viernes, 28 de febrero de 2014

THE MONUMENTS MEN (2013), de George Clooney

Hace ya unos cuantos años, una película extraordinaria titulada El tren, dirigida por John Frankenheimer e interpretada por Burt Lancaster, hablaba sobre el expolio nazi de obras de arte y sobre cuántas vidas vale una de esas obras inmortales, señas de identidad de lo mejor que es capaz de hacer el ser humano y que sirven para seguir nuestras huellas, investigar sobre nuestros pasados y nuestros futuros y, sobre todo, testificar acerca de unos tiempos retratados a través de los mismos ojos de la genialidad.

Muy conectada con esa película se halla The Monuments Men, de George Clooney, que también indaga sobre el precio en vidas humanas que había que pagar en aquellos tiempos de sangre y saqueo bajo la esvástica como insignia y con la excusa de rendir homenaje a la grandeza de un gobernante que consiguió destruir media Europa y arramblar con unas cuantas piezas irremplazables del catálogo de las obras maestras.
Sin ser tan impresionante como la película de Frankenheimer, George Clooney consigue armar una historia de cierto interés que comete el error de ser vendida como una película bélica cuando de eso tiene muy poco. Incluso los que esperan un desfile de humoradas elegantes con la excusa de una reunión de amigos amparada en los grandes nombres del reparto saldrán decepcionados. Hay buenos momentos, homenajes a otras estupendas películas como Malditos bastardos, de Quentin Tarantino, algún que otro error de libro pero, en general, es una buena película que ha sufrido críticas injustas tal vez porque no cuesta nada imaginarse las desventuras de este grupo de historiadores del arte con unas hechuras clásicas, más propias de los años cincuenta que del cine actual.
Y es que no cabe duda de que evitar la desaparición de las maravillas artísticas que ha creado el hombre es una misión reservada a individuos que huyen de la acción pero que tienen que comprometerse para que el mármol sublime, o el lienzo inmortal sigan intactos para un pueblo que no tiene por qué entender de arte para admirarlos. El arte pertenece a todos, no importa la procedencia social, religiosa o política y la vocación de ese arte es universal, como un lenguaje que todo el mundo puede entender o no, allá cada cual con su elección. Y como todas las grandes manifestaciones de lo mejor de la Humanidad, ha costado vidas y hay que ser consciente de eso para poder apreciarlo en toda su grandeza. El arte es un enorme mural que nos dice a la cara cuáles han sido los errores y los aciertos, cuál ha sido la verdad escondida detrás de la misma condición humana y hasta dónde llega la perfección de la creatividad. Es la misma fotografía de la genialidad. Es algo que hay conservar a toda costa, mucho más allá de posturas forzadas, pedantes o ridículas; de apreciaciones sesudas o de simples miradas despreocupadas. El deber es conservarlo para que las generaciones venideras lo puedan disfrutar recordando que toda acción humana ha tenido un precio indudablemente alto y que no solo ha sido un montón de ceniza esparcida al aire por culpa del afán de dominación y del fanatismo, uno de los peores enemigos del arte.

Entre el reparto habría que destacar a Bill Murray, que quizá posea los mejores momentos de la película oscilando entre el buen humor y la emoción. También es algo evidente que el desarrollo del personaje de Cate Blanchett no está demasiado acertado pero es un error que no molesta porque la persecución de la belleza está por encima del resto de consideraciones. Incluso aunque ello conlleve la muerte en una situación absurda o a través de un heroísmo derrotado de antemano. Eso no importa. Quizá haya una deuda enorme que pagar a esos hombres que lucharon por mantener el patrimonio artístico de una civilización que corrió el riesgo de hundirse ante el peso de la más perfecta maquinaria de guerra que haya conocido la Historia. Porque el conocimiento es lo que nos salva del infierno. Y eso, aunque no lo creamos, también es un arte que deberíamos conservar. 

jueves, 27 de febrero de 2014

HER (2013), de Spike Jonze

Cuando la tecnología ha entrado en el hogar hemos iniciado un lento proceso hacia la soledad a pesar de que la comunicación es más fácil y más inmediata. El ser humano, un animal sociable por naturaleza, tiende a encerrarse en sus máquinas, aislándose del mundo exterior por la sencilla razón de que una máquina no engaña, no decepciona, siempre hace lo que se espera de ella excepto cuando se empecina en el misterioso error informático. Es una compañera perfecta que nos ofrece una falsa ventana para mostrarnos al resto de la humanidad. Nunca estuvieron tan cerca los quince minutos de fama que a todos nos corresponde.

Pero supongamos por un momento que esas máquinas que nos ofrecen el cálido refugio de la frialdad más absoluta, comienza a tener emociones. O, mejor aún, el sistema operativo viene con una serie de programas que hace que esa máquina, ese impoluto cristal de sabiduría y de eficiencia, venga con emociones de serie. Y no solo eso, sino que algunas aplicaciones permiten que crezca emocionalmente. Entonces el ser humano se vería tan perdido como una flor en el cemento porque preferiríamos entregarnos a esa dulce máquina que al cálido contacto con otros seres de nuestra misma especie. Solo hay que echar un vistazo alrededor y veremos como todos estamos conectados a través de esos ordenadores de bolsillo, muy, muy irritantes con su luz estridente dentro de una sala de cine, o de esas absurdas tabletas con cámara incorporada, o de esas cuquísimas computadoras que no van más allá del tamaño de un libro y pesan bastante menos. Solo tenemos ojos para ellos...y no sienten, no se emocionan, no lloran, no nos aman, no hacen nada salvo ejecutar nuestras órdenes.
Todo esto sería un razonamiento impecable si no fuera porque, si aceptamos que una máquina es capaz de crecer emocionalmente como lo hace un ser humano, tal vez no lo haría en la misma proporción. Mientras las capacidades emocionales de un ser humano crecen de forma aritmética, sumando las experiencias que, día a día, nos hacen ser mejores o peores, un sistema operativo crecería en su interior de forma exponencial y no tardaría en sobrepasar nuestras más impensables expectativas, abandonándonos sin remisión y condenándonos, por enésima vez, al convencimiento de que solo podremos encontrar amor, cariño, comprensión y dulzura en otro ser de nuestra misma especie. Y, como siempre, la Humanidad no se da cuenta y seguimos mirando nuestras teclitas y los mensajes que un montón de personas desconocidas tienen para nosotros y la certeza de que sus sensaciones son las nuestras y que, por estos canales del ciberespacio, seremos capaces de transmitir consuelo, compañía, buen humor y mucha, mucha mentira sobre nosotros mismos.
Spike Jonze ha sabido conjugar en un guión físico algo que no tiene cuerpo ni alma, que puede parecer, en principio, una historia para gente rara que le gusta sentirse diferente pero que se mueve en las orillas de nuestra inquietud, avisándonos de que la soledad siempre estará a la vuelta del siguiente mensaje. Al fin y al cabo, por mucho que haya podido cambiar nuestro estilo de vida llevándonos incluso a contratar los servicios de una empresa que escriba en nuestro lugar, el ser humano no tiene sucedáneos, la piel de alguien que te atrae es única, la mirada que se entorna levemente cuando se cruza con tus ojos es una sensación irrepetible, a pesar de que intentamos rehuir, una y otra vez, la verdad. Quizá sea nuestra condena. Quizá sea nuestra maldición.

Y es que, en estos tiempos, es raro echar un vistazo en nuestros adentros y que nos guste lo que atisbamos. Las inseguridades crecen y solo una voz bonita, expresiva, ideal puede salvarnos de ese abismo de propia incomprensión y de rechazo hacia una vida que no queremos, que no deseamos y que nos empeñamos, tercamente, en destruir. 

miércoles, 26 de febrero de 2014

DALLAS BUYERS CLUB (2013), de Jean-Marc Vallée

Muchas noches de ojos entornados por el humo y el alcohol. Chicas fáciles que se ofrecen al amparo de una oscuridad que parece herida por rayos de luz caliente, difuminada por las drogas y por la inconsciencia. La vida parece no tener fin aunque, en el fondo, hay un íntimo deseo de acabar con todo aquello. Luego, a la mañana siguiente, la claridad dará cuenta de que hay otros que lo pasan peor. Pero eso no es más que una burla del destino. Un desmayo, una prueba, unas palabras…La peor de las noticias. Treinta días de vida.
Y entonces algo se rebela en el interior, algo que no quiere rendirse. Se prueba la receta tradicional de la medicina que, sin embargo, tiene que pasar por los interminables trámites burocráticos de la enorme maquinaria farmacéutica estadounidense. Y eso tampoco sirve. Hay que buscar salidas porque el toro sigue coleando. La vida sigue estando viva. Hay muchas más noches para emborracharse, para hacer el amor con alguien de suave piel y tacto excitante, para apostar en las competiciones de rodeo y llevarse unos buenos dólares. Tal vez el que está fuera del sistema, el médico al que se ha echado por no atenerse a las normas tenga la mejor de las respuestas. Y solo así es posible que el cambio llegue, la sonrisa vuelva, el azar juegue de nuevo. Un club de compras en el que la mercancía es la salud. Así de sencillo.
Y así, viejas fobias se convierten en amistades imborrables, que se empapan de dolor y lloran por los rincones de la ausencia. Gente que ha perdido la esperanza en el sistema médico acude para tener una última salida. El deseo de ayudar crece y los días siguen pasando. Días, semanas, meses, años…Aquella noticia que era la peor posible se ha convertido en algo que es posible vencer a cada día que pasa. Cuando el sistema no te echa una mano, hay que ocupar el sitio y lanzar las dos hacia quien ya espera muy poco.

Matthew McConaughey está intenso, tierno, aborrecible, comunicador y desesperado. Con él, mueren muchos síntomas y nacen otros tantos porque consigue que esa piel hecha de calambrazos y polvo de ruedo sea creíble y esté harta. A su lado, un fantástico Jared Leto que se convierte en alguien tan atractivo como digno de compasión. Y el pensamiento, en esta película, vaga de un sitio a otro, como intentando encontrar un día más de respiro a un cuerpo que se muere. Más allá de eso, todo es una crítica a los enormes intereses farmacéuticos que se mueven en las grandes corporaciones americanas, capaces de controlar oficinas gubernamentales que velan por la disminución de riesgos cuando, en muchas ocasiones, los aumentan. La rebeldía, en este caso, hace que los medicamentos tradicionales queden en pañales ante un tratamiento que beneficia más a la industria farmacéutica europea que a la americana. El dinero se pierde y, por tanto, la enfermedad persiste. La salud, desgraciadamente, cada vez se tiene que comprar más y, de vez en cuando, surge algún desaprensivo que tiene razón. Y esta es la historia. Una historia que nos trae a dos grandes actores que se hallan por encima del propio argumento. Tanto es así que aún hiere la mirada de McConaughey, asustada y huidiza, a pesar de su fachada de fanfarrón impenitente que tiene que resistir los embates de la más moderna de las pestes. Y, de alguna manera, todos nos tenemos que sentir culpables porque ahí sigue, después de tantos años, aplazándose una solución que no fue investigada, con toda seguridad, porque los poderosos jamás quisieron que la gente se curase.

martes, 25 de febrero de 2014

SOMBRERO DE COPA (1935), de Mark Sandrich

Ahora que lo pienso, el tableteo de mi teclado me recuerda a algo pero no sé el qué. En fin, da igual, vamos a lo nuestro. Y es que es fácil transportarse a los más sofisticados mundos cuando el claqué es el motor que anima nuestros pasos. Una trama fácil, sencilla, sin complicaciones, un leve enredo, un par de secundarios muy eficaces y ya está. ¿Ya está? No, no, no. Hay que fabricar una Venecia de ensueño, toda blanca e imaginaria, pura fantasía para que las cosas sean un poco más melódicas. Ah, sí, se me olvidaba. Hay que meter a un par de bailarines que lo hagan bien. Y no solo que lo hagan bien, sino que sean elegantes. Vale, vale. Sí, uno es Fred Astaire y la otra es Ginger Rogers. Si hay una personificación de lo que es un traje de etiqueta en alas de la danza puede que estemos ante su perfecta encarnación. Aún reconociendo, venga, seamos sinceros, que cuando estos dos bailaban… ¿a quién se mira?
Mientras se piensan una respuesta que todo el mundo sabe, habría que destacar la forma de dirigir de Mark Sandrich, padre de Jay Sandrich, legendario director televisivo al que se debe la creación de aquella serie maravillosa que se llamaba Enredo. Planos de cuerpo entero, tomas largas, el montaje para luego y el estilo para ahora. El baile es la evolución de los cuerpos en el espacio y Sandrich sabía que esa evolución había que captarla con una cámara que también bailara con los protagonistas, de forma suave y, si es necesario, con algo de jazz en el objetivo. Lo demás, son solo florituras, estupideces de directores que no saben cómo imprimir dinamismo porque, sencillamente, no ha habido suficientes ensayos, porque es fácil hacer que una estrella de cine finja que baile pero no es tan sencillo captar a un bailarín que actúa porque hasta andando movía el cuerpo.

El caso es que, detrás de los protagonistas, están esos maravillosos cómicos como Edward Everett Horton o Helen Broderick, matrimonio basado en el matriarcado que arranca carcajadas con sus diálogos y sus personalidades. Y ese fondo en art decô, con sus suelos de baquelita y sus aguas teñidas, sus arenas para dormir y sus templetes bajo la lluvia…Lo tengo que confesar. Después de ver esta película, me he puesto a bailar. He intentado hacer un tap pero no es lo mío, así que me he puesto Isn´t a lovely day? Y he flotado por el salón. Al momento he escuchado unos golpes. No, no era una rubia de impresión diciendo que no podía dormir, era mi vecino de abajo gritando que dejara de hacer el idiota pero por unos momentos, más o menos lo que dura esta película, he creído que mis pies eran alados, como los de un Mercurio que realiza sus movimientos al son de una coreografía en levita. He creído también que mi sonrisa era una canción cantada con suavidad. Y también he contestado a la pregunta que hacía al principio de este artículo para reconocer que, salvo con Cyd Charisse, yo siempre he mirado a Fred Astaire porque era imposible apartar la vista ante tal derroche de clase. Cosas de la etiqueta.

viernes, 21 de febrero de 2014

CASINO (1995), de Martin Scorsese

El judío, el italiano loco y la ramera de tapete verde. Así de sencillas son las cosas dentro de un salón de juegos. Apuestas a rojo y te sale muerte. Apuestas a negro y te sale corrupción. Gente que roba a gente que, a su vez, roba a gente que, por supuesto, tiene a ladrones como intermediarios. Maletines grandes y ambiciones muy sabidas. Tienen que entrar grandes cantidades y salir calderilla. Es la ley del juego. ¿Quieres apostar la carrera de tus hijos? Entra en una sala y dale a un numerito. Tú no ganas. Ganas la casa.
El judío es un perro viejo. Es uno de esos tipos de miradas que lo dicen todo. Si ve a alguien que le gusta, no dejará traslucir ni una pizca de emoción pero algo se removerá debajo de la esfinge. Sabe lo que se hace, sabe nadar y guardar la ropa, sabe lo que ninguno sabe. Dentro de sí mismo, a pesar de los crímenes, de que tiene que ser duro y de que el silencio, de momento, es su salvoconducto, hay un algo, un resquicio casi invisible de ética. Al menos, de ética profesional. Le pagan por hacer un trabajo y lo hace. Si se enamora de una chica de bandera, se casa con ella aunque sea sin amor. Eso del amor es otra apuesta. A veces sale manque, a veces sale pase. Y a veces sale 21 y la muy zorra te quiere timar. Es la vida. Es el juego.
El italiano loco solo quiere más. Más de todo. Si tiene mujeres, las quiere todas. Si posee pasta para aburrir, quiere cubrirse de verde. Si asesina de la forma más cruel y odiosa, se insiste por ese camino para que la gente, al menos, guarde algo de respeto. Para él no existen las reglas. Existe él. El juego no consiste en apostar, consiste en ganar. Es el típico empleado al cual se necesita y, sin embargo, se le deja robar. Una palabra suya, un simple cambio de humor y estás listo, amigo. Ya no habrá más fichas sobre la mesa. En todo caso, te romperá los nudillos para que no ocupes la casilla que él había pensado. Es listo. Es un experto en causar sufrimiento. Y no tiene lealtades porque se debe a sí mismo. Es la vida. Es la sangre.
La ramera es un peón que siempre es sacrificado. Sabe que con el judío tendrá la vida solucionada, con todos los lujos que pueda agarrar pero es caprichosa. Está enamorada de un desgraciado drogadicto que solo se dedica a buscar problemas. Sabe que es la pieza de la que todo el mundo puede prescindir. Más que nada porque ella siempre prescindirá de sí misma. No pensará nunca en el mañana. Pensará en el hoy, en el número ganador para ahora mismo. La siguiente jugada volverá a apostar y, claro, perderá. Ella no es más que alguien que cae en las redes del casino porque siempre volverá para perder y cuando se marche, perderá definitivamente. Es la vida. Es la facilidad de vivir.
Y así, la cámara vuela sobre las mesas de juego, los dados se convierten en personajes, los actores son verdad teñida de una inaguantable violencia. No existen dobles sentidos. Aquí solo hay un sentido y es el que lleva directamente a una fosa excavada en el desierto. Maldito Scorsese. Radiografías de la locura y de la ambición. La catarsis que explota. La falsa paz para quien tuvo todo y acaba con nada. Con la vida rota, con la vida terminada, con la vida reventada con un bate de béisbol. Hagan juego, señores. Rojo muerte. Negro tortura.

jueves, 20 de febrero de 2014

CUANDO TODO ESTÁ PERDIDO (2013), de J.C. Chandor

Un hombre sabe navegar porque pertenece al mar desde siempre. Forma parte de él igual que las gotas de agua son parte del océano. Sus manos están castigadas de tanto amarrar nudos marineros a cornamusas imposibles y su rostro es como la espuma del mar estirada por las tormentas de la vanidad. Él mira al cielo y sabe qué es lo que mandan las nubes y lo que castiga el sol. Él mira hacia el frente y su vista se ha acostumbrado a la línea del horizonte despejada en un desierto hecho de agua y sal. Sabe que ha luchado mucho y solo se encuentra a gusto en medio de la inmensidad.

Todavía no ha probado la fuerza de la soledad. Es eso que llega a ser tan agobiante que convierte algo que no tiene límites en el estrecho espacio de la desesperación. La soledad es cómoda en determinadas circunstancias pero cuando la muerte se acerca con tanta lentitud es la peor de las compañeras, la más cruel, la más insidiosa, la más estranguladora de las sensaciones. Basta con un poco de mala suerte, unos cuantos barcos sin guardia y un tapón mal cerrado.
Y es que cuando todo está perdido, la verdadera medida de un hombre sale a relucir. Las ideas saltan, los recursos se disparan, la imaginación trabaja a la velocidad de crucero. Los pocos medios que quedan se convierten en verdaderas riquezas en un entorno hostil que no admite la derrota y el agua y la sal se entremezclan con el aire y la respiración. Ya nada sabe igual. Y todo empieza a dar igual.
Las cortinas de aguas se hacen más densas y llegan a intentar zaherir en la piel del marino que se agota por momentos. Los años pesan y convertir un viaje de placer en un curso acelerado de supervivencia no es nada fácil. El barco resiste lo indecible y él permanece en un estado de frialdad, intentando aprovechar todo lo que queda con el máximo rendimiento. Solo así podrá salvarse a 1700 millas de ninguna parte, lejos de las rutas marítimas, con el horizonte siendo guía e infinito a la vez. Los utensilios de salvamento son solo sustitutivos de la muerte rápida para transformarlo todo en una lenta agonía que parece hundirse en una oscuridad que, por momentos, parece más y más atractiva. Uno en la inmensidad es lo mismo que nada. De eso se encarga la Naturaleza y el destino. Solo así se forjan los héroes que nunca mueren.
Robert Redford consigue volver a recordarnos El viejo y el mar, de Hemingway porque en su cuerpo rodeado de silencio consigue expresar las angustias de la edad cuando se lucha físicamente contra lo imposible. Con apenas unas líneas de diálogo, transmite esa sabiduría de lobo de mar que hace intuir de dónde viene pero que, por primera vez en su vida, ignora hacia dónde va. Tal vez ese viaje que emprende es un sueño largamente acariciado en sus noches de vigilia en algún puente de mando, o tan solo es un viejo marino que quiere acabar rodeado de lo único que conoce en su larga vida. El caso es que pone a prueba sus sentidos y no se rinde nunca. Quizás porque ya ha perdido en demasiadas ocasiones y no está dispuesto a caer derrotado una última vez. Solo él sostiene una película que ningún otro actor, posiblemente, podría mantener a base de carisma, de experiencia y de miradas, sin apenas palabras, sin rodeos o soliloquios. Solo él. Redford inmenso.

Lo cierto es que se comprende con facilidad que sea una película que no guste a todos, que la aventura destaque más por su calma que por su ritmo, que pueda causar sensaciones cercanas a la asfixia cuando el protagonista, sin ayuda posible, sea solo un juguete en manos de las caprichosas olas de la violencia natural, pero hay mucho cine en esta desesperación porque en sus jornadas se dice, porque en sus frialdades se asegura, porque en sus experiencias se disfruta. Basta con compartir con él todo lo que le pasa y nosotros también seremos náufragos en una balsa.

miércoles, 19 de febrero de 2014

FUNERAL EN BERLÍN (1966), de Guy Hamilton

La verdad es que no hay una gran diferencia entre ser un ladrón y espiar para el servicio secreto británico. En ambos casos se trata de robar. Solo que en el MI5 te pagan por hacerlo. Un sueldo fijo de 30 libras semanales. Pero los individuos con los que hay que tratar, tal vez, sean peores que los rateros y los policías con los que uno se codea cuando está cometiendo un escalo. Y ese ruso…ese ruso tiene algo que no es demasiado limpio. Detrás de su afabilidad y de su ironía, de su aparente rostro bonachón…esconde algo, alguna jugada, algo muy, muy frío.
La jugada es en Berlín. Al fin y al cabo, es una ciudad que puede volar por los aires cualquier día. Los alemanes del Este no se andan con tonterías cuando se trata de desertar. Y ese Kreuzmann…ese experto en fugas, en pasar a gente de uno a otro lado no falla nunca. Y alguna vez tiene que fallar. Detrás de sus gafas de ladrón, Harry Palmer intuye que hay algo rematadamente malo en todo aquello. Incluso hay que sospechar de esa mujer de bandera que, atraída por el encanto inexistente del espía más gris del mundo occidental, se ofrece a compartir un taxi. Una cosa es ser un espía gris y otra cosa es dejar de usar la inteligencia porque se está en el lado correcto.
Harry Palmer lo sabe muy bien. Su jefe es ese individuo despreciable, Ross, que lo trata como si fuera una basura prescindible tan solo porque le dio a elegir entre la cárcel y el servicio secreto. Y en este juego de espías, hay que matar a sangre fría. Palmer podrá ser un ladrón pero, de ninguna manera, es un asesino. Eso lo deja para cuando es absolutamente necesario e intentando siempre salvaguardar lo único que le queda y es su propia autoestima. Hay que jugar sucio, desde luego, pero utilizando la inteligencia. Es lo único que queda cuando se está rodeado de lobos hambrientos a este lado del muro.

Sin duda, ésta es la mejor de todas las películas que Michael Caine interpretó con el personaje del espía Harry Palmer. Quizá porque sea la más realista de todas ellas, la que está construida con más lógica y la que sabe mostrar los mecanismos de sangre fría que mueven a todos los jugadores implicados en esta trama de fugas, engaños, trampas y vueltas de tuerca. Para ello, se contó con un director que sabía lo que hacía tras las cámaras como Guy Hamilton, que puso a Palmer justamente en el lugar donde lo había colocado su creador, Len Deighton, sin traiciones de ningún tipo. Tal vez porque Harry Palmer, aún siendo una antítesis de James Bond, era un hombre que no tenía armas secretas escondidas en la punta de su bolígrafo, que usaba su inteligencia como un poderoso instrumento de ataque y se escondía detrás de una deliciosa ironía que era difícil de captar detrás de tanta seriedad. Michael Caine supo dar matices al personaje y Guy Hamilton captó la misma esencia de una historia que estaba destinada a tejer trampas alrededor de sus personajes y también del espectador. Solo que el espectador no tenía ningún experto en fugas que le sacase del lío tremendo que se organizaba en una ciudad separada, desconfiada, llena de contrastes y centro de una guerra encubierta. Por eso, se celebraba allí un funeral todos los días con el muerto que no era. 

martes, 18 de febrero de 2014

CÍRCULO ROJO (1970), de Jean-Pierre Melville

Dos hombres se saludan en un barrizal. Solo han conocido la violencia para hacerse con el futuro. El cielo gris es el único testigo del encuentro. La primera mirada es de desconfianza pero los dos saben que están hechos de la misma pasta porque han pasado por las mismas dificultades y, muy probablemente, han esquivado las mismas balas. Todo forma parte de una huida. Uno, corre hacia delante. Otro, mira hacia atrás. Más que nada porque, detrás de él, hay un policía corso, un tipo terco, que hace su trabajo con eficiencia y ha puesto su cargo a disposición de sus superiores porque no se fían de él. Su puesto pende de un hilo hecho de humo que sale de un cañón de pistola. Son hombres que terminarán por encontrarse en el mismo círculo rojo que les sirvió como línea de salida.
Un atraco perfecto en una joyería de altísimo nivel. Los mejores profesionales se dedican a realizar su trabajo. Robar. No hay víctimas, solo unos cuantos desperfectos y unas joyas de valor incalculable que se disfrazan de fealdad cuando pasan por sus manos. Uno de ellos es un tirador de precisión. Alguien que, tal vez, fue policía pero que nubló sus pensamientos en alcohol. Sueña con serpientes y alimañas que quieren devorarle. Y solo busca una bala que acabe con su sufrimiento. Eso sí, no sin antes ejecutar su cometido con una limpieza absolutamente profesional.

Jean-Pierre Melville realizó esta película añadiendo grandes pedazos de silencio a todo un espectáculo visual de actuación y desafío. Los hombres que han cometido el atraco lo tienen todo a su favor mientras que el policía solo cuenta con su intuición, con la presión que es capaz de ejercer sobre unos cuantos confidentes y con una vida que no existe porque solo la vive entre las paredes de una comisaría con un arma debajo del hombro. Para ello contó con un reparto impresionante que incluía los nombres de Alain Delon, Gian Maria Volonté, Yves Montand y el sorpresivo André Bourvil, más habitual en registros cómicos y que aquí compone la piel de ese sabueso insistente, que no suelta la presa a pesar de los reveses y de que no cuenta con el apoyo de arriba. El resultado es una película que, en algunos momentos, llega a ser fascinante, hecha de miradas, complicidades, silencios, disparos secos y sorpresivos, justicias poéticas y seguridades en el encuentro del destino fatal que aguarda, paciente, la hora de su aparición. El círculo rojo se estrecha porque, por sus bordes, se halla demasiada sangre y algo de honestidad impasible. Incluso en los hombres que se dedican al robo y que solo matan a los que lo merecen. Todo se supone porque nadie sabe exactamente lo que se dice. Los malvados encuentran lo que quieren, el policía nunca lo encuentra, tiene que buscarlo con algunos mimbres cercanos al desánimo. Y sin embargo, todo está ahí, en unos cuantos agujeros horadados en la piel, en unas cuantas despedidas que no se pronuncian y en la decepción propia de unos tipos que hace mucho que dejaron de ilusionarse con el futuro.

viernes, 14 de febrero de 2014

LA GRAN BELLEZA (2013), de Paolo Sorrentino

Hastío. Tantas luces, tantas copas, tanta vacuidad… Roma se ofrece, exuberante y grandiosa y, sin embargo, queda tan poco por vivir. Las palabras dichas porque sí, para destacar, como forma de llamar la atención, crean monstruos ociosos que tan solo viven del engaño, de construirse un escenario a medida donde puedan ser los protagonistas de una obra que ellos mismos han escrito. Mundanos, insanos, de pensamiento malo y elegancia nula. Ni siquiera la obra de teatro que se montan ellos mismos para su solaz es buena. Es aburrida. Es un permanente mirarse al ombligo para sacar la conclusión de que aquello es un agujero de piel que enlazó con la vida. Y la vida, amigos, no es más que un truco, un engaño. Es la distracción para que no se vea cómo se hace la magia. Es una estafa.
Por eso, la gran belleza de esa vida traidora y decadente no reside en el lujo, ni en la lujuria, ni en el mismo momento. Precisamente, la gran belleza está en asomarse a la vida de los demás con el fin de aportar algo a ellas. Un escritor que se niega a escribir, en el fondo, está negando a todos la posibilidad de mejorar, de ser algo más que un simple pedazo de carne con ojos que se entregan a la disipación y a la nada. Un cura que se niega a hablar de espiritualidad y reparte bendiciones es tan inútil como una sotana puesta al sol que acaba por decolorarse y entiesarse. Sin embargo, qué arrebatadoramente bella es esa mujer que decide hacer lo que quiere para vivir más, que prueba algo parecido al amor por última vez antes de una despedida demasiado breve y demasiado triste. O qué impresionantemente santa es esa otra mujer que, sin más fuerzas que la fe, realiza un sacrificio para entregar su alma a lo que cree, estemos o no de acuerdo en ello. Quizá esa sea la palabra clave: sacrificio. Algo que no somos capaces de hacer por los demás, que se diluye entre nuestras voluntades como el hielo en la bebida. De la pobreza no se habla, se vive. Porque nada de lo que se pueda hablar sobre ella se acerca a lo que realmente es. Y cuando llega la decadencia física solo queda la huella de lo que has hecho por los demás. Sin embargo, puede ser que vuelvas la cara para ver cuál ha sido tu rastro y solo veas polvo, suciedad, tiempo perdido, estremecedor vacío, viento escondido detrás de frases disfrazadas de falsa pedantería, inutilidad, nada.

Paolo Sorrentino ha dirigida esta nueva mirada sobre La dolce vita con una cuidada ambientación romana, con una seguridad terrible en lo que quería contar que hace que, en algún momento, delate su excesiva duración. En cualquier caso, hay que destacar la complicidad de un actor sabio como Toni Servillo, elegante y único, que sabe moverse entre una exquisita madurez y un hastío conmovedor que solo le lleva a la evasión, a no querer enfrentarse con una muerte que ya está más próxima para dedicarse a esa escapada que ya no puede terminar por sí mismo. Es una película que hace pensar pero que también mueve a intentar ser un poco mejores en un mundo que solo quiere que las cosas mejoren para entregarse al dolce far niente. Nada de nada. Y menos, por los demás.

jueves, 13 de febrero de 2014

NEBRASKA (2013), de Alexander Payne

Un millón de dólares no caen del cielo todos los días así que lo mejor es ponerse a hacer camino. No importa nada que tu mujer o tus hijos te digan que no, que eso es un timo, que más vale que te quedes en casa como un vegetal y que te dejes de tontadas. Es curioso cómo se mima en todos los caprichos a un niño y a un viejo se le niegan sistemáticamente porque se supone que es un adulto. Al fin y al cabo, un lento peregrinar por unos cuantos estados puede que sea una última oportunidad para realizar una última ilusión.

Luego vendrá la familia y algún antiguo socio diciendo que si debes dinero o que si los viejos tiempos fueron mejores. Mejor hacerse el sordo. Total, ya lo estás. Lo que pasa es que oyes más de lo que ellos creen ¿verdad? Uno puede ser viejo pero eso no es sinónimo de idiota. Eso es lo que ellos creen, sí. Que lo crean. Vete a cobrar el millón de dólares y así tendrás algo que dejar a tus hijos. Tal vez una furgoneta nueva o un compresor de aire. ¿Y para qué quieres un compresor de aire si ya casi no puedes ni andar? Bueno, es cierto que hacer planes no hace ningún mal y si tienes en la mente la idea de pintar la casa, pues es mejor que hagas lo necesario para llevar a cabo esa idea. ¡Qué diablos! ¿Qué tienes que perder?
Lo que pasa es que tu mirada cambiará un poco. Ya no será esa mirada solitaria, sin hogar, que se pierde entre las calles del pueblo donde vives. Tal vez, esa mirada tendrá un poco de ternura y también algo de agradecimiento porque dicen que los hijos se olvidan de ti cuando eres viejo pero tú tienes uno que vale ese millón de dólares. Y además de verdad. Es un chico bueno, dócil, que no ha tenido demasiada suerte en la vida, como tú. Y que quiere conocerte porque fuiste misterio y rutina y unas cuantas botellas apiñadas en el garaje. Sí, bebiste de más cuando él te necesitaba de pequeño y eso es una herida que te va a ser muy difícil cerrar pero es que él tiene magia. Él va a hacer que lo imposible sea posible, que se llegue a un acuerdo con el destino para que tú puedas realizar esa última ilusión. ¿Y en qué consiste? Solo en un momento más de orgullo. Sí, hombre, es eso que tanto se pierde según vas cumpliendo años porque la vejez hace que todo se olvide. La dignidad, la pasión, el disfrute...y el orgullo. Todo eso se queda por el camino y tú vas a ir a recogerlo como si fuera un millón de dólares. Y tu mirada será sabia. Y el tiempo, corto.

Alexander Payne vuelve a los esquemas que ya nos enseñó en A propósito de Schmidt solo que recubriendo esa infinita soledad que le ocurría a su protagonista de un tamiz en blanco y negro y de un acompañamiento de profundo cariño escondido. Para ello, recurre a un actor que habla con su mirada de cuarta edad como Bruce Dern y lo sitúa a las puertas de la locura sin llegar a cruzar el umbral. Todo es un viaje, un sendero para conocer los últimos latidos de un corazón que, en el fondo, lo hace todo por amor aunque no sea capaz de expresarlo, aunque no lo haya expresado nunca. Detrás de este inmenso actor está un paciente Will Forte, que aporta comprensión y psicología y una impagable June Squibb que desahoga sus terribles años de ancianidad en una catarata de procacidades verbales que arrancan la sonrisa y ahondan en la ternura. Y es que es lo único que queda cuando ya los años pesan tanto y la mente está deseando fugarse. No es que se reclame un millón de dólares, es que se pide un poco de amor de vuelta. Y somos tan ciegos, tan egoístas, que no sabemos verlo porque permanecemos esclavos de nuestras comodidades y de una obligaciones que nos vienen muy bien para esquivar responsabilidades. Y quizá cuando un padre anciano comienza a tirar millas para llegar a un timo y a una respuesta lo único que tengamos en los labios sea un no que nos justifique y nos abrigue del engorro. Y un día ese viejo seremos nosotros.

miércoles, 12 de febrero de 2014

CHICAGO, AÑO TREINTA (1958), de Nicholas Ray

Una fiesta cualquiera, una más de tantas. Unos cuantos mafiosos que solo quieren a las chicas como elemento decorativo, como mero acompañamiento mientras ellos hablan de sus intereses y de sus problemas con los fiscales de turno. Nada nuevo bajo la luz de las lámparas cálidas nubladas por el humo de sus enormes cigarros. Una chica algo diferente. Un hombre que no habla como los demás. Y ahí está lo único, lo irrepetible. Ella es bailarina. Él es cojo. Parece que el destino los ha unido para formar el perfecto complemento. Eso sí, son muy poca cosa para acabar con el imperio de los negocios sucios.
Pero ese mismo imperio se esfuerza por alargar sus brazos y no soltarlos. Ella, al fin y al cabo… ¿quién es? Una ramera de club. Muy guapa. Con piernas de vértigo y baile arrollador. Él…bueno, él es algo influyente porque sabe cosas que nadie más sabe. Ser abogado de la Mafia tiene sus ventajas. Le puede dar a la chica algún número para que se luzca pero…es un pobre diablo con una pierna arrastrada. Él no puede irse. Y tampoco quiere porque sabe que cuando los tipos vienen, vienen a por lo que más quieres. Y el la quiere.
La desfiguración moral llega a ser maquiavélica. Viejos trucos de abogado resabiado para sacar de la cárcel a quien se sabe criminal. Eso no es vida. Por muy cojo que sea. La vida le ha tratado bien pero todo tiene un precio. La moral es algo que, en ocasiones, tiene un precio muy alto. Y él lo va a poner difícil. Pero dejando que ella se salve…Es tan guapa, tan bonita, tan inteligente…y tiene dos piernas.
Nicholas Ray supo unir en una sola película la realización elegante con su obsesión por las escenas íntimas entre personajes imposibles. Robert Taylor, en uno de sus mejores trabajos, es el hombre del bastón, que quiere cambiar las cosas porque todo lo que desea es llevar una vida normal, llevando algún caso que otro, con modestia y, sobre todo, amando. Cyd Charisse es esa chica que, a veces, se nos aparece en sueños y que es capaz de extender toda su piel sobre la imagen, levantando oleadas de deseo y deseos de sintonizar. Tiene carisma y clase. Mucho para una chica de fiestas y coros.

Y es que Chicago está viviendo en plenos años treinta, con sus alcoholes prohibidos y sus fiestas que terminan siempre en un declive algo triste, con sus disparos callejeros envueltos en fogonazos blancos desde coches oscuros, con sus espectáculos frenéticos para hacer que la noche sea apenas una borrachera. No fue una época tan encantadora a no ser que, en algún rincón de esa misma oscuridad, hubiese un beso de verdad esperando, con la sinceridad puesta en cada movimiento de la boca. Así es cómo cualquier época es realmente inolvidable. Y un cojo y una bailarina saben acomodar sus pasos para hacer que sus caminos estén al margen de aquellos años y de aquella ciudad de sangre y de moral asesinada. 

martes, 11 de febrero de 2014

BRAZIL (1985), de Terry Gilliam

Resulta estremecedor pensar lo que puede ser una sociedad grotesca que, al ir al extremo, comienza a parecer monstruosa. Al fin y al cabo, puede ser asfixiante vivir en un lugar donde la arruga es estirada hasta la ridiculez, donde el Estado se afana por conseguir información privada de sus ciudadanos con tal de mantenerlos controlados, donde el tiempo apenas existe y la burocracia es tan excesiva, tan impersonal y tan controladora que llega a ser causa de asesinato con un papel como única arma. La sublevación no tardaría en levantarse pero sería a través de individualidades aisladas que pueden alcanzar a la colectividad en algún momento pero acabarían por ser de muy dudosa utilidad. A la burocracia se le gana con más burocracia porque la mejor manera de librarse de un fontanero es pedirle un impreso que sabes que no va a tener. El mundo comienza a ser un cúmulo de cemento monumental y desgraciado salpicado de luces de neón y de plásticos respirantes. El caos se cierne y solo el desafortunado que mantiene la cabeza fría se da cuenta de que el amor es imposible en una ciudad donde la libertad hace tiempo que ha sido devorada por el papeleo. Es Kafka. Es Orwell. Es el futuro. Es hoy.
Lo cierto es que todo está agrandado hasta el absurdo y el surrealismo sustituye cualquier viso de verdad, convirtiendo a la verdad en un trámite burocrático que no tiene conciencia ni compasión. El ciudadano en sí no es más que un nombre en un papel. La colectividad es fácilmente manipulable a través de unos cuantos ordenadores que parecen sacados de la tienda del todo a cien, diciendo a todo el mundo lo que se quiere oír, lo que se quiere leer, lo que se quiere comprender. Así se anula la escucha, la visión y la comprensión porque ya no existe sentido crítico, ni sentido de la realidad. Todo se pervierte en función de un universo de pesadilla que ahoga y que deja sin sentido ninguno la función de cada ser humano. Las voces se superponen y no quedan muchas más escapatorias que la locura, que la fuga desde el mismo lugar donde la puerta está cerrada, siendo inmune a tanta provocación dictatorial. Todo se sumerge en una ensoñación de Fellini mientras Metrópolis parece estrechar sus paredes en torno a esos decorados imposibles, de vehículos ridículamente pequeños o apabullantes y monstruosos. Llega el turno de una sociedad en la que lo que menos importa son los individuos que la componen. Solo son medios para lograr el fin de la anulación. Solo son nulidades para que el medio ambiente de contaminación ideológica siga avanzando para causar el pánico imparable.

Este es el universo de Terry Gilliam, donde lo grotesco es lo protagonista y donde las ideas fallecen por falta de aire. La anarquía y la falta de linealidad en su relato converge, precisamente, en la visión del mismo infierno concebido como un castigo de sempiterno color gris, de cancha de juegos impersonal, de estremecedor futuro donde la creatividad es anulada a favor de la misma naturaleza de lo inútil.

viernes, 7 de febrero de 2014

AL ENCUENTRO DE MR. BANKS (2013), de John Lee Hancock

Todos los que escriben algo bueno ponen una parte importante de sí mismos en lo escrito. La tentación de hablar sobre la vida propia siempre es muy fuerte pero cuando la forma en la que se ha hablado sobre ella está disfrazada de cuento, de fábula moral y, a la vez, de salvación entonces se tiene la sensación de que, realmente, entre esas páginas escritas con cariño y con algo de desesperación, está lo mejor de uno mismo. Y eso, pese a quien le pese, es intocable.

Y entonces esa historia que se hizo desde la intimidad, buceando en las sensaciones recordadas y en las imágenes grabadas en la memoria sin traición, resulta que tiene visos de convertirse en inmortal porque el cine ha puesto sus ojos en ella. Esos ladrones de ideas, esos asaltadores de historias que pervierten la idea original, haciendo cosas impensables, poniendo música donde no hay melodía, contratando a un actor mediocre para que el protagonista sea más estrafalario, intentando incluir una secuencia de dibujos animados en esa narración que es ternura y es recuerdo y es vida y también es traer de vuelta a los que se fueron. La soledad es muy mala. Tanto es así que llega a un punto en que uno se olvida de saber cómo se trata a las personas. Y es malo refugiarse en un bosque de letras que solo ofrece cobijo mientras dura la página.
Por otro lado, un hombre fabrica ilusión porque cree que la sonrisa de un niño es lo más importante, es la señal inequívoca de que aún existe la felicidad en la Tierra y, por eso, ha dedicado su vida a dar forma a los sueños, a dibujarlos, a extenderlos y, aún más, a hacer películas de argumento imposible y de acontecimientos inexplicables para que todo tenga una lógica rellena de maravilla en la mente de un niño. La ilusión es el mejor estreno y si las letras toman vida a través de todos los recursos posibles, eso es magia y la magia es el oficio que supo practicar como pocos Walt Disney.
Lo cierto es que, a través de esta película, no asistimos ni al rodaje, ni a los avatares de la producción sino a la génesis del guión y al trabajo ímprobo al que tuvieron que someterse varios artistas para convencer a la autora del cuento para que vendiera los derechos y diera su aprobación a todo lo que estaban imaginando en esa fábrica de sueños adulterada que es Hollywood. Pero aún va más allá. Es también un viaje de exploración en el interior de una mujer que toma forma bajo los rasgos de una enorme Emma Thompson, comedida, estirada, remilgada, maniática, excéntrica y negativa que se convierte en la auténtica función, en el centro y borde una trama que gira alrededor de ella porque, al fin y al cabo, Mary Poppins salió de la mente de su personaje y lo considera algo propio, un trozo de sí misma que la vorágine del éxito quiere amputar para que forme parte del mundo. Y el mundo no tiene derecho a apropiarse de su recuerdo y de su cariño y de su intimidad y de su verdad. Una verdad que hizo que cambiara al viento del Este y a la niebla gris, anunciando que viene lo que ha de venir. No imagino lo que va a pasar mas lo que ahora pase ya pasó otra vez.

Es fácil apropiarse de los sueños ajenos y convertirlos en propios pero lo difícil es cambiarlos para acercarlos al público y respetar el espíritu porque ahí es donde está la verdadera intención y la auténtica personalidad de quien se atrevió a escribir con genialidad. Y tampoco se puede imponer por la fuerza, creando distancias y colocando obstáculos. La conjunción de talento tiene que ser lo  suficientemente buena como para que se den cuenta, por sí mismos, de hasta dónde tiene que llegar el cambio y hasta dónde se tiene que guardar la rigidez de la idea original. Todo lo demás es un giro en torno a las vanidades, a las soberbias y a las locuras que suelen acompañar el éxito. De ahí suele partir el desconocimiento y el descontento crónico. El secreto, tal vez, es tomar un poco de azúcar y sentirse mejor.

jueves, 6 de febrero de 2014

LA GRAN ESTAFA AMERICANA (2013), de David O. Russell

El dinero no da la felicidad, pero manda a buscarla...No, eso no es del todo cierto. Puede que en una época impersonal, cuando la moda era un manual de fealdad, cuando los postizos estaban a la orden del día y las pinturas se aferraban a las caras de las chicas que eran realmente guapas, el dinero fuera lo más importante porque, al fin y al cabo, eso es lo que nos habían dicho. Pero detrás de grandes cantidades de pasta ganada de forma fácil e ilegal no había ni un solo resquicio para la felicidad. Puede que toda esa gente que se dedicaba a estafar fueran unos artistas del expolio, del robo a manos llenas, pero sus vidas eran tan vacías que solo se sentían millonarios en sus chalecos, en sus horribles chaquetas y en sus pantalones de campana. No tenían nada. Y ellos lo sabían.

Y es que solo se sentían capaces y poderosos mientras el negocio se quedara en las cuatro paredes en las que fue ideado. De pronto, viene un extraño, un advenedizo que no duda en quebrantar todas las normas para llegar a ser líder y, además, coger a los corruptos que se llenaban los bolsillos con sobornos fáciles pero eso no era suficiente. Había que coger a más gente, incluso a los que se comportaban bien, haciendo que cogieran maletines creyendo que eran otra cosa. La ley al servicio de una sociedad que se estaba troceando por una crisis económica, por la guerra más larga del siglo XX y por la altura de unos cuantos políticos de perfil muy bajo.
Lo que se escondía realmente era una profunda inmadurez como adultos que acotaban sus responsabilidades al máximo y que pretendían dar satisfacción de una forma modesta, aunque solo fuera haciendo algo ilegal. Si el timo crece, el delito también y entonces comienzan problemas de falsa moralidad que han estado ausentes mientras la infidelidad y el latrocinio tomaban posiciones. Y así, tal vez, los que estaban del lado correcto de la ley, eran los malvados y los que se empeñaban en violarla una y otra vez, eran los héroes. Así eran los setenta.
David O. Russell ha dirigido con brío una película que habla bien a las claras de que la gran estafa americana no residía en el timo sino en el escaparate que exhibía un modo de vida que parecía perfecto y que, sin embargo, era un puro engaño que hastiaba a sus protagonistas y no hacía más que poner en evidencia los agujeros de un sistema social y personal que no funcionaba. No es posible hacerse rico rápidamente sin sacrificar ningún principio. Ni ascender sin pisotear la moral que, durante tanto tiempo, ha sido una continua negativa. La historia es convincente pero decepcionante si se espera ver una película de ladrones listos y víctimas incautas. En realidad, es toda una fábula ilustrativa de unas vidas que no iban a ninguna parte, que no tenían suficiente con el dinero que timaban y que, además, se encaminaban a un callejón sin salida a ritmo de Duke Ellington.

Bien es cierto que Russell maneja con maestría un reparto que funciona muy bien de forma colectiva porque la ausencia de química entre ellos acentúa la aburrida década de los setenta, llena de excesos y de suciedad moral. Un peldaño por encima de los demás está Amy Adams, tocando muchos y variados registros y enseñando, una vez más, su talento. Por supuesto, hay que destacar la aparición de Robert de Niro que llega a robar la escena durante unos segundos a todo el resto del reparto, dando una lección de miradas y de expresiones y trazando todo un personaje con su simple físico. Por lo demás, no cabe duda de que se sale del cine con la impresión de que la honestidad es algo que deberíamos guardar por encima de los ceros en la cuenta corriente y de los irrefrenables deseos de triunfo que tanto nos atenazan. Entre tantos días de extravagancia y de olor a tela barata vendida como elegante, tenía que quedar un punto de clase y algo de verdad entre tanta mentira.

martes, 4 de febrero de 2014

JACK RYAN: OPERACIÓN SOMBRA (2013), de Kenneth Branagh

Hay que ver lo que adelantan los tiempos. Hemos llegado al punto en el que los espías tratan de evitar una catástrofe económica mundial. Si de verdad es así, lo han hecho para darles un diploma. Todo porque por ahí tiene que haber algún ruso resentido (o chino, o árabe) que le tiene mucha rabia al mundo occidental porque es lo suyo aunque viva mejor que cualquiera que viva en ese territorio y se líe la manta a la cabeza y nos mande a todos a la cola del paro y con la cuenta corriente a cero. Menos mal que siempre habrá un analista, alguien que es poca cosa, que se dará cuenta a tiempo y que desbaratará los planes del enemigo con elegancia, estilo y un par de tiros bien dados.
Mientras veía esta película no podía dejar de recordar a Alec Baldwin interpretando al personaje de Jack Ryan en aquella maravilla (y aún hoy la mejor aventura del ínclito analista de la C.I.A.) titulada La caza del Octubre Rojo, de John McTiernan. Allí ya se nos hablaba de que este chico había pasado no sé cuántos meses aprendiendo a andar en un hospital, que era doctor en alguna prestigiosa universidad y que, además, había sido Teniente en la Marina, es decir, era el prototipo de joven brillante al que había venido a visitar la mala suerte y que era pieza clave en un complot internacional debido a su inteligencia poco usual.
Toda esa historia se vuelve a contar solo que con la salvedad de que han rejuvenecido al bueno de Jack, le han puesto el rostro algo insulso de Chris Pine y la acción la han trasladado a los dos mil para que el chico no sea Teniente de la Marina, sino del Ejército. Ahí llega un listo como Kevin Costner para alistarlo en las filas de la inteligencia estadounidense y el resto es cosa nueva. El resultado es una película desequilibrada por varias razones. La primera de todas es que la pareja Chris Pine-Keira Knightley destaca por su limitada expresividad, por su torpeza (sobre todo en el caso de ella) a la hora de incorporar a un personaje creíble, con gestos nada atractivos que impiden una simpatía inmediatamente en un carácter que lo pide a gritos. La segunda es que, por otro lado, Kevin Costner y Kenneth Branagh dan un par de lecciones de cómo es el oficio sin esforzarse demasiado, simplemente sabiendo estar. Tanto es así que, con unos personajes mucho más secundarios, parece que son mucho, mucho más fascinantes que los dos protagonistas. La tercera es la torpe dirección de Branagh en las escenas de acción (es absolutamente imposible adivinar qué es lo que pasa en la muy confusa escena final) lo cual no deja de ser una sorpresa en un hombre que, en teoría, sabe colocar una cámara por mucho que su terreno no sea el de la acción a pesar de haber estado detrás de las cámaras en Thor. No obstante, sí que hay que anotar algo en su favor y es su sabiduría a la hora de mantener la tensión con acciones paralelas, muy medidas,  y que compensan, en parte, ese montaje precipitado, desquiciado y desquiciante y nervioso hasta la hilaridad.

En cualquier caso, no deja de ser una historia que nos toca muy de lejos pues tanto el mítico Jack Ryan como su oponente se mueven por algo tan ajeno a la mentalidad española como es el patriotismo. Ninguno de nosotros haría algo por su país como lo que hacen ellos, estén o no equivocados. Ese sentimiento es tan extraño como impensable y eso se nota a la hora de entrar en el juego de espías que se propone. Porque, al fin y al cabo, ser un hombre de acción cuando, en realidad, se es una rata de oficina es demasiado fácil cuando se trata de auténticos expertos en el espionaje. Y ya no hay enemigos visibles, solo fantasmas cargados de poder que ahogan a los más débiles para dar paso a un mundo nuevo en el que la gente llegue a matar y a morir por un bocado de comida. Y aún admiraremos sus trajes, sus coches de lujo, sus relojes caros, queriendo ser como ellos pero careciendo de esa conciencia encallecida que ellos no dudan en exhibir cada vez que cae en su bolsillo un billete ajeno. Eso, caballeros, es capitalismo.  

AMANECE QUE NO ES POCO (1988), de José Luis Cuerda

Pues sí, pues sí. He perdido las elecciones para crítico de cine. Y es que en este pueblo se siente verdadera adoración por Boyero y, claro, así es muy difícil triunfar. De todas formas, siempre hay soluciones alternativas precedidas de una meditada decisión al albor del razonamiento y de la labranza mental, que no es moco de pavo. Me puedo desdoblar y escribir para dos medios, o para tres si me apuras. Lo que pasa es que la Juani no me va a dejar que la tenga tan abandonada con los trillizos que la hice la otra noche mientras me metía para el coleto un anisito de los buenos. Y eso que la Juani es comunal. Yo seré necesario y los demás contingentes pero aquí, el que no comulga, no mama. Y nunca mejor dicho. Así que hala, me voy un rato al bancal a ver si me crece una mujer, de esas fuertes y sanas, de las que estás deseando que maduren para hacer una práctica de ósculos. Y si no se las riega es que no crecen. Y claro, bueno está todo para hacer estampas y satisfactorios, que hay que decirlo bien a las claras para que se enteren todas esas que se reúnen en el local de la asociación de mujeres para insultarnos. Eso, la mala sangre, fuera. Así luego van a casa y te pueden largar un discurso de Susan Sontag y se quedan tan anchas. You know…es como si las mujeres hubiesen o hubieran mandado desde siempre, y así da gusto, oyes.
Surrealismo puro, eso es lo que es. Un pecado para las mentes bienpensantes. Una limosna a la iglesia y un espiritual para aprenderse la tabla de multiplicar. Eso son reformas y lo demás son tonterías. Yo lo que propongo es que todas las mujeres sean comunales y los hombres, pues también, no vaya a ser que haya alguno que se sienta marginado. Y entre los americanitos que han venido para estudiarnos y quedarse, la Guardia Civil que es la conciencia colectiva de todos y la Iglesia que bien que nos da un poco de vinito dulce para que nos entonemos, aquí paz y después gloria. Luego unos tiritos al sol, un cambio de papeles para que funcione de una vez el suicidio que tanto se quiere y oye, más feliz que Campos. Que, por cierto, debía ser un tío muy feliz porque siempre se le nombra en esa comparación y, la verdad, no creo que sea muy literaria aunque sí literal.
Noto que los dedos se me van agostando, porque, claro, esto de ser crítico de cine es muy duro. Que si una película por allí, otra por allá, y el pueblo pide más y más y uno no da abasto. Todo tiene un límite, hombre. Y la verdad, a ver si nos creemos que porque uno sepa juntar un verbo con un sustantivo, todo el monte es orégano. No lo es. El monte es Cuerda, José Luis. Que bien que sabe animar bosques y cuidar girasoles cuando es menester. Y digo yo…¿nadie puede llevar este pedazo de artículo a la Universidad de Oklahoma a ver si me dan allí una plaza y voy montado en sidecar? Lo digo porque cosas más raras se han visto. El otro día, sin ir más lejos, vi a un político devolviendo algo de dinero…eso sí que es surrealismo. ¡Alcalde! ¡Tú eres necesario pero nosotros somos contingentes! Si lo dice Cuerda, por algo será. Hale, aúpa Albacete y vamos a ver cómo amanece, que no es poco.