martes, 27 de febrero de 2018

TODO EL DINERO DEL MUNDO (2017), de Ridley Scott

Una fortuna amasada a base de pocos escrúpulos, mucho oportunismo y bastante tacañería puede ser algo muy goloso para algunos facinerosos. Sin embargo, tendrían que darse cuenta de que no es fácil sacarle dinero a un potentado que cuenta con tantísimos ceros en su cuenta corriente porque sus sentimientos suelen ser mentiras disfrazadas y su corazón está hecho de tinta verde de papel moneda. En realidad, secuestrar a su nieto es tan absurdo como retador. Y John Paul Getty no era un hombre que aceptaba retos. Simplemente, los terminaba.
Así que ahí tenemos al hombre que se ha hecho a sí mismo con una enorme visión para los negocios y que se niega a pagar rescate alguno por un miembro de su familia amparándose en razones económicas, fiscales o de amoralidad empresarial. Eso es lo de menos. Siempre tendrá una excusa que exhala desde la cima del poder porque él es el hombre que maneja los hilos, que es capaz de comprarlo todo y, a la vez, de venderlo triplicando su precio. Sólo hay una cosa que John Paul Getty no soporta, y es que le arrebaten lo que ha sido suyo.
Mientras tanto, las personas corrientes, el resto de los mortales, importan más bien poco. Son sólo insectos que se mueven inquietos intentando sobrevivir en un mundo en el que se saben perdedores. Las lágrimas de una madre tienen muy poco valor en bolsa. El desprecio de su hombre de confianza no cotiza al alza. La obligación moral no es una obra de arte con la que se pueda comerciar. Todo eso no interesa. Es paja para ese mundo de venganza de media sonrisa y de puñalada trapera que se mueve, siente y se manifiesta en las altas finanzas. Ser humano no tiene prima de riesgo.
Por una vez, Ridley Scott trata de alejarse de las veleidades incoherentes y fuera de lugar que le han atenazado en muchos de sus títulos y trata de hacer una película sólida, con el dinero como protagonista al añadir muchos ceros al rostro del mismísimo diablo. Consigue en parte su objetivo, entre otras cosas gracias al enorme trabajo de Michelle Williams y, sobre todo, al de Christopher Plummer que es quien, realmente, se hace un hueco en la memoria, pero el conjunto resulta algo plano, sin demasiada profundidad porque Scott renuncia a la sutilidad y se concentra en un mensaje, quizás, evidente y manido como es la avaricia, la aparente justicia del destino, la terrible moral del dinero y la frialdad de un mundo vedado al vulgo que sólo se iguala al rico en la hora de la muerte. Por lo demás, también se hace un cierto ridículo en el empleo de la voz en off, que se olvida según avanza la historia, pero que destaca en su sobriedad y en una puesta en escena casi adusta, acorde con la seriedad de un personaje que nunca supo lo que es el amor salvo, tal vez, en alguna obra de arte comprada a un precio obsceno.

No queda otra cosa que dejarse atrapar por esta historia de intereses encontrado y torticeramente ejercidos, siempre con la traición en la siguiente firma y con seres que reconocer su propia debilidad ante el poderoso caballero que es Don Dinero, que, esta vez, se nos presenta en carne y hueso con alguna veta de mármol. El resto es sólo un rescate que estamos obligados a pagar si queremos ver una de las últimas interpretaciones de un actor elegante, que, en esta ocasión, es capaz de helar las venas con una mirada y de parar el corazón con el rasgar de la pluma sobre un papel en el que los demás siempre reconocen su derrota. 

YO, TONYA (2017), de Craig Gillespie

Los perdedores suelen ser mucho más fascinantes que los triunfadores y, quizá, Tonya Harding perdió desde el principio. Aunque fue la primera mujer capaz de ejecutar un triple Axel en una pista de hielo, fue derrotada en todas y cada una de las facetas de su vida tal vez porque le faltaba algo básico en su atribulada existencia. Ese algo se llama amor. A su alrededor se movían demasiados intereses personales más relacionados con el egoísmo que con cualquier otro motivo. Fue maltratada física y psicológicamente por su madre, por su marido, por los jueces, por el destino y, también, por sus propios patines.
Y fue algo tremendamente cruel porque sintió la caricia suave y prolongada de la gloria sin que nunca la tuviera entre sus manos y, mucho menos, en su ánimo. Hizo todo lo posible para alcanzar la felicidad y siempre hubo algún factor que se lo impidió. Bien es verdad que suele ser bastante común calificar a las personas según el ambiente que las rodean y ella tuvo un entorno hostil, que la odió desde el principio, que no le puso las cosas nada fáciles y que llevó a alguien que consiguió atesorar algo de talento a base de trabajo al fracaso vital. Y no es fácil asimilarlo. Quizá sólo la madurez supo aportarle algún retazo de sabiduría. Poca cosa para alguien que parecía estar destinada a subir a lo más alto con una medalla olímpica colgando del cuello.
Así que es posible que, además de ser una de las deportistas más aborrecidas de la historia, también cometiese errores de bulto que ponían en evidencia su corta inteligencia que, evidentemente, trataba de superar a base de tesón y empuje. Demasiadas correas la sujetaban, demasiadas agresiones, demasiadas palabras hirientes que la animaban a transgredir las reglas establecidas. No había probado otra cosa en su vida así que todo daba igual. Ella no sería nunca reconocida a pesar de sus logros. Y para ser campeona hacía falta algo más, algo que ella no poseía. Quizá era la magia de saber conectar con el público, con la gente que tenía que apreciar su esfuerzo titánico. Si hubiese tenido unas pequeñas dosis de hechizo, tal vez hubiera sido una leyenda. Pero no lo fue. Apenas si fue una digna competidora.

Esplendoroso trabajo de Margot Robbie en el papel principal, dando carne y fuego a la polémica patinadora que cortó el hielo con sus cuchillas para hacer trizas su vida. A su lado, una demoledora Allison Jenney que trata de ahogar cualquier resquicio de cariño en aras de una ambición que nació frustrada. Buen trabajo del director Craig Gillespie en las secuencias de patinaje aunque un tanto nervioso en el resto, como intentando trasladar al espectador la crispación que sentía la propia Tonya Harding. El conjunto resulta ágil e increíble porque parece imposible que tanta imbecilidad haya estado alrededor de alguien que estaba llamado a las más altas cotas del deporte. Y es que el éxito está jalonado de fracasos, pero, a veces, el camino es el contrario y es el fracaso el que está repleto de éxitos. Sobre todo si se desea con todas las fuerzas ser amada y sólo se consigue el rechazo y el despiadado sensacionalismo de unos medios que se centran en la polémica que haga vender exclusivas. Y más aún si está en juego una medalla, un prestigio, la estima del gran público y la seguridad de que cada paso en la vida influye en los resultados deportivos. Y más aún cuando se trata de hacer lo que nadie se atrevió antes.     

viernes, 23 de febrero de 2018

THE PARTY (2018), de Sally Potter

Una reunión de amigos para celebrar que una de ellas ha sido nombrada ministro. Eso no pasa todos los días. El móvil no para de sonar. La puerta se abre para recibir a todos. La música suena alta. Las copas de champagne tintinean en la conversación. Sin embargo, la ironía anda suelta en la fiesta. La beneficiaria del nombramiento ha tenido que fingir en muchas ocasiones para llegar a lo más alto. Y la noticia, de una forma mágica, se eclipsa porque hay cosas más importantes que atender.
Así, con una sonrisa lejana ante una situación dramática, nos encontramos con que todo un mundo de traiciones, amores escondidos, cinismo, palabras huecas y secretos emerge entre tanta amistad que se antoja como una insultante mentira. Nadie es lo que parece y todos tienen algo que ocultar. El psiquiatra alemán que siempre tiene la palabra justa, la nihilista amiga del alma, la pareja de lesbianas que se han sometido a una inseminación artificial, el histérico financiero que respira rayitas como quien se toma una copa, el marido de la anfitriona, casi ausente porque, de repente, su vida se ha puesto del revés y la invitada que nunca llega y que levita misteriosamente como un nombre inalcanzable y, a la vez, deseado. Las pasiones se desatan, las verdades salen a la luz, la alegría se torna decepción y se camina peligrosamente hacia la violencia. Es una fiesta divertida, no digan que no.
Sally Potter dirige la película con certero aguijón para destapar las falsas apariencias de la clase acomodada, que busca el posicionamiento social bajo el disfraz de la amistad, de la impostura irritante, del embuste como forma de vida. Y, tras todos los protagonistas, el miedo se alza ante ellos. Miedo a la soledad, miedo a la muerte, miedo a las ambiciones truncadas, miedo hacia la responsabilidad que se avecina, miedo, solo miedo. Al fin y al cabo, son seres humanos y por el hecho de que se muevan en las alturas, no son diferentes. Casi son más vulnerables, más imperfectos y, sobre todo, más despreciables.
El elenco de actores se maneja con verdadera maestría. Mención especial merecen Patricia Clarkson, Kristin Scott Thomas, Timothy Spall y Bruno Ganz, que hacen a sus personajes creíbles, hirientes y con mucha entidad. Más insoportable resulta Cillian Murphy, pasado de vueltas y bastante irritante, que resulta adelantado por la izquierda por las espléndidas Cherry Jones y Emily Mortimer. El conjunto resulta breve y acertado en general, con diálogos repletos de mala sangre y de inseguridad, con pinceladas descriptivas de la vida secreta que se esconde en sus tristes existencias que, al fin y a la postre, resultan mediocres. Son lobos y perros que sólo pueden sobrevivir devorando lo que tienen más cerca aunque eso sea poco menos que una entelequia.

Pasen, por favor. Estaremos encantados de recibirles. En apenas unos minutos, la trama estará ya en su nudo y las revelaciones no se detendrán hasta el final. No miren en el cubo de la basura porque quizá se encuentren un puñado de amistades quemadas, inservibles, egoístas y fútiles. La excusa para celebrar esta reunión es que, por una vez, se va a decir la verdad. Tengan cuidado cuando llamen a la puerta. Puede que digan una última frase que les deje para siempre en el umbral de un mundo en el que nunca debieron entrar.

jueves, 22 de febrero de 2018

LA FORMA DEL AGUA (2017), de Guillermo del Toro

Incapaz de sentir tu forma, te encuentro siempre a mi alrededor. Sólo quiero tener la certeza de que estás ahí, detrás de mí, abrazándome para unirnos en todo aquello que nos hace diferentes, aunque yo sé que lo somos porque pocos son capaces de sentir el amor en unos tiempos de odio, de separación y de intereses creados. Cada instante pasado contigo es como si el mundo abriera sus oídos para las palabras que nunca se han dicho y, de nuevo, la vida tiene sentido, en la soledad de tus besos, en el silencio de mis lenguajes, en la nada que, de repente y sin avisar, se ha convertido en todo.
Tu presencia llena mis ojos con tu amor y hace más humilde mi corazón, porque lo que tú sientes deja empequeñecido todo lo que yo pueda sentir. Tus ojos me miran y sólo me veo a mí. Tu cuerpo se queja y sólo me desea a mí. En la libertad del agua, en la amarrada distancia de nuestros cuerpos, en el deseo que tanto tiempo se tuvo que ahogar mientras nos sentíamos presos de nuestras obligaciones naturales. Los arañazos se curan a tu lado porque tu pasión despierta los sentidos y desentierra ilusiones olvidadas por la rutina, por la mediocridad de los que se creen superiores, por el segundo en el que nuestros corazones se encuentran y consiguen hacer verdad aquello de que el amor es todo, ese mismo amor que, hasta ahora, siempre estaba reservado a los demás y nunca lo pudimos tener entre los brazos. Quizá algún día nuestras imaginaciones estén a punto para convertirse en realidades, quizá lo imposible se haga posible y el mar sea el embalse de nuestras lágrimas mientras la tierra se convierte en un lejano territorio desconocido. El dolor a tu lado, sencillamente, no existe. Sólo está la fascinación por el sueño, por la inmensa fortuna de que alguien conspirara para que tú y yo nos llegáramos a conocer, a abrir puertas que permanecían cerradas, a compartir una melodía, algo de comida, un inicio de ternura y un riesgo cierto. Y eso, cariño, sólo tú puedes darlo con tu vulnerable cualidad de luz y de complicidad, como si supieras que yo no puedo estar en ningún lugar más a gusto que en tus brazos y tú tuvieras la certeza de que no encontrarás nunca a nadie igual. Tal vez solamente sean palabras de enamorados que se dicen cuando los ojos han estado bien abiertos, apresados por la sorpresa y por la seguridad de haber visto algo maravilloso. Tal vez aún existan personas en este mundo que comprendan que el amor es el sustento de la vida y que siempre hay que luchar contra demonios que no quieren saber, sólo destruir; que no son capaces de sentir nada más allá de la suciedad de sus mentes y que sólo quieren conservar su vida cómoda, su falsa ventaja en un estúpido mundo de apariencias, su mentira vivida que, por el contrario, para ti y para mí, se está convirtiendo en verdad.

Las emociones se quedan durante auténticas eternidades cuando son sinceras, apasionadas, únicas y valientes. Nadie más podrá decirte que te ha amado como yo lo he hecho, que te ha querido llevando consigo la renuncia de todos mis sueños. Dentro de muchos años, seguiré cerrando los ojos para verte sólo a ti, que me seguirás hablando con la mirada, que continuarás diciéndome cosas en silencio, que tratarás de hacer que cada día sea una nueva historia de amor entre tú y yo. Estás en todas partes… 

martes, 20 de febrero de 2018

TRECE DÍAS (2000), de Roger Donaldson

Tal vez hubo un día en que ejercer el cargo de Presidente de los Estados Unidos no era ningún juego. Tampoco un escaparate para ir exhibiendo las banderas del triunfo y, mucho menos, un muestrario de falsedades bien fingidas bajo la apariencia de la inutilidad más recalcitrante. Quizá, en algún momento, el mundo estuvo a punto de irse a la definitiva guerra mundial y que solo unos cuantos hombres de buena voluntad separara al diablo de un nuevo amanecer. Visto ahora, con la perspectiva del tiempo, parece una narración de una película fantástica, propia de esa política-ficción que tan bien se le da a Hollywood cuando quiere enaltecer las virtudes de un sistema que ha mostrado sus peores carencias justo en este momento en el que vivimos. Lo cierto es que hubo un período de trece días en que un puñado de personas pensaron en el bien común. La otra solución era el desastre.
Y así podemos asistir, con un rigor histórico impresionante, a las jugadas de alta política, a la certeza de que el juego diplomático sirve para algo, a la sapiencia de algunos que llegaban a adivinar el próximo movimiento del contrario con la exactitud de un juego de ajedrez en el que las piezas eran todo cuanto se conocía. Tal vez uno de esos hombres sí que estaba sobradamente preparado para un cargo de tantísima responsabilidad y era lo suficientemente listo en sus silencios como en sus frases. Otro de esos hombres podría ser el tipo que decía la frase justa en el momento adecuado para que la otra parte negociadora no se levantara de la mesa. Aún otro más era el que aportaba el equilibrio, la serenidad para afrontar días de una dificultad impensable. Un equipo de colaboradores de alto nivel dice mucho de quien los reclutó porque, al fin y al cabo, un hombre vale tanto como la gente de la que se rodea. Trece días para el estallido de la destrucción total. Misiles que han caído tanto en el olvido que ya duele ver la altura del perfil bajo que mantenemos hoy en día.
Excelentes interpretaciones de Kevin Costner, Bruce Greenwood y Steven Culp para ilustrar aquellos trece días que hicieron contener la respiración al mundo entero. El abismo que se abría hubiera sido inevitable si aquellos hombres hubieran sido sustituidos por cualquiera de las mediocridades que nos sitian en los puestos importantes de la actualidad. Nos hubieran derribado sin conmiseración. Y lo que es aún peor. Lo hubiéramos merecido. No obstante, no solo las interpretaciones son destacables, también es el trabajo de reconstrucción de los hechos, reproducciones fieles de las cintas grabadas en las reuniones de la Casa Blanca donde se clarificaron las posturas de todos aquellos que trabajaron allí durante aquellos días. Trece días.


“¿A qué clase de paz me refiero? ¿Qué clase de paz buscamos? Tenemos que lograr una paz duradera más allá de nuestras diferencias, porque, a fin de cuentas, el vínculo más básico que tenemos en común es que todos vivimos en este pequeño planeta, todos respiramos el mismo aire, todos trabajamos por el futuro de nuestros hijos…y todos somos mortales”.

HANNIBAL (2001), de Ridley Scott

Ingmar Bergman en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a través de su película "Persona". Podéis escucharlo aquí.

Siento mucho anunciarles que ya no es el crítico que suele rellenar estas páginas el que les escribe. Digamos que ha pasado a formar parte del imaginario que narraba al entrar en una suerte de eternidad con una deliciosa salsa de queso, perejil, tres vinagres y aceite de oliva italiano. Creía que me había cogido, pero no es así. Hace falta ser algo más que un crítico de tres al cuarto para atraparme. Así que ha ido, entre fogones, a cumplir con su destino. Ya saben. A cada uno le corresponde lo suyo.
Antes de emprender su largo viaje gastronómico, me comentó que quería escribir sobre esta historia en la que un viejo, ajado y decrépito millonario con la cara deformada me quiso cazar con la ayuda de un policía italiano. Al final, por supuesto, los cazados fueron ellos y yo me dediqué a lo que mejor se me da, que no es otra cosa que preparar platos exóticos con carne que lleva un certificado de calidad especial. Se trata de un tipo de res que trata por todos los medios de apartar a Clarice Starling de sus obligaciones. Con el conveniente aderezo, será un placer engullir tales ambiciones como si fuera cualquier plato especiado.
Quizá, bien mirado, no sea tan apasionante, ni tan sorprendente como aquella otra historia en la que los corderos dejaron de balar, pero hay que confiar un poco cuando detrás de las letras se hallan dos guionistas, a los que les haré una próxima visita, como Steven Zaillian y David Mamet, dos de esas personas que, afortunadamente, tienen una pluma afilada y bien dispuesta y hacen de este mundo algo interesante. Por otro lado, Starling, mi querida Clarice, tiene otro físico, pero eso no importa. Me la comería igual.
En algunos momentos de esta historia, parece como que hay tensiones bien entretejidas, para solaz y sosiego de aquellos que me siguen con pasión aún a riesgo de que les arranque algún plato especial regado con una buena botella de Chianti. Y la dirección de Ridley Scott parece que está bien templada, como un buen tinto francés del siglo pasado. Es evidente que le llegaron mis avisos y que la tontería huyó de él casi completamente aunque, quizá, se le fue un poquito la mano que a mí me falta al final… ¿verdad, Ridley? Tal vez, en algún momento, entre extraterrestres y  falta de ideas, me decida a hacerte una visita de cortesía.
Por lo demás, queridos amigos, Clarice, no dejéis de disfrutar de algunas de mis expresiones, de mis rasgos de estilo que me hacen tan gourmet de las sensaciones, de mis originales párrafos llenos de doble verdad. Estoy seguro de que pronto, muy pronto, nos volveremos a ver. Y también tengo la certeza de que mañana vendrá cualquier otro crítico que, con toda probabilidad, lo hará mejor que este desdichado lleno de traumas que ahora reposa a trozos tranquilamente en algún lugar oscuro, bañándose en las viscosas aguas de un buen Borgoña de 1953.
                                                                            A más ver,

                                                                                                                  H.

viernes, 16 de febrero de 2018

15:17 TREN A PARÍS (2018), de Clint Eastwood

Estoy seguro de que muchos de nosotros nos hemos preguntado alguna vez cuál es nuestra misión en la vida sin hallar ninguna respuesta inmediata. Es un enigma que la vida tarda en responder, si lo hace y que, para ello, debe establecer una alianza con el destino, con ese giro de acontecimientos imprevisibles que hace que se cumpla el por qué. Basta con no estar en el lugar adecuado, en el momento preciso, para que la contestación a esa pregunta se esfume. Y es posible que no existan las segundas oportunidades.
Además, debe haber una necesaria colaboración para que se presente la oportunidad de ejecutar esa misión con ciertas garantías. Por ejemplo, el éxito es algo que no es real sin una necesaria dosis de frustración anterior, porque así es cómo se forjan los héroes. Y también el fracaso tiene que acudir a la cita, al igual que el instinto de superación que es lo que hace que podamos sobrellevar los reveses de nuestra vida gris. Tal vez un viaje sea el escenario adecuado, o una decisión de última hora, o la duda que asalta cuando no sabemos si llamar a una puerta o no. Toda esa feliz conjunción de factores es lo que hace que alguien pueda ser un héroe. Unos tienen oportunidad de demostrarlo. Otros, por el contrario, siguen buscando su misión en esta vida.
No nos confundamos y pongamos los puntos sobre las íes. No es, ni de lejos, la mejor película de Clint Eastwood, pero la corrección está muy presente durante esa narración que salta hacia atrás y hacia adelante, contando el cómo, el por qué y, sobre todo, el quién. Es una forma de contar suave, sin grandes sobresaltos, sin estrambóticos movimientos de cámara, con cierta elegancia y muchísima modestia. La película no pretende ser una obra maestra y está muy lejos de serlo, pero hay que reconocer que es fácil ir en el mismo vagón con los protagonistas, compartir sus penas, sus objetivos nunca alcanzados, su sentido del desarraigo, su profunda amistad nacida en la infancia con las consabidas acciones rebeldes de la adolescencia anunciada. También resulta revelador comprobar cómo, en algunos casos, la escuela se encarga de escribir destinos basándose en los prejuicios y no en los valores que todos guardamos aunque muchos no sepamos verlos. Tal vez un uniforme no sea suficiente y haya que rellenarlo con un deseo irrefrenable de prestar auxilio a quien se necesita porque el mundo, aunque no lo creamos, está repleto de héroes dispuestos a todo con tal de que consigamos apreciar la vida como el más valioso de los dones. Seres que son luz en mitad de la tiniebla, que ponen alegría donde sólo hay penas, que ponen fe donde sólo hay decepción.

Así que es el momento de dejar los prejuicios colgados en un perchero y dejarse arrastrar por una película sin picos dramáticos, sin especiales énfasis en sus desarrollos. Sólo se trata de contar, casi como un documental, unos hechos extraordinarios realizados por hombres muy normales. Hombres como usted y como yo, hechos de carne, hueso, sueños y derrotas. Mientras tanto, el viaje transcurrirá con un apasionante billete hacia lo desconocido. Puede que tengan que subir a algún tren con destino a París a pesar de que les han dicho que pasen de largo, Hagan caso a su corazón. Él nunca miente.

jueves, 15 de febrero de 2018

THE FLORIDA PROJECT (2017), de Sean Baker

Seres varados en la orilla de un mundo de fantasía, portadores de un ayer que a nadie interesa y de un futuro que se acaba al minuto siguiente. Niños que juegan desafiando las estúpidas leyes de adultos, con actitud insolente e ignorantes sobre la diferencia entre bueno y malo. Irritantes colores chillones para fingir una felicidad que, sencillamente, pasa de largo. Callejones sin salida que claman por una incorporación en la autopista de la vida. Ése es el proyecto Florida.
A veces, hay personas que creen que el mundo les debe algo. Una porción de comodidad, una esquina de despreocupación. Y es cierto, el mundo tiene una deuda pendiente con ellos, pero también hay actitudes inútiles de rebeldía que hacen que el agujero se abra más, equivocaciones que dejan a la lógica a la altura del abandono, noches agrietadas en la profesión más antigua del mundo con el fin de pagar el alquiler. Sólo cuando las mentes inocentes se dan cuenta del verdadero valor de las lágrimas es cuando comienza la huida hacia ese sueño que está a dos pasos. Algo se estremece en el corazón.
El director Sean Baker ha decidido dirigir su mirada hacia los más desfavorecidos, hacia aquellos que no pueden ir hacia atrás y tampoco, por supuesto, hacia adelante. Todo es un mágico mundo de colores, pero se convierte en una acuarela chorreante cuando la vida se encarga de golpear con toda su dureza, implacable, terrible. No basta con gritar y pasear la disconformidad por la cara de los contrincantes. No, no basta con entregarse al camino más fácil para conseguir las necesidades más apremiantes. Y tampoco es suficiente con esconder la cabeza hacia responsabilidades demasiado pesadas que no se pueden eludir. La pobreza moral, espiritual y económica existe y no podemos negarla, ni siquiera cambiando de hotel. Siempre habrá algo que nos recuerde que, en el fondo, también somos culpables.

The Florida Project es una película bienintencionada, pero no deja de ser una serie de estampas sobre un tiempo que parece que se detiene y no avanza en muchas existencias erráticas. Y trata de sobrecoger mirándolo todo a través del mundo de la infancia, que trata de exigir su ración de libertad con la evasión continua y la educación que se ha visto. Falta historia, falta imprevisibilidad. Todo se apoya en los niños. Ni siquiera el papel secundario de Willem Dafoe es tan impresionante como han ido diciendo. Quizá porque es una película que no entiende de empatías salvo por la certeza de no contar nada, de no detenerse demasiado en nada, de no salir de esa nada que intenta describir. Las idas y venidas por ese hotel de color morado que parece ir dejando migajas insuficientes tienen mucho de realidad social y relativamente poco de cine. Por supuesto, habrá alguno que otro que trate de convencernos de la importancia de su denuncia, como si nadie supiera de la existencia de esas rutas vitales tan perdidas y sin atisbo de salvación. Ni siquiera la amistad es un valor puesto en alza cuando se descienden los últimos escalones de la dignidad. Todo el mundo tiene derecho a ella, es cierto, pero también todo el mundo debe merecerla. Y no siempre es así. Y, a menudo, hay que bregar con la humillación para que el día sea un atardecer que nos parezca hermoso, como si no supiéramos que lo más bonito vive contigo en un rincón del infierno hecho de pastel.

miércoles, 14 de febrero de 2018

A TRAVÉS DEL PACÍFICO (1942), de John Huston

El honor es algo tan endeble que resulta asesinado con facilidad y repuesto con sacrificio. Eso lo sabe muy bien el Capitán Leland, un tipo duro, un veterano del Ejército de Artillería que ha estado varios años destacado en los aledaños del Canal de Panamá y que, de repente, se ve envuelto en unas faldas y en la consiguiente ambición por conseguir que continúen a su lado. Todo sale mal. Consejo de Guerra y a la calle. Licenciado con deshonor y a otra cosa. Leland se convierte en un buscador aunque no se sabe muy bien de qué. Trata de alistarse en el Ejército canadiense, pero le dan con la puerta en las narices. Solo queda alejarse lo más posible y saca un pasaje a Japón. Lo malo es que es en una bañera mercante que, ocasionalmente, admite a algunos pasajeros. Un viaje de lo más atractivo.
Sin embargo, eso no es lo peor. El barco hará escala en Panamá y ése es uno de los últimos lugares a los que Leland quiere volver. A bordo conoce a una chica encantadora, una de esas de mirada conquistadora, piernas bonitas y respuesta rápida. Es rápida, dulce, inteligente y divertida. Y Leland se pregunta a cada minuto si es de fiar. Por otro lado, un tipo gordo, algo insidioso, un catedrático que enseña en la Universidad de Manila que parece tener cierto interés en que le cuente cosas de Panamá. Este viaje, capitán, va a ser muy largo.
Hay ojos que ven más allá de un periódico abierto, citas secretas, algún individuo que se pone a seguir a quien no debe, un intento de asesinato, un simpático japonés conectado con la Mafia, mareos, quemaduras de sol y un par de puñetazos en algún hotel a la sombra del Canal. Todo para descubrir que nada es lo que parece y que los fracasos puede que sean buscados. John Huston sabía bastante de eso y si enfrente del reparto se coloca a Humphrey Bogart…entonces ya la derrota es absoluta.

A medias entre el cine de espionaje y el negro, A través del Pacífico es una estupenda película bastante desconocida que revela que las apariencias engañan y que lo que puede ser una humillación, en realidad, es una victoria. Nada mejor para dar moral a un país que ya se apresta a luchar y que también desea ser, aunque sea solo por unos instantes, un héroe como Humphrey Bogart. Su sonrisa descarada, su dureza enseñada casi por casualidad, su mirada buscando respuestas…tal vez haya que dar una oportunidad a este tipo. Estupendo.

martes, 13 de febrero de 2018

PERSONA (1966), de Ingmar Bergman

Si queréis escuchar lo que hablamos a velocidad de crucero en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Uno, dos, tres", de Billy Wilder, podéis hacerlo aquí.

Imágenes salvajes de sexo, muerte, cine y comedia. Sonidos distorsionados que enturbian la mente del arte y lo emponzoñan de silencio y pasividad. Buñuel parece estar asimilado por la mente de Bergman para ofrecer unos pocos minutos enfermizos mezclados con los horrores de la sociedad moderna. Quizá en ese principio que casi augura un final, se halle la explicación para el continuo silencio de Elisabeth Vogler, gran actriz sumida en un eterno mutis de descontento, como una protesta por un mundo al que detesta y que la agobia hasta la asfixia. Lo subjetivo elevado a la categoría de imagen. La verdad sobre la capacidad para que dos almas se fusionen en una, hasta que los rostros encajan en su estricta fealdad, en su pobre iluminación, en su certeza de mediocridad.
El sexo se presenta en forma de un relato increíble que se convierte en la perversa formulación de las emociones escondidas y perseguidas, en una búsqueda de placer incorporada al cuidado de una persona que, sencillamente, ha renunciado a la comunicación. Los acordes de la profundidad de lo que se cuenta es un descenso a los infiernos de la propia personalidad que se presenta vacía, desperdiciada, plana, desapasionada, inútil. La fotografía de Sven Nykvist se eleva hacia la perfección mientras los personajes, perdidos en sus propias dudas, caen en la abducción del espíritu y en la fascinación torpe e inexpresiva. Bergman coloca la película para ser leída bajo la lámpara de la magia y no deja de deslizar la idea de que todo aquello es sólo ficción y no realidad, a pesar de que algo se remueve en el interior, como queriendo dar a entender que el miedo es real, que la admiración no lo es, que la ira es real, que la fe no lo es, que el deseo de dominación existe, y que el amor, tal vez, no.
Cuando la intimidad muere a manos de la traición escrita, es cuando se desatan de nuevo las imágenes perturbadoras que desequilibran el alma y comienza el enfrentamiento de voluntades. Y cuando comienza la transferencia de personalidades es muy difícil distinguir entre la realidad y el sueño. Bergman, desde su atalaya, no ofrece ayuda. Sólo nos describe la angustia existencia de dos mujeres cruelmente diferentes e inhumanamente fusionadas. Asumir el rol de otro indica que todos tenemos algo en común y que, aún así, todos tenemos algo que es radicalmente propio. Así, el maestro sueco, con sus obsesiones, nos coloca al borde de una fuerte experiencia personal con su cine.

La expresividad de Liv Ullman, la voz de Bibi Andersson. La forma máxima de sugerencia. La culpa nunca confesada hasta que el remordimiento y el deseo la extraen del interior. El misterio del universo de Ingmar Bergman llevado a las mismas entrañas de la soledad y de la conciencia. Persona no se puede ver sólo una vez. Necesita asimilarse poco a poco hasta que la abducción sea completa.

viernes, 9 de febrero de 2018

DÉJAME SALIR (2017), de Jordan Peele

Quizá no hayamos adelantado tanto como suponemos. En algún lugar de nuestro pensamiento siempre está el deseo de dominar a los demás, de desear que hagan lo que queremos sin rechistar, de traficar con sus sentimientos, sus habilidades o sus virtudes físicas. Incluso de exhibirlos para después subastar sus cualidades y apropiarnos de su mirada, de su voluntad o de su rebeldía. Puede que lo que sea un tranquilo fin de semana se transforme en un inicio del descenso a los infiernos.
Al fin y al cabo, si la persona a la que más quieres tiene la ilusión de que conozcas a su familia, siempre cedes. No importa que la piel sea diferente, esas cosas están ya más que superadas. Con inocencia y algún que otro resquemor, te entregas. No sabes lo que te vas a encontrar. Eres negro y sabes que la gente cambia su comportamiento si el color les toca de cerca. Y sabes que la desconfianza hacia la gente de otra raza existe porque tienes cientos de años de Historia para demostrarlo. Llegas con la sonrisa. Tal vez te vayas con la tristeza.
Y, al principio, todo parece ideal. Sin embargo, hay pequeños detalles que siembran la inquietud en tu interior. Hay comportamientos raros, un tanto erráticos, fuera de lugar. Te dicen que la hipnosis es buena para dejar de fumar y, en un descuido, sientes que te hundes en el suelo, en un pozo que no tiene fondo y del que no dejas de ver la boca que te comunica con el mundo exterior, pero está muy lejos, muy lejos, es inalcanzable, está al otro lado del raciocinio. Algo va mal y no sabes definirlo. Todo es sutil, como una especie de juego que nunca enseña su verdadero rostro. Te das cuenta de que la gente te mira como si fueras un animal en un zoo aunque no dejan de ser amables. Llamas a alguien para contárselo. Un pobre diablo que quizás sea tu mejor amigo, un tipo al que nunca se ha tenido en cuenta y que es más inteligente de lo que, a primera vista, parece ser. Empiezas a atar cabos. Más que nada porque tú también haces funcionar la inteligencia. Aquello no es sólo peligroso, también es siniestro, brutal, inhumano. Es demasiado espantoso para ser real. Y están jugando con tu mente, con el mayor de tus traumas, con la más cruel de tus vergüenzas. Quieres salir, pero no puedes. Nada es lo que parecía. Nada es como te lo imaginabas. Es aún peor.

Excelente cuento de terror social, desolador, inquietante, realizado con talento por el director Jordan Peele que opta por la sobriedad al tener en sus manos un guión excesivo, pero efectivo, Déjame salir no es sólo un impresionante aviso sobre los prejuicios que aún se amontonan en el interior de muchos, sino también una amenaza sobre la rabia interior que habita en una raza que ha sido demasiado maltratada. No hay sustos repentinos, ni exhibición de vísceras. Sólo elementos de nerviosismo, guiños de rarezas que aumentan la sensación de inseguridad, decepciones transformadas en ira y el peligro de que, en cualquier momento, la historia se vaya de las manos, aunque en ningún momento llega a ser así, a pesar de todo. Buen trabajo de Daniel Kaluuya en el papel principal (al que ya habíamos visto en Sicario), de Allison Williams, sensual y equívoca, y de esos padres distantes y amables, terribles y alienantes interpretados por Bradley Whitford y la veterana y maravillosa Catherine Keener. Y es que no es fácil conseguir que lo irreal sea tan abrumadoramente cierto, tan ingenioso y, a la vez, tan sencillo. Cuidado, nada es lo que parece y todos tenemos algo que esconder. 

jueves, 8 de febrero de 2018

EL HILO INVISIBLE (2017), de Paul Thomas Anderson

El director Paul Thomas Anderson vuelve de nuevo, dando puntadas sin hilo, al tema de la personalidad dominante sobre otra más débil y preguntando cuál de los dos es más condenable. La relación enfermiza que se establece entre un famoso diseñador de moda y una simple camarera está rodeada de lujo, de elegancia de élite, de acciones sugeridas y de un par de interpretaciones destacables.
Esa relación dominante se va convirtiendo en una relación de dependencia, del deseo irrefrenable de sentirse necesitado por ambas partes. Anderson, intentando dar lecciones, establece distancia entre sus personajes, como si alguien fuera el creador de un vestido inigualable que necesita los pespuntes de su supuesto genio. Es cierto que Daniel Day-Lewis está admirablemente contenido y también que el trabajo de Vicky Krieps, aunque menos lucido, resulta efectivo y difícil. Ambos son ideales dentro de ese diseño de vestuario espectacular y del estilo sobrio, casi austero, que Anderson imprime a su película, por mucho que la historia, sencillamente, sea muy poco creíble, no escandalice demasiado (que, en realidad, es lo que pretende) y se salga del cine con la sensación de haber visto algo parecido a un modelo deslumbrante encima de un tieso y vulgar maniquí de madera.
Por supuesto, Anderson aprovecha que el hilo resulta vistoso para introducir la certeza de que el amor coarta la creatividad salvo que haya un aire de muerte silenciosa alrededor de la pasión, o que el mundo aparentemente ordenado carece de sentido cuando ese amor llama con fuerza. De paso, también cose aquí y allá algún que otro remiendo sobre la ridiculez de las apariencias, sobre el cinismo, sobre la futilidad del arte entre las élites y sobre la glotonería que acompaña a la felicidad. Sin embargo, eso no hace que la película sea más densa, o esté llena de múltiples lecturas. El mensaje es claro y plano, bastante obsesivo y, quizá, algo ridículo.
Y es que pensar que el hábito hace la elegancia no es sino otro ejercicio de pedantería sin clase. Arriba, en la cumbre, hay tanta corrupción como abajo, en los talleres. El desprecio suele ser el arma favorita de las clases privilegiadas, aparte de su tendencia a no saber cuál es su sitio. E, incluso, la confesión se transforma en algo absurdo si se tiene en cuenta a quién se hace. El inicio de una época de fingimiento está llamando a las puertas y, quizá, sea hora de enfrentarse a lo único realmente verdadero que hay en la vida como es la muerte. Esa muerte que se acerca en cada beso dado antes de la náusea. Esa muerte que también pasa sus modelos para que los simples mortales admiremos su variedad y su estilo que, a veces, resulta desagradable y fuera de lugar. El silencio abruma. Y aún lo hace más cuando resulta el instrumento imprescindible para que la inspiración se oiga.

No es la peor película de Paul Thomas Anderson, lo cual ya es decir mucho, pero tampoco es la obra maestra que muchos quieren ver arrastrados por la provocación inherente a su director. Más allá de eso, es recomendable que cojan aguja e hilo y cosan este artículo en algún lugar de la entretela. Tal vez porque no harán mucho caso y, a pesar de que lo piensen, preferirán cantar las alabanzas de una película que sabe a muy, muy poco.  

martes, 6 de febrero de 2018

EL DILEMA (The insider) (1999), de Michael Mann

No es fácil encontrar a un hombre que sea capaz de sacrificarlo todo por denunciar un problema de salud pública. Tampoco es fácil entender que ese problema provenga del tabaco, una sustancia que resulta perniciosa ya de por sí. Sin embargo, este individuo existió. Fue un químico brillante, que comenzó a trabajar para una tabacalera para que sus hijos pudieran ir a un buen colegio y su mujer no tuviera que preocuparse nunca más de que las facturas se acumulasen en la consabida carpeta azul. En cualquier caso, nadie que empiece una aventura así se da cuenta de las consecuencias que puede levantar. De repente, se comienza a tener la conciencia de que se está tratando con gente muy poderosa, que no solo decide sobre el destino de muchas personas, sino que también lo puede arrebatar. La paranoia cunde y una relajante noche intentando golpear desde un tie de golf se convierte en una amenaza. Todo se derrumba poco a poco. Y el periodista encargado de sacar la carnaza quiere hacerlo con rigor porque solo el rigor, ese bien que tan escaso resulta en nuestros días, tiene la fuerza de la razón. Malos tiempos para contar verdades.
Y así, todo lo que se ha construido con tantísimo esfuerzo, comienza a esfumarse. La situación ya no es estable. La familia corre peligro. Y el periodista sufre porque ese tipo, con su denuncia, está dando un ejemplo de valentía y de conciencia. No puede seguir trabajando para una tabacalera porque posee pruebas de que algo más que tabaco se introduce en los cigarrillos. Se está jugando con la salud de mucha gente a la que le gusta fumar. Se les está dando un veneno que les mata lentamente más allá de los propios efectos nocivos del tabaco y nadie les ha avisado de ello. Y la maquinaria del poder no tarda en reaccionar. Es una bestia que se mueve, siente y actúa y es posible que el periodista también se sienta engañado porque los intereses creados impiden que salga en antena la denuncia. El químico se queda vendido ante el pelotón de fusilamiento y la verdad se va muriendo de inanición. El químico se ha movido y está perdiendo estrepitosamente. Le toca el turno al periodista. Debe de dar la cara y poner en marcha algo tan reprochable como la traición para que todo salga a la luz. Dilemas del hombre de hoy. Algo que, casi inevitablemente, llevará a todos a la derrota.

Excelente película dirigida por Michael Mann que, lejos de centrarse en algunos aspectos reprochables de su peculiar estética, se centra en la dirección de dos actores espléndidos como Russell Crowe y Al Pacino que acumulan en sus rostros todo el agobio de un sistema que, sencillamente, no está acostumbrado a decir la verdad. Sobre todo, si se esconde detrás de unas cuantas volutas de humo.

UNO, DOS, TRES (1961), de Billy Wilder

El extraordinario guión de esta película comienza así: “Velocidad en las curvas: 180 kilómetros por hora. Velocidad en las rectas: 250 kilómetros por hora. Cum Dio”. Lo cierto es que a pesar del inmerecido fracaso en su estreno es una comedia para no olvidar, con diálogos que no dejan un minuto de respiro en la trepidante historia, llena de acidez, política y relojes de cuco, de un alto ejecutivo de la Coca-Cola que intenta salvar la cabeza convirtiendo a un comunista convencido en un burgués de pies de manicura y pelo cuidadosamente cortado a medida del capitalismo más salvaje en el corto plazo de veinticuatro horas.
Billy Wilder era así, capaz de repartir bofetadas a izquierda y derecha con el fin de ponernos verdades por delante del tipo de “no te preocupes, muchacho. Un mundo que es capaz de dar la música de William Shakespeare, el Taj Mahal y la pasta de dientes, algo bueno debe de tener”. En todo caso, la bondad no reside en los hombres y, ni mucho menos, en las intenciones. La película es feroz con todo y con todos, con los de antes, con los de ahora, con los del otro lado y con los de éste. Dispara en todas las direcciones con dardos de dialéctica y da en el blanco con presurosa elegancia. Y eso sí, se ríe de las convicciones condicionadas por el poderoso caballero que es don dinero con un mensaje que es algo así como que todo el mundo es comunista hasta que le toca la lotería.
Si hubiera sido cualquier otro, no hubiésemos dudado en espetarle que quién se ha creído que es para reírse de cosas tan serias pero Wilder, no. Wilder era de una inteligencia superior que era capaz de ejercer con una carcajada de autocrítica al estilo de vida americano y arremeter, al mismo tiempo, contra el radicalismo de izquierdas y hacerlo con tal contundencia, con tal rapidez de acometida, que nos deja sin respuestas, con el abdomen dolorido de tanto reír y con una cierta sensación de que nuestras creencias no son más que el mero pretexto para un buen chiste.
El reparto de la película, bólidos de la palabra brillante y la frase aguda, es perfecto. Desde el gran James Cagney, que se pasa la película andando de puntillas para acentuar la rapidez de una historia irrepetible (acabó odiando tanto a Wilder que se retiró del cine durante veinte años), hasta la divertidísima Liselotte Pulver (Lilo, para los amigos), explosiva secretaria “experta en diéresis” (obsérvese la sutileza del chiste erótico), pasando por la ingenuidad de Pamela Tiffin, la ironía afilada de Arlene Francis y la furia adoctrinante y raída de Horst Buchholz. Todos son exhalaciones verbales de réplica preparada.

Así que atentos, no se me distraigan, me juego la barba a que nunca han oído unos diálogos tan mordientes dichos a tal velocidad. La mirada bien fija en la película, por favor. No jugueteen con los cacharros del otro lado de la pared para que la cocina quede bien limpia.

viernes, 2 de febrero de 2018

EL PASAJERO (2017), de Jaume Collet-Serra

Todo aquello que llamamos rutina no lo es tanto si lo pensamos un poco. Es posible que hagamos lo mismo una y otra vez, pero los días no son iguales, los estados de ánimo, tampoco. Quizá la mejor celebración sea la perfecta normalidad y nos hemos acostumbrado a denominarlo “rutina”. De repente, un día deja de ser normal y la vida se coloca del revés. Es posible que tengamos demasiadas obligaciones por delante y ya no haya más agua en el pozo. O, simplemente, algún extraño nos dice algo que nos saca de la deprimente realidad. ¿Quién sabe? Es posible que sea un final que significa un principio.
Lo cierto es que casi todas las mañanas vemos las mismas caras e, incluso, puede que nos sorprenda el hecho de ver caras nuevas en el vagón de tren o de metro que nos lleva al trabajo. Nuestra capacidad de observación ha ido a menos porque nos hemos acomodado a esa normalidad que no lo es tanto. Y ese problema que nos agobie tenga una salida rápida, fácil y muy apetecible. Y todo el mundo sabe que ése no es el camino correcto por la sencilla razón de que no es cuesta arriba… ¿o sí?
Jaume Collet Serra ha dirigido un thriller agobiante que bebe de Hitchcock, con toques del Pelham 1,2,3, de Joseph Sargent e, incluso, un guiño bastante ingenioso al Espartaco, de Stanley Kubrick, con escenas que entran de lleno en la inverosimilitud y con otras de brillante realización. Todo ello con la colaboración de su habitual protagonista, Liam Neeson, y toda una suerte de actores secundarios entre los que destacan Vera Farmiga, estupenda en sus breves intervenciones, Clara Lago o Roland Moller, aquel oficial que se dedicó a desenterrar minas con la ayuda de unos jóvenes alemanes en Bajo la arena (Land of mine). El resultado es eficaz, vistoso, y, sobre todo, entretenido, con una excelente banda sonora de Roque Baños y cierta imaginación en el desarrollo de un argumento que, durante todo el trayecto, corre cierto peligro de estancarse. Y es que no es fácil sacar a un tipo de su rutina y ponerle a buscar angustiosamente algo en el reducido espacio de un tren de cercanías. Hay muchos intereses creados sobre ruedas y la próxima estación puede ser una bala en la cabeza.

Se desliza un aviso sobre la estupidez de prescindir de las personas que saben comportarse como profesionales en sus trabajos atendiendo a las razones más peregrinas de tipo empresarial. Es un capital humano que se desperdicia aparte de una desgracia para quien lo sufre. El tren continúa implacablemente hacia su destino y uno se puede encontrar a gente agradable, gente valiente, gente cobarde, gente arrogante. Al fin y al cabo, cada persona es una isla que debe hacer frente a los embates de una vida que nunca resulta gentil. Quizá todos deseemos ser otra cosa de lo que somos y sentimos vértigo ante el vacío que se abre a nuestros pies si queremos cambiar las cosas, como si no fuéramos capaces de superar nuestras inseguridades y tener la certeza de que podemos con todo. Con cadenas, enganches, sospechas, ambigüedades, orgullos y órdenes. Basta con enseñar el billete que te proporciona el derecho de hacerlo o, al menos, de intentarlo. Todos valemos más de lo que creemos y ése es uno de los grandes males de la Humanidad. No sabemos ver que somos capaces de salvar vidas, de hacer lo correcto por encima de las trampas y de la tentación y eso nos convierte en simples pasajeros de un tren que es muy posible que acabe descarrilando.  

jueves, 1 de febrero de 2018

CALL ME BY YOUR NAME (2017), de Luca Guadagnino

El crepitar del fuego parece pronunciar el nombre de aquél a quien se ama. Entre las ascuas, se presenta la inolvidable experiencia del descubrimiento y de la pasión. Un amor que no se conocía, que solamente se podía intuir a través de los libros, de la música o de cualquier otro arte que yace sepultado por los siglos de la Historia. Por allí, en aquella llamarada, estará el agua fría de un momento irrepetible. Por aquí, en la toya ardiente, permanece la intimidad que se temía romper. Y siempre, tras una ceniza de recuerdo, se halla el dolor que nunca se debe apagar como señal de que se ha vivido.
Ni siquiera la nieve puede cubrir todo lo que ocurrió en un verano en el que el tiempo parecía no tener valor y en el que todo ocurría con la naturalidad de un día soleado. Los años ochenta comenzaban a despertar en los aires de libertad y los viejos prejuicios podían estar consumiéndose en un invierno que fue demasiado largo. Al principio, el desprecio por la arrogancia de quien finge demasiado desinterés por todo. Más tarde, la complicidad de compartir un instante de maravilla. Por último, la certeza de que todo lo que va a ocurrir tiene un final que se tratará de dilatar lo máximo posible, pero que hará latir un corazón, pondrá en alerta cada centímetro de la piel, cubrirá las expectativas del deseo y se marchará con la lágrima dispuesta a salir mientras el sentimiento se agarre con fuerza a las entrañas.
Con todas estas sensaciones, asistimos al viaje iniciático de dos jóvenes que nunca supieron terminar. El guión de James Ivory es moroso, tardío, lento, largo, con un par de momentos memorables, pero sin más emoción que un destino que no se quiso cumplir. La dirección de Luca Guadagnino es correcta y aséptica. La interpretación de Timothée Chalamet es medida, cuidada, estudiada y sobresaliente. A Armie Hammer, en cambio, se le nota envarado, incómodo, incluso en los instantes en los que debe parecer relajado tiene un gélido estar que le impide sonreír con sinceridad. Y al final, después de una historia de amor que se basa sobre todo en el sexo, intentando probar el sabor del albaricoque en la campiña italiana, nos encontramos ante una película que es una postal bonita, sin más alma que la del sufrimiento del chico más joven en una época de corrección política en la que nadie se atreve a decir que es un caso claro de pederastia, tal vez porque el envoltorio es tan agradable que preferimos pensar que eso es amor, amor de verdad, amor puro, amor de juventud.

Por supuesto, todo está impregnado de baños envidiables, de lluvia reconfortante, de desayunos relajantes y sabor de madera, de comodidad de un estilo de vida fuera de nuestro alcance, de ociosidad libre y sin ataduras en la que, incluso el trabajo, parece agradable y tranquilo. Mención especial merece la labor de Michael Stuhlbarg, en el papel del padre de Chalamet, con una escena soberbia en la que, quizá, se encierra todo el mensaje de la historia, pero, sin embargo, algo le falta al conjunto y no es otra cosa que verdadera emoción. No se puede emprender un viaje hacia el amor y olvidarse de que el corazón debe estar secuestrado, a punto de quebrarse, de llegar más allá de todo lo que sentimos. Una película con el amor como centro tiene que ser como una excavación arqueológica. Tiene que despertar y descubrir los tesoros que llevamos dentro y aquí sólo consigue que el sabor del albaricoque se mezcle con el agua que cubre todos nuestros prejuicios, nuestras mentiras y la esperanza de que, en algún momento, pase algo que dé sentido a lo que está ocurriendo.