martes, 30 de junio de 2009

LOS DUELISTAS (1977), de Ridley Scott

Una ofensa jamás lavada. Una espada sedienta de sangre. Un galopar de furia hacia la muerte. Una bala que se desvía en el rocío del amanecer. Un imposible juego de búsqueda y encuentro en lo que queda como deuda de honor, terrible castigo para quien no puede vivir sin cuentas pendientes. La mirada en el hielo cuando el final se cierne por culpa del impasible y tenaz frío. No hay lugar ya donde posar los ojos porque el romanticismo pasó y la época de la ofensa sólo es una reseña en un libro de historia. Una piel que desearíamos acariciar a pesar de la lisis que nos hiere en el alma. Una resurrección que es tan sólo el fugaz capricho de un general con ansias de Europa…
Los duelistas es una película dirigida por Ridley Scott en la que puso en juego un estilo en el que sobrevolaba el refinamiento rojo de la sangre sobre el verde de los campos de batalla. Con un estilo cercano al manierismo pero sin caer nunca en lo aburrido, Scott construyó con éste su primer largometraje, una obra maestra sin aristas, tan pulida como el filo de una espada rasgando el aire en busca de la carne que ser hincada. Su película es pura fineza combinada con el siniestro rastro de una venganza nunca concluida. Luego, ya vendrían otros tiempos pero aquí, cuando medio mundo suspiraba por un cine de estética decididamente feísta, un cineasta que nadie conocía apostó y arriesgó por una historia que habla sobre el honor, sobre el odio encebado, sobre la capacidad de amar y la incapacidad de apreciar, sobre el día que siempre mira hacia delante y la noche que no deja de ser el reposo del detrás. El trampolín fue perfecto. Además de arrancar rigurosas interpretaciones a Keith Carradine y, sobre todo, a Harvey Keitel (una de las especialidades de su cine es la de, precisamente, saber extraer lo mejor de sus intérpretes), Scott pone en juego una dirección medida, exacta, un ataque de granaderos en campo abierto con precisión de redoble. Nunca adaptar a Joseph Conrad fue un trabajo fácil (que se lo digan al éxito de Francis Ford Coppola en Apocalypse now o al fiasco de Richard Brooks en Lord Jim) y, en esta ocasión, Ridley Scott, con sobrias pinceladas apenas sugeridas, consigue que mantengamos en el recuerdo un duelo que nunca debió de existir. Tal vez porque el aire no merece ser rasgado con la fuerza de las espadas rechinando en el pasar por el vacío que nos rodea.
Así que manténganse a la expectativa, no guarden mucho las ofensas de las que puedan ser objeto, dejen que la historia pase y nos sea contada más que vivida. Los hombres de verdad se baten en duelo con la misma vida de la que, a menudo, huimos.

jueves, 25 de junio de 2009

VUELVE, PEQUEÑA SHEBA (1952), de Daniel Mann

Esta es una poderosa adaptación de una afamada obra de teatro de William Inge que reportó un más que merecido Oscar a la misma actriz que representó el papel en los escenarios de Broadway y en la pantalla, la muy poco conocida Shirley Booth. Mujer de físico poco agraciado pero de enorme talento, Shirley Booth pertenecía más a los escenarios que a las cámaras y el nombre propio de esta película gira enteramente alrededor de ella incluso aunque figure en el reparto Burt Lancaster en una época en la que buscaba con denuedo papeles que le proporcionaran algún prestigio dramático (que finalmente conseguiría) más allá de sus exhibiciones circenses (aunque indudablemente deliciosas) que le hacían saltar por los mástiles de El temible burlón, de Robert Siodmak o por los intrincados rincones de malvados castillos de esa maravillosa excentricidad que fue El halcón y la flecha, de Jacques Tourneur.
En ésta ocasión nos hallamos ante una interpretación magistral, una adecuada dirección a través de un hombre acostumbrado a trasladar el lenguaje teatral al cinematográfico como Daniel Mann pero Booth, desde una atalaya inalcanzable, crea un personaje patético y emocional, desprovisto del más leve atisbo de intelectualidad artística, y que, pone, con una intensidad inigualable, la seguridad de que su personaje, Lola Delaney, sigue existiendo hoy en día en algún lugar perdido, esperando que vuelva esa perrita que, en fondo, es la expresión cuadrúpeda de la propia esperanza.
Además de todo ello, la forma que tiene Shirley Booth de abordar el personaje está realizada desde el trampolín de la adoración por él, por ese mismo personaje que está interpretando más allá de cualquier otro sentimiento interior.
Eso sí, al verla, no olviden colocar a su lado una caja a estrenar repleta de kleenex mientras asistimos al estremecimiento de una mujer embutida en un batín que hace que no haya más horizonte mucho más allá de la puerta de entrada de su hogar porque el alcohol, maldito alcohol, terrible droga que, en exceso, nos lleva con un billete directo hacia el fracaso, está destruyendo cada uno de los cimientos de su mundo, de su matrimonio, de su vida, de sus sueños y Booth, con su calidad de gran dama del teatro que consiguió mantener su nombre en las marquesinas durante más de treinta años, nos consigue trasladar el origen y el comienzo de cuándo una actriz comienza realmente a actuar, a ser uno de los símbolos más preclaros que ha dado el alcoholismo dentro de la realidad familiar más sórdida e impía.
Nunca ha sido menos cierto aquel viejo dicho de “detrás de todo gran hombre siempre ha habido una gran mujer” porque en esta ocasión deberíamos de reformularlo como “detrás de todo hombre pequeño también hay una gran mujer” pues eso es exactamente lo que hace el profundo y conmovedor personaje de Lola Delaney con su dipsómano marido y nos demuestra, una vez más, que las mujeres, por mucho que los hombres queramos, son mucho más fuertes, son mucho más valerosas, son mucho más decididas, son mucho más vitales, son mucho más que el mejor de los hombres.
Así que, sin querer desmerecer a los hombres de la casa, ésta película es una lección magistral para todas aquellas mujeres que, al borde de un abismo que siempre sortean con habilidad, lleguen a alcanzar el cum laude como esposas, como mujeres y como madres. El drama esta ahí delante. La solución está dentro de nosotros mismos. Y ésta es una película excepcional para todos: hombres y mujeres, alcohólicos y sobrios, desesperados y esperanzados, expertos y legos, seres humanos y humanos seres...

OBSESIONADA (2009), de Steve Shill

O sea, vamos a ver si lo entiendo. Cogemos a Beyoncé Knowles, que no aguanta un primer plano ni aunque le saquen una muela, pillamos de través el argumento de La mano que mece la cuna, de Curtis Hanson; engañamos a un par de actorcillos más para que acompañen el enredo, dirigimos con los pies, escribimos un guión que parece escrito por un niño de pañal y dejamos que los intérpretes sean tan fingidos que ni por un segundo nos creemos lo que nos cuentan.
Y ya está. Ya tenemos la película hecha. El pobre espectador que va engañado a ver, por lo menos, la belleza de la protagonista, comienza a reírse (mitad histeria, mitad historia) y lo que debería ser un caso de celos, intriga, obsesión y compromiso se convierte por arte de magia en una comedia de violencia moral, sexo no consumado, planos más absurdos que la luna de miel de un saltamontes y la seguridad de que aquello va a terminar como acaba: hundiéndose el suelo bajo nuestros pies...pero de vergüenza ajena.
Ni siquiera ha habido un mecanógrafo algo honesto que se ha dedicado a trabajar un poco la historia, no. El paroxismo de la tontería llega cuando la amante esposa, hasta el momento dulce y compasiva, se convierte en un Sylvester Stallone con rizos y piel negra y sin, por el momento, bótox que le hinche las facciones y comienza repartir mamporros a diestro y siniestro de tal modo que uno empieza a pensar si nuestra pareja no tiene escondida bajo la almohada algún puño de hierro o juguetes parecidos.
Steve Shill, director, por llamarlo de alguna forma, de la cosa en cuestión, se debió de pasar horas en un helicóptero retratando los maravillosos rascacielos de diseño, días intentando encajar la estridente e inútil música, y meses imaginando cómo parir su debut en el cine tras una larga experiencia en televisión. Lo que le sale, naturalmente, es un telefilm de los baratos, de esos que no llegan ni a salvar una tarde de domingo de interminable tic-tac en casa. El esfuerzo debe de haberle dejado exhausto porque, desde luego, a mi me dejó harto y deseando dejar de ver cine durante una temporada y zambullirme en la cruda realidad del día a día.
Además, tampoco es que se hayan roto los sesos buscando localizaciones. Un hotel, el interior de una casa, una oficina, mucho coche, un par de restaurantes y punto pelota. Total, el argumento es tan apasionante como la fritanga de un calamar y no hace falta revestir o disfrazar lo que no se tiene (obviamente, talento) y al público se le vende lo que sea porque se lo va a tragar igual. Vamos, no les digo más: en cuanto cierre el artículo me pongo a ver una antología de la filmografía de Juanito Valderrama (en especial esa maravilla que es El padre coplillas) que tiene mucho más cine que el temita éste de tipa que se obsesiona con un tío queriendo llevar su estilo de vida, usurpar el papel de esposa y tener un niño con el fulano...cuando, en realidad, y esto es lo mejor de todo, no ha pasado absolutamente nada.
Qué penoso e ingrato es el trabajo de crítico cuando no hay ni un solo aspecto de una película que sea digno de destacar. Quizá Christine Lahti, de la que guardo un cariñoso recuerdo de aquella película de Al Pacino titulada Justicia para todos, da algunos segundos de credibilidad pero es que el resto es tan indignante que poco faltó para pedir que me regalasen otra entrada como indemnización por aguantar semejante bodrio sin gracia, sin estilo, sin personalidad, sin coherencia y sin nada de nada.
Así que, si alguno se quiere arriesgar, yo no me hago responsable. Lo único que podrá sacar algún benevolente es ese canturreo de la canción de Joâo de Barro y Alberto Ribeiro que decía aquello de O Beyoncé, Beyoncé...quero dançar com você...¿o no era así?

miércoles, 24 de junio de 2009

LOS CAÑONES DE NAVARONE (1961), de Jack Lee Thompson

Es posible que sea muy difícil distinguir entre las fronteras del deber y de la amistad. La venganza es un deber, al fin y al cabo, como también lo es la amistad. Utilizar los medios al alcance para cumplir el objetivo de una misión es una obligación para quien escala todos los campos de batalla. Hacer añicos una montaña de roca maciza está reservado a aquel que guarda en sí mismo más sentimientos de humanidad que ningún otro. Dudar ante matar o morir es patrimonio exclusivo de quien ha sido un auténtico asesino. Intentar a toda costa ser un héroe puede ser la razón principal por la que se pierde la destreza de andar. No aguantar el dolor es cosa de hombres, nena, no de mujeres. Cicatrizar las heridas por medio de la muerte puede ser un tortuoso camino para llegar al amor, a la comprensión y a la guerra compartida. La determinación por llegar al final es sólo para quienes se marcan la meta en la cima de un risco del diablo. La belleza de la madurez puede ser también un signo externo de una bravura solidaria, de una emboscada que no termina nunca. Y a veces, hay que regresar al lugar donde naciste tan sólo para morir. Todos son los protagonistas de una película que ya casi forma parte del imaginario colectivo del cine bélico y de acción: Los cañones de Navarone.
Dirigida con más oficio que destreza por Jack Lee Thompson, la película no deja de ser un entretenimiento que desliza con habilidad una serie de interrogantes sobre la naturaleza humana, obra del excelente guión que escribió un hombre de la prestancia y fiabilidad de Carl Foreman, incluido en las “listas negras” y autor de un buen puñado de historias que forman ya parte de la historia del cine (ahí están sus ya míticos trabajos en Hombres, de Fred Zinnemann, primera de las radiografías que se hicieron sobre los que regresaron de la guerra de forma traumática y su incapacidad para adaptarse a una sociedad que sólo es capaz de compadecerse pero no de actuar, o de Solo ante el peligro, también de Zinnemann, una de las más inteligentes parábolas sobre la “caza de brujas”, o la maravillosa El puente sobre el río Kwai, de David Lean donde, de manera mucho más profunda, ya pone en juego algunos de los interrogantes que plantea en Los cañones de Navarone; o esa estupenda película, muy desconocida, titulada La llave, de Carol Reed, con unos espléndidos William Holden y Sophia Loren intentando encontrar un sitio donde quedarse mientras la guerra no les deja estar en ningún corazón). El caso es que la película que hoy nos ocupa fue un gran éxito de crítica y público y, sin duda, también fue un ejemplo de lo que era hacer una película como espectáculo de entretenimiento pero con un trasfondo que no deja de producir una cierta inquietud, un lacónico y certero flechazo en la moral que hace que dudemos de nuestra categoría como hombres, de nuestro secreto oscuro, de nuestra escondida y siempre presente capacidad para hacer daño.
Así que es momento de disfrutar, de dejarse llevar por las desventuras de un grupo de comandos que están todos interpretados por actores de inmensa categoría y entre los que destaca un Anthony Quinn que se ajusta al papel como un guante de esparto acompañado por un David Niven acosado por la moral y un Gregory Peck que, sin dejar de ser un caballero, sabe traslucir las aristas de una crueldad que todos, en aras del deber, somos capaces de sacar desde las profundidades de un alma que sigue escalando hacia ninguna parte.

martes, 23 de junio de 2009

MONTE CARLO (1930), de Ernst Lubitsch

Más allá del horizonte azul, existe una ciudad donde toda la finura del savoir vivre se muestra con todo su esplendor. Más allá de una puerta cerrada, existe un director que era capaz de expresar en cine todo lo que algunos no han aprendido con películas enteras. Sí, sí, ya sé: Monte Carlo no es más que una opereta en la que aparece esa cursi de Jeanette McDonald haciendo gorgoritos, pero Lubitsch no era un cualquiera y podía convertir el leve juego de amoríos en ambientes elegantes en un evidente juego de inteligencia apelando a bajos instintos y altas miras. Puede que, en el fondo, el objetivo final de Lubitsch en todas sus películas sea conmover, pero la parada obligatoria en la inteligencia se hace indispensable. Él conseguía que se despertara en nosotros esa especie de voyeurs que todos llevamos dentro y sólo vemos instantes de unos destinos que, en realidad, nunca aparecen en medio de la escena. Precisamente, el arte de este genio radicaba en las escenas que nunca nos muestra y en Monte Carlo, a pesar de los obligados interludios musicales, no hay excepción.
Monte Carlo es una película de gran belleza visual, algo inusual en un cineasta que se interesaba más por la hermosura de las situaciones. Está un peldaño más abajo que esa otra opereta que rodó con tanta clase y que resulta tan difícil de olvidar como es La viuda alegre, pero es un entretenimiento lleno de estilo, una comedia brillante en medio de un reino de juego, escaparate de momentos para el recuerdo que deja siempre una segunda oportunidad para saborear el viento que pasa de largo y, por supuesto, hay una canción, Beyond the blue horizon, que se convirtió en el santo y seña de la película con el paso del tiempo y en uno de los grandes éxitos de Jeanette McDonald en toda su carrera. El resultado de todo ello es pura sofisticación, encanto a raudales y una rara virtud: ha resistido admirablemente el paso del tiempo. Sus veinte primeros minutos deberían figurar en cualquier enciclopedia del cine que se precie y sin duda es uno de esos instantes de magia en una de las primeras películas del emigrado Lubitsch en América, preludio ineludible para asimilar maravillas posteriores como la tan desconocida e impresionante Remordimiento (su único drama en Estados Unidos), o sus obras maestras Ninotchka, Ser o no ser, El diablo dijo no, El bazar de las sorpresas, La octava mujer de Barba Azul o esa película tan extraordinaria y tan poco valorada como es El pecado de Cluny Brown.
Así que prepárense para asistir a un cine que bebe directamente de una frase que una vez escribió Bertolt Brecht: “Vivimos para lo superfluo. El placer es lo que menos justificación necesita” y que, como definió el propio Lubitsch, está lleno de toque, de “toque Lubitsch”, que él mismo definió como “es el rey en su dormitorio, con los tirantes caídos; es el gondolero veneciano que arrastra la basura a la luz de la luna y se pone a cantar románticamente; es el marido que cuando su esposa parte de vacaciones le despide con el llanto en los ojos y luego se precipita como un loco hacia el teléfono más próximo para llamar a su enamorada. Es algo que se basa en la teoría de que por lo menos dos veces al día el ser humano más dignificado tiene esos momentos ridículos”. ¿Se puede decir más con menos?

viernes, 19 de junio de 2009

GARDENIA AZUL (1953), de Fritz Lang

Siempre ha habido grandes detractores de esta película pero a mí, personalmente, me parece una excelente muestra de lo que un gran director como Fritz Lang podía hacer con un material de encargo, con un presupuesto muy limitado y con un plazo de rodaje inferior a 20 días. Por si fuera poco, el gran maestro alemán, una de las personalidades clave en toda la historia del cine, supo introducir algunas de las constantes de su obra como la presencia de un destino extrañamente sometedor. Obsesión lorquiana que a todos nos ha esclavizado en alguna ocasión por un cruce de acontecimientos debido a algo más que a la traidora casualidad. Cuando Peter Bogdanovich preguntó a Fritz Lang sobre esta película le dijo que estaba impresionado porque era un cruel retrato venenoso de la vida americana. El maestro alemán, con la sonrisa en la boca, contestó: “Lo único que puedo decirle sobre ella es que fue la primera película después del asunto del senador McCarthy y su caza de brujas y que me dieron menos de tres semanas para rodarla. Por eso intenté ser tan venenoso”.
En cualquier caso, sin ser de las mejores películas de un cineasta de incuestionable talento, la película nos descubre el pedregoso camino de una bifurcación inesperada de la vida, casi siempre iniciada con una decepción que nos desnuda y que tomamos para evitar el derrumbe de las lágrimas solitarias y de la fuerza forajida que huye para abandonarnos y que, además, contiene muy apreciables interpretaciones tanto de la protagonista Anne Baxter como de un secundario de lujo, muy poco valorado, como Raymond Burr, el mítico Perry Mason al que se le partieron las piernas y se le pasó a llamar Ironside. Ah, y una curiosidad que puede resultar algo pintoresca. En el papel del capitán de policía Sam Haynes sale George Reeves, posteriormente Superman e imitado recientemente por Ben Affleck en la película Hollywoodland.
El pentagrama de la inocencia puede comenzar con una clave de soledad y con una cena nunca celebrada cuyo primer plato fue una carta que nunca merecen unos ojos enamorados. Y, a pesar de la sencillez de la melodía, entonada por Nat King Cole, deseamos que crezca en nuestro jardín la gardenia azul que nos inspire ir más allá de lo que nuestra obligación nos demande. Cuando la música deje de sonar, quizá tengamos una mirada pegada a la nuestra para decirnos, sin mover los labios, que todo lo anterior ha sido un espejismo de improbable recuerdo. Así que dejen libre el ojal de la chaqueta cuando se sienten delante del televisor para ver esta simple e inteligente muestra de melodrama negro. Tal vez el aroma de una defensa deje paso a la fragancia de un agradecimiento. Buena suerte.

jueves, 18 de junio de 2009

CLEANER (2007), de Renny Harlin

Renny Harlin ha sido siempre un realizador considerado tendente al exceso y con una cierta propensión hacia la truculencia más gratuita. Lo tuvo todo para triunfar: repartos más que aceptables, argumentos con garantías y comercialidad sobrada y ha sido el responsable de algunos de los fracasos más sonados como aquel intento de resurrección del cine de piratas que llevó por título La isla de las cabezas cortadas junto a la, su por entonces esposa, actriz Geena Davis.
Hoy, con la lección demasiado bien aprendida, Harlin nos coloca en la historia de un limpiador que limpia con algo más que amor los escenarios donde se cometen los crímenes, trabajos de sangre perdidos que quedan desinfectados al igual que el pasado más que oscuro y visceral del personaje protagonista. Dentro de un punto de partida más que atractivo, Harlin parece que se arredra ante el desafío de proponer un entretenimiento de acción que hubiese parecido muy interesante al contraponer el oficio de un esterilizador con ese pretérito que parece perseguirle sin descanso. El resultado es peor que rutinario, es previsible y lo que parecía un intento valiente y original se queda en una de tantas producciones que se desinflan, que pierden pegada y al final lo único que te queda es un leve pellizco que apenas llega a rozar la piel.
Bien es verdad que el trabajo insufrible de Eva Mendes, tan bella como descolocada, ayuda mucho a esa sensación de vacío y que Ed Harris no consigue dar con el tono adecuado a su personaje como intentando construir su backstory a base de pasarse de rosca para dar a entender que está más harto que loco y que es un tipo con el que no nos atreveríamos ni a cruzar la calle. Lo más apasionante de esta película está en el personaje de Jackson que se empeña en mostrarnos una pulcritud escrupulosamente ordenada, como intentando borrar el desorden de su antiguo trabajo de policía y Harlin comete el imperdonable pecado de dejar pasar de largo el episódico personaje de un Robert Forster cuyo rostro ya aporta un notable interés al desagradable oficio de forense.
Detrás de los ojos de una niña hay un hecho que no se puede limpiar, que no se puede hacer desaparecer. La sombra de una venganza consumada. La aceptación de la corrupción para llevar a cabo esa venganza. La muerte de quien más se ama a manos de quien será objeto de la ira. La ayuda inoportuna y vergonzosa. El pago de la deuda de honor tan manoseada por los policías americanos. Harlin tiene unos primeros minutos de película apasionantes, donde se describe con pelos y señales los pormenores de un limpiador de sangre, de un evaporador de rastros, de un exterminador de pruebas y de deducciones. Luego, parece que no quiere saber nada de una historia que, de haber estado más trabajada, hubiera sido de una apreciable originalidad y desemboca en un final que es más propio de torpes petardos que de experimentados directores.
Así que yo no me fijaría mucho en el crimen, ni en el camino para hallar al culpable, ni siquiera en la tontería de resolución. Lo más apasionante es ver a ese personaje, antiguo policía, que realiza trabajos de sangre, que acepta el castigo vital por haber hecho lo que su carne de hombre ansiaba, que intenta acercarse a su hija mientras ella lucha por no olvidar. La amistad ya no entra en su vocabulario. Los valores han quedado difuminados tiempo atrás, en un disparo que se llevó toda su felicidad. Él sigue adelante intentando borrar la sangre para dejar algún resquicio de esperanza para quien sufre y eso le conduce hacia el consabido sendero de la falsa culpabilidad. Cifras y disparos. Memoria y pérdida. Limpieza y verdad. Despedida y cierre.


Quisiera dedicar estas líneas y el esfuerzo de escribirlas a Fernando Delgado a quien tuve el placer de ver desde el patio de butacas del Teatro Maravillas en "Diálogo de fugitivos", de Bertolt Brecht; y del Teatro Fígaro en "Doce hombres sin piedad", de Reginald Rose (en el papel que, en televisión, desempeñó José Bódalo y que me deleitó en un excepcional duelo interpretativo con José Pedro Carrión). Nos ha dejado un gran actor de teatro y a él le debo unas cuantas horas inolvidables y la eterna compañía de su voz tan modulada. Gracias, Fernando, y hasta siempre.

miércoles, 17 de junio de 2009

NICHOLAS RAY: RELÁMPAGO SOBRE EL DESTINO

"Nací cuando me besó, morí cuando me abandonó...viví unas semanas mientras me quiso". Esta frase, perteneciente a la que, sin lugar a dudas, es la mejor película de Nicholas Ray En un lugar solitario, puede resumir la relación con el cine de este cineasta "maldito", al igual que Welles, marcado por la mala suerte. Algunos han dicho que fue debido a su salud enfermiza y, sobre todo, a su débil carácter aunque sobre esto hay voces contradictorias que resaltan que, fuera del plató, en privado, destacaba por su gran personalidad. Cineasta independiente por naturaleza, su obra está marcada por una serie de grandes amores improbables que, con frecuencia, también eran imposibles, por una profunda preocupación por la juventud de su tiempo y, en el plano personal, por sus continuas recaídas en el alcoholismo acompañadas de todo un rosario de enfermedades y por una asumida y forzada pose de intelectual (lo era, y no necesitaba de excentricidades para demostrarlo) que le llevaba a intentar llamar la atención hasta tal punto que decía que era tuerto y cada día llegaba al plató con el parche en un ojo diferente.
En un lugar solitario es su obra maestra absoluta que, en un marcado tono autobiográfico, cuenta la desintegración de una pareja (trasunto de su propia relación con Gloria Grahame -afortunado él- también protagonista de la pelicula) a través de la violenta y áspera figura de un guionista llamado Dixon Steele (magnífico Humphrey Bogart) que no puede controlar su propio carácter propoenso a arranques desproporcionadamente violentos, incapaz de cuidar aquello que más ama a pesar de que tiene todos los ingredientes necesarios para conseguir la estabilidad emocional y alcanzar la felicidad. Mezclada con una muy bien llevada trama negra de asesinatos, la cinta es de una brillantez insuperable, amarga y sencilla, profunda e increíblemente moderna sobre los oscuros recovecos de un alma torturada por la crueldad del ambiente en que vive (no en vano es guionista de cine) y por el miedo cerval al fracaso y a la manipulación de la propia creación personal. Es, en definitiva, el camino que recorre un hombre hasta llegar a un lugar solitario, apartado de todo contacto humano, desterrado del amor en un mundo en el que siempre será sospechoso.
"Miénteme, dime que me quieres", le dice Joan Crawford a Sterling Hayden en Johnny Guitar. Y parece que es el propio Nick Ray quien lo dice. Y nosotros lo decimos una y otra vez porque avistamos el inevitable final en una película que ataca directamente al corazón y nos conmueve porque tiene uno de esos prodigios mágicos que nos coloca allí mismo, en la habitación donde ellos se dan uno de esos besos que hacen que pensemos que a nosotros nunca nos han besado así porque somos simples mortales y ellos seguirán besándose por toda la eternidad.
La casa en sombras es otra de sus magníficas películas. Tal vez por ese retrato del policía (Robert Ryan) entregado en cuerpo y alma a su trabajo y que olvida cuál es el lado correcto de la ley hasta que una ciega (espléndida Ida Lupino) le abre los ojos y le hace ver su lado humano en un lugar solitario muy cerca del cielo. O, a lo mejor, lo destacable es el retrato de la chica ciega, de una impresionante coherencia y verosimilitud que sorprende en el mimo con el que está tratado el personaje teniendo en cuenta que el fim es de flagrante (y sangrante) serie B. Durante el rodaje, parece ser que Ray cayó enfermo siendo sustituido por la propia Ida Lupino que ya tenía experiencia tras las cámaras.
Rebelde sin causa, sin duda, el mayor éxito de su carrera, es otra de esas películas vestidas de mito sobre la juventud aunque, dentro del mismo tema pero con una variante distinta, me parece netamente inferior a Llamar a cualquier puerta, otra vez con Bogart. El caso es que uno de los mayores aciertos de la primera fue su espléndido y joven reparto con James Dean (que me gusta muchísimo más en Al Este del Edén, de Elia Kazan), Natalie Wood y Sal Mineo (curiosamente los tres fallecidos en trágicas circunstancias) mientras que en la otra sólo hay un mediocre y falto de carisma John Derek. En estas dos películas, Ray demuestra su intensa preocupación por la juventud arrastrada hasta el borde mismo de una delincuencia atroz, cuyo origen siempre es la incomprensión de una sociedad (padres incluidos) que prefiere cerrar los ojos y mirar hacia otra parte, algo que también toca en su primera, excelente y muy vigorosa película Los amantes de la noche.
Otra notabilísima película suya, prácticamente desconocida, de un gran calado ecológico es Muerte en los pantanos con Christopher Plummer estudiando las aves y tratando de salir del cieno en el que le va hundiendo un temible Burl Ives, cacique de aguas y espantador profesional de intrusos de cualquier especie.
En Chicago, año 30, Ray hizo todo un ejercicio de estilo con el color (incluso hay escenas en las que Cyd Charisse lleva un vestido rojo sobre un fondo rojo, la pesadilla aberrante de cualquier director de fotografía) con resultados fascinantes. Así mismo, elevó la mediocridad de un actor como Robert Taylor hasta alturas nunca soñadas en una turbulenta historia de amor entre dos perdedores en un entorno lleno de violencia y venganza. Un cojo y una bailarina, extraña contradicción para derribar los muros de la iniquidad y dar paso a la sincera vida que, hasta ahora, se les había negado a ambos. La película es magistral, a pesar de la mutilación que sufrió en la sala de montaje, pero fracasó con estrépito y fuerza a Ray a la búsqueda de nuevos aires en Europa.
Su última etapa profesional la realiza al lado de Samuel Bronston en España con la versión muy personal de la vida de Jesucristo Rey de reyes, que alterna grandes momentos con otros realmente aburridos (lástima que Bronston no aceptara la idea de Carlos Blanco de narrar la vida de Jesús a través de la investigación realizada por un enviado de Roma para esclarecer los hechos milagrosos y su posterior detención mediante el interrogatorio de distintas personas que han tenido contacto con él). Aún así, cabe mencionar el ajustado trabajo de Jeffrey Hunter y la magnífica banda sonora del gran Miklos Rozsa.
El otro proyecto para Bronston fue 55 días en Pekín, una película nacida para ser el gran éxito arrollador que necesitaba el productor para asentar definitivamente su posición al margen de la poderosa maquinaria de Hollywood que, a la postre, buscó y encontró los medios necesarios para hundirle. Pero la película estuvo maldita desde el principio: Charlton Heston no quería interpretarla y el guionista Philip Yordan le tuvo que convencer porque el actor, escamado de su experiencia en El Cid, de Anthony Mann, estaba convencido de que Bronston se iba a pique y la película sería un fracaso. Ray quería a Greta Garbo para el papel de la Emperatriz pero, cuando ya estaba todo atado, la diva se echó atrás. El director tampoco estaba de acuerdo con presentar a los Estados Unidos como hombres orgullosos dispuestos a avasallar ante las provocaciones chinas (parece ser que la escena del baile de gala en la Embajada británica fue una imposición directa de Bronston). No le gustaban los decorados y tuvo que rodar más escenas de las que tenía pensadas en la muralla porque había que amortizarla de alguna manera. Heston no podía ni ver a Ava Gardner que se pasaba borracha la mayor parte del tiempo. El resultado es que Nicholas Ray, pasados los tres cuartos de rodaje, abandonó su trabajo con la explicación oficial de que estaba enfermo. Sin embargo, Charlton Heston en sus memorias dice que "se le veía sin ninguna ilusión por el trabajo. Un buen día no apareció y nos dijeron que no iba a venir más porque se había puesto enfermo". Si bien es cierto que el día anterior sufrió una lipotimia, parece que hubo otras razones llegando los rumores a apuntar hacia el despido fulminante por parte de Bronston. En cualquier caso, el film fue terminado por los directores de segunda unidad Guy Green y Andrew Marton.
Aún así, la película tiene momentos que parecen extraídos de la privilegiada mente de un director prodigioso. La secuencia de apertura, las escenas intimistas entre Gardner y Heston, la escena en que ella muere (en la que Gardner no estuvo presente porque estaba totalmente ebria), la maravillosa interpretación de Flora Robson en el papel de la Emperatriz, la realización de la misión nocturna con Heston y Niven encabezando la incursión...Sólo cabe imaginar lo que hubiera sido de una película como ésta si Nicholas Ray hubiese realizado la obra que estaba dentro de él.
Con su vida sentimental rota, sin trabajo y hasto de lo que más le gustaba hacer, Nick Ray sólo dirigió una película más casi veinte años después en compañía del director alemán Wim Wenders (que le había dado trabajo como actor en El amigo americano). Este testamento cinematográfico resultó ser la descripción de su propia agonía ante la muerte: Relámpago sobre el agua. Enfermo de un cáncer que le devora cruelmente, la película es terrible y sórdida porque se siente cómo la vida del director se va escapando a cada fotograma. Aunque también es única por retransmitir, prácticamente, una muerte en director (en las últimas secuencias, Ray es un auténtico cadáver viviente), dejando a cualquier reality a la altura de un cuento infantil. Muchos han considerado ésta película, además de innecesariamente brutal, un ejercicio de narcisismo lindante con la basura. Desde luego, no se le puede negar su valor de experimento cinematográfico en clave documental que se anticipa en muchos años a lo que hoy hemos dejado entrar hasta el salón de nuestras casas. Terrible. Terrible y conmovedora despedida del cine y de la vida.
El destino se cebó con Nicholas Ray. Hay otras películas suyas, como Más poderoso que la vida, con James Mason; o también Infierno en las nubes, con John Wayne y Robert Ryan que reflejan lo gran director que podía llegar a ser con unos medios menos que discretos pero compensados con la inspiración y el talento. Sus películas fueron, en su mayoría, rotundos fracasos, su vida sentimental, una derrota continua y nunca ha sido considerado como un director de gran carácter aunque sí de un cierto estilo que le hacía algo más que notable. Aún así, la obra de Nicholas Ray fue un relámpago de luz sobre un destino que nunca dejó ver la verdadera esencia de su genio.

martes, 16 de junio de 2009

HATARI (1962), de Howard Hawks

Siempre podremos decir que sabemos una palabra en swahili: Hatari, que significa “peligro”. Y quien puso las letras del título fue ese hombre que tan difícil es encontrar en toda su filmografía una sola película que podamos calificar de mediocre: Howard Hawks. Y es que Hawks, en idioma cinéfilo, significa “cine”. En esta ocasión consiguió reunir a unos cuantos amigos y montar un rodaje en África. Al principio el argumento iba a ser algo más cruel pero luego decidió suavizarlo en aras de una exposición narrativa y de una estupenda puesta en escena. Si no saben de qué hablo, hagan una prueba. El argumento de Hatari está cogido con alfileres muy delgados. Dura dos horas y treinta y siete minutos y estoy absolutamente seguro de que, al final de la película, se lo habrán pasado en grande. Montados en jeeps, cazaremos unos cuantos animales, asistiremos a unas cuantas escenas de camaradería que tanto encantaban al director conocido como “el zorro plateado”, disfrutaremos de la extraordinaria banda sonora que nos tiene preparada Henry Mancini (sobre todo con el tema principal y con ese otro que suena a base de clarinetes y que todo el mundo canturrea sin saber de dónde viene pero que se llama Baby elephant walk). No hay mucha preocupación por los errores que puede haber en la trama, simplemente porque no importan. Aquí, Hawks se decantó por ensamblar unas escenas de acción tan bien rodadas que fueron realizadas por los propios actores. Es decir, si los personajes de la película están cazando no crean que lo hacen dobles o especialistas, son los mismos actores los que están cazando. Hawks insistió muy especialmente en eso. El realismo debía ser máximo. Y fue tan máximo que la diversión estuvo a la par.
Además de todo eso, pues pueden invitar a todos que la vean. Así, a lo mejor, podemos ir entusiasmando a algunos niños por el buen cine, el cine de verdad, salpicado por unas buenas palomitas de maíz que pongan el acento en la acción a raudales que contiene la cinta dentro de un escenario impresionante, de una grandeza que pertenece a la misma tierra que habitamos y que es el Parque Nacional de Arusha, en Tanzania. Es una película tan arrebatadoramente buena que dan ganas de buscar a los animales que pueblan todas y cada una de las aventuras de estos cazadores de fieras para el zoo y pedirles un autógrafo…lástima que no lleve una baldosa de cemento encima para que me pongan la pata…
Y es que un amigo mío siempre ha dicho que a mí se me iluminan los ojos cuando se me susurran dos palabras al oído; Howard Hawks. ¿Y saben por qué? Porque este tipo, listo como nadie, sabía hacerlo todo. Y aún es más. Era capaz de juntar en una misma película la aventura, la comedia, el romance, el humor, la camaradería y la acción para hacer que un rato largo pareciera un suspiro y un suspiro es lo que me sale cada vez que echo de menos su maestría al dirigir.
Siéntense al volante del jeep y déjense llevar. Esto es entretenimiento puro y del bueno. Es genialidad. Es cine. Y cuidado con los cuernos de rinoceronte que, aunque son de pelo, pinchan como un clavo tamaño XXL.

viernes, 12 de junio de 2009

COCÓ, DE LA REBELDÍA A LA LEYENDA DE CHANEL (2009), de Anne Fontaine

Desde luego hay que reconocer que los franceses son fantásticos. Cogen a uno de sus grandes iconos culturales, una mujer que supo adelantarse a su tiempo, que rompió el mundo de la moda introduciéndose en lo que, hasta entonces, era territorio masculino; que supo que era diferente y convirtió esa distinción en una rebeldía hacia lo convencional y lo presentan como la heroína ideal, ésa que llega al éxito a través del amor, aquélla que hace nacer el arte a medida que van creciendo sus sensaciones...y lo que es mejor de todo. No hay ni una sola sombra en medio de tanta luz inundada de estilo.
Por supuesto, nuestros vecinos del norte se quedan justo en el instante en que Cocó se convierte en Chanel y prefieren no contar su polémico colaboracionismo con los nazis y su relación más que discutible con un oficial de las SS durante más de cuatro años. Ellos prefieren vestir la historia con la aguja del amor desgarrado y el hilo de la pasión desatada. De hecho, la película es más una historia de amor que la narración del nacimiento de un mito cuya dedicación a la alta costura es casi una anécdota en medio de tanto tormento ante la imposibilidad de realizarse en la orografía de los sentimientos.
Anne Fontaine, veterana actriz y directora y responsable de esta especie de hagiografía, dirige sin estilo, con una sobriedad de rígido orfanato y muestra una torpeza considerable en las secuencias de amor, algo que no pasaría de ser un pecado menor si no fuera por la elección absolutamente equivocada de contar la ascensión sin caída de una mujer que rompió barreras en el mundo de la moda.
Para ello cuenta con una actriz como Audrey Tatou, demasiado pizpireta para el papel, una mujer de rostro simpático que intenta por todos los medios dibujar los trazos expresivos de antipatía de la auténtica Cocó Chanel y que se queda a medio camino, no remata los volantes y, por si fuera poco, deja los bajos algo sueltos. Para acompañarla en los caminos del pespunte hay un Alessandro Nivola que se esfuerza una y otra vez en parecerse a Clark Gable y evidencia lo que es un hombre cuando intenta tener algo de estilo y una sonrisa perfecta y lo que muestra es el escaso estilo de una expresión inmutable y una sonrisa con menos personalidad que un piano desafinado.
Y el caso es que el arranque de la película tiene su encanto pero pronto se pierde cualquier intento de elegancia, de profundidad en unas motivaciones que parecen salidas de la pura observación y de un instinto de rebeldía como medio para cambiar el comportamiento de la aristocracia. La historia se estanca peligrosamente al centrarse en el consabido “me voy pero ahora vengo que te voy a llevar conmigo pero de eso nada, monada” y la protagonista da igual que se llame Gabrielle Chanel, la verdad, podría llamarse Restituta Cochambres que daría exactamente igual.
Eso sí, habrá algunas espectadoras que saldrán encantadas con el vestuario, con la calificación pretendida de “vida tormentosa” del genio creador cuando resulta que vivió de un hombre rico durante el suficiente tiempo como para hacerse un sitio en la belleza de la creación. Pero es una pena que lo que podría haber sido un retrato muy hermoso sobre las experiencias del talento y su crecimiento y, lo que es más, su influencia en las generaciones posteriores, se haya quedado en una película simplona, pobre de formas y carente de fondos, deudora de la realidad y a muchos pasos de las razones de la fantasía.
Así pues, y en contra de muchas opiniones, hay que reconocer que este Chanel se queda a muchas, muchas aspiraciones del Número Cinco. Apenas llega al Uno. Es lo que ocurre cuando uno se decide a contar la vida de alguien y sólo es capaz de describir la bondad de un personaje que iba más allá de la máquina de coser.

miércoles, 10 de junio de 2009

CARA DE ÁNGEL (1952), de Otto Preminger

La sutil manipulación es un arma de mujer. Detrás de un rostro con ángel, de una mirada ensoñadora o de unas palabras de apoyo pueden esconderse los peores barrancos de personalidad que luchan por la anulación, por la ambición, por el poder. O eres mío, o no eres de nadie. Y para que no seas de nadie ya me encargaré de hacer que todos los que te rodean comiencen a aborrecerte, de hacerles creer que les has olvidado, de que tu hombro está hecho para que yo me apoye en él, con mi pelo negro, más negro que la noche, la misma que se cierne sobre ti para acogerte en un abrazo del que no te soltará jamás.
Sólo quiero saber de mi vida mediocre. No quiero conducir los coches de los demás. Quiero abrir mi taller de coches deportivos, ser apreciado detrás de mi fachada impasible. Quiero que mi ambición sea también la de alguien más. Quiero ser libre para poder hacer. Quiero estar atado para poder creer. Las caras de los ángeles me ciegan y me absorben. Un ángel me ha ofrecido el cielo a cambio de ser su cómplice. Y yo no acompaño a nadie, en todo caso, me acompañan a mí. Es el precio que hay que saber pagar por una independencia que nunca he tenido y que sólo he sabido que existía al volante de algún coche de velocidad desbocada.
Lo que es evidente parece accidental. Lo que es accidente parece provocado. Lo que es provocado parece descontrolado. Lo que es descontrolado parece latir. Lo que es latir parece amor. Lo que es amor parece freno. Lo que es freno parece marcha atrás. Lo que es marcha atrás parece libertad. Lo que es libertad parece vigilancia. Lo que es vigilancia parece conspiración. Lo que es conspiración parece acusación. Lo que es acusación parece inocencia. Lo que es inocencia parece abandono. Lo que es abandono parece final. Lo que es final parece principio…Y lo que es principio siempre parece la muerte… la muerte, que también es mujer.
Y es que, a veces, el precipicio de los sentimientos se nos presenta bajo la engañosa apariencia del encanto, de la mirada que te perfora o de la terrible personalidad de la inocencia fingida y un poco inconsciente. Todo ello te empuja a ir más allá de lo sincero e intentar ver en un rostro que te agarra hasta la adoración la misma imagen de tus sueños. Bajo la luz de la intimidad, tras el rechazo que impone la lógica, siempre hay algo que te mantiene atado a la falacia.
Lo cierto es que Cara de ángel es una obra maestra sobre el carácter de una mujer, sobre un hombre arrastrado a la perdición y sobre el maravilloso oficio de un director irrepetible como fue Otto Preminger. Y es que buscar entre un bosque de mentiras puede ser tan difícil como hacer que el hombre de tu vida se enamore perdidamente de tu maldad.

martes, 9 de junio de 2009

ARIZONA, PRISIÓN FEDERAL (1958), de Delmer Daves

Una vez que se ha visto una de esas obras maestras imperecederas como fue La jungla de asfalto, de John Huston, es difícil imaginarse que esa misma historia se traslade a un ambiente distinto, con condicionantes de época y de pensamiento y con un sentido amplio de lo que debe ser una revisión hecha con otros ojos y un mínimo de calidad. Pues sí, Arizona, prisión federal, de Delmer Daves es una versión en clave de western de La jungla de asfalto y el resultado roza la obra maestra. Y es que Daves es uno de esos cineastas que hay que reivindicar siempre. Vitola de artesano pero con unos recursos visuales impresionantes, Daves conseguía sacar oro en un atraco a mano armada, unos cuantos disparos, una más que aceptable interpretación de un actor tan limitado como Alan Ladd y un duelo de caracteres con un excepcional Ernest Borgnine. La película es muy buena tomando caminos diferentes de los que eligió Huston y, por momentos, uno llega a pensar que la historia es original y que Daves no debe nada a Huston. Categoría para ello le sobraba al casi desconocido director.
Para ello, tanto el guión y la dirección de esta inestimable película se decantan por un western que no se excede en sus tiroteos y que prefiere sumergirse en la indudable personalidad de unos cuantos caracteres que intentan hacer algo digno con sus vidas aunque sus vidas sean indignas. Toda la trama tiene una intensa fuerza que va más allá de lo que estamos viendo. Los personajes son violentos si el destino les empuja a ello. También son prisioneros de la confianza porque la vida aprieta y, en muchas ocasiones, consigue ahogar como una horca que espera en una prisión federal, allí mismo, donde el infierno empieza y al otro lado de ese fino borde por el que caminan los protagonistas.
Y es que el intentar cambiar una vida haciendo parada forzosa en la estación de la venganza es siempre un signo de debilidad, de querer abarcar demasiado con un plan que intenta sacarte de la oscuridad de una mina de desgracia, de forzar un cambio en el camino de unos hombres que no se dan cuenta de las huellas que dejan allí por donde pasan. Y es que el oro, lleva a la avaricia; la avaricia te conduce siempre a la venganza. Al final, siempre habrá una bala con tu nombre escrito en ella y un deseo que no se cumplirá por mucho que hayas tenido pequeñas victorias.
Así que es el momento de tragar polvo mientras se camina a un final explosivo, pensar en las oportunidades perdidas y en las glorias venideras y darse cuenta de que, en muchas ocasiones, ir más allá de lo que el destino te ha reservado puede no merecer la pena. Ser inteligente no es ninguna garantía del éxito. Puede que alguien cave un túnel bajo tus pies para llegar a aprisionarte en alguna parte de tu miserable listeza. Es una estupenda película, se lo dice alguien que también sueña.

viernes, 5 de junio de 2009

VALOR DE LEY (1969), de Henry Hathaway

Quizá de todas las secuencias míticas, que son muchas, que John Wayne nos ha dejado grabadas en la memoria, una de las más imborrables sea aquella en la que, montado en el caballo y cogiendo las riendas con la boca, se cala un rifle en cada mano y cargando con toda su furia arremete contra los malvados haciendo que el Winchester dé vueltas en su mano para dar paso a la siguiente bala. Esta secuencia, de enorme fuerza y repleta de leyenda, está aquí, en Valor de ley que, además, significó el único Oscar de toda su carrera.
Y, sin ser una gran película, la decadencia del western era evidente a finales de los 60 mientras Brooks, Peckinpah y algún otro cogían los mandos dejados por el fallecimiento de Anthony Mann y la retirada de John Ford, el gran mérito de la actuación de Wayne está en componer el personaje de un agente de la ley pendenciero, jugador, bebedor empedernido y algo mal hablado que parece muy alejado de sus héroes habituales. Pero aún hay más. Es capaz de irradiar ese algo de leyenda de vuelta de todo. De gran aventurero que ya está en la cuesta abajo de su inconfundible cabalgar. De hombre que ha luchado, ha ganado unas cuantas veces y ha perdido otras tantas y que lo único que el repetitivo silbido de las balas ha dejado en él ha sido la conciencia de su propia honestidad. Cansada, sí, y en el abismo del retiro, pero honestidad al fin y al cabo.
He ahí el auténtico valor de esta película. Valor de veteranía. Valor de decadencia empapada en alcohol. Valor de ver todo lo que ocurre con visión reducida a la mitad. Valor de hombre honrado. Valor de ley.
Por lo demás, la seguridad de que quien tuvo, retuvo y de que uno de los últimos saltos a caballo puede delatar la sonrisa de alguien que nunca dejó de hacerlo a pesar de que su pólvora no tiene la fuerza de antes y de que sus balas pueden salir algo más lentas para satisfacer la única cosa que nos queda cuando la vida empieza su atardecer trémulo por tantos malhumores, tantas balas encajadas y tantas decepciones colgadas de la bandolera. Y eso es lo que guarda nuestro pálido y orgulloso interior que no se doblega por muchos litros de whisky que quepan en nuestro hígado, o por muchas caídas del caballo de nuestra existencia.
Busquen…busquen en su interior y verán cómo en su historia, por muy anodina que sea, siempre hay algún resquicio donde brilla con luz propia su valor de ley…

jueves, 4 de junio de 2009

LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES (2009), de Niels Arden Oplev

La crueldad anida con saña en las mentes enfermas y sedientas de sangre y decepción. En los peligrosos recodos de un misterio sin resolver se halla la redención del ser asocial que lucha por hacerse un sitio a su manera y nosotros, pobres espectadores, pobres lectores, asistimos demudados a una adaptación que nos calla, nos sobrecoge y nos hace pensar que esta película se ha hecho con S de Sangre.
No cabe duda de que los mayores activos de esta película son los dos protagonistas, Michael Nyqvist y Noomi Rapace que encarnan a los ya míticos personajes creados por Stieg Larsson en la trilogía Millenium. Ellos aparecen tal y como son descritos en las novelas del escritor sueco y, en el caso de la actriz, se ajusta el físico como un guante a la idea que tenemos de esa atípica heroína, símbolo del frikismo más inteligente y elevada a los altares por los marginales inadaptados de costumbres raras y vidas troceadas que lleva por nombre Lisbeth Salander.
Después de eso, hay que reconocer que es indudable el acierto de la dirección de Niels Arden Oplev al poner la tilde de la historia en el diseño de los personajes. Cuanto más avanza una acción que ya conocemos la mayoría, queremos saber más sobre el periodista y la investigadora, deseamos profundizar más en unas motivaciones que no llegamos a entender del todo y nos sorprendemos al comprobar que hay unas inteligentes variaciones con respecto a la novela que otorgan un mejor diseño a los protagonistas.
Aparte de todo ello, también hay que destacar una soberbia banda sonora, utilizada de manera muy precisa y más como instrumento ambiental que como golpe de efecto (algo a lo que nos tiene muy mal acostumbrados el cine moderno) y que tiene una cadencia muy ajustada a esta historia de asesinatos y nieve, de vejez y nostalgia, de motivaciones y deserciones, de misterio bien llevado y resuelto. Quizá porque también esta película está hecha con S de Suecia y se hubiera echado a perder en caso de que los americanos hubiesen puesto las manos en ella.
Aparte de otras consideraciones, la trama es eficaz. Tanto es así que hará disfrutar a los que ya han leído la novela y, por supuesto, a los que se enfrenten por primera vez con las intrigas de una familia que se corrompió por el dinero y buscó en la podredumbre personal sus propios agujeros de gusano.
Desde luego no es una película redonda. Hay escenas que Oplev, danés de nacimiento, no sabe llevar y se hacen largas y luminosas cuando deberían ser más efectivas y oscuras pero sabe manejar muy bien algunos resortes como el cambio de tono al pasar del misterio al terror sin perder nunca de vista el hábil retrato de unos protagonistas con los que conectamos sin necesidad de tanto ordenador. De hecho, uno sale de la película, se pone a escribir el artículo y ya se cree que es tan guapo, resultón, inteligente y observador como el protagonista. Es lo que tiene el cine. Que te lo crees.
La vida es un juego de imágenes en la que intentamos adivinar hacia dónde se dirigen nuestras miradas. Tal vez ahí mismo, a la vuelta de la esquina, nos topemos con alguien con quien nunca cruzaríamos unas palabras y, de repente, se convierte en pirata de nuestros pensamientos con un insalvable cortafuegos para los suyos. Y entonces es cuando todo comienza a cobrar sentido, el revés es un golpe ganador, la ambición es una salida para las segundas partes y el viejo sueño de un anciano se hace realidad con sólo mirar unos cuadros hechos de flores y recuerdos. Con S de Sangre, sí. Con S de Suecia. Rojo sobre blanco. Blanco de nieve. Rojo de horror.

miércoles, 3 de junio de 2009

LA CONDESA DE HONG-KONG (1967), de Charles Chaplin

Dicen por ahí que hubo una vez que un cineasta quiso ser mujer y entonces se le ocurrió el argumento de una chica que se cuela en un barco para alcanzar la libertad. Así, el cineasta nos contó una historia de enredo en que las puertas se abren y se cierran, un diplomático pone la música alta para meterse en el baño, la chica se enamora de él, un vestido demasiado ajustado se rompe en botones y parece el cambio de un montón de monedas. Cuando la película se estrenó, al cineasta le pusieron de vuelta y media y le dijeron que se había vuelto viejo, que su dirección estaba trasnochada y que sus chistes no tenían gracia. Y sobre todo le dijeron que él nunca podría ser mujer.
Sin embargo, el tiempo pasó y hay algunos que empiezan a mirar esta película con otros ojos, quizá con aquellos mismos con los que quiso mirar el cineasta. Ahora, tal vez, en medio de situaciones deliberadamente ridículas, puede que veamos una historia de amor que se mueve en los reducidos confines de un camarote de lujo. O incluso puede que veamos lo atractivo que era este cineasta convertido en mujer y se dieran cuenta en su tiempo y a aquél público y crítica les diera vergüenza confesar que Chaplin era Loren y que todos queríamos ser Brando.
Lo cierto es que el aire de comedia de enredo dejó paso a una sonrisa llena de sofisticación que sabe moverse entre los escondites de la clandestinidad y de todo aquello que, quizá, era imposible confesar hace más de cuarenta años. Al fin y al cabo, qué diablos, no es de recibo que un diplomático se líe con una mujerzuela, aunque sea una mujerzuela como ésa. Eso es digno del mejor de los mareos, del más absurdo de los vaivenes de una borda que parece imaginada porque...bueno, tal vez porque el mundo siempre se reduce al lugar donde se encuentra la condesa de tu vida.
Siempre dijeron que Chaplin tuvo verdaderos problemas con la secuencia final de esta película en la que Brando, un hombre de escasa estatura, y Loren, una mujer de una altura excepcional, tenían que bailar bien cercanos, epílogo ideal para una aventura llamada amor. También cuenta Brando que aceptó hacer la película porque era un loco admirador de Chaplin y luego se dio cuenta de que era un hombre fundamentalmente despreciable. Claro que quién fue a hablar. El caso es que la diferencia de caracteres puede que fuera la culpable de que esta película...funcione...De que realmente estemos ahí mismo, en medio de las miradas que Sophia Loren dedica con súplica incluida a un Marlon Brando que hizo el payaso mucho mejor de lo que él mismo pensaba. De que dos extraños comiencen a amarse y que también comiencen a ser conocidos. De que nos demos cuenta de que el amor puede presentarse detrás de un salvavidas, o agazapado en un exilio que termina, o incluido en el precio de un viaje muy caro. Chaplin, despreciable o no, sabía que el amor debía ser la canción que estuviese presente en todos los chistes que la vida nos tiene reservados. Y éste fue uno de los mejores que se le ocurrieron porque las leyendas nunca envejecen y siempre saben los secretos del corazón.

martes, 2 de junio de 2009

LOS ENCANTOS DE LA GRAN CIUDAD (1970), de Arthur Hiller

El encanto de esta película no reside en el arte de un director como Arthur Hiller que, aunque tuvo sus más y sus menos, no dejaba de ser algo rutinario (a pesar de dirigir ese gran éxito que fue Love story y de que sus películas más afortunadas sean dos perfectas desconocidas como El expreso de Chicago, con Gene Wilder y ¡Autor, autor!, con un inusualmente divertido Al Pacino). Aquí hay que dejarse llevar por el maravilloso guión de ese maestro del arte de hacer reír con el humor inteligente que es Neil Simon. Autor de maravillosas comedias representadas por todo el mundo como La extraña pareja, Descalzos por el parque, La chica del adiós, Perdidos en Yonkers, Mi querida familia, Desventuras de un recluta inocente, Destino: Broadway y la emparentada muy de cerca con ésta que hoy nos ocupa, El prisionero de la segunda avenida, el humor de Simon es una visión, si se quiere, optimista de nuestros estilos de vida, engullidos por un ritmo que somos incapaces de seguir por mucho que nos neguemos a asumirlo. Podríamos decir que Neil Simon es el reverso cómico de las obsesiones particulares de otro escritor de los grandes, Arthur Miller. Y el caso es que dentro de las tenues sonrisas que nos propone, de los grandes golpes proporcionados por sus brillantes frases, Neil Simon nos hace pensar…Y pensar con los ojos entornados porque, entre risa y risa, buscamos dónde hemos fallado.
En este caso, el fallo no es posible teniendo a uno de los grandes aliados de Simon como era Jack Lemmon, el hombre que hacía que un rostro normal, uno de tantos que vemos por la calle, se convirtiera en todo un lienzo de pensamientos expresados, de dramáticas recreaciones y, como en este caso, de rabioso humor, rebosante de mala leche hacia ese enorme monstruo que hemos creado y en el que, a menudo, podemos encontrar en las grandes ciudades.
En sí, el argumento de la película es muy simple. Neil Simon agarra por el cuello múltiples sensaciones en las que se puede ver un forastero en la gran ciudad y hace que en sus propias carnes experimente lo que es la continua Ley de Murphy elevada al máximo exponente. Eso que tantas veces puede pasarnos pero que, lejos de rebelarnos, hace que nos aclimatemos, que nos integremos, que seamos un par de zapatos que golpean de forma algo nerviosa la acera de nuestro caminar…
En la pluma brillante de Neil Simon, esas “rutinarias” sensaciones se convierten en una ácida crítica, en una sucesión de chistes imposibles pero desgraciadamente creíbles, en una conversión del gris del cemento abrumador en una jungla en la que la suerte juega activamente en unos acontecimientos que son imprevisibles por mucho que nos empeñemos en mantener nuestras vidas controladas.
Así pues, dentro de un estado de guerra que ni siguiera somos capaces de percibir, es el momento de sonreír ante las cosas que hemos asimilado como normales y, vistas con la frialdad propia de un escritor lúcido, son espantosas si sabemos mirarlas como lo que somos: espectadores del ridículo circo en el que se ha convertido nuestra perfecta “anormalidad”. Y es que estamos hartos…pero no nos atrevemos a gritarlo en plena calle…