viernes, 27 de noviembre de 2015

EL ÚLTIMO ATARDECER (1961), de Robert Aldrich

El destino es un gran burlón que no deja de gastar bromas pesadas. Incluso allá en el lejano Oeste, donde la justicia es tan ambigua que siempre deja lugar a dudas. Tal vez porque allí, donde no hay nada, es donde la suavidad de la piel de las mujeres parece que deja paso a la curtida carcasa recubierta de polvo del desierto, de madera seca y quebradiza y de agua fugaz. Tal vez porque allí, donde no hay nada, es donde se pueden encontrar el bien y el mal, y difuminarse uno con otro, y ser tan difíciles de diferenciar que el sol se vuelve noche y la luna, día lleno de luz.
Y es que el destino es el gran pistolero de la frontera. Desenfunda antes que nadie, sin dar ninguna opción a su contrincante, yendo a por él de forma definitiva. Tanto es así que el enemigo lo sabe y, en ocasiones, se deja abatir, convencido de que el destino será más rápido, más letal, más aniquilador. Porque, al fin y al cabo, por donde pasan un par de botas y una cartuchera puede que no quede ninguna huella salvo el de un amor que fue o el de un amor que pudo ser o el de un amor que, sencillamente, nunca pudo ser. Quién sabe…todo son balas de un revólver a la espera de ser disparado. Y tal vez esté apuntando directamente a la sien.
Ya no quedan pistoleros como Dalton Trumbo, cabalgando sobre una bala para llegar directamente al filo de los sentimientos de los que se atreven con sus historias. Él sabía muy bien lo que podía hacer daño y tenía conocimiento de que la vida se alía en demasiadas ocasiones con el destino para hacer que la última bala, esa misma en la que él cabalgaba, sea disparada. Solo para ver un último atardecer con la sensación de que se ha hecho algo que merece realmente la pena. Solo para sentir que los pasos de la muerte son dignos de ser dados. Para que la felicidad no deje de existir, ni la ilusión, esa misma que se perdió también en algún lugar de un pelo dorado que ruega por la compañía. Porque la tentación, mal que nos pese, también es una mujer.
Y así, puede que sea el momento de un último fogonazo de cordura, de equilibrio, de descabalgar y de hacer que la justicia sea parte del destino. Él se burla, ella se ríe y ambos serán una melodía de pólvora y miel. Como ese último duelo que tiene un perdedor seguro. Como esa última mirada sonriente a una vida que nunca fue tomada demasiado en serio. Como esa lentitud que se torna vital para hacer que otros sigan existiendo y buscando una felicidad que, en demasiadas ocasiones, se presenta como algo frugal, divertido e intenso pero en modo alguno, perdurable.

Dalton Trumbo fue grande en esta película, como también Robert Aldrich acompañando sus letras con las actuaciones de Kirk Douglas, Rock Hudson, Dorothy Malone y Joseph Cotten. Más que nada porque esta película es una de esas raras ocasiones en que el cine se convierte en un disparo inapelable.

jueves, 26 de noviembre de 2015

DEUDA DE HONOR (The homesman) (2014), de Tommy Lee Jones

Allí, en la tierra donde parece que ya no llega la esperanza, en el suelo duro y estéril que es renuente a dar sus frutos y donde el ganado cae asolado por las fiebres, es donde más puede asomarse la locura. Tanto sufrimiento para que no haya ni una mísera propina de Dios. Tanto padecer para que la vida sea una lucha en la que siempre se pierde y la derrota se haga costumbre. Tanto horizonte sin más compañía que el sol cicatero, el cielo caprichoso y la soledad sin recompensa. Sí, allí es donde tiene que sembrarse la locura. Allí es donde se acaba con cualquier fortaleza.
Y los hombres, sin recursos y sin redaños, dejan la responsabilidad de la salida a una mujer porque ya se sabe que las mujeres son capaces de llegar allí donde no llegan los hombres. Ella será capaz de todo. De dormir al raso y asear a las enfermas. De guardar sus vidas a golpe de cañón y de darlas de comer. De cubrirlas bajo el frío y de buscar agua. No será fácil porque ella solo va armada de su voluntad, de un rifle de un solo disparo y de un hombre al que ha atado con una simple promesa.
Es entonces cuando se va forjando un pacto de lealtad que tendrá que ir más allá de la muerte. Porque habrá fugas y también peleas. Habrá vientos, ventiscas y noches demasiado frías. Habrá búsquedas y paradas. Y las arrugas de él serán los surcos del encaje del ánimo de ella que, en el fondo, está arrasado. La deuda de honor se construye con los días y siempre se soportarán las visitas de los indeseables. El lejano Oeste nunca fue una tierra de leyenda. Solo fue el refugio de un montón de complejos, de frustraciones y de salvajismos. Una tierra sin nadie que mirase los desmanes de la moral. Y no hay nada mejor que hacer un viaje por los bordes de la locura para darse cuenta de que la gente tenía poco, muy poco, de buena.

Tommy Lee Jones dirige con buen pulso después de su primera incursión tras las cámaras con Los tres entierros de Melquíades Estrada y consigue un poema que tiene algún verso de más pero que resulta estremecedor en algunos pasajes, verdadero en sus rimas, hermoso en sus recursos y ajustado en su métrica. Y resulta tremendamente feminista porque destaca la debilidad de los hombres frente al empuje épico de las mujeres, la ligereza del pensamiento masculino capaz de olvidar sus objetivos con un simple baile de tontos movimientos no es rival ante la decisión femenina de llevar a cabo todos los sueños sin desfallecimiento. Precisamente la locura se instala en tres mujeres porque se han quedado sin sueños y han caído presa de la humillación, de la pena y de la terrible esquizofrenia que nubla cualquier razón. Y aún así consiguen ser admirables porque, en el fondo, saben que deben curarse y dejar que el destino se cumpla. Y en las noches frías, cuando las alimañas acechen con sus fauces a la luz de la luna, siempre habrá un hombre bueno que vigilará sus movimientos y mantenga el fuego encendido aunque luego olvide con rapidez sus nombres y su memoria. Tal vez porque así ha sido siempre y así será. Es una ley no escrita que dejará que esta película se pierda entre los rincones de la mediocridad cuando, quizá, merezca una inscripción en el recuerdo de todos aquellos que aman el buen cine.   

miércoles, 25 de noviembre de 2015

EL INCREÍBLE HOMBRE MENGUANTE (1957), de Jack Arnold

Menguar hasta ser una minúscula gota de polvo que, poco a poco, se va fusionando con el universo. Contar cada vez menos porque tu mujer ya no te ve como un hombre sino como un niño que cada vez tiene menos estatura moral y física. Una nube radioactiva que pasa dejando una estela de purpurina y maldición y que se convierte en una condena hacia la nada más tremenda y absoluta. La casa, que, poco a poco, se va convirtiendo en una cueva gigantesca hasta tener que ser recluido en una estúpida casa de muñecas. El gato que se convierte en una bestia salvaje, consciente de su superioridad y que quiere engullir una presa fácil. La araña que se transforma en un monstruo insalvable e invencible, instintivo y depredador que quiere tejer su tela con un ser inferior que apenas puede defenderse. La caja de cerillas que, por momentos, se erige como una guarida ideal con puerta de observación y acogedora en un silencio gigante que apresa y oprime…Objetos cotidianos que pasan a ser, por culpa de la inferioridad, armas letales, baluartes defensivos o trampas con olor a muerte. El hombre ya no es un hombre, es un ratón. Y después es una mosca. Y después es menos. Y después es nada. Y después no existe. Y después…

Imaginativa y terriblemente incómoda es esta historia de Richard Matheson llevada al cine con la modestia asumida de una serie B pero efectiva como muy pocas películas del género fantástico han llegado a ser, El increíble hombre menguante no deja de ser una parábola brillante sobre la insignificancia del hombre dentro del universo infinito que lo contiene. Apenas una mota de polvo que surca el aire que se respira abulta más que el ser humano que, a pesar de todos sus avances, de todas sus responsabilidades y de todos sus miedos, no influye en el mayor misterio de todos que es el orden universal, el sobrecogedor teatro de marionetas que hace que todo esté sostenido por los hilos invisibles de un extraordinario rompecabezas gravitatorio. El hombre no es nada, por mucho que influya, por mucho que invente, por mucho que destruya. Es un leve inconveniente fácilmente eliminable. Más allá de eso, también forma parte del misterio que envuelve cada uno de los movimientos cósmicos aunque sea un interrogante que apenas merece la pena resolver. El más leve de los estremecimientos puede que sea algo desoladoramente devastador en la vida del hombre y cada vez, arrogante como es, cree que tiene más importancia, que es decisivo, que forma parte de un equilibrio que, sin él, se resquebrajaría cuando ni siquiera se oye su voz en medio del enorme espacio del que forma parte. Es la contradicción primigenia. Es la verdad dicha de forma barata, cercana, disfrazada de ciencia-ficción, conmovedora y absolutamente sincera a pesar de su fantasía. El hombre no es nada. Y como no es nada, dejo de escribir porque siento que mis letras se van haciendo pequeñas, ínfimas, minúsculas, microscópicas, meras bacterias sobre el blanco universo de la creatividad más caótica.

martes, 24 de noviembre de 2015

EL HOMBRE QUE PUDO REINAR (1975), de John Huston

Arrastrar el fracaso por mundos perdidos, más allá de las dunas, de las montañas y del sufrimiento. Una cabeza como único equipaje y el deseo de dos vividores que solo desean una última oportunidad para salir de la mediocridad. La historia que nunca se cuenta sobre el mayor de los perdedores, que con una corona sobre la cabeza se convirtió en el testigo de la mayor derrota. Casacas rojas allí donde los salvajes se están matando unos a otros y guardan el mayor tesoro jamás soñado. Sikander, el hijo de Alejandro El Magno…Daniel, el hijo de un tendero…la impostura y la terrible erótica del poder que acaba destruyendo a todos los hombres que se atreven a tocarla. Para que solo, incluso después de la muerte, quede la amistad…la profunda amistad…la verdadera amistad…siempre fabulada…siempre ignorada.
Allí donde las nubes se pierden y se encuentran los sueños de los más agónicos, se puede encontrar a la misma belleza, a la misma lealtad, a la misma ambición, a la misma pelea de siempre, a la misma casualidad que, por una vez, juega a favor de los más desgraciados. Peachy Carnahan lo sabe bien y mantiene la cabeza sobre los hombros aunque su mirada ya no es la misma. Pierde un ojo y a su compañero. Pierde el deseo de triunfar y asume que la derrota es total y definitiva, sin paliativos, sin excusas. Morir, en el fondo, es una liberación dentro de un mundo que jamás ha querido a los buscavidas, a los simpáticos granujas que tan solo pedían un poco de suerte una última vez antes de acabar tirados y borrachos en alguna taberna de Bombay, contando viejas historias de batallas de refulgir dorado con más mentira que verdad. Un escritor llamado Kipling oirá la verdadera narración de unos hechos extraordinarios que yacen en el fondo de un precipicio…el de la ambición y el poder acariciado. Daniel y Peachy…nunca volvieron a levantarse…ni siquiera el que tuvo la desgracia de sobrevivir.

John Huston quiso desde siempre dirigir esta película. Comenzó a finales de los cincuenta y estaba a punto de dar el primer golpe de manivela con Humphrey Bogart y Clark Gable en los principales papeles cuando Bogart enfermó y la preproducción se suspendió. Años más tarde, a rebufo del enorme éxito que tenían Paul Newman y Robert Redford quiso volver a intentarlo pero Newman, al leer el guión, que le pareció fantástico, le dijo: “¡Por Dios, John! ¡Coge a dos actores británicos!”. Huston le hizo caso y ofreció el papel de estos dos perdedores máximos a Sean Connery y Michael Caine y el resultado fue maravilloso porque ellos dieron a sus personajes la vida que necesitaban dentro de la increíble historia de Kipling, con aventuras, milagros, buen humor, camaradería, auténtica amistad, celebración del cine, legendaria narración. Todos caemos en el barranco de querer más, incluso cuando la vida se muestra generosa y nos da mucho más de lo que nunca hubiéramos pensado. Todos hubiéramos querido reinar…y todos hubiésemos perdido estrepitosamente dejando el único y solitario testimonio de nuestras cabezas cadavéricas con los ojos en sombra que dejan las cuencas vacías de un triunfo que jamás se atrevió a aparecer.

viernes, 20 de noviembre de 2015

EL EXORCISTA (1973), de William Friedkin

El diablo no entra en la casa de los más fuertes. Siempre elige las víctimas cuidadosamente, con rotundo desprecio por la raza humana. Quiere hacer de un cuerpo, un pecado. Y no es para destruir al hombre, es para negar la existencia de Dios. Una pérdida reciente, un trauma familiar, una desorientación propia de la edad. El Diablo no teme al hombre. Teme al hombre que conoce al Diablo. Y ése es el exorcista. Un sacerdote que ha estado siempre con los más débiles, allí donde el hambre siembra locuras, allí donde Dios no mira. Ese hombre es más fuerte que ninguno. A ese no se le puede confundir con juegos malabares de cabezas retorcidas, espasmos brutales, groserías bestiales o idiomas de ultratumba. Y ese hombre, en el fondo, es muy poca cosa. Tal vez porque la edad es su propio Diablo y ya no tiene un corazón que sirva de motor a un cuerpo que falla. Es mejor agotarlo. Es mejor arrasarlo.
El Diablo no cuenta con que el hombre, esa criatura favorita de Dios, sea tan excepcional que pueda dar su vida y su cordura por otro. Esa es un arma que el Diablo no conoce y que tampoco sabría utilizar. Basta con hacer que un cuerpo de niña sea la negación de la luz divina. Y, de paso, ahogar la fe de todos los que están a su alrededor, por pequeña sea. Aunque no sea una fe religiosa sino una ética atea. Al Diablo no es que le interesen los dogmáticos, fanáticos o permeables por la exhibición de las creencias. Al Diablo lo único que le interesa es que no haya buenas personas. Un policía cinéfilo puede estar fuera de lugar en un mundo alienado. Una actriz de éxito tiene que probar con creces el fracaso vital. Un psiquiatra debe saborear el fenómeno de estar más allá de la mente y de la obsesión, incluso aunque su sensibilidad esté a flor de piel por haber perdido a alguien muy cercano y de una forma algo reprochable. El Diablo manda. Solo se irá cuando él quiera…a no ser que alguien consiga echarlo.

El exorcista es una película con momentos brillantes pero no del todo conseguida salvo por la interpretación de Max Von Sydow y de Ellen Burstyn. Tal vez, la razón de su éxito reside en mostrar sin tapujos un exorcismo y en los secretos que se mueven en un mundo que no acabamos de comprender porque ni siquiera sabemos reconocer a Dios o al Diablo mientras nuestros coches anden, nuestras vidas marchen, nuestros lujos o necesidades nos absorban. El cariño por el prójimo es algo que hemos olvidado y quizá, solo quizá, esa sea nuestra verdadera salvación. Y no hay ninguna connotación religiosa en esta frase. Solo compasión sin caridad. Solo verdad sin iluminación. William Friedkin quiso impresionar pero también quiso mostrar caminos en una película en la que, a pesar de las muertes, a pesar del miedo a lo desconocido de las tinieblas, a pesar del misticismo que, de hecho, rodea toda la historia, hay siempre lugar para lo que es razonablemente humano. Tal vez porque no es que el Diablo esté dentro de nosotros mismos sino que sea Dios. Con todo lo que eso conlleva.

jueves, 19 de noviembre de 2015

SICARIO (2015), de Denis Villeneuve

Quisiera pedir disculpas por no haber podido subir el artículo de ayer a todos los que entráis habitualmente pero, a mi regreso de Sevilla, me encontré con que no tenía línea. Ahora funciona con normalidad así que, en principio, volvemos a retomar el ritmo normal. Vamos a por ellos.

A menudo es necesario agitar la tierra por debajo de la fiera para que cometa un error. Solo hace falta atacar sus puntos más débiles. Quizá algún compañero, un hermano, la familia…todo vale si, al final, se consigue que el animal salvaje dé pasos en falso. Solo hay que seguir las pocas pistas que se poseen, poner la trampa, menear el cebo, hacer que mire hacia otro lado y golpear donde más duele. Es fácil. El único defecto es que, en determinado momento, no se sabe quién es más brutal. ¿La presa o el cazador?
Y a lo mejor, por ahí en medio, hay una mujer a punto de derrumbarse que acepta una misión que no es lo que más conviene a su ánimo. Tal vez haya intervenido en demasiadas misiones de rescate de rehenes y no todas han salido demasiado bien. O se está dando cuenta de que los lobos son auténticos asesinos que matan sin piedad, recreándose en una crueldad súbita y expeditiva. Y la acción dentro de su unidad no está dando los resultados apetecidos. Hace falta subir un escalón más. Igualarse un poco con la brutalidad del objetivo. Hasta que se da cuenta de que todo está violentamente corrompido porque las fuerzas que, en teoría, tienen que proteger, se atienen a métodos que podrían parecerse a los de cualquier mafia de polvo blanco y justicia roja.
Es entonces cuando llega la desorientación. No se sabe qué es lo que se está haciendo porque la violencia genera más brutalidad. Utilizar los mismos métodos para empatar el partido no debe ser la solución. Y, sin embargo, allí, en la tierra de los lobos, donde solo impera la ley del más fuerte y los disparos son los ruidos de la rutina, no puede haber otra. O puede que no haya ninguna. O puede que, al final, nos matemos todos unos a otros sin siquiera pestañear. Todo por unos cuantos millones de dólares. Todo por hacer que la gente sea más pobre, esté más desesperada y se lance a consumir estupefacientes de muerte y sudor.

Impresionante película, dirigida con admirable contención por Denis Villeneuve e interpretada con vigor y convicción por dos grandes actores como Benicio del Toro y Emily Blunt. Ella aporta profundidad y miradas de desesperación. Él pone encima de la mesa misterio e impasibilidad inquietante, al igual que la climática y agobiante banda sonora de Johan Johansson. Todo se une para conformar un sobrecogedor rompecabezas sobre el mundo de la droga y la lucha contra el narcotráfico, podrida de balas injustas, de dineros traidores, de forasteros oscuros, de operaciones secretas, de ciudades inseguras, de lujo insultante. Y todo tiene que ser realizado con la apariencia de legalidad porque si no, ni siquiera se puede hacer cosquillas a los millonarios de moral exterminada. Sí, porque hay que aniquilar la moral para luchar en una guerra que nunca tendrá vencedores ni vencidos y las víctimas siempre serán las mismas. Cada vez estamos más sitiados por los lobos y nosotros seguiremos jugando al fútbol para olvidar que un día tuvimos una ilusión y que ahora solo un juego nos consuela. Mientras los que tienen su moral intacta intentan luchar para no pasarse al otro lado, como sicarios de los estados, como silenciosos consentidores de las operaciones más sucias. En la tierra de lobos, el que más muerde es el que tiene la impresión de vencer.

martes, 17 de noviembre de 2015

DE AQUÍ A LA ETERNIDAD (1953), de Fred Zinnemann

Hoy estaremos en directo desde Sevilla hablando en "La gran evasión" de Radiópolis en un programa especial sobre "El sueño americano". Mañana habrá artículo pero será un poco más tarde. Os espero en el estudio. 

De aquí a la eternidad no hay más que un paso, eso lo sabe cualquier soldado. Quizá la eternidad sea un beso prolongado en una orilla cualquiera de una playa rocosa o el sentido homenaje a un compañero muerto con la corneta en la mano. Tal vez sea la simpatía de un sargento que se las sabe todas o, quién sabe, la brutalidad de otro suboficial que solo entiende el lenguaje de los puños y de la tortura. Incluso es posible que llegue a ser la compañía de una mujer inigualable o la de un soldado que hace ya mucho tiempo que perdió su guerra aunque todo lo disfrace de ironía. La vida son personas que saltan, aman, luchan, pierden y mueren y luego, sí, luego solo viene la eternidad.
Una prostituta de cierta clase puede tener todas las respuestas y un reguero de flores en el agua es el único rastro que se deja después de una vida entera de mentiras y de frustraciones. El chico no quiere pelear. El sargento no quiere ascender. El soldado no quiere rendirse. El oficial no quiere fracasar. Balas que acechan algún madero en el que incrustarse para pertenecer por fin a algo o a alguien. El ejército suele ser así. Es un mosaico de amistades pero también un compendio de soledades. La guerra se avecina y todos perderán sea cual sea el resultado de la batalla. Quizá la eternidad sea precisamente eso. Perder. Sin atender a cuál es el precio.
La rebeldía es un síntoma de los tiempos que se acaban. Las bombas caerán pronto y el ánimo necesita ese punto de furia que tanto se estila en los tiempos difíciles. Lástima que sea la propia vida la que se encargue de poner las cosas en su sitio y de hacer prescindibles a aquellos que son los más valiosos. El ataque es inminente y todo el patio de armas será un campo sembrado de cadáveres o de cuerpos a tierra o de sentimientos derrengados por el devenir de los acontecimientos. Hay que volver para sentir. Hay que sentir para tener la valentía de volver. Aunque el amor quede en un segundo plano. Es algo lógico. En tiempos de guerra, el amor es prescindible.

Fred Zinnemann dirigió la adaptación de la novela de James Jones para descubrir un reparto admirable, que está en todo momento a gran altura y que encabezan por derecho propio Burt Lancaster y Montgomery Clift. Detrás de ellos, con absoluta veracidad se hallan Deborah Kerr, Donna Reed, Frank Sinatra y Ernest Borgnine. Y en ellos está impreso ese color marrón claro de los uniformes que solo intuimos a través del blanco y negro porque, al fin y al cabo, sus vidas son en blanco y negro, sin opciones intermedias, sin segundas oportunidades. Tan solo la seguridad de que lo forzado se viene abajo por la existencia de las pasiones humanas. Las miradas se suceden y en todas ellas refulge el brillo de la pérdida. Porque todo se vuelve a encontrar pero la pérdida…también es eterna. 

viernes, 13 de noviembre de 2015

SER O NO SER (1942), de Ernst Lubitsch

“Ella hace con Shakespeare lo que nosotros estamos haciendo con Polonia” y así se nos describe la eterna cuestión del ser o no ser. Una contraseña para acostarse con el amante y humillar al marido. Tan simple como acudir a los clásicos para tener plena conciencia de que la guerra es un clásico y de que no es cosa de risa aunque sea siempre un chiste del absurdo. El teatro como forma de resistencia no deja de ser una broma, un cuento cruel narrado con una sonrisa. Y es que no hay nadie como María Tura para hacer que los nazis se enternezcan y la cruz gamada pase a ser una letra de una línea graciosa. María, María, en el fondo eres una patria. Todo el mundo quiere conquistarte y pasar por tus valles de satén. Menos mal que eres valiente.
“Si no vuelvo, acuérdate de mí. Si vuelvo…te acordarás de mí” y es que así se describe la eterna cuestión del ser o no ser…cornudo. Los celos arrastran la pasión de ese gran, gran actor, no sé si lo habrán oído nombrar, Joseph Tura. Un maestro del transformismo que lo mismo se convierte en el temible Campo de concentración Erhardt que en el héroe traidor que es el Profesor Siletsky. Y todo por recuperar una mujer. Hay que volver a ser valiente para demostrar lo que se vale porque encima de las tablas…Hamlet seguiría dudando. Es lo que tiene el arte. Joseph, Joseph, en el fondo eres divino. No quieres enterarte de nada mientras te ensimismas en tu discutible interpretación llena de vanidad y, sin embargo, cuando tomas el control eres el más arrojado de los hombres. Los nazis saben que la vanidad es tu punto débil. Y tú sabes que la vanidad también es el punto débil de los nazis.
Europa en la desgracia mientras un grupo de cómicos se esfuerzan por poner una sonrisa en la tragedia. Hitler sale corriendo del teatro y todo es una huida genial en la que, en un golpe tremendo de sabiduría germana, se ordena a los pilotos que salten del avión y lo hacen sin rechistar. Maravilloso Lubitsch, haciendo que las puertas hablen de sexo sin decir ni una palabra más escabrosa que otra. Todo está tan medido que el viejo maestro de puro e ironía estará disfrutando cada vez que la volvemos a ver. Al fin y al cabo, él ya no es pero hay que reconocer que fue y fue mucho.
-. ¿Podemos brindar por una guerra relámpago?
-. Prefiero una larga emboscada.

Y no están hablando de guerra, sino de sexo porque, de todas formas, el sexo es una guerra que siempre tiene a los mismos vencedores. La maquinaria del mal avanza imparable pero, tal vez, se detenga por una mujer demasiado atractiva para esos uniformes negros y grises que encandilan y atemorizan a todos. El fascismo es una farsa que no sabe cuándo termina la función. Pura fachada para dar cabida a un terror que tenga a todos bien amordazados. Menos a Lubitsch. Ése no se callaba ni aunque la censura se vistiera de seda y corriera por los temibles campos de la muerte de la creatividad. Solo cerraba una puerta mientras las braguetas se abrían. Y ya está. Los nazis no se libraron de un toque legendario que nos condujo al ridículo de las cosas más serias. Sano, muy sano. Tanto es así que dicen que, cuando le encontraron víctima de un ataque al corazón, encontraron uno de sus famosos puros al lado. Ni muerto dejó de regalar su toque. Ser o no ser, he ahí la cuestión.

jueves, 12 de noviembre de 2015

SPECTRE (2015), de Sam Mendes

James Bond siempre se ha mostrado como un asesino despiadado, frío, carente de escrúpulos, dispuesto a acabar con las vidas ajenas con la misma facilidad con la que un niño se come un chocolate. Sin remordimientos. Sin conciencias. Sin motivos personales. Sin embargo, es posible que, debajo de todo ese témpano de hielo, haya un hombre que se arrepiente de sus errores, que sabe que ha hecho sufrir a los que le han querido alguna vez, que cree que su destino es la soledad porque, poco a poco, todos los que le han apoyado van desapareciendo. Y es que hay amores que matan.
Lo cierto es que existe algún rincón dentro de ese alma de acero que se resiente porque sabe que no ha vivido, que a pesar de todos los lujos y mujeres que ha podido disfrutar, no hay nada dentro de él que haya construido algo aprovechable, ni siquiera los mil y un intentos por mantener la paz en contra de megalomaníacos dispuestos a acabar con el orden establecido apretando un botón. James Bond también tiene un corazón…solo que no lo muestra a nadie. Y ha llegado la hora de demostrar que lo tiene.
Todo formaba parte de una conspiración. Los malos de antaño, las mujeres importantes que le han sido arrebatadas, la tecnología que pronto hará inútil el oficio de espía…Los tiempos ya no son lo que eran y todos los rostros que han poblado sus aventuras se presentan como espectros que vuelven para ajustar cuentas con el carácter de Bond, James Bond. Un hombre que, ante todo y sobre todo, mató pero que también amó, luchó, perdió y nunca se fue.
Toda la película está bañada de un aire crepuscular. El director Sam Mendes ya ha dicho que no volverá a realizar otra entrega de la franquicia Bond. El actor Daniel Craig abandona el personaje y el olor a despedida es evidente. Bond ya está cansado y necesita un nuevo rostro. El super-espía tiene que cambiar. Y para eso se articula una última misión que tiene más que ver con la privacidad de Bond que con la amenaza de un villano cuyo nombre nos suena a clásico de los sesenta. Y Mendes consigue un raro equilibrio muy bien llevado, con una banda sonora de Thomas Newman realmente impresionante y con unos de los peores títulos de crédito de toda la serie. Las comparaciones con Skyfall son inevitables y aunque había hallazgos en aquella, en profundidad y ajuste es mejor ésta. Pero nadie lo reconocerá. Es lo que tiene seguir la corriente, que puede que termines perdiendo el alma que te hace reconocible y querido.

Basta con coger algún objeto querido, representativo de lo que ha sido siempre el más famoso agente secreto del cine y encaminarse al ocaso con una sonrisa de complicidad. En el fondo, hemos querido ser él en múltiples ocasiones aunque sabíamos que era ficción. Y, sin embargo, esta vez, dentro de lo que siempre esperamos, hemos descubierto su aligerado tormento y su seguridad fracasada. Sí, porque los héroes también tienen un pasado plagado de derrotas aunque James Bond sea el paradigma del triunfo, aunque conduzca los coches más increíbles, aunque conquiste a las mujeres más hermosas, aunque gane a los malvados más refinados. En el fondo, él sabe que si en su interior hay algo de piedad será porque es un hombre bueno.

martes, 10 de noviembre de 2015

EL ÚLTIMO (1924), de Friedrich Wilhelm Murnau

La ciudad habla con su rugido de motores, de prisas, de nervios y de noches estrelladas a la luz de las farolas. El vaivén de la gente es una muestra de la circulación de la sangre de las calles asfaltadas de una gran ciudad que enseña su mejor cara con sus monumentos, sus negocios millonarios, sus comidas suculentas, sus modernos transportes y sus radiantes uniformes…Sus radiantes uniformes…sí porque en la puerta de un hotel hay un viejo león rojo y dorado que se dedica a recibir a todos los huéspedes con el señorío propio de la alta sociedad. Él es alguien, no hay que dudarlo. Es el portero del hotel, que le da lustre e imagen. Es importante tener a alguien tan imponente en la fachada exterior mientras en el interior la gente se mueve como si fuera una colmena repleta de zumbidos. El portero se siente orgulloso de su trabajo por las generosas propinas, porque la gente le trata como a una persona, porque, al fin y al cabo, la imagen viviente del hotel es él mismo. Incluso es respetado en su vecindario porque su uniforme es el de un general de gala. Sus adornos dorados sobre la pechera y las hombreras, su radiante gorra semejante al sol allá en lo alto…
Sin embargo, la edad se presenta sin avisar y viene el descenso a los infiernos. Y nunca mejor dicho porque son los urinarios del hotel. Allí no hay más uniforme que una miserable chaqueta blanca, las propinas son escasas y se mira con condescendencia al encargado. También hay clases entre los trabajadores. Un portero es un portero. Un encargado de lavabos no es más que un chorrillo de orina escapado fuera de la taza. El vecindario ya no le respeta porque él vuelve cabizbajo, avergonzado, destrozado. Solo le quedan los sueños en medio de una ciudad que con su rugido de motores, de prisas, de nervios y de noches estrelladas a la luz de las farolas no se fija en limpiadores de urinarios de caballeros. Más que nada porque es parte del mobiliario. Ni siquiera es una persona, es un desecho.

Friedrich Wilhelm Murnau realizó una soberbia película con todo tipo de trucos visuales para contarnos una historia triste en medio de una sociedad que se lanza al cotilleo gratuito y que, en el fondo, describe una clase proletaria tan aburrida como la alta sociedad. La dignidad de un hombre nunca se basa en uniformes, ni en aposturas marciales falsas sino en el interior porque ahí es donde reside el verdadero valor. Todo lo demás son maledicencias de la gran ciudad que huelen a orín de forma tan insoportable como un urinario de caballeros en medio de un hotel de lujo. Agua estancada en ilusiones que deberían correr como alas de un mundo en desarrollo. Preludio de una dirección equivocada que prefirió coger atajos para resolver la crisis económica y política. A partir de ahí, todos nos podemos poner en el último lugar de los hombres. Y todos limpiaremos los orines que vayan dejando los demás.

LA CAJA CHINA (1997), de Wayne Wang

Llega el fin de una era y es como si la vida se terminase. El estremecimiento llega a ser estéticamente fascinante pero la tristeza nunca lo es. Tal vez como el amor cuando ya no queda tiempo. Tal vez como una ciudad que cambiará su futuro de golpe. La química forma parte del embrujo porque, cuando llega el fin, hay algo de mágico en la atmósfera. Todo lo veremos como intrusos, como mirando por el ojo de una cerradura, asistiendo a una historia de amor imposible, que tiene que acabar. Igual que un destino acaba. Igual que un tratado se cumple.
Las máscaras caen y todo parece atrapado en un plano muy corto, como si se quisieran atrapar las diferencias culturales solo con los rostros. La historia es poderosa pero hay algo en ella que no llega a transmitir la sensación apropiada. Quizá sea la mediocridad, quizá sea la decepción. Puede que haya demasiados simbolismos en lo que es un simple grito de socorro. O puede que haya que leer demasiado entre líneas para poder comprender lo que se nos quiere decir. Como un juego de cajas chinas, a cada una más pequeña, a cada una más sorprendente, a cada una más prometedora…para descubrir al final el vacío de la última. El tono bajo de la narración contrasta con la estética que preludia otros intentos posteriores de narrar unas realidades que, más bien, parecen sueños. Plano social, plano político, plano individual. Plano. Ésa es la palabra. Que no hay aristas. Que no hay suelos quebradizos. Que todo se dirige hacia el gris de una época que se acaba.
Y es que pasar del más salvaje de los capitalismos a un régimen comunista solo lleva a pensar que las libertades van a ser suprimidas de golpe, como la misma dictadura del amor lleva a exterminar las actitudes de los espíritus. El personaje muere, al igual que muere la soberanía británica sobre Hong Kong. Como un mosaico cuyas teselas se van desprendiendo, poco a poco, sin apenas ruido, sin apenas tamaño. Jeremy Irons y Gong Li hacen un gran trabajo pero Wayne Wang no consigue dar con el punto adecuado en una historia que hubiera merecido algo menos de lirismo y algo más de profundidad. Porque el sobrecogimiento no es profundidad. Puede ser emoción. Pero la emoción también puede basarse en algo que no tiene ninguna importancia.
Tragicómicos destinos que se cruzan en tiempo de cambios. Los problemas individuales dentro de la caja de los problemas sociales que están dentro de la caja de los problemas políticos que están dentro de la caja de los problemas mundiales…o cualquier otra división que se nos antoje. Eso da lo mismo. Es como atomizar lo que verdaderamente nos toca de cerca y que subyace bajo el peso de los grandes cambios. Hong Kong se fue. China llegó. La vida huye. El cáncer crea raíces. El amor se convierte en pasión. La libertad en entredicho. Todo empieza de nuevo. Y empieza para que todo lo anterior muera.


viernes, 6 de noviembre de 2015

EL ESPÍA QUE SURGIÓ DEL FRÍO (1965), de Martin Ritt

Arrastrarse por las cloacas puede llegar a ser una profesión no demasiado honesta aunque se cobre del servicio secreto británico. En la vida de un hombre todo ha sido una traición gris, difuminada, sin valor alguno. Ha destrozado vidas que, posiblemente, no lo merecían solo porque pensaban de forma diferente. Ha urdido complots para que la desgracia se cebara sobre aquellos que no querían integrarse en la sociedad inglesa. La bebida puede ser un escape parcial pero en ningún caso será un cicatrizante. Y, al final, siempre, sin dudarlo, ha habido una víctima, una muerte de la amistad, un dolor íntimo que se ha sumido en la agonía como un muro de vergüenza que no deja pasar el equilibrio que nunca se ha poseído.
Todo se reduce en fingir que se es alguien que pierde. Permanentemente. En realidad, no es muy diferente a como se siente el agente Alec Leamas. Basta con hacer en público un par de cosas que avergonzarían al ciudadano más reprochable de cuantos habitan la fauna de la fría Londres y poner esa cara de impasibilidad que lo que realmente esconde es un dolor intenso y arraigado. Las entrañas se revuelven día a día pero cada vez se tiene menos resistencia. Hay que coger a un tipo en Alemania Oriental. Una activista de izquierdas será el cebo. Basta con conquistarla. Basta con mentir, una vez más. Y llegará un momento en que Alec Leamas no podrá diferenciar entre verdad y mentira. Porque la única verdad es la muerte. La muerte que arrebata todo, incluso el recuerdo, incluso el último atisbo de volver a sentirse como un ser humano. El frío acabará con todo. Mientras gritan su nombre, mientras él vuelve solo para acabar con una existencia que nunca mereció la pena.

Quizá ésta sea la más gris de las novelas de John Le Carré que han sido adaptadas al cine. Tal vez porque en Alec Leamas están todos los temores y todos los desperdicios de la guerra fría que tanto tuvo en vilo al mundo a mediados de los sesenta. El rostro de Richard Burton, cincelado en mármol, ayuda a dejarse invadir por una sensación de fracaso abrumadora. El frío, sí, se palpa en los huesos porque, en realidad, no es que en el Berlín Oriental bajen las temperaturas sino que el corazón de Leamas trata de exhalar un último grito de auxilio encontrándose con que, una vez más, el vacío se sube a su espalda para aplastarlo, para obligarse a ser otro fraude, para volver a traicionar o llevar a la muerte o condenar a alguien con quien, en el fondo, se tiene alguna afinidad moral o afectiva. Leamas elige su propio destino porque ha sido lo único que le han dejado elegir. Siempre ha sido una marioneta de George Smiley y de su gente. Con una desoladora sensación de rechazo a la vuelta de la esquina. Con una decepcionante certeza de que aquello no sirve para nada. Con la seguridad de que el frío se quedará hasta hacer de él un témpano congelado que perdió los sentimientos en algún lugar de una alambrada que también separó al mundo.

jueves, 5 de noviembre de 2015

LA VERDAD (2015), de James Vanderbilt

Cuando la libertad de prensa se ve amenazada desde los poderes públicos, comienza a asesinarse la democracia. Y eso es algo que ocurre en los países más avanzados. Nunca debe intervenirse la palabra porque ésa, y no otra, es la expresión de todas las tendencias, de todas las subjetividades, de todas las verdades. El público es el que tiene que sacar la conclusión entre tanto bosque de informaciones. Porque nadie dirá toda la verdad. Porque a nadie le interesa toda la verdad. Porque se ensucia el modo en el que se consigue la verdad con la esperanza de que nunca llegue a conocerse. Es el precio de la democracia. El ciudadano no es solo un espectador. También debe pensar.
Tanto es así que, de vez en cuando, puede que salga un grupo de periodistas que quieran decir la verdad y hay que ser lo suficientemente listo como para creerles. Más que nada porque el estado, cuando se mueve, se siente y actúa para silenciar de los más diversos modos el fondo de la cuestión, es invariablemente culpable. La prueba no puede ser más evidente porque la libertad de prensa, mediatizada o no por las grandes empresas o los estamentos financieros más poderosos, es algo que hay que preservar por encima de cualquier otra consideración. Los mismos medios tendrán que definirse y venderse a intereses económicos, políticos o ideológicos y habrá que quitar el sesgo de esos condicionantes para encontrar algo de verdad en la noticia. Al fin y al cabo, dedicarse a informar es, o debería ser, un deber público y si se hace sin aditivos, entonces habrá un periodista con valor.
Descubrir que alguien no cumplió con sus obligaciones con la patria mientras se enviaba a miles de conciudadanos a morir no deja de ser una noticia en unos tiempos en los que los países cada vez exigen más sacrificios. Hay que tener el valor de decirlo pero también la profesionalidad de contrastarlo con medios más que convincentes para demostrar que la noticia es verdadera. El profesional no se puede plegar a plazos o  a consideraciones de política de empresa. El tiempo en la información es fundamental. El rigor en la información también lo es.
Excelente película, llena de auténticas zancadillas a los valientes que deciden seguir adelante a pesar de todo y a los que se les cercena la única respuesta posible como es la verdad. El guionista y director James Vanderbilt destaca por su sobriedad y su precisión en la dirección de actores entre los que brilla con calidad excepcional Cate Blanchett, bien secundada por Robert Redford en un papel clave. Hay todo un homenaje a la profesión periodística pero la auténtica, la que juega un rol fundamental en cualquier democracia, la que arriesga todo con tal de defender la sinceridad de la noticia y que reclama el derecho a defenderse con la verdad pura y simple, sin subjetividades convenientes y que tanto amparan a los de siempre y a los que vendrán. La verdad es solo una, es sencilla y simple. Cualquier versión de la misma tiene matices que deberían ser eliminados de las columnas, de los programas y de los noticieros. Porque lo demás es una demostración preclara de que todos llevamos un dictador dentro y de que estaremos dispuestos a volver la espalda a cualquiera que se atreva a decir la verdad aunque nuestra obligación sea apoyarlos. Porque estaremos intentando influenciar al público con un punto de vista que siempre será sospechoso. Y la democracia será la primera víctima de la parcialidad.

martes, 3 de noviembre de 2015

EN LA LÍNEA DE FUEGO /1993), de Wolfgang Petersen

El declive a veces es demasiado implacable. Más aún si se arrastra consigo una culpa que no se puede explicar. En su momento había que reaccionar, correr hacia donde había un hombre muriéndose. Proteger con la vida lo que tanto se quería conservar. Pero la sorpresa, la incredulidad, la cobardía o, tal vez, la parálisis del instante fueron las verdades de un fracaso. Años después el recuerdo sigue ahí, y con él la sensación de haber fallado estrepitosamente en algo para lo que había sido entrenado. Fue como huir de una obligación. Fue como burlarse de un destino que, desde entonces, no ha dejado de reír.
Por eso, quizá, ese hombre al otro lado del teléfono sabe cuáles son las debilidades y los puntos flacos de un guardaespaldas que, quizás, está deseando una segunda oportunidad en parecidas circunstancias. Habría que prescindir de si el hombre a proteger lo merece tanto como lo merecía John Kennedy. Eso es lo de menos. Se trata de dirimir la lucha entre la vida y jugársela por otro. Y el enemigo al otro lado de la bala es un tipo que sabe muy bien lo que hace, que sabe esperar el momento adecuado para golpear donde más duele, que tiene la certeza de que las segundas oportunidades son aún peores. La guerra moral está servida porque ese individuo cree que quien no supo reaccionar una primera vez no está capacitado para hacerlo en otra ocasión distinta. Y la táctica es bien sencilla. No decir nunca la mentira. Tal vez no decir nunca toda la verdad. Pero no mentir. Así el fracaso será más auténtico, más verdadero, más íntimo y más solitario. Cuando se pone a un hombre de frente con su verdad interior no hay fugas posteriores, no hay nada más allá que la propia conciencia. La bala será disparada y habrá que apuntar bien alto.
Un piano resuena entre los pensamientos nocturnos mientras una mujer rodea el ambiente. Hay una sensación de que ese trabajo tiene que ser abandonado. Ya son muchos años intentando proteger a los que mandan y ya es hora de protegerse a sí mismo. Por muchos asesinos despiadados formados por el propio gobierno que pululen por ahí. Que se encarguen otros. Solo una última bala y ya está. Quizá sea hora de ajustar cuentas con la leyenda.

Wolfgang Petersen dirigió con pulso y templanza una historia que, en manos de cualquier otro desaprensivo, hubiera sido puro exceso con sobredosis de fuegos de artificio. Sin embargo, la acción telefónica es la verdadera batalla que se establece entre perseguidor y perseguido y la contención forma parte del plan. John Malkovich pone cara y rechazo y Clint Eastwood pone cara y experiencia. El resultado es un duelo magnífico acentuado por una narración sobria y creíble. Tal vez porque sabemos que hay perros renegados y perros fieles y llegar hasta el amo es una cuestión de fiereza y resistencia.

EL MINISTERIO DEL MIEDO (1944), de Fritz Lang

Si os apetece escuchar el debate que sostuvimos acerca de Mario Camus, Miguel Delibes, Alfredo Landa y Francisco Rabal a propósito de "Los santos inocentes" podéis hacerlo aquí.

 Haber estado al borde de la locura no es precisamente el mejor ánimo para salir a un mundo que se deshace en una guerra. Tal vez porque puede parecer que la locura está fuera y no dentro de un hospital psiquiátrico. Un pastel que contiene un mensaje. Un ciego que no lo es. Una bomba inoportuna. Una sesión espiritista. Un disparo sobre un muerto que no existe. Una noche en el metro. Un irritante individuo que se limpia las uñas con una navaja. Unos pájaros que picotean unas sobras. Una bomba camuflada en una maleta llena de libros…Todo esto ya es difícil de encajar para alguien que está cuerdo. Y todo porque un hombre que casi perdió la razón quiso mezclarse con la gente, como uno más entre la multitud.
Las paredes desnudas parecen ser los testigos de una conspiración en la que todo el mundo parece estar envuelto. Todos tienen dos caras. El loco que no está loco. El amigo que no es amigo. El policía que tiene cara de facineroso. La chica que no se sabe de qué bando está. Tapaderas de personalidad que encubren la auténtica trama de espionaje que se está tejiendo para hundir la invasión. De locos. O de cuerdos. O, tal vez, de ninguno de los dos.
La atmósfera de pesadilla de Fritz Lang planea sobre todo el relato de Graham Greene aunque al director alemán no le gustara nada el guión que Seton Miller había escrito sobre la maravillosa novela del autor británico. Las calles parecen tener dobleces, el expresionismo se va adueñando de toda la historia, el sentido fatalista de una vida desperdiciada no pierde la esperanza pero todo se tuerce como un traje mal cortado. Demasiadas cosas a tener en cuenta. Inglaterra vive un asedio aéreo y una noche en una estación de metro parece un remanso de paz mientras las bombas caen fuera. Quizá por eso el individuo es más peligroso, porque no ha tenido paz en mucho tiempo y está acostumbrado a vivir con los nervios en el extremo de la resistencia. Hay que desconfiar. Puede que ese tipo cause problemas.

Maldito pastel que pesaba tres kilos y cuatrocientos gramos. No se puede ser tan goloso. Claro, después de estar encerrado en la casa de salud y comer pastillas aquello puede ser un manjar de dioses. Como volver a cruzarse con los labios de alguien que comprende, que sigue, que acompaña y que adora. Como sentir de nuevo el afecto de alguien con quien se establece una rápida complicidad para continuar luchando en medio de las calles destrozadas y los edificios ruinosos. Como hacer que la sangre se acelere porque se está en medio de tiroteos, sospechas, conclusiones precipitadas, dobles morales y burdos disfraces. Como hacer, en fin, que todo vuelva a la lógica normal, al deseo de rutina, al espejismo de una realidad que hace mucho se puso en fuga porque el amor es el peor desencadenante de la insania. Y resistirse a todo ello es la mejor prueba de que estar vivo es todo un regalo en tiempos de guerra.