viernes, 22 de marzo de 2013

ATLANTIC CITY (1980), de Louis Malle

Con este artículo, ilustrativo del próximo coloquio que tendrá lugar en Conversacines, iniciamos unas pequeñas vacaciones con motivo de la Semana Santa. Retomaremos el blog allá por el martes 2 de abril. Mientras tanto, id mucho al cine. Es un amigo que te coloca las ideas y no te abandona nunca. Un abrazo para todos.

Pensar que se pudo haber sido grande cuando la vida y la decepción te han hecho muy, muy pequeño suele ser la puerta que está más abierta para perderse en los sueños. El paisaje, antaño lleno de luces de neón, de elegancia en los trajes, del brillo de farolas en las armas negras, se ha convertido en una desolación cargada de ruinas. Todo está siendo demolido. La ciudad, los coches, la antigua ética profesional de los negocios poco claros y también el pasado. Huye a la velocidad del dinero. Y lo peor es que no volverá. El estilo americano de vida, el estilo americano de sueño y el estilo americano de la realidad parecen conjuntarse extrañamente para que haya una última oportunidad, un último fulgor, un último reflejo de miradas de triunfo cuando todo está en trance de desaparición.
Y parece que el destino se empeña en hacer que un viejo sombrero y una bella dama huelan permanentemente a fracaso, a derrota. Por eso se pasan limones por los cuerpos, para espantar el intenso hedor de la nada en la que viven. Por eso se mira por la ventana, porque se intenta recuperar la efervescencia de una juventud que se marchó estafada. Y hay algo peligroso en la cobardía que genera la tristeza y es que se puede transformar en pura humanidad. Simpleza en el carácter. Razón para el fracaso. El respeto a sí mismo tal vez sea el último asidero del triunfo. Y así, y solo así, es como nacen los mitos.
Una ciudad en transición como espejo de una serie de personajes en transición. El deseo de cambiar el destino a través de un irreprimible retrato de dignidad y pasión es el primer paso para volver a construir un futuro. La edad, terrible enemigo, se asienta en los huesos cansados y en las lujurias olvidadas y entonces es cuando aparece el consuelo, la protección e, incluso, el amante de manos vacías, el hombre que solo es capaz de escuchar resonantes ecos del pasado como pisadas que se pierden en algún callejón a punto de cambiar. Seres vulnerables que quieren esconderse tras un fugaz brillo de las estrellas. El corazón, de tanto billete de vuelta, se estremece. La ciudad en plena construcción está ahí impasible, a punto de ser terminada para afrontar, de nuevo, otro fracaso. El mar, entonces, sí tenía un significado.
La melancolía de Louis Malle se refleja en esos dos magníficos actores como Burt Lancaster y Susan Sarandon. Ellos son el punto de partida y el punto final de una historia que habla de oportunidades perdidas, de deseos inacabados, de sueños interrumpidos por una vida que no ha parado de demoler sus esperanzas. Todo es quieto, tranquilo, no hay grandes explosiones, ni tampoco grandes persecuciones. Esos efectos están en el rostro de ellos dos, que buscan un maldito final y un nuevo comienzo. La amargura de un tiempo que se ha ido definitivamente sobrevuela toda la dirección de Malle. Porque lo que nos quiere decir realmente es que los héroes están cansados pero, los de verdad, nunca dejan de serlo.

jueves, 21 de marzo de 2013

EL CHICO DEL PERIÓDICO (2013), de Lee Daniels

A finales de los sesenta, el mundo se desmoronaba. Ya no había encanto en la vida después de una década de felicidad. Se buscaban falsos ideales por los que luchar, se perdía el sentido cuando aún ni siquiera se había encontrado, el racismo aún estaba latente con muchos combates que vencer. La pena de muerte seguía siendo un castigo injusto y los periodistas que se lanzaban a demostrar que aquello era una salvajada solo querían aumentar su fama, lanzar su propio nombre y subir la tirada de los diarios para los que trabajaban en unos cuantos miles de ejemplares. La inocencia era exclusiva de los que querían seguir siendo ingenuos. La juventud tenía que madurar a marchas forzadas. Ya no había sueños que perseguir, solo desencantos que descubrir.
Así es como la vida no dejaba de dar lecciones y, sin embargo, no ofrecía recompensas. La mentira, la desidia y el silencio eran los sentimientos que predominaban y solo conseguían ser los colchones ideales para que una serie de personajes intentaran una coherencia extravagante en unas vidas desperdiciadas. Testigo de todo ello es un chico que trata de olvidar su primer fracaso, encontrar su primer amor y escapar de su primera batalla.
Un periodista serio, concentrado, riguroso que se pierde en océanos de perversión porque, en el fondo, sabe que el fracaso está a la vuelta de la esquina. Un condenado a muerte degenerado, brutal, hosco que sabe conquistar a través de unas cartas pero que no es más que una bestia de un pantano sin fondo. Una mujer que, probablemente, viene de un buen montón de sueños incumplidos y que cree haber encontrado el amor en las líneas que le escribe el preso aunque jamás le ha visto en persona. Un periodista de color que intenta coger todos los atajos para llegar antes al éxito, sin reparar en sentimientos, sin pensar en verdades. Todo ello forma un rompecabezas que se soluciona a través de actitudes chocantes, sorprendentes, obscenas, que oscilan entre el rosa y el negro y que deja una mirada desapasionada, fría, distante y, sobre todo, dolorosa. Es la mirada del joven que intenta crecer, adaptarse, vivir y solo se rodea de decepción y también, como novia permanente, de la muerte.
Correcto aunque algo insulso el trabajo de Zac Efron, acertado el de John Cusack, reconcentrado el de Matthew McConaughey y brillante el de Nicole Kidman, El chico del periódico comete el pecado de plantear una trama negra, presentada de forma atractiva y quedarse solo en un retrato del adiós a la inocencia, en un repaso a una serie de personalidades que se hallan más cerca del psiquiátrico que de la realidad y en una especie de trasposición del mundo que hoy conocemos, llegando al final de una época y encarando otra con muy pocas ganas de seguir. Lee Daniels, aquel director que hace un par de años hizo Precious, pretende conmover y se queda a medio camino porque solo lo consigue mediante el cariño que pone en uno de los personajes, una criada de color que destila miradas de comprensión hacia el chico y que, a la postre, resulta la narradora de toda la historia.
Fotografía de grano grueso, ambientación chillona contrapuesta a la severidad de un pantano que esconde muerte y desgracia, diálogos sorpresivos que arrancan alguna que otra risa...No cabe más que una mirada de pena hacia todos estos caracteres que se mueven, viven y sienten pero no en la dirección correcta. Todos ellos buscan algo que sea una razón para seguir adelante y lo único que consiguen es ir hacia atrás. Al terminar queda un buen puñado de indiferencia y, supongo, esa decepción que tanto busca Daniels. Es eso mismo que usted siente cuando se mira al espejo y se da cuenta de que no ha sido ni la mitad de lo que esperaba ser. 

miércoles, 20 de marzo de 2013

EL DIABLO ATACA DE NOCHE (1957), de Robert Siodmak

La noche envuelve los misterios con los ruidos de bombas al fondo. Los fogonazos de los antiaéreos son la cortina perfecta para esconder los horribles crímenes que se cometen en una Alemania que camina hacia la derrota con paso decidido. Un psicópata anda suelto. Y no se llama Adolf Hitler. Es un tipo algo retrasado, con una fuerza descomunal, que no se consigue dominar cuando una mujer se le acerca aunque no sea físicamente. Es parco en palabras, exhibicionista con sus músculos y aparentemente inofensivo. Mata porque siente algo parecido a la furia pero no es eso. Es excitación. Los crímenes se suceden y el régimen detiene al primero que parece sospechoso. Un tipo despreciable. Un Führer de barrio que cree que el mundo está a sus pies y que la nación alemana se conducirá por sí sola a la victoria definitiva. Un candidato perfecto para demostrar que el Reich sabe hacer justicia.
Sin embargo, un hombre regresa del frente, herido y cansado. Vuelve para ocupar su antiguo puesto de inspector de policía y comienza a investigar. La casualidad, a veces, es la mejor amiga del detective, y él es capaz de atraparla al vuelo. Curiosamente, se convierte en el elemento incómodo. Más que nada porque es capaz de demostrar que en el Reich, en el perfecto Imperio de los Mil Años del nacionalsocialismo, hay un ciudadano que se empeña en matar, en matar cruelmente, solo con las manos y con la mente enferma.
Y el silencio es el peor enemigo de todo orden impuesto por la misma fuerza que emplea el asesino. En el Reich no hay seres infelices. Todos luchan por el futuro. Todos son piezas perfectas de un engranaje que no chirría, que no tiene fisuras, que no se detiene, que no es capaz de producir monstruos. Eso también es un signo de la victoria, de la propaganda que dice verdades. El pueblo alemán, a pesar de estar en guerra, es un pueblo feliz. Deseoso de colaborar. Con ánimos de hacer una nueva Alemania más poderosa, más fuerte, más integradora. Con provincias como Francia o Italia. Y mirando siempre a su alrededor para decidir con propiedad qué más quiere. El Reich es perfecto, querido Comisario. Aquí no hay psicópatas.
Robert Siodmak dirigió esta película con una maestría inusual, haciendo que el cine negro se mezclara con la denuncia de un régimen injusto y que le obligó a él mismo a emigrar a Estados Unidos. Para ello, regresó a Alemania. Quiso decir unas cuantas verdades. Quiso estampar en la cara de los incautos que creyeron en las mentiras qué es lo que se cocía por debajo de la brillante capa de falsa perfección que se quería proyectar desde las instancias oficiales. Y supo que el diablo, efectivamente, atacaba de noche. Pero no era un enfermo mental, de ademanes toscos y contestaciones simples. Eran los que vestían uniformes grises, imponentes y atractivos, que decidían sobre la vida y la muerte desde sus despachos y solo se preocupaban por mantener su privilegiada posición, su inmaculado escaparate lleno de parafernalia y espectáculo que mantenía a una gran parte de los que vivían allí totalmente hipnotizados y convencidos de que vivían dentro de una maquinaria sin defectos que significaba prosperidad, empleo y, sobre todo, orgullo.

martes, 19 de marzo de 2013

TIBURÓN (1974), de Steven Spielberg

Sonríe, hijo de perra. Enséñame esos dientes que buscan la carne y jamás quedan saciados. Muéstrame hasta dónde eres capaz de llegar. Eres una fiera salvaje que tiene algo más de cerebro pero no tienes piedad porque has salido de tu territorio para buscar una comida que no te pertenece. Ni orden natural, ni equilibrio ecológico, ni nada. Solo merodeas en pos de la sangre. Parece que disfrutas causando terror. Eres tan brutal que estás por encima de nosotros en la cadena alimentaria pero eso no te otorga derechos. Deja a la gente en paz, aunque ellos no te dejen a ti. En tus ojos sin vida refulge un destello de ira. En tus dientes implacables aún persisten los colgajos de carne de tu última víctima. En la lucha, no hay cuartel. Quieres jugar y nosotros aceptamos la partida.
No es menos cierto que el hombre destaca por su estupidez. El negocio antes que la seguridad. Lanzarse a cazar al más peligroso de los animales a cambio de una inútil recompensa. Confundir a todos porque se quiere creer en esa confusión. Ni siquiera el profesional valora con precisión cuáles son los peligros de un escualo asesino. Lo peor no es el peligro de ser devorado. Lo peor es que no sabemos lo que eres capaz de hacer y en qué momento. Eso devora temples. Y sin temple, estamos desnudos, desprotegidos, indefensos y agotados. El territorio es tuyo. El agua te sirve de camuflaje y de trampa. Nosotros somos el banco de peces que va a parar a tu estómago. Más repentino. Más saciante. Más práctico.
Resulta increíble comprobar la maestría de un joven Steven Spielberg dirigiendo una película que hacía aguas por todos lados. Los planos espectaculares se suceden en más de una ocasión. Era capaz de acelerar la sangre de todos y, luego, de calmar los ánimos hasta dejar que la caza de la bestia quedara en un segundo plano. Tuvo una colaboración esencial en actores maravillosos como Roy Scheider, Richard Dreyfuss y, sobre todo, Robert Shaw que le escribió la escena en la que, comparando cicatrices, el viejo pescador cuenta el desastre del buque Indianápolis, hundido por un submarino japonés en unas aguas infestadas de tiburones. La película, en algún momento, se mueve por algún esquema manido pero Spielberg consiguió que ese tópico también resultara apasionante y magistralmente integrado en una trama que absorbía, aterrorizaba y fascinaba a cualquiera que tuviera ojos y corazón. La cámara siempre está situada en el sitio adecuado para ser testigo de todos los temores. Hay la impresión de que un resbalón inoportuno puede acabar con los héroes, de que un animal de esas dimensiones puede hacer cualquier cosa a poco que el instinto se le dispare, de que las persecuciones tienen la posibilidad de acabar con una brusca muerte, de que es muy difícil acabar con la persistencia natural al asesinato, de que hay un cierto lado turbio en el disfrute de algo relajante. Steven Spielberg nos dio su primer toque de maestro. Nosotros, entre tanto, solo pudimos tragar agua, tensar los músculos y reconocer que aquello era cine.

viernes, 15 de marzo de 2013

UNA HISTORIA DE VIOLENCIA (2005), de David Cronenberg

Ésta no es una historia de violencia que se basa en disparos a bocajarro, en pieles arrancadas a tiras o en sangres esparcidas a cubos aunque sí que hay todo eso en la película. La verdadera historia de violencia que quiere narrar la película es aquella en la que el pasado se presenta para arrancarle las piernas al presente. Así, brutalmente, sin previo aviso, sin explicaciones, sin excusas, sin justificaciones y sin defensas. Quizá, en algún sitio, agazapado detrás de una barra de bar, haya un tipo que, en otra vida, se dedicó a matar gente y a dar rienda suelta a la crueldad de los asesinos. Un tipo que no tenía piedad. Un tipo que mataba y, lo que es aún peor, disfrutaba matando. Tal vez, también, ese tipo se cansó de aquello porque se dio cuenta de que no estaba viviendo, de que estaba matando y, también, cada vez que mataba, se mataba a sí mismo. Así que lo dejó todo, se fue al pueblo más perdido que encontró, cambió de identidad y, viniendo de la nada y con un destino mucho más rutinario, intentó encontrar raíces que hicieran de él una persona.
Pero el pasado es terco, es traidor, es retorcido. Quiere cobrarse las víctimas del futuro que no ha vivido. Y, con balas, tremendos disparos, errores y energías reprimidas, se presenta con un bulto en la sobaquera, dispuesto a asesinar el futuro en el que no se convirtió. Y quiere hacerlo sin piedad, sin perdón, sin nada que decir. Simplemente hacerlo. El pasado es el mayor asesino. El pasado mata muchos futuros sin cobrar. Lo hace por puro placer.
Así que ese paraíso oculto, encerrado en la normalidad, comienza a derrumbarse porque el tipo que dejó de ser brutal tiene que volver a serlo. Tiene que volver a extraer lo peor de sí mismo para ir en busca de ese pasado y coserlo a balazos, puñaladas o golpes de bestia. Lo que sea con tal de acabar con él. Tanto es así que, después de hacerlo, tendrá que lavarse en el agua purificadora que deje atrás definitivamente el horrible hedor de la muerte y de la sangre seca. Por mucho que esa sangre sea la misma que él lleva en sus propias venas.
David Cronenberg dirigió esta película con la precisión mortuoria y rutinaria de un sicario sin pensamiento ni mirada.  No quiso finales felices ni principios de esperanza. Quiso relatar, bien a las claras, que el pasado es el mafioso que aniquila los sueños, los deseos y la confianza. El pasado habla de todos nosotros aunque sea a través de bocas enmudecidas. El pasado en sí mismo es una propia historia de violencia que tiene que permanecer en la ignorancia de lo que se han convertido sus primitivos pasos. Y si no, siempre habrá un tipo con una cicatriz bien profunda que te dirá a la cara lo que hiciste mientras estabas inmerso en las tinieblas. Cronenberg lo ilustra entre individuos sin alma. Tal vez los pasados de la gente normal no sean tan temibles pero, curiosamente, también fueron lo suficientemente violentos como para que muchos hayan perdido el alma por el camino sin ser capaces de volverla a encontrar.

jueves, 14 de marzo de 2013

LOS AMANTES PASAJEROS (2013), de Pedro Almodóvar

Estar en el interior de un avión puede ser, sin demasiado esfuerzo, una muestra representativa de lo que es la España de nuestros días. Promiscuidad, alcohol, corrupción, chantaje, asesinato, infidelidad, deseo y frustración a tutiplén. Basta con echar una mirada alrededor para darse cuenta de que se ha fallado estrepitosamente. Las vidas solo piensan en el instante siguiente y nunca en el aterrizaje porque, total, para lo que hay que vivir, más vale instalarse en las nubes o, mejor aún, más vale bajar las nubes al suelo para que podamos pisarlas también, escondernos entre ellas y hacer que la fiesta continúe a pesar de que la desgracia se haya convertido en el punto de fuga ideal para hacer que todo sea una sonrisilla desangelada y muy, muy mariposona.
Tal vez yo ya sea un anticuado y lo que me ofrecen a bordo de un avión sea, por lo general, nada. O quizá los tiempos han cambiado tanto que el nivel de la risa esté por debajo de la cotización del crítico de cine. No lo sé. Pero es que más vale echarse un sueñecito a costa de un poco de hipnosis almodovariana que estar preocupado por los dimes y diretes propiciados por una estrella del tres al cuarto, por la cantidad de pasta que se ha embolsado un ladrón que merece que le llamen otra cosa (justo la que están pensando), por los rollitos existenciales de un actor sin chispa, por los anhelos de una vidente que se cifran en la pérdida de la virginidad y en la percepción del continuo hedor de muerte, por el misterio que emana un tipo elegante y sin demasiado carisma, por la excitante somnolencia que experimenta una joven que es más excitante dormida que despierta, por la supuesta gracia de tres azafatos salidos, airosos, santificados y cotillas y por las salidas y quedadas de armario de dos pilotos serios y apuestos. Sinceramente, me vale que se opine que, con este punto de partida, hay material para hacer una comedia desternillante y otra, muy distinta, es que lo sea.
Pedro Almodóvar sabe hacer reír. Lo sé. Pero el ejercicio de autocomplacencia que hace con esta película llega a ser tan aburrido como un viaje en avión. Más que nada porque no se atreve a hacer una comedia loca, enredada, vibrante, como sí lo fue Mujeres al borde de un ataque de nervios. Se queda en eso, en una serie de situaciones de chascarrillo apoyadas en la supuesta gracia del amaneramiento permanente (un pelín ya pasado de moda) que ni siquiera pone el énfasis en el punto central de la trama que es la maniobra de evasión perpetua del españolito (no medio porque van en clase Business) cuando en el horizonte se ven nubarrones repletos de dificultades que pueden llegar a ser muy serias.
Así que todo se le queda en un intento cañí de Aterriza como puedas mezclado con un punto de la saga Aeropuerto regado con unos cuantos vasos bien cargaditos de Agua de Valencia aliñados con unos psicotrópicos de gracia escatológica muy lejana y con una especie de lugar común en forma de Vidas cruzadas. Eso sí, que no falte el puntillo melodramático ni las apariciones especiales de los amiguetes, tal vez porque el propio Almodóvar es bastante consciente de que la película ni tiene pretensiones, ni posibilidad de tenerlas. Aún así, la música de Alberto Iglesias es de clase superior, el trabajo coral del elenco funciona con garbo a pesar de lidiar con unos diálogos que parecen querer decir que Almodóvar ha querido fabricar una comedia pero que, la verdad, tiene muy pocas ganas de reír. Y eso duele.
Ahora mismo, pensando en ello, estoy por acompañar este artículo de una banda sonora sugerente como Never can say goodbye, ponerme hasta la chaveta de alguna bebida con cubitos de hielo tintineantes, colocarme una camisa bien prieta a pesar de mi desgastada figura y dejar que mis dedos vuelen finamente sobre el teclado. Lo mismo me pongo descarada y loca, loca en plenas letras. Ganas no me faltan. Total para que esto se lea y se olvide...... 

miércoles, 13 de marzo de 2013

ELENA Y LOS HOMBRES (1956), de Jean Renoir

Entre corpiños y uniformes, entre levitas impecablemente planchadas y reacciones de alta alcurnia se vive la gloria de la victoria con un general que tiene todo el apoyo popular, una condesa polaca que quiere ir en busca del amor y un caballero francés de imaginativas soluciones y mirada descreída. Ah, pero no, esto no es un folletín. Es una comedia. Porque está llena de reacciones inesperadas, de aglomeraciones de locos, de tramas secundarias como esa en la que la doncella se debate desesperadamente entre el criado que, en realidad, es más rico que el creso y el soldado de maneras ridículas y marcialidad forzada. Divertida en su estiramiento, jocosa en sus idas y venidas que recuerdan vagamente los dimes y diretes de La regla del juego, con sonrisa permanente y un tanto irónica, más que nada para burlarse de las rígidas convenciones sociales aderezadas convenientemente por las arteras mañas de los negocios. Al fin y al cabo, si se avecina una revolución, hay que calzar a las tropas de forma adecuada.
Y eso sí, el color…el color…ese color que tiene la película…tan cercano a Renoir padre, tan naturalmente puesto ahí aunque sea rematadamente falso, con esos rojos, esas pieles, esos vestidos…E Ingrid…bueno, es que Ingrid es algo especial. Mucho más arriba que sus compañeros Mel Ferrer y Jean Marais, mediocres hasta expresando pasión mientras ella se entrega para hacer de la comedia algo que merece tanto la pena como un beso furtivo al otro lado de una ventana observada por miles de ojos. Tronchante la situación en la que el general Rollan (Marais) intenta declarar su amor por Elena y por allí pululan el criado y la doncella intentando tener un espacio para el solaz, una soprano ensayando sus escalas para el consabido concierto después de la cena que provoca la estampida de cuantos caballeros se hallan fumando y bebiendo en el salón, el soldado que busca desesperadamente a la doncella porque quiere estar en el lugar del criado, el hombre de negocios que espera con ansiedad que se consuma el romance porque el futuro de su fortuna va en ello, un duelo a espada por el despecho que despierta el lance, la locura en estado francés, pura delicia de absurdos acumulados con tal de no llegar demasiado lejos ni desairar los viejos instintos de la carne. Renoir siendo maestro. Bergman dejando muy corta la palabra dama.
¿Y todo para qué? Pues para que la celebración del amor sea siempre un motivo de fiesta, para que los corazones secuestrados por la emoción sean capaces de articular chistes y correr desaforados hacia la consecución de sus sueños. Una posada será testigo de la evasión de un arresto, del inicio de una revolución ahogada por la pasión, de un repentino encaje de acontecimientos que incluyen peleas fuera de campo y observadas en posturas de expectante torsión. El amor y la guerra en una sola película. Lo que pasa es que, tal vez, Renoir, con su maestría, consigue que ambos intercambien los papeles.

martes, 12 de marzo de 2013

ELLOS Y ELLAS (1955), de Joseph L. Mankiewicz

Suerte, sé una dama para mí esta noche. Más que nada porque hay que cantar una canción difícil, en medio de una alcantarilla, para ganar un puñado de almas en una partida de dados. Suerte, sé una dama y mira. Porque estoy dispuesto a jugarme, no solo el dinero, sino también mi maltrecha moral por una mujer que está segura de que soy un farsante y un tramposo. Y no lo soy. Yo sé que no lo soy. Sé que soy un tipo que alterna con muchos otros de los bajos fondos, que apuesta fuertes sumas de dinero solo por placer y solo por vencer. Dados, corred por mí y salid de vuestro cuadrado universo para que los números sumen la cifra de la victoria. El dinero está en el suelo. Las almas, también. Es hora de jugársela.
Y no valen demoras porque los hombres tienen que enfrentarse a los desafíos que tienen planteados, aunque ese desafío tenga nombre de mujer. Lo mismo le pasa al organizador de la partida, Nathan Detroit, un buen tipo pero melindroso con las gatitas. Especialmente con esa que tiene a su alrededor desde hace catorce años, vestida con las largas excusas de Nathan. Él también tiene que jugar porque sabe que si no juega va a perder, y lo hará para siempre. Adelaide es su dado. Es su apuesta. Y también es su premio. Deja ya de comerte las uñas, Nathan y apuesta tú también. No solo vas a limpiar tus pecados, no solo vas a ganar a una chica que te quiere sino que vas a ganar tu propia alma.
¿Qué más da si hay que entonar unos cuantos “Aleluya”? ¿De verdad eso hace que disminuya la dureza de unos tipos curtidos en mil partidas? Ellos solo quieren mantener la figura, la reputación, la nada de lo que dicen los demás espectadores del medio ambiente de asfalto y ciudad. Ellas, por otro lado, quieren sentirse arropadas por hombres. Pero hombres de verdad. No tíos irresponsables que huyen para refugiarse en un mundo que conocen tanto que termina por convertirse en el único lugar seguro del que tienen noticia.
Sí, Sarah. Tú quieres a alguien íntegro, que te ayude en tu labor salvadora, que sea honesto no solo de bolsillos afuera sino de corazón adentro. Ya sabes que yo no me pondré el uniforme del Ejército de Salvación pero que haré todo lo posible para llevar a un puñado de almas arrepentidas a la reunión de los jueves. Pero no lo ves. Has probado la diversión de mi mundo y te gusta y te avergüenza. De vez en cuando tendrás que visitarlo y no quedarte encerrada en la charanga callejera y en el discurso facilón del convencimiento de los errores cometidos. Tendrás que bailar. Tendrás que ser mi suerte.
Adelaide…la verdad es que tu bailas como una gatita. No tendrás ningún problema en seguir bailando. Y sabes que, bailando, Nathan seguirá organizando partidas. Es el precio que tendrás que seguir pagando si quieres tener un anillo en tu dedo. Pero eso es un pecado mínimo, Adelaide.
Ellos y ellas. Juntarlos es cuestión de suerte. Suerte, sé una dama para mí esta noche.

viernes, 8 de marzo de 2013

CAUTIVOS DEL MAL (1952), de Vincente Minnelli

Sí, sí, sí. Todos odiamos el mal. Es feo. Es traicionero. Es despreciable. Es engañoso. Es aprovechado. Pero ninguno podemos dejar de mirarlo. Tiene ese magnetismo especial que, un día, también cegó los sentimientos. Y son sentimientos tan ajados como la amistad, el amor, el éxito, el arte y la visión, solo la visión, de la verdad. El oropel, para ser sinceros, era mucho más divertido con el mal al lado. Y es que el mal asume riesgos, eso hay que entenderlo. El mal era capaz de coger a un ayudante de dirección y convertirlo en un creador con criterio. El mal también agarraba a una alcohólica en pleno trance de autodestrucción y transformarla en una fulgurante estrella de cine. El mal, con sus trampas y sus callejones sin salida, era el acicate perfecto para hacer de un aburrido escritor, un guionista legendario. Y luego se le vuelve la espalda. Sin más. Porque ha hecho daño. Y no es eso.
Lo que pasa es que el mismo mal torpedeó todo lo que había construido para hacer que nada fuera demasiado dependiente. El genio era lo primero. Él había forjado los mimbres para un director, para una actriz y para un guionista pero sabía que, si se quedaban junto a él, solo quedaba el camino del fracaso, de la corrupción moral, del conocimiento de los bajos fondos del negocio del cine. El mal es así. El mal tiene la culpa de las soledades pero no de los éxitos. Maldito mal.
El cine, al fin y al cabo, es una novia caprichosa que, un día, necesita una cosa y, al día siguiente, la desprecia con vehemencia. Es una montaña rusa que está construida con profesionales, con grúas, con cámaras, con luces, con letras impresas, con dinero. Y el dinero es siempre volátil, huidizo. Aunque esté ahí, al final, esperando para ser agarrado, aguardando el turno para volver a encontrar el túnel en el bolsillo e iniciar su evasión. El reconocimiento ya es otra cosa. Ése rara vez se presenta. Y cuando lo hace, llega, da un golpe en la mesa y en la conciencia y se va. El mal lo sabe. Lo sabe porque ha vivido mucho. Lo sabe porque el padre del mal se encargó de hacer que se aprendieran bien las lecciones. Malvado mal.
Vincente Minnelli fue muy grande con esta película. Y, para conseguirlo, utilizó a un actor que también consiguió ponerse a su altura como Kirk Douglas. Perfecto como esa figura siniestra que encandila, conquista, desprecia y mata. Encarnación del mal en un negocio de miles de caras que necesita imaginaciones y retorcimientos para seguir adelante. A su lado, Lana Turner, Barry Sullivan, Dick Powell, Walter Pidgeon, Gloria Grahame, Gilbert Roland, Ivan Triesault, Leo G. Carroll…Hollywood al completo diciendo bien a las claras que el cine es atractivo, es influyente, es maravilloso y único pero que también es negocio, es truco, es mentira, es todo para luego ser nada. Por eso, porque todo, incluso lo malo, es irresistible, todos somos cautivos del cine.

jueves, 7 de marzo de 2013

UN ASUNTO REAL (2012), de Nikolaj Arcel

Para los que quieran escuchar en diferido la charla sobre "El ojo privado" que sostuvimos Miguel Rellán, Chus de León y un servidor en el programa Conversacines, Radiópolis Sevilla lo vuelve a emitir esta noche de 11 a 12. Hora de cine, sin duda. El enlace está aquí. Gracias a todos los que ya lo habéis escuchado.

En una Europa en la que el pensamiento ilustrado de Voltaire, de Rousseau y de Montesquieu se abría paso en un pueblo que necesitaba la ilusión del cambio y que estaba abandonando los aburridos minuetos de Händel por el júbilo y la pasión de un joven Wolfgang Amadeus Mozart, los acontecimientos se precipitaban hacia el fin de los privilegios ancestrales de la acomodada aristocracia. El lujo parecía ser una obligación en los palacios y el juego del poder se antojaba un capricho político que bien podría convertirse en una mera elongación de la realeza.
Todo comienza con un matrimonio concertado por poderes. Los novios ni siquiera han llegado a conocerse y la boda se ha celebrado sin la presencia de los interesados. Ella es perfecta para ser reina. Educada, fina, bella, inteligente, artística y paciente. Él es todo lo contrario de lo que debería ser un rey. Maleducado, infame, vergonzoso y vergonzante, inoportuno, tosco, caprichoso, inútil. El amor no aparece. Nunca ha sido llamado. La vida es una continua negativa. Seguir adelante solo consiste en pensar en el próximo placer. Mientras, ahí fuera, el pueblo convive con las ratas, en la suciedad del invierno, en el prostíbulo del calor. No hay nada que pueda servir de revulsivo. No hay un pensamiento nuevo que se abra en medio de los vanos ejercicios del poder que solo buscan mejorar la honorable posición de los que mandan.
De repente, por aquellas casualidades de la vida, por un favor que se pide a cambio de otro, llega un médico alemán a la Corte de Dinamarca. Sabe ganarse la confianza del monarca porque utiliza la razón, la psicología y ofrece algo que el rey desconoce: la amistad. En su biblioteca clandestina figuran los grandes nombres de la Ilustración. Cree que el hombre necesita progresar. Cree que hay que eliminar la esclavitud. Cree que hay que recortar los privilegios de la nobleza. Cree, en fin, que ya basta de que los favorecidos sean siempre los mismos.
Como prolongación de sus pensamientos, que influyen de forma decisiva sobre el vacilante rey, aparece el amor. El amor como motor de la política. El amor como lugar donde hacer que la piel sea ella misma y el calor, un testigo del olor del sexo. Y así la historia se escribirá, como siempre, con el sacrificio de los bienintencionados, con la victoria de los que solo merecen el olvido, con la exposición del justo precio que hay que pagar cuando no se actúa a tiempo ni con la verdad y la justicia como valores máximos de un gobierno que coquetea con la tentación de la dictadura más feudal
Cuidada al máximo en su fotografía, en su dirección y, sobre todo, en la adecuada interpretación de un puñado de actores daneses, el productor Lars Von Trier y el director Nikolaj Arcel nos retratan la futilidad del empeño para cambiar las cosas en una época que, sencillamente, no quería ser ilustrada. El pueblo, siendo ignorante, seguirá siendo pobre y podrá ser tan manipulable como el caprichoso y despreciable titular de la corona que solo posee la pasión de actuar como único recurso para gobernar y salirse del ámbito del mando de unos políticos que jamás han hecho nada para el pueblo. Por momentos conmovedora, de inicio muy hábil, con toques de comedia decadente y avanzando con paso decidido hacia el drama y la tragedia, es una película que no solo se detiene en los defectos de la realeza inocua, sino también en la volubilidad estúpida de un pueblo que oscila peligrosamente entre la mansedumbre y la revolución sin saber que, precisamente, la rebeldía está siempre fomentada por los mismos que quieren quedarse en la cúspide mirando desde muy arriba a la insignificante plebe sin cultura. Todo un aviso del ciclo que supone la historia y que se empeña, una y otra vez, en regresar. Y todo por causa de alguien que, enfermo de soledad, quiso amar a un ciudadano cualquiera. 

miércoles, 6 de marzo de 2013

UN PASEO BAJO EL SOL (1945), de Lewis Milestone

En la oscuridad, unas lanchas de desembarco se mueven como fantasmas. Dentro de ellas hay un puñado de pensamientos que provienen de hombres que están a las puertas de la muerte. Está el héroe que sueña con volver a casa con un Corazón Púrpura en el cuello, el italoamericano que jamás ha pisado suelo italiano y que tiene curiosidad por conocer la tierra de sus abuelos, el sereno que cree que, aunque la muerte merodea con ansia, dominar el miedo es la única salida útil, el tipo que imagina que escribe una carta a su hermana sin desesperación y con algo de nostalgia, el que solo quiere dormir entre tanto pensamiento dicho en voz alta, el oficial al que le vuelan la cara y no tiene tiempo de mucho más… Ninguno de ellos está hecho del material con el que se forjan los héroes y todos tienen la certeza de que aquello no va a ser agradable. Sin embargo, el enemigo no es algo que se vea con facilidad. Solo humo, gritos, bombardeos, balas disparadas con el fin de acabar con todo. Solo hombres dispersos intentando encontrar cobijo cuando no hay otro que el compañero. La guerra es una traición continua. La amistad es lo único que perdura.
El combate se vuelve algo surrealista. El enemigo no se muestra. No sabemos cuál es su rostro. No hay cabezas cuadradas desplegándose para acabar con la invasión de Italia. Hay que moverse a pesar de que no hay ningún oficial al mando y un sargento toma la iniciativa. Al principio, con decisión. Después, con vacilación. Por último, perdiéndose en las brumas de la responsabilidad que le ha tocado en suerte. Pero hay otro sargento que ve las cosas con algo más de frialdad y tienen que volar un puente para que los carros blindados entren en el interior del país. Las conversaciones se suceden. Las balas fantasmas disparadas por no se sabe quién aparecen. Solo un avión y un vehículo de combate delatan la presencia del enemigo. De hecho, solo se ve una mano saliendo de una ventanilla. Inerte, huidiza, acribillada.
El inteligentísimo guión de esta película pertenece a Robert Rossen que, con ella, quiso mostrar el valor en pérdidas humanas de una guerra que cree injusta pero, en ese momento, necesaria. Los alemanes son solo cañones de ametralladora con soporte apuntando a sombras que avanzan. Solo interesa ese grupo de hombres que tienen que luchar no solamente contra un enemigo apenas intuido sino también contra una mochila llena de errores humanos, de debilidades que tienen su reflejo en el campo de batalla. Apenas hay secuencias bélicas y abundan los diálogos que van desde la nostalgia hasta la agudeza que destilan los rápidos intercambios verbales entre Richard Conte y un excelente George Tyne. Al mando, Dana Andrews, el suboficial que lamenta dejar atrás heridos que no pueden llevar, nervios que no se pueden soportar y cicatrices que no se pueden tener en cuenta. La dirección es de Lewis Milestone que, más allá de su condición de simple artesano, consigue planos de belleza casi impresionista a pesar del blanco y negro de las imágenes. Y es que, quizá, la guerra sea solo una serie de estampas en blanco y negro teñidas con el rojo de una sangre que también mezcló los sentimientos de los que supieron morir.

martes, 5 de marzo de 2013

OPENING NIGHT (1977), de John Cassavettes

Dedicado a José Sancho. Tuve una noche de estreno con él, allá por el 2002, mientras él representaba, con una fuerza increíble el "Enrique IV", de Luigi Pirandello en el Teatro Bellas Artes de Madrid. Ya no tendrás que fingir que estás loco, querido Pepe. Gracias y hasta siempre.

Los que estéis interesados en escuchar el coloquio de ayer, ya está disponible en aquí. Con Miguel Rellán al teléfono y Jesús de León, al mando, no podía salir mal. Un abrazo grande para ellos.

Una mujer que domina el escenario como si fuera su propia casa. Ensaya una obra en gira antes del gran estreno en Broadway. Hay que pulir detalles, mejorar movimientos, encajar diálogos. Hay que asumir el papel que le ha tocado en suerte. Y hay muchos, demasiados puntos de contacto. Está en la madurez, perdida sentimentalmente, sin horizontes que conquistar, errante en una vida de bastidores y candilejas. Los afectos se convierten en meras estaciones de paso y revivir el pasado no tiene ningún sentido. En una de las noches, una admiradora le repite una y otra vez que la quiere, que la admira, que ella es lo que quiere ser. La mente se retrotrae a Eva al desnudo pero la vida nos arranca de cuajo ese recuerdo. Un coche atropella a la admiradora y, desde entonces, la actriz echa sobre sus espaldas la culpa del accidente. Vaga por su mente perdida, se presenta la víctima, la confusión se instala y comienza a pensar que el libreto que tiene que recitar noche tras noche no tiene ningún sentido. Improvisa. El director se desespera porque no sabe cómo llegar al fondo de esa mujer. Tal vez porque ya no tiene claro qué parte de su vida es una representación. El dolor se muestra y se padece. No puede pensar con claridad. Mendiga a sus compañeros algo de sentimiento, un poco de comprensión pero no lo encuentra. Todos se ofrecen. Ninguno da. Y comienza un camino cuesta abajo que solo puede terminar cuando ella se despoje de todos los demonios que la acosan para que el fracaso, ese monstruo viscoso, sea parte de su vida.
Hay mucha verdad en esta película porque no solo se asoma al abismo de una actriz cegada por los focos, por la locura de sus seguidores, por la exigencia de su profesión. También saca la cabeza para mirar dentro de los miedos de una mujer que está entrando en la madurez con el cartel de “No hay entradas”. La noche de estreno se acerca y todos creen que ella puede hacer cualquier cosa inesperada que lleve todo al diablo. Ella baja escalón a escalón para decirse a sí misma que no vale nada, que todo el oropel del triunfo es falso y que lo único verdadero, realmente, es el mismo fracaso que exhibía esa pobre chica que resultó atropellada. Tiene que dejar de verla en sus soledades. Debe golpearla hasta matarla aunque el dolor acabe con ella misma. Y entonces, la noche de estreno, cuando una obra se juega todo el presente y todo el futuro, ella aparece en un estado lamentable, indigno, despreciable y maldito. Y esa noche, precisamente esa noche, ella está sublime.
La feroz independencia que exhibió John Cassavettes como director se siente en toda la película con esa forma de narrar tan particular que llevó a centrar la acción en el mismo rostro de los actores con los que contaba. Para ello, tuvo una cómplice perfecta en Gena Rowlands, su mujer, que muestra tantos huecos claros como rincones entre brumas, que navega entre la nada y el todo caminando por la fina línea de la autodestrucción. Ambos fueron luces de estreno, arrogancia independiente, cuento de arte y lástima.

viernes, 1 de marzo de 2013

HAIR (1978), de Milos Forman

El próximo lunes día 4 de marzo, a las 17 horas, el programa Conversacines de Onda Color Málaga y Radiópolis Sevilla dedicará su regreso a las ondas a mi libro "El ojo privado". Se puede seguir en el enlace que hay en la página web de Conversacines aquí. Mi amigo Miguel Rellán, a la sazón gran actor y prologuista del libro, intervendrá por vía telefónica. Será un estupendo rato para hablar, no solo del libro, sino del cine y de esta pasión que nos une. Cuando el podcast esté colgado en la red, también pondré el enlace. Gracias a Jesús de León por abrir esta nueva etapa con "El ojo privado". Amigo, si algún día me sorprende la oscuridad en un callejón, espero estar acompañado por ti. Si no, nos veremos en el cine.

La amistad es ese sentimiento que, a veces, se diluye como las ondas que nacen del agua después de tirar una piedra. En cambio, en otras, permanece y resulta tan sólido que ni siquiera el tiempo puede con ella. Es una de esas sensaciones que no admite reglas, que solo está marcada por el devenir de los acontecimientos. Hoy es maravilloso, lo máximo. Mañana está en el mismo vestíbulo del olvido por una mala palabra, por un gesto poco oportuno, por un desaire que solo nace por la confianza de ser uno mismo, sin tapujos, sin disfraces, sin falsas poses sujetas a unas convenciones que no pasan de ser sociales. La amistad permite explicarse. La amistad, la verdadera, siempre escucha.
Y es que vivir, muy a menudo, está unido a la sinceridad de los comportamientos. Un amigo puede dar por ti muchísimo más que lo que se puede imaginar. Incluso morir por ti. Como un perro. Con tal de no dejarte al descubierto. Con tal de proporcionarte unos minutos de felicidad en la misma puerta del infierno.
Mientras tanto, ha habido locuras reprimidas por la rígida educación, impulsos desquiciados que solo son instrumentos de la búsqueda de la libertad, peticiones vacías que se han quedado en los estúpidos reglamentos que la sociedad se ha impuesto a sí misma. Quizá una mirada diga mucho más que algunas palabras de cariño. Tal vez el sentimiento de sentirse hombre o mujer pasa por existir. Para ello solo hace falta cantar cuando las cuerdas vocales piden a gritos expresarse, subirse a una mesa para escandalizar sin tener encima coartadas de buenas maneras, hacer un viaje porque la amistad te llama desesperada. La calle es un reino lleno de sorpresas y de posibilidades y se puede montar a caballo, correr, bailar, darse un baño en un estanque público, establecerse en la rebeldía, en la capacidad de negarse, en la maravillosa sensación de no tener más ataduras que el instante siguiente. Sin más. Sin menos.
No todo es despedirse, no todo es morir mientras el día se apaga. Una chica enciende las miradas. No importa que no haya conocimiento previo. Ella es la belleza que durante tanto tiempo ha sido símbolo de lo que no se puede poseer. Lejos del aburrimiento, ella representa también una idea de libertad aunque no sea, ni mucho menos, libre. Ella se convierte en la amarra que aún te mantiene vivo, en el único deseo que te hace dudar.
Y así, entre amigos y deseos cumplidos, todo terminará delante de una tumba que parece hablar con amor. Porque siempre hay alguien que trabaja para que seas un poco más feliz, con un poco más de brillo en tu sol, con una migaja de cariño que, sencillamente, resulta irremplazable. Entre los gritos que claman por la vida, la piel se eriza, se torna un campo de batalla en el que se lucha por la gratitud, por la ternura de un sacrificio que no parecía posible en un mundo en descomposición, por un viaje para susurrar un último “te quiero, vuelve vivo”. Y, tal vez, para que eso ocurra, otro tiene que volver muerto. Eso es dejar que el sol brille.