jueves, 31 de mayo de 2012

HOMBRES DE NEGRO 3 (2012), de Barry Sonnenfeld

¿Cuántos futuros puede haber? Quizá haya uno en el que la incomunicación con la persona que más aprecias sea una norma de conducta. Imposible ¿verdad? Sí, sí, sí, es imposible. Veamos. A lo mejor es posible que el futuro sea una constante en permanente alteración y quien es tu amigo y tu guía, en realidad, sea algo más, alguien mucho más cercano en el corazón, alguien más próximo a tu forma de ser y a lo que te has convertido. Eso es aún más imposible. Lo cierto es que el futuro, sea cual sea, bueno o malo, mediocre o inexistente, siempre, sin excepción, es un acontecimiento que te deja K.O.
Y es que en la imposible lucha contra los extraterrestres hostiles que, poco a poco, han ido colonizando la tierra como una bandada de inmigrantes ilegales, lo que ha sido, puede que no sea, y lo que es peor, no lo será nunca. La simpatía se desborda en los márgenes de esos impecables trajes de negro de unos hombres que no tienen pasado, ni futuro y apenas tienen presente. Uno de ellos busca respuestas pero lo peor es que no quiere saber las preguntas… ¿o es al revés? Y la única pregunta que hay es: ¿Hacia dónde se ha ido el tiempo?
No cabe duda de que, más allá de los chistes (Lady Gaga es una extraterrestre que figura en el registro de alienígenas de la agencia gubernamental para el control de la vida extra planetaria y se halla al lado de Bill Gates) y de que Will Smith es un consumado actor de comedia que hace que todo, incluso la aventura más intrascendente, parezca una situación divertida, hay un cierto aire de despedida para Tommy Lee Jones, enorme en cada una de sus miradas, que, sin duda, dejará de vestir de negro para lucir solamente sus sabias arrugas. La nostalgia de su personaje se ve compensada por un Josh Brolin que trata de imitarle con cierta habilidad y ya el tiempo, esa incógnita continua que se divide en tantos futuros como opciones, ha caído sobre los personajes haciendo que los extraterrestres de tendencias malvadas sean el pan nuestro de cada día de todos los noticieros del mundo. Con disfraces mediocres, se han apoderado de las realidades de todos y cada uno de nosotros y estas historias de entretenimiento simpático, sin más pretensiones que proporcionar un rato de fantasía y sonrisa, se han quedado atrás, ancladas en una época en la que todavía soñábamos con alcanzar la Luna y el mañana no nos preocupaba. En todo caso, hay un par de momentos con gracia, alguna escena de acción que recuerda a James Bond y a Tiburón, de Steven Spielberg y un intento de hacernos creer que el señor que se sienta al lado en el cine es un extraño procedente de un planeta a unos veinte años luz de la Tierra.
El aparato que hace olvidar funciona antes y después y esta película es un pretexto para ello. No trata de deslizar más mensajes que el de que todo ocurre por una razón y que, si ahora vienen mal dadas, habrá que esperar, con paciencia y algo de ingenio, a que algo bueno ocurra. Es en ese momento cuando, tal vez, haya que tirar de los recuerdos y acudir a una serie de lugares en la memoria que nos hagan sentir cómodos, seguros y a salvo. El mañana es un telón opaco. El ayer, aunque no lo sepamos, es una ovación de todos los que se vieron afectados por nuestras decisiones. Las aventuras de estos hombres de negro se quedan grabadas, ante todo, por su buen humor y por su inventiva y, lentamente, el tiempo se echa encima, como un K.O inevitable que avanza en su cuenta inexorable hasta nuestra extenuación y nuestra capacidad. No hace falta ser gracioso por obligación. Basta con ser gracioso por devoción. De ahí nacen los mejores chistes. Los alienígenas vienen después. Más tarde, se aproximan las decepciones que se ciernen cuando las luces se encienden. Y en el fondo, sin haber visto nada del otro mundo, hay una ligera sonrisa recordando a J, a K y a todo el abecedario secreto que veló por la seguridad del buen humor en este maldito valle de lágrimas.

miércoles, 30 de mayo de 2012

MATAR A UN RUISEÑOR (1962), de Robert Mulligan

"Si no le gusta Matar a un ruiseñor...hágaselo mirar", dice el afamado guionista William Goldman. Sobre todo si no somos capaces de mirar a través de los ojos de una niña que, en medio de sus juegos, nos hace medir la talla de su padre. Un hombre que hace lo correcto y lo justo a pesar de que la derrota es algo evidente. Alguien que tiene la virtud de decir las cosas de forma que ella las entienda. A pesar de que apenas recuerda cómo es su madre (impresionante esa escena en la que ella le pregunta a su hermano cómo era mamá mientras Atticus les escucha sentado en un banco del porche y sentimos...nos damos cuenta del inmenso vacío que deja una persona irremplazable en el corazón de alguien) y de que no puede comprender el racismo y el odio que crece entre sus vecinos contra un hombre de color...y más cuando va con sus hijos al colegio y ella sabe que son buena gente...
Ojalá algún día mi hijo me llegue a mirar como lo hace el hijo de Atticus cuando abate de un sólo disparo, lejano y de frente, a un perro rabioso que camina soltando sus enfermas babas por el centro de la calle. Cree que es un padre aubrrido y timorato. Y es un gran hombre. Como el Maestro Rodríguez Marchante dijo una vez: "Atticus Finch no es tanto el padre que todos hubiéramos querido tener como el padre que todos hubiéramos querido ser". Y es verdad. No en vano es el retrato de la infancia de la escritora Harper Lee y, tangencialmente, el de ese vecino que pasa los veranos con su tía y participa de las travesuras de los niños y que se antoja como un pequeño pedazo de la infancia de Truman Capote que explica, en parte, las razones de su conflictivo carácter.
Los días de la infancia hay que vivirlos para, luego, tener claras las razones de la felicidad. Porque quizá, una de ellas, sea volver a ser niño mientras se sacan de una caja algunos de los recuerdos de aquellos años. Porque, tal vez, es darse cuenta de que tu padre construyó los cimientos de tu ética, de tus sueños, de tu paz. Ser día cuando todo a tu alrededor, salvo un ruiseñor, te empuja a ser noche. Y tener la conciencia, como ellos aprenden, del respeto que se le debe al ser humano, cualquiera que sea su color, raza o creencia.
Pocas películas de la historia del cine han podido ser tan hermosas como ésta de la mano de Robert Mulligan, en cuya obra cobra una vital importancia la mirada de un niño. Esa mirada limpia, sin prejuicios, inocente de infancia, culpable de la próxima madurez, cuyo campo visual es mostrado por un padre, un hombre que, cuando abandona la sala, nos impulsa a ponernos de pie porque sabe decirnos que si no somos capaces de construir esa mirada...sería como...como...matar a un ruiseñor...

martes, 29 de mayo de 2012

LAS SANDALIAS DEL PESCADOR (1968), de Michael Anderson

Esta película nunca se podrá apreciar sino la vemos con los ojos de su propio contexto histórico. Basada en una novela de política-ficción de Morris West, la historia (algo que por la época se consideró impensable) giraba en torno a la posibilidad de que un cardenal ruso o del este de Europa fuera nombrado como Papa. Para ahondar más en la imposibilidad, ese hombre, en la película Kyril Lakota, fue prisionero en un GULAG soviético y padeció tortura por culpa de sus creencias religiosas. Años más tarde, la realidad hizo que la película quedara, de repente, anticuada y que aquello que nos parecía imposible se nos presentara como una certeza de la historia. Un cardenal polaco de nombre Karol Wojtyla, era nombrado Papa antes de que el Muro de Berlín fuera una ruina del pasado.
Si somos capaces de ponernos en los ojos de los años sesenta, la película presenta indudables valores difíciles de pasar por alto. Se sugiere la posibilidad de que sólo un hombre que ha sufrido en sus propias carnes la incomprensión y la intolerancia de la crueldad es capaz de mediar en un conflicto que puede romper el equilibrio de la paz mundial. Por el camino, asistimos al proceso de elección del Pontífice, entramos, aunque sea sólo de soslayo, en los meandros de la escarlata cardenalicia y en los intereses creados, que desde luego que existen, en todas esas cruces llevadas con cierta ligereza en el cuello de algunos prelados. También nos adentraremos (para mí, la parte más brillante de la película) en algunos de los recuerdos del propio cardenal interpretado con eficacia por Anthony Quinn, sobre todo en lo que se refiere a sus conversaciones con su torturador, Kamenev, al que da vida de manera soberbia e inquietante Laurence Olivier. Todo ello, salpicado con la excelente banda sonora de Alex North, uno de esos genios que nunca han acabado de ser reconocidos por Hollywood, nos da como resultado una película que no deja de tener interés a pesar del tiempo transcurrido, a pesar de que la historia ha sobrepasado el argumento y a pesar de que algunas secuencias se nos antojan difíciles de digerir.
Además de los dos citados, que sobresalen por sí solos y que son los pilares fundamentales del film, hay un reparto de lujo que secunda toda la intriga político-religiosa integrado por Oskar Werner, David Janssen (muy seguro en su papel de reportero), Vittorio de Sica, Leo McKern, el siempre gozoso John Gielgud, Frank Finlay y el eficaz y también poco reconocido Clive Revill. Todos ellos conforman un puzzle que se mueve entre el rojo soviético y el rojo de la iglesia y que nos conduce a la metáfora de un Calvario ascendido por un hombre que ya subió con su propia cruz.
Ésta película conforma un retrato muy interesante sobre los móviles de una institución que hizo, casi sin querer, que la vida imitara al arte. Tal vez porque los tiempos siempre han sido un cine con el que hemos filmado el rumbo de los acontecimientos, la ruta de las extraordinarias decisiones, el periplo de unas almas que serán más divinas cuanto más humanas sean...

viernes, 25 de mayo de 2012

INTOCABLE (2011), de Olivier Nakache y Eric Toledano

La cárcel del cuerpo impone la ayuda de la inocencia. El estereotipo de la delincuencia se revuelve en sí mismo y se convierte en el ejemplo de la ternura. Una mente romántica y melancólica se atrapa en una carne inútil. La simpatía del encuentro hace pensar en los caprichos de un destino bien humorado. Y cada uno de los protagonistas sabe extraer del otro lo mejor, lo más puro, lo más increíble que puede esconder el ser humano.
En la simplicidad y en la delicia se hallan las virtudes de una película que nació para ser una flecha dirigida al corazón. La magia se produce entre el que empuja y el que se mueve sin moverse. La honestidad hace su aparición y da paso a una vulnerabilidad entrañable. Y la mente, ese mundo tan maravilloso donde todo lo ideal se hace realidad y todos los sueños tienen algo de verdad, se convierte en el escape placentero, de la fuga esperada de unos huesos que forman la prisión del físico.
Ese mismo cerebro, que utiliza la evasión como placer, es el que también es capaz de poner todos los alrededores patas arriba. Metáfora de la verdad que tanto rodea a los que no somos capaces de sacarle todo el jugo a la vida. El humor es el aire que deberíamos respirar. Los chistes, todos ellos, son absurdos y, sin embargo, posibles. La emoción se asoma por una esquina y la sensación de hallarse bien delante de la pantalla comienza a ser el ambiente que rodea nuestras decepciones, las ahogan y las aplazan, aunque sólo sea por unos breves instantes.
Y así, con la sorpresa adherida a la piel de la sonrisa, caminamos por los baches de la misma silla de ruedas, de las mismas manos amigas, de los mismos rechazos y las mismas manías, de todo lo que nos hace ser lo que somos a excepción de lo que nos desnaturaliza y nos limita y nos maltrata. Eso estará ahí siempre pero la verdadera maestría del que sabe mirar es el dominio sobre esos elementos. Nunca hay que dejar que las circunstancias y los errores tomen el mando. Habrá alguien, también, que irá al cine deseando amar esta película y salga con una sensación de impotencia, de que la frustración puede más pero, aún así, todo dependerá de la mirada, del ánimo y de la capacidad de convencimiento y de superación que anida en todos nosotros.
La amistad no necesita de cimientos para ser sólida. El fondo del otro está ahí, al alcance y deseando ser alcanzado. La naturalidad de la sonrisa es la puerta abierta de la felicidad. Dos personas, perdidas en un mundo construido para el rechazo, comienzan a ser cómplices. Y a explorar las necesidades reales que existen para mantener el respeto, el entendimiento, la aceptación y, sobre todo, el amor. Porque al fin y al cabo, la vida es una imposible mezcla de realismo y comedia.

jueves, 24 de mayo de 2012

LA SOMBRA DE LA TRAICIÓN (2011), de Michael Brandt

La traición habita en el interior de todos los hombres. Y si no, hagamos la prueba. Todos los días cometemos actos de deslealtad. Una mentira por allí para no complicarnos demasiado la vida durante diez minutos. Una obligación que se tenía que hacer y que ha sido olvidada por razones de comodidad o de desidia. Un recado que se ha dejado arrinconado porque un aperitivo es mucho más atractivo. Lo malo no es cometer las traiciones. Lo malo es hacer de la traición un estilo de vida.
Y así, cuando la traición se aposenta y toma carta de naturaleza, comienzan las persecuciones de la verdad. Tal vez la traición sea una forma de venganza o la venganza una de las formas de la traición. O, quizás, el felón que ha sido responsable del delito sea causa de admiración para los que vienen detrás, aprendiendo de sus pasos, examinando sus debilidades, acompasando sus maldades. El caso es que en un mundo en que la mentira es algo habitual, la traición es algo que puede ser descrito como una virtud en trance de ambición personal.
Los buenos comienzos son la excusa perfecta para las películas malas y esta es una buena muestra de ello. Un ex agente de la CIA es llamado para colaborar en una investigación que dejó coja algunos años atrás y tiene que enseñar el oficio a un joven impetuoso que trabaja para la otra gran oficina de las miserias americanas como es el FBI. El enfrentamiento está servido, los personajes se van perfilando bastante bien y, de repente, todo se rompe en mil pedazos. La trama enfila una cuesta abajo imparable que llega a hacer que todo se sustente en una debilidad argumental flagrante. Las casualidades son pruebas, se adivina el pretendido misterio a través de un imposible método de reducción al absurdo y la acción cae en el rizo y en la nadería de que todo tiene un móvil más antiguo que la muerte, más evidente que la sangre y más típico que el bombo de Manolo en un partido de la selección nacional.
Tres cuartos de lo mismo ocurre con los intérpretes. Richard Gere parece muy cómodo y muy relajado durante los primeros compases y, cuando el primer acontecimiento se desata, ya parece un poco más forzado, con esa mirada suya de ojitos pequeños y físico discutible. En cuanto al joven Topher Grace no se puede evitar el recuerdo de aquel joven Farley Granger al que Hitchcock torturó con un pacto que nunca tuvo lugar con otro individuo llamado Bruno en Extraños en un tren. La realización de Michael Brandt, por otro lado, es correcta pero carente de fuerza y de convicción y, sobre todo y ante todo, habría que explicar un poco mejor los móviles que fuerzan a las personas a llegar a determinadas conclusiones con razones más poderosas que el tan manoseado arte de birlibirloque.
Así pues, prepárense para la mentira. Es la única arma del hombre corriente contra las continuas agresiones de ese mundo que parece acorralarnos más a cada hora que pasa. Incluso es bastante probable que se encuentren con alguien que ha hecho de la mentira, una forma de vivir. Intercambien mentiras, experiencias, conclusiones, arrebatos y engaños pero dejen a la admiración tranquila. Nadie por mentir mucho y bien es digno de admiración. La traición es solo un atajo para llegar a objetivos que revelan la oscuridad del más blanco de los hombres y no siempre es digna, ni justificable, ni siquiera piadosa. Todos los que la escuchan y la prueban se acercan un poco más al abismo de la imitación. Y así no habrá más premio que la soledad más triturada, más encallecida, más decepcionante. La soledad no es un ingrediente necesario de la tranquilidad. Es el primer paso para acariciar, con dedos de reproche, las largas noches de vacío, de silencio, de egoísmo y de traición. 

miércoles, 23 de mayo de 2012

PROFESOR LAZHAR (2011), de Philippe Falardeau

Dedicado a todos los profesores de la enseñanza pública, privada y privada concertada, porque todos ellos se dedican a una de las mejores profesiones que existen pero también de las más ingratas. Porque todos ellos sienten la frustración como rutina pero también, todos los días, se levantan diciéndose que esa lección que han preparado para hoy, va a ser útil, va a servir de algo, va a formar librepensadores, va a modelar una brizna del futuro de alguien. Con toda mi admiración hacia todos ellos, prescindiendo de maniqueísmos, amando lo que se enseña.

Mundos que se unen en aras de un conocimiento que no puede enseñar, solo vivir. La sensibilidad y el humor parecen convertirse en las tizas con las que se escribe en una pizarra que exhibe, orgullosa, sus enseñanzas. Cargar con la propia mochila y, además, con la de los alumnos, es una tarea demasiado pesada para un profesor que vive en el riesgo y siente en la temeridad. El silencio y el tabú de la muerte son razones más que suficientes como para renunciar a las propias inquietudes personales porque la mente, ese don maravilloso, no puede perderse en la ignorancia y el profesor quiere guiar en medio de la oscuridad. Quizá solo hasta que brille levemente la luz pero quiere dar la mano a todos los que desean alcanzar un minuto de plenitud, un segundo de magia, un instante de verdad a través de la comprensión de una existencia que, en épocas de uniforme y desorientación, se antoja enormemente complicada e inasible. La negación de la muerte no pasa necesariamente por ignorarla. La muerte es traumática y, sobre todo, incomprensible. Cerrar las cicatrices de la emoción es trabajo para la familia, pero también para los que forman estructuras de pensamiento capaces de resolver los más intrincados problemas. La exploración de la pérdida, de la fe, del exilio y de las verdades que contamos a nuestros hijos es el mejor camino para llegar a la madurez de mentes que, aún en estado letárgico, están deseando saber. Y ahí es donde entra la delicadeza del maestro, la enorme virtud de darse esperando la exigua recompensa de un tornillo más en el mecanismo de la exigencia. Exigencia oficial, exigencia burocrática, exigencia parental, exigencia empresarial, exigencia, exigencia, exigencia…
El viaje por las múltiples personalidades de todos los aprendices es tan apasionante como duro. Y debe ser tan exento de manipulación como eficaz. La emoción es la mejor droga para el alma y ahí es donde el profesor, en muchas ocasiones, se hace dueño de la atención. La película exhibe honestidad y realismo. Un realismo idealizado que se materializa a través del amor, si se quiere, pero realismo al fin y al cabo. El profesor, el auténtico profesor, derrama cariño todos los días de su vida sobre todos los que se sientan en sus pupitres. A veces no le dejan darlo, otras veces el cansancio se lo impide, las más, el desánimo lo ahoga y sale lo peor de la persona. Y ellos, precisamente ellos, los maestros, deberían tener la certeza de que siempre hay alguien que llora lágrimas de agradecimiento por su trabajo, que sonríe en casa cuando comprueban que su hijo ha asimilado bien algo que han enseñado con pasión, que, más allá de los regalos obligados con dinero comunitario, hay una mirada que solo trata de apoyarles en un caminar sobre fuego requemado. Y mientras la sociedad no sea consciente de lo que hacen y de lo que sufren, no habrá nada que enseñar.

martes, 22 de mayo de 2012

EL GOLPE (1973), de George Roy Hill

Las manos rápidas, el cerebro veloz y las piernas de relámpago. El panoli pega fuerte cuando se da cuenta. La venganza no sirve de mucho cuando fingir es la profesión. La agudeza de un timo a lo grande es una obra de arte en una pizarra de apuestas. El miedo es la motivación. La operación es tan perfecta que sólo la traición puede echarla a perder. Una chica sin rumbo. Un tipo sin afectos. Lo ideal para compartir una noche. Un tiro en la cabeza porque nada es lo que parece y lo que es mentira, se convierte en una arrebatadora verdad. No basta con lucir el tipo y chulear de forma estúpida. Eso está reservado para los rateros de barrio bajo y traje barato. Un gran golpe exige mentalidad, esfuerzo, trabajo, creatividad, brillantez y valentía. No es un cambiazo de manos como alas. Es un juego de ingenios en el que siempre pierde el espectador.
George Roy Hill dirigió esta película con tanta precisión que está hecha con fotogramas que se sobreponen al tiempo. La maestría de unos planos increíblemente sobrios, el leve tono cómico que sobrevuela todo el tinglado, la increíble participación de dos actores legendarios como Paul Newman y Robert Redford sustentados por una serie de secundarios de altísimo nivel como Robert Shaw, Harold Gould, Ray Walston, Eileen Brennan, Charles Durning, Jack Kehoe o Dana Elcar…todo ello forma un delicioso argumento de engaños, de trucos visibles y eficaces que embaucan al más reticente. Estamos ante una de esas películas que hicieron del cine algo maestro, incuestionable, maravilloso. El vestuario de Edith Head parece que llena tanto el espacio que, si nos fijamos bien, es el mismo ambiente de los años treinta en una cinta que apenas tiene exteriores salvo para dar las imprescindibles pinceladas de una época. Y todo se convierte en un escamoteo único, en una película para el recuerdo, nostálgica y perfecta. Es imposible no convertirse también en un panoli dispuesto a ser limpiado por unos cuantos profesionales.
Y es que en esa época en la que los malvados tenían predisposición hacia la respetabilidad, crueldad insana hacia los débiles por unos pocos dólares que para ellos no representaban mucho más que una propina, solo la inteligencia era un arma lo suficientemente poderosa como para esquivarlos y abatirlos. El ritmo del ragtime de principios de siglo nos introduce en la mecánica del ladrón con clase, del que se juega el tipo delante del mismo peligro. El desenfado parece salpicado por alguna gota de seriedad para dar a todo un aire de apuesta a muerte. Mientras tanto, el gozo se instala tres a uno en una carrera que el espectador va a ganar porque ya sabe el pronóstico. Los héroes visten trajes a rayas, llevan sombrero de ala ancha, exhalan complicidad como pocas veces se ha visto. El dinero es la meta y la venganza nunca es suficiente. Seamos timadores. La diversión está ahí mismo. No en el consuelo sino en la misma estafa.

viernes, 18 de mayo de 2012

FALDAS DE ACERO (1956), de Ralph Thomas

Es algo bastante poco usual que de una comedia se haga posteriormente una versión bufa pero estamos ante una de esas excepciones que hacen ver la grandeza de una historia que partió con la inigualable Ninotchka, de Ernst Lubitsch, continuó con esta versión de Ralph Thomas y acabó acompañada de las excepcionales melodías de Cole Porter y los inolvidables balanceos de Fred Astaire y Cyd Charisse en La bella de Moscú, de Rouben Mamoulian. Siendo ésta la peor de las tres versiones también hay que decir que en ella se mueve con particular soltura y una muy peculiar sorna una actriz de talento extraordinario como Katharine Hepburn, que ensombrece e, incluso, llega a ridiculizar el trabajo de ese comediante puro que era Bob Hope.
Gracias a ella, sin embargo, se origina una rara química entre ambos protagonistas y estamos ante una película fresca, divertida, en clave militar y con cargados tintes de parodia que sustituyen a la natural y sofisticada elegancia de la versión de Lubitsch y al espectáculo de seda y etiqueta que planteaba Mamoulian. Aquí, tenemos un enfrentamiento natural entre sexos que acaba en el clásico chico-encuentra-chica salpicada con algunas líneas de agudeza debidas al gran guionista Ben Hecht y que contienen la siempre divertida moraleja de que todo el mundo es comunista hasta que le toca la lotería.
Naturalmente, los estereotipos están servidos. Ella representa no sólo al mundo comunista en una época en la que la guerra fría ya era una caliente realidad sino que además compone su personaje con detalles de estoicismo que no tienen por qué ser verdaderos, más que nada porque el objetivo de la película no es el hacer una crítica política, sino simplemente contar un cuento cómico, con cierto aire de astracán con endebles ideologías de uno y otro lado como telón de fondo. Entre bambalinas, las caricaturas sirven un rato de entretenimiento y de poderío, sobre todo, femenino. Es lo que tiene cuando se trata de convencer a una mujer de las excelencias de un mundo que no conocen: cuesta otro mundo que cambien de opinión.
Además, si lo pensamos un poco, puede que el comunismo sea una mujer y el capitalismo sea un hombre y así encontraremos fáciles paralelismos en una relación de amor entre dos caracteres contrapuestos por naturaleza. Los vuelos que emprende la protagonista planean por encima de cualquier otra consideración y éste es un ejemplo muy claro de cómo un intérprete puede superar a una dirección, a un guión y a todo un plantel de excelentes actores. Quizá, de hecho, la intención de Katharine Hepburn al interpretar su papel era dejar bien patente el hecho de que no es el capitalismo el que convence al comunismo, sino que es la mujer la que convence al hombre. Ah, y tengan mucho cuidado con los paraguas envenenados, vengan de quien vengan. Al fin y al cabo, mirar con desdén la ropa interior femenina también puede llegar a ser un pecado de la opulencia.

jueves, 17 de mayo de 2012

SOMBRAS TENEBROSAS (2012), de Tim Burton

Con su blanca palidez, el tiempo cobra su venganza y convierte en eternidad lo que es maldición. El amor transformado en odio vierte lágrimas de sangre en el despecho y los celos son el alimento del rencor. Lo macabro no deja de ser ridículo y lo evidente tiene un toque mortuorio. El aire parece detenerse para quemar los rastros de una época y de un pensamiento y, una vez más, visitamos el universo gótico de un hombre que se esconde en la estética para contar lo mínimo.
Y es que, a pesar de todos los adeptos que genera, todos ellos entusiastas y algo irracionales, el cine de Tim Burton es cada vez más falso al esconderse detrás de su fascinante mirada un vacío tan grande como un acantilado de muerte y pasión. En su alma, el director aún es un niño rechazado, señalado, raro e incomprendido y quiere describir todos esos dramas con un cuento que pudo ser de terror y se queda en una broma que apenas sabe esbozar una sonrisa. Con todo ello, Burton sabe presentar un envoltorio muy rico, lleno de fantasía, con detalles de puro genio pero a la hora de narrar prefiere obviar la lógica hacia la que lleva la historia y se inventa apariciones, giros de tuerca improvisados que no llevan a ningún sitio y la certeza de que, detrás de cada fantasma, no hay más que humo, ganas de impresionar y mil trucos escenográficos que le sirven de coartada.
Al fin y al cabo, con su blanca palidez, echa mano de nuevo de ese Johnny Depp que, poco a poco, se va convirtiendo en una mera caricatura de actor mientras está en las manos del Burton más delirante (reciente tenemos una muestra de lo que es capaz cuando tiene espacio dramático para desenvolverse en la aceptable Los diarios del ron, de Bruce Robinson) y su interpretación no es más que un grand guignol que ya comienza a repetirse hasta el hastío. Por supuesto, no se olvida de su pareja, Helena Bonham-Carter, con la que disfruta al ponerla en situaciones torturantes o, cuando menos, ridículas. Desaprovecha el inmenso privilegio de contar con Michelle Pfeiffer, interesante en alguna escena pero más por la aureola que arrastra que por el oficio que demuestra y, desde luego, otorga el papel más lucido a Eva Green, mujer que se adapta perfectamente a la imaginería de Burton, con ojos grandes, casi agresivos, puro misterio y, sin embargo, seductora hasta el grito. El resultado es muy irregular y se sale del cine con la sensación de una gracia mal contada, con un par de chistes que no llegan a la carcajada, con una historia que no tiene más que la consabida adoración por los que son y se sienten diferentes y una sensación de levedad impropia de alguien que ha llegado a dirigir pequeñas joyas del cine como Ed Wood o Big Fish por poner solo dos ejemplos.
Con su blanca palidez, la sangre es aún más roja y el deseo es aún más fuerte. Los ojos parecen salir de las órbitas sobre las dos patas hechas de colmillo y maleficio. El amor es el gran perseguido cuando los monstruos se baten en un duelo que solo puede acabar con la rotura de porcelana de una piel que nunca debió morir. Los abrazos del ataúd de madera son tan largos que duran para toda la eternidad. El techo es el polígono del sexo y la violencia es la aparición de una época en la que todo era locura profunda, cordura intrascendente, ambición por el triunfo, canibalismo precursor.
Con su blanca palidez, el rostro de aquel que fue maldito parece hallarse entre las sábanas de un infierno de hemoglobina de color falaz y la única salida consiste en tocar lo que se ama para corromperlo, para echarse unas cuantas ironías con la perplejidad como motivación, para tener la confianza de que el mañana es un concepto anticuado, por mucha estridencia que se quiera poner en la vida. Es lo que tiene la palidez de la muerte. La vida, casi sin quererlo, se resquebraja en un montón de sueños que hacen de la diferencia, una placentera pesadilla. Son las sombras de la existencia. 

miércoles, 16 de mayo de 2012

LA FORTUNA DEL CAPITÁN BLOOD (1950), de Gordon Douglas

¿Quién no recuerda aquel maravilloso Capitán Blood que encarnó Errol Flynn con gracia, belleza y garbo? Bien, pues quince años después de esa película, se volvió a retomar el personaje bajo la piel de Louis Hayward, un actor que ya había estado brillante en historias de tanto prestigio como Diez negritos, de René Clair o la estupenda y desconocida House by the river, de Fritz Lang. El caso es que el tipo se desenvolvía con cierta soltura con una espada en la mano y hasta en ciertos momentos hace olvidar a ese gran espadachín que era Flynn y la película, dirigida con menos mano maestra por Gordon Douglas no está mal y no desmerece en absoluto de la primera, regida bajo los designios del gran Michael Curtiz.
Cierto es que la aventura nace con clara vocación de serie B, pero eso no es óbice para estar ante unas cuantas escenas bien coreografiadas de acero y valor mientras se sigue el típico argumento de chico pirata encuentra a chico malo y, a su vez, ambos encuentran chica española que está de toma pan y moja y que aquí tiene el rostro bellísimo de la señora de Joseph Cotten, la señorita Patricia Medina. Y no cabe la menor duda de que este título está muy por encima de esa terrible secuela que se originó con el vástago posteriormente desaparecido en Vietnam del auténtico Capitán Blood, Sean Flynn, con el título de El hijo del Capitán Blood. También habría que destacar el gran trabajo que realiza George Macready, ladino contrincante del héroe, que domina la escena con sólo estar presente y que pone el punto de maldad en una historia que resulta mejor porque tiene un villano que, sin ser memorable, contiene grandes registros.
Así que ahí delante, entre jarcias y trapos al aire, tendremos algo de acción bien rodada con pocos medios, vicisitudes de alta mar salpicadas con olas de amor y competencia entre hombres de mano en cazuela y honor en entredicho, un protagonista con menos carisma que su predecesor aunque con singular destreza en duelo, un par de sorpresas metidas bajo faldones de nobleza, relaciones ambiguas entre tipos que se pelean por un quítame allá unos granos de arena con forma de mujer y pecado e, incluso, hay alguna que otra escena que recuerda lejanamente algo que está hoy tan asquerosamente de moda que resulta gracioso y que es la saga de Piratas del Caribe.
No hay sombras bajo las banderas que ondean al viento pero un poco de penumbra nunca viene mal para disfrutar de un blanco y negro que parece ser un tesoro de conquista para bucaneros del mar hostil. Tampoco existen grandes efectos especiales, ni secuencias de épica de calavera y tibias. Hay una historia que nació para entretener, con romanticismo y honor grabados en el filo del acero. Y, por supuesto, un buen rato para olvidar problemas mientras nosotros también desenfundamos y herimos el aire buscando una carne que merezca ser mordida por una lucha que merece la pena. No hace falta mucho para sentirse uno más de los hombres del mítico y legendario Capitán Blood.

viernes, 11 de mayo de 2012

LA HIJA DEL EMBAJADOR (1956), de Norman Krasna

El aburrimiento es uno de esos grandes móviles que pueden espolear la voluntad de las mentes más apáticas. Con esto no quiero decir que esta película sea aburrida, no me entiendan mal. La que está aburrida es la protagonista. Y para salir de esa abulia, decide demostrar a su diplomático padre que no todos los que visten uniforme tienen piel de lobo. Claro, en el camino, se encontrará el inevitable romance que demuestra que, más que lobos, son corderitos a la búsqueda de pastora.
Lo cierto es que es una comedia ligera, sin muchas pretensiones, concentrada en el carisma de su intérprete principal, Olivia de Havilland, que intercambia más de una mirada de inteligencia con esa maravillosa actriz que era Myrna Loy mientras el algo envarado John Forsythe intenta aportar algo de clase masculina embutida en personalidad de calzonazos. Algo bastante típico si consideramos que el alma y la carne de todo el embrollo responde al improbable nombre de Norman Krasna, un consumado autor de la risa que, en esta ocasión, sin ofrecer una obra maestra mayor, nos proporciona un rato simplemente agradable, con suaves toques de encanto y con el acento puesto en unos diálogos que, por instantes, consiguen alcanzar la agudeza y la brillantez más descarada. Así que pónganse la máscara de la levedad si quieren disfrutar del divertimiento. Aquí estamos lejos del Wilder más ácido y nos movemos alrededor de la comedia de situación, ambientándola con aromas parisinos para que haya algo más de belleza y se disfrace el mediano error que fue considerar a Olivia de Havilland para un papel que ya le venía pequeño por culpa de las delatoras arrugas que poblaban su hermosura. Y es que el color de la ciudad es un gran maquillaje como sombra de ojos.
Es tiempo de dejarse llevar por los últimos años de la comedia más clásica. Un fácil enredo con apuesta de por medio que incluye la elegancia de unos vestuarios y unas localizaciones que se entreven por medio del lujo y del disfrute. No, no es una gran película. Ni siquiera es una buena película. Es una película que te invita a entrar en un juego inocente y previsible y, si se acepta, puede resultar una experiencia para el agrado, una tenue sensación de suavidad en los dedos, de estar cómodo viendo algo intrascendente que va de la media sonrisa a la cuerda vocal desatada y que deja un sabor dulce y frugal. Es como subir al último piso de la Torre Eiffel, ya sabes lo que te vas a encontrar, te imaginas a la perfección hasta el aire que debe correr…pero ¿acaso es un límite para el disfrute? De ninguna manera. Entre hierros y vistas y horizontes de piedra y urbanismo, hay una ciudad que late al ritmo al que siempre hemos deseado: al del amor. Y ya saben que, cuando estamos en París, el amor es primero, segundo, postre, copa y puro.  Ah, y no se olviden de recordar esta película cuando vayan a pasar una temporada larga al extranjero. Precisamente en esos lugares es donde nos atrevemos a hacer cosas que, ni soñando, osaríamos hacer aquí. Es la ventaja de ser extraño en una tierra de posibilidades. Que siempre hay un arco del triunfo.

jueves, 10 de mayo de 2012

LOS DIARIOS DEL RON (2010), de Bruce Robinson

En el fondo de un vaso de ron, la realidad se distorsiona hasta construir monstruos de garras feroces que quieren destruir paraísos para amasar fortunas, para dilapidar voluntades, para fenecer sueños. El lujo está al alcance, la suave brisa marítima parece acoger camisas rellenas con aire y tranquilidad. Los bolsillos, mientras tanto, se mueven. La codicia se despereza y siempre pagan los más humildes, los que pierden porque, al fin y al cabo, no tienen nada que perder.
Pero al final, cuando todas las gotas de alcohol se han consumido, cuando los vómitos y los mareos se disipan y las brumas de la ética se dispersan, tal vez haya la certeza de que el periodismo nació para hacer que las líneas de tinta olieran a verdad. Es el deber de quien quiere contar algo con rasgos de autenticidad. Ya basta de venderse a los intereses creados, a los que siempre quieren amasar el lujo entre sus manos. Es suficiente con los enrevesados ladrones que dirigen falsas líneas editoriales con el fin de asegurarse la caja llena y el fracaso delante. El periodista debe informar, con rigor, con exactitud, con la obligación de la certeza por delante, sabiendo que la razón, refrendada por los hechos, está de su parte. Si no, el que escribe no será más que otro borracho que se deja arrastrar por una corriente que devora, que aniquila, que destruye la creatividad, que chantajea la moral a cambio de una seguridad comprada al diablo.
Precisamente en tiempos donde la gente humilde encara el nuevo día con la certeza de que acabará peor y los malditos aprovechados de siempre se llenan los bolsillos a costa de sobornar voluntades y de vender quimeras, es cuando el periodismo, desde el más influyente hasta el más inofensivo, debe decir en voz alta lo que es. No lo que piensan unos, no lo que piensan otros. Lo que es. Informar es un derecho que cualquier ciudadano debería recibir, informar con veracidad es la ventaja añadida, informar de lo justo es la imprenta de la honestidad. Honestidad, una palabra en fuga. Quizá se halle también en el fondo de un vaso de ron.
Y así, tal vez, en una isla del Caribe, a principios de los años sesenta, se halle un germen de resistencia, una negativa al dinero fácil que ha quedado tristemente olvidada con el devenir de los años. No importa que se lleven las rotativas, que no haya soporte, que las palabras queden prisioneras de un aire que siempre es efímero. Lo que importa es mantener los principios en el vaso, bebérselos y no dejar que salgan y se escapen como traidoras ideas de ambición. Y al infierno con las playas, con las chicas de labios rojos y sabor de manzana, con el tipo que se largó con el dinero y con los facinerosos que quieren acumularlo. La firma y el tema debe ser el mismo: la verdad.
Con una banda sonora admirable, el director Bruce Robinson nos lleva haciendo eses hacia el universo de Hunter S. Thompson, periodista y escritor, alcohólico y honrado, que escribió la novela en la que se basa esta película con instantes servidos en un combinado de mediocridad e interés. Johnny Depp se muestra seguro en el papel de ese periodista que bebe y se atasca en la vorágine del trópico para acabar llegando a la más profunda de las convicciones. Hay que hacer frente a todo lo que hace que el ser humano sea mediocre y bastardo. No en vano es el único animal que tiene una ética y se comporta una y otra vez como si quisiera negarla con sus propios actos. La basura se esparce también en el Edén. Y hay que apartarla con la gramática de quien sabe que la verdad es el único camino hacia la libertad. Y el hombre no deja de mentir porque es una droga que le salva, le justifica, le anima y le hace parecer mejor. En realidad es todo lo contrario pero se ha llegado a la conclusión de que creerse las propias mentiras es un dulce estado de inconsciencia cuando lo único que hace es retrasar un final que se antoja inevitable. Y es entonces cuando nos encontraremos con la mirada de un gallo de pelea dispuesto a descuartizar a quien le ha estado engañando sin moral y sin razón.

miércoles, 9 de mayo de 2012

EL PEQUEÑO LORD (1936), de John Cromwell

Estamos ante una de las mejores adaptaciones que se han hecho nunca de un clásico de la Literatura infantil. Por eso, tal vez sería mejor despreciar esos prejuicios tontos que a veces nos invaden sobre la antigüedad y la ñoñería que pudiera desprender esta historia y dejarnos llevar por una fábula que es más un cántico a la inocencia, un homenaje a la bondad y un nostálgico recuerdo hacia algo que hoy en día parece trasnochado tan sólo porque el ser humano es incapaz de llevar a la práctica como es la generosidad.
Para ello, David O. Selznick, que años después escalaría hacia la cumbre de la producción con Lo que el viento se llevó, no duda en encomendar la película a un hombre de probada profesionalidad como John Cromwell, uno de esos artesanos que despertaba la misma fiabilidad en las retorcidas entrañas del cine negro como en estos cuentos contemporáneos que rememoran vagamente la denuncia y el compromiso de Charles Dickens aunque en esta ocasión el original literario parta de Frances Hodgson Burnett. Para el personaje del niño, centro de todas las emociones y reacciones que despierta la trama, prefirió a Freddie Bartholomew, prodigio de la época que consiguió secuestrar corazones y arrancar lágrimas en la estupenda Capitanes intrépidos y, por último, para el papel del tío que deja su millonaria herencia a su más que digno sucesor insistió en Aubrey Smith, un hombre de rostro afable y labrado en los surcos que la piel dibuja cuando aparece la siempre inoportuna vejez y que era capaz de transpirar una singular amargura que se convierte en la motivación de todo el asunto.
Y en el fondo, es una película que habla también de la modificación de caracteres impuesta por un niño que enseña a vivir. Eso mismo que los adultos tantos nos empeñamos en negar porque creemos que somos nosotros los que enseñamos. Para ello, Selznick y Cromwell tuvieron especial cuidado en elaborar unos refinados diálogos que son pequeñas joyas del tamaño de su protagonista, que consiguen también cambiar un poco la mirada de quien ve y el tacto de quien siente. Es el sabor que tiene la reconciliación entre dos modos distintos de ver la vida y que debería ser toda una lección para estos tiempos tan agrios a los que estamos asistiendo.
El gran mérito de esta película es que, teniendo todos los ingredientes para ser una historia lacrimógena ladeada hacia la cursilería, clara candidata a que el tiempo la hiriese con sus segundos punzantes es que fue y sigue siendo un espectáculo de entretenimiento que, no exento de emoción, también hace pensar un poco, no mucho, acerca de la verdadera naturaleza humana. El amor nos hace también personas por mucho que queramos esconderlo detrás de los ceros de los billetes. La sangre también tira, por mucho que queramos secarla tras inmensas propiedades repletas de lujo y soledad. Es la confianza en que algo dentro de nosotros se remueve cuando las razones son tan poderosas que ningún corazón medianamente bien amueblado se resiste. Así que dejemos que estos decoradores entren hasta la cocina. El envite merece la pena.

martes, 8 de mayo de 2012

TORO SALVAJE (1980), de Martin Scorsese

Un mar de bruma parece cernirse sobre esa figura que más parece un animal que un púgil. La piel de la furia se llena de sudor mientras a cámara lenta saltamos con él sobre una lona que siempre se presenta como un territorio hostil. Al fondo, una ópera nos recuerda que estamos ante un héroe que subirá hasta lo más alto para caer de la forma más dura. El blanco y negro de las calles del Bronx saturan la mirada de un hombre que tuvo que aguantar golpes inhumanos entre las cuerdas pero que no supo encajarlos tan bien en una vida que se empeñaba en mantenerlo en la mediocridad. El éxito cegador. Las cejas rotas. Las heridas abiertas. La obsesión presentada como un golpe definitivo.
Los brazos estirados del ring hicieron mella en un boxeador que solo quiso que le amaran. Como marido, como padre, como ídolo del deporte, como actor, como puro entretenimiento de una masa que le rechazaba una y otra vez porque golpeaba de forma desbocada, intentando subir rápido, tratando de humillar con una energía que parecía sacada de su propio carácter mimado, inseguro, insano y obcecado. Pudo ser alguien y lo que consiguió fue un pasaporte hacia el fracaso, una barriga de impresión, unas cuantas borracheras que solo fueron acentos sobre una vida demasiado intensa, el odio de los que le rodeaban, un muñeco que exhalaba pena y, tal vez, una simpatía demasiado hundida como para hacerse evidente.
La sangre salpicó las primeras filas con puñetazos de una violencia salvaje. Jake La Motta tuvo un gran problema y era que siempre perdía, incluso cuando ganaba. Le costaba asimilar el triunfo porque, en el fondo, era un perdedor nato que aguantaba muy bien las palizas. Sus combates con Sugar Ray Robinson fueron pura épica en la que no había más que el demonio de la revancha separando a los luchadores. Cada vez más alto, Jake, cada vez más patético.
Robert de Niro realizó una interpretación que, muy posiblemente, sea de las mejores que se han hecho en el cine moderno. El relato fragmentado de Martin Scorsese fue potente, vigoroso, lleno de rabia que movía al espectador a querer enfrentarse contra ese púgil que no sabía cubrirse ante la vida, que solo la maltrataba una y otra vez, queriendo vencerla por K.O y cosechando una rotunda derrota. Joe Pesci, grande y único, era la conciencia y el guardián de los sueños de su hermano hasta que él también es apartado por una furia mal gastada, una tremenda obsesión sin sentido, una locura que solo puede proporcionar el sudor y el humo de demasiadas noches recibiendo puntos de sutura.
Cuando el éxito parece estar rodeando a las personas normales, siempre se debería ver esta película. Solo así podremos darnos cuenta de que arriba y abajo son conceptos tan relativos como el capricho y la popularidad. Y después de eso…no hay nada. Solo el silencio, la sombra de un gancho bien repartido, un espejo que devuelve la imagen y la certeza de que se podría haber sido alguien de no haber amasado tantas culpabilidades. Fuiste tú, Jake. Fuiste tú.

viernes, 4 de mayo de 2012

LOS VENGADORES (2012), de Joss Whedon

En un mundo de caos y peligro no queda más remedio que acudir a la heroicidad anárquica para solucionar problemas de urgente solución. Quizá alguien, en alguna parte, decida declarar la guerra a la estúpida raza humana, débil e indolente, para tener un ejercicio de poder efectivo. Una organización secreta tiene los resortes para hacer frente a esa amenaza. Pero también tiene que luchar contra sus propios defectos. El mayor de ellos es que todo héroe tiene un lado muy oscuro, en la misma frontera de las tinieblas.
Así pues, los super-héroes se reúnen e intentan unir fuerzas contra una amenaza que casi es inaprensible. El espectáculo está servido y no se escatiman esfuerzos. Hulk, el Hombre de Hierro, la Viuda Negra, Ojo de Halcón, el Capitán América…nombres imposibles para una realidad imposible que se hace cercana por el humor, por la entrega y por el valor. Vuelos impensables de portaaviones volantes, la zona de guerra en pleno centro de Manhattan, la manipulación un tanto ladina dentro de la jefatura de la propia organización a la que pertenecen… El hombre frente a fuerzas mucho más poderosas. El hombre frente a héroes que tienen la bravura pero que, tal vez, también tienen muchos puntos discutibles en su proceder. Así es la guerra. No son buenos contra malos. También pueden ser buenos que podrían ser malos. También pueden ser malos que desean ser buenos.
Joss Whedon dirige con cierta eficacia este cómic en el que se dan cita los más populares héroes de Marvel dispuestos a salvar la Tierra incluso a costa de sus propias dudas. El humor es una de las grandes bazas de todo el destrozo y la dirección se revela brillante en algunos momentos como en una secuencia en la que se recorren, uno a uno, los quehaceres bélicos de cada uno de los protagonistas mientras se libra una terrible batalla en un entorno urbano. La sobriedad, salvo en algunos instantes aislados, se revela también como un arma extraordinariamente válida. Sí, porque la sobriedad también es posible en medio de un espectáculo que no pretende otra cosa más que entretener mientras se reúne a actores de todo tipo y pelaje entre los que cabe destacar a Robert Downey Jr., el mejor de todos ellos, seguido muy de cerca por Mark Ruffalo, que sabe dotar a su Hulk (La Masa en mis tiempos) de todas las contradicciones y brutalidades del personaje que se hallaban muy mal descritas en las encarnaciones de Eric Bana y de Edward Norton. Al otro lado quedan las interpretaciones pétreas, casi de muñeco, de Chris Hemsworth y Chris Evans, totalmente prescindibles en sus convicciones y actitudes. En medio, una muy poco creíble Scarlett Johansson y un aceptable Jeremy Renner acompañados del liderazgo de Samuel L. Jackson, muy encerrado en sus obligaciones y solvente en sus oscuridades. Para completar el cuadro, apariciones de actores que merecen un vistazo como la estupenda intervención de Harry Dean Stanton, el desangelado Stellan Skarsgard, la seductora Gwyneth Paltrow e incluso la esperanzadora fotografía de Natalie Portman que tomará vida, con toda seguridad, en próximas secuelas. Todo ello da como resultado una película de aventuras trepidante, algo vista en algún momento, sin mucha preocupación por nada más que hacer pasar un buen rato, con alguna planificación de mérito (impresionante la secuencia de Hulk persiguiendo en plano frontal a la Viuda Negra) y que deja buen sabor de boca sin regusto a maestría.
Más o menos, y como la genial aparición de Stan Lee recuerda, hay que guardarse de los peligros del espacio exterior pero, señores, no pierdan ustedes de vista a los guardianes de la paz y de la seguridad. Ser héroe es muy duro. Ser super-héroe es propio de personas que han perdido la cabeza. Perdámosla y admitamos que Los vengadores es un rato de acción que, en algunos momentos, llega a secuestrar la mirada. Y aplastemos la siempre irritante lógica. 

jueves, 3 de mayo de 2012

LA MALDICIÓN DE ROOKFORD (2011), de Nick Murphy

Detective de penumbras y falacias, buscadora incansable de verdades decepcionantes, escrutadora del vacío que intenta encontrar respuestas y que desempeña un trabajo que ostenta la terrible contradicción de frustración cada vez que corona un éxito. Ella es la mujer liberada de principios del siglo XX, con estudios y con inteligencia para aplicarlos. Pero no cree porque no ve. No cree porque no recuerda.
Rodeada de tecnología compuesta de cobre e imanes, trata de descubrir la verdad que siga manteniéndola en un permanente estado de frustración y pena. Caprichosa de comportamientos, elevada de espíritu y con un punto de arrogancia, la protagonista de esta historia intenta moverse entre los despreciables estados de la razón y del desengaño. Con ella, a veces, también se van un puñado de sueños y alguna que otra ilusión descreída. Su futuro es silencioso y su convicción es de cristal.
Rebecca Hall, muy desaprovechada en muchas de sus intervenciones cinematográficas, se convierte en el centro y atractivo principal de una película que no juega a ser terror pero que tampoco se mueve en los límites del suspense. Parece como si el director, Nick Murphy, quisiera confinar los rincones de la mirada al reducido espacio de un purgatorio para las buenas historias que destacan por no acudir a recursos demasiado fáciles, ni tampoco a fórmulas reconocidas en ocasiones a millares. Y el resultado es un cuento de horror con algunas anotaciones de inteligencia, puntuales momentos de interés inquietante y, por supuesto, errores de caligrafía que se perdonan con facilidad. Tanto como nuestras propias faltas.
Y es que aunque los fantasmas sean la motivación principal, los ojos tienen que dirigirse a través de esas presencias para llegar al viaje interior que destapa lo que la mente olvidó como mecanismo de defensa. Unos se hieren a sí mismos para recordarse que la vida es una condena muy difícil de cumplir. Otros juegan al equívoco para que la esperanza sea un estado de ánimo. Algunos, los menos, ya se hallan en un irrecuperable camino al infierno salpicado de ingenuas perversiones, violencias reprochables y extravíos de los deberes y responsabilidades propios de una profesión tan imposible como insustituible como es la de maestro. Todos, a poco que podamos echar una ojeada a nuestro alrededor, tenemos nuestros propios fantasmas. Obsesiones que nos rondan cuando la oscuridad se adueña de la visión y la realidad parece confundirse peligrosamente con la sugestión y la penitencia.
Acompañando a la actriz principal, es de apreciar el trabajo de Imelda Staunton, fácil de recursos y versátil en sus sensaciones; y de Dominic West, irremediablemente atractivo en su dureza, apasionadamente culpable en su intimidad. El conjunto está lejos del terror gótico y se concentra en el pánico interior, en lo que ni siquiera nos atrevemos a mirar, en aquello que es inconfesable hasta para nosotros mismos. Quizás esa es la peor clase de terror que se puede describir porque es cotidiano, lo llevamos encima, es crónico y es parte de nuestra piel y de nuestro pensamiento. Solo que está agazapado, escondido y siempre, siempre, muy presente.
Así pues, es hora de mirar hacia adentro, de navegar por mares de tiza gastada en pizarras que muestran los fantasmas de cuentas y oraciones pasadas, de suponer que todo es inútil y, a la vez, de esperar que todo es un deseado punto y seguido. Las maderas crujen porque los pupitres se quejan, los cristales reflejan espectros que están de paso, la soledad es la pieza clave del entramado, los metales giran en busca de las presencias y nosotros, culpables e indefensos, buscamos lo que siempre hemos buscado. La compañía de quien más queremos porque si no, solo encontramos la aburrida eternidad.