viernes, 15 de julio de 2011

CADENA PERPETUA (1994), de Frank Darabont

Con esta película, vamos a unir una pequeña y placentera obligación profesional con el inicio de las vacaciones y el blog va a quedar cerrado hasta la vuelta de la rutina allá por el día 1 de septiembre. Quiero dedicar este artículo a todos los que habéis estado pendientes de mis líneas, con paciencia y dedicación, algunas veces entusiasmados y otras, decepcionados. Lo importante es que sintáis la magia del cine. Pasad todos un feliz verano con buen cine a vuestro alrededor. Gracias por hacer que este blog tenga esta cantidad de visitas porque conseguís que todo tenga un sentido muy especial. Muchos cariños, muchos abrazos y aún más amistades.

La paciencia es siempre propiedad de los que ansían la libertad. Libertad trabajada desde el corazón y el alma. No se pueden poner barrotes al aire. No se puede encerrar la ilusión. A veces, la seguridad en sí mismo es el arma necesaria para aguantar la desolación. Se puede ser libre tras las rejas. Basta con escuchar a dos italianas cantando algo que ni el diablo entiende pero que hace que el cielo esté más cerca y la celda más lejos.
"Rehabilitado"...palabra que también sabía conjugar El hombre de Alcatraz en la recta final e inútil de la institucionalización. Sólo la lluvia en el rostro puede lavar las heridas de estar preso. Extender los brazos y sentirse libre...qué sensación...Las mujeres pueden hacerte soñar. Soñar que ellas también son la libertad. Los años son sólo números. Los días son centésimas. El tiempo no cuenta igual para todos. El amanecer es sólo un movimiento de las manecillas del reloj. Cada noche es el oscuro rugido de lo incierto donde el aire es tinta negra y todo se esconde para agujerear los cimientos de una falsa sociedad construida de muros hacia adentro, con individuos que son sólo sombras de sí mismos. La amistad, la verdadera amistad, es la que nunca falla. A menudo, lo que más se desea está al final de un largo río de mierda. Hacer que todos se sientan menos manipulados a través de la cultura es tarea de hombres de una sola pieza, dispuestos a luchar y que no se note que luchan. Héroes anónimos capaces de una hazaña al día...sólo aguantar...
El horizonte puede ser gris allá donde mire. Las piedras envejecen contigo pero esconder lo único que se posee, incluida la esperanza de una amistad, a los pies de un árbol donde te creíste inmortal porque amaste hace que lo que un hombre es capaz de guardar en su corazón no sea una piedra. Eso nunca envejece. No importa el destino en la última playa. Sólo faltan clavos suficientes donde colgar la vida y a Andy Dufresne le sobran martillos de gemas para clavarlos todos. Para siempre es sólo una expresión para alguien que horada, día tras día, la cadena perpetua que le ata a una redención que no le pertenece.
Quizá el cine sea pura evasión y Rita Hayworth y Raquel Welch sean las mujeres de nuestros sueños y los clásicos nunca dejen de existir por mucho que algunos se empeñen en decir que el cine antiguo siempre fue el mejor pero puede haber instantes en que viendo una película sobre la libertad encerrada, nosotros nos sintamos como presos que gozan de la plenitud de ser libres.

jueves, 14 de julio de 2011

CARS 2 (2011), de John Lasseter

El peligro de las segundas partes es que, con frecuencia, se acude a clichés ya realizados para adecuarlos a los personajes que resultan familiares para el público. Y las aventuras de Rayo McQueen se agotaron con las andanzas de su primera entrega, ejemplar en su planteamiento, algo irregular en su realización pero llena de ideas positivas para el público infantil y adulto. Y aquí parece que los neumáticos están demasiado gastados.
Y es que el gran John Lasseter ha sido el primero en meter la pata dentro del equipo de directores de Pixar porque con esta película no consigue conectar del todo con el público infantil, deja indiferente a los adultos y toda la persecución y el rodaje de las escenas de acción hacen añorar con insistencia a Los increíbles, mucho más perfecta en su concepción y con idéntico mensaje. La decisión errónea de otorgar el protagonismo a Mate en lugar de al ínclito McQueen es un peso que la película no sabe sobrellevar por la razón de que la grúa oxidada es un donaire eficaz pero de ningún modo es capaz de asumir el estrellato con la eficacia y el atractivo del coche de carreras. Será más gracioso tal vez, pero no necesariamente mejor.
Otro de los errores que comete esta secuela es acercarse demasiado al universo de James Bond porque no reinventa nada. No hay un mundo propio en estos coches que saltan, corren, combaten, luchan, hacen de lo imposible un paseo, asumen con normalidad su condición de super-héroes y nos muestran, por enésima vez, la elegancia suma de un agente secreto como Finn McMissile, trasunto de 007 pero con los rasgos y la voz de Michael Caine en un claro intento de suplir la ausencia de Hudson Hornet y el añorado Paul Newman.
Bien es cierto que la cinta incluye algunas virtudes como la extraordinaria perfección técnica de la imagen que hace que los escenarios cobren vida de tal manera que uno llega a pensar que le queda muy poco de vida al cine convencional. O las secuencias de acción, rodadas con agilidad y sentido del ritmo convirtiéndose en lecciones animadas para los jóvenes directores que no tienen tanta idea del plano general y, mucho menos, de la cámara fija. Eso hace que, a pesar de sus defectos, la película sea un buen rato transcurrido con un puñado de trucos ya intuidos en muchas otras películas del agente secreto más famoso de la historia y con un realismo espeluznante en todas las escenas en que las carreras cobran especial relevancia.
Lamentablemente, es la peor de las películas que hasta ahora ha rodado la Pixar, último refugio de calidad persistente en un cine que agoniza en términos clásicos. No hay nada nuevo en esta historia sobre amistades rotas y tardíos arrepentimientos, sobre pérdidas de personalidad que sólo conducen a la desgracia y al rechazo generalizado. Ya sabemos que tenemos que aceptarnos como somos y que así el mundo nos querrá mucho más. También tenemos la certeza de que ningún hombre está perdido si aún conserva amigos y apenas hay más guiños cinéfilos que los dedicados a toda la saga Bond salvo en lo que respecta al tratamiento femenino. En eso, Lasseter se anda con mucho ojo para evitar la incorrección educativa y política.
Así pues, no se puede evitar un leve aire de decepción aunque los niños puedan llegar a algún momento de entusiasmo. En cualquier caso, no deja de ser un pequeño defecto en una carrera que, hasta ahora, había sido intachable. Sirve como película de acción. Sirve también como entretenimiento medio infantil. Sirve muy poco como muestra de cine del bueno, ése que la Pixar lleva tanto tiempo haciéndonos ver. Esperemos que se dejen de mirar tanto el ombligo y vuelvan a la carrera con el chasis intacto. Aún tiene que haber algunos galones de gasolina.  

miércoles, 13 de julio de 2011

VENCEDORES Y VENCIDOS (1961), de Stanley Kramer

La historia suele clasificar a los contendientes de un conflicto en vencedores o vencidos. Sólo con la perspectiva del tiempo es cuando nos damos cuenta de que, en una guerra, nunca hay vencedores. El defecto básico del carácter alemán que se dejó seducir como pieza fundamental de un engranaje de gigantes sin capacidad para la rebelión fue el principal motivo que hizo que una nación se dejara arrastrar hacia la locura colectiva, hacia el odio racial, hacia el hecho diferencial, hacia el expansionismo y hacia el delirio de superioridad...y en esa enorme maquinaria estatal que convenció a adultos, que conquistó a jóvenes y que revivió a ancianos, hasta los grandes hombres prestaron oídos a lo que nunca debieron escuchar. Y el día en que se condenó a un inocente sabiendo que se cometía una injusticia es cuando comenzó la masacre.
Más tarde, cuando la paz hizo su tímida aparición, nadie sabía nada, nadie entendía de política, nadie escuchó a un loco clamando su odio en el Reichstag. Una nación de sordos, mudos, ciegos que además miraban a otro lado, quizá a los vecinos que desaparecían en mitad de la noche por ser judíos, o gays, o retrasados mentales, o izquierdistas, o antisociales. El estado del miedo tiene muchos aliados en el silencio y en la aceptación por inercia, por comodidad, por conformismo. Por eso, por tanta imposición por el decreto de la violencia usando la rúbrica del miedo, Vencedores o vencidos, de Stanley Kramer, cobra una enorme vigencia en los días que vivimos.
En esta película podemos observar la actuación del principio de la justicia, más allá de razones políticas que tan sólo entorpecen lo que corresponde a la condición humana, encarnado soberbiamente por Spencer Tracy; el principio de la ira, la humillación y la venganza que los vencedores se toman siempre sobre los vencidos, implacable Richard Widmark; el principio del lograr a cualquier precio que el yugo de la culpabilidad no se cierna sobre las generaciones posteriores intentando hacer ver las contradicciones internas de quien tiene que administrar justicia por parte de quien es esencialmente injusto, extraordinario Maximillian Schell; el principio de la corrupción y del que sabe que obró mal pero que no tiene muy claro en qué momento comenzó a cruzar la línea que separa el servicio a la colectividad de la erótica del poder, impresionante Burt Lancaster; el principio de quien no entiende el ensañamiento de su propia patria con él porque, sencillamente, es incapaz de decir que el cazador fue al campo a matar la liebre, escalofriante Montgomery Clift; el principio de quien agotó su alma por el sufrimiento y la presión y que se derrumba ante la insistencia atosigante del señor Rolfe, abogado de la defensa, en una interpretación prodigiosa de Judy Garland; y, por último, el principio de quien, perteneciendo a la aristocracia, despreció al Führer pero nunca estuvo en contra de su política, porque así, de alguna manera, se considera libre de culpa y considera injusta la condena, sombría y falaz Marlene Dietrich...muchos principios para el fin, para la desolación, para la ruina, para una generación engrasada en el odio y en el mirar obsesivamente hacia sus adentros sin ni siquiera saber mirar y eso...eso no es patrimonio exclusivo de los alemanes.
Cuando Rolfe está presionando de manera inhumana a Irene Hoffman, Ernst Janning se levanta de su escaño de acusado y grita  para impartir justicia una vez más: "¡Señor Rolfe!...¿es que vamos a empezar otra vez?"...Y ese grito no es sólo contra su propio abogado defensor...ese grito...es contra la estúpida humanidad que siempre, siempre va a empezar otra vez porque es incapaz de comprender que el bienestar de la mayoría supera al bienestar de la minoría pero que los derechos del individuo están muy por encima de los derechos colectivos de una nación.

martes, 12 de julio de 2011

LA NOCHE DE LOS GENERALES (1967), de Anatole Litvak

Cruel. Sanguinario. Embebido del poder que otorga el decidir sobre la vida y la muerte de miles. Arrogante. Mucho. Sin embargo, cree que la mente es una fortaleza inexpugnable si sabes esconder las debilidades. Y no es así. Se está quebrando por momentos. Se ha acostumbrado tanto a la muerte que ya no puede vivir sin ella. La fatiga de guerra, la tensión de la responsabilidad, la presión por la victoria a cualquier precio. Aplastar no es vencer. Por eso, dentro de la ingenua complicación de su pensamiento, el asesinato de miles de inocentes sólo puede lavarse con la muerte del que es prescindible. Una prostituta. Un subordinado. Un molesto mosquito que se atreve a sospechar de él. Matar es el instrumento del bienestar y las manos manchadas del rojo de la sangre no son más que piel tatuada que se torna prolongación de las rayas encarnadas de su pantalón de mariscal para encontrarse cara a cara con la locura pintada y que destroza su equilibrio puesto que a cualquiera nos turba vernos encerrados en un marco de arte y realidad.
Culto. Adorable. Cansado. Cobarde. Humilde. Sabe que es sólo un peón totalmente prescindible de la enorme maquinaria de guerra. Prefiere librar sus batallas en las trincheras del amor porque considera que ya ha sufrido bastante. Atiende sus obligaciones burocráticas y serviles con la mera esperanza de verse recompensado con un permiso para amar durante un día. Es un soldado, aunque no es un cualquiera. Y como tal, es utilizado. Coartada perfecta para un asesinato. Pero hay demasiado amor dentro de él, demasiada pasión por el arte, demasiada admiración por lo grande que puede llegar a ser la humanidad a pesar de las púas que el mundo pone para que no esté con el equilibrio de la razón. Y tiene miedo. Porque tener miedo, también es de hombres. Retrato del Cabo Hartmann (estupendo y desesperado Tom Courtenay).
Perseverante. Verdadero. No gusta hacer uso de la autoridad y hasta cierto punto la desprecia. Puede aplazar, no suspender. Persigue a su presa con la tenacidad de un perro de caza. Y no le importa servirse del enemigo para agarrar al culpable. Más que nada porque considera que en un mundo liado a bombas siempre tiene que haber una isla, una ciudad o un hombre que luche por hacer justicia, sea quien sea el asesino. Tiene paciencia. Sabe esperar. Incluso hasta después de la muerte. Las balas no acallan la verdad cuando la lealtad, la amistad y la honradez son estelas que se dejan al paso. ¡Firmes! ¡El Mayor Grau! ¡Omar Sharif!
La noche de los generales, de Anatole Litvak, mejor película de lo que la historia ha tenido a bien reconocer…tal vez porque siguen estando ahí…entre la clase dirigente, germen de locura con síntomas de desprecio por la vida de los demás…

viernes, 8 de julio de 2011

LAS TRES CARAS DE EVA (1957), de Nunnally Johnson

Eva White es una sencilla ama de casa. Tiene un marido y una hija de corta edad. Prepara tartas y tiende la colada. En su mundo de pequeñez no caben las complicaciones. Es tímida y apocada. Se avergüenza un poco de sí misma. Es algo puritana y su fin es estar en casa arreglando las camas, lavando los platos, cuidando de su hija…No hay mucho más allá de la puerta de su casa. Su marido es de una simpleza insultante aunque no es mala persona. Ni siquiera se ha planteado si le quiere. Sólo es el hombre que le ha tocado y ya está. Su sensualidad está permanentemente escondida. No sabe si la tiene. No ha tenido más novios que su marido y para ella la felicidad es una palabra que desconoce.
Eva Blake es explosiva y juguetona. Le gusta provocar a los hombres pero sólo hasta cierto punto. Le encanta vestirse con algo que levante las miradas. Quiere cantar, bailar, divertirse, tener algo bonito, coquetear, enseñar un poco más de piel de lo normal, beber, reírse de todos y de todo…Su vida es una montaña rusa en la que lo emocionante es el trayecto y no la meta. Desprecia a su marido, no le quiere ni ver y tiene actitudes agresivas contra su hija. Es descarada. Es la burla hecha mujer. Quiere liberarse y cuando se le presentan oportunidades para ello…se retrae. Fuma mucho y secretamente quiso ser una estrella de la canción. Es mitad sueño. Es mitad deseo.
Joan es el perfecto equilibrio. No tiene miedo a la hora de decir lo que debe. Lucha por lo suyo y se siente segura haciéndolo. Atesora una cierta compasión hacia las otras dos mujeres. Sabe que ninguna de ellas es feliz y que puede aportarlas cierta seguridad. Reconoce a un hombre cuando le ama. Tiene una visión certera de la vida. Cree que todo debe ser moderado para poder mirar con inteligencia las cosas que la rodean. Es un pétalo de belleza que abre el capullo que se niega a vivir. Ella tiene todas las respuestas. Y tiene puñados de amor para repartir porque sabe que la vida sin amor es una rosa sin agua.
Tres retratos de mujer para el descubrimiento de un trastorno de personalidad múltiple muy alejado de las psicosis de Hitchcock o de la doble personalidad creada por Robert Louis Stevenson como Jeckyll y Hyde…Todas ellas son una sola (impresionante la oscarizada interpretación de Joanne Woodward) en Las tres caras de Eva, de Nunnally Johnson, una película que llama la atención al ser un serio aviso sobre las enfermedades mentales que pueden ser advertidas en cualquier persona con una vida aparentemente feliz y normal. Las tres son una…y es que en el fondo todos tenemos brotes de una personalidad que lucha por salir de nuestro interior y que es poseedora de todo aquello que quisimos ser…y decidimos ahogar.

jueves, 7 de julio de 2011

WIN WIN (2011), de Tom McCarthy

El miedo a la incertidumbre es el motor de nuestras actuaciones, especialmente si nos hallamos en una época de crisis en la que nuestro negocio, nuestro trabajo o aquello que sabemos realmente hacer se encuentra pendiente de un hilo que está mal enhebrado, mal cosido a la honestidad y mal enganchado a lo que nos convierte en hombres.
Y así es posible que un abogado que sea una buena persona, que se dedica a defender a los más débiles, que suelen ser ancianos, cuele una mentira en un tribunal con tal de asegurarse un pago mensual. O que un joven, apenas un niño, que sale del infierno con la intención de no regresar, tenga que concentrarse en un campeonato de lucha libre escolar con tal de dar rienda suelta a su agresividad. Todo tiene un límite. En la lucha, no se puede dar un empujón a traición, o ejecutar una llave que va más allá del reglamento. En la vida, tampoco. Y, a veces, la victoria reside en ser un poco menos para que la armonía sea algo más.
Paul Giamatti es uno de esos actores que se han especializado en acudir al drama sin dejar de hacer comedia y hay que reconocer que lo hace muy bien. Detrás de su expresión hay miedos, sinsabores, motivaciones, humores, amores, sentimientos y búsquedas. Desde que fue un descubrimiento en la ya lejana Entre copas (¿quién se acuerda de él en Salvar al soldado Ryan?), Giamatti no ha dejado de interpretar a hombres entrampados en encrucijadas morales que delatan su debilidad, pero que también son trampolines para su grandeza. Y, entre medias, nos pone una sonrisa congelada y un rictus serio deseando desbordarse por las comisuras. En esta ocasión, Giamatti borda un papel hecho a su medida, pleno de ansiedad por triunfar en algo y del deseo de salir de la mediocridad. Entre sus vísceras, hay ya suficiente victoria como para corromper sus movimientos de vida, sus bonhomías impulsivas, sus defectos y sus pánicos. Y aquí hay un poco de lección y un tanto más de sabiduría.
Lo que sí es cierto es que a la película le falta un peldaño para ser buena y le sobra un escalón para ser una más. Hay cierta originalidad en sus planteamientos y en sus inteligentes paralelismos pero también bascula una incomodidad demasiado cercana como para no herir y puede que eso sea molesto para los que día a día intentan conservar lo que han conseguido sin pararse a pensar si, con ello, están vendiendo su alma a la iniquidad y a la razón perdida. Y me temo que eso es algo que todos tendríamos que reflexionar aunque la apetencia sea forzada y con tintes de malignidad.
Así pues estamos ante una historia cargada de buenas intenciones, dirigida con sobriedad y que utiliza el deporte como recurso y no como excusa. Al fondo, también hay un poco de crítica hacia esas personas que colocan sus ambiciones a un nivel muy superior al de su condición de seres humanos. Y perder no siempre es perder. Puede que sea sólo un punto a favor del contrario.
A menudo, un viejo de débil razonamiento, puede dar una lección de lucidez; una persona buena puede hacer algo malo; un chico que va en dirección contraria puede dar la vuelta. Sólo hace falta tener un rincón intacto en el interior. Sólo los que se revuelcan en la fealdad y en el camino más corto merecen mantenerse al margen de lo que realmente significa el cariño. Incluso alguien que tiene algunos rasgos de desquiciamiento puede volver a encontrar la serenidad que impida su fractura. Todo el mundo pierde. Todo el mundo gana. Y no es necesario el engaño y la mentira. No es tiempo para eso. No hagamos como los que nos hunden poco a poco en el fango y nos dejan abandonados en un asilo sin esperanza. Eso precisamente es lo que nos convierte en derrotados. Y salir del hoyo es tarea reservada para vencedores. 

miércoles, 6 de julio de 2011

LA MATANZA DEL DÍA DE SAN VALENTÍN (1968), de Roger Corman

Si hubo alguna vez algún rey de la serie B, ése tuvo el nombre de Roger Corman. Soñador impenitente, siempre quiso rodar con presupuestos mínimos y rodajes rápidos, para crear historias que interesaran a un público que se fijara más en lo que contaba que en cómo lo contaba.  Pero en esta ocasión fue diferente. Corman quiso probar suerte en la división de honor de los grandes estudios y no reparó en gastos, empezando por un reparto que incluía nombres ilustres como el de Jason Robards y otros que navegaban, por entonces, en plena cresta de la ola como el de George Segal e incluso, como venía siendo habitual en todas sus producciones, hay una pequeña aparición de Jack Nicholson, turbio e incómodo, como siempre. Y este hombre que parecía estar hecho de sangre de celuloide, hizo una muy estimable película de gángsters con Al Capone como terror de fondo.
Realizada cinco años antes que El padrino (probablemente la película y la saga definitiva sobre este género), Roger Corman se preocupó de dar un aire de verosimilitud a todo tomándose tan sólo un par de disculpables licencias dramáticas y no tiene ningún inconveniente en acudir a originales formas de narración para llegar al destino de unos años que estuvieron repletos de encanto y sangre. Corman se halla lejos de la obra maestra, pero consigue una buena película algo minusvalorada porque el paso del tiempo es siempre un enemigo que dispara días a ráfagas y ha quedado ligeramente arrinconada por la aparición de otras películas como la propia de Francis Ford Coppola o los diversos y atinados intentos de Martin Scorsese.
Como defecto podríamos mencionar que los caracteres están perfilados con apenas una sola dimensión. Todos son malvados, sin más cortes que los producidos por el roce de las balas y poseen una crueldad que no parece que haga mella en ninguno de ellos. Sin embargo, en su mismo defecto tiene una inesperada virtud y es en la falta de idealización del estilo de vida de los gángsters de los años veinte al alejarse premeditadamente de la simpatía hacia ellos y optar por un estilo que, por instantes, parece situarse en los alrededores del documental.
Todo conduce a una masacre y al dominio de un criminal que extendió su imperio de corrupción y asesinato por toda una ciudad y toda una época. Algo parece estremecer el aire con la fuerza de unos cuantos trajes con chaleco adornados por unos sombreros a juego. Las ametralladoras puntean las rayas de las vestimentas y el asfalto parece el lienzo donde se escribe la historia de un país que creció a punta de pistola. No hay moral que resista. No hay comportamiento ético en el crimen. El tono confidencial de la violencia se halla ahí delante. Y parece que los objetos míticos de unos años de locura y fuerza cobran vida. Y el espejo no deja de mostrar los rostros deformados de aquellos que eran capaces de comprar personas y vender, a precios de saldo, ríos de brutalidad.  Esto es lo que siempre crece en épocas de crisis.

lunes, 4 de julio de 2011

SURCOS (1951), de José Antonio Nieves Conde

La ciudad también tiene surcos. En lugar de ser de tierra, están hechos de asfalto. Se llaman calles. Y son negros como las intenciones de los que viven sólo para hacer dinero en una época en la que no hay nada más que una esperanza que se va corrompiendo hasta olvidarse de la piedad, de la ternura propia de una familia que parte en busca de un pedacito de sueño y vuelve con una pesadilla sobre la espalda. La ciudad no es acogedora, es un nido de envidias, de soberbias, de aprovechamientos, de suciedad moral, de nada vestida de todo. La humillación es rutina. La derrota es normal. Sólo hay miradas desencantadas y el deseo extenuante de saltar cercas para que el hambre no llame a la puerta y un traje pueda adornar la vanidad de los que siguen sin tener nada pero creen que el mundo se va abriendo bajo sus pies.
Una chica que ya está infectada con el virus de la ambición, pequeña ambición, cree que puede conseguir algo si se junta con el hombre adecuado. Qué más dan un par de bofetadas a destiempo y un sufrir que a diario se presenta. Todo vale con tal de tener un techo, un abrigo y un plato. Incluso la huida.
Otra muchacha de voz bonita y mirar alegre sueña con las candilejas y el oropel de unas luces que son demasiado brillantes. Unos billetes colados con vaselina, un vestido bien cortado, una confianza fingida y el mismo diablo parece que actúa de galán mientras la noche se cierne vestida con una bata y una sonrisa de atrocidad.
Un chico que ya se bregó en el servicio militar está dispuesto a lo que sea con tal de hacer de hombre en medio de una jungla en la que proliferan las bestias. Fieras de cuero abigarradas tras señales de tráfico como maleza y elefantes cargados a los que hay que asaltar para aligerar de carga y proveer el estraperlo que es el verdadero negocio. Pero hay demasiada ira, demasiadas ganas de tener más en un mundo que sólo tiene un poco. Todo con tal de llenar el bolsillo de pesetas y alcanzar sueños pequeñitos, que crecerán, que inevitablemente se harán malvados, que inexorablemente serán mojones en el camino de la perdición.
Otro chaval, con la inocencia en el rostro y las cuatro reglas matemáticas en la cara, lucha por sobrevivir y por ayudar, pero no parece que en su angelical rostro habite una maldad que no entiende. La ciudad empuja con fuerza para hacer caer los paquetes y hacer sacar los codos para evitar las cargas de los que no miran hacia dónde van. Y él quiere mirar hacia dónde va. Aunque tenga un poco menos. Al fin y al cabo, es un hombre millonario porque no necesita mucho.
Un hombre mayor, condenado a las tareas hogareñas porque no encuentra trabajo, sabe que en la ciudad no hay olor a tierra, que allí no hay amistades, que no hay el sabor de la harina recién espolvoreada sobre la hogaza, que lo único que quiere la ciudad es aprovecharse de la gente que sólo quiere vivir con un mínimo de dignidad. La ciudad es el infierno. Y si para salir del infierno hay que pasar vergüenza, se pasa porque lo que nadie puede negar es que él es un hombre, y que él ha criado a hombres y mujeres de verdad.
Su mujer, sólo quiere ver duros en el bolsillo. Se deja mal aconsejar. No sabe que en la selva, no hay leyes. Que todo vale con tal de salir adelante. Aunque haga un gesto de incomodidad lanzando a sus hijos a una vida que no les toca vivir. Pueblo de pobreza, ciudades inhumanas. Son los surcos que se van labrando, también ellos, entre las calles de la urbe. De la urbe asesina. De la urbe incómoda. De la urbe fría e impávida. Asfalto negro. Almas en penumbra. El diablo tiene sombrero y paraguas. Y una sonrisa empastada con los dientes de papel-moneda.

viernes, 1 de julio de 2011

LOS VALIENTES ANDAN SOLOS (1962), de David Miller

Un hombre que pertenece al aire libre está tumbado con la cabeza apoyada sobre su silla de montar. En el cielo, dos barras blancas rasgan el azul con los chorros a reacción de unos aviones que mancillan la libertad. Puede renunciar a ella durante unas horas pero no puede dejar de amarla, quizá porque no tiene otra cosa. Sabe que el amor no se hizo para él y que lo único que posee es una yegua, terca y bromista, a la que se niega a abandonar incluso cuando su propia libertad depende de ello. No le gusta la civilización, no le gusta la gente salvo aquellos que tiene cerca de su corazón, grande y valeroso, pero que tiene el destino de latir solo, de seguir solo, de morir solo.
Ya no hay senderos que seguir, sólo carreteras de asfalto mordiente por las que desfilan como fieras vehículos desbocados que escupen humo, prisa y muerte. Él sólo quiere recortar su sombra en el cielo que le sirve de cobijo, comer piñones de árboles amigos que por las noches mecen sus hojas para una canción de cuna para un vaquero. La lluvia es su agua y la ciudad es su infierno. Ya probó la ciudad y fue a combatir a una guerra que sólo pidió su sangre. No quiere integrarse. Incluso caza pájaros con hélices que acallan el rumor del viento en sus oídos. La inadaptación hermosa también puede ser el olvido en la falda de una montaña que ya tampoco es su casa.
Dalton Trumbo escribió este precioso guión sobre alguien que es capaz de aguantar una paliza por simple amistad, de huir porque sabe que él no destroza, de convertirse en un puma que ruge por su independencia y marca su territorio más allá de cercas, de convenciones y de leyes. Hay ocasiones en que uno desearía saber escribir para dar vida a hombres que tienen el espíritu libre, las botas calzadas y el salvaje cabalgar en la tierra de la que no conoce límites. Por eso, solitarios son los valientes.