lunes, 31 de agosto de 2009

VIENTO EN LAS VELAS (1965), de Alexander MacKendrick

La crueldad no entiende de menores de edad. Ser un descarnado asesino puede ser la consecuencia directa de la inocencia de un niño. La muerte puede presentarse como una carcajada burlona bajo el eco de una canción infantil. Formar parte de un ambiente ajeno puede ser la semilla de un silencio que condene a la ejecución...
Había una vieja máxima en el cine que decía algo así como que “cuando en una película hay niños o animales más vale que mires hacia otro lado”. Ésta película puede ser la excepción a esa regla porque es la propia personalidad de esos niños sin conciencia de alma la que hace que nuestro espíritu ruegue por mirar hacia otro lado. Es inquietante reconocer que, de alguna manera, el interior que nos habita se niegue a aceptar que la ingenuidad de la niñez pueda llegar a tal extremo de injusticia, de ingravidez total, de desafecto por la existencia ajena. Es una película terrible, devastadora, en la que el viento que infla el trapo del velamen se convierte en un soplido del diablo para dejar las tibias cruzadas de la bandera pirata en meras fracturas de huesos bañadas en la indiferencia sazonada con gotas de sadismo sin sombra de remordimiento.
Y es que el mundo de los piratas no es sólo la aventura romántica, el secuestro recubierto de salitre para pedir un rescate que, en el fondo, es justo; el grito del mar rugiendo de furia contra la frágil madera del barco; el alarido de “¡Tierra!” avisando del final del viaje. Aquí, la travesía termina en un giro sobrecogedor emanado de una inocencia que es cruel por omisión, que hace justicia por silencio, que olvida porque es una de las obligaciones de los más jóvenes. La infancia, como el propio orden de las cosas, tiene su propio mecanismo de defensa...como una planta carnívora que, sin pensar, cierra sus fauces en torno al incauto insecto que intenta asaltar el color atrayente disfrazado de aroma de trampa.
Quizá también ser niño, en ocasiones, consiste en sobrevivir en contra de las fuerzas de la naturaleza. O, tal vez, la ingenuidad de la infancia sea un escondite perfecto para los que, en pocos años, pueden convertirse en la clase dirigente. Los auténticos protagonistas de esta película no son Anthony Quinn y James Coburn. Son los niños que inundan de ambigüedad las ventajas de la piedad para convertirlas en cuerdas sólidamente apretadas en una horca con las que antes han estado saltando a la comba.
Alexander MacKendrick fue un hombre que dirigió muy pocas películas (anteriormente ya había visitado el mundo de la infancia con una película desoladoramente social como Mandy) pero en su corta filmografía hay siempre la mirada certera de un hombre que supo diseccionar, con singular precisión, los rincones más aviesos del ser humano...ser fiera...humanos fieras...

jueves, 27 de agosto de 2009

BANDIDO (1956), de Richard Fleischer



















¿Saben lo que a mí me hubiera gustado ser de mayor? A mí me gustaría haber sido Robert Mitchum. Ese tipo de aire algo adormilado, al que todo parecía importarle un rábano enlatado, alto, atractivo, con cierto aire peligroso, con un viento conquistador, un pequeño fondo de pendencia, un evidente comportamiento desafiante, más intelectual de lo que daba a entender, más inteligente que duro, más duro que una roca...Lo bueno de todo es que él era realmente así. Cuentan que, en cierta ocasión, Mitchum estaba bebiendo algo más de la cuenta en una taberna durante el rodaje de esta película, se estaba poniendo algo pesado y un lugareño se le acercó y le propinó un puñetazo en la cara. Con expresión de que no había pasado absolutamente nada, Mitchum se encaró con él y le dijo: “Si eso es todo lo que sabes hacer más vale que te dediques a fabricar muñecas”. El caso es que Mitchum, en esta ocasión, sabía que estaba haciendo una de esas películas que a él le interesaban, que sabía que no serían un éxito de público pero que tenía detrás a un director muy competente como Richard Fleischer y que el trasfondo de la revolución mejicana era algo lo suficientemente atractivo como para sacar algo de arte y muy poco dinero.
Detrás de la intención de Mitchum (que trabajó en el guión junto a Earl Felton y que invirtió su propio dinero en la historia) había un deseo de mostrar a un aventurero que se lo pasaba en grande uniéndose a Pancho Villa y que el público se uniera a él en las espectaculares batallas, en los preciosos galopares, en las multitudinarias fiestas. Mientras tanto, nos enseñaba cómo un hombre que sólo piensa en sacar dinero tiene también su idealismo y, al final, toma partido por los más desfavorecidos. El vividor también tiene su lado de héroe y todos tenemos un corazón que se pone del lado de los más débiles, incluso aquellos que sólo se mueven por dinero.
Así que es una película dispuesta a dar alguna lección de moral a cambio de un poco de atención. También tiene unos cuantos cartuchos listos para ser vendidos en forma de aventura trepidante, impecablemente rodada, limpiamente resuelta. El resultado final merece la pena porque no es normal ver a un actor que, con una aparente y fiera naturalidad, llama a un camarero desde la terraza de un hotel para que le sirva una bebida en su habitación mientras quita la anilla de una granada para volar a todo un ejército que pasa bajo el balcón. Ahí está la grandeza de una película que nos habla de un héroe que no da importancia al hecho sino a la ayuda, que prefiere tener la conciencia tranquila y los bolsillos vacíos antes que olvidársela en algún rincón de un viejo hotel de fachada blanca y calor asfixiante. Quizá los hombres que prefieren el bien de la mayoría a su propio beneficio escasean mucho y ver esta película es pisar con fuerza en el territorio exclusivo del goce y en la permanencia de lo que creemos.

miércoles, 26 de agosto de 2009

UP (2009), de Pete Docter y Bob Peterson

El tiempo arrincona nuestras vidas de tal manera que puede que, cuando las arrugas sean la firma de nuestra edad, vivamos ya fuera del mundo, fuera de una realidad que ya no exhibe horizontes redondeados sino sueños sepultados en acero y cemento. Es entonces cuando podemos pensar que la ilusión también viaja en globo, que todo lo que un día imaginamos hacer es en realidad la aventura que vivimos cada uno de los días en los que somos alguien porque estamos al lado mismo del amor.
En suma, quién no ha soñado alguna vez con mudarse al paraíso y dormirse bajo el suave arrullo de una catarata que deja su agua muchos metros más abajo. Quién de entre nosotros no ha querido sentirse útil una última vez haciendo un gesto de desprecio por ese estilo de vida que nos rodea y que se esfuerza con fauces de fiera en engullirnos, en traspasarnos, en humillarnos, en ningunearnos. Quién no ha pensado que no hemos hecho todo lo que habíamos soñado y que, por eso, decepcionamos a quien compartía esos mismos sueños. La imaginación es la estación previa de llegada al cielo y elevarse y dejar pasar la sombra por donde nunca brilla el sol es una victoria que se puede gritar al destino que, al fin y al cabo, también se cae de viejo.
Así que los chicos de la Pixar nos colocan al vivo retrato de Spencer Tracy como homenaje a nuestros mayores y al cine que se hizo cuando eran jóvenes y lo suben hasta tocar el cielo con una historia que es cuento pero que es moral, que es fábula pero que es todo un viaje al otro lado del espejo. Los perros hablan, los héroes son puras estatuas de barro, la especie más rara de ave avanza zancuda hacia el centro mismo de un cariño que creíamos que ya no existía. El resultado es un rato divertido para niños que tengan algo más de cinco años y una emocionante historia para los adultos, que no podemos salir del cine sin pensar que el vello de la barba blanca se abre paso desde las entrañas del tiempo y que, quizá, ya no queda mucho para hacer todo aquello que soñamos cuando teníamos veinte años.
Y luego, un rato después, cuando las risas de los niños que han disfrutado de la fantasía se han apagado, resulta que esa emoción que ha levantado la película perdura. Tal vez porque comencemos a ser viejos y sepamos que la edad avanzada tiene su honor y su afán, que la muerte lo clausura todo pero que algo queda antes del fin, que aún se puede llevar a cabo alguna empresa noble, que los profundos lamentos rondan con sus voces y que nunca es demasiado tarde para ir en busca de un mundo nuevo a pesar de que ya no somos la fuerza que en días pasados movía tierra y cielo. La voluntad es lo único de todos nosotros que no debería de ceder nunca.
Así, pues, siento cómo los dedos me tiemblan sobre el desafiante teclado, movidos por un sentimiento que me ha hecho saber que la rendición sólo existe cuando el corazón es abandonado en una esquina de una calle cualquiera. Aún poseo la mirada secuestrada, buscando en los dobleces de esas imágenes repletas de magia y fascinación que he visto y que me han contado cómo la vida te pasa de niño a anciano sin estaciones intermedias. Todavía estoy con el agua bordeando mis párpados intentando contener sensaciones que salen de estampida buscando gritar el enorme egoísmo que es el verdadero motor de tantas y tantas estúpidas ambiciones. Una casa. Unos globos. Un anciano. Un niño. Un perro. Un viaje. Solamente con estas ideas, Pete Docter, John Lasseter, Andrew Stanton y Brad Bird, los genios de la factoría Píxar, me han hecho ascender tan alto que he tocado el cielo, he visto el cine y he bajado para jugar un poco, tomarme un helado y contarlo a los que me quieran leer.

DOS HOMBRES CONTRA EL OESTE (1971), de Blake Edwards

Puede que la muerte se halle, de vez en cuando, cabalgando en espacios abiertos mientras, a la espalda, una época se cierra no dejándote más salida que la huida. En ocasiones, tú eres el billete de ida…y el otro es el billete de vuelta. La última estación siempre es la bala que hace que te detengas. Malditos cowboys que fueron buenos hasta que a alguien se le ocurrió el atraco a un banco. Y aquí, delante de nosotros, tenemos una historia que, tal vez, no sea tan divertida como la de Dos hombres y un destino, de George Roy Hill; ni tan elegíaca como Pat Garrett y Billy the Kid, de Sam Peckinpah; ni tan violenta como la maravillosa Grupo salvaje, del mismo director; ni tan bonita como Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Sidney Pollack; ni siquiera es tan profunda como la extraordinaria Los profesionales, de Richard Brooks. Pero, diablos, es una buena película que sorprende porque ensambla varios elementos de todas ellas con el personal toque de elegancia, en esta ocasión muy crepuscular, de Blake Edwards, un hombre que siempre fue mucho más conocido por sus comedias que por sus excepcionales dramas.
Dos hombres contra el Oeste es una pequeña joya muy poco vista, que destaca por una excepcional banda sonora de Jerry Goldsmith y una estupenda fotografía de Philip Lathrop y, por supuesto, por el trabajo ajustado y milimétrico de William Holden y Ryan O´Neal como esos dos fugitivos, de suave y sugerida relación, que tienen que batirse con un perseguidor psicópata, lleno de maldad, encarnado magníficamente por Karl Malden. En ese pequeño mundo de vastas praderas y rocas silenciosas se dirimirá una caza que acabará allí mismo, donde el horizonte parece no tener fin…
Y es que mientras otros directores nos hablaron de lo mismo desde otras perspectivas, en esta ocasión tenemos una historia que, simplemente, hace que nos asalte la tristeza por unos hombres que sólo quieren un nuevo comienzo para una época que se acaba y desatan, sin saber muy bien por qué, las iras de los que quieren confinarles en las estrechas paredes de una violencia que ya no tiene honra.
Puede que todos tengamos unos planes que realizar pero normalmente esa gran opositora que es la vida siempre tienes otros muy distintos para nosotros. El futuro siempre nace en medio de ninguna parte y muchas veces, sólo queda el cinismo para que la situación no llegue a devorarnos como si fuera la mordedura de una bala que no merecemos.
Para ver esta película, preparen una mirada desencantada. No hay héroes, no hay grandes hazañas. Sólo valientes que se despiden luchando.

martes, 25 de agosto de 2009

LA HUELGA (1925), de Sergei Mihailovich Eisenstein

La huelga, de Sergei Mihailovich Eisenstein es una de esas obras de arte imperecederas, rodada en los tiempos añejos del cine mudo, que ha servido de base a otras muchas que vinieron después. En ella, Eisenstein comenzó a aplicar sus principios teóricos sobre el montaje (técnica fundamental del cine clásico y moderno) antes de llegar al cortante paroxismo de El acorazado Potemkin, su obra más nombrada en una carrera que nunca tuvo un valle sino sólo altas cimas de técnica y pasión.
Partiendo del hallazgo de la acción paralela, debido a David Wark Griffith, que supuso para el séptimo arte un avance narrativo sin comparación hasta la entrada en escena de Eisenstein, La huelga es el primer largometraje del cineasta ruso que, primero, fue adoptado como altavoz cinematográfico de la revolución rusa para, después, ser repudiado y acabar sus días en la más completa de las ruinas. En ella, Eisenstein demuestra que el montaje se puede realizar de forma completamente distinta a la del maestro norteamericano haciendo que la relación entre dos planos pueda ser metafórica y sin seguir una narración lineal difuminando la frontera de unos acontecimientos exteriores que son reproducidos como elementos contrarios. El resultado de toda esta jerga cinematográfica es que, lejos de perder el sentido, Eisenstein conseguía multiplicar a escala geométrica las sensaciones del espectador frente a los hechos que nos está narrando.
Así, frente al cine tradicional que se hizo hasta 1925, que se basaba en los personajes, Eisenstein propone, en esta ocasión, una historia colectiva (qué otra cosa puede ser si no una huelga), sin protagonistas individuales sino haciendo que la masa, el conjunto de las individualidades sea la auténtica estrella dentro de un estilo que rondaba peligrosamente las maneras del documental. Su narración nunca está supeditada a las normas clásicas de continuidad como en esa secuencia, magistral en su concepción, en que la policía zarista reprime la huelga de forma violenta y Eisenstein alterna los planos de esa crueldad desatada con imágenes de reses sacrificadas en el matadero…Una metáfora que se implica en la propia continuidad de la historia…
Es evidente que La huelga no deja de ser una pieza realizada con afanes propagandísticos pero tampoco cabe ninguna duda de que, dentro de sus fines, hay una maestría absoluta en el manejo de las tijeras, en la prolongación de la emoción y en la ampliación de sentimientos que hace que seamos también parte de una historia colectiva, de un movimiento contra la injusticia, de un grito de desesperación pergeñado con las cuerdas vocales de la pura valentía. El resultado es una obra maestra de sentido visual pocas veces igualado en el cine en la que vemos cómo los cuerpos corren, saltan, se mueven, caen, luchan, escalan. Y los héroes son aquellos que día a día, a través de una vida de rutina y opresión, siguen queriendo el miserable sueldo que les provee de una taza de caldo caliente y un mendrugo de pan.
Hay que tener mucho corazón, además de muchas ganas de hacer propaganda, para realizar una obra que estuvo durante mucho tiempo en la vanguardia estética y que, al mismo tiempo, removiera nuestros corazones, pues en algún lugar de los latidos que hacen que sigamos viviendo, sigue trabajando nuestra alma subyugada. Sí. Todo eso está en la película. Y es que Eisenstein quiere decir montaje.