viernes, 17 de julio de 2015

PLAYTIME (1967), de Jacques Tati

Llega ya el verano más profundo y las visitas caen porque todos estamos deseando mirar un paisaje de montaña o tumbarnos al sol con la arena como confidente así que vamos a cerrar el blog hasta el martes día 1 de septiembre cuando nos volveremos a encontrar para hablar de mucho cine y, seguramente, de bastante libertad. No dejéis de ir al cine. Estoy cada día más convencido  de que si la gente fuera más al cine no se pensarían tantas barbaridades ni se estaría tan dispuesto a sacrificar la libertad por un plato de lentejas. Seamos libres. Vayamos al cine.

Monsieur Hulot es un especialista perdiéndose en los nuevos tiempos. Me pregunto qué le pasaría de vivir en una sociedad tecnológica como la de hoy en día. Tal vez se quedaría estupefacto de cómo en la era de la comunicación estamos más solos que nunca. Quizá se asombraría con esa permanente postura de perplejidad que le caracteriza al asistir a cómo nos hemos complicado la vida intentando hacerla más cómoda. Hemos prescindido de las relaciones cara a cara, los coches se mueven de un lado a otro con impensable prisa, pasamos el tiempo mirando una pantalla de ordenador que, increíblemente, es una caja aún más tonta que la televisión. Hemos diseñado casas imposibles para renovar una estética que, desde entonces, ha sido insuperable. Tanto es así que, incluso, podemos estar viviendo dentro de una viñeta de cómic. Cada casa, una viñeta. Cada avance, una casa. Las aceras parecen cada más desnudas porque solo devuelven el eco de unas pisadas presurosas. Ya no hay tiempo para la charla, para la atención, para el vecino que nos desea buenos días. Pasamos de largo. Tenemos obsesión con el orden. Vamos a un edificio y un señor con librea nos envía a una viñeta. Bajamos en un ascensor en el que nos evitamos las miradas. Las calles parecen estar trazadas con tiralíneas y el cielo comienza a asumir el color del acero que nos empeñamos en levantar en forma de edificio. Ya no queda tiempo para el juego, para dar un poco de respiro a la tranquilidad de hablar, al placer de la charla, al lujo del asiento cómodo con una buena pipa.
Prisas, prisas, prisas. Si tuviéramos una cámara puesta en plano cenital sobre nuestras calles veríamos que no hay mucha diferencia entre nosotros y una manada de ovejas. Las preguntas deben ser rápidas y concisas, igual que las contestaciones. Se prescinde de la sonrisa y de la amabilidad. Todo es metálico, hueco, vacío, sin sustancia, sin sabor. Incluso un rato de relajación en un restaurante puede convertirse en una lucha contra el reloj después de pasar por el escaparate de la arrogancia y de la apostura. La estupidez del hombre moderno frente a lo que nos hace realmente humanos. Relacionarse con tiempo para los demás. Establecer las reglas de un tiempo que tiene la obligación de pasar despacio es una tarea inútil para quien gusta de las relaciones con sus prójimos. Coja la gabardina, Monsieur Hulot, ya no hay sitio para nadie. Y para usted menos.

El gran Jacques Tati se arruinó con la producción de esta película. Construyó el mayor decorado en exteriores que conoció el cine frances con más de diez mil metros cuadrados ocupados, se obsesionó con su historia hasta tal punto que le llevó más de siete meses editar la imprescindible banda sonora llena de ruidos impersonales. Nadie entendió que Hulot, en el fondo, con una sonrisa de señor muy amable, quisiera criticar una sociedad que funcionaba con botones y que marchaba hacia delante, hacia la máxima expresión de confortabilidad. Y él estaba convencido de que había que volver al sofá, al café, a la conversación, al tacto del tiempo, al sabor del aprendizaje  calmado. Monsieur Hulot…deje usted de mirarnos así, con las manos en su cadera, con su gorrito, con sus pantalones pesqueros y su pipa sin humo. Ya no nos queda vergüenza ni para mirarle.

jueves, 16 de julio de 2015

TERMINATOR GÉNESIS (2015), de Alan Taylor

Todos sabemos que las películas que implican viajes en el tiempo guardan alguna trampa. Cuando resulta que nos enfrentamos a una secuela de una secuela de una secuela, la cosa ya resulta ciertamente una tomadura de pelo y eso es lo que pasa cuando tienes a un abuelo como Arnold Schwarzenegger repitiendo un papel que interpretó por primera vez hace un buen puñado de años. Hay que dar explicaciones y las que se dan son bastante grotescas.

Para empezar ya se dice que lo que hemos visto hasta ahora, nada de nada, que eso es una realidad paralela que se ha modificado porque ya a los nueve años Sarah Connor tenía su Terminador de juguete (por eso, el bueno de Arnie resulta tan viejo, no obsoleto). Luego resulta que ha habido tantos viajes en el tiempo para acabar con Sarah y con su hijito John que la cosa se torna un batiburrillo bastante curioso. Y, por último, y ya para rizar el rizo de una saga a la que se le agotan las ideas más allá de lo puramente visual, resulta que John Connor, por arte del progreso asesino, no es tan bueno como parece. Así que, conclusión, se lucha para cambiar un presente, para que no haya un futuro y resulta que el pasado no es el que era.
Eso sí, explosiones, espectacularidad, aunque muy poca sorpresa. Cierto oficio en algunas escenas, algún que otro chiste y un final que, en teoría, acaba con todo pero que no cuadra con el pasado ni de lejos. Cosas del cine.
Todo esto no tendría mayor importancia si hubiera talento intentando sacar una última vuelta de tuerca a la franquicia, pero es que todo ocurre un poco porque sí. Explicación rápida y vamos al lío que es la acción. Bueno para el espectador palomitero y poco exigente. Escaso, muy escaso para el que pide algo más. James Cameron lo entendió muy bien hace más treinta años.
Y es que es difícil descubrir un futuro en el que el héroe debería estar muerto pero ya no lo está y se hace demasiadas preguntas que se quedan sin respuesta. Y las pocas que obtiene provienen de una máquina que ha cuidado de una niña desde su más tierna infancia. Conclusión: ¿las máquinas inteligentes serían capaces de desarrollar sentimientos? Una incógnita científica que aún no tiene respuesta pero que, de ser verdad, haría que el mundo fuera un lugar mucho más frío e inhóspito de lo que, ya de por sí, suele ser. Y es que la guerra no saca lo mejor de cada  hombre pero, en algunas ocasiones, la ficción suele empeñarse en mostrar que sí, que la épica aún existe, que también está presente en los futuros apocalípticos, que basta con que un hombre tenga un motivo para dar lo mejor de sí mismo en las peores circunstancias. Tal vez porque el ser humano tiene la capacidad del sacrificio consciente por los demás y eso hace que tengamos un valor que permanece aún escondido para la mayoría de los mortales. Más allá de eso, puede que el amor, en sí mismo, no sea tan fundamental pero sí el amor en el momento adecuado. Incluso el amor a una máquina que está diseñada para matar. El hombre y su eterna contradicción. Algo que, quizá, por mucha conciencia que llegue a desarrollar la cibernética, nunca podrá igualarse con el hombre.
Así que prepárense para una buena ración de explosiones, de luchas al límite, de explicaciones repentinas y de razonamientos peregrinos. Supongo que esto último es lo de menos cuando se va a ver la quinta parte de esta historia de robots y tiempo que ya se agotó hace algunos años. Es lo que tiene el cine, siempre quiere que los viejos años del éxito vuelvan con fórmulas mágicas que se alejan mucho de la idea original. Muy pocos lo han conseguido y, desde luego, aquí no lo han conseguido. Quizá deberían poner en marcha la esfera del viaje por la quinta dimensión y volver a plantearse la posibilidad de hacer esta película. Los demás nos ahorraríamos tiempo y dinero. Y ellos las dos o tres células grises que han gastado inventándose el producto.


miércoles, 15 de julio de 2015

LAS DIABÓLICAS (1955), de Henri-Georges Clouzot

La vida en un blanco y negro tenue porque los niños ponen un poco de color con sus gritos, sus correrías, sus ganas de jugar y su maravilloso afán por decir la verdad. La dictadura llevada al colegio porque, sencillamente, no hay nada como hacerse con el poder para después despojar de todo a los que te han puesto ahí. Es así de sencillo. Lo que pasa es que así también te ganas un montón de enemigos. Los profesores, hartos de un pescado que no huele demasiado bien; la esposa, que apenas llega a comprender el cambio de carácter del marido y la amante, cansada de tantos golpes en una piel que, de bonita, llega a ofender. Hay que matar al director. Es una bestia que no merece pisar el suelo por donde pisan los niños. El plan es fácil. Se le narcotiza y se le ahoga en una bañera. Se le pone un figurón de bronce encima del pecho y se le echa en una piscina. No se le encontrará hasta el verano. Y después…bueno, solía emborracharse y seguro que se cayó.
El plan es diabólico porque es un asesinato justificado pero existen muchos problemas. Desde un policía jubilado que mete las narices donde no debe, hasta un niño que jura y perjura que el señor director le ha levantado un castigo cuando debería estar muerto. Francia está saliendo con dificultades de la posguerra y el cotilleo está a la orden del día mientras los suelos se empapan con la ingrata lluvia del otoño. El misterio está servido. Y no se ha dicho toda la verdad. Que les aproveche. Aunque puede que, igual que con el pescado, esté un poco pasado de fecha.

Henri-Georges Clouzot dirigió esta película arrebatándole los derechos al mismísimo Alfred Hitchcock que se vengó cogiendo otra novela de los mismos autores para realizar Vértigo. Lo cierto es que hay algo en la realización de Clouzot que es inquietante, como incómodo, incierto. Algún cabo suelto que no se acaba de anudar y que, sin embargo, está bien firme. La interpretación de Paul Meurisse como el cruel centro del triángulo amoroso es maravillosamente despreciativa y la de Simone Signoret como la amante es fría y calculada, certera e incapaz de perder los nervios en ningún momento. Solo Vera Clouzot, la mujer del director del internado y también del de la película, desentona con una interpretación exagerada, poco dominada, inútil. Más allá de eso, uno tiene la impresión de oler aquel aroma a goma de borrar desgastada que tanto inundó nuestra nariz en los tiempos de pupitre y tiza, de sentir aquel frío mañanero que te condenaba a levantarte para acudir a clase, de tener entre las manos aquel avioncito de papel que jamás volaba a derechas y de asistir a una conspiración para matar imperfecta, infausta iniciativa de aficionadas que no llega nunca a su objetivo porque, detrás de cada persona, siempre hay otras dos esperando. Es tan viejo como la muerte. Es tan evidente como el reflejo de alguien que debería haber muerto en un cristal indiscreto.

martes, 14 de julio de 2015

ATRACO A LAS TRES (1962), de José María Forqué

El debate de "La gran evasión" sobre "Sucedió una noche", de Frank Capra, lo podéis seguir sin murallas de Jericó aquí.

 La España aquella, que ya casi nadie recuerda, en la que se iba a trabajar sin descanso y, finalmente, se cobraban cuatro duros mal contados. Una España gris que hartaba a cualquiera y, sin embargo, aún teníamos tiempo para la sonrisa, para hacer una radiografía de unos cuantos oficinistas que llegan a desbordar el vaso y planear un atraco que no puede ser más chapucero porque es español y, en eso, somos campeones. Los personajes, trazados con tinta de escritorio, se mueven entre el entusiasmo y la decepción pero no pierden la esperanza. En el fondo, son unos luchadores que tienen mucho sentido del humor. El director, ya de vuelta de todo, que aún cree que puede haber buenas personas por el mundo. El conserje, ilusionado con su hijo que está a punto de nacer y que sacrifica un apéndice por salvar un golpe. El tipo con iniciativa, ése que es un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo y que resulta ser el cerebro del atraco más desastrosamente ensayado de la historia. El aprensivo que cree que todo va a salir mal y que tiene el miedo permanentemente instalado en la mirada. El marido celoso que quiere hacerse millonario rápidamente para que su mujer deje de tontear con el jefe. El caradura que piensa que cualquier gachí es fácil y cualquier primo presta dinero. La chica, sencilla y graciosa, que solo quiere terminar de pagar las letras del televisor, comprarse un abrigo y hacerse un viaje a París…sueños de sencillez en una España de buena gente aunque no falta el estúpido de turno que habla con un tono aleccionador que merece un matasellos en la cara. Pero el atraco es a las tres y hay que actuar con elegancia, como hacen los buenos atracadores americanos.
La mujer siempre es una tentación, para qué nos vamos a engañar. Basta con que una artista de cabaret se ponga seductora para que actúe como el mayor pentotal sódico que uno pueda imaginarse. Al hombre se le suelta la lengua como un perro en busca de la liebre. Y ya está el lío armado porque una cosa es un atraco bienintencionado, como solución para hacer realidad unos cuantos sueños en una España que se empeña en ahogarlos. Y otra cosa es llegar para hacerse con el botín con premeditación y alevosía, con armas de verdad, balas de verdad y ganas de aprovecharse. No, hombre, no. En esta oficina aún somos honrados. Y eso se va a demostrar con creces, señor director.

José María Forqué dirigió esta espléndida película que fue un poco más allá en el intento de hacer una comedia neorrealista con un reparto espectacular que, con cada gesto, intenta arrancar la carcajada como si se tratara de atracar el humor que habita en nuestras cajas fuertes. José Luis López Vázquez repasó las cuentas con diligencia y realizó una de sus mejores interpretaciones, Alfredo Landa paseó su mirada huidiza y timorata, Gracita Morales…cuánto la echamos de menos, Agustín González hizo gala de sobriedad y sellos, Cassen no dejó de abrir la puerta a todo cuanto entraba, Manuel Aleixandre hacía poco y requebraba mucho y José Orjas nos regaló una mirada paternalista que, solo en manos de los grandes, se puede tornar en otro chiste. Sin olvidar a Manuel Díaz González que resulta uno de los pelotas más cargantes que se hayan visto nunca. Y aún decimos que en España no sabemos hacer cine.

viernes, 10 de julio de 2015

DISTRITO QUINTO (1958), de Julio Coll

Hay gente que no sabe ir de aquí a la esquina sin cometer algún delito. Y lo hacen sin clase, sin reparar en las posibilidades, con un descuido irritante. Tal vez el individuo solitario, que se refugia en una habitación para que el mundo le olvide sea el mejor maestro. Al fin y al cabo, él puede ver la vida desde lejos, calibrando a las personas en su justa medida. Sabe que Gerardo será siempre el típico raterillo, vivo pero que, con frecuencia, se pasa de listo. Sabe que David es un infeliz bobo, con menos luces que una lancha de contrabando, que escribe poesías malas y que mendiga cariño por los rincones. Sabe que Andrés es el mediocre de turno que solo quiere trabajar y ganar suficiente dinero como para que Marta se fije en él. Sabe que Miguel nunca llegará a los escenarios para bailar un zapateado de tronío. Sabe que Marta es una jugadora de ventaja, que se aprovechará de quien haga falta usando sus ilimitadas armas de mujer. Sabe que Tina desea la tranquilidad y que eso es algo que, simplemente, no existe. Ese tipo que se hace llamar Juan, en el fondo, es la conciencia de todos ellos. Y la conciencia siempre es incómoda.
Así, todos desean progresar de forma rápida en una Barelona que se ahoga en su tono gris. Y lo más rápido es un atraco, llevarse unas nóminas, algo seguro y efectivo. Pero hay un enemigo en cualquier robo. La espera. Esperar es angustiante, ahoga a los participantes, les hace pensar y, desde luego, pensar demasiado mal, con la luz sesgada y el convencimiento partido. La espera les desespera y dan un mal paso porque la impaciencia les gana. Y eso es un trabajo para gente paciente, observadores del terreno, hormigas y no ratas. Y el que no entienda esto tiene comida y cama gratis en la cárcel más cercana.

Julio Coll dirigió una película sorprendente que se puede erigir a la perfección como un precedente cañí del Reservoir dogs, de Quentin Tarantino jugando con armas como el suspense, la falsedad, la listeza aguda de ese Juan interpretado espléndidamente por un intenso Alberto Closas y la certeza de que una reunión de perdedores solo puede llevar a la derrota total. Incluso para los que menos culpa tienen. En esa casa donde todos esperan y recuerdan y desechan y pierden se dan cita todas las mezquindades posibles, como si la honestidad ni siquiera se plantease. Ellos mismos cierran la puerta a sus sueños. Sorprenden con sus fingimientos. Se descubren torpes en sus trampas porque no van con todo lo que saben, van con todo lo que quieren y eso acaba por destruir cualquier sociedad. Por mucho que haya alguno que otro que guarde buenas intenciones. Por mucho que el amor guíe los pasos de un par de ellos. Por mucho que la ciudad se empeñe en ahogar los anhelos de unos personajes que hace ya mucho, mucho tiempo, se construyeron su propia jaula para no salir jamás de ella.

jueves, 9 de julio de 2015

ASESINOS INOCENTES (2015), de Gonzalo Bendala

           Hola, profesor. Venía a ver si me podía revisar mi examen. No estoy muy de acuerdo con la nota.
-        -  Siéntese, Bardés. Vamos a ver. Sí, el examen está bastante bien. No falta nada. No le sobra nada.
-        -  Entonces… ¿por qué tengo un 3,75?
-         - Porque no ha puesto lo que yo hubiese puesto de estar en su lugar.
-         - ¿Lo puedo recuperar?
-         - Claro que sí. Usted lo merece. Le voy a encargar un trabajo.

El trabajo, naturalmente, era la cosa más extraña e inservible del mundo. En concreto fue descifrar una propaganda estática de una marca de tabaco que, por aquel entonces, estaba de moda…pero aprobé y con nota.
Y es que no es fácil adentrarse en los vericuetos mentales de un profesor de Universidad porque los hay de todo pelaje y condición. El tema se complica bastante cuando ese trabajo extraordinario se basa en la colaboración de otros compañeros, más que nada, para paliar la sensación de soledad que puede conllevar algo con lo que, generalmente, no se tiene ni idea de por dónde empezar. Y ahí empiezas a conocer a la gente. Está el tipo que siempre ha estado a tu lado y que, en el fondo, se quiere parecer a ti. Está el listo de turno al que inspeccionas sus recursos mentales y no comprendes cómo él puede tener veintidós matrículas de honor mientras tú has tenido suerte si has conseguido el aprobado. Está el que pasa de todo, el que quiere lo que quiere y si es regadito con algún brebaje fuerte, aún mejor. Y estás tú, en medio de la tormenta, intentando decidir qué es lo mejor, tratando de escudriñar la mente de ese profesor extraño que te ha tocado en suerte y que, probablemente, alguna vez llegó a pensar que el trabajo que te ha encargado es el más útil, providencial y aleccionador que ha llegado a pensar nunca.
Por otro lado, tienes tus problemas personales pegando fuerte. La chica que, por lo general, es la protagonista de más desencuentros que de besos con tu firma. El dinero que siempre anda por ahí rondando el límite. El engaño continuo a tu padre para que no se preocupe por nada. Alguna mala compañía que otra que se acercó a ti poniendo buena cara y ahora suspira por rompértela. Y además, el trabajo extra del cual depende el aprobado. Y sin darse uno cuenta, todo tiene un sentido, y una debilidad, y un motivo, y una jugada. Y, por supuesto, siempre hay alguien que se quiere morir pero que, de algún modo, ha conseguido el don de la inmortalidad.

Gonzalo Bendala ha dirigido su primer largometraje alternando aciertos y errores por igual en una trama que hubiera merecido una vuelta más de guión. Hay instantes de suspense bien urdido, con un buen ritmo y recordando de dónde vienen sus enseñanzas. Por otro lado, hay diálogos un tanto falsos, reacciones que desencajan a los personajes y alguna que otra concesión gratuita pero hay entusiasmo en lo que hace, hay una cierta honestidad en su mirada y quizá un implícito deseo de aprender de la mejor manera y es haciendo películas. Algo que no es nada fácil en un mundo lleno de hombres que se han querido matar. Porque la culpa es un peso que no todos pueden cargar. Y eso es algo que no se ve, no se siente…solo se intuye y es muy difícil de materializar. 

miércoles, 8 de julio de 2015

EUROPA (1991), de Lars Von Trier

A la cuenta de diez, despertarás de un profundo sueño…y estarás en Europa.
Y digo UNO: La vía del tren se sucede con sus traviesas, intentando anunciarte los peligros de un terreno que no vas a conocer bien. La gente quiere dejar atrás los engaños y los tratos de favor. Quiere mirar hacia delante…pero sin dejar de mirar atrás. Vas a tener que gritar mucho si quieres que el tren se pare. El sueño se te está haciendo muy profundo, muy gris, muy anquilosado…
Y digo DOS: Intentas echar una mano porque sientes que debes hacerlo. Los necesitados siempre piden esa mano y la destrucción y la pobreza se multiplican en cada parada. Crees que la pesadilla ha pasado, pero no ha hecho más que empezar porque la gente es la peor de las enfermedades. Volverán a caer en los mismos errores que dan pie a la monstruosidad. Y eso, amigo, es muy duro de asimilar. Los párpados te pesan como plomos. Las pestañas son púas de acero. El tren continúa con su rítmico tamborilear en las vías de hierro.
Y digo TRES: El defecto básico del pobre es que no quiere ayuda porque cree que aceptarla es un sinónimo de humillación así que ahí estarás tú, insultado por unos y por otros, creyendo que haces algo bueno cuando lo único que estás consiguiendo es ser un obstáculo, una molestia, el típico idealista bueno que viene a enseñar lecciones de moral y bondad a un pueblo que se alió con el terror. El sueño parece no tener fin.
Y digo CUATRO: Unas montañas de carne suave que te ofrecen el color que no te da el blanco y negro de las vías férreas. Como un tren, penetras en el túnel y vuelas hacia un cariño que, en el fondo, siempre has ansiado. Un reconocimiento tierno para una elección fría. Porque matar, al fin y al cabo, es una elección helada. El sueño se te hace intenso pero más leve, más superficial, más ingrato.
Y digo CINCO: El terrorismo contra el invasor te toca de cerca porque eres un conductor de coche-cama. Esta gente parece que se ha acostumbrado a vivir de tal manera que hacen lo que tienen que hacer cualesquiera que sean las circunstancias. Y eso no es así. Hay que parar cuando es necesario y acelerar la velocidad cuando la ocasión lo requiere. El sueño se te dispara hacia arriba. La luz comienza a abrirse paso.
Y digo SEIS: Las culpabilidades hacen mella y quien explotó a los judíos no puede con la culpa y el explotado no quiere fingir para ayudar al falso progreso. El progreso no son las máquinas, ni su número, ni su fabricación, ni su invención. El progreso son las personas y, después de una guerra, las personas están en retirada. Si obedeces el reglamento todo irá bien. Si no, se te detraerá del sueldo. La luz es nocturna y el fuego crece en la locomotora del despertar.
Y digo SIETE: Cuando despiertes…no…no será un despertar. Será un adormecer, un sumergirse en el agua esperando esa muerte que tanto esperaron en el país y que algunos sienten no haber probado. Todos quisieron morir y la guerra les deparó algo peor: la humillación. Es como el conductor de coche-cama que quiere controlar todos los movimientos de sus pasajeros. Al final, todo es una sensación de claustrofobia ordenada. Pronto vas a despertar.
Y digo OCHO: Comienzas a escuchar demasiado ruido en tu cerebro. Los terroristas. La chica. El maldito coronel americano. El tío borracho. La inutilidad del esfuerzo. Yo no vengo aquí a examinarme, vengo a intentar que las cosas mejoren, aunque solo sea trabajando honradamente. El tren tiene que pararse para que pueda pensar. Ése es el centro de la cuestión: pensar. Nadie quiere que piense. Ni siquiera el tren que se diluye por debajo de mis ojos.
Y digo NUEVE: Ya estás despertando. Solo te quedan unos pocos latidos. Ya vas a tener la prueba definitiva de que el miedo solo trae la desesperación, de que los de siempre van a seguir mandando en los corazones y en las mentes, de que el espíritu de una nación es tan voluble como un río que crece y disminuye su caudal. Cuando llegue a diez, ya estarás en Europa.

Y digo DIEZ: Abre los ojos. Estás en Europa. Pero ya no puedes abrirlos. Estás muerto. 

martes, 7 de julio de 2015

SUCEDIÓ UNA NOCHE (1935), de Frank Capra

Estupendo el debate que sostuvimos en "La gran evasión" a propósito de "No toquéis la pasta", de Jacques Becker. Si queréis compartir una noche de champagne, chicas y balas, está aquí.

Sí, querido Peter. El periodismo es viajar muchas noches de autobús y coger las noticias al vuelo. Y, de vez en cuando, por supuesto, derribar unas murallas de Jericó de alguna forma mágica que aún no acabas de dominar por mucho que te hagas el machote y el decidido y el arregla problemas. En una época en que los periodistas son ratas de alcantarilla (recordemos a un tal Howard Hawks que nos habló de una Luna nueva o a otro tipo llamado Lewis Milestone con su primera versión, Un gran reportaje) resulta que tú, en pleno viaje al lado del notición del año, te descubres como un tipo encantador, ético, genial y sensible. Peter, eres una cajita de sorpresas al otro lado de esas murallas.
Sí, querida Ellie. La aventura es atractiva cuando todo está tan solucionado que da verdadero asco. De ahí tus arranques de niña mimada, tus mimos de persona desvalida aunque, claro, te las quieres dar de hija rebelde…cuando con una sola llamada telefónica tienes todo arreglado, sin necesidad de sentirte a la sombra de ese individuo de sombrero de ala ancha y físico imponente y que dice ser periodista. Así solo serás pasto de las habladurías. Pero es que en el fondo te encanta, reconócelo. Te gusta horrores que construya las murallas de Jericó, débil defensa para tu honra, y que las respete. Te vuelve loca que el tipo te coja como un saco para atravesar un riachuelo que a ti te hubiese costado cruzar como si fuera el río Mississipi. Ellie, tú eres la cara corrupta de Peter porque, al fin y al cabo, eres la tentación.
Frank Capra consiguió juntar en una misma película toda la gracia de la comedia romántica, toda la locura de unos tiempos en los que el mundo deseaba reír, toda la agudeza de un buen montón de diálogos de doble sentido y todo el arte de dos intérpretes como Clark Gable y Claudette Colbert que se convirtieron en personajes inolvidables y nos brindó la que, posiblemente, es la segunda de sus grandes comedias, preludio del new deal que tanto alabó y que comenzó con El secreto de vivir al año siguiente de ésta. En cualquier caso, después de una frase tan larga debería poner una mantita para separar las ideas. No sea que la tentación me haga caer en el pecado.

Claro que Capra no deja de meter al millonario de buen corazón, sobrecogido porque, a pesar de que Peter es un granuja en apariencia, es el hombre más honrado que ha conocido nunca. Porque todos vienen al olor del dinero, todos acuden como ratas…y este individuo es una rata pero qué forma de sonreír, qué forma de mantener la dignidad, qué forma de querer demostrando que la honestidad es parte de sí mismo. Sí, señor. El caso es que no solo sucedió una noche pero qué más da. Lo que hace falta es más tipos como Peter, capaces de ser hombres en medio de una jungla de aprovechados. Mientras haya gente como él, siempre habrá una luz de esperanza.

viernes, 3 de julio de 2015

EL ÚLTIMO METRO (1980), de François Truffaut

Estar bajo la ocupación nazi no quiere decir que no haya una cierta normalidad. Los teatros siguen abriendo y la gente acude en masa porque quiere distraerse de la desgracia. Las obras se suceden, los éxitos se acumulan y no es fácil obtener el beneplácito de una crítica que está vendida al fascismo. Quizá en el teatro, como en la vida, lo más importante es lo que no se dice.
No se dice que un hombre está enamorado de todas las mujeres y que, precisamente a la que ama, no se acerca, no sea que el fuego de esa candileja que arde todas las noches a su lado en la escena le queme. No se dice que una actriz está encandilada con un actor porque ella es fría, distante, gran dama de la escena cinematográfica y algo menos intensa en el teatro pero no soporta que su compañero la toque, ni siquiera actuando, porque la piel se le eriza y el sentimiento la traiciona. No se dice que el crítico teatral a sueldo del colaboracionismo quiere hacerse con un teatro y con su primera actriz porque, sencillamente, ella es bellísima y él es el típico acomplejado que solo hace su trabajo: decir bien a las claras que el teatro que viene de los judíos es reprobable artísticamente, un cáncer para todo el espectador que se atreva a pagar una entrada por ello. No se dice que, entre bambalinas, las pasiones se distribuyen porque la convivencia es muy cercana y es fácil adivinar que el tramoyista, el hombre para todo, es un perfecto intermediario para el contrabando porque sabe cómo y dónde conseguir todo lo que se necesita. Y, sobre todo, no se dice que el verdadero dueño del teatro, el judío perseguido e ínclito director de escena se esconde justo debajo de las tablas, escuchando todas y cada una de las palabras de los ensayos. Solo así se puede intuir que arriba se está creando una historia de amor y que hay que aprovecharla para tener un éxito más en plena ocupación.

Tal vez esta película forme un tríptico apasionado por parte de François Truffaut que expresó su tremendo amor por la Literatura en Fahrenheit 451, su pasión desenfrenada por el cine en La noche americana y aquí rinde homenaje al cariño y orden que despliega el teatro, escenario de la evasión perfecta en un mundo que escapa entre bombas traicioneras y represiones injustas. Para ello, Truffaut sabe buscar la complicidad de una actriz tal vez demasiado fría para las aristas de un papel que requiere algo más que distancia como Catherine Deneuve, pero que compensa con un actor visceral y arrojado como Gerard Depardieu, tal vez en su mejor momento físico. Por lo demás, los nazis son solo una amenaza que está ahí latente pero que nunca supone un peligro para los hombres y mujeres que se dedican a contarnos historias con tanta pasión que, muy a menudo, están rodeados de un amor que actúa como apuntador de sentimientos y de frases dichas en un teatro que espera que el telón nunca llegue a bajarse. Al fin y al cabo, lo que espera fuera es solo la realidad.

jueves, 2 de julio de 2015

ESPÍAS (2015), de Paul Feig

Sin duda, el mundo está repleto de personas grises que pueblan sótanos de tecnología y que guardan dentro de sí más virtudes de las que a primera vista se pueden juzgar. Y es que el ser humano se mueve cada vez más por normas preconcebidas. Si se es guapo, se es interesante. Si se es gordo, se es un inútil indefenso. Si se es malo, se es tonto. Y estamos muy equivocados. No todo reside en la elegancia a la hora de llevar un traje de etiqueta, ni en los kilos de más que se delatan en cuando se vista más ajustado de lo habitual. Ni siquiera en los quilates de maldad que se destilan cuando se está conspirando contra cualquier potencia extranjera. Eso sí, aquí hay acción por toneladas.

Puede ser que alguien superara con éxito todos los exámenes necesarios para ser un agente de campo del espionaje internacional y prefiriera quedarse en el color gris para perderse en los ojos azules de un tipo que sabía moverse con cierta elegancia por esos mundillos de violencia y traición. Puede que haya algo dentro de uno mismo que impulse a pasar a la acción, a no ser un espectador más o menos aventajado de las aventuras ajenas. Ser el centro de la trama lleva un precio que no se suele estar dispuesto a pagar y menos cuando en un sótano solo se tiene la amenaza de unas cuantas ratas y algún que otro murciélago hambriento. La valentía y la habilidad residen en uno mismo y solo hace falta dar un pequeño toque de ánimo y ética para despertarlas.
Así que ahí la tenemos. Una mujer de talla grande, de ambiciones pequeñas, de ojos enormes y vocabulario imponente. De recursos, en principio, limitados que se van agrandando en cuanto se siente a gusto en los ambientes elitistas del alto espionaje. Y resulta que es una chica con ingenio en la cabeza, acostumbrada a la risotada más despiadada y al silencio más hiriente, que sabe pegar y encajar y además tiene que acostumbrarse a velocidad de bala a las maldades refinadas de unos cuantos facinerosos que se empeñan en robar secretos, o bombas, o matar gente porque sí. No es fácil para una gorda del quince.
Con ecos de James Bond, de la reciente Kingsman e, incluso, de la serie de Los vengadores, estamos ante una película divertida, que va creciendo según avanza el metraje, con una Melissa McCarthy estupenda, entregada y capaz de llevar la función por sí sola y no quedarse en el mero chiste del sobrepeso sometido a presión asesina. Hay momentos realmente divertidos, otros que no tanto, acción bien llevada y, lo que es aún mejor, bien rodada. Estorba un poco el excesivo Jason Statham pero eso no importa en una película concebida para pasárselo bien sin dar más importancia al tiempo que la seguridad de haber aprovechado unos minutos placenteros, ligeros y muy soportables. Es lo que tiene la vida de los espías aunque les haya fallado la dieta, que es apasionante aunque todo sea puro cuento.

Y es que no es fácil colocar en medio de una intriga al uso a una heroína que se aleja peligrosamente de los cánones establecidos aunque tenga facultades para dedicarse al oficio de correr, saltar, liquidar, fingir, conquistar y hacer el ridículo. Hay muchos delgaditos del demonio que ya quisieran moverse como se mueve ella, con esa soltura, con ese garbo y con esa agudeza en la palabra que hace que hasta los más perversos se queden anonadados con esta espía de kilos, recursos, kilos, suerte, kilos, destreza y kilos. El relleno está dedicado a persecuciones, caídas (más graciosas si tenemos en cuenta los kilos), explosiones, repentinos giros (no muy rápidos porque la cintura tarda en darse la vuelta) y, sin duda, la sorpresiva comprobación de que alguien con tanto peso acaba siendo irremediablemente atractivo, abrumadoramente terco, incisivamente divertido y hasta certeramente implacable si es necesario. Y es que los kilos no perdonan.

miércoles, 1 de julio de 2015

OSCAR (Una maleta, dos maletas, tres maletas) (1967), de Edouard Molinaro

Un empleado que roba a un empresario para ascender y, de paso, casarse con su hija. Desde luego, hay cosas que no tendrían perdón. La mujer del empresario no se entera de nada. La hija del empresario que no conoce de nada al empleado. La doncella que se casa con un potentado. El masajista con esa cara…esa cara de…zanahoria mustia, ya saben. Uno de esos tipos a los que les hablas y no sabes si se está enterando o su cerebro echa humo intentando comprender una cosa tan simple. La novia del empleado que no es hija del empresario pero que sí lo es porque, al fin y al cabo, el empresario era un bala perdida en su juventud. Y para liarlo aún más todo, una maleta, dos maletas, tres maletas. Y nadie sabe cuál es la suya aunque es posible que lo sean las tres. ¿Quieren ver una comedia de enredo tan buena que les hará llorar de risa? La opción es esta. No se lo piensen más y déjense de darle vueltas al lío de fulanita con menganito, al hijo que no les trae más que disgustos y al pedazo de trozo de cacho de madera quemada que es su jefe. Pasen a la residencia de lujo de Oscar y cuiden de que la risa no se les caiga partida de ídem.
Y es que es agotador ir de aquí para allá intentando encontrar la maleta de las joyas. Maldito Christian. El tio ha ido estafando de aquí y allá con los pomos de las puertas y se ha quedado con un pellizco…claro que, para pellizcos, el que él piensa dar en el forroglasp de la hija del señor Barnier. Y a través del más sucio chantaje. Y encima pretende casarse con su hija. No, no, no, de ninguna manera…aunque claro, las joyas tiran más que cualquier otra cosa. Sí, sí, incluso podríamos decir que más que una hija. Solo hace falta que cada uno siga directamente las órdenes del señor Barnier pero incluso es difícil que eso ocurra porque vivimos en un mundo de estúpidos que solo hacen estupideces y eso lleva a la desesperación al señor Barnier que está al borde del ataque de nervios imaginando que se puede estirar su nariz, ya de por sí parecida a la del narigudo ese del teatro.

Louis de Funes, habitualmente más pasado de rosca que el tornillo de mi tendedero, realiza aquí una maravillosa interpretación del atribulado señor Barnier, un empresario que termina agotado con las idas y venidas de un buen montón de gente que le rodea y que, desgraciadamente, todos tienen algo que esconder. Pero, sin duda, Barnier es un tipo de recursos y trata de que todo encaje a la perfección. Funes también lo era y le da mucha vida a su personaje consiguiendo ser histriónico cuando la trama lo merece (por mucho dinero que tenga Barnier, no está a salvo de las más bajas pasiones, las más reprochables ambiciones e, incluso, de los más hilarantes ataques de ansiedad del cine) y atinado en sus reacciones. El resultado es una comedia muy divertida, que, a ratos, bordea la genialidad y que consigue ser el escenario perfecto de unas buenas carcajadas con algo de histerismo dentro en un escenario tan decadente como retorcido por unas buenas escaleras. Entren, señores, entren. Y tengan cuidado de no tropezar con las maletas que se hallan esparcidas por los rincones.