viernes, 27 de febrero de 2009

HA LLEGADO EL ÁGUILA (1976), de John Sturges


En ocasiones, el desafío de realizar lo imposible es más poderoso que la decepción de morir por lo que no se cree. La cruz de hierro no es patrimonio exclusivo del fanático. Puede que unos hombres den la vida por haber tenido el privilegio de servir bajo el mando de un oficial que, a pesar de estar en guerra, rechaza el asesinato gratuito y abomina de la masacre. Sólo acepta la misión porque ve que, en un suicidio casi anunciado, habrá una forma de morir con honradez. El enemigo es contra lo que combate…pero el enemigo también está en casa.
La fascinante figura del capitán Steiner ensombrece el estupendo trazado de personajes de una película que podría haber sido mejor si John Sturges, un director eficaz y vigoroso, hubiera alcanzado un mayor compromiso con su trabajo. Lamentablemente, nada más terminar el rodaje se fue a pescar porque le interesaba más que el cine desde hacía ya algunos años. Pero en esta su última obra, a pesar de no supervisar el montaje, supo crear unos caracteres que nos producen hasta cierta admiración a pesar de estar en el bando equivocado, como los interpretados por un extraordinario Michael Caine, un cínico y sarcástico Donald Sutherland y un digno y profesional Robert Duvall, clara contraposición del rechazo que produce un oficial aliado enfermo de gloria y actividad bélica encarnado por un solvente Larry Hagman.
Pero el gran dominador de la función, el águila que vuela sobre todos los rincones de la historia es ese capitán al que da vida Michael Caine, capaz de hacer sobrevivir al ser humano que hay en él por encima de actitudes sanguinarias y de transmitir ese espíritu de humanidad a sus hombres, valientes que le defienden a riesgo del peor de los castigos porque, en ocasiones, morir sin olvidar la sensibilidad que existe en la muerte evitada hace que nada, ni siquiera una granada, evapore lo esencial de nuestra condición de seres humanos. Si no se olvida eso, la guerra nunca tiene sentido.
Siempre que veo esta película no dejo extraviar la idea de engrasar bien mi capacidad de razonamiento, ametralladora de asalto del alma, y tener plena conciencia de que, detrás de un simple film bélico, quizá se halle el equilibrio de negar las balas a la crueldad, de renegar de una clase dirigente a la que nuestras vidas les importa tanto como segar el césped de un campo de batalla y de no perder nunca la mirada hacia un niño que se ahoga en un molino de agua. No es una gran película, tiene muchos defectos y algunos errores, pero tal vez también remueve el pensamiento de un mundo sin muchos más refugios que nosotros mismos.


jueves, 26 de febrero de 2009

VALS CON BASHIR (2008), de Ari Folman


Cuando un hombre camina bordeando las orillas del miedo entonces su memoria comienza a seleccionar con qué recuerdos quiere quedarse. Si, además, tiene que esquivar los barrancos del horror es cuando no le queda más remedio que olvidar lo terrible que es haber disparado balas embadurnadas del mayor de los sufrimientos.
Dentro de esta atípica película pero endiabladamente eficaz, hay un buen puñado de pecados que se intentan expiar por la misma condición humana de quien la ha realizado. Por una vez, las cámaras israelíes se colocan del lado de quien tiene la fuerza y comienza a describir todo el horror y el sufrimiento que infligieron a los refugiados palestinos de Sabra y Shatila, una de las mayores matanzas que se recuerdan de la historia reciente. En ese momento, los judíos dejan de serlo para convertirse en nazis, los torturados se transforman en torturadores y los soldados encargados de ejecutar las órdenes se refugian bajo la lluvia de la memoria borrada tan sólo para ser capaces de seguir adelante y negarse a sí mismos que formaron parte de algo tan horrible que no se puede ni mirar.
Y en el fondo de esta historia bien contada, nacida como una especie de búsqueda detectivesca de la moral que tiene un director de cine que participó en todo aquello y que, sin embargo, no recuerda nada; hay una certeza sobre el eterno conflicto entre palestinos e israelíes, dos pueblos con derecho a ser nación y que nunca podrán vivir bajo la mediación de la paz. Se aniquilarán porque hay demasiados odios y muy, muy poca compasión. La película, descarnada y muy sincera, nos habla de los francotiradores palestinos y de las escalofriantes carencias humanas de los israelíes y de la verdad, nunca dicha y contraria a lo políticamente correcto, de que en ese conflicto no hay buenos, sino tan sólo malos que luchan contra otros malos. Sólo que el pecado de uno de ellos es el del uso de la fuerza sin límite.
Tanto es así que bajo una lluvia de disparos, de esos cuyo sonido muerde el aire y parece que sean buscadores de piel para víctimas de emboscada, uno de los soldados agarra una ametralladora para poder cruzar la calle pero ante tanto ruido, ante tanta muerte silbando a su alrededor y ante un insólito público mirando la escena, dispara repleto de rabia y de descontrol mientras que, intentando huir de las balas, baila un imposible vals de destrucción y de brutalidad en medio de la calle herida, teniendo como único compañero al líder falangista libanés Bashir Gemayel, asesinado por palestinos unos días antes y detonante de la venganza desmedida que se emprende contra millares de árabes que vivían en un campo de refugiados.
Hay heridas demasiado abiertas para poder curarlas con la tinta en dibujos animados de una película que habla tan sabiamente de las culpas y de cómo el mismo pueblo israelí olvida su propia brutalidad. No cabe duda de que hay películas que son capaces de despertar algo dormido en nuestras conciencias. Puede que ésta sea una de ellas.

miércoles, 25 de febrero de 2009

ADIÓS, CHARLIE (1964), de Vincente Minnelli


Mientras nos dejamos llevar por los relajados caminos de la fantasía puede que alguien nos suelte alguna fábula sobre las relaciones del amor con el odio, o más bien el interminable flirteo del odio con el amor, o, incluso, el agresivo idilio que siempre establece el amor con su contrario. En este caso, nos enfrentamos con el tema de la reencarnación y en cómo un hombre despreciable se convierte en una adorable mujer. De hecho, si yo fuera hombre, no dudaría en convertirme en ella. Con premisas de una gamberrada amable, Vincente Minnelli articuló una comedia divertida, entretenida, llena de agudeza en sus inefables líneas de diálogo y adornada con su inconfundible estilo visual que hace que, de un simple y llano fogonazo, tengamos la certeza de que esta película no es en color, ni es en blanco y negro, es en Minnelli.
Endiabladamente basada en una obra de teatro del gran escritor y guionista George Axelrod, Adiós, Charlie, es una de esas joyas escondidas que casi nadie supo apreciar a través de los años y que puede llegar a ser sublime si tenemos sonrisas suficientes como para llegar al final. Es una película que te atrapa desde los mismos títulos de crédito, preludio absolutamente brillante a la divertida trama que surge desde las tinieblas del infierno apoyada en unas interpretaciones fantásticas, ante todo y sobre todo, de Debbie Reynolds ayudada eficazmente por Tony Curtis y un corrosivo e inolvidable Walter Matthau. Sin duda, hay momentos de idiotez suma, pero la idiotez no es un defecto si la historia reclama suficientes dosis de imbecilidad medianamente inteligente. Y es que a pesar de ser una comedia ligera (y no pretender ser otra cosa), aún deja un cierto poso de incomodidad en un mensaje que tenemos que descifrar entre tanto jeroglífico de carcajadas que pueden partir de una mujer que es un hombre que no sabe que es mujer.
No cabe duda de que Blake Edwards, bastantes años después, realizó una versión aceptable sobre el mismo tema con Ellen Barkin de protagonista y con el título de Una rubia muy dudosa pero salpicó todo de un humor demasiado grueso (que gustó en la época en la que se hizo) y se alejó peligrosamente del estilo siempre elegante, siempre puntual de un Vincente Minnelli que era mucho, mucho más preciso a la hora de meter el dedo en la llaga. Ejem, perdonen el chiste erótico.
El caso es que, vistos los tiempos que corren con tanta “crisis” en la boca de agoreros, analistas y prestidigitadores, yo siempre regreso al cine…sí, ahí mismo, delante de ustedes, donde me nacen todas las risas, se me vuelven de través todos los sueños, me descolocan todas las ideas, me posibilitan todos los caminos…y, de repente, como por arte de magia, todo lo que me parecía imposible tiene una salida, un escape, una evasión, un aplazamiento, aunque sólo sea durante el breve instante en el que dura un pasajero cambio de actitud. Así que tengan mucho cuidado…cuando estén viendo la película, miren de reojo a su pareja… ¿Ella es quien dice ser o es alguien al que siempre odiamos cuando nos dice adiós?...

martes, 24 de febrero de 2009

LAS UVAS DE LA IRA (1940), de John Ford


Siempre hay que arañar a la tierra para poder sacar sus frutos…y a menudo lo que se cosecha no es más que un buen puñado de polvo que se introduce en los ojos como intentando extraer el petróleo de unas lágrimas ahogadas durante mucho tiempo. La pobreza es la epidemia, la plaga que hace que unos hombres no sean tenidos en consideración y tengan que buscar, como langostas en busca de campos de trigo, el alimento básico que tan sólo les permita seguir luchando un día más. La tristeza domina toda injusticia. La violencia domina toda tristeza. La desesperación domina toda violencia. Creer que más allá, allí donde el horizonte dibuja su línea en medio del cielo, hay una tierra prometida es el sueño de todos aquellos que ya no tienen nada que soñar. Comer es el salario. El miedo es el día siguiente. Estar allí, con los que sufren, es la quimera de un hombre que sólo le queda el camino de la huida.
La inspiración para narrar el negro sobre blanco de una pobreza cada vez más nítida en el dibujo de la vida es sólo propiedad de los que saben captar el momento. Ir hacia delante es lo único que resta para quien no tiene ruedas para volver atrás. El coraje, inmenso e impresionante, de una madre que es capaz de repartir lo poco que queda será el impulso que haga que la rendición sea una palabra desconocida. Unos hombres dan una propina para que una niña tenga unos caramelos (¡qué secuencia de belleza que hoy día se me antoja tan lejana!) y una contestación como “¿y a ti qué te importa?” se convierte en una oración de desafío al destino tan hermosa que apenas se puede tragar en la garganta sobrecogida.
Pocas veces el cine fue tan terriblemente demoledor como en esta película que está más allá de ideologías para ser contorno de figuras humanas caminando en medio del polvo y de la desolación. Si viendo Las uvas de la ira no se nos remueven las entrañas es que tenemos muy poco de hombres y mucho de nada. Y en esas entrañas caben también el corazón, la emoción, la lágrima que, cuidado, se desborda y nos delata; la pena, el impulso de hacer algo, de ir un poco más allá para ayudar a toda esa carne que, a nuestro alrededor, clama por un mendrugo de pan trabajado. No basta con la piedad. No es suficiente con las palabras de consuelo que nosotros decimos para que las escuchemos y sentirnos un poco menos culpables. Francis Ford Coppola decía que “una película es capaz de cambiar el mundo”. John Ford, treinta años antes de esas palabras cambió la forma de pensar de miles de espectadores que vieron en esta historia una puerta de realidad y tristeza escondida. Y ahí…ahí…es donde debemos estar. Donde la palabra “necesidad” sea sinónimo de la vida.


viernes, 20 de febrero de 2009

SLUMDOG MILLIONAIRE (2008), de Danny Boyle


Antes que nada debo decir que yo no amo a Danny Boyle. Todas sus películas me han parecido de un oportunismo sórdido, dirigidas a un público ávido de crueldad y además con un peligroso revestimiento de denuncia social muy de moda que servía de justificante a los seguidores de este director cuya única obra más que destacable había sido su ópera prima Tumba abierta.
Y en esta ocasión hay que reconocer que Danny Boyle da en la diana pero no con su forma de dirigir, que a veces es de una hábil torpeza fronteriza con la inutilidad, pero sí con un argumento brillante, extraordinariamente bien escrito por Simon Beaufoy, que ya nos sorprendió con media sonrisa mientras nos introducía en el drama del paro en Full monty. El caso es que aquí, Boyle no deja de visitar esos lugares que le son tan familiares y que están instalados en los ghettos de la sordidez pero, al mismo tiempo, nos hace ver la realidad de un país que es hijo de la pobreza más terrible. Y la forma de mostrarnos esa realidad es a través de una fascinante estructura de guión en la que se nos dice por qué el protagonista, un don nadie, un niño de la calle que ha seguido luchando más allá de la razón, sabe las preguntas que se le hacen en el programa de ¿Quién quiere ser millonario? Simplemente, las sabe…y las sabe porque la vida se ha encargado, con tiza de plomo, de grabárselas a sangre y fuego en la memoria, como un ajuste de un destino que parece estar escrito de antemano…como si fuera una respuesta avisada con el comodín del cincuenta por ciento.
El calor asfixiante se ceba en todos aquellos que deben luchar hasta para conseguir agua potable. Las mafias barren las calles en busca del negocio de la mendicidad y no dudan en manipular la pena y condenar la infancia (tremenda y desgarradora escena). El sistema de castas no duda en montar reyertas multitudinarias para dejar bien claro quién puede auparse hacia arriba y quién no. El amor de tu vida, el mosquetero que te defenderá siempre con la capa y la espada que han tejido nuestros tiempos de desigualdad, estará contigo hasta para darte confianza cuando no estés seguro de la respuesta de tanta felicidad. Y el final siempre estará escrito porque así lo han querido los dioses.
De lo que no cabe duda, es que éste es un preclaro botón de muestra de parte del cine que nos espera. La mayor industria del cine es la de la India y los norteamericanos ya comienzan a trasladar los trastos allí en busca de sus grandes infraestructuras, de sus trabajadores cualificados y, por supuesto, del abaratamiento de costes. De hecho, Steven Spielberg ya lo está haciendo y Danny Boyle, británico, ha contado con todo un equipo salido directamente del horno de Bollywood, la capital del cine indio, empezando por actores y terminando por un buen puñado de técnicos competentes. Eso también está escrito. Slumdog Millionaire gustará a jóvenes y gente fashion pero será aborrecida por la tercera edad. Y ahora mismo me pongo a bailar por no haber nacido en un país como la India. Eso, supongo, también estaba escrito.

jueves, 19 de febrero de 2009

THE READER (2008), de Stephen Daldry


Alguien me dijo un día que la cultura protegía de la manipulación y aquí asistimos al viaje que una mujer hace empujada por los zarandeos del destino, sin entender muy bien sus cómos y sus porqués, pasando por alto que todo lo que se hace puede tener consecuencias muy graves para aquellos que dependen de ti.
En contra de lo que pudiera parecer, The reader, de Stephen Daldry, no es una película que hable sobre el nazismo, o sobre una época. Es un retrato de una soledad tan agobiante que sólo encuentra el camino de la huida hacia adelante con tal de poder sobrevivir. Por eso, a una mujer que no entiende muy bien qué es lo que hizo mal, le gusta que le lean libros. Lo hizo antes, lo hace ahora y lo hará después. Es la única puerta que consigue divisar para la evasión y para quedarse en las mismas puertas del sueño. Todo lo demás lo hace como si hubiera sido inexorable y como si escapar a los deseos del destino fuera tan inútil como salvar unas cuantas vidas.
Al otro lado, aprendiendo a nadar entre los meandros de la vida incipiente, un muchacho descubre el amor que, sólo cuando obtenga experiencia, se dará cuenta de que es el gran amor de su vida. Con ella leyó, aprendió a hacer el amor, tuvo conciencia de ser hombre y no niño. Y es por eso que, cuando los años pasan y dictan su temible sentencia, él no puede con el pasado de ella. No consigue superar la dicha de unos pocos meses de pasión desatada y recordarlo como un tesoro que ocurrió y que, de alguna manera, nunca ha dejado de ocurrir. La culpa pesa como una losa sobre ella y él decide cargar también con ese peso. Y, cuando la vida ya se ha encargado de grabarle lo más importante, entonces él decidirá aliviar la soledad a la que ella se ha tenido que someter, casi voluntariamente, durante toda su vida pero sin querer entrar en ningún momento en esa vida.
Hay que reconocer que, detrás de toda la trama de pasión, descubrimiento, decepción, soledad e incultura hay unos espléndidos trabajos de Kate Winslet, inmensa una vez más, y de Ralph Fiennes, soberbio en uno de esos incómodos papeles que tienen que expresar más con el rostro que con la palabra. Expresiones que quedan estremecedoramente recogidas, como si fueran campo de concentración de las emociones, a través de la ya sabia cámara de Stephen Daldry que realiza un trabajo explícito y fantástico en una trama en la que es muy fácil perderse.
La amargura domina estos trozos de vida que se niegan tercamente a desvelar un pasado que está empedrado con los ladrillos de la vergüenza. Y en ese camino, la cultura huye de los lugares donde debería haberse asentado para empezar a construir los vacíos de la inteligencia que permitiría caer en la cuenta de que el horror…el horror…nunca es un libro que merezca ser leído como una imposición del destino.

miércoles, 18 de febrero de 2009

ALFIE (1966), de Lewis Gilbert


Con un impecable sentido del humor, Michael Caine explicaba así la actitud de la derrota en los Oscars: “Te dan un programa de mano para que sepas exactamente cuándo entregan tu premio, no sea que en ese momento el señor vejiga te dé un aviso de desalojo y cuando te enfoquen con esos odiosos cuadraditos lo único que se vea sea a un señor vestido de smoking que te sustituye para que no se noten los huecos vacíos. Luego, previendo la derrota, tienes que dejar el programa de mano en el suelo para que puedas aplaudir si tu nombre no es el que aparece en el sobre. Por último, cuando el nombre que pronuncian no es el tuyo tienes que sonreír como si fueras el vencedor y aplaudir con ganas en actitud de perfecto perdedor mientras por dentro te estás acordando de los muertos y, sobre todo, de la madre del ganador. Eso es así”.
Aparte del elegante recochineo de este gran actor, traigo el asunto a colación porque Alfie no fue sólo la película que le lanzó como estrella sino que también fue su primera nominación al Oscar. Y eso es la película, no nos engañemos. La película es Michael Caine. Una historia que empieza como una comedia para convertirse lentamente en un drama que entronca un tanto lejanamente con la triste y cotidiana visión de los jóvenes airados británicos y su reflejo cinematográfico del free cinema. Pero ahí está Caine. Él nos habla directamente, como si fuera ese caradura simpático que todos hemos dejado entrar en casa alguna vez para hacernos ver lo bien que se puede pasar por la vida aunque, finalmente, la vida rara vez sea una comedia. Aquí, en esta película, es donde por primera vez nos damos cuenta de la sabiduría de un gran actor que siempre ha tenido una limitada capacidad expresiva pero que ha aprovechado sus recursos de forma no sólo sorprendente, sino también magistral. Con Caine reímos. Con Caine somos cómplices. Con Caine nos angustiamos. Con Caine nos simpatizamos. Y con Caine, también, nos damos cuenta de que somos tan sinvergüenzas y carentes de moral como él porque, en cierta manera, Alfie es un reflejo descarado, desprejuiciado y libre de lo que nos hubiera gustado ser prescindiendo de toda norma, de toda limitación y de toda preocupación.
Prepárense para recibir a un tipo llamado Alfie. Eso sí, que los caballeros pongan a buen recaudo a sus señoras, el fulano no tiene ningún problema en ligarse a las casadas. Y no lo duden, lo consigue.


martes, 17 de febrero de 2009

EL BESO MORTAL (1955), de Robert Aldrich


Guillermo Cabrera Infante, cinéfilo de pro y escritor de hecho, decía de El beso mortal que “es la obra maestra absoluta de las películas de serie B porque está hecha del material del que se forjan los sueños, es decir, de muchas pesadillas”. Lo cierto es que Robert Aldrich tiene tres obras maestras forjadas en los inicios de su carrera: una es El beso mortal, donde se nos hace una feroz reflexión sobre la guerra fría y sus consecuencias atómicas bajo el ropaje del mejor cine negro, algo que no sólo atañe a grandes potencias y a la alta política, sino también a cualquier ciudadano. Otra es Ataque, donde se adentra en los porqués del heroísmo escondido y en las respuestas de la cobardía emboscada. Y la última es El gran cuchillo, donde, basándose en un texto de Clifford Odets, se nos muestra descarnadamente la angustia terrible del éxito.
En esta ocasión, un detective privado se ve envuelto casi sin querer en un asesinato y en el enigma de una mujer que recoge semi-desnuda en plena noche y en medio de una carretera que parece que sólo penetra en la oscuridad. El detective, Mike Hammer, (y, por favor, no se preocupen, nada que ver con aquella serie protagonizada por Stacy Keach que era casi una parodia del detective privado clásico del cine negro) interpretado por un escalofriante Ralph Meeker, es frío, calculador, violento, no cree en nada ni en nadie, es pasto de una vida que parece que yace bajo el asfalto de la gran ciudad, es duro, es impasible, es un hombre sin ninguna piedad y sin ningún agarradero en su vida privada salvo el de su fiel y muy atractiva secretaria. Es uno de esos desechos de la sociedad que lleva un arma en la sobaquera y que no duda en utilizarla llegado el caso…y le trae sin cuidado quién sea el destinatario de su disparo. Él buscará lo imposible, aquello que quema en las manos porque puede que un verso de Christina Rosetti sea fuego y la pista termina allí mismo, en el infierno.
Por eso hay besos que son mortales, hay roces de labios que te pueden llevar a una perdición sin escalas porque dentro de una mujer siempre hay un misterio que revelar. La intriga es esa pistola con el cargador lleno y, según avanza el metraje, podemos intuir cómo se van disparando las balas y cómo van saliendo los casquillos de la recámara. La ciudad es el lugar donde el ánimo se enciende y donde los sueños no tienen cabida y quizá en algún callejón perdido hay un hombre sin escrúpulos capaz de desentrañar el jeroglífico de un robo que no tiene precio, una caja de Pandora que no vacilará en cegar a todo aquel que se atreva a mirar dentro de ella.
Es tiempo de dejar que toda la trama nos envuelva. Es la hora de no querer mirar lo que hay debajo de la gabardina de una mujer perdida que parece haber extraviado la razón en alguna raya discontinua del camino. Hay que saber mirar muy bien para no acabar quemado por culpa de un beso que provoca la muerte. Hay que poder aguantar para que no nos transporten hacia la verdad que se compra y se vende como en un mercado de física nuclear y de química sexual. Tengan cuidado. Mucho cuidado. Si deciden verla, incluso puede haber una bomba en los bajos del televisor…

viernes, 13 de febrero de 2009

FROST CONTRA NIXON (2008), de Ron Howard


Cuando un político, más bien mediocre, ambicioso por naturaleza y tramposo por convicción, quiere convertirse en un hombre de Estado, entonces es cuando se abren las puertas de la infamia. Y el precio que tiene que pagar por sus mentiras erráticas y su personalidad incapaz de conectar con la gente es el de la más terrible de las derrotas y la más devastadora de las soledades. El poder aísla. El poder absoluto aísla absolutamente.
Probablemente, si cogiéramos un micrófono y nos fuéramos a pie de calle a preguntar a la gente si recuerda o sabe en qué consistió el escándalo Watergate nos llevaríamos las manos a la cabeza al comprobar cuán amnésica tenemos la memoria histórica. El caso es que hubo un Presidente que cometió una serie de delitos con tal de asegurarse el poder, se escoró peligrosamente hacia la derecha más recalcitrante con tal de realizar su sueño de ser un líder al que seguir. Sólo que no tenía nada que transmitir al pueblo. Y entonces, en una especie de espiral de venganza hacia unos oídos que no querían escucharle, instaló oídos en todas partes para que él pudiera escuchar. Las libertades, recortadas. El fascismo, ahí mismo, expectante en la sombra. Cuando Woodward y Bernstein, los periodistas del Washington Post lo destaparon todo (véase la maravillosa Todos los hombres del presidente, de Alan Pakula), el Presidente de los Estados Unidos, por primera vez en la historia, tuvo que dimitir y salir de la Casa Blanca por la puerta de atrás.
¿Ahí acabó todo? No. Su sucesor, Gerald Ford, enseguida pudo darse cuenta del desgaste que tenía la clase política y quiso dejar atrás el escándalo cuanto antes. Dictó un indulto para Nixon y a otra cosa, mariposa. Fue entonces cuando un periodista especialista en frivolidades quiso hacer una entrevista al político más controvertido de la segunda mitad del siglo XX. David Frost no era más que el típico cronista de las estrellas, con un toque de buen humor, poco comprometido políticamente y vendido al dinero de las grandes cadenas de comunicación. Apostó por la entrevista no como un medio para lograr unas declaraciones inéditas reconociendo la culpa del ex presidente, sino como un negocio en el que tenía que invertir para obtener. Una noche, cuando el silencio de un fracaso hace resonar la palabra “cobarde” en la conciencia del periodista, su honestidad le lanza hacia el acoso, hacia la consecución de la declaración nunca vista, de la confesión nunca obtenida, del miedo nunca expresado. El resultado de aquella entrevista fue el combate que David Frost mantuvo contra Richard Nixon.
Con un estilo marcadamente documentalista, Ron Howard dirige esta crónica de la persecución de un éxito que fue fruto del esfuerzo de muchos que se empeñaron en buscar la verdad, auténtica misión de los periodistas. Y el trabajo que consigue de Frank Langella, sin duda lo mejor de la película, es portentoso. Langella se mete bajo la piel del “tramposo Dick” manejando con maestría las armas de la manipulación pues su intención, en todo momento, no es que el periodista lleve las riendas sino que él maneje a su entrevistador a su antojo (y es entonces cuando nos damos cuenta de que todo, absolutamente todo, está preparado de antemano en el mundo del perseguidor y el perseguido). Langella es capaz de expresar la impenetrabilidad del poder combinando con naturalidad la decepción del fracaso de un hombre que fue enterrado por sus propias ambiciones. Sin duda, al ver esta interpretación, nos acordamos del Anthony Hopkins de la excelente Nixon, de Oliver Stone (una película muy poco reivindicada pero que yo he llegado a defender con vehemencia) y vemos cómo hay muchos puntos de contacto en su expresión corporal y cómo ambos consiguen dar forma y fondo a un Presidente que creyó que por el mero hecho de estar en la cúspide del poder le estaba permitido hacer cualquier cosa.
Entre los secundarios, cabe destacar sobre todo a ese actor siempre minusvalorado que es Oliver Platt y sorprende el escaso desarrollo con el que se dota al personaje interpretado por Rebecca Hall (lo mejor de Vicky Cristina Barcelona) apenas un objeto sexual decorativo que, de vez en cuando, va a por algo de comer. En cualquier caso, aún consiguiendo un producto eficaz y que interesa a todos los que recuerdan o han leído algo sobre el caso Watergate, Howard se queda a una uña de la garra, le falta pegada e incluso, tiene una preferencia por la cámara al hombro para dar aires de realidad a un hito de la televisión que vacila en un punto de vista y es el del propio presentador David Frost, personaje al que descuida dándole tan sólo un toque de glamour y una vacuidad bastante temible en la personalidad de cualquier periodista.
La ilustración sobre la infamia siempre trae una cierta sensación de pena hacia el condenado porque es posible que admitir un fracaso en público sea una de las cosas más duras que puede soportar un ser humano. Es lo que tiene el estar metido justo en el núcleo de la corrupción…olvidas que un día quisiste ser alguien.

jueves, 12 de febrero de 2009

EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON (2008), de David Fincher


César Bardés

Y es que la paradoja de ese enemigo implacable que es el tiempo es que la eternidad no es más que un hecho efímero, que al final es posible que lo que haya no sea un acabar y morir sino un acabar y nacer, y que lo que realmente burla Benjamin Button no es a ese enemigo que no importa que cuente hacia atrás, sino que lo verdaderamente insultado es la soledad, antónimo de tiempo, y el miedo a vivir, contrario de amor.
Por supuesto, Brad Pitt realiza una cuidada interpretación del joven-viejo que, poco a poco, se va convirtiendo en el viejo-joven mientras va recogiendo las certezas de que nada es para siempre, que su particularidad le hace un ser afortunado porque tiene la oportunidad de vivir la vejez y la infancia al mismo tiempo y ser joven cuando ya posee toda la experiencia vital que un hombre puede acumular. Sólo hace falta que la mente crezca y apreciar que esa niña que conoce siendo viejo será la misma mujer a las puertas de la ancianidad que le acune siendo un bebé. El cariño, aunque sea contado hacia atrás, es lo único que permanece en la memoria de las sensaciones.
Secundando a Pitt, espléndida, se halla Cate Blanchett, rostro de porcelana que el tiempo va quebrando cada vez que cae su péndulo contador, perfecta en su juventud y cuidada en su vejez, partida en sus sueños y entera en su amor. El destino, compañero juerguista del tiempo, se encarga de hacer que ella rompa todo aquello que llegó a soñar y se coloque en el lugar que realmente le corresponde. Al fin y al cabo, ese mismo destino es el encargado de hacer que a unos les parta un rayo, otros enseñen a tocar el piano, otros bailen y aún otros no dejen de recordarnos que, en nuestro interior, hay también un reloj que hace que, en lugar de encaminarnos hacia la tercera edad, nos dirijamos hacia nuestras lágrimas de recién nacido.
David Fincher dirige con una extraordinaria sobriedad toda esta fábula moral basándose en un relato corto de Francis Scott Fitzgerald, eso sí, notablemente alterado pues el original ocurre en el siglo XVII, y se apoya singularmente en una fotografía de Claudio Miranda en su primer trabajo tras las cámaras aunque había sido miembro del equipo de Fincher en sus anteriores trabajos; y también en el continuo desgranar de la complicada banda sonora de Alexandre Desplat que debe cubrir con el ritmo todo el tempo que va desde 1918 hasta 2002. Todo ello en su conjunto nos brinda la oportunidad de ver una película que nos habla desde el mismo tic-tac de nuestros corazones, deslizándonos una y otra vez, un mensaje optimista sobre la vida, sobre cómo disfrutarla, sobre cómo enamorarla y sobre cómo conquistarla.
La respuesta, como diría algún artista, puede que se halle en un colibrí que es capaz de batir sus alas a una velocidad de 80 movimientos por segundo y que si se para, el pájaro muere. El tiempo está en continuo movimiento y tenemos que fijarnos en cada uno de sus segundos aunque la Naturaleza vierta sus caprichos en que tengamos que ser criados en un asilo, el mejor sitio del mundo para un niño que nace viejo, y que crezcamos en el mundo, el mejor sitio del asilo para un viejo que se hace niño.
Y es que al ver esta película, no cabe duda de que lo primero que hay que destacar es el impresionante trabajo de guión que ha hecho Eric Roth, responsable también en Forrest Gump, Munich o El buen pastor, en todos ellos sumergiéndose en el paso del tiempo y en sus consecuencias aunque aquí, por supuesto, vuelve al terreno de la fábula, del cuento vital que hace que tengamos la sensación de que todo es posible siempre que queramos hacerlo aunque tardemos muchos, muchos años en querer hacerlo. Y si no véase el episódico personaje que desempeña Tilda Swinton en medio de una ciudad asediada por el hielo.

El tiempo es el tema sobre el giran las manecillas del argumento de esta película. Ese tiempo que se encarga de dibujarnos los trazos de la vejez con fatal precisión. Ese tiempo que no deja de ir hacia adelante en busca del siguiente minuto con el que estrechar nuestra relación con la muerte. Ese tiempo que hace que el pánico de nuestra vida que, a cada segundo, se acaba un poco más, sea algo normal y corriente con lo que crecer día a día, hora a hora, vida a vida…
LA PARADOJA DEL ENEMIGO (El curioso caso de Benjamin Button)
Reproduzco el artículo tal y como ha sido publicado en el día de hoy.

miércoles, 11 de febrero de 2009

EL DIABLO DIJO NO (1943), de Ernst Lubitsch


Puede ser que el diablo, sí, ése que conocemos de toda la vida, ése que creemos que camina sobre brasas ardientes azuzando su viveza para tormento de las almas, sea un simple oficinista. Quizá espere en una mesa, cual burócrata de las tinieblas, a que entren los muertos para decidir si, en base a sus obras en vida, les proporciona un cómodo apartamento en el infierno. Esperará detrás de una mesa, con su tintero, su aire cansino de funcionario hastiado y estará allí, deliberando consigo mismo sobre el destino de todos aquellos que han pedido ir al submundo en lugar de tomar el camino sin fin de unos escalones que les lleven directamente al último piso. Incluso quizá un día puede que entrara Ernst Lubitsch y, mientras escuchase sus maldades, encendiera un enorme cigarro puro con el que exhalar imposibles volutas del humo que domina.
La comedia más inteligente estaba en manos de ese alemán que sabía que el diablo podía decir que no a la entrada de almas en los terrenos del averno. Y era plenamente consciente de que, casi a mediados de siglo, valores como el honor, el amor, la fidelidad y la obediencia podían llegar a ser tan anticuados y despreciados que, en determinado momento de nuestras tristes vidas, realicen un viaje a la inversa para acabar como credenciales irrefutables para la condenación eterna. Así era Lubitsch. Cogía a dos intérpretes de encanto impresionante y solidez contrastada como Don Ameche y Gene Tierney, los rodeaba de unas cuantas llamas secundarias que para sí quisiera el mejor de los directores de la historia y el resultado es una película que deja nuestra mente en la delicia, nuestro corazón hechizado por el mismo diablo, nuestro ánimo embargado por todo lo que de bueno pueda tener el alma que nos habita, nuestras ganas de cine repletas de un mágico toque que aún nadie ha sabido expresar con sencillez en qué consistía y que se dio en llamar “toque Lubitsch”.
Tal vez los ingredientes de su maestría consistieran tan sólo en su marca de la casa sazonada con un elegante sentido del humor, en su inteligencia indiscutible a la hora de tratar las historias, su casi imperceptible toque nostálgico hacia otras épocas que pudieron tener encanto, su humanidad dentro de un ambiente que suele ser bastante despreciable y su forma tan clásica de dejarnos con una sonrisa que abrimos dentro de nosotros como dejando entrar lo que él explicaría con una puerta cerrada.
Lubitsch murió de un infarto cinco años después de esta película, mientras rodaba La dama de armiño. Dicen que en su muerte no pudo evitar un último “toque Lubitsch”: al lado de él encontraron un puro con la llama encendida…Para mí que nos avisó de que pensaba bajar las escaleras con su sonrisa pícara y preguntarle al diablo si se podía quedar por allí, más que nada porque seguro que en el infierno las piernas de las chicas son más aprovechables que en el último piso…


martes, 10 de febrero de 2009

EL GATO CONOCE AL ASESINO (1977), de Robert Benton


Los viejos tiempos nunca se marchan del todo. Y los tipos realmente duros, cuando llega la terca ancianidad, aún saben pegar donde más duele. Ya no pueden correr. Están gastados. Están cansados. Pero saben encajar un puñetazo en la nariz y devolver con intereses un directo al estómago. Es lo que pasa con algunos detectives privados que guardan su viejo revólver con una capa de polvo encima. El tiempo pasa para todos pero lo único que hace falta es mantener aquella sangre fría que hace muchos años circulaba por debajo de una arrugada gabardina y aquella cabeza que expresaba sus pensamientos a través del sombrero de ala ancha que les cubría. Y todo porque tu socio, viejo amigo de viejas épocas, se presenta en tu casa con un agujero en el estómago. Y lo que te intriga no es que se muera en tu cama, sino cómo diablos se ha dejado atrapar. La inocente desaparición de un gato irá completando el rompecabezas y unos tipos se empeñan en robarte los pocos años que te quedan de vida. Tú piensas: “¿Qué más da? Hace ya años que nadie se acuerda de mí, me retiré a disfrutar de mi plácida jubilación y he permanecido muerto durante todo este tiempo”. Pero tú sabes cosas que nadie sabe. Sabes dónde husmear. Sabes dónde buscar. Sabes dónde acudir…y, sobre todo, sabes dónde matar.
En tu inteligencia está el detective que un día fuiste y que te hizo el mejor de la ciudad, pero el mundo que te rodea ya no es el mismo. La chica no es la respuesta. Es la pregunta. El ratero contrabandista es el que te hace la vida imposible, y uno de los pocos amigos que te quedan quiere quedarse con el dinero. Pero fuiste tan bueno que haces que ese nuevo mundo se acomode al ritmo de tu pistola. Tu puntería es como tu intuición, se puede encasquillar el tambor pero no falla. Una úlcera te dobla. Una maldita úlcera es capaz de derribarte cuando ni siquiera un matón de tres al cuarto y más hortera que unos pantalones de campana puede hacerlo. Los Ángeles ya no es esa ciudad que atravesaban con tu coche recubierto de cera y brillo porque ya no tienes coche y tienes que ir en autobús. Como un cero a la izquierda. Como un trasto más. Como una reliquia más. Una reliquia con un valor contado en diamantes tan duros como tus huesos bajo la fuerza de los golpes que te siguen haciendo hombre…
Producida por Robert Altman, dirigida por Robert Benton (que probó su maestría con el género negro años después con Paul Newman, Susan Sarandon y Gene Hackman en la excelente “Al caer el sol”) y maravillosamente interpretada por un creíble, matizado y duro Art Cartney, “El gato conoce al asesino” fue una especie de crepúsculo del cine negro de profunda originalidad, que nos habló con maestría de la tercera edad de aquellos hombres que, a pesar de su intensa honradez, nunca creyeron en nada más que en el sabor de una buena bebida, en la perdición entregada por la mano de una mujer y en el envolvente humo de un cigarrillo que parecía plantear siempre una difícil interrogación que sólo ellos sabían contestar con un poso de amargura.

viernes, 6 de febrero de 2009

VALKIRIA (2008), de Bryan Singer


La historia del complot para asesinar a Hitler fue tocada tangencialmente por el cine ya en películas como ¿Arde París?, de René Clement o la excelente La noche de los generales, de Anatole Litvak pero ya era hora de reivindicar el hecho de que no todos los alemanes estuvieran al lado del sanguinario dictador y que también se originó un débil aunque valeroso movimiento de resistencia que intentó restaurar un orgullo que se perdía por los sumideros de una carnicería.
De momento, llama poderosamente la atención cómo la película pasa por encima de una figura capital de aquel intento de golpe de estado como era el Mariscal Erwin Rommel, pieza angular de lo que iba a ser el nuevo gobierno y que intentaría negociar una rendición honorable con los Aliados, preferentemente con los americanos ya que de los rusos no querían ni oír hablar. Sin embargo, no cabe duda de que la película se acerca con bastante minuciosidad a toda la preparación del atentado, inteligentemente concebido, con el fin de que la Wehrmacht, el ejército, se quitase de en medio a la guardia pretoriana de Hitler, las SS, fuente continua de enfrentamientos y motivo de deshonra para un buen sector de aristócratas militares que despreciaban fervientemente la política del Führer.
También es evidente que los problemas que ha habido durante el rodaje de la película han acabado por socavar algunos de los cimientos sobre los que se asentaba (un error del laboratorio fotográfico echó a perder una buena cantidad de negativo, obligando a rodar toda esa parte de nuevo y reuniendo al equipo una vez que éste estaba dispersado) y, probablemente, debido a razones puramente económicas (el agujero de dinero debió de ser más grande que la explosión que apenas dañó una mano de Hitler) se recortó allí y allá y ha habido algunos agujeros involuntarios que saltan a la vista en todo el desarrollo de la trama. Véase, sin ir más lejos, el diminuto papel que desempeña el personaje de Kenneth Branagh, vital en los primeros compases, pero que luego se diluye con apenas una escena trágica de epílogo.
Aún y todo así, el oficio de Bryan Singer en la dirección es más que notable , acudiendo a edificios oficiales de la época y desarrollando una dirección artística estupenda (en manos de la decoradora Lilly Kilvert), con decorados que en ningún momento desentonan y describiendo la fascinante estética del reino del terror con verdadero mimo, planificando con sencillez y con considerable facilidad todas las escenas que, en manos de cualquier otro, hubieran sido tomas de cámara al hombro, vamos y dale que dale que ya se entenderá el espectador.
Donde reside el atractivo más fundamental de la película (no olvidemos, un argumento del que conocemos su planteamiento, desarrollo y desenlace) es en la excepcional interpretación de algunos de sus efectivos. Tom Cruise, además de tener un parecido casi sobrenatural con el verdadero Claus Von Stauffenberg (salvo en lo que respecta a la estatura), realiza una interpretación de destacable dramatismo, interiorizando fortalezas antes que dudas, llevando adelante la construcción de un nuevo orgullo que se halla en auténticas ruinas por lo que es una derrota anunciada. Tom Wilkinson resulta enorme en el papel del Mariscal Erich Fromm, el típico oportunista que no enseña sus cartas hasta que sepa cuáles son las del vencedor aunque deja entrever con particular sabiduría cuál es su sentir acerca de una guerra que ya se bate en retirada. A Kenneth Branagh no se le da ninguna oportunidad salvo en los primeros minutos por las razones ya expuestas. Terence Stamp camina adecuadamente por los pasillos de la aristocracia militar y es estupendo el trabajo de Christian Berkel, atrapado por decisiones que no le corresponden y que, no obstante, lleva adelante por ese deseo incontrolable de instalar algo de cordura en una nación que navega inundada por la insania.
En ocasiones, los hombres deben de dar un paso adelante para demostrar que aún hay algo de corazón en un país que abandonó el suyo en manos de un demente. El guión de Christopher McQuarrie (autor del guión de Sospechosos habituales) camina en esa dirección. No todos los alemanes fueron culpables y esa losa que habita sobre las cabezas de las nuevas generaciones que no quieren oír hablar sobre lo que hicieron sus padres y abuelos puede que, con esta película apreciable pero no sobresaliente, pese algo menos. La historia pudo ser cambiada. La historia puede aplastar.

jueves, 5 de febrero de 2009

LA DUDA (2008), de John Patrick Shanley


Hermanos, estamos aquí reunidos en torno a esta película para dilucidar de alguna manera si nuestros pensamientos se dirigen hacia su aprobación o, por el contrario, podemos formular algún reproche en su realización y puesta en escena. El enfrentamiento entre dos clases de entender el estilo de vida que representa la iglesia es el motivo central de ésta tan particular diatriba cinematográfica que siempre se quiere mover por el respeto y la cordura.
Muy a menudo, Dios nos pone a prueba y si se visten unos hábitos que obligan y que atan a unos cuantos votos, entonces es cuando dejamos en libertad lo que esconde nuestro corazón. Imagínense, hermanos: 1964. El Presidente Kennedy acaba de morir y la minoría racial de color comienza a hacerse un sitio en los derechos civiles. En un colegio católico se dan cita dos morales que orquestan un cruel enfrentamiento no tanto por lo que se pone en tela de juicio, sino por las dos maneras de entender el máximo mensaje de Dios y una de las más hermosas afirmaciones de toda la humanidad: Amar al prójimo como a sí mismo. Por un lado, allí en el cuadrilátero de la rectoría, se halla una hermana que cree que la fe es inamovible, que tiene sus cómos y sus porqués, y por supuesto, sus reglas son pura ley irreformable. No importa que el mundo cambie a su alrededor. Qué más da que haya, por fin, un alumno negro en el colegio. La revolución es para los rebeldes y su misión, la misión que ella cree que tiene encomendada por Dios, es la de aplastar cualquier signo de rebelión usando, de forma implacable, el mazo de la severidad.
Por otro, con muchos menos kilos de peso, nos encontramos a un sacerdote. Es razonablemente joven y parece más consciente de todos los cambios que están ocurriendo. Cree en el poder de tender una mano cuando alguien la necesita. Cree que acercarse a los niños es también un modo de acercar la fe a quien todavía no comprende una vida tan socialmente marcada. Cuando está en el territorio del altar capta a la audiencia (algo que muchos hermanos de hoy en día son incapaces de asumir) y suele tener el templo lleno (algo que nuestra iglesia de hoy, cuarenta años después, puede mirar con cierta envidia) y, entonces, el drama estalla por un chismorreo sin comprobar, por querer proteger a alguien, por querer hacer el bien la difamación se hace presente en forma de una duda que se da por cierta.
John Patrick Shanley, hermanos, ya nos dejó con el corazón bien secuestrado escribiendo aquella preciosidad que se llamó Hechizo de luna, dirigida por Norman Jewison. Y lo que parecía ser una prometedora carrera en Hollywood se truncó al idear una cláusula en la que prohibía tajantemente en sus contratos tocar una sola coma de sus guiones lo cual hizo que la industria lo marginase hacia el teatro y, en concreto, hacia el off-Broadway. El tipo lo intentó una y otra vez hasta que escribió La duda, ganando por ello el Premio Pulitzer y, cuando surgió la idea de adaptarla al cine, por supuesto, Shanley exigió que la película estuviera escrita y dirigida por él.
Para ello, el hermano John Patrick ha tomado prestadas algunas ideas de aquella otra historia tan vibrante que era Agnes de Dios, también de su amigo Norman Jewison, y ha contado con un plantel de actores absolutamente brillante: Meryl Streep es la viva imagen de la austeridad anclada en la intransigencia dando matices absolutamente brillantes a un papel que es viva adustez. Philip Seymour Hoffman interioriza las sensaciones del sacerdote que no sabe muy bien cuál es el pecado que ha hecho si todo su afán es hacer que la Iglesia en sí misma baje de los altares y se mezcle de verdad con los fieles. Y mención especial merece el impresionante trabajo de Viola Davis en una aparición de apenas unos minutos en un trabajo que te deja boquiabierto, sobrecogido y asombrado. Después de ver esta interpretación es cuando uno se puede dar cuenta de la tontería que es ver a determinadas actrices nominadas a la mejor secundaria (y no, no soy antipatriota, soy realista).
En cualquier caso, hermanos, al pasar esta página que sólo pretende ser una reseña con algún que otro tinte de originalidad, deseo que todos nosotros hagamos un esfuerzo para no convertir la cruz en una daga, que nuestras creencias nunca se confundan con nuestros deseos, que nuestro estilo de vida no se imponga al de otros por la fuerza de nuestro propio carácter. La duda es el peor estado en el que pueden estar sumidos nuestros corazones. La libertad de hacer el bien es el mejor regalo que Dios nos pudo dar. Con todo ello, hermanos, podéis ir en paz.

miércoles, 4 de febrero de 2009

LA VENTANA (1949), de Ted Tetzlaff


Estamos ante una de esas auténticas desconocidas que nacieron para la serie B y se convirtieron en oro puro con el paso del tiempo y de la mirada. Homenajeada brevemente por Pedro Almodóvar en su flojísima Kika, esta película, de director de segunda fila e intérpretes en los que sólo cabe destacar el siempre sólido trabajo de Arthur Kennedy y el muy refinado trabajo de Paul Stewart, recién salido de la factoría de Orson Welles y la muy inteligente Ruth Roman; es un film lleno de una extraordinaria riqueza al aportar un cuento de horror urbano a través de los ojos de un niño de diez años al que nadie cree. El pánico hará su aparición en una noche de soledad en la que los monstruos cobrarán vida con forma humana y entonces todo desencadena una serie de acontecimientos que pueden presentarse fácilmente como el reverso de La calumnia. Allí, la mentira de una niña, trae fatales consecuencias al ser creída. Aquí, la verdad de un niño, trae fatales consecuencias al ser ignorado…
Como buena serie B, la película tiene un planteamiento vertiginoso, además de un muy original comienzo, y se describe con singular acierto el modo de vida de la clase trabajadora americana allá por finales de los años cuarenta. Las casas son antiguas, testigos de muchos callejones oscuros, y el único teléfono del barrio se encuentra en la tienda de la esquina y todo ello, bajo una dirección que nunca volvió a estar a esta altura, se convierte en un apasionante thriller, que hace que no apartemos nuestra vista de la pantalla, de ritmo perfecto durante los 73 minutos que dura. No en vano, la película está basada en el relato de un hombre obsesionado sobre lo que se ve a través de las ventanas, Cornell Woolrich, responsable también del que dio pie a esa obra maestra llamada La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. Pero aquí, el blanco y negro utilizado con una sabia mano (no olvidemos que Ted Tetzlaff, el director, originalmente fue director de fotografía de, por ejemplo, Al servicio de las damas, de Gregory La Cava o El asunto del día, de George Stevens o, esta sí, de Encadenados, de Hitchcock) hace que la visión de la película casi se convierta en un personaje más por el brillante uso de los claroscuros, de las escaleras intrincadas que conducen al pánico o de los rincones en penumbra que forman un siniestro cuadro de un escenario para una verdad que nadie cree.
Así, pues, háganme caso…Si se deciden a verla después no se asomen por la ventana, puede que vean lo que nadie quiere ver y aún peor…puede que vean lo que nadie quiere creer…


martes, 3 de febrero de 2009

LA COLINA (1965), de Sidney Lumet


En medio justo del calor más asfixiante, hay una prisión disciplinaria para soldados ingleses que no saben cuál es el significado de una orden en plena guerra. En medio justo de esa prisión, en el arenoso patio de ejercicios, hay una colina artificial que sirve como castigo de Sísifo para los prisioneros más rebeldes. En medio justo de la rebeldía se halla un hombre que quiere seguir siendo hombre y no una máquina de matar. Y en medio justo de la crueldad, el carisma de ese hombre es el arma más peligrosa para quienes quieren convertir la inteligencia en una orden sin contradicciones, en un asentimiento sin réplica, en una ausencia del interrogante que tiene que dejar paso a la constante presencia de la obediencia torturada.
Él sabe que sólo poniendo en evidencia los inhumanos métodos de los carceleros podrá hacer que la razón se deje ver en la aridez del desierto. Esa es la mejor fuga. Y por eso sube y baja la agotadora colina, una y otra vez, hasta que el martillo de la extenuación derribe sus piernas llenas de voluntad y valentía, porque sabe que decir no, en ocasiones, es la mejor valentía, la más honesta de las bravuras. Alguien tiene que morir y alguien tiene que decir que ha muerto. El silencio de su obediencia desafiante se transforma en una paradoja hiriente que se clava como metralla en los despiadados guardianes. Y pronto, la conciencia hace su aparición por entre las ruinas del conformismo y de la complicidad mal entendida. Tener a alguien a quien se ha mandado a combatir en África y someterlo al yugo de la tortura de la más empinada de las cuestas no es justo. Eso no es patria. Eso no es una hendidura en la disciplina. Es una cordillera en la sinrazón. Es una cadena montañosa del poder. Y sabe que cada vez que sube esa colina, su sufrimiento es una victoria, un avance hacia el triunfo de obligar a abrir los ojos a quien los tiene permanentemente cerrados en una espiral de violencia latente pero que tiene que vigilar para que no estalle porque, en el momento en que la fuerza sea utilizada, tendrá tanta razón como la que tienen sus torturadores. Y la colina sigue ahí, cada vez más inclinada, cada vez más retadora, cada vez más impasible a pesar de las pisadas que van dejando los que mueren cuando suben por el lado del esfuerzo y bajan por la cara sur del revolcón en la arena.
Con Sean Connery, excepcional, encabezando un reparto que incluye a Ian Bannen, Michael Redgrave y un brutal Harry Andrews, “La colina” es una excelente película dirigida por el irregular Sidney Lumet, un director que ha sido capaz de lo mejor y de lo peor y que en esta ocasión nos hizo subir a la cima de un cerro construido de sangre y endurecido por un sudor que llegamos a pensar que es nuestro. Ese mismo sudor que deja de pertenecernos filtrándose por los mismos poros del asesinato disfrazado de rebelión.