viernes, 29 de noviembre de 2013

LOS JUEGOS DEL HAMBRE: EN LLAMAS (2013), de Francis Lawrence



Apenas fue ayer cuando el juego de la supervivencia fabricó a una heroína. Y, sin embargo, algo ha madurado en su mirada. Se ha hecho más dura, más implacable, más segura. Sabe que participar en los juegos del hambre fue una de las experiencias más terribles a las que se puede someter un ser humano y no querría, por nada del mundo, volver a ellos. No es posible que eso suceda. Una vez y solo una vez. Incluso haciendo una gira por todo el país diciendo lo que ellos quieren que diga…No, no, volver a matar es imposible.
Pero es que ella no es solo una heroína. Es un símbolo. Es la certeza de que, dentro de todos, existe una rebelión que lucha por salir a la luz. Ella recuerda a la gente del pueblo lo grande que es solo con existir. Y lo que hay que hacer es apagar cualquier llama de recuerdo. El pueblo no debe tener sentimientos, debe acatar las órdenes. Ella no lo hizo y, de alguna manera, triunfó. Por eso, es peligrosa.
Todo el mundo sabe que las rebeliones prenden cuando hay un solo detalle que enciende la mecha de la injusticia. Algo que, por muy leve que sea, lo único que hace es rebosar el vaso. Y hay que evitar que eso se produzca. Ella debe concursar de nuevo, volver a pasar por todo en un juego de campeones. No podrá durar. No deberá durar.
Hay que reconocer que esta segunda parte de Los juegos del hambre tiene más calidad, más intensidad y más conjunción que aquella fábula sobre la importancia de la individualidad que tanto calaba en los jóvenes de la primera entrega. Aquí hay un instinto mayor de equipo, la interpretación de Jennifer Lawrence es más convincente porque es una actriz que ha crecido desde entonces. En algunos planos se resalta la fiereza de un rostro que llega a ser agresivo a pesar de su aparente dulzura. La película planea más sobre el instinto de equipo, mucho más realista y menos adolescente, que en el interminable juego de tiro al pavo en el que se convirtió la primera. Y lo que es aún más importante: Francis Lawrence no menea tanto la cámara.
Bien es verdad que se desvela ya demasiado el personaje de Donald Sutherland, apenas cincelado antes, que se mueve mucho más cómodamente en los terrenos de la ambigüedad que en los de la evidencia y, por tanto, pierde atractivo en esta ocasión. La presencia de Philip Seymour Hoffman es anecdótica más que otra cosa, previsiblemente presentando al personaje para desempeñar un papel fundamental en la tercera parte que aún está por venir. Hay una cierta imaginación en algunos pasajes pero, sin embargo, se dejan de lado cosas interesantes como la presencia de los patrocinadores, o algunas estupideces que se pasan por alto como el rechazo que se experimenta hacia la protagonista que se vuelve en admiración por una exhibición de entrenamiento del tiro con arco. Pero, en general, el conjunto es mejor, está más encajado y, quizá, se disfruta un poco más como espectador normal y corriente y no lleno de acné juvenil.
Así que la rebelión va tomando forma porque la realidad, poco a poco, se va acercando a todos y cada uno de los miserables que forman parte del pueblo. Una chispa es suficiente para expresar la disconformidad, el no definitivo, la aportación de un granito de arena que se vuelve en semilla de motín cuando ella, solo ella, la chica en llamas, sabe que la victoria no es suya, es de todos los que han puesto la esperanza en un mañana diferente. Esperanza, la riqueza de los pobres, la palabra que siempre está ahí pero que se esfuma como humo ante ventisca. Ella, sin embargo, representa, a cada triunfo, una razón para que la esperanza crezca. Y eso es algo que no tiene flechas, ni blancos, ni razones, ni violencias. Es el deseo de un futuro mejor que el que nos ha reservado una clase dirigente que merece un declive como el del imperio romano. Solo así conseguiremos mirar al cielo y verlo azul. Hoy, todavía, sigue estando en llamas.

jueves, 28 de noviembre de 2013

PLAN EN LAS VEGAS (2013), de Jon Turteltaub

No es fácil llegar a una edad en la que el hijo te trata como si fueras un niño, o en la que te ves incapaz de llegar a ninguna parte con tu mujer no por una cuestión física, sino por otra de ilusión; o en la que soledad te recuerda a cada instante que no tienes a nadie salvo a tus recuerdos; o, si nos ponemos picajosos, en la que sientes la necesidad de casarte con una chica mucho más joven para decirte a ti mismo que no eres tan viejo. El caso es que aún es mucho más difícil tener un reparto con nombres como Michael Douglas, Kevin Kline, Morgan Freeman y Robert de Niro y hacerlo rematadamente tan mal.

Y es que, a veces, los responsables de una película parecen tan decrépitos como los personajes de los que se tienen que hacer cargo estas cuatro personalidades del cine. Ellos hacen lo que pueden, tienen algún momento brillante, ninguno desternillante, aportan mucha clase, se lo han pasado descaradamente bien pero el resultado es tan pobre, tan decepcionante que ni siquiera uno se puede agarrar al buen rato que te pueden hacer pasar cuatro veteranos que saben infinitamente más que cualquiera que se ha situado detrás de las cámaras.
Todos ellos tienen instantes inspirados en los que demuestran lo que han sido y lo que siguen siendo, por mucho que los absurdos tiempos que corren se empeñen en afirmar lo contrario. Es estupendo comprobar cómo Kline hace amistad con unas cuantas reinonas con la facilidad de quien se toma una copa entre luces de neón, cómo Douglas se esfuerza en ser el tipo encantador, eternamente joven y, paradójicamente, prematuramente viejo que intenta desesperadamente agarrar los pocos síntomas de juventud que aún le quedan, cómo Freeman se marca un baile al son de los Earth, Wind and Fire que nos deja a los que tenemos treinta años menos como simples nenazas y cómo de Niro pasea por el amanecer de Las Vegas con un anillo en las manos y la seguridad en el pensamiento. Pero eso no es bastante. No hay gracia en el asunto. Hay un leve intento de dejar un poso sobre la amistad que une a estos cuatro amigos que se juntan un fin de semana en Las Vegas pero se queda en nada porque la película se escora hacia la comedia de tintes burdos. Todo lo demás son los mismos tópicos de siempre: los consabidos chistes de la próstata, la pátina verde sobre los viejos que sueñan con echar una cana al aire, secuencias verdaderamente ridículas que no vienen a cuento y que no tienen ninguna gracia y, por supuesto, la admiración de todos cuando se cogen a estos cuatro tipos en cámara lenta y te das cuenta de lo que tenían dentro para que maravillaran tanto por todo el mundo.
Y es que la decrepitud no tiene por qué ser simpática aunque sí puede tener cierta gracia si uno tiene la capacidad de reírse de sí mismo. De hecho, ésa es la mayor virtud de la película. Los cuatro se ríen continuamente de sí mismos, como preguntándose qué diablos hacen en un sitio donde les pagan mucho y les favorece poco. Ni siquiera el contraste con una juventud que peca de soberbia funciona demasiado. Ni tiene gracia que, en determinado momento, les hagan pasar por mafiosos que están de vacaciones y a de Niro le llamen Noodles y él se haga el despistado cuando es uno de esos personajes que no se olvidan fácilmente y que él interpretó en Érase una vez en América, de Sergio Leone. Todo es solo un rato de esparcimiento muy mediocre que no contiene ni una borrachera memorable, ni una cima de carcajadas...quizá porque, en el fondo, los mitos se van apagando y vemos cómo aquellos actores que nos arrastraban hacia el cine cuando éramos jóvenes ya no tienen ni un argumento digno que representar. Solo oficio para regalar. Solo unas cuantas arrugas bien colocadas que, con un solo gesto, dicen más que muchos actores en la mayoría de las nuevas películas. Y eso es todo.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

DEPREDADOR (1987), de John McTiernan

La selva esconde criaturas que jamás podríamos imaginar. Entre la maleza y las retorcidas ramas de árboles centenarios se mueven los auténticos cazadores. No hay nada que pueda ser comparable al placer que siente un cazador cuando va detrás de una presa que se halla a su altura, sobre todo si la superioridad de ese depredador se ha puesto de manifiesto en varias ocasiones. El enfrentamiento directo es excitante, es demoledor, es único. El silencio se abate sobre una jungla que siempre se yergue amenazante y se torna como el mejor escenario para jugar con la presa. No vale solo la muerte. La víctima tiene que demostrar el valor.
Es difícil ver quién te persigue cuando el camuflaje es el mismo verdor que te agobia por todos los lados. Los disparos sirven de poco cuando todo se plantea como un duelo de inteligencias cuyo premio es la misma vida. Si un hombre mata a otro, es muy fácil. Eso no interesa porque lo puede hacer cualquiera. Si una criatura ociosa de otro planeta se planta en mitad de la tierra virgen para hacer una colección de piezas únicas, la cosa cambia. Los humanos no son tan fieros. Bien vistos, incluso son seres bastante inferiores.
Realizada con ritmo y con algunas secuencias verdaderamente admirables, el director John McTiernan utilizó algunos sabios recursos para describir este juego del gato y del ratón entre un cazador experimentado, cruel y hedonista y un grupo de soldados de alto nivel que van cayendo uno a uno ante las desconocidas tácticas de una criatura desconocida. El resultado es una apasionante aventura, nada indulgente, situada en el mismo filo de lo permitido que encuentra su punto máximo en la recta final, en el duelo que se entabla entre esa criatura enorme y amenazante, llena de recursos y un hombre que acabará con la mirada perdida en las mismas puertas de la locura.
Y es que lo peor de la selva no son sus fieras traicioneras, ni su calor asfixiante, ni ese tupido manto verde en el que esconde todos sus secretos. Lo peor es su silencio y la certeza de que algo siempre estará vigilando, agazapado tras las hojas, bajo las altas ramas o alrededor de los gigantescos árboles que ya buscan convertir sus raíces en dedos agarrados a la tierra. El barro lo esconde todo, incluso la transpiración que tanto delata la fuga. Mirar a los perseguidores a la cara es necesario porque solo así se podrán hallar sus puntos débiles. Vaciar los cargadores contra los fantasmas que se intuyen es munición desperdiciada porque lo que hay que hacer es prever el siguiente movimiento, adelantarse en la crueldad, infligir una derrota total. Ése es el objetivo del auténtico depredador. Al fin y al cabo, el mayor depredador conocido en la Tierra es el hombre. Por muy débil que sea, por muy inferior que parezca, siempre busca la destrucción del enemigo, el arrasamiento total de su entorno, la implícita condición del triunfo lo requiere. Y el hombre, maldito depredador, siempre gana.  

martes, 26 de noviembre de 2013

FURIA (1936), de Fritz Lang

Extraído de mi libro La imagen en el alma y dedicado a Laura Cristóbal, que siempre ha defendido este artículo a capa y espada.

Amor. Separación. Dureza. Desolación. Ilusión. Destino. Incredulidad. Carácter. Búsqueda. Barrotes. Cárcel. Injusticia. Cotilleo. Rabia. Voces. Antorchas. Destruir. Pisotear. Aplastar. Lágrimas. Angustia. Noche. Griterío. Locura. Masa. Peor. Manipulación. Cristales. Romper. Vida. Muerte. Llamas. Infierno. Nada. Bueno. Malo. Salvaje. Venganza. Fiereza. Supervivencia. Corazón. Ojos. Pruebas. Arrastrar. Mirada. Inhumanidad. Olvido. Cacahuetes. Malditos. Dinero. Felicidad. Huida. Cicatrices. Temor. Fingimiento. Despedida. Remordimiento. Conciencia. Distancia. Hermandad. Terror. Sombra. Persecución. Verdad. Mentira. Compañía. Caos. Humareda. Descargo. Justicia. Bondad. Esperanza. Hombre. Mujer. Delito. Acorralar. Querer. Poder. Todo. Nada. Grandeza. Decir. Callar. Golpear. Piedad. Maledicencia. Periódicos. Tú. Yo. Él. Aquellos. Agobio. Opinión. Tristeza. Recuerdo. Ley. Orden. No. Máscaras. Desprecio. Camino. Perdición. Horror. Incomprensión. Oscuridad. Tiniebla. Penumbra. Negrura. Vacío. Ella. Ella. Perro. Coche. Exterminar. Tener. Redaños. Redención. Presunción. Nazismo. Transplantado. Fijación. Autor. Caza. Diferenciación. Linchamiento. Razón. Ceguera. Maldad. Pureza. Alma. Final. Modificación. Complicidad. Tortura. Casualidad. Humillación. Respeto. Memento. Tracy. Sidney. Lang. Furia.

viernes, 22 de noviembre de 2013

MALAVITA (2013), de Luc Besson

La discreción no es una palabra ni un concepto que vaya demasiado emparejada a una buena y tradicional familia de la Mafia neoyorquina. Tienen sus debilidades, pobrecillos. Desean también alcanzar sus cinco minutos de fama honesta, salir con chicos que tienen la normalidad escrita en sus gafas y, al fin y al cabo, valerse por sí mismos dentro de una vida en la que deben permanecer en permanente vigilancia ya que están acogidos al programa de protección de testigos del F.B.I. Pero, claro, estar en esa situación requiere pasar desapercibidos, no llamar la atención, ser unos buenos ciudadanos, respetuosos con sus vecinos y nada, nada, nada problemáticos. Y va a ser que es difícil.
El enfrentamiento entre el deseo de la normalidad y comportarse en un ambiente de violencia que es el único que ha conocido esta familia tradicional mafio-americana es el motivo más importante de esta película. Es un punto de vista divertido e interesante pero tiene un enorme problema. Una vez puestos en contra los opuestos estilos de vida de una gente que no sabe lo que es comportarse de forma normal aunque deseen integrarse en la vida cotidiana de un pequeño pueblo francés de Normandía, no hay nada más. Es un chiste alargado, salpicado con las consabidas dosis de violencia brutal para hacer que el chiste sea negro y perplejo pero nada más. Y es, al fin y al cabo, vivir teniendo en la vecindad a una familia en la que el verbo “matar” se conjuga siempre en presente, es un tanto complicado.
Dentro de la película está Robert de Niro y, sinceramente, no importa cuántas veces hemos visto esa mirada. Sigue dando miedo. Sigue siendo una mirada que no se olvida. También acompaña Michelle Pfeiffer, brillante siendo la chica del gángster, que luego se convirtió en la mujer del gángster para acabar siendo la esposa del huido. Y esos son los mayores activos de la historia. Su atractivo es tan magnético que, sencillamente, la película deja de tener el poco interés que tiene cuando ellos no están. Tommy Lee Jones hace lo que puede para darle una réplica adecuada a de Niro, y lo hace bien. Pero es que no hay historia, es solo un planteamiento que sigue y sigue, que hace gracia los primeros veinte minutos pero que se queda solo en eso, en una prometedora comedia negra que, en manos de un guionista con ideas y de un director con más sentido del humor y menos efectismo, se hubiera convertido en algo digno de recordar.
Así que tengan cuidado con sus nuevos vecinos. No se sabe de dónde pueden venir. No se fíen si, para integrarse en el vecindario, dan una barbacoa en su jardín y les hinchan a coca-cola y bollitos. Quizá tengan un pasado del que huir y que no les gustaría nada descubrir. Si además de todo eso, tienen un dudoso gusto de vestir relajadamente (los chándales son una buena pista), corran y no paren hasta la frontera más próxima. Lo más probable es que haya unos cuantos cadáveres en la propiedad, algún arma que otra que huele a pólvora reciente, un olor a pasta con ajo que tira para atrás y, sin duda, algunos comportamientos extraños en los hijos, como no tomándose demasiado en serio la posibilidad de asumir que la rutina está ahí mismo, al alcance de la mano, que basta con no hacer comentarios, ni ofenderse demasiado por una tocada de narices a destiempo. Eso le pasa a todo el resto de la Humanidad y no se lían a pegar tiros, a arrastrar a gente con los coches, a sumergir cabezas en ácidos corrosivos ni nada de eso. Tal vez, incluso, haya gente normal que se dedique a escribir, a comprar y a ir al colegio. Es la vida y es lo que toca. Ah, y la confirmación de lo que son la tendrán si esos nuevos vecinos se van enseguida. Poco duran en el barrio. Creo que, en el fondo, no pueden vivir con tanto chismorreo a su alrededor. La mala vida ha calado hondo en todos ellos. Incluso en los chicos. Y algo raro tenían ¿verdad? Sobre todo cuando pasaban cosas tan extrañas en las esquinas de un barrio tan pacífico.

jueves, 21 de noviembre de 2013

BLUE JASMINE (2013), de Woody Allen

Es difícil adaptarse a las nuevas situaciones después de una caída de muchos metros hacia abajo. Descender a la velocidad del sonido desde la cúspide es duro, torturante, humillante, desolador. Quizá eso ocurre también después de haber guardado demasiado silencio y jugar con el dinero de los demás aunque se finja ser una frívola entregada al lujo y a la moda más cara. Da lo mismo. El resultado es una soledad que deja sin aliento, una burla del destino que hace que el cielo se convierta en un techo odioso, un deseo inamovible de volver a escalar aunque todo esté empedrado con escalones de mentira.

Y es que no es fácil acostumbrarse a lo más bajo cuando se ha estado en lo más alto. No se puede pasar de la galantería entre cócteles al acoso de dentista al mejor estilo de W.C. Fields. Es imposible encontrar algo en común entre un mundo de derrota y de fracaso y otro lleno de falso éxito y de ropa envidiable. El equilibrio huye entre bahías y parece que las lágrimas, irritantes y ambiciosas, están dispuestas a salir a la mínima ocasión. Es una lección para la presuntuosidad, desde luego, pero también es un castigo hacia la arrogancia y hacia la pretendida moral que jamás se puede encasillar en un estrato social. Ésa existe en todas partes. Solo hace falta tener la suficiente clase como para demostrarla, enseñarla y vivirla.
Cate Blanchett es el alma de esta película porque en ella confluye la canción triste del jazmín nocturno y la luminosidad de una esperanza que parece empeñada en huir. Detrás de todos esos deseos de volver a recuperar una vida que nunca se ha merecido, no hay ambición, ni tampoco hay soberbia. Todo eso no son más que fachadas. Lo que hay es neurosis. La obsesión de creer que todo el mundo está sonriente y expectante por asistir a la caída más humillante. De tener todo a no tener nada. Y, desde luego, por ahí pasa un tranvía llamado Deseo.
Woody Allen dirige con enorme precisión, sabe exactamente en qué momento hay que introducir la melodía más adecuada para el estado de ánimo por el que pasa la protagonista, huye de la comedia para adentrarse en la ironía y ponerse descaradamente del lado de los perdedores pero está lejos de ser una de sus mejores películas. Más que nada porque vuelve a hacer algo ya visto aunque ponga en juego su veteranía para introducir sus obsesiones, sus miradas lacerantes, sus desprecios justificados. Allen se pone el rostro de Blanchett y consigue que ella sea él, con sus gestos y sus vacilaciones, con sus conversaciones truncadas y sus neuróticas banalidades pero le falta el humor. Puede que, en algún momento, se escape una sonrisa de complicidad pero hay historia suficiente como para que se deslizara un chiste sobre este ridículo espectáculo que es la vida, sobre los absurdos sueños destrozados y los anclajes morales a una posición social elevada. Prefiere quedarse en tierra de nadie, volcado levemente hacia el drama pero siendo ligero en todos los solares que pisa, con visitas al realismo de cocina, con una fotografía más fría de lo normal debida a nuestro Javier Aguirresarobe y con un pulso milimétrico para dirigir a una gran actriz de rara belleza y talento más que acusado...más que acusador.
La contraposición de mundos de bolsillos vacíos con planetas de ociosa opulencia es lo más atractivo cuando Allen decide jugar con la estructura e ironizar con la aventura emocional de una mujer que solo supo ganar porque todos nos acostumbramos fácilmente a eso, sin importar sentimientos o sueños ajenos. De vez en cuando, el destino también se sienta en un banco y comienza a hablar solo para descubrir que el fracaso está ahí, a la vuelta de la esquina, argumentando excusas y agarraderos. Falacias que crecen con marca como una caída que no se quiere asumir. 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

ESTUDIO DE TERROR (1965), de James Hill

Entre las brumas de los barrios más húmedos y oscuros de Londres se mueve un asesino que mata a prostitutas por placer. En aquella época, un detective privado llamado Sherlock Holmes, se internaba entre las rutas del crimen para dar solución a todos los problemas a través de ese principio policíaco que enuncia que toda evidencia circunstancial no es más que una conjetura. Así, se emprende una cacería para atrapar a uno de los psicópatas más misteriosos de todos los tiempos como fue Jack el Destripador, revisitado por Holmes cuatro años después en la excelente Asesinato por decreto, de Bob Clark. En esta ocasión, Holmes aparece interpretado por John Neville, un actor que, tal vez, mereció mejor suerte y que siempre será recordado por su encarnación del papel protagonista de Las aventuras del Barón de Munchhausen, de Terry Gilliam. Su interpretación del mítico personaje de Conan Doyle se revela como la de un hombre mucho más inteligente, ligeramente inquieto y con algún que otro toque misógino. Su compañero, John Watson, interpretado por Donald Houston, es un retrato del amigo que admira profundamente a Holmes, que es valiente cuando es necesario, que se muestra permanentemente perplejo por las deducciones de su compañero y que lo pasa realmente mal cuando tiene que fingir en público algunas maneras descorteses. Por detrás de ellos, un plantel de excelentes secundarios como John Fraser, Anthony Quayle, Robert Morley, Frank Finlay, Cecil Parker, Adrienne Corri y una jovencísima Judi Dench que ya da muestras de saber dominar la escena con esas miradas capaces de atravesar la carne con un punzón con más facilidad que el propio asesino. No deja de ser un acercamiento muy británico a la figura del genial detective y dentro de un presupuesto que se antoja modesto pero resulta una película muy atractiva, que sigue las líneas del suspense más flemático y que acaba por atrapar con una solución creíble y ajustada al misterio con la Historia que rodeó al legendario psicópata. Y es que no hay nada peor que alimentar el odio con el fantasma monstruoso de un pasado que no deja de hacer resonar sus pasos en los adoquines del tenebroso Londres. Las mentes retorcidas suelen pasar algún tiempo en los pasillos del dolor porque convertir la belleza en fealdad es uno de los mayores pecados que la vida ha cometido nunca. Holmes lo sabe y, entre tanta maldad, se refugia en las cosas más sencillas que ha sabido apreciar porque también conoce cuál es el camino de la locura. Basta con unos cuantos desprecios, unos cuantos sueños rotos, una presión social injusta…y ya está. La cabeza gira trescientos sesenta grados para colocar todo al revés, encerrarse en sí misma y hacer que la inteligencia se ponga en fuga para dejar paso a la ignorancia más atrevida. Así es cómo nacen los sospechosos. Así es cómo el mejor premio para alguien tan endiabladamente inteligente es tener algo en qué pensar. Si no solo queda el ostracismo, la nada, el retraso y el aroma perdido de un amor que quedó sepultado en las llamas del rencor.

martes, 19 de noviembre de 2013

PETER PAN (1953), de Hamilton Luske, Clyde Geronimi y Wilfred Jackson

Ser adulto. ¡Vaya cosa! Abandonar las estrellas que brillan a través de la imaginación para agarrarse a la tierra llena de problemas, de prisas y de olvidos y miradas rápidas. Creer que lo lógico es lo mejor. Pues no. No, no, no y mil veces no. Quizá lo mejor sea soñar que se es un pirata en alguna bahía tranquila rodeada de nombres legendarios. O que hay una pequeña hada de caderas anchas que esparce polvos mágicos por donde pasa. O que un paraguas es una espada para retar al mismísimo mal en un duelo a muerte con un tablón al fondo. O que un cocodrilo busca a su presa con un interminable tic-tac en su interior que hace que, además de fiera, sea gracioso. Si ser adulto significa renunciar a todo eso…mejor quedarse niño.
Y es que de niño se puede dominar a la Tierra entera desde una nube, se puede desafiar a la ley de la gravedad flotando mientras se canta, se puede intuir el amor sin llegar a agarrarlo porque, en el momento en que lo posees, te puede hacer daño. Y un niño no está hecho para sufrir daño. Está hecho para soñar, para creer que todo es posible en la larga noche bañada de luna llena. Un niño es el capitán de todas las naves, el malvado de risa imparable, el ayudante de buen corazón que, en el fondo, solo es villano por inercia. Es también el conquistador inalcanzable, diestro con la espada o con el puñal, hábil de inteligencia, ingenuo en el jugar. Y todo eso se olvida con los años. Se queda un pequeño resquicio, una nada apenada que no se suele recordar porque duele tener la certeza de que, de niño se era capaz de todo, y de adulto solo hay tiempo para el grito, para la premura y para las cosas propias de los negocios irritantes de mayores.
Todos hemos querido ser Peter Pan ¿no? Todos hemos deseado guiar a chicas de sonrisa tierna por en medio de los árboles, o rescatar princesas en el último minuto, o desafiar al Capitán Garfio en un ensoñador duelo en lo alto del palo mayor. Todos hemos querido ser el centro de las miradas porque eso es lo que quiere un niño aunque luego se le pase. Y aún así, con la barba creciéndonos por la cara, con las manos salpicadas de venas que ya se notan a través de la piel y con los ojos mucho, mucho más desengañados, sabemos que Nunca Jamás existe y que, de vez en cuando, todavía huimos hacia allí, llevados por las ganas de revivir la ilusión de ser niño, aupados por la memoria de volver a hacer todo lo que hacíamos porque éramos capaces de cualquier cosa. El reloj sigue y, algún día, la vejez aparecerá para hacernos temer la brevedad del futuro pero en nuestras arrugas, en alguno de los pliegues de nuestra piel ya marchita, estará escrito el mapa del viaje de nuestra infancia, con sus juegos, sus fantasías, sus historias increíbles, sus metales al viento y sus velas envainadas…Fuimos capaces de volar…y aún lo somos. Basta con que recordemos el espíritu de nuestras aventuras y creamos en la libertad de la mente de un niño.

viernes, 15 de noviembre de 2013

CUANDO EL DESTINO NOS ALCANCE (1972), de Richard Fleischer

Solo una mano suspendida en medio del vacío del pánico, pidiendo ayuda, suplicando el auxilio para que la verdad sea mostrada a plena luz del sol ya difuminado por la polución. La Tierra se muere, se extingue poco a poco porque los recursos han sido agotados y en una ciudad de cuarenta millones de habitantes, hay veinte millones que no tienen trabajo. La gente vive en las calles, amontonándose en las escaleras de incendios, en los portales, en cualquier sitio donde se pueda estar cerca del alimento y del agua racionada. Una ducha es un lujo. Un filete es prohibitivo. Una chica es mobiliario de casa. Una lechuga es solo un recuerdo.
Y aún así, todavía existe un policía empeñado en investigar un crimen que huele a ejecución. Comete pequeños hurtos mientras registra los lugares donde se cometen los asesinatos. Se lleva un entrecot de buey, un par de libros de investigación, unas judías blancas cocinadas, una pastilla de jabón…pero es que tiene que vivir, tiene que probar las cosas que su compañero de piso le ha contado tantas veces que existieron en la Tierra. Esa Tierra poblada por una Humanidad que se lanza a consumir el único alimento existente, basado en plancton marino. Todo es tan horrible, tan imposible de vivir que la muerte parece una liberación. Incluso en el control de algaradas la gente es desalojada a paladas de camión de la basura. Y ahí es donde vamos. A la misma basura.
Esta película de Richard Fleischer indaga en el instinto de autodestrucción que anida en el hombre y que, situada en el año 2022, resulta de una enorme vigencia para los tiempos que corren. El paro masificado, el Estado derrotado y dejando en la indigencia a miles de seres que no tienen casa. El policía llega a decir que estando dos días de baja perdería su empleo. El cielo escondido en las capas de la contaminación, el asilo donde los ancianos piden morir porque ya no aguantan más que nadie se ocupe de ellos…Resulta extrañamente ficción y aún más extrañamente cercano. Lo que era pura fantasía en 1972 resulta ser una inquietante parábola que nos echa del pensamiento acomodaticio y nos sumerge en el miedo incontrolado. El alimento escasea, ya no hay muchas de las cosas que podíamos comer de niños y se nos vende como natural aquello que es manufacturado y sintetizado. Pronto, todos nosotros levantaremos esa mano suplicante rogando por la verdad y por un cambio de rumbo en las mentalidades de todos los que nos llevan hacia la agonía. La Humanidad ira desapareciendo así, entre estertores de muerte, entre alaridos de angustia, entre rabias ahogadas porque ya nadie escucha. Solo nos importa el placer inmediato, saciar los impulsos, amasar las mayores cantidades de dinero posibles aunque ello signifique que los perjudicados acaben de alimento para los peces. El destino lucha ya por alcanzarnos. Y cuando eso ocurra, no habrá más esperanzas de un mañana algo mejor. Nosotros somos los auténticos caníbales.

jueves, 14 de noviembre de 2013

SÉPTIMO (2013), de Patxi Amezcua

Un juego inocente que sirve para aumentar complicidades porque, al fin y al cabo, la madre lo prohíbe y el padre lo fomenta. La vieja historia de siempre. Un matrimonio que tiró la estabilidad por el hueco de la escalera y que ahora busca un rumbo nuevo de forma diferente y que tratan de ganarse a los hijos a base de permitir lo que otro veda. Mármol frío que se calienta con pasos hacia ninguna parte. Rencores de silencio que se sitúan en la misma puerta de un vecino llamado maldad.

La mirada hacia arriba, buscando respuestas cuando se arrebata lo más querido. Paseos interminables haciendo un ejercicio de piernas considerable mientras se desgastan las suelas con los escalones de la desesperación. Cerraduras quietas que se niegan a abrir sus ojos para dar ninguna explicación. La sospecha que pasa de uno a otro porque todos, de alguna manera, tienen algo que esconder. Sobre todo quien busca porque los enemigos crecen a golpe de llamada de móvil. Todo es una cuestión mucho más simple, mucho más cruel, mucho más antigua.
Patxi Amezcua es el responsable de haber construido un edificio de cimientos bien sólidos que han tenido que soportar muros de adobe vacilante. No vale tener solo sentido del ritmo para hacer que se olviden flecos y se dejen preguntas sin contestar. Tampoco vale tener a un gran actor como Ricardo Darín para llevar todo el peso de una trama que promete y que, sin embargo, cae por algunos vacíos incomprensibles que llegan a ser demasiado evidentes en alguna ocasión. Hay que trabajar el guión antes de ponerse detrás de las cámaras y contar una historia que pide a gritos la exactitud de un mecanismo de relojería porque solo así se llega a pisar los siempre difíciles terrenos de la calidad.
Roque Baños pone clima con una música templada y torcida, llena de clase y hay una fotografía que retrata a Buenos Aires desde las alturas con interés y cariño. Gran urbe de grandes secretos, que delata sinfonías de ruido, de charlas interminables, de luces que ponen sangre a sus venas y de enormes arterias de ríos grises como reflejos de un cielo que pone calor y plomo sobre los tejados. Por lo demás, se echa de menos a una actriz que ponga mapa al sufrimiento de una madre y que no lleve la tortura fingida en la cara de Belén Rueda, descolocada todo el tiempo y evidente hasta la decepción.
Y es que se siente el sudor goteando por la camisa cansada de ese abogado que nada en el agobio que él mismo se ha buscado porque no supo ganar el proceso de la felicidad. Su trabajo le sitia y le provoca la angustia suficiente como para convertir su vida en un sentido único hacia el ahogo. Tal vez porque en su casa no encontró nada que le hiciera desear permanecer en medio del cariño. Tal vez porque, en el fondo, los perdedores también llevan traje y corbata.
Absurdos contenidos y provocados por la precipitación, espacios vacíos rellenados con carreras desaforadas, buscando respuestas por los rincones de una casa que es un laberinto de almas perdidas, que no saben salir de una despreciable mediocridad. Sospechas de viejas rencillas, certezas de nuevas peleas que también ejercen su influencia. Todo un rompecabezas que hubiera merecido algo más de coherencia y algo menos de prisa. Quizá porque el ascensor es un viejo armatoste de encanto probado y parada garantizada entre pisos. Todas las puertas, a pesar de ser de madera, son rejas a prueba de intrusión. Y a veces los pequeños detalles son los que más traicionan. Como un móvil sin batería que, de repente, sí la tiene. O un personaje que va y viene y luego desaparece sin más explicaciones. Da lo mismo. Lo importante es que la serenidad vuelva a encajar en un lugar en el que nunca debió de faltar. 

martes, 12 de noviembre de 2013

SONATA DE OTOÑO (1978), de Ingmar Bergman



Debido al cumplimiento de un deber de carácter público e inexcusable, mañana no habrá artículo de cine en este blog. Volveremos el jueves. Mientras tanto, aquí dejo un aperitivo del apasionante debate que esta noche van a sostener en el programa Conversacines Chus de León, Raquel Jaén y Juan Caso. Dedicado a ellos.

 La carne que se va separando de la carne aunque el cordón umbilical siga ahí, bien firme, resistente, impasible. Una mujer que tiene demasiados vacíos en su vida porque prefirió estar sentada delante de unas teclas que atendiendo a su familia. Y son tantos los aplausos, tantos los vítores, tantos los elogios que se ha olvidado de que algo pudo hacerlo mal. Por ejemplo, ser madre. Con su arrolladora personalidad, aplastó la balbuceante adolescencia de su hija, no quiso saber nada de la terrible enfermedad de otra hija, dilapidó a sus amantes en unos terribles infiernos de mediocridad mientras se engañaba a sí misma creyendo que todo lo hacía bien porque el resto del mundo la adoraba. Y solo se encaminaba hacia una triste sonata de otoño donde la soledad y la tristeza se pueden tocar con los dedos, como un preludio de gotas de agua que caen sobre dedos ya ajados. Ella sembró las semillas del odio. Ahora, con las arrugas en el rostro, deberá recoger la cosecha.
La hija, siempre mediocre, siempre al borde del trauma. Perdió a una madre estando viva y a un hijo porque se fue a la muerte y trata de reconstruir su vida recordándose a sí misma que el cariño existe, que la gente se preocupa, que siempre habrá alguien que cuide de los que no se valen. Ella tragó con los arrolladores deseos de la madre solo por conservar un ápice de cariño que jamás recibió a pesar de que la madre cree que sí. La personalidad anulada, colocada a la izquierda para dejar pasar al torbellino que le dio la vida. El primer amor prohibido, las primeras frustraciones depositadas en algún rincón solitario…Nunca ha podido expresar sus sentimientos porque nadie la ha dejado y, cuando ha tenido la oportunidad, nadie la ha escuchado. El desprecio ha hecho nido y, por mucho que intente encontrar ese inconfundible olor de una madre en un abrazo que busca hasta la extenuación, no lo podrá hallar. Ella es carne de olvido, como una música que se lanza al aire con la esperanza de posarse sobre algún oído interesado.
El marido, siempre discreto, siempre silencioso. Sabe que el sufrimiento se revuelve en medio de la tranquilidad y, sin embargo, lo sobrelleva con calma. Está enamorado de la misma inocencia que su mujer, en una larga noche de charla y verdad, va a perder. Todo le parece bien porque es inútil luchar contra un destino que le parece inevitable. Su hijo murió y el dolor está ahí, latente, perenne, traidor y acusador. Viene la suegra y no tiene más salida que la retirada en silencio porque volver a sufrir, volver a sentir tanto el dolor no tiene ningún sentido. Él ya murió en algún lugar de unas aguas malditas. Solo quiere agarrarse a la madera de unos ojos azules que adora por su ternura.
Y Bergman se encontró con Bergman. A pesar de que dos personalidades tan potentes tuvieron que sufrirse mutuamente, supieron fabricar una película llena de sentimientos dispares que se colocan en las estanterías de nuestra alma porque los conocemos muy bien. Solo que lo hacen a través de las palabras  y de las sensaciones que emanan de unos rostros que creemos verdaderos. Como la misma vida, porque siempre hemos creído que la vida era verdad y, tal vez, solo es un teatro que nosotros mismos dirigimos para poder sobrevivir.

viernes, 8 de noviembre de 2013

SOLO DIOS PERDONA (2013), de NIcolas Winding Refn

El tiempo pasa muy despacio entre las estrellas hechas de neón y el rojo mar de sangre. Las debilidades se esconden detrás de rostros de impavidez que se erigen como tierra de promesas, tal vez, porque el pasado se ha dejado demasiado atrás. Las vísceras se confunde con la carne que se vende cocida en los puestos callejeros y todo se inunda de una visión sombría, lenta, desesperante y soñadora. Solo una sombra de negro se dedicará al pasatiempo de la venganza en un lugar donde la vida no vale ni un minuto de atención. Lástima que haya que dedicar tanto para tan poco.
En medio de unas calles que parecen ensuciadas por la bajeza de la moralidad humana, un tipo con un club de boxeo tailandés, un hermano que quiere traspasar de una vez la barrera del infierno, una madre que devora todo lo que toca incluso lo que acaba de nacer…personajes en rojo en fondos de azul, luces de prostitución como espejos de pensamientos sórdidos. Las cosas aquí, en Bangkok, no son como allí, en Estados Unidos. Aquí se te abren los intestinos sin que te des cuenta y nadie te echa en falta. Eso es lo peor. Que a nadie le importas, que a nadie puedes llegar a querer.
Nicolas Winding Refn dirige de nuevo a Ryan Gosling y a una sorprendente Kristin Scott Thomas en esta historia de malos sueños, bañados en sangre y en brutalidad, con un ritmo tan abrumadoramente lento que eso basta para que el espectador se haga la idea de lo que han hecho estos personajes antes del segmento de su historia que nos quieren contar. Antonioni parece que se levanta de la tumba con aire decididamente kitsch y nos encontramos con unas papelinas de bajos fondos, que, en el fondo, quieren contar las consecuencias de la cobardía y que se aleja peligrosamente de la negrura que habitaba Drive para adentrarse en las entrañas de las relaciones personales y de las incomunicaciones tan queridas al director italiano. El resultado es lentitud gratuita, juegos de miradas que también nos retrotraen a otro italiano como Sergio Leone y dos o tres toques de paroxismo irritante que coloca a esta película en la biblioteca de esas rarezas que van a ser muy alabadas por cierto sector del público creyendo que eso es cine cuando, en realidad, todo, absolutamente todo, es puro efectismo visual.
Los diálogos, al fin y al cabo, los podría haber escrito yo en una tarde de resaca (no hay más de un folio en total) y todo se basa en esa descripción de ambiente, como intentando poner una historia típicamente occidental bajo las formas y maneras del cine oriental más circunspecto e introvertido. Será una novedad, sí, pero resulta machaconamente aburrido. Y para aislarse de tanta quietud, tanta contemplación y de tantas caras que hablan sin mover la boca, un par de escenitas de tortura de la buena que hacen cerrar los ojos al resto de cobardes que asisten, atónitos, a unas muestras de crueldad que luego se necesita ir a un bonito karaoke para relajar músculos y olvidarse de tanta metáfora subrayada hasta calar el otro lado del celuloide.
Y es que es difícil vivir en un ambiente ajeno intentando huir del que realmente se pertenece. Siempre existe el consuelo de una madre cuyas motivaciones, por muy oscuras que sean, se esconden detrás del amor más sucio. Para ello, no hay nada como cortar altavoces y el silencio solo podrá ser interrumpido por el desagradable gorgoteo de la vena abierta. Luego siempre podrá venir el inoportuno colega que intenta remover las entrañas que le pertenecieron con sus propias manos. El odio, todo el mundo lo sabe, es algo que se almacena en las tripas. Lo que se haga después con él, necesita una catarsis y ésa, tal vez, se encuentre en un ángel negro que, como Dios, es capaz de perdonar porque, en algún lugar de su corazón, hay un sitio para la inocencia y para lo único verdaderamente intacto de ese fastidioso mundo de neón rosa y azul. De ahí viene la pasión por cantar. Sigamos cantando, no sea que nos partan la cara.

jueves, 7 de noviembre de 2013

PACTO DE SILENCIO (The company you keep) (2013), de Robert Redford

Quizá hubo una época en la que quedarse callado, sin decir nada ante un buen puñado de injusticias y mentiras, era un verdadero acto de guerra. Tal vez unos cuantos jóvenes se lanzaron a llamar la atención para detener la masacre de una guerra que diezmaba a una generación y desmoralizaba al país, para exigir los derechos de la gente de color, para gritar, bien a las claras, que la nación y la situación social que habían heredado de sus padres no era justa y que no estaban dispuestos a tragar con ella. Sus acciones estaban equivocadas pero no así sus razones.

Los años pasan de forma implacable y aquellos jóvenes se convirtieron en padres de familia con muchas cosas que perder. Y aún así, mantuvieron sus creencias porque eran más fuertes que sus propias vidas. La traición a su forma de pensar no cabía en sus pensamientos así que, con una coherencia envidiable, decidieron pagar por lo que habían hecho porque en ningún momento quisieron hacer daño, solo desearon llamar la atención, pegar aldabonazos de conciencia en la adormecida sociedad bienpensante. Cuando los años cumplen con la obligación de situar las vidas de los inocentes que rodean a los agitadores, entonces llega el momento de pasar por el estrado de los acusados.
Y el salto generacional es casi insalvable. Aquellos jóvenes que hace treinta años se movían por convicciones, se arriesgaban y se situaban en primera línea de lucha, ya no tienen nada que ver con los jóvenes de hoy, acomodados, expertos tomadores de atajos que desean conservar sus coches lujosos, sus empleos o sus ventajas juveniles, sus conformismos irritantes que llevan, inevitablemente, a no distinguir con claridad las líneas de lo correcto. Aquellos actuaron, mal o bien, pero lo hicieron. Hoy, ni siquiera actúan.
Inteligente película, dirigida con ambición y seguridad por Robert Redford, que habla de que el lujo burgués no es razón suficiente como para permanecer callado, que los verdaderos criminales, los únicos responsables de la guerra a la que nos están sometiendo, son los principales beneficiados de una sociedad que no protesta y que, si lo hace, no pasa de ser un movimiento pintoresco, casi una exhibición circense porque, dentro de ello, no hay pensamiento, ni dirección, ni liderazgo, ni claridad. Ni siquiera hay una respuesta para sus inquietudes.
Para ello, Redford se sirve de una estupenda compañía de actores que aportan oficio, seriedad, serenidad y gozosa profesionalidad a esta historia disfrazada de thriller cuando en su corazón habita la denuncia y el deseo de intentar cambiar algo, aunque sea poco. Ahí está la maravillosa escena de Susan Sarandon con Shia LaBeouf, el tremendo peso del avejentado Nick Nolte, el atractivo de la sedición representado por Julie Christie, el comprensible escepticismo de Richard Jenkins, la tranquilidad de Chris Cooper y la presencia magnética aunque ya difícil por la edad del propio Redford. Todos ellos saben dibujar en su rostro las expresiones maduras de unos cuantos jóvenes que, en su día, tuvieron y que a través de un código de conducta irreprochable, retuvieron. Porque la peor traición no es la de proporcionar pistas a un antiguo camarada en apuros, ni tampoco dejarse apresar por un sistema al que se desprecia. La peor traición es volver la espalda a un pasado malherido que clama por encajar la verdad y, sobre todo, es renegar de lo que movió a un puñado de jóvenes rebeldes que quisieron gritar oponerse a los desmanes de los que mandaban. Y es que la ética, el hacer lo correcto debe ser la auténtica enseña de la rebeldía y, también de las futuras generaciones. Solo así podrá haber una luz de honestidad y de verdad en unas vidas que también tienen que retirarse para dejar que las satisfacciones personales se abran paso entre unos ideales que son alaridos de justicia. 

miércoles, 6 de noviembre de 2013

EL CASO DE LUCY HARBIN (1964), de William Castle

El trauma de un asesinato brutal queda grabado en los ojos. Pueden ser ojos de adulta, de mujer resuelta y atrevida que esconderá su crimen tras las paredes de un hospital psiquiátrico. Pueden ser ojos de niña que tratará de olvidar por todos los medios que la carne de la que vino es la causante de tanta crueldad. Pueden ser ojos de mujer que intenta sumergir en la normalidad lo que es auténtica anormalidad. Pueden ser también los de un hombre sencillo, honesto y trabajador que solo quiere que la felicidad sea algo rutinario. Pueden ser, por último, los de un tipo embrutecido y desagradable, que anda con el desprecio entre las piernas y el cansancio en el ánimo. Todo ello para volver a ordenar un rompecabezas que fue partido por un hacha, con terrible premeditación. Porque a cada golpe, se parte la vida de todos en dos y no precisamente la de las víctimas.
Y por toda la historia se intuye un halo de inquietud, una incómoda sensación de que no todo está encajado como debería. La máscara tras la máscara es el perfecto disfraz para creer lo que no se cree y no hay paz para aquellos que cometieron errores tan sangrientos. La lejanía de una granja es el escenario donde ocurre la locura y todo se junta y se vuelve a fragmentar, como una historia mil veces vista, mil veces gritada y mil veces rota en pedazos.
William Castle demostró en varias de sus películas que era capaz de hacer buen cine sin necesidad de grandes presupuestos. Aquí agarró un reparto muy competente con Joan Crawford a la cabeza, escondida entre la mansedumbre, la frialdad y el salvajismo; seguida de Diane Baker, luchadora incansable por volver a alcanzar la normalidad y secundadas ambas por un espléndido George Kennedy. El resultado es un cine de calidad que se deja notar porque los ojos de los espectadores deambulan de un lado a otro de la pantalla intentando encontrar razones dentro del desquiciamiento, sin saber que eso, en sí mismo, también lleva al otro lado de la cordura. No hay grandes panorámicas, ni efectos especiales rociados de falsa y gratuita hemoglobina. Solo hay imaginación, artesanía en la única escena brutal y buenas interpretaciones. Y un argumento que contar con las letras de Robert Bloch, el novelista que escribió Psicosis. Y ya no doy más pistas. Más que nada porque, en el interior de la sencillez, está la verdadera amenaza. En la agresiva mirada de Joan Crawford, se hallan todas las respuestas y, por una vez, ella no nos dirá que nos quiere. Todo lo contrario. Proferirá un alarido para que todo el mundo se entere de una vez que nos odia. Y así descenderemos a los infiernos, creeremos también que estamos encerrados en una habitación acolchada, no comprenderemos que se nos haya conservado la vida cuando todo nuestro cuerpo clama por la muerte y, por último, nos balancearemos en busca de una personalidad que dejamos atrás cuando hicimos algo que, tal vez, no fue tan brutal pero sí que sabemos que podría ser reprobable.

martes, 5 de noviembre de 2013

VACACIONES EN ROMA (1953), de William Wyler

La sensación de libertad. La tenue euforia que embarga a cualquier mortal de poder ir de un sitio a otro sin estar controlado. Disfrutar del tráfico enloquecido de una ciudad caótica e inmortal. Poder hablar sin tener que medir cuidadosamente las palabras. Participar en una pelea divertida coronando testas a guitarrazos. Sonreír sin pensar en lo que los demás piensan. Disfrutar de un paseo por piedras antiguas y sentimientos nuevos. Poder tomarse un helado cuando se quiera y, simplemente, observar al resto de la Humanidad moverse de aquí para allá, al encuentro de sus destinos, felices o desgraciados. Poner la mano en una boca de roca amenazante creyendo que la mentira es un refugio temporal pero abrumadoramente feliz. Probar el encanto de un baño pequeño y modesto, con toallas usadas y ásperas, con jabón de olor inalcanzable y privacidad invalorable. Roma, Amor. La vida espera y va a pasar de largo sobre tanta nobleza.
Gastar noches sin sentido alrededor de mesas donde, además de unos cuantos dólares, también se chismorrea sobre una princesa estirada y siempre correcta. Quedarse dormido cuando el trabajo se amontona sobre la máquina de escribir porque, sencillamente, ya se sabe de antemano lo que va a decir el entrevistado. Esperar la noticia de noticias, que duerme plácidamente en una cama de sábanas frescas y almohadas arrugadas. Creer que la exclusiva no es solo la primicia, sino también el salto a un prestigio que ya debería de haberse ganado. Deambular con la moto mientras un sueño te agarra por el talle. La ética y el amor, mala combinación. El arrepentimiento de la mentira porque una mirada habla más, mucho más, que cualquier palabra escrita. Las lágrimas que delatan lo imposible de una historia que solo duró un día pero que va a estar ahí para siempre, en unas fotos que nunca fueron publicadas y permanecerán, como una aventura, en un secreto que es cosa de tres. Roma, Amor. La vida pasa de largo en el fondo de un lujoso salón de un palacio donde se deja la tristeza.
Cenicienta al revés. La chica pierde el zapato y su condición de heredera al trono. A medianoche, volverá a ser princesa y, entonces, ya no habrá sitio para los sueños, solo habrá protocolos y apariencias. Incomodidades, al fin y al cabo. Tanto es así que el príncipe no la puede despertar. Se la lleva en un taxi y la deja a las puertas de palacio después de probar el auténtico sabor de la vida corriente. Quizá eso haga que sea mejor princesa, con más criterio, menos dirigida, más segura. La culpa la tiene una ciudad, un hombre y comprobar que la diversión, fuera de los muros seguros de la realeza, existe a la vuelta de cada esquina. Ah, y todo por culpa de una chica, frágil como el cristal, con el contorno de ojos hacia arriba, como celebrando la alegría de la mirada. Ella no se llamaba Ana. Se llamaba Audrey.