martes, 31 de marzo de 2020

LA CACERÍA (1985), de Alan Bridges



Hubo un tiempo en que los grandes asuntos de la burguesía y la aristocracia se trataban mientras un puñado de invitados a una enorme mansión se entretenía pegando cuatro tiros a todo lo que pasaba volando por allí. En esta ocasión, hay que asistir a las opiniones de unos cuantos ociosos cuando la Primera Guerra Mundial está a punto de estallar. De algún modo, también viene a significar una especie de despedida. A partir de este momento, ya no habrá fines de semana interminables con tazas de té impolutas, conversaciones que oscilan entre la futilidad, la inutilidad, la trascendencia y el infantil juego del poder. Y hay una cierta sensación de melancolía porque, aunque no acaban de definirlo, todos estos oligarcas presienten la hora de la despedida. El mundo eduardiano entona su cántico de adiós y las interrelaciones que existen entre estos ociosos cobran una especial importancia entre la pesadumbre. Entre carreras, discusiones de arte y política, mascaradas, juegos de cartas, largos paseos bajo el frío y meriendas campestres, la discreción preside sus inquietudes. Hay favores sexuales para saldar deudas de juego, mantenimiento enfermizo de apariencias, tensiones, amenazas permanentes hacia el orden establecido y, por supuesto, un desprecio insultante hacia la posibilidad de una guerra que nadie desea. Un sirviente rescata unas cartas de amor para escribir él mismo unas líneas a su amada, existe una cierta agitación social porque, como siempre, unos viven demasiado bien y otros no tienen nada. El cambio está a punto de llegar mientras, escondidos tras las escopetas, esos aburridos y pretenciosos integrantes de la clase más alta creen que el imperio perdurará mientras consigan someter a esos provincianos ruidosos. Al fin y al cabo, la seguridad es algo a lo que no se puede renunciar, por mucho dinero que se tenga.
Los más nobles ideales, cuando se alejan de la realidad, deben terminar en un sonoro fracaso o, lo que es aún peor, en una ridícula catástrofe. Y el amor, en tiempos en los que ya se engrasan los cañones, también se convierte en un ideal que se antoja casi inalcanzable. El drama acaba por desatarse cuando, de forma totalmente accidental, un aristócrata hiere a un sirviente. Cuando eso ocurre, y con la perspectiva histórica en la mano, no se puede pensar otra cosa que precisamente eso es lo que ocurre en la guerra. Millones de sirvientes muertos por culpa de una clase dirigente que no sabe apuntar con propiedad.
La última película de James Mason ofrece una memorable interpretación de este gran actor, acompañado por un elenco de prestigio incontestable como Edward Fox, Gordon Jackson o John Gielgud. El ritmo que imprime la dirección de Alan Bridges, así como su puesta en escena, remite invariablemente al de James Ivory, aunque, quizá, con mayor mordacidad e incomodidad. Y aún así, se puede terminar la película con una sensación de que los personajes son comprensibles, con actitudes coherentes ante su posición, en muchos casos injusta, en la vida. La transformación de la sociedad está ahí delante, al otro lado de unas cuantas bombas, y los tiros ya no se van a pegar a unos patos, sino a personas. Sí, la cacería va a terminar, y va a ser todo un éxito.

viernes, 27 de marzo de 2020

SOSPECHOSO (1987), de Peter Yates



Un juez se suicida y el cuerpo de una joven secretaria aparece varado en el río Potomac. Washington es un hervidero de sorpresas y parece que lo más fácil es culpar al más débil, al que no tiene posibilidad de defenderse, al que la vida ya ha condenado mucho, mucho antes. La opulencia de los políticos y de la clase dirigente al lado de la miseria de los sin techo, que tratan de buscar ventaja de todo lo que encuentran. Y en medio de una deuda con la justicia a la que no se debe dejar inclinarse del lado de los que menos la necesitan. Para ello está el Departamento de Abogados de Oficio y, en él, la profesionalidad de una mujer del empuje y la rabia de Kathleen Riley que, a pesar del cansancio y de que ha renunciado a todo para defender a los que no pueden pagarse un defensor, sigue ahí al pie del cañón, demostrando que la valentía es un nombre de mujer y yendo un poco más allá que todos sus colegas.
El problema, en el fondo, es legal. Los abogados no pueden entrar en contacto con los miembros del jurado mientras dure el proceso. Y hay un jurado que está encontrando dudas razonables en el asunto. Es muy observador porque es un buscador de votos del Congreso y está muy acostumbrado a saber qué es lo que la gente quiere y en qué momento. Y ese mendigo, abandonado por todo y por todos, no es culpable. Y nadie se ha dado cuenta. Mucho menos ese juez implacable que parece guardar una cierta hostilidad contra todas las partes implicadas aunque algo más contra la letrada Riley. Hay que fijarse en los detalles, ver con qué mano se coge un lápiz, negociar una prueba con otros indigentes, estar listo cuando se trata de escapar a la vigilancia y estar ahí para que la propia abogada tenga una vida que recuperar. No es fácil para un simple jurado que tiene prohibido discutir los pormenores del juicio con nadie. La justicia va a dar muchas vueltas en este caso, abogada. Y no se admite la protesta.
No cabe duda de que Sospechoso es una película ligera, que se deja ver con disfrute, porque es entretenida y con resultados fáciles. A ello ayuda que esté dirigida por un perro viejo como Peter Yates e interpretada con competencia por Cher y por Dennis Quaid que, a pesar de la diferencia de edad, hacen creíble el imposible romance que surge entre ellos. De fondo, la crítica social hacia una sociedad que cada vez se olvida más de los menos favorecidos y que encuentra en el rostro de Liam Neeson una razón más para la desesperación y el abandono. Nadie quiere volver a entrar si no se les deja volver a entrar. Es así de sencillo. Y la sordidez y el asesinato llegarán por sí solos. A pesar de que sólo es un ajuste de cuentas con un pasado que se aleja a demasiada velocidad llevándose consigo todos los secretos. Incluso los que más tienen que esconder. Y no son, precisamente, los de la gente que no tiene nada.

jueves, 26 de marzo de 2020

MR. MAJESTYK (1974), de Richard Fleischer



Los poderosos suelen cometer el mismo error. Se meten con el hombre equivocado. Y eso es lo que pasa con Vince Majestyk. Su única ambición es ver crecer sus sandías y venderlas al mejor precio posible. Cuando termina la jornada de trabajo, sólo desea ir al pueblo y tomarse unas cervezas. Sin molestar a nadie. Sin ser un estorbo. Sin embargo, hay algunos matones que no están muy de acuerdo con los trabajadores de origen mejicano que emplea Majestyk. Y es entonces cuando decide tomar partido. Al fin y al cabo, no estuvo combatiendo en Vietnam para que ahora, en una ciudad perdida de Nuevo Méjico, vengan unos cuantos tipos malencarados a fastidiarle el negocio. Y esa especie de mafia rural que se ha establecido en unos cuantos pueblos tratando de controlar a los trabajadores no sabe con quién se está metiendo. No va a tener ni la más mínima oportunidad.
Así que, después de una noche aciaga, con sangre de sandía y ráfagas desbocadas, Vince Majestyk no va a tener piedad con los que pretenden dominar la comarca. Contará con algo de ayuda, pero tendrá que coger de nuevo las armas que prometió no usar nunca más. Él puede ser un granjero, pero de emboscadas sabe un poco, así que ya se pueden ir preparando esos jefecillos de tres al cuarto que han conseguido trocear sus sandías hasta dejar un buen montón de cadáveres.
No, no salgan corriendo porque, esta vez, estamos ante una película de Charles Bronson. Merece la pena. Su papel no es el del típico justiciero que va en busca de jaleo y, quizá, sea la última ocasión que hay algo de cine en su filmografía. Esta vez el director es el más que competente Richard Fleischer y el material del que se parte es un relato del gran Elmore Leonard. Al lado de Bronson, bella y madura, Linda Cristal. Y, por supuesto, un buen rifle para ahuyentar las malas presencias. La película tiene acción, persecuciones, búsquedas y buenas dosis de suspense. Y todo está bien distribuido a lo largo de la película para que el entretenimiento esté asegurado. Puede que sea la típica historia de la presa que se vuelve cazador y que, en algún momento, no da puntada sin hilo, pero funciona, con inteligencia y buen criterio. Una muestra más de que el cine de acción puede convivir perfectamente con un argumento un poco más complejo y golpear, definitivamente, al aburrimiento.
Así que, sin exageraciones, ni golpes de efecto innecesarios, tenemos a un hombre que se enfrenta a unos tipos de cuidado. Por supuesto, la sombra de Acorralado puede nacer de aquí, pero la película de Fleischer es más certera y menos dispersa. Y no es una cuestión de odio, de resentimiento o de rencor. Es sólo supervivencia. Y la impasibilidad que emana de esos ojos pequeños, muy entornados, casi líneas de encabezamiento de la cara que observan todo sin inmutarse aunque, en algún lado de esa mirada, yace un hombre que aún conserva algo de humanidad después de ir a la guerra. Ése es Vince Majestyk, un tipo por el que cualquiera con dos dedos de frente apostaría.

miércoles, 25 de marzo de 2020

DESDE LA TERRAZA (1960), de Mark Robson



El éxito es esa droga que trata de introducirse entre los más débiles y que hace que se pueda renunciar a la felicidad, a un matrimonio por amor o al sencillo encanto de dejar pasar el tiempo junto a la mujer que se ama. Y, por lo general, suele cebarse aún más con aquellos que gozan de una posición privilegiada. Tal vez porque son los que piensan que nunca es bastante. El éxito devora sin piedad las entrañas de cualquiera, pero aún más a los que tienen ansias de ganar más dinero, de subir aún más en la consideración social, de ser más que cualquier otro. La palabra clave es más. Y nunca es suficiente.
Así que ahí tenemos a un puñado de gente con mucho dinero que no tiene nada mejor que hacer que apostarse tras el parapeto de sus ceros y disparar a todos los demás. Y, sin embargo, la moral sigue ahí, tratando de salvar las balas y llamar con su suave susurro para que los hombres o mujeres no pierdan su alma. El éxito, maldito éxito, corrompe la inocencia y pudre el amor con saña. Mirarse en el espejo equivocado puede llevar a la misma perdición, por mucho que en ese reflejo se halle tu padre. Nunca es tarde para darse cuenta de la vacuidad de una vida desperdiciada entre números, entre billetes, entre ambiciones absurdas, entre ruinas de afecto y un nuevo principio se puede abrir siempre y cuando se despeje la vista desde la terraza.
Paul Newman hace un trabajo inmenso en medio de este culebrón que recuerda lejanamente a La ciudad frente a mí, batallando con todos los diálogos y con la improbable relación que le puede unir con Ina Balin. Sin embargo, Newman se yergue implacable cuando se convierte en ese tiburón de Wall Street que desprecia los sentimientos porque eso es lo que cree que le pide la vida. Como siempre, sin que se pueda descubrir nada nuevo, es un actor que hace de la contención, un arte; y de la interpretación, un viaje inolvidable. Más que nada porque enfrente tiene a Joanne Woodward, con la que pone en juego la alta tensión de una pareja que no se ama, que cae en la desidia y en el desprecio mutuo y en el que la sexualidad es importante por omisión.
El derecho a estar solo, a la renuncia del éxito pagado a un precio muy alto, a conservar la mirada tranquila después de haber descendido al infierno de la soledad más violenta resulta todo un viaje personal de descubrimiento para el protagonista. Nuevamente el éxito es sólo un concepto que depende de cada uno. Quizá puede que sea la seguridad de una cuenta corriente engordada hasta el límite aún a costa de que no haya nada más allá de eso. Para otros, puede que se reduzca a vivir tranquilo en algún sitio apartado, viendo realmente la vida, disfrutando la sencillez, con la seguridad de que el resto del mundo no va a exigir nada por tener ese tipo de éxito. Es sólo una cuestión de felicidad. Y los que persiguen casas lujosas, coches exclusivos y pianos de cola en el salón se han olvidado ya de lo que significa todo eso.

martes, 24 de marzo de 2020

TIC...TIC...TIC (1970), de Ralph Nelson



Un barril de pólvora a punto de explotar. En un condado del sur de los Estados Unidos, en plenos años sesenta, con la lucha de los derechos civiles en toda su efervescencia, se elige a un sheriff negro. Y es que allí, donde el calor se pega con tanto afán que la piel se vuelve agua, hay una mayoría de votantes de color y ya están hartos de que los blancos hagan de la ciudad su jardín particular. Y el anterior sheriff no es que sea mala persona. Ni siquiera es racista. Sólo desarrolla una cierta enemistad hacia el tipo que le ha quitado el puesto, pero nada más. Así que cuando las cosas se ponen feas, el comisario actual le pedirá ayuda. Y se van a poner feas de verdad.
Sí, porque, desde luego, Jimmy Price, que así se llama el nuevo representante de la ley, tendrá que hacer frente a la hostilidad evidente de la población blanca. Le pondrán malas caras, y tendrán contestaciones de manual de primero de racismo. Pero esa hostilidad dará un paso al frente cuando ponga a buen recaudo al hijo de terrateniente de un condado vecino que, por supuesto, es blanco. E, incluso, las cosas empeorarán más adelante porque Price irá a por el padre. Eso no se hace por mucho que se lleve una placa. Es más grande el color de su piel, Jimmy. No, si al final ese tiznado se va a creer que es un policía de verdad…
La película, dirigida con una corrección admirable por parte de Ralph Nelson, no duda en crear todo un estudio de la naturaleza humana aprovechando la situación inusual que se plantea en ese condado imaginario del sur. Sin duda, sigue la estela del éxito que tuvo En el calor de la noche, de Norman Jewison, aunque esta vez el policía no sea tan inteligente como aquel Virgil Tibbs que interpretaba Sidney Poitier. Si hay alguna virtud que puede adornar la personalidad de Jimmy Price es su perseverancia y su convencimiento en el cumplimiento de la ley en un estado que se atreve a desafiar esa misma ley atendiendo a sus prejuicios. Para interpretarlo, Jim Brown hace un buen trabajo, basado más en la presencia que en sus recursos, y está muy bien acompañado por George Kennedy y el siempre estupendo Fredric March como el alcalde de esa ciudad a punto de explotar. A destacar también la labor de Clifton James como ese tipo que actúa de forma racista sólo en apariencia. Y es que ser aceptado por los poderes fácticos que se mueven a través del rechazo no deja de ser toda una tentación.
Así que no olviden pasarse por el Condado de Colusa. Allí, dicen, hay un policía de color que trata de hacer justicia por una violación. Es un tipo íntegro que tiene que hacer frente a demasiados odios, demasiadas afrentas, demasiados desafíos y puede que no le venga mal un poco de ayuda. Bastará con que, después de introducirnos en su historia, digamos que todos los hombres son libres e iguales, sin importar el color de su piel.

viernes, 20 de marzo de 2020

MR. NORTH (1988), de Danny Huston



No cabe duda de que la gente se pone ligeramente nerviosa cuando comprueba que la persona que está hablando con ella es muy inteligente. Si a eso le añadimos unas buenas  cucharadas de encanto y una característica muy peculiar consistente en acumular energía estética hasta tal punto de que se pueden dar pequeños calambrazos con sólo acercar un dedo, entonces ya tenemos a medio pueblo revolucionado. Y en la pequeña y placentera Newport eso no puede ser más que una peligrosa señal de rareza en estado agudo. Theophilus North, además de todo eso, posee el don de la psicología y consigue curar males acudiendo sólo al cariño, a la comprensión, a la escucha y a la compañía que proporciona su pintoresco trabajo de lector. Y así es capaz de curar de los males de vejiga que aquejan al millonario señor Bosworth, aliviar los terribles dolores de cabeza diagnosticados como tumor cerebral a la encantadora señorita Skeel, dar el empujón necesario para que la señorita Boffin deje de servir y se convierta en una señora…Uf, demasiada revolución para el maravilloso y ligero verano que hace en Newport. Eso va a acabar mal, Theophilus.
Y tanto que sí, un médico insidioso le va a acusar de practicar la medicina, o el curanderismo, o la brujería, o como quiera que se llame. Y North, en el fondo, no ha hecho absolutamente nada salvo, quizá, recomendar a la madre de unos niños insoportables que les anime a jugar con cerillas. Sí, porque Theophilus North no tiene una mala palabra para nadie, ni una mala contestación, ni un mal gesto. Su compostura de caballero no la pierde jamás. Tal vez porque es un universitario graduado en un centro de prestigio que ha accedido a trabajar de lector para pasar un agradable verano en una ciudad costera, tranquila, limpia y poblada de seres que necesitan ayuda. Y lo que más le gusta al señor North es ayudar. Sea como sea. Aunque tenga que hacer pasar unas pastillas de menta por un antiguo remedio indio y demostrar sus habilidades eléctricas en medio de un juzgado local. Es tan encantador que te lo llevarías a casa. E incluso hay alguien que, al final, se lo va a llevar.
Éste fue el proyecto que manejaba John Huston para realizar justo después de su obra póstuma Dublineses (Los muertos). Al fallecer, su hijo Danny no quiso que todo el trabajo que ya tenía hecho su padre se perdiera y decidió dirigir la película de la misma forma en la que lo hubiera hecho su padre. Para ello, no dudó en contratar a todos los actores que tenía pensados el gran cineasta como Anthony Edwards, Robert Mitchum, Lauren Bacall, Harry Dean Stanton, Anjelica Huston, Mary Stuart Masterson, Virginia Madsen y David Warner. No deja de ser una película amable sobre un hombre que sólo puede ser feliz si hace felices a los demás y que recolecta cariño en la misma medida en que lo da, pero no deja de ser sorprendente que un hombre que estaba a las puertas de la muerte pensara en esta historia basada en un relato de Thornton Wilder. Todo se deja ver con agrado, con buenas interpretaciones, con la leve trama rozando la piel, con la seguridad de que, con unos metros de película, John y Danny Huston supieron hacer una película que sólo se puede ver con la sonrisa puesta y el encanto en marcha. Tal vez John Huston también quiso dejar un rastro de felicidad…

jueves, 19 de marzo de 2020

DIOSES Y MONSTRUOS (1998), de Bill Condon


Debido a la crisis que estamos viviendo, es imposible ofreceros, como siempre, artículos sobre estrenos. No pasa nada, hay mucho cine todavía por ver. Y no dejéis de hacerlo. No es contagioso.

La recta final llega cuando aún no se han hecho la mitad de cosas que se deseaban hacer. Los recuerdos se agolpan en la vista como si fueran fotos fijas de un tiempo que, pensándolo bien, siempre ocurrió. Quizá la posteridad sea sólo una multitud ansiosa de ídolos que tienen más sombras que luces y James Whale, el afamado director de Frankenstein, sabe que el éxito suele ser hijo de la casualidad. Allí está con su piscina, su casa, su criada un tanto peculiar…pero ya no hay nada. El éxito se esfumó con los años, las fiestas dejaron de celebrarse, el talento es algo propio de la juventud. Ya sólo queda la memoria, punto de ignición para el disparadero de las direcciones de la mente. El deseo ya sólo es un estúpido juego que no tiene ningún sentido y la salud es esa criatura que se está marchando lánguidamente. Hollywood ya no es lo que era, los convencionalismos aprietan y toda inspiración es sólo un dibujo rayado, sin armonía y sin materialización. Tal vez, lo único que queda por hacer es la consecución de algún momento de felicidad fugaz asistiendo a la belleza que un día se supo crear. El resto, como diría Shakespeare, es silencio.
Las nuevas formas de la gente del cine son mucho más cínicas, mucho más aparentes, mucho más frívolas. Sentir también es cosa del pasado y siempre se debería tener la oportunidad de crear de nuevo otro monstruo que fuera capaz de arrojar al agua lo que queda de un miserable cuerpo sólo para ver si flota, como las flores de una niña arrastradas río abajo. Ni siquiera se puede soportar un eventual regreso al pasado, con viejos amigos repletos de cariño y buenos recuerdos. Más que nada porque lo primero que se rememora es el mismo hecho de haber sido joven.
Bill Condon consiguió una auténtica creación por parte de Ian McKellen por parte del olvidado director que puso ante nuestros ojos a la misma máscara de la muerte de zapatos grandes y movimientos arrítmicos. Busca de nuevo a alguien que quiera ser su creación y sabe que, sin conseguirlo, siempre quedará algo de él en su interior, como un médico loco que quiso jugar a ser Dios. Atrás quedaron los efebos desnudos, las ganas de ser visto rodeado del mismo clasicismo que supone la desinhibición humana. Y McKellen tiene la habilidad de portar en su actuación la misma cantidad de sibaritismo y rechazo sin molestar. A su lado, Brendan Fraser teje el que, quizá, sea su mejor papel dramático, consciente de su belleza y del deseo que despierta y que, sin embargo, los que tiene más cerca le niegan. Los dioses y los monstruos se juntan para transmitir la conciencia de la vejez al espectador y ya sólo queda esperar una noche de tormenta prolongada para que el alma flote en el agua mientras piensa en su propia libertad.
Hay personas que nunca deberían dejar de crear belleza. Ni siquiera después de que la muerte les haga una visita que, en este caso, fue muy, muy oportuna.

miércoles, 18 de marzo de 2020

CARTAS A IRIS (1989), de Martin Ritt



No saber leer es como no dar una oportunidad al corazón. Los fogones y las sartenes lo han nublado todo y las letras son sólo garabatos que se fríen en aceite hirviendo. Y quizá aún subsiste el presentimiento de que ahí todavía puede haber un mundo maravilloso por descubrir. Y el dolor puede llegar a anestesiar el alma hasta tal punto que la inercia se prolonga por costumbre, la vida pasa y ya no vuelve. Sin letras. Sin amor. Es el momento de poner un punto y aparte.
Así que el romance aparece casi por necesidad. Enseñar a leer. Enseñar a amar de nuevo. Y, poco a poco, los corazones de dos seres errantes que jamás se han movido del lugar donde viven, se van caldeando, encontrando sus letras y sus sentimientos, volviendo a saborear los pequeños detalles que, de vez en cuando, la vida sabe regalar. El analfabetismo funcional y emocional de Stanley e Iris es sólo una barrera que deciden saltar, más allá del dolor, más allá del conformismo que siempre otorga la simpleza. Y así es como el espíritu triunfa por encima de las dificultades. Esas mismas que parecen insalvables y que se yerguen como un muro infranqueable que coarta hasta la misma libertad. Es como bailar con interrupciones. Es como perder los besos que se tienen guardados. Y el hecho de que alguien no pueda leer, no convierte a nadie en tonto. Y el hecho de que alguien no pueda amar, no convierte a nadie en insensible.
Con un guión brillante y una dirección de Martin Ritt en la que impera la discreción y el buen gusto, Jane Fonda y Robert de Niro dan un recital de contención, de sentimientos sugeridos y nunca pronunciados, de encarnación de almas que buscan un rumbo en sus vidas, y lo hacen con miedo, sin estar demasiado seguros de que eso va a curar sus heridas, y, sobre todo, sus limitaciones. Los oscuros caminos de la soledad, del fracaso y de la pena son los compañeros de estos dos personajes que han hecho de la amargura una forma de vida con ocasionales visitas a la ira. Buscan algo de consuelo y ternura, algo que haga descansar la furia que se revuelve en sus estómagos y que les repite, una y otra vez, que no han valido para mucho en este mundo. Y no es fácil salir de esas sensaciones en un mundo que se muestra indiferente ante ellos. Y así es la gente real, que apenas hace ruido aunque en su interior se desaten tormentas de frustración y abandono cuando, en realidad, sólo desean esa porción de felicidad, no muy grande, que a todos corresponde. No está mal para una pequeña película que exhibe siempre un latido muy grande.
Algo previsible en su desarrollo, Cartas a Iris resulta gozosa en la leve situación de amor que propone en la que la vida y sus curvas salen al encuentro de una pareja que se conoce en la simple belleza del aprendizaje. Tal vez, si lo pensamos bien, ése es el principio de cualquier felicidad que podamos imaginar.

martes, 17 de marzo de 2020

HOSTILES (2017), de Scott Cooper



Demasiadas puestas de sol al raso. Demasiadas galopadas salvajes para masacrar a los indios. Demasiada sangre en la mirada que ya sólo quiere descansar. El Capitán Joe Blocker está a punto de dejar el Ejército y no quiere esa misión que le han encomendado y que consiste en llevar a un antiguo jefe kiowa a su tierra natal para que allí pueda morir. No, no puede ser. Combatió contra él y vio cómo caían sus amigos bajo su cuchillo sediento. Y hay que atravesar todo el territorio comanche y…no, es mucha carga para un hombre que ya está de vuelta. Encárgueselo a otro, coronel. Sólo quiere disfrutar de su jubilación.
El Capitán Blocker termina por aceptar porque sabe que el deber de un soldado es obedecer. Lleva una pequeña escolta y la sensación de que ese indio y su familia no hacen más que clavar su mirada en las espaldas del oficial. La luz es dura, el territorio es frío, las balas matan y el día se hace demasiado largo. Tanto es así que llegan allí donde, una vez más, hay una granja arrasada por los comanches y sólo hay una superviviente, una viuda que lo ha perdido todo. El Capitán Blocker sabe cómo tratarla. A pesar de que a su alrededor no hay más que enormes e infinitas praderas o áridos terrenos baldíos, construye para ella una nube de buen carácter, de piedad sin compasión, de razonamiento en el trauma. Nunca llevar la contraria. Nunca hacer algo que ella no quiera. La vida ya ha pasado con su castigo y hay personas que no merecen más que amabilidad a través de la sensación de que todo está tranquilo. El Capitán Blocker no es sólo un oficial y un caballero…también es un hombre.
No cabe duda de que pasan muchas cosas en esta odisea hacia una tierra de muerte y que el mismo ritmo de la película marca el presentimiento de que está pasando muy poco. Los disparos son secos y definitivos, la brutalidad se ejerce durante unas décimas de segundo y los autores, después, vuelven a la normalidad. La justicia emana de las decisiones de este militar que, a duras penas, puede conservar la calma como máximo deber. Para ello, es asombroso ver cómo Christian Bale da con las teclas justas para ofrecer la que, quizá, es la mejor interpretación de su carrera. Comedido, contenido, sugerente y poco explícito, Bale llega a la madurez en su incorporación de este Capitán de Caballería que duda sin mostrar, que se sube al último tren para lograr la ínfima porción de felicidad que le corresponde, que hace, en todo momento, lo que debe hacer y sin pestañear a pesar de que la tormenta está moviéndose en su interior. A su lado, Rosamund Pike transita de la locura hacia la cordura con el sufrimiento siempre a cuestas tratando de suplicar, también, por una tregua de la vida. La fotografía de Masanobu Takayanagi no huye de la luz y, sin embargo, consigue una atmósfera de tenebrismo de espacios abiertos y agobios emocionales. Scott Cooper, el director, se ausenta de la épica para centrarse en el recorrido emocional de unos personajes que deambulan por un tiempo en el que ya los indios se han rendido y los héroes están cansados. Es lo normal cuando una época toca a su fin y hay que dejar paso a las decisiones estúpidas de unos cuantos políticos mediocres.

viernes, 13 de marzo de 2020

SUAVE ES LA NOCHE (1962), de Henry King



Enamorarse de una paciente siendo psiquiatra no es algo nada nuevo. Sin embargo, si ella es rica hasta la médula, las cosas empiezan a complicarse. Entregarse de repente a una vida de lujo y ocio no es fácil cuando se posee un par de kilos de orgullo en el interior. Y aún es peor cuando el whisky comienza a ser la única respuesta y se empiezan a mover ciertas intrigas que sostienen que la mejor cura para la chica es que su marido sea, precisamente, su psicoanalista. Y es tan fácil sucumbir a los encantos de la Riviera francesa, en una mansión de ensueño, con fiestas, cenas, bailes, frases brillantes, mujeres hermosas, sin sentir que la vida pasa, sin sentir que nada queda después de apurar la última gota que ni siquiera cuando se tiene la tentación de volver a la mediocridad es lo mismo porque ya al médico lo ven como un millonario que puede vivir del dinero de su esposa y  gastárselo todo en capitalizar una clínica que es más un consultorio de consuelo que un lugar de sanación. Son los años veinte y, tal vez, la felicidad es sólo un espejismo que se puede degustar en hoteles de cinco estrellas y playas de arena muy blanca.
Por el camino, ese orgullo introducirá su punzón y surge el distanciamiento. Ella ya está curada y siente que ya no le necesita tanto. Él también empieza a sentir que ya no es útil, que más allá de su paciencia y su mano izquierda para resolver los desequilibrios, no aporta nada al matrimonio. El dinero, ése que salva y es el pasaporte para una existencia fácil, es también el elemento que destruye todo lo bueno que una vez pudo haber. Y el declive aparece. Cada vez son más los vasos vacíos y las respuestas buscadas. Los amigos desaparecen. El sentimiento de autodestrucción se hace tan fuerte que ni siquiera es importante el momento en el que se plantea una separación. Aún así, cuando la decisión esté tomada, ella se quedará perdida en esa enorme terraza de vistas únicas, sin saber a dónde irán sus pasos mientras él intenta encontrar un sitio bajo el sol. Quizá esa sea la mejor muestra de que, a pesar de todo, él era muy necesario en aquel caserón y que su regreso sólo será una cuestión de tiempo, ése mismo que se niega a responder si hay un final feliz para todo.
La historia basada en la novela de Francis Scott Fitzgerald se intentó llevar al cine varias veces hasta que lo consiguió Henry King con Jason Robards, enorme y seguro en un papel lleno de indecisiones, y Jennifer Jones, mediocre y sin demasiada clase dentro de su opulenta inestabilidad, pero la película llega a gustar por su vestuario, por sus escenarios, por esa Europa ajena a los conflictos que aún está por llegar y porque abre el abismo de la voluntad de saber qué es lo que va a pasar con una pareja que se ama en la necesidad y se aleja en la tranquilidad. Al lado de ellos, Tom Ewell, como el músico siempre bebido que no deja de acudir a la ironía, Jill St. John encarnando a la misma tentación, Paul Lukas en la piel del médico que sabe de los peligros de una relación sentimental con Freud como invitado de piedra y Joan Fontaine como la insidiosa hermana que no duda en utilizar a todos para lograr sus objetivos. Suave es la noche y, tal vez en su trono, se halle la Luna y aquí no hay más luces que las que exhala el cielo. Y se van apagando poco a poco.

jueves, 12 de marzo de 2020

EL RITMO DE LA VENGANZA (2019), de Reed Morano



El principal problema de la venganza es que ninguno es un profesional de ella. Hay que aprender sobre la marcha y como se pueda. Y es difícil cuando el rencor domina todos los actos porque la rabia de la injusticia ha quedado ahí, fermentando el corazón, contaminando la respiración, desafinando la sección rítmica de la vida. Sin embargo, una serie de extraños hechos parecen empujar en esa dirección. La venganza está escrita y se ejecutará por muchos fallos que haya.
Y en esta ocasión, el rencor es un auténtico despropósito. El primero de todos ellos es Blake Lively en el papel principal porque el espectador, a pesar de que la comprende, no consigue empatizar con ella ni poniendo una instancia. Su camino hacia el asesinato profesional está plagado de errores, de superficialidades absurdas, de tonterías que sólo comen metraje a la película. En general, El ritmo de la venganza está mal dirigida, mal escrita y peor interpretada, con algún momento de calidad brindado por Jude Law, el cual sorprende interviniendo en esta historia que ni tiene fuerza, ni tiene sentido. Otro de los problemas reside en la dirección de Reed Morano, con un uso de la banda sonora absolutamente equivocado, poniendo canciones cuando no procede e intentando, vanamente, parecerse a Martin Scorsese. El tercer problema es que nada se sostiene con convicción porque nadie se cree ese entrenamiento pretendidamente duro que consiste en unas cuantas carreras, un par de prácticas de tiro y una pelea que sería digna de una comedia. El cuarto pasaría por la inutilidad de esta chica que pretende convertirse en una asesina profesional y se transforma en una penosa alma de angustia por matar. El enésimo sería el uso inútil de los distintos escenarios en los que transcurre la trama. Podríamos seguir hasta el infinito, pero el resultado de este artículo sería tan pesado como la propia película que no es más que un despropósito sin el más mínimo talento.
Tal vez, hubiese sido más oportuno no intentar alejarse tanto de los tópicos para montar esa increíble odisea de asesinatos a sangre fría, si es que se pueden llamar así. De vez en cuando, lo conocido funciona mejor y tampoco tiene por qué ser necesariamente muy repetido. Puede que el material de partida sea, a priori, atractivo, pero es que hasta lo increíble de la historia de amor llega a irritar porque, se supone, es un giro en el que parece que la película empieza a ponerse más seria y lo que hace es hundirse aún más en el pozo sin fondo de la mediocridad más vergonzante. Ni siquiera la planificación resulta eficaz. Todo es, simple y llanamente, un error.
Así que, si no quieren desarrollar un rencor inaudito hacia los que han perpetrado este crimen por hacerles gastar un dinero inútil, más vale que se dediquen al noble ejercicio del tres bolillo o a meterse entre pecho y espalda un menú de bar de tercera. Seguro que les aprovecha mucho más, establecen relaciones más sanas y no le dan vueltas al atraco a mano armada que supone caer en la trampa de este ritmo de desafortunado título en español. Todo carece de tensión y de interés porque llega un momento en que da lo mismo lo que le pase a esta desatinada muchacha sedienta de sangre que acaba por convertirse en una profesional supuestamente peligrosa. Algo parecido a ser lo mismo que persigue. Los planos frontales precediendo a Blake Lively son tan reiterados que da la impresión que es la única forma que tiene la directora de adelantarse a su protagonista. En cualquier caso, ni tan siquiera merece la pena caer en la cuenta de que todo tiene más agujeros que un calcetín que pide a gritos tantos remiendos como fotogramas.

miércoles, 11 de marzo de 2020

PERO....¿QUIÉN MATA A LOS GRANDES CHEFS? (1978), de Ted Kotcheff



Las alarmas saltan en todos los grandes restaurantes de Europa. Un asesino en serie anda suelto y está dando una buena ración de horno a unos cuantos grandes chefs. Y no sólo eso. Los está matando con una inspiración clara en sus propios platos. Esto no se puede consentir. Una cosa es que un menú no salga demasiado bien y otra es que un loco de la cocina esté salpimentando a los genios de la cocina. Hay que ponerse manos a la obra y pillarle con las ídem en la masa. Aunque, siendo sinceros, en un mundo en el que prima la competencia y la envidia a partes iguales, nunca está de más que quite de en medio a unos cuantos cocinillas que no hacen más que estorbar.
Así que ya tenemos servido el primero, con una mezcla perfecta de risas y misterio y con un puñado de personajes que merecen la pena. Un editor de revistas del ramo que merece que le den un par de sopapos en la carrillera, un magnate de la comida rápida, unos cuantos chefs excéntricos…Ah, y por si fuera poco, un recorrido muy agradable por París, Londres, Venecia y los parajes de la alta cocina. Quizá, al final, el regusto sea de quien se queda con algo de ganas, pero la clase con la que está realizada la carta es innegable. Incluso, como aperitivo, podemos degustar algunas frases de diálogo que merecen la pena. Para ello, Ted Kotcheff dirige los fogones con pinches de tal calidad como el divertido George Segal y la siempre apetecible Jacqueline Bisset. No falta el gordo mirón que tan espléndidamente encarna Robert Morley. De fondo, la intriga que te reconcome mientras esperas la solución al enigma. No, no es el sumun de la gastronomía. Más bien es una sugerencia simpática, con momentos de comedia aceptable y limpia que hará las delicias de la mismísima Reina de Inglaterra. ¿Quién no aceptaría tal invitación?
Y el juego corre de mesa en mesa, tratando de esclarecer por qué a algunos chefs se les destaca y a otros no, y por qué a algunos se les asesina y a otros no. Sarcasmo en el delantal se presupone y permítanme que les haga una pequeña recomendación. Tengan algo cerca para meterse entre pecho y espalda cuando termine la función. El hambre también se ha colocado como espectador y la pinta de la pitanza pita en el estómago vacío. Y además todo el entramado tiene una virtud insospechada en estos días que nos acechan y es que no se pliega a modas ni convencionalismos porque hay un buen listado de actores europeos de sabor impecable que se encargan de coger la paleta y el gorro. Ahí están Jean Pierre Cassel, Philippe Noiret o Jean Rochefort, dando el punto justo a sus personajes. Así es muy fácil y muy evidente comprobar que el soufflé también sonríe y, como música de ambiente, está el gran Henry Mancini haciendo de las suyas. Creo que son muchas razones, más que suficientes, como para probar suerte con una película que debería haber recibido un par de estrellas Michelin.

martes, 10 de marzo de 2020

INTRIGA EN EL GRAN HOTEL (1967), de Richard Quine



Peter McDermott es el director de un hotel en Nueva Orleans. Es un ejecutivo ambicioso,  pero también muy leal. Y desde la atalaya de su puesto otea todos los problemas de los huéspedes de su establecimiento. Por allí, sí, cree que ha localizado a un ladrón. Por aquí, se ha atascado un ascensor y el peligro asoma por los cables. Los pasillos del poder se transforman en los lujosos pasajes alfombrados en donde se cierran acuerdos de millones. Y eso ocurre todos los días. El compromiso, el auténtico contrato, es con el rancio abolengo del hotel y con la integridad de todos sus empleados. Y ostentar un título de nobleza no es garantía suficiente como para que la policía pase de largo. A Peter McDermott le gusta mucho su trabajo. No sólo por las labores propias que desarrolla, sino también por el fascinante estudio de la naturaleza humana que proporciona trabajar, precisamente, en ese hotel.
Por supuesto, cuando se tiene un nombre y una reputación, no faltan quienes intentan comprar el negocio incluyendo su fondo de comercio. Y, a veces, uno llega a pensar que, quizá, esa casa que se ha defendido con uñas y dientes y que, casi, casi, tiene vida propia, no merece pasar a las manos de un advenedizo con ideas nuevas y, tal vez, no muy éticas. Mientras tanto, la mirada se pasea por las paredes forradas de madera y las atenciones que, es muy posible, ya sean de otro tiempo. El cuento agridulce de las historias cruzadas en un lugar tan cosmopolita resulta más apasionante de lo que parece a primera vista, por mucho que ya hayan pasado cincuenta años.
Los más viejos del lugar aún recuerdan aquella serie titulada Hotel, con James Brolin en el papel de Peter McDermott secundado por una eficiente adjunta a la dirección bajo el rostro de Connie Selleca. Muchos ignoran que, anteriormente, ya se había hecho una película basándose, a su vez, en el best seller de Arthur Hailey y que, en esta ocasión, los rasgos del director eran asumidos por Rod Taylor, secundado por un auténtico ejército de actores excepcionales como Catherine Spaak, Karl Malden, Melvyn Douglas, Merle Oberon, Richard Conte, Michael Rennie, Kevin McCarthy y Carmen McRae bajo la siempre elegante dirección de Richard Quine. Y el resultado es agradable, una película que se deja ver con interés, con tramas más absorbentes que las de la propia serie (en el fondo, un culebrón más) y con un acabado formal mucho más atractivo. No en vano, estamos en un hotel de lujo. No podía ser de otra manera.
Así que no duden en hacer uso del servicio de habitaciones y pidan una buena oportunidad para ver esta película. Los personajes merecen la pena, las tramas entrecruzadas poseen su interés, hay momentos tensos, con suspense, y también otros con unas buenas dosis de humor. En el fondo, como cualquier viaje que podamos emprender, con sus imprevistos, sus planificaciones acertadas y su cómodo hotel de acogedoras sábanas. Y no olviden, antes de irse a dormir, de echar la llave a la puerta y a sus maletas. Nunca se sabe quién puede merodear en sitios tan grandes.

viernes, 6 de marzo de 2020

EL ÚLTIMO TREN A KATANGA (1968), de Jack Cardiff



Una carrera salvaje a través de un país en llamas. Los diamantes sin tallar quizá sean la mejor motivación para un puñado de mercenarios que tendrán que hacer frente a una rebelión, a la corrupción y a unas cuantas ráfagas de ametralladora. Siempre es peligroso cazar un tesoro bajo la oscuridad del sol y más aún si se trata de hacer el camino sobre las vías de un tren, a bordo de una locomotora, con el combustible del valor y con la violencia en las traviesas. Y aún así, en medio de los tumultos, de los disparos y del calor asfixiante, habrá sitio para un rincón de humanidad, para un leve descanso de las alertas. Algo impensable si se piensa que, como parte del equipaje, se lleva a un antiguo nazi que disfruta realmente con lo que hace porque su negocio es matar. Cuantos más, mejor. Y entonces la muerte se multiplica por tres y es posible que ese tren nunca llegue a echar el freno.
Rod Taylor, excelente en su papel, interpreta al Capitán Bruce Curry, un mercenario avaricioso, pero leal con sus camaradas, despreciativo con sus rivales, profesional en sus maneras. A su lado, Jim Brown es el Sargento Ruffo, un sudafricano que nunca se deja las espaldas a descubierto. Juntos forman un equipo casi imbatible, donde no hay lugar para la compasión, para plantearse, ni siquiera durante un momento, la terrible situación que viven en África en donde las rebeliones brotan como el sudor y los inocentes mueren de hambre. ¿O sí tienen ese momento? Uno nunca sabe lo que late debajo de esos uniformes irregulares, o de esas boinas tan aparentes. Con estos elementos, es muy posible que estemos ante la mejor película que se haya hecho nunca con el tema de los mercenarios como fondo, superando ampliamente a Patos salvajes, o a Los perros de la guerra.
Y es que para describir a individuos cuyo nombre es sinónimo de riesgo, no podría haber otro mejor que ese fantástico director de fotografía que aquí toma responsabilidades de realizador como Jack Cardiff. El pulso de la película es trepidante y la historia es capaz de transportar en volandas al más reticente. Hay tensión, suspense, emoción, acción frenética y la certeza de que África ha sido vendida a emporios internacionales que sólo buscan proteger sus intereses de gobiernos sumamente inestables. El resultado es una experiencia fuerte que descifra algunos códigos de los mercenarios que vienen de uno y de otro lado. Al fin y al cabo, hay que atravesar tres mil millas armados hasta los dientes y soportar un buen puñado de trampas, traiciones, desastres y combates. Y viajes así de trepidantes sólo se ven muy de vez en cuando. Aunque, por el camino, haya muchas razones para creer que el odio seguirá creciendo en las llanuras, detrás de los árboles y en medio de la sabana africana, simplemente, porque la piel no es la misma. Última llamada para subirse a este tren con destino Katanga. Si no suben, acabarán arrepintiéndose aunque no se asegure la integridad de los pasajeros.

jueves, 5 de marzo de 2020

THE GENTLEMEN: LOS SEÑORES DE LA MAFIA (2020), de Guy Ritchie



Vender un negocio que proporciona pingües beneficios siempre es un problema. Para empezar porque puede ser tomado como un signo de debilidad por parte del vendedor. El asunto se complica si el potencial comprador desea una rebaja en el precio y acude a métodos poco éticos para lograrlo. Claro que en esos ambientes hablar de ética resulta, cuando menos, un ejercicio de contorsionismo. Sin embargo, sí que subyace una especie de código de conducta entre tanta sangre y tanta venganza. A estos caballeros de la Mafia inglesa no hay quien les entienda.
De este modo, se mueven en el complejo tablero de los negocios sucios una serie de personajes que pueden estar, sin ningún apuro, en la galería de ladrones y asesinos más despiadados del bajo Londres. Y, al final, quien es más listo es quien se lleva el gato el agua. Ni siquiera quien cree que posee todos los ases ganará la partida. Hay que pagar deudas contraídas por errores estúpidos, pensar un poco más allá que el contrincante y solucionar algunos flecos con una información que, en ocasiones, está traída por los pelos. En cualquier caso, nada importa demasiado. Entre esos pintorescos caracteres se pueden contar algunos que prefieren obtener las cosas por las buenas porque tampoco hay que ser un asesino sanguinario para ir corriendo por las calles y obtener lo que se desea. Y todos, eso sí, desean más dinero. De una u otra manera. Y más vale tener la noche por delante para explicarse con propiedad. El humor va a ser otra bala más en la recámara.
En esta ocasión, el director Guy Ritchie parece que se decanta por ser un poco más serio, más cuidadoso en el planteamiento de situaciones que dejarían perplejo al más osado y, también, un poco más brutal. Más cerca de Lock & Stock que de Snatch, disfruta retratando a esos personajes que parecen salidos de un manicomio de violencia y que tratan de sacar ventaja cuando se está hablando de millones de libras esterlinas. Para ello, cuenta con un reparto competente en el que cabe destacar la sonrisa algo ladina de Hugh Grant, la sobriedad de Matthew McConaughey, la precisión marciana de Colin Farrell y, por encima de todos ellos, la sorprendente sobriedad de Charlie Hunnam. Todos ellos tienen más de una escena para lucirse y no pestañean ni un ápice cuando se trata de dejar un rastro de granuja, cada uno con su estilo, cada uno con su jugada. La película, en algún momento, contiene secuencias realmente brillantes, alguna que otra torpeza y, en su principio, alguna indecisión de tendencia farragosa, pero el conjunto va creciendo según avanza y hay satisfacción en el final aunque, bien es verdad, que se retuerce un poco más de la cuenta para que a Ritchie le salgan las cuentas con saldo positivo y un beneficio apetitoso. Ya sabe que la duda conduce al caos y a la desesperación y, en esta ocasión, una vez planteado el argumento, coge con firmeza las riendas y sale más que airoso del envite y de la oferta.
Así que más vale escuchar su proposición. Tiene una buena cantidad de información que hay que asimilar deprisa porque el cine espera y aquí hay una historia de cierto atractivo. Por supuesto, no falta ese sello de vacile que tanto imprime a sus películas y, de hecho, es algo que el público espera con la pistola apuntando a su cabeza. Y sabe que sólo tiene dos balas para que se avise, con cierta insistencia, que uno de los males de la sociedad actual reside en las redes de internet. Cuidado, lo mismo al fondo hay alguien que, con muy buenos modales, va a deslizar una cierta amenaza diciendo que, por favor, todo quede en privado. Son las consecuencias de una venta clara en un negocio turbio.

martes, 3 de marzo de 2020

NEVADA SMITH (1965), de Henry Hathaway



De todos los sentimientos que pueden mover al ser humano, tal vez la venganza sea uno de los más fuertes. Se puede convertir en el motor que provoca cualquier acción, la motivación que hace caer en la osadía de hacer cualquier cosa para darle satisfacción, la apisonadora que aplasta cualquier sensación parecida al amor. Y puede que, al final, también sea uno de los sentimientos que, una vez alcanzados, dejen un regusto muy amargo, muy decepcionante y muy escaso. Sin embargo, a ese convencimiento sólo se llega a través del conocimiento de la naturaleza humana y eso requiere un largo viaje a través de las debilidades ajenas, de las maldades y también de las bondades, de la pasión y de la piedad. Y, por supuesto, del sufrimiento.
Max Sand lo ha perdido todo. Su vida ha quedado sin rumbo y, para conseguir su venganza, tendrá que depender del magisterio de otros que tienen una mayor experiencia en esas lides. Otros que han disparado y han visto cómo la sangre derramada no satisface el alma. Otros que han sido capaces de sacrificarse con tal de obtener un poco de su cariño, ése mismo que tan incapaz es de regalar. Y aún otros que le han dado unas buenas armas de simpatía, de sangre hermanada y de una sonrisa cuando sólo se busca saciar una sed de horror y de impotencia. Max Sand irá descubriendo todo mientras consuma su plan. Al fin y al cabo, mataron a su padre, un buen hombre, y también a su madre, una kiowa. No habían hecho nada. Sólo estar en posesión de una mina abandonada de la que no pudieron sacar mucho más que un par de pepitas de oro.
Steve McQueen, algo mayor para un papel que requería un rostro un poco más juvenil, interpreta a Max Sand que, con el tiempo, se convertirá en Nevada Smith. Será ese muchacho que comienza ingenuo, virgen y viendo todo de un solo lado y terminará como el hombre experimentado que comprende que la solución no suele estar en el cañón de ningún arma porque algunos ni siquiera merecen la muerte. Es mejor dejarlos a la orilla de un río, implorando por una bala que no llega cuando les han arrebatado las rodillas y la dignidad. No, Max Sand no quiere convertirse en uno de ellos y, por eso, volverá grupas, arrojará el revólver a un lado y seguirá su camino sin volverse atrás, sin pensar demasiado en aquellos que murieron por justicia. En su memoria razonable, tal vez, sólo habrá sitio para los que le ayudaron, le encauzaron y le hicieron el hombre que ahora es.
Concebida como una precuela de la novela Los insaciables, de Harold Robbins, a través de uno de sus personajes, la película está muy bien realizada por Henry Hathaway y habría que destacar el estupendo reparto que incluye nombres como Brian Keith (en uno de los mejores papeles que ha hecho nunca), Karl Malden, Martin Landau, Arthur Kennedy, Janet Margolin, Suzanne Pleshette, Pat Hingle, Gene Evans y Raf Vallone. Mucha y buena gente para darle cuerpo a ese muchacho que lo perdió todo para poder ganar su propia alma. Un viaje a los infiernos del rencor con un rifle en las manos.

MAYOR DUNDEE (1964), de Sam Peckinpah



“Hasta que el apache sea liquidado”
El Mayor Amos Dundee debe cruzar la frontera y dirigirse a México para acabar con un apache que está haciendo de las suyas contra las tropas de la Unión. Y debe completar su unidad con unos cuantos prisioneros de guerra de la Confederación. No se puede esperar que ése sea un pacto entre caballeros porque los sudistas sólo tienen deseos de venganza contra ese militar tan rígido como una lanza india, inflexible e imparable que los ha arrinconado en la derrota y en el deshonor. El Capitán Ben Tyree lo conoce bien. Tal vez porque coincidieron en alguna academia o porque sirvieron juntos en alguna unidad cuando todos eran lo mismo. Y, a regañadientes, le da su palabra de que no harán nada y en modo alguno desertarán hasta que el apache sea liquidado. Una promesa que le va a costar mucho cumplir porque Dundee no es un hombre fácil. Tyree sabe que llevará adelante la misión cueste lo que cueste aunque eso signifique derramar la sangre de sus propios hombres.
Hay muchas leyendas que circulan en Hollywood sobre películas que podrían haber sido de otra manera y ésta es una de las más comentadas. Mayor Dundee era un proyecto muy querido para Sam Peckinpah y, debido al éxito de su anterior película Duelo en la Alta Sierra, consiguió un presupuesto holgado, tiempo de sobra para rodar y toda la confianza por parte de Columbia Pictures, la productora. Sin embargo, tres días antes de empezar, la cúpula directiva de Columbia fue despedida y reemplazada de forma fulminante. Lo primero que hicieron los nuevos ejecutivos fue reducir en 15 días el plazo para que Peckinpah rodara su película y recortarle un millón y medio de dólares de los cuatro y medio que tenía previsto gastarse. Peckinpah ya estaba en México con el equipo de producción y montó en cólera. El guión tenía que ir reescribiéndose cada día para acomodar los cambios, se le arrebató el control, Charlton Heston y Richard Harris, protagonistas de la película, no podían ni verse en parte por las continuas e irritantes borracheras del segundo, la situación se escapaba de las manos a cada momento y, al final, el propio estudio decide hacer cambios en la historia introduciendo, por ejemplo, la insólita y mal resuelta historia de amor entre Heston y Senta Berger y negando la supervisión del montaje al director. Cuando Peckinpah acudió al estreno de la película, salió gritando del cine que quería matar a Jerry Bresler, el productor y, es verdad, hay una cierta sensación de película inacabada durante todo el metraje, como si las transiciones fueran un poco absurdas, como si faltaran algunas escenas, como si la chapuza hubiera reemplazado la profesionalidad que destilan varias de sus imágenes…y aún así, se puede intuir que podría haber sido una obra maestra, cercana al cine de Ford y, al mismo tiempo, dotada del aire crepuscular y perdedor que Peckinpah imprime como sello personal.
Y es que parece que Amos Dundee sabía que la expedición era una locura que no tendría fin en sus múltiples batallas. Su rivalidad con Tyree, su implacable sentido del deber y de la justicia estuvieron ausentes mientras se intentaba construir su historia. Y el cine, una vez más, perdió la posibilidad de disfrutar del genio de un tipo llamado Sam Peckinpah, que no quiso esperar a que el apache fuera liquidado.