miércoles, 26 de diciembre de 2018

UN ASUNTO DE FAMILIA (2018), de Hirokazu Koreeda

Con este artículo quiero desear a todos los que se atreven a prestarme sus ojos unos minutos todos los días un feliz Año Nuevo. Gracias por ese préstamo tan valioso y que sigamos viéndonos en el cine.

Las paredes son de ropa. El mañana es un triunfo. La irresponsabilidad es una forma de vida. Las sonrisas se suceden. El aprendizaje es continuo. El sueño de tener una familia por encima de cualquier otra consideración. La delincuencia a la vuelta de la esquina. La prostitución está llamando. Las miradas buscan razones que se han perdido en la nada. Las lágrimas son ciertas. El resto es la noche fría y la incomprensión. No hay lugar para suposiciones, porque nada es verdad.
Y así, Hirokazu Koreeda lanza una mirada furtiva al interior de una familia que no tiene nada de normal. Las apariencias suelen engañar y, en este caso, siempre caminando por el filo de una navaja cortante, más aún. El agradecimiento es una llamada a la muerte y el silencio huye despavorido. En el fondo, el director nipón sabe que el cariño es lo que mueve al ser humano y aquí se dedica a retratar a una serie de personajes que lo buscan desesperadamente. Sin ataduras. Sin obligaciones. Hoy se tiene y mañana ya se verá. Los lazos son tan débiles que se pueden deshacer por pura protección. Y cuando un niño pronuncia una de las palabras más hermosas que desea escuchar un hombre, sólo queda correr para retener, durante un segundo más, esa sensación de haber sido importante para alguien.
La unión imposible de los restos de muchos naufragios puede encajar para construir una nueva nave. No demasiado sólida. No demasiado auténtica. Pero navegará y se mantendrá a flote siempre y cuando las obligaciones sociales se cumplan en su mínima expresión. Un plato de tallarines. Una manta para abrigarse. Un juego. Una simple caricia que sabe a cielo. Unos pocos billetes. Dejar al pasado atrás. Definitivamente. Absolutamente. Incluso la sociedad se encargará de asesinar lo que, durante un tiempo, fue un bonito espejismo. La posibilidad de saberse querido. La duda de las propias huellas. El disfraz del delito. Y las heridas interiores comienzan a cicatrizar por el suave tacto de la ingenuidad, como una mirada que lo dice todo más allá de una barandilla, tratando de atisbar alguna motivación en el futuro.

Un asunto de familia es una película que requiere tiempo y, sobre todo, paciencia. El espectador, siempre inteligente, va construyendo su propia historia y Koreeda va administrando la información con cuentagotas. Y el público, aún sabiendo que su suposición cojea por algún lado, cae en la trampa de sus propios prejuicios o de sus propios deseos porque el director se encarga de romper con todos ellos minuciosamente. El resultado es una película que llega a fascinar, como si Yasujiro Ozu se hubiera sumergido en su lado más tenebroso y ofreciera todo aquello que no quiso contar con la cámara en medio de sus familias. La elucubración, por una vez, yerra y, durante un buen rato, hay que saber encajar las piezas que se han ido desparramando por el camino. Lenta y suavemente, sin estridencias, aunque con una lejana sensación de incomodidad. Es el momento de preguntarnos una serie de cuestiones que también, por el mero hecho de planteárnoslas, nos hace sentir ciertamente culpables. Tanto como inocentes creen que son los protagonistas de esta historia. Quizá porque estemos al otro lado del cristal, en el anonimato, deseando llevar algo de carnaza a nuestros ánimos de mirón desahuciado, como si los restos de muchos naufragios pudieran dar alguna solución más allá de fijar un nuevo rumbo bajo el cielo azul. 

viernes, 21 de diciembre de 2018

OPERACIÓN RENO (2000), de John Frankenheimer

Con este artículo sobre una película atípica quiero desear una Feliz Navidad a todos. Como el cordero se está haciendo y el dinero pide a gritos salir de las carteras, suspenderemos parcialmente la actividad del blog, como todos los años. Sólo se publicará el artículo del estreno semanal los jueves 27 de diciembre y 3 de enero para retomar el ritmo habitual el martes 8 de enero. Y no olvidéis dejar algún hueco entre tanto trasiego para ir al cine. Es un regalo fantástico que, demasiado a menudo, no sabemos apreciar. Besos para ellas. Abrazos para ellos.

Navidad, Navidad, dulce Navidad…Para unos presos es una auténtica Navidad porque, por fin, las puertas se van a abrir. Van a ser libres. Rudy espera volver a casa, sentir el calor familiar, dormir en su propia cama, probar de nuevo la tarta de mamá y ver partidos de fútbol con su viejo. Sin embargo, algo se tuerce. Su mejor amigo en la cárcel es asesinado y, por aquella vieja máxima de echar una cana al aire, decide pasarse por él. Rudy se convierte en Nick. Y resulta que la cana al aire acaba por ser un cañón en la sien. Y Nick-Rudy es el que posee la información, aunque sabe menos que Papá Noel en el desierto. Así que va a tener que tirar de ingenio para poder salir airoso de ésta. No, en esta ocasión, la Navidad, la dulce Navidad, no va a ser tan dulce.
Así que Nick se las tiene que ver con una serie de facinerosos que quieren el dinero de un casino. Mientras tanto, cree que puede mantener su relación con Ashley, que es una chica de bandera y la razón por la que Rudy comenzó a ser Nick. Está prisionero. Ella también. Debe de inventarse algún retraso, alguna trampa que le permita ganar tiempo. Y el cañón sigue apuntando a su sien. Y no sabe nada. Y no sólo eso. No hay manera de saber nada, porque el lío continúa enredándose y todos vestidos de Santa Claus en un atraco imposible con dinero a espuertas y disparos a mansalva. La cosa pinta mal y a Nick se le acaban las ideas. Bien es verdad que nunca ha sido demasiado inteligente y que lo va a demostrar una vez más, pero por intentarlo que no quede. La nieve es demasiado fría ahí fuera. Y a lo mejor, tal y como es posible que rueden las cosas, Santa Claus deje un regalo en unos cuantos buzones. De esa manera, Nick podrá volver a ser Rudy y todavía comprobará que hay algo en su interior que sigue vivo y que es bueno.
La última película de un director de leyenda como John Frankenheimer deja toda una lección de cómo convertir una película de evidente serie B en un homenaje y en un entretenimiento en toda regla. El ritmo del que siempre hizo gala el director se demuestra una vez más con una historia que, en manos de cualquier otro, sería una perfecta mediocridad. Sin embargo, Frankenheimer consigue unas notables interpretaciones de Ben Affleck (quizá una de las mejores que haya hecho nunca), de Gary Sinise (algo estereotipado) y, sobre todo, de Charlize Theron (que toca registros muy interesantes). En medio hay una película de acción con sentido, que se pasa en un suspiro, sin necesidad de acudir a la innecesaria espectacularidad para tener atrapado al espectador cómplice de una Navidad que, esta vez sí, puede ser inolvidable.

Y es que Santa Claus se presenta de las más diversas formas. Tanto es así que puede que, en esta ocasión, lo tengamos bajo el disfraz de unos cuantos rateros aficionados que quieren dar el golpe de sus vidas y que, lo más probable, acaben con sus vidas de golpe. Respiren, sigan. Esto tiene mucho que contar y aún más que repartir. Navidad, Navidad, dulce Navidad…

jueves, 20 de diciembre de 2018

LOS CASOS DEL DEPARTAMENTO Q: EXPEDIENTE 64 (2018), de Christoffer Boe

Detrás de una pared, unos cuantos cadáveres para una venganza incompleta. Y a partir de ahí, las brumas de la infamia comienzan a expandirse para descubrir que, demasiado a menudo, se ha asesinado en nombre del bienestar. Las muecas del horror se dibujan en los cuerpos y hay que bucear hasta cincuenta años atrás para encontrar un motivo lo suficientemente fuerte como para que ese espectáculo de muerte tenga algún sentido. Las entrañas y los sentimientos surgen, golpeados por una justicia que nunca llegó y, tal vez, sea mejor sumergirse en esa felicidad que se escapó para aparecer mucho tiempo después.
El Inspector Carl Morck teme convertirse en uno de esos cadáveres congelados por el odio, pero es incapaz de salir de esa armadura que lleva a gala. Queda muy poco para quedarse completamente solo en ese sótano que huele a asesinato y no puede zafarse del sentimiento de fracaso, de automarginación, como si estuviese obligado a expiar todos sus pecados. Ahí fuera hay un buen puñado de crímenes sin resolver y tiene que resolverlos para encontrarse a sí mismo porque ya se encargó de emparedar su dolor a conciencia. Mientras tanto, va encontrando un historial de abusos cometidos en nombre de la moral enfrentándose cara a cara con ese fascista que todos los demócratas parecen llevar dentro. En su sociedad inmaculada hay algo que huele a podrido y ya es hora de derramar un par de lágrimas, pronunciar un deseo y demostrar que guarda algún sentimiento más allá del cañón de su pistola de reglamento.
El Inspector Assad, compañero de Morck, siente que debe avanzar, abandonar esas caras agrias de todas las mañanas y preservar algo de su propia humanidad para el futuro. Sabe que es el contrapeso de Carl y le cuesta dejarlo a los pies de su propia suerte, pero debe hacerlo. Tal vez, en algún momento, llegue a arrepentirse porque, en el fondo, tiene un inmenso cariño por su agrio camarada. O puede que tenga que preocuparse por la gente que más conoce, tener más tiempo para ellos, hacer algo para que su vida en esa perfecta sociedad del norte sea algo mejor. Sin embargo, Assad intuye que en la limpieza esterilizada de unos comportamientos que parecen brillantes e intachables, aún hay peligrosos bacilos dispuestos a contaminar todo cuanto tocan y dejar sin vida a cuerpos preparados para fabricarla. La noche, la nieve, el frío invierno, la terrible crueldad…todo tiene explicación en la larga oscuridad. Y Assad no es un policía que abandone las investigaciones a medio camino. Llegará hasta el final, cueste lo que cueste.
Cuarta entrega de los casos de este peculiar departamento de policía que mantiene la calidad de los tres episodios anteriores con ganas y acierto. Se introduce algún toque de humor, se continúa con la sordidez de unos seres que tienen muy poco de humanos, se prolonga la fascinación por unos personajes que van evolucionando en distintas direcciones y se sigue con el misterio y la tensión de momentos agónicos y últimos, dejando que incluso la previsibilidad sea un elemento atractivo en su resolución. De alguna manera, el espectador también se siente uno de esos policías empeñados en hacer justicia del pasado porque no hay más que rabia cuando no se actúa y esta saga sabe trasladar esa sensación de forma precisa y muy efectiva. Y es que mientras se camina con los pies helados al lado de los inspectores Morck y Assad, las brumas de la infamia crecen en el ataque sorpresa, en la motivación espantosa o en la seguridad de que siempre hay algo que funciona mal en el mejor de los mundos posibles.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

LOS CASOS DEL DEPARTAMENTO Q: REDENCIÓN (2016), de Hanns Peter Moland

El inspector Morck tiene el fracaso grabado en la piel. Ha dedicado demasiado tiempo a perseguir a delincuentes, mentes enfermas que desafiaban cualquier parámetro del razonamiento humano, viejos casos que se quedaron abiertos y que el tiempo se encargó de olvidar. Nunca supo ser padre, dar cariño. Tal vez porque siempre creyó que el cariño no existía ya en el mundo. Sólo mentes retorcidas, dispuestas a hacer daño de la forma más atroz, sin detenerse a pensar que las víctimas eran personas que sufrían, lloraban, se rebelaban o amaban. De hecho, el inspector Morck empieza a no pensarlo tampoco. De alguna manera, se está convirtiendo en uno de ellos. Solo, aislado, odiando todo lo que le rodea, cercándose alrededor para que nadie se pueda convertir en un posible amigo y, por tanto, una segura decepción. El inspector Morck llora, porque no sabe cómo salir de ese hoyo emocional y lo tiene cada vez más difícil.
Sin embargo, un caso se presenta. Hay unos niños implicados. Criaturas que han desaparecido al abrigo de alguien en quien tenían confianza. Seres que viven en una rígida comunidad protestante que dedican todo su tiempo al trabajo y a las reuniones semanales en la parroquia más cercana. Niños. Niños. Esa palabra golpea a Morck como si fueran puñetazos en la misma cara. No, no va a dejar que esos niños pierdan. No va a dejar que se alejen igual que permitió que su hijo no reconociera en él a su padre. Hará lo que haga falta, sin pararse en otras consideraciones. Y sabe que, si cruza la línea, estará allí su compañero Assad. Puede que sea el único que ha sabido leer con cierta paciencia y comprensión todo lo que le ocurre en el interior.

Así comienza el largo camino de redención del inspector Morck. Sigue la pista, sigue la trampa, deja caer un poco de su propia sangre y de su propia estima. Persigue al chacal depredador que se ha llevado a los niños hasta ese lugar en el que ya no hay tierra. Una botella ha navegado por el agua para dar un último grito de socorro y Morck y Assad la reciben y la escrutan. Esta vez la oscuridad será aún más negra, tanto como la ceguera y la ignorancia. La vida y la fe, de la naturaleza que ésta sea, van indisolublemente cogidas de la mano y el crimen resulta aún más execrable porque se comete contra personas que son totalmente inocentes. ¿Hay más razones para intervenir? La vida desarreglada de Morck se torna en algo que apenas guarda importancia ante la tragedia que supone la tortura y la muerte y, nuevamente, el Departamento Q tendrá un caso más cerrado al que dio comienzo el mensaje en una botella. Y habrá que desarmar lo que es toda una conspiración de la fe. 

martes, 18 de diciembre de 2018

LOS CASOS DEL DEPARTAMENTO Q: PROFANACIÓN (2014), de Mikkel Norgaard

Si tenéis ganas de escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de esa enorme película de Richard Brooks que es "Los profesionales", podéis hacerlo aquí.

Niños que se creen hombres y que, ya adultos, aún creen que lo tienen todo. Niños que ejercieron la violencia más brutal solamente para tener un sentimiento de superioridad sobre los demás. Niños que jugaron con el peligro de la corrupción para convertirse en hombres que olvidaron su alma. Ésa es la auténtica profanación del espíritu y el Inspector Morck, en su tormenta interior, lo sabe muy bien. Por eso, rescata lo que nunca debió de ser enterrado y trata de esclarecer algo que tiene una misteriosa conexión con la actualidad. Al fin y al cabo, ningún policía se va a molestar demasiado por el suicidio de un antiguo policía. Y menos aún si las pistas conducen a las mentes pudientes de la perversidad más lujosa. La cuestión es sórdida. Más que nada porque, cuantas más altas están, más huelen las escorias.
Y el peligro ronda, precisamente, a lo más bajo. La élite también tiene sus parias a los que abandona sin ninguna compasión. Sólo el fuego purificará lo que está podrido desde su nacimiento. Y el recuerdo, brutal y terrible, golpeará siempre los rincones de la locura, como si fueran puñetazos en el mismo vientre, para ahogar cualquier grito de esperanza en plena desorientación. Y en la inmaculada Dinamarca todo parece en perfecto orden, con su pulcritud, su limpieza exterior, sus días nublados y fríos y sus mentes retorcidas, caídas hacia el mal, como una tentación a la que es muy difícil escapar.
En todo crimen, hay todo un rompecabezas de actitudes humanas que hay que resolver. Tal vez el móvil más antiguo de todos sea la codicia, pero también está el mantenimiento de las apariencias cuando éstas se transforman en algo más importante que la vida de cualquier otro. En un sótano, dos policías trabajan para resolver crímenes que fueron olvidados por la burocracia y el tiempo. Y sufren porque, aquellas personas que fueron víctimas, hoy están perdidas en una existencia que no eligieron, a la deriva, sin más agarraderos que sus propias fuerzas. A menudo, no es suficiente. Ni siquiera los millones de lágrimas derramadas son suficientes. Hace falta vengarse para dar descanso al alma. Y, tal vez, acabar con todo. El Inspector Morck sabe todo eso y lucha hasta la extenuación para que no ocurra a pesar de que su alma está caminando por el borde del abismo.
Excelente segunda parte de los casos de este peculiar departamento de policía en la que se nos muestra la corrupción de las clases más altas, sumergidas en la creencia de que pueden hacer cualquier cosa sin que la ley les haga el más mínimo envite. Buenas interpretaciones, argumento apasionante, personajes bien trazados, dirección de cierta altura…quizá estamos hablando de una saga que aparecerá como un clásico europeo dentro de algunos años y, desde luego, de una de las mejores adaptaciones al cine del género policial escandinavo. Y, en ese momento, cuando pasen décadas, tal vez haya un departamento Q dispuesto a desenterrar grandes películas que permanecieron desconocidas para la mayoría.

viernes, 14 de diciembre de 2018

LOS CASOS DEL DEPARTAMENTO Q: MISERICORDIA (2013), de Mikkel Norgaard

Iniciamos un pequeño ciclo dedicado a los casos de este peculiar departamento de policía que culminará con la publicación del estreno de su última entrega este mismo viernes. Son cuatro películas en total y, quizá, sean las mejores adaptaciones que se han hecho del "thriller" nórdico literario que tanto han ocupado las estanterías y lectores tecnológicos de las librerías. No dejéis de verlas.

El inspector Carl Morck ha esperado ya demasiadas horas en interminable tareas de vigilancia. Quizá está esperando que ocurra algo…pero no sabe muy bien el qué. Comete un error de precipitación y eso hace que parezca un apestado dentro del departamento de policía de Copenhague. Al sótano, casi a las mazmorras, a cerrar casos que se han quedado congelados en el tiempo y que no tienen ninguna utilidad para los que mandan con placa. Allí, entre una nube de papeles, Carl conoce a Assad, un emigrante árabe que no se sabe muy bien qué está haciendo allí, en el subsuelo de Dinamarca. Sin embargo, uno de esos casos fríos que tiene que despachar Carl de forma fría y burocrática le llama la atención. Lo recuerda de hace cinco años. No estaba nada claro que aquello fuera un suicidio. El cuerpo nunca se encontró. Y el único testigo es un autista, un lesionado cerebral que no puede decir nada.
Carl tiene que reabrir el caso, sentirse policía de nuevo. Irá hacia arriba y hacia abajo, no importa lo que cueste. Tal vez, encuentre una razón para seguir adelante. Su matrimonio acabó, su vida privada no existe, nunca sonríe, hace daño a todos los que tiene alrededor…pero es un policía con el tesón como arma y eso le hace diferente a los demás. Habrá que interrogar de nuevo a testigos, habrá que intentarlo con el autista, habrá que seguir la pista como buen sabueso porque está seguro de que la víctima no ha muerto. Quizá esté encerrada en una especie de limbo de muerte en vida en la que aún respira bajo presión.

La bajada a los infiernos de estos dos inspectores del departamento Q, nos desvela la existencia de una sociedad que, dentro de su aparente orden, se halla mortalmente enferma, con un repertorio de perversiones y de desviaciones mentales preocupante. No todo es agua en la superficie. La venganza planeada a través de los años y ejecutada con el tiempo a favor resulta obsesionante y terrible, como si la muerte jamás oliera en los corazones de los hombres. Carl Morck tendrá que hacer lo imposible para demostrar que aún puede ayudar a la gente y, en esta ocasión, lo hará con una mujer que sufre física y psicológicamente, sin más salida que su propia fuerza interior que tanto se desgasta con el paso de los días. Nadie cree a Carl porque ya ha cometido demasiados deslices en una carrera salpicada de ropa arrugada, de aliento a tabaco, de café rancio y de frío helador. Assad es inteligente, es más paciente, parece que conoce el desprecio porque lo ha vivido en propia carne y sabe dónde se hallan los recovecos del pensamiento de Carl. Es una pareja imposible de policías destinada a un trabajo imposible, absurdo, prescindible. Y ninguno de los dos va a permitir que los asesinatos queden como expedientes imposibles, absurdos y prescindibles. Es el momento de demostrar lo que valen. Y si lo hacen a través de las obsesiones de unos desquiciados, tendrán el doble de mérito. Eso lo saben hasta en los sótanos de la policía.

jueves, 13 de diciembre de 2018

ROMA (2018), de Alfonso Cuarón

Cuando era mayor soñé que teníamos una criada cuya voz parecía un hilo a punto de romperse. Nunca decía una palabra de más. Nunca tuvo una mirada de reproche hacia mis trastadas o las de mis hermanos. Ella sólo trabajaba para que nuestra vida fuera un poco más fácil en un momento que era muy complicado. Y no lo hacía porque mi madre la pagara, no. Lo hacía por algo tan sencillo y tan difícil de encontrar como el amor. Ella merecía todos los cielos y todos los besos porque era capaz de arriesgarse por nosotros y salvarnos de cualquier situación. Ella era mamá, pero con coraje para enfrentarse a todo. Incluso contra lo que también la afectaba.
Cuando era mayor esa chica derrochó dulzura y sacrificio. Hacía lo que nadie quería hacer en la casa. Si ocurría algo fuera de lo normal, sólo miraba y jamás juzgaba. Tal vez nos daba lecciones de vida sin decir ni una sola palabra. Y seguro que todo lo que le ocurría a mi madre, también le ocurría a ella, pero nunca decía nada. Sólo trabajaba, sonreía, nos despertaba con todo el cariño, deslizando sus dedos como si fueran ratones de nube por nuestra espalda. Ella no quería perder, pero salía derrotada. Nunca venció salvo en una ocasión en la que se ganó todo el amor que en mi familia nos empeñábamos en desperdiciar. Su valentía era callada. Su esfuerzo era tremendo, recogiendo lo que mis hermanos y yo íbamos desperdigando por aquella casa enorme y algo fría. Su mirada era pura comprensión y siempre tenía la expresión justa y educada a pesar de que los miedos la sitiaban. Sí, cuando era mayor ella fue la que hizo que yo deseara ser mayor.
Y es que la gente humilde puede que tenga menos dinero y menos facilidades para afrontar cualquier dificultad, pero eso no les hace necesariamente más débiles. Ellos pueden sobreponerse y tirar hacia adelante a base de amor, de dedicación. Y en estos días de ruido y confusión sé que eso no abunda en un mundo que parece haber evolucionado muy poco desde los albores de los setenta. Salir con ella a ver Atrapados en el espacio, de John Sturges, podía ser toda una diversión particular entre el gentío que se movía atropelladamente por las aceras de la ciudad. Cuando era mayor soñé que era un astronauta y que, después, ella me cogería de la mano para regresar a casa y meterme en la cama.
Con una inmensa ternura en la mirada, Alfonso Cuarón ha dirigido esta película dedicada a esa criada que procuró una infancia cómoda a alguien que la recordaría cuando fuera mayor. Con una fotografía maravillosa en blanco y negro y un realismo detallado, no de ficción, nos hizo visitar el corazón de esa mujer que fue fundamental en sus sueños de mayor. Tal vez porque las personas que nos quisieron de pequeños son las que más recordamos cuando la edad comienza a pasar factura.

Y así, cuando era mayor, ella aún está ahí, aguantando la injusticia de algún grito desquiciado, siendo el elemento unificador de una familia que se descomponía y comenzaba a vagar sin rumbo fijo. Y aceptaba las órdenes y los tontos caprichos que teníamos de niños mientras mamá trataba de encontrar su lugar de nuevo. Ahora sé que los aviones recogen a las personas que lo merecen y las llevan al cielo donde seguro que ella estará, limpiando la casa para que esté reluciente cuando mis hermanos y yo tengamos que ir. Con todo el cariño. Con todo el dolor. 

miércoles, 12 de diciembre de 2018

INFILTRADO EN EL KKKLAN (2018), de Spike Lee

Se pueden cambiar muchas cosas desde la legalidad. Incluso en el aspecto social. Y un joven idealista es capaz de introducirse en el sistema y comenzar a hacer su propia guerra, con su enfoque, con su punto de vista intacto, creyendo que los de su raza están oprimidos a pesar de que los tiempos exigen una consideración diferente. Por eso, con iniciativa e imaginación, pretende infiltrarse en una organización supremacista blanca y ponerlos en ridículo. Al fin y al cabo, son tan estúpidos como cualquier hombre blanco y no esperan que haya ningún negro que les supere.
Así que se pone manos a la obra y consigue que un compañero judío sea su fachada. Lo de compañero es un eufemismo porque el tipo tampoco tiene ningún reparo en reírse de ese policía novato y de color que cree que va a dar lecciones de espionaje policial a todo el departamento. Sin embargo, algo de razón sí tiene. Si se persigue a los agitadores por los derechos civiles, también es obligatorio perseguir a ese puñado de payasos encapuchados que se creen todo eso de la América pura, a salvo de agresiones de otras razas, con la inteligencia del hombre blanco por bandera y la violencia como escudo. Poco a poco, el judío se da cuenta de que lo que está haciendo el chaval negro tiene mucho sentido y es valioso. Se merece un mínimo de respeto. Y si hay que jugarse el tipo, se juega.
Si hay un defecto que se puede achacar al cine de Spike Lee es su manía por subrayar lo que es más que evidente. El hombre blanco siempre es malo porque jamás deja sus prejuicios atrás. El hombre negro es bueno porque, cuando se comporta mal, lo hace con un fin democrático que no es otro que la igualdad entre los hombres. E insiste una y otra vez en la misma idea. En esta ocasión, también ocurre a pesar de que tiene entre manos un material más que prometedor para hacer no sólo un buen documento policial con unos agudos toques irónicos de comedia, sino también una reivindicación social a favor de la gente de color, un problema que, en la América de Donald Trump, todavía sigue vigente auspiciado por un poder político que respalda tibiamente la actitud de los supremacistas. Para ello cuenta con un estupendo trabajo de John Davis Washington, hijo del gran Denzel Washington, y otro muy adecuado de Adam Driver. Ambos interpretan al mismo personaje que debe de moverse entre los intrincados callejones del odio de una organización que ha seguido calentando el ánimo durante demasiados años. En el camino, Spike Lee no duda en cargar contra El nacimiento de una nación, de David Wark Griffith, película señera del Klan y contra aquellos que, incluso, tienen apariencia inofensiva y encantadora, pero que bullen en un racismo interior que, no por ingenuo, es menos peligroso. Ni de lejos es la mejor película de Lee (eso lo dejaremos, de momento, para Plan oculto), aunque contiene momentos de gran cine. Al final, todo tiene un regusto de lástima hacia una historia que podría ser condenadamente atractiva y que, casi, se convierte en un panfleto con el que se puede estar de acuerdo.

Y es que es fácil encontrar gente de color inteligente y también es muy fácil encontrar gente blanca estúpida. No obstante, esa frase se puede cambiar porque el ser humano, sin distinción de raza, sexo o religión, es igual a la hora de exhibir pocas luces.

martes, 11 de diciembre de 2018

EL PADRINO 2ª PARTE (1974), de Francis Ford Coppola

Vito Corleone llegó a Estados Unidos huyendo. Desde muy pequeño supo lo que era el odio y la falta de perdón. Intentó ganarse la vida como pudo y, siempre con la mente puesta en su casa, en su mujer, en su hijo enfermo, en tener suficiente para vivir, comenzó a hacer pequeños trabajos que se hallaban al margen de la ley. Conoció a Clemenza, a Tessio, impuso respeto. América era un gran banco en el que muchos pescaban y él no se lo pensó dos veces. Sin embargo, algo de ética había en él. Se impuso algunas líneas rojas que no debía traspasar. Eso no quiso decir nunca que no tuviera que utilizar la fuerza. No tenía ningún problema en emplearla. Y, cuando lo hizo, fue frío e implacable. Nadie jugaba con sus parcelas de poder. El nombre de Vito Corleone, nacido Andolini, comenzó a respetarse en el barrio de Little Italy. Nadie podía reírse de él porque tenía un nombre y una familia a la que proteger.
Una generación después, su hijo, Michael Corleone, se ha escondido detrás de una máscara de impasibilidad que hace imposible saber qué es lo que pasa por su mente. Tiene A su familia, pero teme perderla. Está dispuesto a llegar allí donde no ha llegado nadie y, sin embargo, el destino quiere que pague por todos. Tendrá que ser verdugo de lo que más ha querido a pesar de que, en su aterradora frialdad, lucha hasta la extenuación para conseguir que la familia Corleone, sin perder su posición, goce de una situación legal. Michael no sabe que hay demasiados intereses a su alrededor que impedirán cualquier iniciativa en ese sentido. Nunca dejarán que los Corleone sea una familia adinerada cualquiera. Las conspiraciones se suceden, las traiciones proliferan, el Gobierno aprieta las tuercas. Michael tiene que salir huyendo de un refugio que cree seguro. Y, por supuesto, tendrá que pagar un precio demasiado alto para sí mismo. El más terrible de todos.
Vito Corleone construye su imperio sabiendo que el origen de todo ha sido la humildad. Y ha conseguido que nadie le mire por encima del hombro. Incluso el despreciable casero de Calabria se convierte en un manojo de nervios en su presencia. Vito hará todo lo posible por seguir ascendiendo, y deberá quitarse de en medio a un par de viejos camorristas que, bajo una fachada de respetabilidad, extorsionan a todo aquel que ose iniciar la escalada. En el fondo, lo merecen. Vito no soporta el cinismo, él no es un cínico que dice una cosa y hace otra. Él es un hombre que respeta los límites. Y eso será algo que llevará a gala el resto de su vida. Aunque sus hijos, quizá, no piensen lo mismo. Es lo que pasa cuando se piensa demasiado en el futuro ajeno.
Michael Corleone destruye lo que más ama. No le quedan salidas donde desahogar su verdadera personalidad. Por eso, siempre está impasible y llega a desconfiar de los que le quieren bien. A su alrededor, otros hombres de negocios se han sentido decepcionados por su comportamiento que, más allá de la ética, le ha llevado a conservar el patrimonio de la familia Corleone. No es nada personal, son sólo negocios. Ya no queda nada de aquel joven idealista que se alistó el mismo día del ataque a Pearl Harbor porque estaba agradecido de ser parte de los Estados Unidos. Aquel chico murió desde el mismo momento en que decidió defender a su familia. Y, tal vez, el precio no ha merecido mucho la pena. Michael, aún siendo implacable, terrible, frío y calculador, nunca podrá parecerse a Vito, por mucho que su íntimo deseo sea disfrutar de sus negocios desde una perspectiva legal. Eso sólo está reservado a los grandes hombres y Michael no es uno de ellos.

Es una obra maestra indiscutible. El cine, aquí, también consiguió elevarse por encima del mismo arte. Y ya sólo queda sentarse en un jardín repleto de hojarasca y reflexionar, asimilar cualquiera de sus múltiples lecturas. En soledad.

jueves, 6 de diciembre de 2018

EJERCICIO PARA CINCO DEDOS (1962), de Daniel Mann

El pulgar es Pam. Es pequeñita, pero brillante. Quizá sea la auténtica genio de la familia. Se defiende muy bien con el piano y estudia francés. Sabe divertirse y también sabe aislarse del resto porque, de alguna manera, está más lejos del resto. Es simpática, pizpireta, sincera y auténtica. Tiene una mirada clara sobre sus obligaciones y sus limitaciones. Está a punto de vivir y sabe que su aportación puede ser fundamental. Tiene curiosidad por todo. Se mueve por todo. Y todo le afecta, a pesar de que es capaz de echar una mirada escéptica e irónica a esa manada de dedos que tiene en casa. Ella, quizá, sea la mejor.
El índice es Stanley. Es el padre de familia. Es el típico hombre que se ha hecho a sí mismo, pero que, de tanto trabajar, se ha olvidado de cultivar el espíritu. Es un bruto mental, bastante primario, que no ve ninguna utilidad en los demás dedos. Ni siquiera en un hijo que está estudiando en Harvard. Se ve continuamente desplazado a pesar de que es el que siempre marca el camino a seguir y, en el fondo, el que siempre tiene razón. Está tan acostumbrado a señalar que se olvida que el primer señalado podría ser él mismo. Quizá se ha olvidado de la familia demasiadas veces intentando escalar hasta la cima. Lo peor de todo es que, siendo el jefe, estando en la élite, se siente incómodo. Jamás ha sabido quién escribió qué. Nunca ha tenido curiosidad por pararse a escuchar ninguna melodía inmortal. Cree que la vida y la muerte están siempre relacionadas con el dinero. Con el dinero que ha ganado.
El corazón es Walter. Es el extraño en la casa, pero es el que más aporta. Es encantador en su carácter, se preocupa por los demás. Es el nexo de unión de toda la mano. Vino de Alemania huyendo del nazismo y de su familia y, en América, ha encontrado algo parecido a lo que nunca tuvo. Personas a las que aprecia desde su cálido carácter europeo porque sabe que él puede darles el amor que nunca han tenido. El problema es que, como no lo han tenido nunca, es posible que nunca lo necesiten. Quiere ser un hijo más, pero no sabe cómo conseguirlo. Tal vez, ese dedo corazón lo único que desea es que le amen.
El anular es Louise. Es la madre. Ha tenido que buscarse algún papel que tuviera alguna importancia porque, poco a poco, ha sido difuminada por los tiras y aflojas de la vida. Se ha sentado a escuchar. Se ha parado a pensar. También ha creído que lo que más le falta es amor y dirige sus miradas hacia quien no debe, esperando ser aún atractiva, deseando ser importante para alguien. Intenta reemplazar al índice, pero sus movimientos son torpes y prescindibles. Sin embargo, es la primera que se dará cuenta de que las cosas tienen que ser como son, más allá de intrusos, mucho más allá de los deseos ajenos.
El meñique es Philip. También brillante, pero ya empieza a abrir los ojos. Se ahoga en casa porque no tiene nada de qué hablar con su padre y no entiende el ansia por ser necesaria de su madre. Sabe que está llegando la hora de tomar decisiones y tiene miedo. Tal vez quisiera algo más de comprensión, de valoración por haber podido y querido entrar en Harvard. Él encuentra en las palabras el refugio que no consigue hallar en el hogar. Al final, tendrá que mentir. Sólo…tan sólo por afirmarse él mismo.

Annette Gorman, Jack Hawkins, Maximilian Schell, Rosalind Russell y Richard Beymer llevaron adelante esta adaptación de Peter Shaffer. Letras que hunden sus raíces en las relaciones familiares, distorsionadas por la permanente contradicción entre el deseo y la realidad y, aunque de desenlace ligeramente precipitado, podemos mirar con atención al interior de un hogar que es posible que sólo se sostenga con muchos ceros en la cuenta corriente.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

VIUDAS (2018), de Steve McQueen

Mañana, festividad de la Constitución, no pondremos artículo. El viernes volveremos para recomendaros algún clásico para el puente y el martes seguiremos nuestro ritmo habitual.

El grito ahogado por la pérdida se convierte en un preludio de rebeldía cuando las lágrimas son de mujer. Ellas no se rinden porque eso no forma parte de su credo. Se sobreponen al dolor como auténticas heroínas que nunca dejan de luchar aunque saben que una parte de la contienda lleva la derrota encima. Por eso, tal vez, hacen cosas que los hombres no sabemos comprender. Ellas están mucho más allá, llegan mucho más lejos porque saben que las cosas se consiguen con empuje, insistencia y rabia. Y de eso andan más que sobradas.
Si a eso le añadimos la existencia de una amenaza, entonces estamos hablando de un torbellino imparable, capaz de aprender cualquier cosa que no se sabe hacer aunque la chapuza puede estar presente. No tardan en dominar lo que les es ajeno y el orgullo en ellas es un arma que, incluso, puede resultar peligrosa para quien intenta estropearles la fiesta. Son de otra pasta, de otro encanto, de otra verdad y de otra raza.
Así que, cuando un puñado de viudas se da cuenta de que heredan más problemas que recuerdos, la maquinaria se pone en marcha. Se buscan la vida como pueden. Descubren capacidades ocultas. Acuden a la imaginación para salvar los obstáculos. Y, al final, podrán sonreír sin luto porque ningún hombre merece ni una sola de sus lágrimas. Ellas se ganan su sitio por sí solas. Y eso no tiene precio en un mundo que se emplea a fondo para dejarlas de lado. Las mujeres de verdad no se resisten a seguir siendo mujeres en todo y para todo y eso, además, las hace irremediablemente atractivas. Por mucho que el engaño haya podido ser su forma de vida.
Notable en el thriller, aceptable en la corrupción política y morosa en el melodrama, Viudas destaca por la soberbia interpretación de Viola Davis, adusta y dolida, implacable en busca de su destino y furiosa en su suerte. La dirección de Steve McQueen, aunque sobria, resulta algo irregular en algunos tramos sin llegar a empañar la eficacia de la historia. La banda sonora de Hans Zimmer es precisa y climática y, entre los hombres, hay que destacar a ese matón de disparo en la cara que es Daniel Kaluuya, que da muestras de una versatilidad muy interesante. Por lo demás, la película es eficaz y no del todo brillante; impresionante y no del todo duradera; salvaje y no del todo descarada. En cualquier caso, merece la pena el rato y la resolución de esas mujeres que combaten con brío la adversidad inherente a una profesión tan peligrosa como la de amigos de lo ajeno.
Y es que hay que emplear la cabeza y no guardar todo el dinero en el mismo sitio. Si uno se corrompe, la ingeniería financiera es indispensable y, si hay política de por medio, no importa de qué lado se está porque todos, absolutamente todos, tratan de poner la mano y esconder la responsabilidad. Y el que piense lo contrario no es más que un ingenuo al que le están robando su capacidad de expresarse en democracia. Más vale un golpe rápido, efectivo y genuino que limpie pecados y arrase comisiones de traje y corbata. Aunque el precio sea asesinar el pasado de una forma definitiva. La noche se encargará de tragarse algún fleco que otro y siempre nos quedaremos con esos ojos que tanto merece la pena mirar y que tanto pueden llegar a aguantar. El que no vea que la valentía es una mujer, no es más que un loco lleno de furia y de ruido que, casi siempre, no tiene ninguna importancia.

martes, 4 de diciembre de 2018

CAPRICORNIO UNO (1977), de Peter Hyams

Puede que todas las conquistas del hombre estén envueltas en una mentira. Y más aún en los tiempos de progreso, donde los presupuestos se disfrazan, los avances se magnifican y la prensa aumenta todo lo que, en realidad, es muy pequeño. Así que es posible que, cuando el hombre decida ir a Marte, pueda ir, pero todo ocurra mucho más cerca. Con la connivencia del director de la agencia espacial, del Presidente de cualquier país y de la opinión pública porque, al fin y al cabo, cualquier éxito mediático sin precedentes no hace sino aumentar la solidez del gobierno. Y más aún cuando se ha anunciado el gasto de miles de millones cuando han sido algunos menos. Todo irá bien, salvo que a algún periodista escurridizo, de esos que no van en busca de titulares gratuitos aunque haya metido la pata en alguna ocasión, que lucha por la verdad, comience a realizar preguntas indiscretas. Y todo porque le parece rara la consabida conexión de los astronautas con sus familias. Puede que, de todas formas, todos los planetas estén contenidos en éste y el mundo no sea más que un inmenso teatro donde ponemos en juego las ambiciones, las continuidades, las mentiras y alguna, muy poca, verdad.
La voluntad es el arma más letal que posee el ser humano. Y, cuando todo está perdido, esa voluntad se dispara porque se da cuenta de que, si no se levanta, ya no habrá más voluntades. Así que lo que, en principio, era un engaño a escala mundial, se convierte en una huida en plano personal. Son tres posibilidades para llegar a la civilización y comenzar a decir, por una sola y maldita vez, cuál es la verdad. El desierto es un enemigo peligroso porque se parece mucho al espacio exterior. Es inhóspito, agresivo, implacable. No concede ni un milímetro de supervivencia a quien osa atravesarlo. Hay que ganárselo aunque todas las fuerzas que están en contra sean superiores en número y poder. Mil cosas pueden salir mal cuando se sale de la cápsula espacial con un traje de astronauta. Mil cosas pueden salir mal cuando se sale de un estado de muerte próxima sin más instrumento que la voluntad.

Peter Hyams dirigió con brío esta película sobre engaños y verdades en una imaginaria hazaña espacial en la que, tan solo, flaquea en el montaje donde se puede comprobar hasta dónde se puede desvirtuar una historia cuando unos metros de película necesarios se quedan definitivamente en el suelo de la moviola. James Brolin, Sam Waterston, Karen Black y un estupendo Elliott Gould ponen rostro y sospecha y el resto de la historia es puro entretenimiento. No puede ser menos cuando se trata de engañar a millones de espectadores y fingir que se ha pisado un planeta nuevo, un paso más en el deseo de la Humanidad por ganarse millones de mentes alienadas por cuentos de ciencia-ficción y grandeza. Nadie nos puede asegurar que aquello que sale por nuestros televisores sea verdad, pero sí tenemos una inteligencia que puede separar datos, contrastarlos y darnos cuenta de la cantidad de mentiras que pueden colar en nuestras casas.

viernes, 30 de noviembre de 2018

THE GUILTY (2018), de Gustav Möller

Una llamada telefónica. Después, otra. Y otra más. Gente pidiendo ayuda a un desconocido que trata de tranquilizarlos, localizarlos y decidir quién debe ir allí a echar una mano. Y aún así, a pesar de que llaman para que les ayuden, no suelen colaborar. Es de locos. Los nervios se deshacen porque mañana mismo hay un juicio en el que se decidirá el futuro del operador. Al otro lado de la línea, sólo son voces. A pesar de que se les escucha, sólo se tiene un diez por ciento de la información.
El resto está ocurriendo allí, en la realidad, al otro lado del aparato, en algún lugar del país. Y lo que parece, resulta no ser. Al igual que la versión que se pretende vender de lo que tan sólo fue un error motivado, tal vez, por demasiadas horas de guardia, demasiada destrucción en una vida que quiere dedicarse a construir, demasiados sentimientos arrasados y entregados a interminables días de trabajo agotador. No, no es sólo coger el teléfono. También, de alguna manera, se trata de una redención.
Y alrededor, ese policía que atiende las llamadas, siente que sólo hay agresión o animadversión contra él. Al fin y al cabo, no ha dejado de repetir que aquello no es un verdadero trabajo policial cuando lo es y muy importante. Ahora tiene la oportunidad de comprobarlo con una llamada angustiada y extraña, en la que la víctima apenas puede hablar, no hay pistas, no hay nada sólido a lo que agarrarse. Todo apunta en una dirección y, precisamente, esa es la dirección prohibida. Maldita sea, quizá haya que salvar una vida para borrar el error cometido en acto de servicio. Ya no quedan más excusas y el tiempo se acaba detrás de una persiana y de una irritante luz roja. Servicio de emergencias, dígame.
No deja de ser interesante visitar el mundo de aquellos que atienden las llamadas de urgencia en la policía y comprobar cómo trabajan. Sin embargo, The guilty no parece más que un cortometraje alargado en exceso, con algunos puntos que no acaban de encajar bien dentro de esa angustia que experimenta un policía que ansía hacer las cosas de forma correcta y se hunde cada vez más en el hoyo de sus propios errores. La realización es buena, la tensión es absorbente, pero, al final, queda un poso de levedad que se ajusta a una obra de teatro de corta duración y final menos ambiguo de lo que se pretende dar a entender. No es fácil jugar con miradas, sentimientos, sentidos, sudores, burocracia telefónica y ansiedad en un entorno que intenta agobiar por su estatismo. Y podría ser apasionante si algunos elementos estuvieran más trabajados y la realidad se colara entre llamada y llamada. El culpable no siempre es sencillo de identificar y, en esta ocasión, va a entregarse porque sabe que su entorno ha influido en su toma de decisiones.

Así que descuelguen y traten de parecer calmados. El día cae y la noche está llena de trampas que tratan de descolocar a la razón por la fuerza. La próxima llamada puede ser decisiva. Y traten de ahondar en la verdad porque estamos más comunicados que nunca, pero nos sumimos en la mentira para enturbiar lo que transmitimos. Así es como nadie parecerá culpable aunque, en el fondo, lo es.

jueves, 29 de noviembre de 2018

LA NOCHE DE DOCE AÑOS (2018), de Álvaro Brechner

Si un ser humano no puede comunicarse, la mente busca el escape con ahínco. Se empezará un proceso de inspección de las paredes que le rodean, estudiando texturas, porosidades e imperfecciones, comprobando si las paredes son de cemento encalado o con un horrible gotelé de color rojo. Más tarde se medirá el cubículo con pasos. Los días son largos, pero eso no es lo peor. Es la terrible certeza de que el día siguiente será exactamente igual. Con sus horas monótonas y gemelas. Con la mirada buscando resquicios donde entretenerse. Con el pensamiento disparado en todas direcciones.
Más tarde, en un intento de distracción que supera con mucho al deseo de forma física, se realizarán ejercicios. Así, tal vez, la mente dejará de funcionar y sólo habrá cansancio. Además tiene una ventaja añadida y es la de poder dormir en un estado que vaya un poco más allá que el de la duermevela. Sin embargo, nada es suficiente cuando los días siguen y siguen. Presentando sus eternos minutos sumidos en el silencio. Sin nada que ofrecer. Sin nada que obtener. El pensamiento y el recuerdo se confunden peligrosamente y ya no se sabe qué es uno y qué es otro. Se cierran los ojos y la oscuridad tampoco ofrece nada más que eso. Negrura. Soledad. Nada.
La tortura abre sus variantes. Sin luz. Con mucha luz. Sin espacio. Con espacio, pero con límites. Sin palabras. Siempre sin palabras. Tan sólo la imaginación y el deseo de superarse a sí mismo pueden conducir a una precaria comunicación en la que hay que establecer el código, aprendérselo, descifrar, emitir mensajes. Así, hasta el mugriento papel de periódico de una letrina llega a ser una ventana de libertad después de un surrealista intento de atender las mismas necesidades humanas. La crueldad no entiende de razones. La libertad las busca constantemente.
Quizá, cuando esas situaciones se presentan en regímenes injustos de opresión y muerte, sólo triunfa quien resiste. De eso se trata. De resistir la nostalgia, de aguantar el deseo de gritar, de leer, de respirar, de tener. De agarrar a los pensamientos del cuello y no soltarlos para que no se desboquen dentro de la imaginación. El delirio está ahí mismo, agazapado tras los asideros, y no es fácil sobrevivir en el aislacionismo. Es hora de dar una lección de vida para poder sentir que la democracia es real, que no hay nada más poderoso que un hombre o una mujer que resiste, que lucha y que se rebela. E incluso la noche de doce años puede ser derrotada.

No se ahorra sufrimiento en esta película que angustia en sus silencios y que va más allá de sus límites, buscando nuevas fronteras de razón y verdad. Excelente el trabajo de los tres protagonistas, Antonio de la Torre, Chino Darín y Alfonso Tort, dando forma al día que trata de aniquilar el espíritu de sus personajes. Las paredes siguen ahí, con sus enormes ojos abiertos, tratando de hacer que la mirada huya y el ánimo muera. Y el ansia de libertad es tan grande que da igual hacer de Cyrano, intentar una fórmula para ganar con mayor facilidad en la ruleta o celebrar un gol entre el Nacional de Montevideo y el Estudiantes de la Plata. La voz quiere salir, aunque sea a través de los nudillos y la vida se resiste a marcharse. El sol saluda todos los días y su cálida caricia es un regalo para los sentidos. Eso es lo que se percibe más allá de los límites del silencio. 

miércoles, 28 de noviembre de 2018

EL SASTRE DE PANAMÁ (2001), de John Boorman

Harry Pendel viste con las mejores telas a todo el que pueda pagárselas en Panamá City. Su corte es digno de Saville Row y, como buen sastre, ejerce de confesor de potentados, hacendados, hombres de negocios y políticos que pululan alrededor del Canal. Sin embargo, algo extraño hay en Harry. Dentro de su elegancia, de su educación, de su palabra justa en el momento adecuado, da la impresión de que vive un gañán, un tipo que no debió de estudiar en Oxford, precisamente. Es sólo una intuición. Lo cierto es que su mujer, Louise, es bella y afortunada, porque trabaja en las altas esferas del gobierno panameño. Todo parece ir bien. Harry sigue cortando trajes impecables con las más finas telas. Louise cree que tiene un marido ejemplar y dos hijos preciosos. Viven en un lugar paradisíaco y son figuras respetadas dentro de la alta sociedad panameña. ¿Qué más se puede pedir?
Pues lo que se puede pedir es alguien como Andy Osnant, un mujeriego, aprovechado y oportunista espía que ha tenido una mala experiencia en su última misión y necesita congraciarse con el alto mando. Así que Andy hace lo que mejor sabe hacer. Conspirar. Y para ello, necesita de la inestimable ayuda de Harry, ese individuo de pasado oscuro y contactos inmejorables, que puede dar muchísima información sobre el futuro inmediato del Canal mientras toma medidas de hombros, pecho, cintura y pernera a los individuos más potentados de Panamá. La misión es fácil, Harry. Sólo tienes que escuchar, charlar como quien no quiere la cosa y, si no hay nada de lo que informar, pasar alguna mentira…pero que sea creíble ¿eh?
Louise observa extrañada la nueva conducta de su marido. Ya no es el Harry de siempre. Simpático, bromista, corto de miras…Ahora corre a conferencias secretas, se da una vuelta por los barrios menos recomendables de la ciudad, busca la soledad en sus conversaciones telefónicas. ¿Habrá otra mujer? ¿O será la mala influencia de ese tal Andy Osnant que le está enseñando a vivir? El condenado es atractivo. Tal vez sea precisamente ese hombre que no es Harry. Apasionado, seductor, atento, elegante con una camisa con los faldones por fuera. Es difícil resistirse a sus encantos. Quizá sea el momento de tener una charla con Harry y comprobar si tiene alguna amiguita por los arrabales.

John Boorman maneja los personajes con maestría en una trama de espionaje y humanidad salida de la pluma de John Le Carré con serios puntos de contacto con Nuestro hombre en La Habana, de Graham Greene. También cuenta con otros actores de talla como Brendan Gleeson, Catherine McCormack e, incluso, una de las primeras apariciones de Daniel Radcliffe como uno de los hijos de Harry. Pero, la verdad, el espionaje de sentimientos y reacciones corre a cargo de unos estupendos Geoffrey Rush, Jamie Lee Curtis y Pierce Brosnan. Equívocos, ambiguos, calculados, perfectos en sus cometidos de seres perdidos en busca de una razón dentro de un mundo absurdo de mentiras y disfraces con la excusa de una elegante sastrería. Es el momento de ponerse todas las caretas. La sorpresa acaecerá cuando se compruebe que alguno de ellos tiene más de una. 

martes, 27 de noviembre de 2018

LA ESTRATEGIA DE LA ARAÑA (1970), de Bernardo Bertolucci

Dedicada al maestro italiano que ya bailó su último tango. Con cariño e idealismo.

Si tenéis ganas de escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor, precisamente, de "La gran evasión", de John Sturges, podéis hacerlo aquí.

Volver a las raíces para comprobar que tu padre no era un héroe, sino un traidor. El tiempo pasa y, aún así, parece no pasar. Los protagonistas son los mismos y se quedaron allí, hace cuarenta años, anclados a un tiempo de protesta y rivalidad, en el que cualquier gesto se tornaba grande y cualquier detalle podía revelar que, al fin y al cabo, todos eran hombres. El pueblo muerto se alza de nuevo con todos sus fantasmas, casi retratados en las blancas paredes de cal que gritan con yeso desprendido y lágrimas como grietas. Los mondongos saltan de plato en plato, como reivindicando el derecho a comer, tan justo para aquellos que sólo quieren espantar el hambre. Los camisas negras aún miran con recelo a los que, sin pensárselo dos veces, saltan a la pista de baile para presumir de libertad y los días pasan lentos, pasan rápidos, pasan…sólo pasan. Tanto es así que incluso la misma belleza parece anclarse entre las arrugas y somos capaces de darnos cuenta de por qué alguien puede perder la cabeza por una mujer.
Las charlas son infinitas, recordando unos días de simpleza y activismo político. Sin embargo, con la honradez a cuestas, vemos cómo hay críticas para todos. Para unos porque representaron la opresión, la chulería, el frentismo como forma de vida. Para otros porque no se libraron de la sospecha  y trataron que la violencia se adueñara de los rincones de tranquilidad añeja. La venganza, en suma, tampoco entiende de colores políticos y se puede dar en cualquier bando porque la razón, cuando se camina por los extremos, siempre es absoluta cuando nunca es así. Es la estrategia de la araña. Nunca se ve venir al cazador aunque se menee con fuerza la red. Y el resultado siempre es que la trampa funciona y la presa se enreda.

Bernardo Bertolucci dirigió esta película, basada en un relato de Jorge Luis Borges, en plena época de activismo político y, sin embargo, sorprende porque, como vehículo de propaganda, no duda en arremeter contra los suyos, avisando de cómo se convierte en mártir al que no era más que un traidor, llamando la atención sobre el hecho de que la represalia también existe en el bando que se puede creer más justo y que, quizá, sólo quizá, la ética personal está más allá de cualquier idea política. Lo demás, es sólo creer en fantasmas que hablan, dicen, despistan, corren, juegan, mienten y desaparecen tan rápido como ese tren que, de hecho, hace mucho que pisa las vías de Tara. Al fondo, la fotografía de Vittorio Storaro inunda las sensaciones de cuadros pintados con la realidad y, de un modo algo sonámbulo, el espectador acompaña al protagonista que vuelve al mismo origen de la verdad sólo para comprobar que todo, todo lo que uno puede llegar a creer, es una mentira que se vendió de forma convincente.

viernes, 23 de noviembre de 2018

LA LLAMADA (The calling) (2014), de Jason Stone

La inspectora de policía Hazel Micallef está en plena cuesta abajo. Un día tuvo ilusiones, esperanzas, deseos de prosperar profesionalmente, pero una desgracia acabo con todo eso. Un intento de suicidio, las brumas del alcohol, su madre en casa…todo se vino abajo. Iba a promocionar para hacerse cargo de la comandancia del distrito, pero la vida se encargó de asesinar a conciencia todo por lo que luchaba. Ahora es jefe de policía de un pequeño pueblo en el que nunca pasa nada…salvo un par de asesinatos con muy poco espacio de tiempo de un día para otro. Un asesino en serie anda suelto y Hazel cree que puede resolverlo.
No tiene medios, no tiene personal. Nadie se fía demasiado de ella. Emocionalmente está muerta y sufre…aunque desea otra oportunidad. El frío y la nieve se agolpan en las calles de ese pueblo que también parece muerto y se da cuenta de que el asesino es un hombre totalmente alienado por la religión. Está dejando un mensaje en cada una de sus víctimas. Un mensaje sutil, apenas perceptible. Un mensaje de liberación. Hazel no puede creer que esté investigando al único asesino en serie cuyas víctimas son voluntarias. La creencia de la resurrección es culpable de todo y el asesino tiene que llevar a cabo un número determinado de asesinatos para que se produzca. Hazel tendrá que bajar a los infiernos para descubrir que hay un cielo, que hay un mañana, que aún hay cariño a su alrededor, que toda su experiencia aún sirve para algo, incluso para poner al asesino enfrente de un espejo para que se dé cuenta del monstruo que realmente es. Aunque se esconda detrás de una cruz. Aunque crea que la muerte es el único camino de salvación.
Las lágrimas no asoman a su rostro porque ya las agotó todas. Cuando llega a casa, tiene que enfrentarse a sus propios miedos, a sus enormes inseguridades. Hazel es una policía de raza, constante, implacable, pero las fuerzas le flaquean. Y encuentra imposible que, a través de la muerte, encuentre la luz. Consulta con un experto en la Biblia, consigue una pírrica ayuda con un joven policía homosexual, trata de encontrarle un sentido a todo y, quizá, el único agarradero que siente es que la vida tiene que seguir para que todo se pueda arreglar en su interior. En el fondo, el asesino cura males. Y el último mal que va a sanar es el que aqueja a la propia Hazel.

Excelente película canadiense que tiene en Susan Sarandon la razón y el fondo de todo. Con sus maneras de gran actriz consigue adentrarnos en el atormentado personaje de la Inspectora Micallef, con sus corazas destruidas y su inteligencia reprimida. Mujer en un mundo de hombres que demuestra, con psicología y astucia, que vale más que todos ellos cuando hay sangre de por medio. Bebe, Hazel, bebe. Tal vez lo que haya en la taza, por una vez, no sea alcohol y sí un reconfortante té de hierbas. La resurrección es posible, pero puede que sea para aquellos que siguen vivos después de morir.

jueves, 22 de noviembre de 2018

MALOS TIEMPOS EN EL ROYALE (2018), de Drew Goddard

Un lugar perdido en tierra de nadie. Eso es lo que puede ser el presente. Una simple línea que puede determinar lo que se va a encontrar más allá de la frontera del futuro y dejando un paso atrás los límites del pasado. Ahí, en ese lugar capaz de determinar los destinos de un puñado de seres infelices, es donde habrá que saldar deudas, saltar de un lado de la oscuridad al vértice de la luz, decidir si es la hora de empezar a ganar y desenterrar la memoria de un subsuelo que está sumergido en el mismo corazón de la maldad.
A menudo no se esperan los golpes que se propinan desde el instinto de protección. Esos personajes que deambulan por un mundo que les ha maltratado van a parar a un sitio donde parece que las paredes pueden llegar a ver, donde hay altavoces para poder oír, donde la soledad se ha adueñado de la propiedad y donde se destruyen los sueños. Sí, son malos tiempos para venir al Royale porque es donde también se marca la línea del bien y del mal y no es sencillo elegir. La tentación estará ahí mismo y el tiempo se agota, la lluvia arrecia y, de alguna manera, el recuerdo se diluye con demasiada facilidad. Es hora de recuperar la memoria para dejar bien claro quién manda aquí.
Drew Goddard, el director, había obtenido cierta fama por ser el guionista de Marte, de Ridley Scott y por haber dado muestras de un cierto talento tras la cámara con La cabaña en el bosque. En esta ocasión, no cabe duda de que la película está muy bien planteada, tomándose su tiempo, poniendo al espectador en situación con una estructura desordenada que casi recuerda lejanamente a la de Rashomon, de Akira Kurosawa. También está bien anudada, con giros aceptables que van descubriendo que nada es lo que parece bajo la naturaleza de estos personajes sin rumbo. Sin embargo, no está bien desenlazada, alargando la acción hasta límites insospechados, y casi está a punto de emborronar la buena trayectoria de una película a la que algunos relacionan con la alargada sombra de Quentin Tarantino cuando muy bien podría ser comparable a un Robert Altman en clave brutal.

En el apartado de interpretación habría que destacar por encima del resto del reparto a Jeff Bridges y, sin duda, a Cynthia Erivo, ambos soberbios y atinados, dando con el tono perfecto a sus personajes y llevándose la mejor parte de la función. La banda sonora de Michael Giacchino desvela lo bien que se lo debió pasar eligiendo los temas que van jalonando la trama, tanto instrumentales como pregrabados, y se sale con una cierta sensación de haber sido absorbido por ese mosaico de malhechores que se mueven a un lado y a otro de la locura, tratando de encontrar algún sentido a sus vidas despedazadas. El infierno, muy posiblemente, sea también un hotel de sórdidos secretos, de luces solitarias, de silencios escalofriantes y de fuegos de furia y balas. Quizá esa sea la deuda que todos tenemos que pagar cuando queremos que el pasado surja del subsuelo de nuestro recuerdo para saber dónde cometimos tantos y tan grandes errores, cómo asumimos tan terribles humillaciones y cómo llega un momento en que la mentira ha rebosado el borde del vaso de nuestra resistencia. Para ello, no lo duden, alójense en el Royale. Es ése hotel que está justo en la línea entre dos estados. El de la vida y el de la muerte. Y es obligatorio elegir. 

miércoles, 21 de noviembre de 2018

RASHOMON (1950), de Akira Kurosawa

Un crimen visto desde varios puntos de vista. Y nadie dice la verdad. Y lo peor de todo es que nadie dice la verdad por una simple cuestión de orgullo. La mujer violada no dice la verdad porque no quiere aparecer como una mujerzuela. El ladrón insidioso no dice la verdad porque quiere proteger su reputación de macho despreciable, de hombre sin corazón que arremete contra todo lo establecido sin conciencia. El asesinado, a través de una vidente, no dice la verdad porque no quiere aparecer como el marido que no hizo nada por evitar la violación y también porque quiere salvaguardar su honor y no parecer un cornudo sin alma. El testigo miente…pero dice la verdad. Y en muchas ocasiones, es difícil encontrar a alguien que sabe combinar ambas cosas.
En la puerta de Rashomon la lluvia cae inmisericorde, tratando de herir a los seres humanos y despertar su lado más bondadoso. El agua golpea con fuerza en el suelo y parece que el cielo vierte ríos enteros sobre ese lugar que está en ruinas, igual que la naturaleza del mismo hombre. Ya no existe la bondad en el mundo y dos hombres no hacen más que preguntarse, bajo la misma puerta, por qué todos mienten en base a las apariencias. La lluvia cae con tal fuerza que se hacen barros de comportamiento y habrá que contar la historia tal y como ocurrió en ese proceso donde todos parecieron tigres heridos bajo el peso de un destino que les niega reconocimiento. El monje budista tiene hambre de personas buenas porque ya hace mucho tiempo que dejó de verlas. Cree que la vida no merece la pena si no hay hombres buenos y todas aquellas confesiones no hacen más que confirmarle el hecho de que ya no existen. Incluso el forastero que llega allí a resguardarse del diluvio dará buena prueba de su falta de corazón, aunque también de su inteligencia. Allí, en la puerta de Rashomon, el hombre se enfrentará a sí mismo, descubriendo cuál es su verdadera naturaleza.
Las confesiones se suceden y parece que el polvo del campo se adhiere a los cuerpos sudorosos que han sucumbido a la fuerza del deseo y de la misma apariencia. Las luchas no son caballerescas, ni honrosas. Son las de dos lombrices arrastradas por el suelo, entre las hojas caídas de un otoño triste por la crueldad de los hombres. La vergüenza se instala en todos ellos de forma permanente porque matar es fácil y mentir lo es aún más. No hay sinceridad en ningún crimen. Incluso aunque el móvil sea tan débil como el honor, o la fama, o la lujuria.

Akira Kurosawa se hizo maestro con este cuento moral que coloca a los hombres ante el espejo mientras se pregunta si aún queda algún resquicio de bondad en sus corazones. La puerta de Rashomon, con sus ruinas, sus maderas desvencijadas, su derrota en el orgullo, será el escenario perfecto para que nos demos cuenta de la vileza que puede llegar a anidar en nuestro interior.

martes, 20 de noviembre de 2018

ARGEL (1937), de John Cromwell

La Casbah argelina es un laberinto intrincado de calles que no llevan a ninguna parte. En sus callejones se atisba la suciedad, la pobreza, el abandono de muchas personas que han elegido ese rincón del mundo como el único en el que todo se queda fuera. Una de ellas es Pepe Le-Moko, un ladrón de guante blanco, buscado por media Europa, que se refugia en esa jungla de adobe blanco y té, de garitos inundados de humo y de mujeres que pierden la cabeza por su elegancia, por su palabra siempre adecuada y por su sentido de la justicia. Fuera, en la civilización, está la policía, deseando atraparlo, caer sobre él igual que lo haría una manada de buitres deseando devorar la carroña. Sus incursiones en la Casbah han sido inútiles porque, más allá de las limitaciones físicas de unas calles sin sentido, la gente quiere a Pepe. Consideran que su desafío a la ley es admirable y le dan cobijo, comida, amistad. Pero, cuidado, quien traiciona a Pepe tendrá que vérselas con una venganza implacable y tortuosa, refinada y definitiva.
Sin embargo, hay alguien en el lado de la policía que sabe muy bien qué es lo que piensa el afamado ladrón. Es el inspector Slimane. Un argelino de sonrisa ladina, de ambigüedad calculada y que, a su manera, también posee un sentido de la justicia muy particular. Sabe que atrapar a Pepe en la Casbah es tarea imposible, por mucho que se enfaden esos gerifaltes de París, que creen que ese bendito barrio de Alá, no es mucho más complicado que Montmartre. El secreto radica en hacer que Pepe salga de allí. Y Slimane sabe que lo único que puede traicionar la seguridad, es el amor.
Así que allí, en Argel, entre ese olor a especias y a licor de avellanas, se entreteje una trama que combina la persecución de un ladrón con la pasión extrema que Pepe, ese tipo de sangre fría, puede llegar a sentir por alguien que vale más que todas las perlas que ha robado, más que todos los diamantes que ha devorado con los ojos, más que los rojos rubíes que ha tenido entre sus manos. El destino se encargará de exhalar una última carcajada mientras la esperanza se aleja, lentamente, sin despedirse, sin más compañía que la espuma del mar y la melancolía en el corazón. Con la seguridad de que Slimane y Pepe, aunque enemigos, están hechos del material con el que se forjan las trampas de la amistad. La Casbah asistirá a esta astucia, a este juego de traiciones y de tretas que se antoja más sucio que cualquier desagüe porque, en cada una de esas traiciones, se irá un amigo.

Charles Boyer es Pepe Le-Moko, en un papel que, anteriormente, había interpretado el gran Jean Gabin, más elegante que nunca, con sus ademanes pausados y su mirada distanciada. Joseph Calleia, enorme, se hace cargo del Inspector Slimane con sumo cuidado, como si meterse en la piel de otro pudiera romper la esencia de su creación. Hedy Lamarr, bellísima, es el mismo rostro que empuja hacia la libertad y hacia el fracaso. Todos ellos son calles laberínticas de un barrio más allá de la ley.

viernes, 16 de noviembre de 2018

CARAVANA DE MUJERES (1950), de William Wellman

Las mujeres valen más que los hombres. Eso está fuera de toda duda. Y el que no lo vea es que vive en un entorno donde se ha mitificado su inferioridad a fuerza de dureza. Quizá por eso un vaquero como Buck pueda creer que un buen puñado de mujeres no es capaz de aguantar un viaje de cinco mil kilómetros a través de la aventura y el polvo. No es fácil llevar un tiro de caballos o de mulas para arrastrar un carromato hacia la felicidad. Pero, quien diga eso, no conoce a las mujeres. Son valerosas, con una resistencia hacia el dolor moral y físico que no conocemos los hombres. Son tozudas, constantes, enérgicas. Lo que no saben, lo aprenden rápido. Se adaptan a las circunstancias, sean cuales sean. Si aprenden a disparar, tenga usted cuidado. Tal vez sean capaces de incrustarle la bala en un ojo. Si se encallecen sus manos, retírese. Podrán mucho más que usted porque tienen plena conciencia de que la unión hace la fuerza. Y, realmente, piden muy poco. Sólo un puñado de felicidad. La ración que les corresponde y que bien merecen. Una caravana repleta de mujeres es un repertorio de voluntades inquebrantables. Aunque paguen con la vida. La adoran, como cualquier hombre, pero no dudan en sacrificarla en aras de un objetivo. Y más si esa meta es un hombre que sea, de verdad, un hombre. No hay nada que les guste más.
No hace falta ser muy inteligente para saber que si un hombre tuviera que aguantar los dolores de un parto, se moriría. La mujer es un continuo ejercicio de superación propia. El hombre es un continuo esfuerzo por mantener una posición más o menos cómoda. Y esa diferencia es vital. A través de grandes llanuras, de paisajes rocosos e ingratos, llenos de cuestas abajo mortales, o de colinas insalvables, de desiertos implacables, que apagan el entusiasmo de cualquiera, ellas están ahí, resistiendo a todo y a todos. Incluso a las miradas escépticas que ponen en cuestión su capacidad. Ilusos. Si hay algo que tiene capacidad en este mundo, es la mujer.
Así que ahí, en la inmensidad, un río de carretas se desliza por la tierra, en un cauce que delata que, todo lo que hacen, es puro amor. Cualquier gesto lleva su firma de empuje y de iniciativa. Ellas lloran con cierta facilidad. No saben que los hombres también lloramos, pero que la vergüenza nos hace ser más discretos. Sin embargo, en cada una de sus lágrimas caben cielos enteros de valentía y realismo. Su juerga es compartir todo lo que tienen en común con los demás, la risa de un momento de agudeza. Nada de alcohol o charlas soeces. Van más allá que toda esa irritante superficialidad. Tienen un corazón tan grande que el desierto se les hace pequeño. Y es hora de demostrarlo ante un grupo de hombres que las esperan y a los que hay que hacer ver y sentir que el respeto es una de las mejores armas para la conquista. Sólo es necesario vencer las dificultades a su lado.

Caravana de mujeres fue un proyecto pensado y creado por Frank Capra que, debido a una enfermedad, abandonó en manos de William Wellman. El resultado es un western apasionante e inteligente, absorbente y muy razonablemente feminista, pleno de acción y de sentimiento y con un reparto que da lo mejor de sí mismo. No podía ser menos teniendo en cuenta que, prácticamente, la película la llevan ellas. Y una bofetada en la cara para todos aquellos que dicen una buena cantidad de sandeces para apuntarse a las más modernas ideas sobre la igualdad entre hombres y mujeres. No la hay. Ellas son mucho, mucho mejores.