ahí y ellas luchan como leonas por ese éxito que siempre se escapa por las rendijas del deseo.
Y, claro, si ni siquiera la niña rica está dispuesta a que su papá le financie el estreno de una obra con ella de protagonista…porque papá sabe que su hija carece de talento, de inspiración, de dedicación y de experiencia. Así que más vale que se estrelle contra el muro del desprecio del público, que saboree el fracaso hasta atragantarse. En el teatro, no sólo vale el aspecto, la planta y la elegancia. Hay que demostrar todo eso y mucho más. El teatro es una arpía que devora todo lo que le puedas ofrecer y el premio, además del dinero, es el aplauso de unos cientos de personas a los que ni siquiera se conoce. Chicas locas, descerebradas, que pretenden vivir en una pensión para señoritas mientras el éxito se resiste. No saben nada, pero aprenderán. Porque son mujeres. Porque no se rinden. Y si se rinden, lo hacen de tal manera que inspiran a las demás. Únicas. Damas del teatro capaces de arrancar carcajadas y lágrimas, deseos y decepciones, olvidos y recuerdos, sentimientos y experiencias. Quizá no haya otra profesión igual.
Gregory La Cava supo manejar un elenco difícil compuesto por actrices tan extraordinarias como Lucille Ball, Eve Arden, Constance Collier, Gail Patrick, Andrea Leeds, Ginger Rogers y Katharine Hepburn para descubrir a todos la cantidad de sueños que se truncan con un no y la increíble vida que toma la interpretación ante un hecho que marca tan profundamente como la peor de las heridas. El resultado es una película fascinante, llena de sueños sin realizar que, sin embargo, también traen éxitos personales, o de encuentros inesperados ante el talento excepcional, o de dolores impensables ante el cerco que el fracaso tiende con paciencia. Una película que se debería ver con el olor del teatro, con sus telones y decorados, con sus actrices, con sus textos y con la cantidad de esperanzas que se encierran ante los esfuerzos de todos los que se dedican a ello.

jueves, 5 de diciembre de 2019

PUÑALES POR LA ESPALDA (2019), de Rian Johnson


Mañana, día 6 de diciembre, es el día de la Constitución Española y festivo, así que no habrá artículo. Volveremos con el ritmo normal para el martes día 10. Aprovechad el puente e id al cine. Puede que la película no sea tan buena como esperas, pero nunca lanza puñales por la espalda.

Un escritor se suicida y no es sangre todo lo que reluce. Detrás de su aparente decisión hay todo un muestrario de tóxicos para escoger. Hijas que le deben el éxito profesional, yernos sentimentalmente desahuciados, estafas para la educación de nietas, inutilidades profesionales alimentadas por la opulencia e, incluso, algún que otro pretendido heredero rebelde de calenturienta imaginación. Todo resulta de influencia irremediablemente tóxica. Y no puede ser que la inocente sea culpable.
Así que no hay nada mejor que llamar a un experto investigador para que líe la madeja y después deshaga el ovillo prestando atención a cada uno de los más ínfimos detalles. Una gota. Un frasquito. Una evidencia. Un detector de mentiras natural. Un retazo de barro. Un testamento. Todo forma una especie de rompecabezas que se va complicando según se va encajando. De este modo, nunca se termina porque lo que parece no es y lo que es, sencillamente, no lo parece.
Con evidentes inspiraciones en la escritura de Agatha Christie y en la brillante trama de La huella, de Joseph L. Mankiewicz, el director Rian Johnson ha construido un misterio que resulta irregular en algunos tramos, pero que deja un razonable buen sabor en el paladar. Las maderas nobles crujen al paso de los sospechosos porque el suelo siempre sabe que todos tienen algo que ocultar y los rostros conocidos pasean sus pequeños momentos por el escenario de odios y desprecios que se profesan entre sí. Quizá el mayor problema de la película sea esa extraña y algo excesiva interpretación que ofrece Daniel Craig en la piel de un detective que intenta ser un remedo de Hercules Poirot del siglo XXI, pero, en cambio, se puede disfrutar del trabajo delicado, contenido y ciertamente destacable de Ana de Armas, de la delicia de volver a ver a Jamie Lee Curtis o de la sabiduría que siempre aporta un actor de la talla de Christopher Plummer.
De modo que es el instante más adecuado para hacer las preguntas más inquietantes, de sostener una nota irritante, extravagante y cómica en el teclado de un piano, de echarse a la cara unas cuantas verdades exageradas y alguna que otra mentira certera, de deducir lo que se halla detrás de una muerte que puede llegar a ser absurda y, sobre todo, de asistir a una intriga que, sin llegar a ser paródica, no deja de intentar dibujar alguna sonrisa acentuada por una o dos carcajadas breves. El resultado es agradable, con virajes imposibles, algún que otro marinero jovial y la última voluntad de un hombre que sabe que todo en su familia es basura por uno u otro motivo.
No se dejen engañar. El dinero nunca es suficiente para quien vive rodeado de él. Es necesario pensarse el asunto un par de veces para ver con claridad quién está detrás de lo que ocurre. Las fiestas suelen ser muy animadas en su fachada mientras los ríos de resentimiento recorren las venas de los asistentes. Es natural que, entre unas paredes en las que no hay amor, surja la muerte y todos parezcan inocentes detrás de una máscara de corrupción. Los puñales apuntaran a todas partes para decir bien claramente que todo es mentira, truco, apariencia y falacia. Y el que esté libre de pecado que arroje la primera hoja bien afilada. De repente, la fortuna puede caer encima como una losa y el acoso moral resulta insoportable. Y lo mejor de todo es que nunca hay que perder el sentido del humor.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

NINOTCHKA (1939), de Ernst Lubitsch



“Y McGillicuddy le dijo a MacKintosh…aún no tiene gracia…pero espere y verá…”
Es un axioma de la vida la misma certeza de que todo el mundo es comunista hasta que le toca la lotería. Y los tres enviados rusos, Bulganoff, Irianoff y Kopalski lo saben muy bien porque están en la ciudad del lujo y de la diversión como es París. Se hallan lejos de la adustez propia del régimen soviético que hace que una casa sea compartida por varias familias o que haya que pedir permiso para estudiar una determinada carrera en la universidad. En París hasta el amor es libre, lo cual es inadmisible…e irremisiblemente encantador. Ninotchka lo comienza a padecer en sus propias carnes. Al fin y al cabo, un sombrero no es nada más que un sombrero y las noches son tan oscuras, aunque algo menos cortas, que en Moscú. Sólo que todo se ve diferente a través de una copa de champagne, acompañada por un capitalista despreciable que todo lo basa en el requiebro estúpido y en una cena de intención romántica. Ah, el romanticismo, esa droga en la que tan fácil es caer cuando los oídos se llenan de palabras que comienzan a sonar como poesía improvisada, como música al compás de tres por cuatro, como vida saliendo a borbotones del corazón. Frivolidades de las que es bonito pensar que pueden llegar a ser verdad.
Sin embargo, hay que cumplir con la obligación. Los capitalistas se fijan en detalles que no tienen ninguna importancia. Para ellos, es oro todo lo que reluce y, no obstante, para los comunistas el proletariado es una forma de vida que, impuesta por el Estado, es lo más cercano al paraíso…bueno, no, el paraíso no es, pero es lo que más se parece. Y, sin embargo, París sí lo parece, sí lo es. No, no, no. La misión es clara. Hay que meter en vereda a Bulganoff, Irianoff y Kopalski y fingir indiferencia ante los avances infantiles de ese aristócrata embebido de sí mismo que sólo busca dar placer al cuerpo sin pensar en los demás. Claro, eso se mantiene hasta que Ninotchka se da cuenta de que sí, que incluso él empieza a pensar en los demás, en ella. Y nadie había pensado en ella individualmente y esa es una sensación maravillosa, única, genial y algo comprometida, todo hay que decirlo. Ya se sabe, detrás de las puertas no se puede ver y, tal vez, sea una temeridad encerrarse con ese tipo, pero el ser humano está dotado de tacto y de percepción y de lenguaje y de…
Greta Garbo demostró con esta película que era una actriz tan solvente en la comedia como la misma Carole Lombard. Y se acompañó de Melvyn Douglas, tan elegante como el mejor, tan gracioso como punzante, tan torpe como encantador. Billy Wilder escribió un guión que era puro ácido y sana verdad a través de una metáfora ridícula y Lubitsch puso el resto, tan alto que no se podía alcanzar. Quizá, de ese modo, vinieron a decirnos que todos tenemos suerte de poder sentir, amar, vivir, gritar, bailar, brindar, mirar, disfrutar, cantar y reír. Y que no hace falta demasiado para todo eso. Sólo la voluntad de saber ver que todo eso existe y que, no por ello, es capricho de cualquier tendencia política. El amor, como bien decía Lenin, es lo único que puede destruir un objetivo. Y en París se aplican a conciencia. Incluso podría decirse que es la ciudad más saboteadora del mundo. Tan sólo hace falta dejarse embriagar para descubrir que la mirada de quien más te importa, te hace la persona más rica de la Tierra.

martes, 3 de diciembre de 2019

LA COLMENA (1982), de Mario Camus



Los días pasan helados cuando el hambre y la necesidad aprietan. España triste, España gris. Un café puede ser recibido como un auténtico festín por aquellos que sólo tienen palabras para regalar. Y cuidadito con no pagar que la dueña te pone de patitas en la calle. Los árboles desnudos del Parque del Retiro parece que quieren anunciar que ya no hay refugios después de la guerra. El hombre que escribe unas pocas líneas y que tiene que dormir en un catre aún caliente de un prostíbulo de mala muerte. No, demasiado frío en la calle, demasiada soledad para los vencidos. Cualquiera es sospechoso para la policía. Caer enfermo de tisis es una maldición por mucho que el amor pueda ser el motor para la supervivencia. Y mientras tanto, la gente entra y sale del Café La Delicia. Sí, ése mismo que exhibe mesas que no son más que lápidas puestas boca abajo. Al menos, ahí dentro hay algo de calor y algún alma caritativa puede darse el lujo de invitar a un bollito o a un simple café con leche. España triste, España gris. Llena de abejas muertas de hambre que deambulan en busca de algo que es sólo una quimera. Se llama esperanza.
Ahí está el inventor de palabras que, en realidad, inventó más de una y más de dos. O el académico que repite una y otra vez el mismo discurso. O el chico que estudia para notaría…pero nunca tiene un libro delante. El padre que frecuenta la misma casa de sábanas alquiladas que la hija, el contrabandista de plumas Parker o de lo que se ponga por delante, la malhumorada dueña del café, las tertulias aburridas e interminables que tan sólo prolongan la estancia en un sitio calentito y algo recogido, el incauto que siempre pica ante el timo vigilante, el padre de familia que no se habla con el cuñado porque, tal vez, cada uno era de un bando distinto…Enterrar el odio es tan difícil que, aunque no exista, siempre quedan rescoldos que siguen abrasando por la vergüenza y la terquedad. Fue época de comer un mendrugo de pan con un vaso de agua y no importaba  que la colmena rebosara de actividad, sin descanso en sus puertas giratorias y en su leche aguada, sin más anhelo que llegar a la noche vivo y con algo en el estómago.
Mario Camus hizo un ejercicio de estilo extraordinario con esta película, tratando de ofrecer realidades individuales que, juntas, conforman un mosaico de la España triste, de la España gris que tocó vivir en una gran ciudad después de una guerra. Viendo esta película se siente el frío, la impotencia, el rugir de las tripas, el consuelo de una taza de leche, el cielo azul ante la perspectiva de una compañía. El estraperlo funcionaba como el mejor negocio y los sentimientos, sencillamente, eran una mochila pesada que se abandonaba en cualquier rincón si sobrevivir un día más era posible. El reparto, uno de los mejores que ha tenido nunca el cine español, da lo mejor de sí a través de escenas cortas y mesuradas, con personajes que entran y salen y, lo que es aún mejor, se quedan. Ya aquellos días dieron buena cuenta de la cultura en este santo país de café y pandereta. Arrasaron con el ánimo para que ya nadie tuviera inquietudes sobre el qué, el por qué y el cómo. Diluyeron con ganas cualquier instinto de rebelión porque había necesidades mucho, mucho más acuciantes. Y la dignidad se arrastró, pobre, humillada, perdida, congelada en los durísimos días del invierno, como el azúcar que se racionaba para endulzar, aunque fuera un poco, esa achicoria que ya ni siquiera tenía rastro alguno de vida.

viernes, 29 de noviembre de 2019

HAMMETT (El hombre de Chinatown) (1982), de Wim Wenders



Dashiell Hammett, el escritor. Dashiell Hammett, el detective. Ambos se confunden peligrosamente entre las brumas oníricas de un caso que, tal vez, nunca existió, pero que ayudó a construir el universo y las formas de las letras que salieron de su vieja máquina de escribir. Hammett descendió a los infiernos de los bajos fondos, a los muelles malolientes, a la profunda degeneración del ser humano para ofrecernos un estilo depurado, nuevo, impecable, con su propio imaginario y su propia entidad sobre unos cuantos tipos que no renunciaban a su propia ética mientras se veían acosados por las mayores suciedades y corrupciones. Sí, todo es una historia de ficción. Sam Hammett nunca tuvo que investigar la desaparición de una chica alegre, nunca se inspiró en ningún personaje que le llevara a la decepción más intensa, pero no cabe duda de que su universo estaba ahí, pidiendo a gritos una respuesta rápida y creíble, aguda y definitiva. Quizá esta película sólo quiera ofrecer una parte del espíritu de un gran escritor que utilizó su propia experiencia para crear algunas novelas inolvidables.
Sí, porque en el escenario de Hammett los personajes no están cortados de una sola pieza. El taxista es un anarquista convencido con ciertas tendencias sindicales. El amigo, la inspiración, es sólo un hombre detrás de una fachada. La chica es la única que está dispuesta a jugarse el pellejo por un hombre pequeño de alma grande. El médico es ese tipo que le aconseja no guardar dudas ante el suicidio y que le anuncia la enfermedad de su riñón como excusa para dejarle solo y echar una mirada a los archivos. Es como un estanque de agua que va dibujando leves ondas al echar un recuerdo en sus brazos. Hammett, detective. Hammett, escritor. Ambos son el mismo y ambos fueron realidad en una historia que no lo fue.
Hubo grandes problemas en la realización de esta película. Parece ser que, incluso, se rodaron dos versiones. En contra de la opinión general, Wim Wenders, el director, rodó las dos. La primera según su propio criterio en el que primaba esa fascinante fusión que sitiaba a un detective que comenzaba a confundir la realidad y la ficción. La segunda, según el criterio del productor, Francis Ford Coppola, más partidario de dejar que la realidad se impusiera con Hammett como motor de la misma, sin dejar de lado su tendencia a fantasear sobre las teclas, disfrazando la realidad de fascinación. Para rodar esta segunda versión también hubo cambios en el reparto (Peter Boyle por Brian Keith, por ejemplo) y fue ésta la que prevaleció. Más tarde, con amargura propia de un sabueso, Wim Wenders declaró que la primera versión se había perdido definitivamente.
Por lo demás, la factura de la película es impecable, con una maravillosa y evocadora banda sonora de John Barry e íntegramente rodada en interiores, con un cuidado exquisito en la ambientación y el vestuario, con diálogos brillantes y homenajes preclaros a El halcón maltés, a Bogart, a Sidney Greenstreet y a un mundo que sólo existió en sueños de franqueza. Frederic Forrest es solvente encarnando al gran escritor-detective y, por una vez, uno tiene la sensación de que se puede tocar la textura de esos trajes, de esos decorados y de ese ambiente. Quizá eso mismo era lo que pretendía un escritor de la talla de Samuel Dashiell Hammett.

jueves, 28 de noviembre de 2019

HISTORIA DE UN MATRIMONIO (2019), de Noah Baumbach



Esta película no es la historia de un matrimonio. Es la historia de un divorcio. Sin traumas, pero con dolor. Es ese momento en que un miembro de una pareja se da cuenta de toda la frustración que se ha acumulado y decide romper con todo para hallar un camino en el que se encuentre a sí mismo. Es ese instante en que el otro se siente abandonado, despreciado y de frente a sus propios errores. Y es ese sendero de rabia contenida que hay que ahogar para no dejar que el dolor pueda explicar sus verdaderas razones.
Hubo amor entre ellos, no cabe duda. Sin embargo, poco a poco, se fue construyendo ese muro invisible que hace que se olviden todas las complicidades, todos los lugares comunes y toda esa química que hizo magia y les juntó con la ilusión como incansable motor. Las palabras dichas en voz baja esconden el arrebato que causa cuando el fracaso conyugal acude casi de improviso. Al principio, quizá se intente llevarlo todo educadamente, con el raciocinio como cabecera, cediendo aquí, tomando allá, pero, de alguna manera, se trata de vencer y se van cometiendo errores como dejar que los abogados entren en liza. Empieza la búsqueda del resquicio legal que permita desahuciar las emociones del contrario. Y aún parece, de algún modo misterioso, que, en un lugar solitario, hay una cierta mirada de cariño, de nostalgia por lo vivido, del conocimiento profundo con quien se ha compartido la esperanza de seguir adelante.
Llega el momento clave del desahogo, cuando se dicen cosas que no se piensan y se lanzan flechas como palabras. La ira, el insulto, la provocación, el deseo de maldad, la barbilla temblorosa, el dolor inaguantable. Sólo la derrota con un niño de por medio. El dinero gastado en tratar de alcanzar el mejor trato posible. Los absurdos trámites legales. La necesidad de que alguien con auténtica falta de moral les defienda. Nada es como se soñó. Fingir tampoco es una solución. Hay que dejar salir ese dolor de fracaso absoluto. Hay que levantarse de nuevo y estar ahí.
El director Noah Baumbach opta por la contención generalizada en este proceso de separación, con toques de humor llenos de inteligencia y con la colaboración de dos intérpretes conmovedores y versátiles, de amplio registro en unos papeles repletos de exigencia como Scarlett Johansson y Adam Driver. Detrás, unos secundarios que rondan la perfección con los rostros de Laura Dern, Alan Alda y Julie Hagerty. Y, al fondo, la seguridad de que, a la vuelta de la esquina, podemos despertarnos de una placentera posición otorgada por la costumbre para vivir horas de sufrimiento, días de lágrimas y absurdos y meses de dardos envenenados.
Mención especial merece la emoción que desprende Adam Driver en su interpretación del tema Being there, de Stephen Sondheim, cima de una superación que sólo llega al atravesar el túnel de sentimientos obligados al exterminio por parte del protagonista. La calma se hace de nuevo y quizá haya vacíos que no vuelvan a llenarse en las vidas de esa pareja que trata de mantener la compostura y un leve rastro de cariño aún después del daño. Una cierta sensación de soledad parece que se mueve alrededor del espectador a pesar de que se ha visto una buena película que se sumerge en las débiles almas humanas que deciden romper con todo, porque, de todas formas, todos somos muy conscientes de que no hay ninguna pareja perfecta y eso sí que nos afecta.

martes, 26 de noviembre de 2019

MIDNIGHT SPECIAL (2016), de Jeff Nichols



El secuestro de un niño. Pero él no se rebela. Una extraña secta que celebra una especie de misa interrumpida por el FBI. Un experto de la Agencia de Seguridad Nacional que trata de conocer cuáles son las habilidades de la víctima. Tal vez porque fue adoptado por el jefe de la secta aunque sus padres pertenecían a ella. Un hombre desesperado. Otro que es capaz de llegar más allá de lo razonable sólo por amistad. La luz del sol que hiere al niño. Un bombardeo en una gasolinera provocado por el chaval. Muchas piezas para un rompecabezas que no es fácil de encajar porque, tal vez, haya otro mundo esperando en algún lugar. Seres de luz capaces de cosas maravillosas que reclaman a su igual en un punto donde las coordenadas se repiten como una letanía y parecen llamar a una cita imposible. El chico es especial. Tan especial como la medianoche. Tan especial que una mirada suya puede vaciarte el pensamiento y convencerte de que algo hay más allá de nuestra propia dimensión. Un viaje apasionante que sólo la luz podrá resolver. Una pequeña maravilla de película.
El peligro de las sectas se hace presente porque no pueden admitir que su pequeño mesías haya sido secuestrado por su padre. No, no le van a dejar en paz porque, para ellos, el chico es la única verdad. Enorme, inasible, inalcanzable. Un nuevo Cristo en un mundo que se empeña en agredir todo lo que es diferente. La policía también se aplica en la búsqueda y todo se reduce en llevar al niño al lugar al que pertenece. Un sitio extraordinario donde prima la armonía y la calma, justo encima de nuestro mundo y de nuestra vida, como si la perfección y el caos estuvieran separados por una fina línea que el chico debe atravesar. Implicará sacrificio. Habrá que mirar en el interior de las almas para saber si es posible. Se deberá derrochar paciencia para descifrar alguna de las claves que plantea la infancia. Aunque la recompensa sea algo tan pequeño e insignificante como el saludo de la cálida luz del sol, como un mensaje de cariño que se prolongará para siempre. Sí, el chico es especial. Y nunca abandonará a los que le quieren en medio de la noche.
No cabe duda de que Jeff Nichols es uno de los cineastas más interesantes del momento y que lo ha demostrado con creces con títulos como Take shelter o Loving. En esta ocasión, vuelve a hacer caso a los que se saben diferentes para tratar de apelar a las miradas de comprensión de todo el entorno. Michael Shannon es el guía de un viaje que resulta tan misterioso como apasionante y Kirsten Dunst sabe verter las suficientes gotas de emoción como para que las sensaciones se agolpen pidiendo salir a gritos. A su lado, Joel Edgerton sabe demostrar, con gestos justos y muy medidos, hasta dónde puede llegar el aprecio y la amistad y Adam Driver es capaz de maravillarse con el hecho incógnito y precioso al que tiene el privilegio de investigar. Lo cierto es que es una película bien llevada, bien realizada, con sobriedad y precisión y con la suficiente maestría como para saber que es algo especial en la noche.

SOMBRAS DE SOSPECHA (1961), de Michael Anderson



Un juicio y todo es muy confuso. George Radcliffe declara como testigo y condena a un hombre a prisión. Está convencido de que lo que ha dicho es verdad. Sin embargo, su esposa, al cabo del tiempo, comienza a dudar. No puede ser sólo casualidad que, a partir del crimen, George haya prosperado hasta convertirse en un rico empresario. Hay pistas que no están del todo claras y el acusado no ha dejado de clamar por su inocencia. Y George, maldita sea, tampoco da demasiadas explicaciones sobre lo que realmente pasó. Quizá porque también exige una prueba de amor y no es otra que su esposa le crea, esté convencida de que su marido es un hombre honrado y de que lo que ha conseguido ha sido por un golpe de suerte y, después, una buena gestión. Allí mismo, en la antesala del tribunal, también estaba el que iba a ser socio de George. Londres parece acusar con la misma seriedad que su apariencia y las noches comienzan a ser largas, penosas, angustiosas. La mujer se plantea la posibilidad de vivir con una mentira. Su marido es un asesino y debe pasarlo por alto. ¿Tan lejos llega la sospecha? George lo sabe y tampoco puede admitirlo. No es capaz de vivir con una mujer que calla por seguridad aunque él mismo sepa que no hizo nada, salvo estar en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. Hubo dinero en el crimen. Hubo envidia. Hubo rencor. Y George tendrá que demostrar con algo más que con hechos que él no ha hecho daño a nadie, salvo, quizá, al propio acusado.
Y tampoco ayuda la amiga de la esposa. Con sus comentarios algo insidiosos, siembra semillas de sospecha, cree verle en un taxi en pleno Londres cuando debería estar en París. Hay otro extraño personaje, un antiguo abogado caído en desgracia, que quiere hacer chantaje. Habrá que estar pendiente sobre cualquier palabra de más. Y afilar bien la navaja, calentar cuidadosamente el agua y moverse con sumo sigilo entre las sombras de la suntuosa casa del matrimonio Radcliffe. No, no puede ser un asesino. ¿O sí? Sólo acercarse a un acantilado ya es motivo suficiente como para que la inquietud aumente la sensación de que ella está en peligro si averigua todo. Las sombras de sospecha se multiplican y no hay nadie a quien acudir.
Esta fue la última película que rodó Gary Cooper. Mientras trabajaba en ella, ya sabía que estaba enfermo y aplicó su rostro y su sentimiento a la ambigüedad que emanaba de su personaje. A su lado, Deborah Kerr, con los ojos en busca de respuestas que nunca llegan, tratando de encontrar un asidero con el que exculpar a su marido. Un poco más atrás, un fascinante Michael Wilding, cínico y atractivo, tratando de establecer conexiones a pesar de la brevedad de su cometido. En la dirección, Michael Anderson, que intenta mesurar la tensión con cierta maestría hasta llegar a una torpe resolución final. En la producción, Marlon Brando en una de las escasas incursiones fuera de su propio lucimiento a través de su productora, la Pennebaker Productions. El tiempo y la muerte de Gary Cooper han enterrado este título en la penumbra cuando contiene una de las interpretaciones más conmovedoras y acertadas del actor. Y no cabe duda de que, en determinado momento, se llega a pensar en lo peor porque cuando alguien te quiere hasta el silencio es cuando se deben dar todas las explicaciones necesarias.

viernes, 22 de noviembre de 2019

LE MANS 66 (2019), de James Mangold



La pasión por la velocidad es algo que ha movido a la raza humana desde siempre. Y es aún más obsesiva cuando un puñado de soñadores decide romper el monopolio de victorias de Ferrari para fabricar un coche competitivo que se convierta en leyenda. Sin embargo, en el sueño, suele haber demasiados intereses creados porque, al fin y al cabo, lo que se quiere es vender. No valen excusas como el deporte, o la venganza por no acceder a un proyecto, o la gloria. Lo único que cuenta es la cifra de ventas amparándose en la marca que ha conseguido ganar en las veinticuatro horas de Le Mans.
Para conseguirlo, no sólo hay que contar con un entregado equipo de ingenieros y unos cuantos millones de presupuesto. Las personas indicadas son algo imprescindible si se aspira estar en lo más alto del podio. Alguien fascinado por los ruidos del motor, por el comportamiento de un coche cuando se le está exigiendo algo más de lo que es capaz de dar, y, también, por qué no decirlo, un lubricante de amistad que esté más allá de los enfados, del egoísmo personal, de la ceguera que suele producir el dinero a espuertas. Debe haber unos cuantos tipos que pongan a la velocidad como medio y no como fin y dispuestos a lamerse mutuamente las heridas cuando la derrota realiza su pesarosa visita. El motor ruge. Las personalidades se disparan. El asfalto se devora. Las ruedas se desgastan. Los frenos se queman. Los motores se rompen. El trayecto es lo que realmente importa.
James Mangold, conocido director del que cabría destacar aquella Copland en la que consiguió arrancar la que sea, posiblemente, la mejor interpretación de Sylvester Stallone, se ha hecho cargo de esta película con agilidad, con planos dinámicos, con narración suelta y montaje de carreras. Todo funciona con notable eficacia. Para ello, cuenta con interpretaciones ajustadas de Matt Damon y de Christian Bale, éste al borde de ese histrionismo tan querido para él, pero que, en esta ocasión, lo pide el personaje. Ambos componen una pareja de intrépidos dispuestos a saltarse los límites de las siete mil revoluciones por minutos y exigir el máximo al motor de una historia que funciona sin fisuras, sin llegar a la zona roja de sobrecalentamiento de las piezas, pero interesante en todo momento.
Y es que es muy difícil conseguir que un coche sea la prolongación de uno mismo, conocer sus puntos flacos y repararlos al instante con un diagnóstico sin dudas. El espíritu de Howard Hawks y una de sus más desconocidas películas, Peligro línea 7000, está presente en este viaje hacia lo imposible y se tiene una cierta sensación de que el verdadero peligro no es la competencia con otras escuderías, sino los propios ejecutivos de traje, corbata y chófer que tratan de torpedear cualquier intento que no pase directamente por sus manos. La admiración privada se queda en las cuatro paredes del hogar y, quizá, se intuye que la velocidad es un veneno que no es tan fácil abandonar. Siempre se quiere más, llegar más lejos, lo más rápido posible, con la mejor máquina, con el miedo dominado y el cambio de marchas al rojo vivo. Un trayecto lleno de peligros y de direcciones de doble sentido que hay que sortear a través de la experiencia y de la sabiduría natural de unos tipos que nacieron con un volante entre las manos. Más allá de eso, sólo hay que recoger la corona de vencedor cuando se sabe que se hizo lo debido y cuando la amistad quedó como inspiración para todo lo que vino después.

jueves, 21 de noviembre de 2019

EL IRLANDÉS (The Irishman) (2019), de Martin Scorsese



Frank Sheeran era el hombre que limpiaba los trapos sucios de la Mafia en Filadelfia. Él pintaba casas con un color nuevo. Un rojo sangre salpicado. Lo hacía limpiamente. Sin preguntarse demasiado los porqués y siempre meditando los cómos. Consideró que era su oportunidad dentro del sistema. Al fin y al cabo, había matado por su país en Europa así que ¿por qué no hacerlo en las calles a cambio de una buena cantidad de dinero? Y, además, el revólver no siempre era su lenguaje. A menudo, llevaba recados de aquí para allá. Cobraba deudas. Disparaba a traidores. Era el fontanero ideal que desatascaba cualquier situación. Era una especie de emisario del infierno, enviado por el mismísimo diablo.
De adelante hacia atrás y luego hacia los lados, Sheeran va recordando sus acciones y también ajusta cuentas con su propia existencia. No se arrepiente de lo que hizo salvo, quizá, en una sola ocasión. La amistad, a veces, tira mucho y no es fácil disparar contra alguien sólo para probar su propia lealtad. Esos tipos que se reunían en restaurantes y nunca decían a las claras que había individuos que debían desaparecer se comunicaban con miradas. Se podía decir que sólo había que aclarar cómo estaba el tema. O que había que conseguir unos billetes para Australia. Al fondo, sustentándolo todo, la historia de un país que todo lo consiguió a base de corrupción, muerte y chantaje. La democracia perfecta.
Sí, son tres horas y pico, pero, al ver esta película, uno vuelve a sentir que está asistiendo a algo muy parecido al cine de verdad. Martin Scorsese juega en otra división y recoge verdadero arte con sus imágenes, por mucho que la técnica del rejuvenecimiento informático acartone la expresión. Y, para ello, cuenta con el increíble trabajo que realizan Robert de Niro, Joe Pesci y Al Pacino. Y como Scorsese lo sabe, la película experimenta un ascenso vertiginoso desde el mismo momento en que ya no hay tecnología de por medio y les vemos con todos sus gestos, sus matices, su sabiduría y su impresionante capacidad para decir todo con los ojos. Con esta película, el director italoamericano realiza su Ciudadano Kane porque tiene más de un punto de contacto con la cinta de Orson Welles, retratando el lado más oscuro de la tierra de las oportunidades, esa misma que, llegado el momento, te despachaba con un tiro en la nuca.
Nada sobra, nada falta. La banda sonora, utilizando incluso la canción de La condesa descalza, de Joe Mankiewicz, funciona como elemento de enlace y de clima, el guión de Steven Zaillian es brillante y, por momentos, verdadero. Visualmente, Martin Scorsese vuelve a dar un par de lecciones y casi hay que pellizcarse para comprobar que se está viendo algo tan perfecto en composición y planificación. Es como planear cómo se va a asesinar a un elemento molesto en la estructura del negocio en apenas tres horas, con coche, avión y remordimiento incluidos.
Es peligroso persistir en determinadas actitudes cuando se avisa en repetidas ocasiones que es mejor dejarlo. Las simpatías equivocadas también pueden traer desprecios permanentes y, tal vez, ese emisario que llevaba mensajes de amenazas y de muerte, pudo llevar otra vida que hubiera sido más feliz. Frank Sheeran dejó tras de sí un rastro de sangre que no lleva a la puerta entreabierta del cielo aunque a él le gustó pensar que pudo ser así. Sólo cumplía órdenes y mantenía lealtades. Un par de virtudes muy preciadas en el ambiente del hampa americana. 

miércoles, 20 de noviembre de 2019

EL ÚLTIMO CABALLO (1950), de Edgar Neville



A los amigos no se les abandona. Por eso, cuando Fernando termina el servicio militar y se da cuenta de que el caballo en el que ha estado haciendo las guardias, le van a mandar a un matadero para hacer filetes, decide quedarse con el equino. Bucéfalo ha sido para él confesor, consejero, amigo y montura y se merece algo más. Crasa tarea para Fernando. El mundo ya no es lo que era y en Madrid ya no hay sitio para los caballos. Sólo coches, ruido, humo, atascos y deshumanización. O, mejor, descaballización. Ya no hay establos en los que Bucéfalo pueda descansar. Ya no hay esa cercanía con la simple y buena gente que terminan siempre ayudándose unos a otros. Madrid ha dejado de ser un pueblo y Fernando no sabe dónde meter su caballo. Jolines, si hasta ha dejado a la novia con la que se iba a casar con tal de quedarse con él. Y ahora esto. Todo es asfalto y prohibición. El placer de ir paseando por cualquier avenida a lomos de un jamelgo es cosa del pasado. Los tiempos lo engullen todo y Fernando se resiste a darse por vencido. Madrid es impersonal y frío. Ya no es lo que era. Pasa un porrón de meses en el servicio militar para esto, para que luego te digan que lo van a motorizar todo y al pobre Bucéfalo lo sacrifiquen. Estúpido mundo que no sabe a dónde va.
Dicen que la luz de Madrid es muy dura, pero, de vez en cuando, también destellan por el horizonte algunas lucecitas que dan sentido a todo y que alumbran allá por donde pasan. Fernando se encuentra con Isabel y, de repente, el problema se vuelve más fácil. A Bucéfalo no le importará trabajar y aún hay una pequeña prórroga para los románticos que anhelan volver a tener amistad con el vecino, a dejarse unos garbanzos para el cocido o a vender unas cuantas flores a cambio de unas pocas pesetas. Fernando consigue más de lo que pensaba. No sólo tiene a Bucéfalo a su lado, trotando despacito por las calles de Madrid. También tiene a Isabel con una sonrisa que hace que todo parezca menos gris y tenga más luz. Sí, Isabel es un ser lleno de luz. El último caballo seguirá recorriendo las calles de la capital mientras haya alguien así.
Edgar Neville, con una enorme valentía, se atrevió con un guión escrito por él mismo y, posiblemente, hizo la primera película ecológica del cine español, reivindicando la sencillez de la gente bondadosa, la permanencia de animales queridos que no sólo brindaron su trabajo y su esfuerzo para que se pudiera progresar, la paciencia para conversar con éste y con aquél con tal de que, de alguna manera, se llegasen a sentir acompañados. El último caballo fue la primera película española que se presentó en el Festival de Cannes, aunque fuera de concurso, y cosechó una ovación de gala. Tal vez porque, a pesar de que el protagonista fuera un caballo, todos nos sentimos algo perdidos en estas enormes urbes que han renunciado a muchas cosas buenas.

martes, 19 de noviembre de 2019

EL DESAFÍO DE LAS ÁGUILAS (1968), de Brian G. Hutton



La misión requiere a unos cuantos profesionales que no pestañeen a la hora de poner una bomba o de apretar el gatillo a fondo hasta que el cargador esté vacío. Es allí arriba, en el castillo de las águilas, donde hay un general prisionero y, aprovechando que los paracaídas caen en Alemania, desenmascarar a un traidor que está haciendo la vida imposible en el Alto Mando británico. Incluso se deben permitir el lujo de traer a un comando americano para acompañar a los ingleses. Sin embargo, según avanza la incursión, nada es lo que parece y el doble y triple juego de los espías, juego sucio en una guerra aún más sucia, se hace presente con total naturalidad. La tabernera inteligente y atractiva, el polizón que también salta, la misteriosa muerte de un miembro de la patrulla, la atractiva tranquilidad del Mayor Smith que suelta, sin moverse un músculo de la cara, que es el hermano de Himmler, los traidores que muestran sus cartas, el Mayor Smith, implacable, que también decide apostar…Y comienza la aventura en un risco imposible, al que sólo se puede acceder a través de un delator funicular en el que, por supuesto, no falta el consabido forcejeo que termina con algún cuerpo precipitado al vacío. Y, la verdad, ya no se hacen películas así.
Lo trepidante es la consigna y no hay un minuto de respiro, tampoco una verdad dicha completamente, y aún menos la seguridad de que todo vaya a salir bien porque hay enemigos por todas partes. Un salto en el corazón de Alemania para rescatar a un general que coordina las fuerzas que, en breve, desembarcarán en Normandía. De suicidas. O, en todo caso, de locos. No, más bien de águilas que deciden poner en jaque a toda una guarnición usando armas como la frialdad y la osadía. Y no cabe duda de que no se debe bajar la guardia en ningún momento, ni siquiera al final, cuando todo parece ya haber terminado. Algún rasguño que otro y la certeza de que se ha dado un paso más hacia la victoria en la guerra. Aunque sea abriéndose paso con un autobús quitanieves.
Basada en una novela de Alistair MacLean, uno de los novelistas más leídos en los años sesenta y autor de otros relatos también adaptados al cine como Los cañones de Navarone, Estación Polar Cebra u Operación: Isla del Oso, Brian G. Hutton dirigió esta operación relámpago de rescate con Richard Burton al mando y hábilmente secundado por Clint Eastwood. El resultado final es una película de aventuras brillante, absorbente, que no deja ni un solo respiro en su mitad final y que nos devuelve la tensión con un ligero sentido del espectáculo que, en muchas ocasiones, se echa en falta. Al fin y al cabo, no todos los días se tiene la oportunidad de ver volar a unas águilas por encima de las más altas cumbres, cazar su presa y emprender de nuevo el vuelo con la respiración liberada tras dos horas y cuarto de persecuciones, explosiones, trampas, traiciones, disparos, dobleces y bravuras. Su desafío hay que aceptarlo obligatoriamente.

viernes, 15 de noviembre de 2019

UN FUNERAL DE MUERTE (2007), de Frank Oz



En un principio, el dolor lo puede todo. Al fin y al cabo, ha fallecido una persona muy querida. No sólo por sus hijos y por su mujer, sino por todo el entorno que ha estado compartiendo sus mejores momentos (y, también, algunos malos). Lo que pasa es que la muerte, a veces, se dedica a sonreír y no sabemos reprimir las carcajadas cuando asistimos al paisaje pintoresco de unos cuantos personajes que no saben o no pueden comportarse como es debido. Ahí está Simon, un tipo inseguro aunque bueno que, por error, se mete una pastilla de ácido creyendo que es un valium y, de ahí, su fascinación por el verde y por estar en paños menores en lo alto de la casa. O Howard, el típico tío que siempre está donde no debe, incluso poniendo la mano. O Justin, que se acerca hasta el funeral sólo para ver si puede ligar como es debido con Martha que, a su vez, quiere casarse con Simon. O Troy, ese chico brillante que estudia farmacia y que, en sus ratos libres, se dedica a fabricar drogas alucinógenas. Y, sobre todos ellos, ese tipo bajito…más bien enano, que nadie conoce y que, sin embargo, parece conocer al difunto mejor que todos los demás. Habrá que andarse con mucho cuidado.
Y todo esto lo observa Daniel que, por increíble que parezca, es el único que es un poco más normal. El caso es que él sólo quiere pronunciar un panegírico por su padre y que todo vaya como la seda y, unas veces por el muerto y otras por los que le caen, no puede y no sale. La locura se instala en medio del dolor y resulta que el muerto escondía cosas muy sorprendentes, los invitados corren de aquí para allá como despavoridos, el tío bajito dice no sé qué de unas fotos y que quiere cobrar parte de la herencia porque, al fin y al cabo, el que ha aguantado al muerto más tiempo es él. Y todo acaba por ser el muerto al hoyo y el vivo al bollo y aquí hay más bollo que hoyo porque, llegada la hora de la verdad, nadie se acuerda para qué ha venido, ni siquiera el tío Alfie, que debe buscar un baño con verdadera urgencia.
Con notable elegancia, Frank Oz dirige esta película de producción británica y que no duda en utilizar todo el humor negro inglés para poner en ridículo la pompa y circunstancia de la muerte cuando lo más bonito y, posiblemente, lo que todos pidamos en nuestra última hora sea que alguien nos recuerde con cariño. ¿Tan difícil es? Pues sí y aquí tienen una prueba evidente. Todos inmersos en sus propios problemas para que, luego, nadie se acuerde de para qué han venido. Ni siquiera el hermano de éxito que, para más escarnio, resulta que es un bala perdida que se gasta todo lo que gana y no puede ni pagar el funeral. No lloren, señores, más vale reírse. Seguro que es el mejor homenaje para alguien que, seguro, ha dejado su huella.