viernes, 29 de abril de 2011

NO MIRES ATRÁS (2007), de Andrea Molaioli

Un hombre debe investigar un caso de asesinato con mimbres de sentimiento. La víctima es una chica que era aún más hermosa que el abrupto paisaje de montañas y lagos que fue testigo del crimen. Y cuando se empieza una investigación de esta clase, se suele mirar al pasado de la víctima. En esta ocasión, el hombre se equivoca. La respuesta está en el futuro. Un futuro que ni siquiera existe.
Todos parecían querer a la chica pero todos también guardan una íntima razón para matarla. En los ojos del inspector encargado del caso, sólo yace el cansancio por una vida con la que ha tenido que cortar puentes de forma muy equivocada. Es observador y su mirada escruta cada uno de los detalles del verde que rodea a la muerte. Pronto se dará cuenta de que el mismo asesinato será para él una lección de cómo vivir, de cómo no hay que rendirse, de cómo no hay que esconderse. Y es que ocultarse de la realidad sólo lleva al resentimiento, al rencor, a la esquina demasiado escorada de la venganza y es entonces cuando es imposible encontrar el camino de vuelta.
El entorno parece un personaje más de la trama criminal en la que se tiene que mover la investigación. Las casas apacibles en medio de la tranquilidad rural de un pueblo que espera a los hombres en su regreso de la gran ciudad, o con el suave sonido de la azada de algún labriego que tiene que roturar a la tierra ingrata para que, entre la nieve y el fresco, brote algo de calidez, hace que el tiempo asegure que todos saben todo de todos y las apariencias, en la provincia, cobran muchísima más importancia pues, en caso contrario, serás pasto del terrible juicio del cotilleo.
El minusválido psíquico dominado por un padre amargado en su físico impedido, el entrenador de hockey tan equívoco como oportunista, el dueño de un bar que se separó de su mujer porque su hijo murió en un accidente tan estúpido como terrible, el novio que llora mientras corre y que intenta encontrar los porqués sin tener ni idea de los cómos, el padre que llora la pérdida desconsoladamente porque en las típicas imágenes de video familiar parece trascender que había algo más que adoración por la hija, el inspector de policía que se desespera mientras intenta no ser herido con la cruel locura que padece su mujer, la única hija del matrimonio que se va recluyendo poco a poco en el mutismo porque, al no querer que conozca el sufrimiento, su padre no hace más que ahondar en la mentira que implica un desprecio por una madurez que aún no posee...Todos ellos parecen personajes que están a la espera de algo que dé sentido a unas vidas que se descolocan todavía más por un asesinato en postura de piedad, en rostro vuelto por una culpabilidad que pesa ya demasiado. Esto es una muestra de cine negro que huye del expresionismo y nos adentra en la naturalidad sin énfasis, sin tildes escenográficas, sin más puesta en escena que la desnudez de una situación en la que nunca, nunca es siempre, siempre.
Dominando toda la escena está Toni Servillo, un veterano actor italiano que es vector de ojeadas en cada una de las motivaciones y que es incapaz de mirar dentro de sí para ver dónde tiene encasquillado el raciocinio. La puesta en escena de Andrea Molaioli es austera y efectiva, con una clara inspiración en el estilo de Nanni Moretti, con el que ha trabajado como ayudante de dirección, y contiene un error de cierta envergadura al rodar la película en soporte magnético, lo que la priva de una fotografía que podría haber sido bellísima. Aún así, no hay mujeres fatales, no hay frases muy agudas, no hay situaciones de tensión. Ni siquiera hay un mal disparo que llevarse a la sangre. No hay histerismos ni rebeliones de último momento. Sólo un misterio resuelto con el naturalismo como enseña pespuntada con hilos muy precisos de negrura. Y eso no deja de ser un complicado encaje de bolillos. 

jueves, 28 de abril de 2011

CÓDIGO FUENTE (2010), de Duncan Jones

Vivir muchas veces la realidad en sus ocho últimos minutos es la puerta que se intenta abrir para prolongar una leve sensación de felicidad. El nihilismo asesino se esconde en esos ocho minutos pero, en ellos, hay una infinidad de detalles que hacen que, a cada nuevo intento, nazca la ilusión por una vida diferente, la persecución por un destino diferente e, incluso, el deseo de morir de forma diferente.
La utilización del recuerdo que aún se mueve en el cerebro después de la última curva no deja de ser una violación consumada de la intimidad de unos extraños que han muerto por la ira de un tipo tan listo como patético. Sólo hay que volver al código fuente que permite que la inconsciencia se mezcle con la experiencia. Y ahí es donde la búsqueda comienza a ser pura pasión.
Todo esto es un jeroglífico de palabras que no llevan aparentemente a ninguna parte salvo a una posible realidad paralela que está fabricando mi pensamiento para conseguir un poco de calor entre las letras de confusión. Con estos mimbres, Duncan Jones, que ya realizó una película de alto interés y de múltiples desviaciones de la verdad vivida en Moon, nos propone viajar con Jake Gyllenhaal una y otra vez al nudo que siega vidas, que corta futuras sonrisas, que niega el minuto siguiente a un tipo que ya no tiene carne para ser herida. Y así, obviando la lógica de todo el asunto en una explicación que parecerá ambigua al más espabilado, nos trasladamos a la escena del crimen en un vagón que corre desbocado hacia el caos y el fuego.
Jones completa el círculo de inalterabilidad de un tiempo que todavía no ha ocurrido pero que ya está escrito con leves faltas que poco importan (¿cómo conoce el protagonista el número de teléfono de la oficial Goodwin, incómodamente interpretada por Vera Farmiga?) y realiza un ejercicio de cine de acción con algún que otro truco inteligente que evita el mayor peligro de toda la historia y no es otro que el estancamiento motivado por la repetición continuada del mismo punto de partida.
El resultado es un toque de atención a la vanidad, una súplica por no perder la ética que se ha extraviado en estos días que vivimos, una teoría perfilada entre la ciencia y la ficción sobre el derecho a poder elegir cómo queremos que sea nuestra propia muerte, la seguridad de que todos los acontecimientos realmente importantes son cíclicos, el terror que debería sumirnos en la nada por no haber hecho las cosas a su debido tiempo y el tremendo adiestramiento que requiere por los meandros de la locura el morir, el morir, el morir. Con las mismas letras, con los mismos acentos.
Por supuesto, el público apenas respira, sin importar demasiado el lío de memorias, deseos incumplidos, introducciones en un programa informático de demasiada complejidad para ser explicado con nitidez y vacilaciones de una ambición que no se mueve precisamente por el bien común. Lo que es evidente es que el espectador queda atrapado entre una maraña de situaciones repetidas con notable eficacia y que, en cada una de ellas, se sabe dar un giro a un buen montón de cortometrajes de mismo planteamiento y distinto desenlace.
Válida como película de acción, cruel con una ciencia que nos convierte en esclavos y lúcida como fábula reflexiva, Código fuente no deja de ser apreciable y algo distante porque bebe, con algo de descaro, de otra historia de tono contrario y parecidas intenciones como Atrapado en el tiempo, de Harold Ramis. Quizás como el testigo redundante de una catástrofe que no se puede evitar salvo que pongamos todas nuestras fuerzas al servicio de lo que verdaderamente anhelamos. 

martes, 26 de abril de 2011

M, EL VAMPIRO DE DÜSSELDORF (1932), de Fritz Lang

El asesino está entre nosotros. Ocho niñas a las que el vil psicópata ha arrebatado la vida. La policía se muestra impotente ante la ausencia de pistas. Detienen a todos. Y hay intereses ocultos que ven este ejemplo de ineficacia policial como una amenaza para el negocio. El hampa se pone en marcha para capturar al infanticida. La cruel ironía del destino hace que sea un ciego el que identifique al hombre en cuestión. Una melodía rusa mal silbada y a destiempo es lo que descubre al criminal. Fingiendo un tropezón, alguien con una tiza le marca una “M” en la espalda. M de Mörder…A de Asesino. Y la caza comienza dentro de una jaula. La Mafia organizada consigue atraparle. Más allá de la crueldad destilada sobre la piel que aún no ha vivido, hay un hombre mentalmente enfermo, que mata por necesidad, por librarse de unas voces imaginarias, un autoexcluido que no puede integrarse en una sociedad que, ya de por sí, está enferma. Se celebra un juicio, una farsa, en los restos de una fábrica abandonada. A la crueldad con la crueldad. El asesino es sentenciado a morir por las iras de un populacho que no soporta la indignación del perdón, que no quiere mirarse hacia dentro y ver que también ellos son los culpables de haber germinado un ser que no ve más allá de la tranquilidad que le proporciona el asesinato a sangre fría de niñas inocentes. Él es como un globo lleno de gas que se ve atrapado por los cables del tendido eléctrico. Es la debilidad de la infamia. No puede desasirse del placer de matar. La policía acabará con todos por la indiscreción de uno de los nuestros…y, sin embargo, no se hará justicia con un hombre que merece morir.
M, el vampiro de Dusseldorf es una de esas obras maestras que el cine quiso darnos de la mano de Fritz Lang. Y cuando se vuelve a ver esta película, el terror se aparece dentro de nosotros por la visible muestra de una sociedad en la que sólo funcionan vaguedades y acusaciones, ira desatada bajo imperios de miedo, rostros desencajados exigiendo linchamientos públicos, largas noches de venganza rumiada.
Un año después del rodaje de esta película, el nazismo se aupó al poder en Alemania…y la película fue prohibida por la dictadura parda del terror elevado a ley…El asesino está entre nosotros…

EL GENERAL DELLA ROVERE (1959), de Roberto Rossellini

Las calles parecen un laberinto de desconchados con infinitas tonalidades de grises. Entre las esquinas, una sombra negra se desliza entre la desesperación y la derrota. Es un hombre que no ha dudado en timar a quien le ha querido, en engañar a quien ha confiado en él, en traficar con joyas, con pieles, con sentimientos…con vidas humanas. Y aún hay algo dentro de él que le incita a la honestidad, a creer con firmeza que no todo es despreciable, que algo hay de positivo en lo malas que llegan a ser sus pisadas solitarias. No le importa hacerse pasar por fascista, por partisano, por noble o por militar. Para él sólo hay un verbo que conjugar y es sobrevivir.
Por tanta razón acostada en su moral, tiene que haber un lugar para el heroísmo. Más que nada porque hay vidas que saben, que tienen la íntima certeza, de que valen más muertas que vivas. Es hora de convertir al falso zafiro en joya de sinceridad. No importa que se base en mentiras, no importa que todo sea una farsa del sentimiento. Lo que importa es la esperanza que se proporciona con la muerte. Así se deja de fingir y ya de paso se lavan tantos pecados, tantas miserias y se deja de patear las calles en busca de un poco de suerte que parece tan esquiva a quien malvive mendigando a cambio de un pequeño fraude. Las mesas de juego llorarán pero a nadie le importa mantener el tapete impoluto porque es tiempo de dar esa sangre que tanto se ha ahorrado con tal de dejar de respirar entre el aire pesado y gris del invasor.
Por el camino de la redención, habrá mujeres que quieran ayudar al errabundo y distinguido desertor de la vida. Una querrá darle todo el dinero que tiene por algo que sintió, otra querrá darle mucho dinero tan sólo por destapar su charada de enésimas bandas y aún otra le enseñará que el cariño, el auténtico, está reservado para aquellos que actúan con la honradez del que lucha y no esconde las jugadas y para ellos siempre hay una espera, una palabra justa, una fotografía que, aunque lejana, sólo se puede mirar con la vista nublada por las lágrimas.
La delación suele ser tan baja que hace perder el alma al hombre que la practica. Es preferible la herida en la carne que la llaga en el corazón. Sacar el valor de una mentira puede ser tan válido como la arenga sincera de un héroe entre rejas. Al fondo, el error del que no sabe calibrar lo grande que puede ser un farsante porque cree que los seres humanos tienen un precio aunque no tiene ni idea de que esa etiqueta puede consistir en una bala que construya el mito y derribe la arcilla viscosa del perdedor.
Roberto Rossellini erigió un cerco a la realidad con ayuda de la elegancia de Vittorio de Sica. Ambos fueron generales que rozaban lo más íntimo de la valentía y de la resistencia frente a la guerra que siempre se cobra héroes entre las víctimas. No importa que sean en ciudades abiertas, en avances tardíos o en cárceles de propaganda. El significado de todo es la vida fotografiada para que todos podamos ver. Y juzgar.

viernes, 15 de abril de 2011

RIFIFÍ (1955), de Jules Dassin

Vamos a dejar descansar el blog por unos días para refrescar ideas y volver con más fuerza. Retomaremos el trabajo diario allá por el martes día 26 de abril. Os espero a todos después de que paséis unos felices días de vacaciones.

François Truffaut llegó a decir que ésta “es la mejor película de cine negro que he visto en mi vida”. Y no cabe duda de que Rififí, de Jules Dassin, tal vez sea uno de los títulos punteros de este género en Europa. Es una película que sorprende por su brutalidad, que hiere en su más que patente y atrevida sensualidad. Y la magistral secuencia del atraco, de 32 minutos de duración sin una sola línea de diálogo y sin música, es impactante y todo un ejemplo de cine duro, cronometrado, milimétrico y sin concesiones. Estéticamente, es un clásico poderoso (basta con ver la escenificación a base de sombras de la canción que da título a la película) y se nos plantea, de forma apasionada, cómo se puede ser un ladrón y, sin embargo, tener un cierto sentido de la moralidad para no deshumanizarse dentro de un mundo en el que la vida vale menos que un diamante de cristal.
Rififí es un término del argot francés que significa algo así como un intercambio de golpes, algo parecido a lo que pudiera ser en nuestro idioma como “Rifirrafe”. Y la película es un intercambio de golpes, sí, a tres bandas: La banda de ladrones que planea el atraco perfecto, la banda rival y el espectador. Ninguno sale ganando. El pulso de Dassin (que también interviene como actor en el papel de César, el experto reventador de cajas fuertes y con una incontrolable afición a las mujeres) es absolutamente firme, adelantándose en veinte años (la película es de 1955) al cine de Martin Scorsese y consiguiendo una obra maestra más negra que una Lüger con una bala en la recámara.
Hay ocasiones, como diría el poeta Longfellow, que al vernos al final del camino, con un pie ya en el estribo, nuestra condición de hombres aún nos invita a perpetrar alguna última hazaña, alguna última ilusión. Y eso es lo que hace Lestefanois, el mejor en su oficio (un durísimo, de mirada de hiel, Jean Servet). Después de cinco años en la cárcel por no delatar a quien quiere como a un hijo, sale enfermo y se decide a morir, sí, pero a morir rico. Dentro de él hay una ética rigurosa que, aunque no rehuye la venganza e incluso la tortura, le convierte en un personaje único en el hampa. En ningún momento hay planteada la posibilidad de una traición porque precisamente eso es lo que Lestefanois no soporta. Sólo tiene la permanente demostración de una profesionalidad intachable. Al final, sólo un niño sobrevivirá como prueba de su triunfo. Una victoria escrita con la tinta roja de la sangre escapada. Un vencer sólo para morir. Un final de agotamiento…cuando todo lo que tenía que hacer ha sido hecho. Rififí no tiene nada que envidiar a ninguna otra película del género negro. Está hecha del material con el que se forjan las cajas fuertes.

jueves, 14 de abril de 2011

LA LEGIÓN DEL ÁGUILA (2010), de Kevin McDonald

-. Desde luego, no hay nada como 300.
-. Perdón, no hay nada como Espartaco.
Este es el leve diálogo que mantuve con la espectadora sentada a mi izquierda al oír su comentario de admiración hacia la película de Zack Snyder. Y lo reafirmo, lo reitero y lo declaro con voz bien alta. Y es que esta supuesta historia de romanos en busca del honor y de la libertad es tan prometedora como frustrante, tan interesante como débil y tan vigorosa como falsa.

Y es que, para empezar, hay que poner muchos reparos a un guión que funciona a saltos, con una armazón que se tambalea a cada nueva secuencia y con unos recursos infantiles que hacen que toda la situación de partida, atrayente y adecuada, se convierta en algo inútil, como la herida de una espada hundiéndose en el agua, que apenas siente y sigue su camino más allá de los muros del mundo conocido.
Para seguir, habría que meter en el psiquiátrico al director de todo el tinglado, Kevin McDonald, nieto del gran Emeric Pressburger y que aquí da toda una demostración de que el talento puede no ser cuestión de genes. Stanley Kubrick, precisamente, cuando se incorporó al rodaje de Espartaco en sustitución del previsto Anthony Mann, se encontró con un guión que no incluía ni una sola secuencia de batalla, todo se daba a entender a través de paisajes después del combate. Kubrick habló con Kirk Douglas y le dijo que eso no podía ser, que él mismo iba a diseñar unos cuantos enfrentamientos bien hechos y mejor rodados porque si no el público se iba a sentir muy decepcionado. Pues el tal McDonald me ha decepcionado profundamente porque, a pesar de que hay dos o tres secuencias cruentas y repletas de acción en la película...diablos, no se ve ni jota. Y además, en algún momento, hasta se puede uno dar cuenta de que es culpa exclusiva del tipo que da las órdenes porque hay secuencias coreografiadas y que, sencillamente, se niega a mostrar porque queda mucho más chulo y hace más romano que sólo se vean gotas de sangre salpicadas y un movimiento que, de tan impreciso, el cerebro no puede rellenar porque no se sabe muy bien qué es lo que esta ocurriendo.
Para continuar, hay que ver la tendencia sádica que se nota en algunos de estos modernos creadores poniendo en la misma escena a un actor de verdad con otro que, ni de lejos, llega a serlo. Y aquí el pobre de Channing Tatum, de físico muy potente y adecuado en el tono de ira contenida pero muy corto de registro, se las tiene que ver en varias tomas con Donald Sutherland. La diferencia es tal que, sencillamente, sólo se mira en una dirección y no es hacia el protagonista, sino a ese gran actor que sabe más por perro que por viejo y que, en los pocos minutos que aparece, demuestra su sabiduría a través de miradas que hacen que su personaje exista. El otro sólo intenta que su personaje actúe. Eso sí, hay que reconocer que, teniendo menos campo para batirse, Jamie Bell, el niño ya no tan niño de Billy Elliot, aún tiene un par de momentos que merecen algo la pena aunque sin saltar fuegos artificiales.
Y luego hay estancamientos clamorosos de la historia, con la aparición de esa tribu celta que es la resolución del honor que busca el supuesto héroe y que se parecen sospechosamente a los guerreros de Avatar y que hacen que, durante un buen rato, todo se derive con premeditación y alevosía hacia La presa desnuda, de Cornel Wilde. Como nota positiva habría que señalar el arranque que hace que el público aún tenga la esperanza de ver algo con sentido y trabajado, hasta que las primeras espadas empiezan a cruzarse y ahí se ve que no se ve nada y que el director vale menos que la vida de un esclavo de origen noble. Y al final, al abandonar el cine al espectador no le queda otro remedio que iniciar la retirada con la afamada táctica de la tortuga romana.

martes, 12 de abril de 2011

LOS PUENTES DE TOKO-RI (1954), de Mark Robson

Mark Robson era uno de esos directores intuitivos que, de vez en cuando, nos deparaba algún golpe que rozaba la obra maestra pero siempre sin salir de su categoría de artesano sin vitola de autor. Ahí tenemos muestras tan apreciables como Más dura será la caída, la última y excelente película de Humphrey Bogart, o la maravillosa película sobre la ascensión boxística de un campeón que olvidó los escrúpulos en algún lugar del camino con un Kirk Douglas inspirado en El ídolo de barro o, incluso, la excelente y desconocida película de temática racial y judicial con un eficaz Glenn Ford  La furia de los justos.
En esta ocasión, Robson contó con todo para triunfar. Un dúo protagonista que le aseguraba el éxito en taquilla como William Holden y Grace Nelly, apoyados en un Fredric March que nunca en su vida conoció el significado de “estar mal” y un atípico y adulto Mickey Rooney. Sin embargo, Robson no atina del todo con el intento de mezclar, casi a partes iguales, las partes que nos sumergen en el conflicto naval y aéreo y la vida privada del protagonista, seguramente para subrayar la idea de que debemos simpatizar con él. Aún así, partiendo de la meritoria novela de James Michener y con una fotografía más que notable de Loyal Griggs, la película se convierte en un fiel retrato del trabajo realizado por la aviación naval, con escenas de notable realismo y con un punto de vista que se aleja del puramente admirativo para centrarse en un reportaje imparcial sobre unos hombres que, una vez más, fueron a combatir a una guerra que no era la suya.
Y no, no hay que confundirse. La película no es un homenaje a los héroes, sino una constatación de la pura tragedia que es la guerra. En todo caso, es una pintura al queroseno del meritorio trabajo de unos hombres eficaces que distaban mucho del heroísmo pero que, sin duda, eran unos profesionales. Como mera anécdota, podríamos destacar que uno de los pilotos que están al mando de los aviones que surcan los cielos de esta película es Alan Shepard, que pocos años después se convirtió en el primer hombre lanzado al espacio por los Estados Unidos dentro de los programas Apolo y Mercurio.
No es la mejor película que se ha hecho sobre la guerra de Corea. Ese honor lo ostentan La colina de los diablos de acero, de Anthony Mann; y Casco de acero, de Samuel Fuller, pero sin duda es un descriptivo y agradable trabajo que hace que sintamos la necesidad de preguntarnos qué es lo que dejamos en casa cuando tenemos que comportarnos como oficiales. Pongámonos la cazadora de cuero con piel de borrego y seamos uno de esos hombres que, con la vida, sembró el terreno para que otros realizaran sus hazañas.

lunes, 11 de abril de 2011

VEREDICTO FINAL (1982), de Sidney Lumet

En homenaje al último representante vivo de la llamada "generación de la televisión", Sidney Lumet, que nos dejó con un largo reguero de juicios eternos, de asesinatos en trenes, de corrupciones policiales y de cine para recordar. Damas y caballeros, la obra maestra de este director.

Al fondo de un vaso de whisky se halla la dignidad de Frank Galvin. La mediocridad ha sido su compañera durante toda su vida y cuando el fracaso ha golpeado en su destino, lo ha hecho con fuerza. Ya no le queden muchos asideros con los que sobrellevar su cartera de abogado. Tal vez, tan sólo, una máquina de puntos y el líquido amarillento que atraviesa su gaznate en busca de la tranquilidad que nunca ha tenido, que le quema por dentro y le convierte en humo por fuera es lo que le resta en algún lugar de su acabado interior.
El caso de un error médico encubierto en un hospital tutelado por la iglesia hace que, en el último momento, él recuerde que un día creyó en algo más que en el dinero y en arrastrarse por tascas mugrientas. Frank Galvin no es nada. Es un cero a la izquierda. Fue brillante y le colocaron un torpedo en la línea de flotación para hundirse lenta, muy lentamente. Enfrente tendrá a un ave de rapiña, el abogado Concannon, poseedor de todos los medios, incluso el de fabricar la razón. Y para ello no duda en utilizar el espionaje legislativo, el chantaje, la ocultación y el poder retorcido de quien maneja la ley a su conveniencia y omisión. Detrás de las cámaras, un director que sabía mirar a través del objetivo, que sabía escrutar sensaciones y sacar lo mejor de todo lo que pasaba por delante. Es el sello de los que podían hacer algo más que cine.
En Veredicto final, de Sidney Lumet, basada en uno de los guiones más modélicos del cine moderno, obra de David Mamet, había un actor llamado Paul Newman que se metió en la piel del fracaso para viajar por los rincones de la personalidad errática de un abogado perdedor por naturaleza y, tal vez, por convicción. Parece como si hubiera sido capaz de deshacerse de su rostro de perfección y se transformara en la soledad de un vaso apurado hasta la última gota, de máscara encanecida de dolor, de viaje de vuelta sin estación de destino, de desolación por ver la vida pasando por delante de él sin atrapar nada que le haga sentir la mano llena y el apoyo firme. El trabajo de Paul Newman es tan vital y desesperanzado y, al mismo tiempo, tan ingrato, que te deja la sensación de que, ni aunque quisieras, podrías ayudar a ese hombre que ha convertido su existencia en un continuo declive, en un tobogán con piscina de Johnnie Walker al final del descenso. Y el veredicto de todos aquellos que saben mirar es justo e inapelable: Paul Newman es culpable de gran actuación en primer grado.

viernes, 8 de abril de 2011

¡SUSPENSE! (1961), de Jack Clayton

Adentrarse en los meandros de la degeneración moral es tarea reservada a inocentes. Para ellos, todo descubrimiento es la ruptura de un tabú. Todo paso más allá de los límites de su ingenuidad es una luz en la oscuridad. El beso de un niño a una mujer adulta es una de las secuencias más turbadoras que he visto nunca mientras el fantasma de la frigidez y la represión sexual se pasean por los jardines de la placidez en busca de los últimos juegos prohibidos. El rostro del mal sólo se insinúa por la expresión y lo que es inocencia se convierte en pura depravación, puro infierno encerrado en las paredes de una mansión que han visto cómo otra vuelta de tuerca hace saltar la brida del equilibrio encontrado a través de la falacia y el engaño.
Todos tenemos un lado de una turbiedad atrayente que hace que, en parte, seamos unos desconocidos para nosotros mismos. El día no disipa esa oscuridad personal que nos hunde en sueños reprimidos, en sexualidad enfermiza, en enseñanza de la maldad. A veces, atisbar en esa penumbra, nos hace revivir y apreciar lo que realmente somos. En otras ocasiones, mirar puede ser la jeringuilla que nos inyecte la droga que haga que sólo deseemos querer más…Los abismos de la lujuria desatada se nos hacen familiares y atravesamos el cristal que separa la vida de la muerte con una facilidad que roza lo obsceno. El suspense, así, se mantiene. Y la hora de los inocentes llega con la fuerza del diablo. La vida no importa. Lo único que hierve en la existencia es la bajada al infierno, que es el lugar donde todos acabaremos. Lo que se cree ver es porque antes…ya se ha pensado…
Esta gran joya del terror psicológico que es Suspense, de Jack Clayton, contó con un extraordinario guión debido a William Archibald y Truman Capote basándose en la novela Otra vuelta de tuerca, de Henry James. Y es como si el cine, con escalones de celuloide, nos descendiera hasta el mismo vacío de corazones que no tienen nada que ofrecer, corrompidos por el alma en declive que muere en algún instante del camino de la depravación. Quizá nuestra propia moral sea el reflejo perfecto de nuestros fantasmas.

jueves, 7 de abril de 2011

EN UN MUNDO MEJOR (2010), de Susanne Bier

Árida es la tarea de educar a un niño porque, en muchas ocasiones, no se tiene la palabra exacta, o cuando se tiene, no es lo que él quiere oír, o se cree que se tiene y que has dado una lección cuando, en realidad, tus frases han caído en la decepción y en el abandono. A veces ser padre es sumirse en la soledad y en la desorientación y, como niños, tenemos que encontrar en la oscuridad la misma mirada que ellos buscan.
Es paradójico el sentimiento de ayuda que nos impulsa hacia los más pobres. Queremos luchar para cambiar su mundo y civilizarlos. Queremos cambiar también sus inseguridades por las nuestras y que todos tengan agua, comida, asistencia médica y conexión a Internet. Así todos tendrán la oportunidad de saber, por ejemplo, cómo se fabrica una bomba.
Y así, poco a poco, la comprensión que no hemos sido capaces de poner en práctica en nuestros hogares, sale desbocada hacia tierras en las que mandan los señores de la guerra que no tienen el más mínimo sentido de lo que vale una vida, ni del respeto que hay que sentir por los muertos. Mientras tanto, en el mundo mejor que soñamos para los subdesarrollados, podemos sentir tanto respeto a los muertos que somos presa del pánico más escondido y queremos controlar la vida de los demás para encontrar algún significado a la nuestra.
La falta de reacción no implica necesariamente cobardía. Puede  ser serenidad. Puede ser orgullo. Puede ser la seguridad de que nunca se va a caer tan bajo como para violar por la fuerza la integridad de los que comparten con nosotros banco en el parque. También hay señores de la guerra sueltos en esa sabana de columpios y gravilla aunque tengamos la certeza de que la venganza sólo consigue rebajarnos.
Y lo que, de verdad, nos une a todos los seres humanos es el cariño y no el odio pero estamos ciegos ante las enfermedades y las contradicciones a las que nos somete continuamente nuestra vida diaria. Y ese cariño que no sabemos dar aunque lo tengamos guardado, es el que construye irresponsabilidades en los niños, lo que les sumerge en una mirada de desprecio hacia un mundo adulto que se queda indiferente ante el día inacabable de la infancia, esa misma que es capaz de premiar con muchas sonrisas cristalinas el trabajo diario, consumiendo ánimos y esfuerzo, poniendo encrucijadas morales sobre la mesa de operaciones y arrasando la moral herida ante la visión de tanta pobreza.
En los ojos de un padre que ha visto demasiado horror hay tranquilidad y una envidiable claridad de ideas. En los de una madre que saborea con amargura la soledad, nunca está la frase precisa y el miedo se hace presente en sus pasos de hospital y nerviosismo. En los de otro hombre que ha perdido a su mujer, está la parálisis de la pérdida y la inercia que rara vez es la solución. En los de un niño acosado está la necesidad desesperada de sentirse querido. En los de un huérfano, llenos de intensidad, está el impulso de la dominación y de hallarse por encima de las mediocres vidas que le rodean. Y con todos estos personajes, parece que las arenas del desierto se trasladan a la noche nórdica,  haciendo que el viento caliente de la desolación se convierta en aire frío de rechazo. 
Civilización. Época. Tal vez estar en el momento preciso y en el lugar adecuado regalando generosidad sea el cimiento principal para que el mundo, el mundo de un niño que quiere ser acompañado, el mundo de un enfermo de llagas en un lugar del que nadie se acuerda, sea un sitio mejor para vivir. Cariño. Sinceridad...Y en una azotea de dolor y nada que parece algo, es cuando se puede llegar a saber cuánto nos han querido nuestros padres y los padres de nuestros amigos. 

miércoles, 6 de abril de 2011

LOS AMIGOS DE PETER (1992), de Kenneth Branagh

Peter convoca a todos sus amigos de juventud porque sabe que, de todas las cosas de la vida, lo que más permanece es la amistad. Y no quiere irse sin probarla una vez más. Sabe que, para él, se han acabado las fiestas y la diversión por puro placer. Quiere ver y sentir las huellas que otros han dejado en él y las que ha podido dejar él como rastro de su suave paso. De aquí en adelante ya sólo le van a rodear los hombres de negocios, los irritantes administradores, los insultantes abogados y los obligados médicos. No tiene a dónde ir salvo a un caserón que perteneció a su aristócrata familia y el cariño incondicional de una cocinera que le vio crecer.
Y allí, con él, está el hombre que comenzó a escribir una obra de teatro en su compañía cuando eran jóvenes. Y que le dejó allí. En la estacada. Porque recibió la llamada del dinero fácil y lo mezcló en un cóctel de alcohol y fama. Y parte de sus ilusiones se fueron con él. Ahora vuelve...y vuelve con la vida embargada por una estrella de la televisión.
Y una chica, Maggie, cuyo amor es insultante y que, quizá, no ha logrado la estabilidad sentimental precisamente por eso. Porque hace sentir pequeños a todos los que la aman y ella no se siente saciada de amor, nunca...nunca. Sólo quiere que la devuelvan lo que ella vierte y convierte en amor, en compañía, en comprensión, pero nadie la puede alcanzar. Nadie la puede contentar. Y el único que quizá pueda está a punto de entrar en un túnel sin regreso.
Y un matrimonio de músicos en permanente tensión porque tuvieron mellizos y uno murió de muerte súbita. No pueden superarlo. Ella necesita derramar la culpa en alguien y lo hace con él y él no puede más porque también sufre como ella. La mujer no hace más que llamar por teléfono para ver si su único hijo está bien y él está agotado de pánico, muerto de culpabilidad, metido en el infierno de perder todo lo que más ama.
Y otra chica, Sarah, que toda su vida se la ha pasado corriendo, huyendo del compromiso y refugiándose por el camino en el sexo, en el sexo enfermizo, continuo y fácil, en el sexo sin sentido. Sencillamente porque desconoce el significado de la palabra amor aunque sabe muy bien cuál es el de la palabra amistad.
Habrá advenedizos que acabarán saliendo de las vidas de algunos de ellos. Y ellos, ellos...no tienen otra cosa más que su vida caótica y destrozada porque ninguno de ellos es como quiso ser, porque ninguno encontró lo que buscaba salvo en aquellos momentos mágicos, irrepetibles en que tocaron la amistad de los demás. Momento que no se apropió nadie. Sólo ellos.
Con sus inmensas ganas de estar con los demás. Eso es vivir. El resto es transitar y esperar. Y yo también, alrededor de un piano, he cantado The way you look tonight, he invitado a una chica a bailar sin más intención que la de dejarme envolver por el aire de una amistad que se esfuma tan rápidamente como el empujón de una vida que no quiere entretenerse en una simple melodía.
Mientras ustedes ven Los amigos de Peter, de Kenneth Branagh, yo me pondré algún disco de vinilo que me recuerde aquella sensación de estar acompañado de personas que, de alguna manera, nunca podrán dejarme.

martes, 5 de abril de 2011

EL BAILE DE LOS MALDITOS (1958), de Edward Dmytryk

Michael (Dean Martin) es una estrella de Broadway que no sabe muy bien cuál es el significado de ser un hombre. Siempre toma atajos hacia su comodidad, hacia su falta de compromiso. Sólo quiere vivir bien, salir con su chica, rodearse de lo que tanto le ha costado y dejarse de guerras en Europa, de instrucción militar, de obediencia obligada. En medio de un bombardeo, justo allí en el más cómodo de los destinos, con un despacho como trinchera, cambiará de opinión para ir a primera línea porque llega al convencimiento de que si se queda donde no sirve, no tendrá su propia estima y habrá siempre una sombra de desprecio en la mujer que ama. Ambos saben que otros no dejan de luchar y él no tiene derecho a la retaguardia.
Noah (Montgomery Clift en pleno camino a la ruina física) es un judío sencillo, también enamorado, que cree que en la guerra podrá ser útil porque, realmente, no es que sepa hacer mucho. En el cuartel tampoco es muy hábil, es un enclenque un poco pusilánime y la compañía sufre castigos por sus torpezas. Deciden hacerle la vida imposible. Él no se rinde. Luchará hasta la extenuación por hacerse un hueco en el respeto de los demás. Pero es un hombre que no tiene las cosas muy claras y cometerá el error de desertar porque llega a creer que no hace nada allí salvo luchar por una dignidad en la que nadie repara (qué duro es eso). Una niña a punto de nacer la hará cambiar su pensamiento. Regresará para unirse a su compañía y batirse en Normandía. Y Noah Ackerman se convierte en un auténtico soldado, que salva vidas y quiere salvaguardar la suya por encima de todo, porque sueña con el día en el que podrá ver a su hija…
Christian (Marlon Brando) está en el lado alemán. Es apenas un criado de los turistas, un mero instructor de esquí que cree que con Hitler las cosas mejorarán. Se alistará y llegará a capitán de la Wehrmacht. Pero en el camino asfaltado con sangre que tendrá que recorrer se dará cuenta de que la guerra no es para el futuro de un país, ni para mejorar la calidad humana de la ciudadanía sino que está llena de viles satisfacciones de la crueldad. Un disparo sin piedad a un moribundo. Una mujer que se le ofrece a destiempo. El temor a que se castigue a quien ama por el hecho de amarle. Un campo de exterminio…todo desemboca en un arranque de auténtica furia en el que golpea su arma contra el tronco de un árbol caído destrozando toda la violencia moral que le ha arrasado por dentro y ha hecho de él apenas un vagabundo en retirada que espera el consuelo de una bala…lo malo es que esa bala saldrá sin avisar y cuando él, víctima de la propia moral que condena, tampoco tenga oportunidad de defensa.
Basada en una excepcional novela de Irwin Shaw, Edward Dmytrik dirigió El baile de los malditos como un apasionante retrato de las razones humanas que intentan sobrevivir en medio del odio. Balas de convicción en trincheras inexpugnables de brutalidad que creemos que nunca se pueden alcanzar.

viernes, 1 de abril de 2011

ARABESCO (1966), de Stanley Donen

No hay ninguna duda de que la intención del director Stanley Donen a la hora de realizar esta película fue la de reeditar el éxito que tuvo unos años antes con Cary Grant y Audrey Hepburn en la maravillosa Charada que situó en el guión de Peter Stone uno de sus principales activos y que, aquí, firma como coguionista con el seudónimo de Pierre Marton. Para esta ocasión, Donen quiso contar con la misma pareja protagonista pero Hepburn no hacía la película si Grant no aceptaba y éste ya había decidido que no quería envejecer más delante de la cámara y se había retirado un año antes con la mediocre Apartamento para tres, de Charles Walters. El resultado es que en esta ocasión hay jeroglíficos, hay misterios, hay intrigas, hay un ligero intercambio de papeles y la química entre Sophia Loren y Gregory Peck no funciona con tanta perfección como la de Hepburn y Grant. Y es que es muy difícil repetir la magia aunque se tengan todos los mimbres de la calidad trabajando a la vez.
Donen, por otro lado, también se dejó arrastrar con cierta contención hacia la estética “pop” que comenzó a mandar a mediados de los sesenta y eso ha hecho que la película envejezca más de lo debido. Pero no hay que dejarse engañar. Es muy entretenida, con un suspense bien trazado, con momentos que merecen la pena, enlazados con una trama  tejida con gracia y eso hace que la historia tenga un cierto valor para quien desee pasar un rato agradable intentando descubrir qué es lo que esconde el rompecabezas hitita que tan de cabeza trae al egiptólogo interpretado por Gregory Peck.
Uno de los mayores aciertos de todo el asunto está en que hay una leve capa de humor que hace que las aventuras y desventuras de los protagonistas parezcan que no son demasiado serias, entre otras cosas, porque hay un enigma con piernas de vértigo bajo la piel irresistible de Sophia Loren, con un personaje que, en sí misma, es una charada, una broma continua, un delicado roce de erotismo para un ratón de biblioteca interesado tan sólo en la sensualidad que desprenden las hojas de papel de un tratado sobre criptografía.
Mención aparte merece tanto el vestuario lucido por la Loren diseñado por Christian Dior, como la música del genial Henry Mancini, que pone color y ambiente a las raras formas que siempre aparecen en los misterios del Oriente Medio, por otra parte, indescifrables aunque apasionantes. Así que es el momento de dejar que la belleza de una gran actriz invada el salón y que la caballerosidad de un hombre adusto e inteligente sirva de introducción a un acertijo que, con sus defectos incluidos, resulta delicioso. Estoy seguro de que, al final, se preguntarán por qué los caballeros las prefieren rubias y hasta qué punto es mejor un zarrapastroso antes que un señor que tiene cerebro, clase y educación. Se sentirán como si fueran montados en una seductora serpentina que les arrastra por el aire con levedad pero también con la sorpresa como guía. Es para mirar, divertirse y olvidarse de todo.