jueves, 31 de enero de 2013

EL LADO BUENO DE LAS COSAS (2012), de David O. Russell

Volver a poner la vida en orden cuando todo está desencajado suele ser una tarea muy difícil. Entre otras cosas, porque la gente sigue viendo en ti al loco, al depresivo, al tipo que desataba la euforia y, de repente, caía en picado; o al desequilibrado que podía escapársele la mano y agredir sin venir a cuento mientras soltaba una interminable cháchara de escasa trascendencia. Pero incluso los neuróticos tienen la ocasión de demostrar de qué talla están hechos. Basta con ver el lado de bueno de las cosas, tener una actitud positiva ante ellas y todo irá tomando forma, como un baile que comienza con un movimiento suelto de los cuerpos en el espacio y acaba en un espacio para que los cuerpos tengan algo en común.
Pero es que se antoja tarea imposible a poco que uno eche un vistazo alrededor. Tu padre es un supersticioso del fútbol que cree que tu presencia aleja el “yuyu” del equipo de sus amores, tu hermano tiene la certeza de que a él le irá bien mientras a ti te vaya mal, tu amigo es un infeliz que está al borde de la misma neurosis que tu padeces y hasta tu psiquiatra se presenta en los alrededores del estadio con media cara pintada y gritando consignas que harían parecer loco a cualquiera. Realmente el mundo es el que está loco. Lo tuyo es una enfermedad que cuadra bastante con él.
De improviso, se presenta un tranquilizante milagroso. Es una chica. También padece de una cierta neurosis por quedarse viuda tan joven, tiene problemas de relación, sus contestaciones son tan secas que el Sahara parece un vergel. Está bien, tiene su atractivo aunque exige algo de vuelta si quieres su amistad. Ella es esa llave que necesitas para que las piezas que están flotando en el aire comiencen a encajar en su sitio y dejen de soñar con pasados que no fueron más que ensayos de la felicidad. Apostaría algo a que ella es la mujer de tu vida. Al fin y al cabo, tal vez solo una neurótica sea capaz de rescatarte de la locura.
Esta película es uno de esos dramas que llevan sonrisa incorporada o, tal vez, una de esas comedias que te dejan un cierto revoltijo helado en el estómago. Lo cierto es que, a fuerza de intrascendencia, se deja ver con agrado, con situaciones tan reales que parecen sacadas del mismo absurdo que es la vida. Una vida que se quiere poner en orden y que se resiste a ser inamovible. Tiene un trabajo estupendo de su protagonista, Bradley Cooper, que es capaz de exhibir esa calma tormentosa que tienen todos los que han padecido enfermedades mentales y que, por otro lado, se hace atractivo en sus pasos perdidos en medio de ese camino de vuelta que emprende. Acompañándole, Robert de Niro, siempre intenso, siempre con la experiencia en los ojos y dando el contrapunto de locura vital que tanto nos rodea a todos. Un escalón más abajo se halla Jennifer Lawrence que no se hace tan atractiva, que consigue que al espectador le cueste entrar en una belleza difícil y que es tan escueta como provocativa. Al otro lado de la cámara, David O. Russell, aquel director que hizo Tres reyes y, más tarde, la muy sobrevalorada The fighter y que aquí no puede evitar tampoco algún movimiento de cámara nervioso pero que hace, de la ausencia de precipitación, la mayor virtud de una película que necesita ser contada con una tranquilidad nada fingida, con un pausado ritmo casi literario que avanza con el esbozo de unos pasos de baile. Y es que narrar el regreso de la sinrazón suele necesitar de detalles, de conversaciones, de líos tontos para subrayar que la locura es la del mundo y no la tuya. Basta con irse a un estadio de fútbol y mirar alrededor. O correr por la calle haciendo respirar los pulmones y asombrándose del entorno. O quizá conociendo a la chica que está aún peor y sabe remover tus entrañas hasta que puedas ver, con claridad, si todavía te puedes llamar hombre.

martes, 29 de enero de 2013

LA LLAVE DE CRISTAL (1942), de Stuart Heisler

La política no es el mejor camino para hacer amigos pero, sin embargo, Paul Madvig tiene uno. Es un tipo que lo haría todo por él. Se dejaría pegar, engañar e, incluso, disparar. Se llama Ed Beaumont y es uno de esos tipos que no tienen más casa que la calle, que no tienen más compromisos que la hora siguiente, que no tiene muchos escrúpulos a la hora de conquistar a una rubia para luego utilizarla. Este mundo es así. La prensa está corrupta. Los políticos harían cualquier cosa con tal de conservar el poder. Los verdaderamente poderosos son los que están detrás. Son los que manejan el dinero suficiente como para financiar campañas, comprar votos, amañar sobornos, corromper a todo bicho viviente y, además, tener una apariencia de respetables. Ed Beaumont lo sabe y no tiene ningún inconveniente en usar los medios necesarios para hacerlos caer por todos los medios.
Pero Ed Beaumont traiciona a Madvig. Tal vez no sea tan amigo. Nunca lo hubieras dicho, ¿eh, Paul? Toda la vida juntos, haciendo de cobradores en garitos de mala muerte, llevando cuadrillas de votantes a granel para hacer que unas elecciones parezcan limpias cuando están más sucias que un baño de la policía y, de repente, tu camarada, tu compañero de penas, confidencias y puñetazos, se pasa al enemigo. Claro que eso tiene un precio. Por ejemplo, su cara. Le brean. Le dejan como un solar. Y, sin embargo, él sigue teniendo la llave de cristal que abre tu amistad, tu ternura, todo lo que te queda de hombre. Sí, bueno. Luego está la rubia, esa chica que mira de medio lado con los ojos por debajo del flequillo pero eso no es más que el precio que tú cobras por dar tu apoyo a un candidato a gobernador.
Hay un gorila por ahí, un bestia con gracia. Le ha tomado gusto a la cara de Beaumont y desea machacarla una y otra vez. Ya lo dice presentándolo a sus camaradas del bar: “Señores, éste es el mejor tipo al que mis nudillos han tenido el placer de pegar”. Más que nada porque le gustan los duros que resisten sin rechistar el castigo. Y él tiene algo de sádico. ¿Hay un sueño mejor? Un tío que no dice ni pío y unos puños que hablan por sí solos. Una cara para apañarla bien. Así es como se sabe que Beaumont va a ser leal, si sobrevive, claro.
Pero los amigos son los amigos. Beaumont no traiciona, solo finge. Y lo hace por amistad, por sacar a Paul del atolladero de una posible acusación de asesinato. Eso sí, la rubia le interesa y eso es una traición como un anillo de diamante. Maldito Beaumont. Controlas todo del principio al fin. Eres grande. Eres pequeño. Eres imprescindible.
Basada en la novela de Dashiell Hammett, el director Stuart Heisler dirigió esta película que, con los años, se ha convertido en un clarísimo precedente de Muerte entre las flores, de los hermanos Coen. Sobria y seria, con diálogos rápidos y certeros, como un buen disparo, como un buen golpe en la mandíbula. Es lo que tienen los tipos que saben abrir cerraduras con su llave de cristal, que saben cómo llegar a donde se lo propongan.

EL EXPRESO DE CHICAGO (1976), de Arthur Hiller

El tren se desliza por las vías como una bala imparable. Su destino es su meta. Tiene que llegar a Chicago cueste lo que cueste. Por mucho que en su interior pululen maleantes, traficantes, agentes del F.B.I, chicas por las que uno se dejaría tirar del convoy en marcha, editores entrometidos o tías a las que les guste ponerse un perfume vomitivo. Luego habrá caídas del tren, rateros ingeniosos, revisores despistados, situaciones incómodas y un matón con mandíbula de acero que más parece una locomotora que un sicario. Es lo que tienen los viajes largos. Que puede pasar por cualquier cosa.
Maldito Rembrandt. Por culpa de unas cartas suyas dejando bien claro cuáles son sus obras se arma todo este embrollo. Se me olvidaba. También hay caídas del tren. O sea, que echan a gente. Sí. ¡Qué hijos de perra! Pero la ventaja del tren es que, como hace paradas, siempre se puede volver a subir aunque sea con un pie en el estribo y un freno desconectado. El caso es que los tiros vuelan, la aventura se sucede cual vagón tras otro, se produce el romance (ya lo he dicho, la chica está como para dejarse tirar porque, más que guapa, es atractiva, tiene encanto, y, además, le encanta la jardinería) y el malo…madre mía, qué tío más malo. Es malo con ganas. Es tan malo que a uno le gustaría estamparle esos cigarrillos tan finos en mitad de la cara. Pero no. Es un malo muy fino. Así que su crueldad, claro, es refinada. Las vías son interminables y la maldad también. Rembrandt…hijo de perra…
Arthur Hiller dirigió esta película con un buen pulso, sujetando los habituales excesos de Gene Wilder y haciendo de Richard Pryor un tipo aguantable. Más que nada porque sale poco y eso propicia que, quizá, sea la mejor película que hiciera esa pareja casual. Jill Clayburgh le pone categoría a la seducción y Patrick McGoohan siempre es ese tipo cuya cara esconde más secretos de los que se pueden intuir. La acción, a veces absurda, es trepidante, entretenida, fiable. Hay situaciones resueltas con un humor aparentemente lógico pero que esconden un surrealismo más que aceptable. Y es lo que tiene ser tirado del tren, que los hijos de perra proliferan a cada milla recorrida. Y este tren no parece que vaya a parar. Ni siquiera con la música de fondo del siempre suave y siempre oportuno Henry Mancini.
Así que agárrense al compartimiento. El champagne correrá y las insinuaciones son evidentes, con lo cual no son tan insinuantes. Ya lo dice un agente de seguros que viaja en el tren: “Esto es un prostíbulo sobre ruedas”. Por eso mismo hay tantos hijos de perra dentro. Tanto es así que, al final, cuando todo ha pasado, hasta la misma locomotora parece que esboza un gesto de burla, una risa sarcástica por un viaje que ha sido aventura, seducción, humoradas y buen rato. ¿Se puede conjugar todo eso y salir airoso?

jueves, 24 de enero de 2013

LINCOLN (2012), de Steven Spielberg

En una época donde la vida humana vale muy poco, surge el hombre adecuado en el momento preciso. Cree en lo que hace aunque, para conseguirlo, no duda en echar mano de cuantas maniobras estime necesarias. La calma forma parte de su carácter y sus palabras destilan pureza, ideales, futuro y moderación. Intenta ser el padre que nunca fue, rellenar los huecos que han quedado vacíos en su todavía joven nación, ganar sin ser arrogante, vencer a la intolerancia paso a paso. Primero, la libertad. Después, los derechos. Más tarde, vendrán otros logros. Es el precio de construir la convivencia.
Tendrá que vérselas con tortuosos políticos que cambian sus pareceres a propia conveniencia y no vacila en combatir con esas mismas armas. Tiene sentido del humor, parco y privado, pero efectivo para sobrellevar la pesada carga de la paz en un país dividido. Estará rodeado de los mejores hombres, capaces de discutir, de ofrecer puntos de vista viciados por los tiempos que corren pero que apuestan por él como el hombre indicado en la cima del poder. Su simpatía por la gente, por toda la gente, tendrá la suficiente distancia como para juzgar con objetividad sus necesidades más inmediatas. Todo ello para conseguir la ley más importante gracias a las corrupciones del alma más pura de América.
Resulta chocante comprobar que un director como Steven Spielberg, habitualmente magistral en su narración, ha realizado una película que se presenta desde el principio como eminentemente farragosa, difícil de comprender con la visión que domina al espectador de hoy en día. Falta el contexto para el público que se encuentra ajeno a la realidad histórica que Spielberg quiere retratar y aún así todavía hay grandes momentos dentro de la película debidos, sobre todo, a la interpretación contenida y muy meditada de Daniel Day Lewis en el papel principal y a la emocionante y espectacular de Tommy Lee Jones en la piel de Thaddeus Stevens.
Por lo demás, todo lo que se puede esperar. Una fotografía que, en algunos momentos, llega a ser espectacular por parte de Janusz Kaminski, una banda sonora sumergida en el sello impresionista e impresionante gracias al maestro John Williams y una serie de encuadres perfectos, medidos y sobriamente grandiosos que confirman a Steven Spielberg como uno de los directores que mejor sabe manejar una cámara.
Entre intrigas políticas y voluntades compradas, entre deliberaciones tortuosas y pactos secretos se puede llegar a lo justo. Porque la libertad es uno de los principios sagrados del hombre y ése debe ser el valor último al que aspire cualquier país, con seguridad para todos sus ciudadanos, con la certeza de que, se esté o no de acuerdo, el líder que dirige los destinos de la nación es alguien que cree firmemente en lo que hace y que cree también que la justicia tiene que estar respaldando siempre el principio de libertad. Lo demás no dejan de ser tertulias de taberna de aliento maloliente que tratan de salvaguardar la esclavitud por los más diversos motivos. Y aquí la política también entra en juego, o la convicción, o la educación, o, sencillamente, los intereses personales. La guerra es una sangría que se hunde en la oscuridad y asegurar el futuro de los seres humanos puede parecer una contradicción típica de los juegos políticos en los que la ambición y el odio tienen mucho que decir. Pero no lo es porque la visión del porvenir es una de las misiones principales del que tiene que hablar a favor de los más débiles, de los que no tienen nada más que latigazos, pisotones, palizas y la seguridad de que sobrevivir al término del día es un triunfo. Por eso y por muchas cosas más, los grandes hombres acaban bajo el fuego de los enemigos, creyendo que su sangre se mezclará también con todos aquellos que murieron por algo que fue justo.

DJANGO DESENCADENADO (2012), de Quentin Tarantino

Un hombre desencadenado es lo más peligroso que una bala se puede echar a la cara. No solo porque tiene la libertad al alcance de la mano sino porque no tiene ataduras que le sujeten, no existe fuerza capaz de pararle para realizar aquellas quimeras que el látigo no le dejó agarrar. Es puro fuego saliendo de un cañón, es la rabia contenida entre los dientes deseando saldar cuentas, es la noche que se cierne sobre los verdes campos que pasarán a ser rojos. Un hombre desencadenado es la misma muerte queriendo participar en un duelo.
Por el camino, se encontrará a despojos que hicieron de él la bestia salvaje en la que se convierte, tendrá un amigo que, con buenas dosis de ironía europea, le dará una lección de incalculable valor como es la de no dejarse llevar por la venganza. También habrá unos cuantos carceleros que intenten subirse al carro del dinero y, por supuesto, estará un hombre malvado, más vacío por dentro que un cargador recién disparado, más violento y sádico de lo que nadie haya podido imaginar, ambiguo, mortal. Seda vestida de saña. Un chaleco andante con atractivo de perfil muy bajo.
Así, se harán visitas a Leone, al western montañoso de Anthony Mann, a las figuras recortadas en atardeceres de ánimo al mejor estilo de John Ford, a la sanguinolenta frontera según Sam Peckinpah e, incluso, a un atípico Blake Edwards. Por visitar, Quentin Tarantino hasta se visita a sí mismo con paradas en Kill Bill, Reservoir dogs y Malditos bastardos y, como siempre, con todos esos ingredientes, le sale algo nuevo, diferente, agudo, mordaz, violento, impío, irreverente, cine que bebe de la mitología germánica más clásica, con dos sombreros.
Para ello, el amigo Quentin se sirve de un reparto que está dirigido de manera espectacular pero que impresiona en la figura que construye, con exquisitos modales y autoridad aplastante, Christoph Waltz. Quizá, al fin y al cabo, la muerte sea una dama teutona que desea el diálogo ingenioso y aquí lo hay a raudales. Desde una discusión para que les den a todos por saco hasta las oscuras entrañas de una violencia que, en ocasiones, se viste de pliegues sureños, al borde del desastre pero cautivando en una época en la que hay que soportar dientes sucios, disparos a bocajarro, actitudes serviles de negros irredentos y conductas morales de dudosa pasión.
Todo ello para mostrar, una vez más, una historia de amor sin que se note demasiado, no sea que las astillas vuelen por encima de nuestras cabezas y acabemos con los sesos levantados. Desde la primera a la última nota, la música es una compañía para algunas imágenes de un magnetismo irresistible. Y ya que hablamos de irresistibles. No olviden dar un fuerte apretón de manos cuando cierren un trato. Es un signo de caballeros aunque su moral esté más podrida que un negro colgando de un árbol. Aunque, siendo sinceros, tal vez haya negros que tengan la misma moral que sus amos. Moral de esclavo, moral de señor. La eterna discusión.
Mientras tanto, otros compañeros de color se quedan anonadados viendo lo que acontece mientras el héroe saca a la princesa del círculo de fuego. No hay nada como ser el más rápido y explicar las cosas bien explicadas. Si no...bueno, pues un tiroteo no tiene ningún sentido, para qué vamos a negarlo. Lo cierto es que hay mucho que ver en este Oeste de sucios y desarrapados, de aprovechados y valientes que se adentran en territorio enemigo por causa de la más vieja de las pasiones, de sangre a borbotones y heridas en la mirada. Pero eso qué más da. Lo que importa es que un hombre desencadenado parece la misma furia convertida en piel de tiniebla. Y para eso hay que tener un don. El mismo que tiene un director para hacer que el amor sea una orgía de terrible violencia. 

miércoles, 23 de enero de 2013

LA GRAN JUERGA (1966), de Gerard Oury

París… ¡oh, París! Esa ciudad de callejones, de adoquines siempre mojados, de tejados encantadores e ideales para esconderse, de chicas casuales, de pintores chapuceros y directores de orquesta caprichosos y elitistas. París en la guerra. Sedas en el aire. Paracaidistas ingleses que quedan en encontrarse en unos baños turcos al son de Tea for two. La resistencia haciendo de las suyas mientras los alemanes que tienen la fortuna de estar allí en lugar de en el frente ruso se dan la gran vida. Asisten a conciertos, toman café en las terrazas, se alojan en encantadoras posadas. Mientras tanto, los pintores y los directores de orquesta ¿a qué se dedican? Pues a hacer una resistencia sorda y pintoresca. Hay que sacar a esos paracaidistas fugitivos, ayudarles…no sé, a salir de ese país tan encantador y en el que ellos no acaban de encajar. Una monja, también encantadora, como París, echará una mano con unos barriles de vino. Y es que el vino francés…ah…eso es otra cosa. Vino que esconde secretos, ya lo creo. El pintor y el director de orquesta tienen que soportar largas caminatas con zapatos demasiado pequeños y, claro, ponen en juego la moral de amo y la moral de esclavo. Con sus chistes y sus gestos. Los teatros de marionetas parecen preludiar la aventura, la gran juerga que se van a correr mientras tratan de sacar a esos estirados ingleses que no comprenden que Francia es belleza, es comida, es sueño en sábanas frescas, es la verde campiña poblada de gente que no quiere a los tudescos. Berlioz está al fondo, con sus compases lánguidos salpicados de esos silbidos de Tea for two. Un gran bigote es delator. Una clase fingida de música es una excusa para la bronca. Un estómago que se encoge a la hora del entreacto es todo un inconveniente. Y, al final, la libertad. El viento que trae nuevas épocas, nuevos horizontes y nuevos países. Ah…París…siempre París.
A mediados de los años setenta las películas de Louis de Funes causaron un verdadero furor en las taquillas. Aunque esta película es anterior, desde aquella Las locas aventuras de Rabbi Jacob, la gente se agolpaba en los cines para ver esa mímica desquiciada de un hombre ridículo. Y quizá esta, junto con el maravilloso enredo Oscar (una maleta, dos maletas, tres maletas) y Muslo o pechuga fueran las más brillantes y templadas que rodara el entrañable cómico. Bajo la dirección de Gerard Oury (visto como actor interpretando al Doctor Claude Marceau en esa película que a todos gusta que es El premio, de Mark Robson) y planteada como una sucesión de chistes, de situaciones hilarantes, de equívocos inequívocos, resulta un entretenimiento brillante, aún con la aparición del siempre irritante Terry Thomas y de algunas escenas más propias del astracán que del vodevil. Y es que correrse una gran juerga despistando a todo un ejército siempre es motivo de risa, qué quieren que les diga. Por mucho que ese ejército desfile al paso de la oca y ronque como el león de la Metro. Pues buenos son los franceses.

martes, 22 de enero de 2013

LA PRESA DESNUDA (1966), de Cornel Wilde

El hombre blanco arrasa todo a su paso. Toma lo que cree que es suyo. Dispara a las bestias que pertenecen a la tierra más que él mismo. La codicia ciega su ética hasta dejarla muerta en medio de la llanura. Y el hombre blanco merece morir. Asaeteado por las lanzas de las mujeres. Asado en una imposible escultura viviente de cerámica en barro. Con la cabeza cortada. O, peor aún, ejerciendo de presa en una desigual caza para los diez mejores guerreros de una tribu que, además de ofendida, se siente invadida, humillada y escarnecida.
La caza comienza como una carrera desigual. El hombre blanco va totalmente desnudo. Sin calzado, sin ropa, sin armas, sin agua. Pero el hombre, cualquier hombre, es capaz de revolverse. Una lanza mal apuntada yerra en su trayectoria. El hombre blanco la coge y mata, sin piedad, a su primer perseguidor. Ya tiene una lanza, ya tiene ropa, ya tiene calzado y, además, un odre de agua. El ritmo de carrera es constante mientras que sus perseguidores se agotan en un inacabable sprint. Los enfrentamientos se suceden. El hombre blanco aprende a comer lo que, en otras condiciones, acabaría vomitando. El suelo se vuelve agreste con su jungla cerrada, con su llanura descubierta ofreciéndose como presa no solo para los hombres que le persiguen, sino también para los animales que quieren sobrevivir tanto como él. Las piedras aparecen y, debajo de ellas, las serpientes urden sus ataques sinuosos y letales. Corre, animal, corre porque pronto serás un trofeo.
El fuego se hace amigo, el sol es implacable, el agua es tesoro y África está llena de trampas para las bestias que la pueblan. Tanto como los esclavistas que se empeñan en hacer sus prisioneros en una tribu que solo vive y muere. Los perseguidores comienzan a rendirse, hay enfrentamientos entre ellos. La carrera tiene que seguir hasta el final porque esa presa merece morir. No es comprensible para ellos que tenga la habilidad suficiente como para haber sobrepasado los límites y seguir corriendo. La presa tiene que morir, debe morir y hacerlo de la manera más cruel posible.
Cornel Wilde, con muchos defectos a lo largo de la película (si se está un poco atento se podrá ver en un plano cómo un vehículo pasa a gran velocidad al fondo teniendo en cuenta que es una historia que parece ambientada en la época del colonialismo inglés) dirigió y protagonizó esta caza sin piedad, sin apenas diálogo, luchando contra todos los elementos posibles. Porque la Naturaleza es hostil pero sí que merece vivir. Mucho más que el hombre blanco. La presa desnuda solo tiene su energía y su inteligencia frente al salvajismo y la diversión inhumana de algunos indígenas que le dieron una ínfima oportunidad. Tiene que correr. Correr mucho. Correr durante días. Tiene que arrastrarse hasta que su piel quede en carne viva. Y así y solo así podrá demostrar la auténtica Naturaleza del hombre que consiste, ni más ni menos, en que, en el fondo, es una fiera que lo único que hace es ser cautiva de la represión moral.

viernes, 18 de enero de 2013

JACK REACHER (2012), de Christopher McQuarrie

Aunque no tenga nada que ver, quisiera dedicar este artículo al actor Fernando Guillén. No le conocí personalmente pero tuve el inmenso placer de verle en esa inquietante obra de J.B. Priestley que hace unos años él representó en el Teatro Reina Victoria de Madrid titulada "Llama un inspector". Fernando, que allá donde estés haya alguien que te haga disfrutar tanto como tu lo hiciste conmigo aquella tarde.

Nada hay más temible que un hombre sumergido en las sombras. Para él, no hay pasado, no hay futuro y apenas hay presente pero, eso sí, de todos aprende. Su escondite es su salvación y no está dispuesto a que nadie penetre en él para descubrir sus sentimientos, su forma de vivir y su alejamiento voluntario. Él sale de la oscuridad cuando quiere, cuando alguna bestia ruge, cuando el ruido de los disparos llama su atención.
Sin equipaje, sin armas y sin más planes que la hora siguiente, el tipo es un rescoldo que aún llamea por la libertad. Toda su vida fue un ideal y, sin embargo, a pesar de sus esfuerzos y de su entrega, la gente no es más libre. Así que decidió serlo él. Y para ello más vale saltarse la ley cuando es conveniente y que la justicia hable por sí sola.
Las calles parecen insignias al valor que se ofrecen. Los coches chillan con sus motores en busca de una persecución al uso. El fulano sabe lo que piensan los francotiradores en el momento de posar su ojo sobre la mirilla. Sabe soltar el aire para que los nervios se templen y la bala salga trazando la línea más recta. Sabe que disparar no es fácil y para él, lo difícil, es su profesión.
Más película negra que espectáculo de acción, el guionista de Sospechosos habituales se pone detrás de las cámaras para rodar una conseguida historia de personaje y pesquisa. Con ocasionales visitas a Harry el sucio, de Don Siegel, y a Bullitt, de Peter Yates, el resultado resulta agradable, entretenido, con alguna que otra escena que podría haberse quedado en el suelo de la sala de montaje pero que destaca por una dirección sobria, muy cuidada, precisa, con una música realmente sorprendente debida a Joe Kraemer y unas interpretaciones más que notables por parte de Tom Cruise, de Richard Jenkins, del director Werner Herzog (al que resulta sorprendente verle en una película comercial siendo, como él es, un furibundo independiente) y, sobre todo y ante todo, del gran Robert Duvall. Entre unas cosas y otras, el diálogo es agudo, queriendo revivir las tramas del cine negro con héroe clásico dentro, con réplicas brillantes y secuencias bien tensadas con un punto de partida atrayente y listo. Más que nada porque siempre hay algo de miedo que parece adherido al asfalto que recibe las pisadas de incautos y desprevenidos ciudadanos que no saben que están siendo observados a través de una mira telescópica.
Para combatir esa posibilidad, solo se puede llamar a un tipo que tiene la mente entrenada para quedarse con cualquier dato, que sabe conquistar sin conceder, que sufre pero no transmite, que mira pero que lee lo que está pasando por las mentes ajenas. La perseverancia es una de sus constantes, la inteligencia es otra. Y un tipo perseverante, inteligente y nómada resulta más peligroso que un cargador de balas pulidas en la recámara. Es ése don nadie que discurre con una claridad de ideas impresionante porque sabe enfocar la cuestión desde el lado menos iluminado. Precisamente porque ese lado es el suyo. Un solo disparo. Un solo agujero. La sangre no corre. Corre la jugada menos esperada. Corre el coche. Corre la verdad, siempre fugitiva.
Aquí no valen placas de identificación porque todo encaja con cierta lógica negra. Hay mentiras, traiciones, arrepentimientos, asombros y peleas. No hay tanta acción como se puede esperar siempre que no creamos que un tiro entre las cejas sea tan trepidante como una persecución por las calles. La verdadera acción está en el cerebro. Ése sí que es rápido, manipulador, vengativo, justo y secretamente violento. Basta con activarlo con un par de recuerdos, un camino tortuoso, una suplantación, unos cuantos intercambios de puñetazos y un duelo de tiradores de élite. El resto es tan leve que enseguida se va con el olvido a tomarse una cerveza en algún bar con las paredes forradas de madera. Lo que queda son unas cuantas frases ingeniosas, un actor tan grande que sabe disparar con los ojos cerrados, un personaje lleno de atractivo y un misterio con gancho. El anzuelo lo pone un tipo llamado Jack Reacher. 

jueves, 17 de enero de 2013

AMOUR (2012), de Michael Haneke

Cuando el cuerpo se rinde y la mente aún tarda en seguir su camino, la vida ya es una continua esclavitud. Es el día que se escapa al otro lado de la ventana. Es el presentimiento de que la comida también es prescindible. Es la soledad de la razón contra la ilógica de los años. Y no es que duela la enfermedad, ni tampoco el tratamiento, ni mucho menos la pena. Lo que duele verdaderamente, lo que se siente hasta en el último de los huesos, es la humillación.
Así, la tortura se prolonga porque todo es un continuo dolor. La simpleza de andar se convierte en la proeza de resistir. La intimidad es ya solo un grato recuerdo que se pierde en las brumas de lo insoportable. Vivir así es una carrera para ver quién es el más lento. La carga se hace terrible. Quizá el amor que se ha sentido a través de las aficiones comunes, del diálogo más intrascendente, de la comprensión nacida como un acto reflejo, sea lo único que todavía ayude a la verdad. Y la verdad es que la muerte se desea como una amante que rehuye el beso.
La desesperación y la preocupación no valen para nada. No son útiles cuando hay que darlo todo aunque incluso esa palabra pueda ser poco. Duele. Duele. Vivir duele. La mente sabe lo que dice. La música comienza a ser un placer diluido en una conciencia que se resiente de saber que otros tiempos fueron reales. Las lágrimas son gotas de cariño que mueren cuando salen del ojo. Todo es inútil. Todo es una historia.
Michael Haneke no duda en plantarnos en medio de una casa en la que se instala el sufrimiento porque dos ancianos viven relajadamente, con sus charlas, sus convenciones, sus pensamientos adivinados y destruye premeditadamente todo eso porque los años son la mayor tragedia. No es la muerte. No es la separación. Son los años. Los que se vivieron. Los que quedaron por vivir. Los que se presentan sin avisar. Los que castigan al cuerpo porque no tienen otro lugar donde llorar. El amor está tan indisolublemente unido a la muerte que, al final, la muerte también es el amor. Y se van juntos a respirar un poco, a dejar que el sol ilumine sus rostros, a descansar en algún rincón perdido de una ciudad presentida. Para ello, consigue dos soberbios trabajos en los rostros agotados y heridos por el tiempo de Jean-Louis Trintignant y de Emmanuelle Riva. Ellos son el centro, son el principio y también son el fin de esta película. Ellos son el todo. Ellos son la nada. Y el espectador, incauto y desprevenido, sufre y sabe que, un día, eso puede sobrevenir y, entonces, tendrán que demostrar amor, paciencia, sabiduría, lucidez, sinceridad, cariño. Coger una mano y contar una historia para calmar el alma. Sonreír cuando no hay ninguna razón para ello. Porque la razón está en fuga y no hay pensamiento que sea capaz de alcanzarla.
La cama está deshecha. Los libros están quietos pero no dejan de hablar. La música que puebla la casa se erige como un fantasma en medio de una vía de escape. El consuelo se refugia en una máscara que no deja entrever los sentimientos. Pero están ahí. Difíciles de atrapar, esquivos de entender. No hay nada nuevo en esta historia pero hay que reconocer que todo es una pura verdad, es el estremecimiento del esfuerzo para que la realidad sea un poco menos áspera. Como la maravilla de unos dedos volando sobre unas teclas de piano. Como la larga vela de una noche que no termina. Como el ruido de un bolígrafo escribiendo sobre un papel virgen. Como la imposible tranquilidad con la que se debe afrontar el vestíbulo del fin. Tiempo, maldito impostor. Corres cuando la vida es la luz y te paras cuando la noche se cierne sobre el imperfecto cuerpo. Muere en tu crueldad. Agoniza en tu eterna contradicción. Habla con tu boca torcida para que nadie te pueda entender y luego vuelve, una última vez, para llevarte lo que es justo. 

miércoles, 16 de enero de 2013

FRENCH CONNECTION (1971), de William Friedkin

Un disparo en la nada. Un disparo perdido. Un disparo herido. Un disparo…y luego…Popeye Doyle lucha con todas sus fuerzas contra esos intermediarios del tres al cuarto que se dedican a meter la droga por las calles, a ensuciar aún más una ciudad fría y sucia, a recoger el dinero de la basura. Y no duda en emplear todos los medios que cree necesarios. Un bar con olor a tabaco, lleno de tipos que llevan una papelina, un cigarrillo, una bolsita, una jeringuilla, un bote. Correr por las calles es, en el fondo, una lucha por la supervivencia de lo poco, poquísimo, que queda de limpio en el entorno. El jardín está lleno de suciedades. Los trenes pasan con un estruendo que te recuerdan que está prohibido soñar. Demasiadas esperas. Demasiados olores en ese coche que acumula polvo. Demasiado matarse para que no haya reconocimiento.
Al otro lado de la calle, en un restaurante de lujo, caliente y bien alimentado, está ese jefe del negocio que Doyle ha encontrado por casualidad. Es un francés presumido, almibarado y diabólicamente listo. El metro es el escenario perfecto para asistir a un duelo de astucias. Las puertas se abren y se cierran. El movimiento inesperado es la vía de escape. La rabia sale. La burla entra. La decepción se queda en el andén.
Más tarde, cuando el negocio está cerrado, vuelve la burla porque Popeye Doyle será muchas cosas, pero no se rinde. Ha atravesado toda la ciudad al volante de un coche que seguía a un asesino encerrado en un vagón del suburbano. Ha destrozado cubos de basura, eventuales vehículos que pasaban por allí, ha desahogado su rabia con el pie en el acelerador. Así que no va a dejar escapar ahora al pez gordo. Y la trampa se ha preparado minuciosamente. El barro de una ciudad sin piedad no deja de aparecer. Todo es de un realismo que huele a gris y a podrido. La conexión francesa merece llevarse lo suyo. Nadie se burla de Popeye Doyle y de su compañero Russo.
William Friedkin dirigió esta película con uno de los montajes más impresionantes que ha dado el cine. Basta con hacer la prueba de cuántos planos hacen falta para asistir a la trepidante y genial persecución del coche detrás del vagón. Y poniendo furia en todos y cada uno de ellos está el maravilloso rostro de Gene Hackman, actor de carácter que era capaz de afrontar cualquier papel, de llevar adelante cualquier ficción y de llenar a los espectadores con una presencia única y relevante. A su lado, el fallecido Roy Scheider, que ya comenzaba a dar muestras de una calidad que, de forma sorpresiva, se estancó en los ochenta. Y, por supuesto, enfrente, nuestro Fernando Rey, suavidad vistiendo ropas caras, insultante en su lujo, temible en su negocio. Todos ellos pusieron mucha carne en el asador de esta conexión que descubrió que el mundo de las drogas tenía tercos combatientes que pasaban frío y que se armaban de tesón para poder llegar a las culpabilidades que dejan a muchos tirados por la calle, sin más esperanzas que una muerte rápida y poco convulsa. Por eso, Popeye Doyle estaba ahí, dispuesto a disparar, dispuesto a llevarse por delante a quien hiciera falta, dispuesto a ser un guerrero de la jungla de cemento a punto de ser devorado por los caimanes del lago blanco. Corre, Popeye, corre. No dejes de hacerlo.

martes, 15 de enero de 2013

ALGUNOS HOMBRES BUENOS (1992), de Rob Reiner

En una mirada, todo el poder. Nadie tose al diablo. Nadie osa convocarle si él no quiere venir. Tal vez solo pueda hacerlo aquel oficial jurídico sin importancia que ensombrece su carrera bajo la sombra de un padre que fue leyenda en los estrados. Es un insecto sin importancia que no se da cuenta de la increíble función que lleva a cabo un hombre que tiene como consigna luchar o morir. Tirar de galón es fácil. Tirar de carácter a todo un coronel es lo difícil. La simple insinuación está penada con un bonito consejo de guerra. ¿Está claro? Muy claro, señor.
Se tienen pruebas y presentimientos pero, por una vez, valen más los segundos que los primeros. La impasibilidad de un oficial médico que tiene que cumplir el papel del buen profesional es una primera dificultad porque no se sabe nunca lo que pasa por la mente de esos galenos con galones. Por otro lado, los pobres acusados. Chicos torpes que han dejado la mente en algún lugar del deber y que obedecen sin chistar ni cuestionar ninguna orden. Si el jefe la da, por algo será. Ellos solo obedecían pero deberían haber cuidado del más débil, de esa pieza del engranaje que no es que no sirva, sino que le cuesta más. Otro coronel que sirvió en los servicios de inteligencia y que también debería haber dicho algo sin arrugarse. Un maldito oficial que ejecuta las órdenes con el pleno convencimiento de que el viejo tiene razón. Escalones irregulares que van ofreciendo la panorámica del horror y de hacer de ello una rutina. El orgullo no cuenta. Cuentan las razones. Los muros no se resquebrajan solos. Lo hacen porque faltan los hombres adecuados para sostenerlos. Es así de simple. O vales o mueres.
Rob Reiner adaptó con maestría la obra teatral de Aaron Sorkin, llevando el enfrentamiento a tensiones inaguantables. El reparto, liderado con eficacia por Tom Cruise en el que, quizá, sea el mejor trabajo de su carrera y por un soberbio e imponente Jack Nicholson se ve sostenido por el de un puñado de hombres buenos con nombres como los de Kevin Bacon, Kiefer Sutherland, Kevin Pollak o J.T. Walsh y, en último lugar, por el de Demi Moore. Porque el abandono nunca puede ser una razón, porque dejar que el débil se defienda solo no es más que un signo de cobardía, porque sin honor no hay nada y no valen códigos de tradición que mancillan el verdadero sentido de lo difícil. Y esos hombres buenos son los encargados de vigilar el muro, de hacer que el abuso no sea presa de lo habitual, de permitir que los culpables se cubran con la impunidad de un uniforme abotonado con condecoraciones e insignias, de hacer que la verdad, la verdad imposible, encaje. Las órdenes son claras. No importa quién sea el culpable. Hay que dar con él. Porque si se deja escapar, los débiles serán castigados y solo podrá sobrevivir el perfecto soldado de la cruz gamada.

viernes, 11 de enero de 2013

THE MASTER (2012), de Paul Thomas Anderson

He aquí la confirmación inmediata de que, definitivamente, Paul Thomas Anderson es un hombre que no está bien. Si no, es inexplicable que se haya decidido por hacer la historia de un imbécil redomado, sin rumbo ni opinión, con menos cerebro que un artrópodo, que resulta captado por una secta religiosa muy cercana a la Cienciología que, detrás de toda una teología teórica, tiene más vacíos que el interior de un balón. El tipo intenta moverse entre la inteligencia y la maldad y lo que sale, irremisiblemente, es una rayada del doce y medio con vuelta.
Veamos. Tenemos a un tipo que es un verdadero bobo alevoso. En su período de servicio en la Marina va a la playa y hace guarrerías porque está más salido que el pico de una plancha. Se pone debajo del depósito de un torpedo y se bebe la gasolina (como lo leen), se somete a un tratamiento psiquiátrico de reinserción cuando la guerra termina y como está con una verdadera obsesión por jugar al parchís, allí le dan por perdido aunque le dan el alta. Se pone a trabajar de fotógrafo pero su gran pasión es satisfacer sus deseos con la primera que se ponga a tiro y cuando la rayada ya es de obturador le da un ataque y arremete contra un cliente. Se va a trabajar al campo. Como es un experto en cócteles venenosos se pasa dando tragos a un colega de labrantía y vaga por ahí hasta que ve una fiesta en un barco y allí se mete con el fin de echarse una siestecita. Y ya la tenemos liada. Resulta que allí está el gran gurú de una secta que le capta y, a través de una serie de torturas morales, le quiere tener agarrado de los mismísimos bajos mientras comparte con él unos tragos de disolvente para pintura y le somete a tratamiento para que la locura sea una anécdota sin importancia.
Ejemplo de diálogo que es para guardar en la memoria de un dromedario (porque joroba bastante):
-         ¿Está Doris?
-         No.
-         Bueno, pues dígale que he venido a verle.
-         ¿Te vas ya?
-         No, qué va.
-         ¿Quieres pasar?
-         No. Me voy. Tengo que irme.
Y ya el colmo de la risa tonta es cuando Philip Seymour Hoffman se arranca en medio de una conversación a cantar On a slow boat to China, de Frank Loesser y se la planta en toda la cara al sobreactuadísimo Joaquin Phoenix. Bestial. Y aún hay un montón de gente por ahí que clama a los cuatro vientos sobre el genio de Paul Thomas Anderson y de la cantidad de cosas que cuenta y de lo maravilloso que es ver esta película. Ni siquiera la actuación de Amy Adams es para tirar fuegos artificiales aunque está correcta en todo momento. Al final, se te queda una cara de tonto que resulta mitad alucinada, mitad incrédula. En el fondo, una voz en tu interior te dice “He aguantado toda la película para ver… ¿qué?”. Poniéndonos ya en el colmo de la irritabilidad podríamos nombrar…no sé…cualquier tontería que se haya hecho por ahí para hablar del timo continuo de las falsas iglesias sobre los desprevenidos fieles como El fuego y la palabra, de Richard Brooks, muy inferior a ésta, visto lo visto. Todo para subrayar, recalcar y dejar bien clarito, por si acaso aún había dudas, de que el rollito religioso a Paul Thomas Anderson le da grima hasta decir basta (que sí, colega, que ya lo dejaste nítido como una patena en Magnolia y en la inaguantable Pozos de ambición). Que lo sabemos, que la religión, en muchas ocasiones, aliena y arrasa voluntades, sobre todo cuando resulta un puro dogma, pero para decir cosas obvias ya tenemos a un montón de fantoches sentados en muchos escaños y a un buen puñado de incapaces sentados en la púrpura que no dan una orientación ni aunque se les pregunte una calle. “Te llevaré…en un bote a China…solos tú y yo…”.

jueves, 10 de enero de 2013

LA NOCHE MÁS OSCURA (2012), de Kathryn Bigelow

En la noche y en el silencio es donde se esconden las maldades y los secretos. Hombres como hormigas moviéndose alrededor de un objetivo que es incierto aunque apetecible incluso para los justos. Cada escalón es una victoria. Cada puerta volada es una invitación. Cada disparo es una sentencia pronunciada con sequedad, sin escrúpulos, sin conciencia. Solo importa el resultado. Solo importa que se lleve a cabo la venganza que siempre se toman los vencedores sobre los vencidos.
Así es como llegamos el término de una larguísima investigación que está jalonada de torturas, de suposiciones, de certezas volátiles, de verdades a medias en el oscuro núcleo del fanatismo. La obsesión comienza a ser enfermiza, las amistades se van quedando por el camino por errores, por ingenuidades, por cansancios, por tomar la salida fácil de un trabajo menos ingrato. Solo la perseverancia puede vencer porque tres mil asesinatos no deben quedar impunes. El análisis es esencial para llegar a la meta. Aunque eso cueste una buena parte de la energía y del equilibrio necesarios para seguir siendo un ser humano.
No deberíamos emitir juicios fuera de lo estrictamente cinematográfico después de ver esta película. Más que nada porque la directora, Kathryn Bigelow, no pretende azuzar nuestras mentes para emitirlos. Pretende ofrecer una especulación sin llegar a decir si todo lo que rodeó la operación de la captura y asesinato de Osama Bin Laden estuvo bien o estuvo mal e, incluso, se inclina hacia uno u otro lado en determinados momentos. Su objetivo es coger un hecho real y, sin duda y pensemos lo que pensemos, apasionante y construir una trama alrededor de ello. No ofrece justificaciones, no dice lo buenos que son los espías estadounidenses ni la preparadísima unidad de élite que lleva a cabo la operación, ni que la tortura esté justificada. Solo es un cuento con hilos reales sobre la obsesión que atenazó a muchas personas por cazar al terrorista más buscado de la historia, sobre los muchos errores que se cometieron, sobre la dudosa capacidad de los burócratas para tomar decisiones de este tipo y sobre la seguridad de que, después del hecho, no hay nada, se abre un vacío que llega a ser aún peor que la propia obsesión.
Y Bigelow lo hace realmente bien. Tiene un buen dominio del ritmo, hace que la investigación que desemboca en la acción ejecutiva sea apasionante, traza bien a los personajes principales y es capaz de extraer trabajos sobresalientes como la impresionante intensidad de Jessica Chastain acompañada de secundarios que resultan excepcionales como Jason Clarke y, sobre todo, un muy matizado y siempre excelente Mark Strong mientras todo se centra más en la debilidad humana que en el reproche institucional de todo el embrollo.
Sean listos, no se dejen cazar por el pensamiento políticamente correcto porque entonces la película se volverá del revés y no podrán disfrutarla. Es buena, hay lógica en todo ello aunque puede que no haya ninguna justificación. Y eso, lejos de jugar en contra del intento, lo hace a su favor. Porque el hecho que sobrevuela la trama es historia, lo demás es un poco de imaginación y de sentido común en su desarrollo. No es posible creer que todo residiera en la inteligencia de una sola persona y en su empuje y en su determinación, no. Pero como película todo funciona y como drama de espionaje, es posible. Despejen los maniqueísmos del pensamiento. Eso no lleva a ninguna parte. Y es una barrera que impide disfrutar. A lo largo de las dos horas y media que dura, hay que saber moverse por los rincones, hay que parapetarse en los lugares más seguros, hay que manejar el arma de los sentidos con exactitud matemática. El resto es solo una serie de imposiciones morales que, muy a menudo, no nos dejan ver lo bien construida que está la mentira.

miércoles, 9 de enero de 2013

LA CIUDAD DESNUDA (1947), de Jules Dassin

La ciudad vista desde el aire. Muestra una extraña desnudez, con su ropa interior de cemento y prisas, con sus misterios detrás de cada ventana, con su ruido ahogado hecho de asfalto. Un cadáver es encontrado y la brigada de homicidios comienza su trabajo. Nada es lo que parece. Un mentiroso compulsivo es uno de los testigos y un viejo sabueso se lanza a la caza del asesino. La ciudad desnuda es el perfecto escenario para mostrar el calor radiante de los suelos aplastados por las pisadas. Un joven policía realiza la labor de desgaste de suelas. Y un productor de cine, Mark Hellinger, pone la voz para narrar que la ciudad siempre está desnuda aunque no seamos capaces de darnos cuenta.
 La vieja loca que aparece. La asistenta que coquetea. La novia engañada. El niño que merece una regañina. La violencia que se esconde para aparece con toda su brutalidad. El final, hecho de hierro y soledad en las alturas, mientras se mira a una ciudad que parece trazada con un tiralíneas en el plano de las miserias. La ciudad se desnuda. Llena de excitación. Y las pistolas proporcionan el clímax. El calor arrecia. El odio se desata. La película es enorme. La ciudad también.
Jules Dassin dirigió con una maravillosa maestría este retrato urbano de muerte y de trasiego. Pensar en medio de tanta algarabía y de tanto calor, se convierte en toda una muestra de heroísmo y de audacia. La casualidad también tiene que aliarse para que el misterio llegue a ser resuelto. Y por ahí está esa vieja figura, pequeña, casi insignificante, de un veterano investigador que canta mientras desayuna, que siempre tiene un toque de humor preparado para que sus hombres trabajen con ánimo, que discurre con agudeza y concluye con brillantez y que está espléndidamente interpretado por Barry Fitzgerald, atípico policía de mirada difusa y pensamiento decidido. La satisfacción de resolver es la paga. El resto es dar rienda suelta al encerrado instinto de la gran ciudad.
Con una fotografía que se acerca al documental, unos personajes soberbiamente dibujados, casi grotescos en una ciudad que esconde demasiadas vergüenzas, La ciudad desnuda es una obra maestra del cine negro que merece ser redescubierta para darse cuenta de la originalidad de sus planteamientos, de la atipicidad de sus personajes, del peligro constante en el que se vive en una urbe que camufla los gritos, que urde demasiadas tramas, que recibe y nunca paga, que es piedra destartalada y baldosas de desánimo, que lucha y aburre pero no pierde, que es un callejón sin salida para quienes construyen sus vidas en mentiras. El asesinato construye su casa entre sus calles. Es el precio de ver a la ciudad desnuda y cansada, con luces de vuelta esperando el sol de ida. Es perder todos los días un poco aunque la victoria también pase por allí y solo dure unas horas. Horas de trabajo. Horas de deber. Minutos de satisfacción.

martes, 8 de enero de 2013

EL ÚLTIMO TESTIGO (1974), de Alan J. Pakula

La confusión es la mejor arma para cometer un asesinato. Y más si la víctima es uno de esos tipos que se creen que van a salvar al mundo desde un puesto de responsabilidad. Un Kennedy cualquiera que está lleno de buenas intenciones. Pero las intenciones son peligrosas así que más vale extirparlas de raíz. Basta con montar una maniobra de distracción y disparar desde otro sitio cuando nadie mira. Al final, el asesinato ocupará muchas portadas de periódicos, se harán múltiples teorías e incluso oficialmente se montará una comisión de investigación que concluirá que el falso culpable actuó solo, por un mero afán de notoriedad, con balas de irresponsabilidad y ausencia de ideas. No hubo conspiración. El informe a disposición del público. Pero, claro, hay un cabo suelto. Los testigos. Sí, porque esa gente no hace otra cosa que mirar y… ¿quién sabe? Lo mismo alguno vio lo que no tenía que ver, o habló con uno que conocía a otro que le dijo cualquier cosa que le hizo atar cabos. Los que estuvieron cerca son los más peligrosos así que lo mejor es quitar la variable de la ecuación, así no hay incógnitas.
Cuando un periodista rebelde, difícil, en una casi permanente cuerda floja, ve pasar la muerte muy de cerca, entonces comienza a hacer preguntas. No son nada. Apenas un interrogante sobre una muerte presenciada. Y, amigo, por aquellas casualidades de la vida se da cuenta de que no solo hay asesinos sueltos sino que pertenecen todos a la misma empresa. La infiltración entre los empleados es vital pero apenas se da cuenta de que hay en marcha una nueva conspiración. Otro tipo al que hay que liquidar y que cree que puede hacer algo por ayudar a la gente con alguna gota de sinceridad y las malditas buenas intenciones en liza. Todo conduce a una trampa tan bien urdida que hay un rifle en el lugar adecuado, un disparo envuelto en intriga, un espacio sin muchas salidas. Al final, pues lo de siempre. Portadas en los periódicos. Múltiples teorías. Comisión de investigación. El falso culpable actuó solo porque era un inadaptado, un tipo sin norte. No hubo conspiración. El informe a disposición del público.
 Excelente película de ritmo pausado en la que el héroe se halla en un casi permanente estado de confusión, El último testigo, dirigida por Alan J. Pakula, teoriza sobre el asesinato de John Kennedy sirviendo otras víctimas propiciatorias, sin referirse nunca al magnicidio del Presidente pero con un claro objetivo que produce pánico a quien sabe ver. Estamos solos. La maquinaria del poder es imparable y se mueve con estrépito, sin importar a quién pisa, sin reparar en sentimientos o verdades. La mentira es la letra habitual de todos los días porque, desde el mismo poder, se ofrece una explicación que el público acepta sin problemas. Sí hay conspiración. El asesino actúa porque quiere mantener a la gente en la ignorancia, sin ideales que alcanzar, sin más agarraderos que elucubrar sobre posibles teorías de conspiración que nunca se podrán probar. Mientras tanto, el poder hará su voluntad. Y no importa cuál sea la reacción, lo hará igualmente. Porque en la oscuridad, no se ve nada.

miércoles, 2 de enero de 2013

LOS MISERABLES (2012), de Tom Hooper

El pueblo habla cuando los estómagos comienzan a estar vacíos, cuando no hay mucha diferencia entre vivir y morir, cuando el robo, el asesinato y la injusticia se asienta entre los adoquines de la convivencia. Vivir así es solo conseguir un día más en la miseria, es prolongarse por inercia, es matar la ilusión en una triste rutina que solo espera el final. Ahí es cuando el pueblo grita, clama, se desgarra, se arrastra, se muere, se desangra y se hace peligroso. Se construyen las barricadas y se termina el hoy porque más vale morir construyendo un futuro que vivir sin él.
Entre medias, entre pancartas y discursos, entre heroicidades inútiles y represiones angustiosas, se hallan las debilidades humanas. La redención parece tan inalcanzable como la comida, el perdón es una palabra olvidada, la compasión solo sirve para cegar la evidencia, el amor es una nube que pasa entre la pólvora, la picaresca de los rijosos es una excusa para cometer crímenes diarios que atracan la moral y desprecian cualquier conducta. El deseo de salvar al otro es un canto elevado al cielo, soñar que se está al lado de quien más se quiere es un sueño que nace en las brumas de la muerte, no hay más direcciones que las que el destino quiere trazar y las balas zumban por las barricadas, dispuestas a acabar con todo. Con desesperanzas. Con quimeras. Con imposibles justicias. Con sinceridades acabadas. Con mentiras bien dispuestas.
Se podría pensar que el mayor atractivo de esta película está en esa decisión que ha tomado Tom Hooper, el director, grabando las voces cantando en directo con el fin de ganar en dramatismo en la acción y que escuchar a sus protagonistas es toda una delicia. Pero a poco que tengamos un poco combativo el oído nos damos cuenta de que Hugh Jackman falla precisamente en eso, en lo dramático; que Russell Crowe lo hace en lo contrario, en lo lírico; que Amanda Seyfried resulta cursi con su vibración aguda; que Sacha Baron Cohen y Helena Bonham-Carter están irritantes hasta la saciedad y que son los secundarios los que dan la sorpresa porque Anne Hathaway, segura candidata al Oscar, llega a emocionar con todas sus interpretaciones, porque Eddie Redmayne (visto no hace mucho en Mi semana con Marilyn) luce una voz llena de cuerpo y de registro y que Samantha Barks, en el rol de Eponine, resulta todo un descubrimiento con un papel que, en principio, no es el más atractivo. Por lo demás, Tom Hooper se ata deliberadamente de pies y manos porque, al grabar las canciones en directo, se ve obligado a recurrir al plano corto para que los micros estén al alcance de los intérpretes y la historia pide a gritos grandiosidad y objetivos abiertos que se lucen en contadas ocasiones. Aún así, con todos los defectos y todas las virtudes, aún más resaltadas por una impresionante orquestación de todos los temas, no cabe duda de que Los miserables arranca a tiras sentimientos, aplausos, requiebros de viva voz y lágrimas en diversos pasajes. Tal vez porque la miseria y la belleza son temas que a todos apresan de forma universal.
Habrá que verse de nuevo en las barricadas porque es ahí hacia donde vamos, cuando ya no quede demasiado para esperar un nuevo amanecer, a pesar de nuestras pasiones, de nuestras debilidades mundanas y de nuestros intereses individuales. Cuando eso quede superado, cuando no haya razones para seguir aguantando, tal vez haya que tirar unos cuantos muebles a la calle, armarse de más valor que de balas, gritar que la libertad se gana y no se regala y que decir bien alto que el pueblo debe cantar, que un día más solo tendrá sentido si se resiste, que las sillas vacías en las vacías mesas serán un precio que deberemos pagar para creer que mañana habrá un día mejor, que tendremos que preguntarnos quiénes somos para poder ser lo que siempre fuimos, que soñar un sueño es posible y que siempre habrá alguna canción, alguna película, algún cuadro o algún beso que nos erice la piel para avisarnos de que estamos vivos y que mientras lo estemos, tendremos tiempo de estar ahí parapetados, detrás de las barricadas.