martes, 31 de mayo de 2016

EL ESTADO DE LA UNIÓN (1948), de Frank Capra

Si queréis escuchar el interesante debate que sostuvimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla a propósito de "Klute", de Alan J. Pakula, podéis hacerlo aquí.

 Tal vez, en algún lugar haya un hombre honrado dispuesto a defender los intereses de la mayoría. Tal vez le muevan el bien público o, a lo mejor, la simple expresión de la bondad humana que debe vertirse sobre los demás. Quizá de tras de este gran hombre haya una gran mujer que le esté recordando continuamente cuál debe ser su sitio, hasta dónde puede llegar su vanidad, cuáles son los pasos más adecuados para lidiar con esa bestia insaciable que es la política y que devora personalidades a la velocidad de un tren. Puede que ese hombre, en el fondo, no sea más que objeto de manipulaciones interesadas del grupo de presión de turno porque tiene imagen, llega con lo que dice, sabe decirlo. Y a veces, se cede un poquito. Y a veces, un poquito más. Y luego, otro poquito. Hasta que llega un momento en que el pensamiento se corrompe, el poder se convierte en el objetivo, el bien común interesa poco, solo como disfraz para todas las acciones, buenas o malas. Es fácil caer en la tentación de sentirse poderoso. Es embriagarse con la posibilidad de que, con un solo movimiento de dedo, hay decenas de personas dispuestas a complacerte. Es darse cuenta de que, con una mirada, a todos los demás les entran escalofríos de temor. Es ser consciente de que una palabra puede acabar con una idea, con un intento, con una intención y con una atención. Y además es una palabra muy fácil de pronunciar. Solo tiene dos letras.
Las cosas no salen como se esperaba precisamente porque el aspirante dice esa palabra pero al receptor equivocado. Es un “no” que no cambiará la vida de la gente aunque sí les enseñará a pensar un poco más sobre el sentido de su voto, de su valor como ciudadanos de una democracia. Es un “no” que conlleva una renuncia pero ése es un precio muy bajo a pagar cuando uno se da cuenta de que lo verdaderamente valioso es lo que siempre ha tenido. El amor de ella. Y los han intentado separar. De la forma más torticera y mezquina posible. El estado de la unión no es ese sueño federal de una comunidad que se adhiere a una nación por conveniencia. El estado de la unión es esa forma que tiene el ser humano de no sentirse solo y de saber que siempre será tenida en cuenta su opinión, su personalidad y su sueño de paz y tranquilidad.

Tracy y Hepburn, una vez más, dando un par de lecciones de interpretación y de humanidad en una de esas películas que te hacen mejor persona y con más sentido para amar lo que realmente se tiene. Detrás de ellos el americano perfecto que era Van Johnson y las fuerzas ocultas y siniestras que se agazapan detrás de todo juego político con los rostros de Adolphe Menjou y Angela Lansbury y que se encargan de llenar de ruido la mirada limpia de un hombre que quiere hacer algo por los demás pero sin llegar a vender su alma. Y de todo eso, Frank Capra sabía un poco. La palabra, ahora, la tenemos nosotros.

viernes, 27 de mayo de 2016

CORTINA RASGADA (1966), de Alfred Hitchcock

El frío azota porque las calderas están averiadas y no hay nada como la compañía de quien amas para que el calor sea una realidad. El vacío se abre más allá del océano de las sábanas, con sus olas de embozo y la espuma de los besos. Sin embargo, los viajes acaban allí donde las ilusiones se rompen porque una traición no es fácil de asimilar. Y más aún porque, detrás de todo, está el fracaso como motor impulsor. ¿Se pueden cambiar los sentimientos hacia alguien porque traicione a su país? No si el auténtico amor es la incógnita de la fórmula. Tal vez se quieren pasar todas las penalidades, sean cuales sean, a pesar de que se sabe que la relación estará condenada de antemano. Sin embargo, hay algo, un instinto…un instinto de mujer que dice que detrás de esa traición hay alguna verdad escondida, algún síntoma inequívoco de que todo es una farsa, de que la duda estará ahí pero no puede ser tan auténtica.
Y es que el telón de acero tiene esas cosas. Es imposible de rasgar por alguien que deserta voluntariamente desde el infierno capitalista al paraíso comunista. Nadie va en esa dirección. El tráfico va al contrario. Y si alguien lo hace, es porque cree en lo que hace. Tan cierto como que pi=3,14159.
Arrebatar la vida a un hombre no es tan fácil como se puede llegar a creer. Es posible que haya que forcejear hasta la exasperación, que haya que matarle varias veces para que no quede ningún hálito de vida, que haya que enfrentarse con sus fríos ojos de tiburón condenado para que todo movimiento salga despedido de su cuerpo. La muerte siempre se hace de rogar y no suele aparece de repente para ahogar los sufrimientos. El telón de acero es el escenario perfecto para ahogar, para remachar, para clavar y para asesinar porque es tan grueso que nadie puede ver a través de sus cortinajes por mucho que haya alguien que intente rasgarlo como sea.

Quizá esta sea la última gran película de Alfred Hitchcock, la que tiene ese sello tan personal de que todo es falso y, no obstante, tan tenso. Todo lo que hizo después fue un error o, simplemente, una consecuencia de los tiempos que se apresuraban en enterrar a los maestros que más nos habían enseñado a ver cine. Tuvo muchos problemas en el rodaje con Paul Newman, un actor que jamás aceptó que algunos directores solo quisieran que pusiera su maravillosa cara sin nada detrás, y aún así Hitchcock sabía muy bien lo que quería porque el personaje de ese científico que aparentemente deserta para hacerse con una fórmula secreta es encantador, práctico, arrojado, secreto, enamorado, despegado, entregado, torpe, violento, inteligente, gris, sufridor, contenido, divertido, aventurero, perfecto, íntimo, eficiente, tramposo e inútil. Y todo ello en la misma película. No está mal para un actor al que Hitchcock solo le pedía que pusiera la cara. Por lo demás, siempre hay que prepararse para ver esta película. No se puede dejar de tener la impresión de que la cortina que esconde un raimiento en realidad es una tela de araña que destaca por su agobio. Y si no, viajen en autobús.

jueves, 26 de mayo de 2016

X-MEN: APOCALIPSIS (2016), de Bryan Singer

La mente es el centro de toda nuestra existencia. A ella le debemos la consideración que tenemos de nosotros mismos, la racionalización de nuestros pensamientos, la elección de nuestras conductas y la absorción de conocimientos, además de muchas otras cosas. La mente también es la responsable de nuestra agresividad moral, ésa que consigue cernirse sobre otras personalidades y abducir parte de su energía. Es el músculo que nos hace más fuertes o más débiles. Es lo que nos hace sentir diferentes o vulgares.
Así que las mayores guerras que libramos en nuestro interior tienen a la mente como campo de batalla. Ahí es donde podemos demostrar lo grandes que queremos ser o lo pequeños que hemos elegido ser. En muchas ocasiones, la obcecación mental es la mecha que prende algunas de nuestras enfermedades físicas. Su poder es mayor del que creemos…y eso que no creemos en nada, ni siquiera en el ser humano.
Puede que los mutantes que se describen en esta película, en realidad, sean seres marginales que tampoco son demasiado conscientes de la importancia de la mente en el desarrollo de sus vidas. Confían toda su habilidad a sus poderes extraordinarios y de sobra conocidos. Pero se olvidan de que todo contacto con otro ser humano deriva en un proceso mental. La simpatía nace porque la mente encuentra algún punto de contacto en la mente del otro. La desconfianza o el escepticismo primario aparecen porque no ha habido asideros en los que la mente pudiera agarrarse. Es tan sencillo como el principio de los tiempos, como la destrucción que tan a menudo ha buscado el hombre, tan antiguo como alguna civilización legendaria. Y el tiempo, ese gran enemigo, puede volverse un aliado porque en él se acumulan conocimientos y se conocen las reacciones. Basta con agrupar a todos los que son diferentes y formar un frente lleno de amargura para que el mundo comience a tambalearse. En el fondo, ser parte de los X-Men es una razón para el optimismo.

Bryan Singer dirige con eficacia y soltura una nueva historia de super-héroes mutantes, con algunas secuencias realmente brillantes y un gusto excesivo por el clímax continuo. Apenas hay respiro para el espectador. Cada dos minutos hay una escena cumbre y cada escena cumbre dura cinco minutos. Así el espectador se puede identificar con todos los mutantes e iniciar el proceso mental que da lugar a la simpatía. El festín visual está servido y algún toque de humor beneficia a la continua acción. No importan demasiado las interpretaciones porque los personajes sobrepasan cualquier apreciación. Es un espectáculo y da lo que se pide con un plus de grandilocuencia y una excelente banda sonora. Lo demás es lo de siempre. Malvado recalcitrante que quiere dominar el mundo e instaurar un nuevo orden, mutantes contra mutantes (ya se sabe, es la moda), batallas mentales que se desarrollan en un plano imaginario, sufrimientos, revelaciones, apelaciones al orden sentimental de los personajes y colchón místico-religioso para darle un poquito de grosor a toda la trama. Y es que no es fácil ser mutante y adaptarse plenamente a la tapicería de la butaca de cine, pasar desapercibido y demostrar los poderes delante de un teclado de ordenador, por muy rápido que se escriba. Tal vez, la mayor batalla es la que se desarrolla en mi pensamiento, tratando de elegir las mejores palabras para esta película. El resto es una hoja en blanco en la que nadie puede penetrar.

miércoles, 25 de mayo de 2016

EXCALIBUR (1981), de John Boorman

Las armaduras plateadas refulgen al sol mientras en la Tierra se celebra la prosperidad de un reino que trae pan y justicia para todos. Entre medias anda la brujería, el encantamiento por el poder, el hechizo por el amor, el embrujo por el deseo y se mezclan sangres, codicias, heroísmos y cobardías para narrar una época que fue sueño y que fue realidad, que fue una alucinación y, a la vez, fue caminar entre las brumas del estado más intermedio de la conciencia. Merlin estuvo pisando con sus huellas de espíritu por los territorios del siempre atractivo poder. Morgana maquinó taimadamente por entre los resquicios de la pasión para llegar a su venganza más absoluta. Arturo intentó llevar con justicia los destinos de un reino que nunca soñó con liderar. Ginebra puso las gotas de la belleza en pócimas repartidas y eso provocó el declive del imperio. Lancelot quiso servir con lealtad y amistad y perdió ambas, por eso se autoexilió en algún lugar del bosque pidiendo limosna y mendigando pan. Perceval aportó el empuje de la Tabla Redonda a la búsqueda imposible del Santo Grial y demostró que el corazón puro puede más que la espada afilada. Y la leyenda se forjó en el fondo de un lago, con la dama que ofrece el más increíble de los filos, con el agua que hiere la más dura de las corazas, con la humildad y la nobleza como escudos, con la verdad afrontada en la más etérea de las brumas.
El brillo de una era que nunca fue verdad y que se retuerce en conjuros que no son más que salidas de rabia de una serie de personajes que desearon poseer lo que nadie nunca tuvo. El amor absoluto, la razón absoluta, el embrujo definitivo, la victoria definitiva. Y sus corazones se tambalearon al comprobar que, más allá de las batallas y de las pantagruélicas comidas de triunfo, el destino se encarga de destrozar los sueños y las ambiciones. Las ofensas tienen algo de verdad cuando van cargadas de mentira y los mortales tienen que afrontar la mentira que supone la vida, tan cargada de verdad.
John Boorman rodeó todo de un ambiente mágicamente irreal para, luego, llenar las imágenes de un realismo sorprendente en la que, posiblemente, sea la versión definitiva del mito arturiano con un reparto de nombres sorprendentes como Helen Mirren, Nicol Williamson, Liam Neeson, Patrick Stewart, Gabriel Byrne, Nigel Terry o Ciaran Hinds…la mayoría de ellos nombres que apenas sonaban a principios de los ochenta y que el tiempo, siempre él, se ha encargado de colocar en un sitio de cierto honor.

Y es que hacer frente a una historia que es muy conocida no deja de tener sus riesgos y, sin embargo, algo nuevo hubo en esta versión, algo que aportaba una profunda mirada desmitificadora dando a entender que aquello no era heroísmo, sino algo muy diferente, muy trabajoso. Un paseo por el filo de lo sobrenatural al que siempre se le echaba la culpa cuando las cosas eran inexplicables. Como el hecho de que un muchacho sacara la mejor espada jamás forjada del fondo de una piedra.

martes, 24 de mayo de 2016

CÓDIGO DEL HAMPA (1964), de Don Siegel

Si queréis escuchar el sonido de la ruleta rusa que en "La gran evasión" pusimos en marcha con "El cazador", de Michael Cimino, lo podéis hacer aquí. Suerte.

Una víctima que no corre, que no se defiende, que no ruega. Algo muy extraño en un mundo donde las pistolas no dejan de trabajar y las venganzas son moneda corriente. Habría que averiguar por qué ese tipo solo asintió cuando se le preguntó el nombre, miró a la muerte fijamente y se dejó matar. Puede que algunos no les importe pero un profesional siempre espera el encaje de la bala en la carne adecuada. Y algo no encaja con este profesor que, antes, tuvo otra vida. Una vida que, en el fondo, también acabo asesinada. Por una mujer, por un hombre, por dinero…por cualquiera de las viejas pasiones humanas que tanto menoscaban la dignidad. El triunfo estaba ahí, al alcance de la mano y, sin embargo, ella tuvo que cruzarse y embaucarle todos los días porque todos los días le conquistaba. El beso dulce que sabe a hiel. El fracaso anunciado en unas curvas más peligrosas que las que se puedan dar con un bólido a doscientos por hora. No, no es normal. El tipo se dejó matar. Y no sabemos por qué.
Puede que haya un código en el hampa que diga en silencio que hay que matar por un motivo y morir sin él. Y este tal Johnny North murió con un motivo. O con varios. Eso intriga a cualquier profesional del asesinato. Más que nada porque el trabajo no estaría completo. Más que nada porque ser un sicario no es gratis. Y llegado determinado momento hay que indagar e, incluso, ejecutar una venganza ajena. Sí, porque cuando te das cuenta de que hay personas tan malvadas, tan injustas, tan mezquinas que obligan a renunciar a una vida para luego abandonarte como un despojo, quizá esas personas deban ser asesinadas con un motivo dentro del cargador y morir sin ninguno. Solo preguntándose cómo han podido acabar tan mal como lo hizo Johnny North. Todas las cuestiones tienen que ser respondidas. Y la verdad, al final, es tan asquerosa que no importa el hecho de tener un arma en la mano para acabar con vidas ajenas. Lo que importa es dejar el asunto bien cerrado. Y decir a Johnny North, aunque sea demasiado tarde, que no murió por nada.

Don Siegel dirigió a John Cassavettes, Angie Dickinson, Clu Gulager, Lee Marvin y Ronald Reagan (en su último papel antes de comenzar su carrera política al asalto del Estado de California) en un remake inteligentísimo de Forajidos, de Robert Siodmak haciendo que los mismos asesinos sean los investigadores privados que tratan de esclarecer los motivos para que un hombre se deje matar. La conclusión siempre lleva rúbrica femenina y quizá no haya muchas más balas que disparar cuando la lógica se cierne con tanta fuerza sobre el crimen. Incluso en el momento en que sientes cómo los tiros muerden y no hay ninguna pistola de la que echar mano, solo el gesto, solo la certeza de que el disparo de vuelta hubiera sido implacable. Aunque la muerte, esa asesina profesional, esté acechando detrás de cada información, detrás de cada traje negro, detrás de las gafas de sol del compañero impasible. 

viernes, 20 de mayo de 2016

LA DALIA AZUL(1946), de George Marshall

Johnny ya ha visto demasiados muertos en la guerra y tiene un aire en los ojos como si estuvieran quemados de tanto sufrimiento. Solo la amistad con sus camaradas hizo soportable todo aquello porque, para colmo de males, su hijo murió mientras él pilotaba un avión de la fuerza aérea. Y cuando vuelve a casa se encuentra que todo está bañado en cinismo con cubitos de insidia. No se siente a gusto. Su mujer no es la misma. El ambiente es turbio y podrido. Hay jugadores de ventaja que solo quieren estafarle un dólar. Hay listillos que quieren cargarle el muerto. Y Johnny podrá estar cansado, derrotado, ya de vuelta de todo, pero es incapaz de rendirse. Es una palabra que no entra ni en su vocabulario ni en su ánimo. Y lo va demostrar una última vez.
Por el camino, se encontrará a una chica que también ha cometido errores pero que ha sabido sacar provecho de ellos. Nadie dice quien dice ser. El amable propietario del club. El servicial guardia de seguridad que hace las veces de detective de un hotel residencial. Y Johnny no sabe si la chica dice la verdad o, por el contrario, es otra rata dispuesta a meterle en el agujero del que nunca debió salir. Los Ángeles parece que no tiene sol y la noche se hace demasiado larga cuando tienes que vértelas con un puñado de individuos de baja estofa.  Todo confluye en el club de La dalia azul, allí donde los sueños se ahogan en un vaso de whisky lleno hasta el borde.
Lo cierto es que Johnny tiene suerte porque sí que hay alguien que dice la verdad. Es una verdad confusa, sumida en las brumas de la desorientación pero es un tipo auténtico. Se trata de uno de sus compañeros. Un tipo que tiene una placa de metal en la cabeza y que no aguanta la música con el volumen alto. Él estima a Johnny y tiene conciencia del gran equipo que formaban allá arriba, en las alturas. Tiene arranques violentos pero es porque le duele la cabeza. No es fácil convivir con un tipo que duerme con un dedo en el gatillo pero es el mejor de todos. Curioso mundo, piensa Johnny. Solo el loco dice la verdad. Los demás están sumidos en un barro de blanco y negro.

Raymond Chandler siempre dijo que éste era el mejor guión que había escrito de todos los que llegó a realizar en Hollywood, que no fueron muchos. Pero por una vez, le dejaron escribir lo que quería, trazar a los personajes, construir una trama llena de rincones oscuros. Alan Ladd, ese rostro que volvía al cine negro en un cuento de hadas, puso la negrura. Verónica Lake tuvo un algo más atractivo que en el resto de sus películas. William Bendix construyó un personaje memorable. Howard da Silva, un grandísimo actor que, más tarde, fue perseguido en la caza de brujas, aportó naturalidad. Y George Marshall puso oficio detrás de la cámara. No fue una película excepcional. Quizá ni siquiera fuera una gran película. Pero sí fue una película sólida, con interiores en los hombres y exteriores en la noche. Algo que no es fácil de sobrellevar cuando se han visto tantos muertos y aparecen de nuevo en Los Ángeles.

jueves, 19 de mayo de 2016

ESPÍAS DESDE EL CIELO (2016), de Gavin Hood

Cuando se va a producir un ataque militar contra un objetivo terrorista, todo está milimétricamente calculado. Un avión espía, sin personal a bordo, será el encargado de lanzar la bomba; se sabe a la perfección la cuantía de los daños colaterales; hay un esfuerzo suplementario por tener una identificación positiva de los objetivos; los drones proliferan como insectos o pájaros para alcanzar la máxima seguridad posible en la misión; se coloca a un hombre en las cercanías para tener un control sobre el terreno. Solo hay una variable que puede hacer tambalear el plan: el elemento humano.
El elemento humano tiene varias vertientes, todas ellas apasionantes. Una es el esfuerzo por parte de las personas que deben tomar la difícil decisión de un ataque por escudarse en una seguridad jurídica que blinde ante la opinión pública la posible matanza. Otra es la aparición en el escenario observado por vía satélite del más inocente de los seres, alguien que solo quiere jugar y despertar a la vida. Otra es la certeza de que nadie, ni siquiera los ejecutores, pueden cerrar los ojos ante la posibilidad de matar a quien no lo merece. Y aún otra más es el consabido traslado de responsabilidad para eludir las consecuencias.
Y no solo eso. También están los políticos, que solo piensan en el entorno político, que solo se mueven en función del estrago político que puede causar una decisión equivocada o, incluso, acertada. La pregunta está en el aire y es muy difícil de contestar. ¿Mataría usted a un ser inocente como víctima colateral de un ataque a cambio de salvar posibles decenas de vidas en un atentado que se va a cometer con inmediata posterioridad? La respuesta es una nube de polvo y misterio, como ese ojo que nos vigila desde el aire, con nuestro total desconocimiento, con el poder de matar, y lo que es aún peor, con la seguridad de que los hombres y mujeres que están al otro lado de la pantalla no viven en un país difícil donde acecha el hambre y la miseria, se sienten cómodos y seguros cuando llegan a casa aunque quizá no duermen con la conciencia demasiado tranquila.

Espléndida película dirigida por Gavin Hood, que sabe dosificar el suspense y lo mantiene con mano firme, dejando al espectador sin aliento y con angustia, sin respuestas y con rabia, sin creer lo que está viendo, sin aceptar lo que está pensando. A eso hay que añadir las maravillosas interpretaciones de Helen Mirren y del tristemente fallecido Alan Rickman, muy por encima del resto del reparto, con una intensidad emocional y profesional absolutamente creíble, con detalles de grandes actores que hacen que todo el conjunto sea una denuncia, un reconocimiento y un interrogante. Por lo demás, todos morimos un poco a cada minuto que pasa porque sabemos que no hay mucha salida, porque deseamos el ataque, porque también lo rechazamos, porque somos humanos y somos parte de este mundo en llamas. El elemento humano también nos toca a nosotros y nos hace daño porque ante lo que ocurre delante de nuestros ojos, solo callamos y tratamos de buscar vías de fuga en nuestro pensamiento para asimilarlo de una u otra manera. Somos los cobardes civilizados que nunca compran el pan a los más necesitados.

miércoles, 18 de mayo de 2016

CAMINOS SECRETOS (1961), de Phil Karlson

La noche es fría y oscura y tratar de sacar a alguien de detrás del telón de acero no deja de ser una excursión hacia la noche. Nadie es quien dice ser y las trampas se van colocando por todos los caminos secretos porque hay quien no quiere que salga, hay quien desea que huya, hay quien ruega porque muera y hay quien sencillamente no se quiere ir. El jeroglífico de las rutas de escape parece no tener solución y el tiempo se acaba. Mike Reynolds lo sabe muy bien porque ya ha pasado por demasiados muros y ha roto muchas, muchas alambradas. Él se pone siempre la máscara del cinismo para poder sobrevivir y, sin embargo, en esta ocasión, lo va a tener muy difícil. Más que nada porque el amor se mezcla en el camino y solo unos pocos hombres dispuestos a sacrificar sus vidas serán lo suficientemente valientes como para ayudarle. La resistencia es débil y el Estado es poderoso. Tanto que es capaz de espiar allí donde solo hay compañía. Tanto que la tortura y la venganza también planea sobre la fuga. La noche es fría y oscura y se cierra sobre los que no tienen ninguna esperanza.
Lo peor de todo ello, más que la amenaza continua de la captura, es la soledad. Y esta vez Mike no está solo. Lleva a alguien que acabará amenazando con capturar su corazón. Las fronteras están llenas de armas, de hombreras brillantes y miradas asesinas porque la orden es tajante. Hay que eliminar a todo aquel incauto temerario que intente salir, sea quien sea. Y el día parece que solo existe al otro lado, donde la libertad de tomarse un café en un sitio cualquiera no es más que un lujo en el lado más tenebroso del mundo. Ojos que no dejan de mirar en todas partes. Manos que no tardan en empuñar un arma a la más mínima sospecha. Gestos de odio en cuanto se tiene la impresión de que un extranjero viene a husmear más de la cuenta. La vigilancia es continua. El ingenio, también.

Adaptada de una novela de Alistair MacLean, autor también de Los cañones de Navarone, Estación Polar Cebra o El desafío de las águilas, Phil Karlson dirigió de forma trepidante una película que también contiene algunas secuencias rodadas por su protagonista, Richard Widmark. Hay cosas algo incomprensibles y saltos sorprendentes pero el ritmo es alto en una historia que contiene entradas y salidas del telón de acero y la seguridad de que se está haciendo algo bien cuando se ha empezado por hacerlo por la razón más vieja de todas. La fotografía nocturna de Max Greene sorprende por su planificada mirada a la serie B y aún es más pintoresco comprobar que el encargado de la música es un tal Johnny Williams en su tercer trabajo para el cine. En cualquier caso, los caminos secretos de la libertad no dejan de ser fascinantes cuando las piedras húmedas y la gélida oscuridad tratan por todos los medios de cobijar a los que cercenan la más maravillosa palabra concebida por el hombre. Y cuán a menudo se niega su existencia, se asesina su derecho y se confunde su significado.

martes, 17 de mayo de 2016

EL CAZADOR (1978), de Michael Cimino

Si queréis escuchar la reunión de vecinos que tuvimos a propósito de "La comunidad" de Álex de la Iglesia en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla, podéis hacerlo aquí.

 Mike es el más fuerte. Es el que, a pesar de las tentaciones de la locura, subsiste en medio de la muerte. Nick parece que va a resistir pero bajará a los infiernos para quedarse allí. Steven es el más débil. Su respuesta es la huida y el escondite. Mike es un superviviente nato. Quiere reunirlos a todos otra vez. Se jugará el pellejo por Steven que, a pesar de ser el que más lejos está de él, es el que mejor le define: “Perdona, siempre haces lo que te dicta tu corazón”. Y el corazón de Mike, herido por una guerra cruel y atraído hacia la novia de Nick, es muy grande. Intenta guiar a Nick de vuelta a casa pero morirá en sus brazos. Es algo taciturno y plenamente consciente de que vive en una ciudad afeada por el humo de unos altos hornos, una ciudad industrial, poco acogedora pero que no deja de ser su hogar. De vez en cuando, se escapa a cazar allí donde siente la libertad. Después de ver morir a otros, ahogados en ríos de sangre y crueldad, entonces es cuando ya no puede cazar. Valora la vida como un bien supremo. Tiene a un ciervo en su punto de mira pero no puede matarlo. Cuando vuelve, está fuera de sitio, pero aún así lo intenta una y otra vez. Intenta amoldarse a la paz, a estar rodeado de amigos, a sustituir a Nick en el corazón de su novia. Mike no se puede rendir. Es incapaz de dejarse derrotar. Curiosamente, cuando vuelven del entierro de Nick, su novia ya no puede mirarle a la cara. Él no entiende la indiferencia. Tal vez porque comprende que el zarandeo del destino condiciona todos los actos del hombre. Traerá a Steven en una silla de ruedas y a Nick en un ataúd y quizá así, solo así, puede encontrar la manera de regresar al lugar al que pertenece, al hueco vacío que dejan las personas al partir.

El cazador, muy criticada por sectores progresistas americanos en su estreno porque ofrecía una imagen falsa del Vietnam y presentaba al enemigo como un torturador impío, es una película que solo quiere hablar de la vida de unos cuantos amigos que ven cómo todo se resquebraja y se parte en añicos a su alrededor por culpa de una guerra. Da igual que se llame Vietnam, Corea o Francia. Si lo pensamos bien, es una película que podría estar ambientada en la Segunda Guerra Mundial y así nadie podría haber dicho una palabra (de hecho, nunca se ha tenido constancia de que el Vietcong jugara a la ruleta rusa con sus prisioneros mientras que sí la habido con respecto a los nazis). Habla de la honestidad de un hombre que tiene que mirar hacia adelante para recoger todo lo que ha dejado atrás pero eso es lo que hacen las personas que tienen su nombre grabado en una bala que nunca se dispara y, de manera permanente, sigue los dictados de su corazón. Un corazón valiente, herido, sincero, que sufre y siente, que no cumplió una promesa…Es el corazón de un hombre…un hombre de verdad.

viernes, 13 de mayo de 2016

MINORITY REPORT (2002), de Steven Spielberg

Habrá que mirar al futuro de otra manera. Tal vez porque lo que es suficientemente avanzado puede que sea el principio de una dictadura policial. O porque cuanto más dependamos de la tecnología, más manipulables seremos. O quizá porque sea posible cambiarse los ojos sin ningún problema, incluso en condiciones sanitarias más que dudosas. La profecía del asesinato se va volviendo poco a poco contra la sociedad que se quiere proteger porque todo depende de unos valores adivinatorios que tienen su germen, una vez más, en la condición humana. Las máquinas son incapaces de profetizar. Podrán encontrar el dato perdido, vigilar a los ciudadanos hasta más allá de lo permisible, prescindir de la variable sentimental y no tener en cuenta ninguna valoración colateral al hecho del crimen. Pero no podrán adivinar el asesinato. Y, tal vez, cogiendo al elemento humano más privilegiado todo el sistema se caiga dejando en el limbo a cientos de miles de asesinos que, en realidad, nunca han cometido un asesinato.
El universo de Philip K. Dick vuelve con sus tonos sombríos en un futuro hecho de cristal de seguridad. La recreación de Steven Spielberg nos devuelve a un mundo impersonal, zafio, que se mueve protegido y por ello ha renunciado a las reglas más elementales de la democracia por mucho que esas reglas supongan el sacrificio de la seguridad personal. La explotación sigue pero está permitida. El negocio prospera pero tiene su justificación. Lo importante es que no haya derramamiento de sangre. La libertad ya está tan derramada como para que nadie se dé cuenta de hasta dónde llega la renuncia. Es la injusticia de la justicia anticipada. Mal que nos pese. Mal que nos quieran proteger.

El prestigioso crítico Roger Ebert, a raíz del estreno de esta película dijo que “Steven Spielberg es un Stanley Kubrick sin cojones” porque, con toda probabilidad, Kubrick hubiese acabado la película en el momento en que el protagonista queda encerrado en esa cárcel mecanizada que más bien parece un depósito de cadáveres vivientes controlado por ordenador. No le falta razón porque Kubrick quería dejar bien claro que la tecnología no nos iba a convertir en seres socialmente más felices. Spielberg, sin embargo, siempre tiene ese toque de dejar las tramas bien cerradas para que el espectador no se sienta incómodo o intranquilo ante la posibilidad de haber visto que el mundo no es el mejor sitio para vivir. Lo cierto es que, en cualquier caso, no se puede dejar de temblar al concebir un puñado de arañas mecánicas registrando un edificio y haciendo escáneres de ojos a todo hijo de vecino con tal de identificar al sospechoso que ni siquiera es sospechoso. Peligrosa práctica que nos convierte a todos en seres vigilados y sometidos a registro permanente. Esto es el informe de las minorías. Fin del mensaje. Yo soy el culpable del crimen.

jueves, 12 de mayo de 2016

TRIPLE 9 (2016), de John Hillcoat

La gran ciudad es como un monstruo que engulle a todos los que habitan en ella. No hay lugar para los más débiles. Esos son condenados a vagar por las esquinas en busca de alguna aguja limpia o de algún papel de plata sin arrugar demasiado. Tampoco para los que se dedican a planear robos con trampa porque serán las víctimas de su propio juego. Solo serán útiles durante un tiempo. Después no podrán más que ser pasto de la sangre hambrienta. Ni siquiera para los policías que ensucian la placa con su comportamiento. Porque la conciencia aniquilada volverá para devolverles al polvo del que nunca debieron salir.
La tensión se puede tocar por las calles de esa gran ciudad que eleva sus enormes rascacielos como signo de corrupción sin límites. Aún quedan algunos resquicios de honestidad pero estarán contaminados por los vicios que hacen que el asfalto sea un poco más soportable. El recién llegado intentará cumplir con su deber y habrá rincones oscuros reservados para el dolor y para darse cuenta, una vez más, que los hombres no son totalmente malos, ni totalmente buenos. La maldad suele vestir de rojo y es fácilmente reconocible. Pretende tener corazón cuando solo tiene el frío tacto de una bala esperando destrozar la esperanza y el futuro. La ciudad espera mientras tanto con sus calles mojadas y sus ventanas rotas, acabada en su noche que no termina, asesinada en su día de violencia repentina.
A John Hillcoat ya le habíamos tomado el pulso en la desoladora La carretera y ahora no se ha conformado con hacer un policial al uso sino que ha puesto en el tablero del cemento a una serie de personajes con su propia ética, que se mueven por cuestiones más personales que materiales y que acaban encontrando la respuesta a la vida confusa llena de billetes manchados de rojo, a las armas disparadas sin pensárselo dos veces, a las encerronas propias de la ciudad degradada, de la ciudad desangrada, de la ciudad maldita. Dentro del extenso reparto habría que destacar por derecho propio a Kate Winslet, enorme en un papel atípico, y a Casey Affleck, inusualmente intenso tratando de conservar su integridad como símbolo solitario del derrumbe moral que va invadiendo las entrañas de la civilización. Hay algunos momentos de confusión pero se ven sobradamente compensados por otros de tensión muy bien llevada, muy absorbente, muy urbana. Y es que lo inesperado, a menudo, causa más impresión que el exceso.

La ciudad cansada se retira después de demasiados avisos de emergencia, de demasiados nudos en sus carreteras de acceso que no han sido resueltos. Es hora de dejar que las heridas sangren con rostro de fastidio e impasibilidad, de extraer las balas que se han incrustado en los chalecos, de recargar los revólveres del treinta y ocho de cañón humeante y agujero garantizado. La policía está aquí y basta pensar un poco en la historia para saber que durará poco en la memoria pero con cierta calidad en su corta estancia en los recovecos del recuerdo. Quizá porque en otra parte del cerebro haya un aviso de triple nueve que indique que la maniobra de distracción va a ser tan potente como algunas imágenes y persecuciones. Y allí correrá la atención, sin hacer paradas, sin coger atajos. Directamente. Esperando el momento para volver con un impacto en la sesera.

miércoles, 11 de mayo de 2016

CABARET (1972), de Bob Fosse

What good is sitting, all alone in your room, come here the music place. Life is a cabaret, old chum, come to the cabaret…

Y la vida se desmorona alrededor de un sitio donde la decadencia se hace evidente. En el exterior, todo es color pardo con cruces gamadas. Los espectadores que están allí, intentando reírse un rato de la realidad, son como fantasmas reflejados en un mosaico de cristal que devuelve la imagen deformada y monstruosa. La vida es un cabaret porque fuera matan porque sí, porque la libertad es una presa y es peligrosa en tiempos que claman cambio. Allí, en el escenario, todo ha cambiado durante un par de horas. La vida es maravillosa. Las chicas son maravillosas. Incluso la orquesta es maravillosa. ¿Quién se puede quejar? ¿Quién puede rebelarse contra eso? Fuera la existencia es cómoda. Y da igual si se sacrifican algunos elementos prescindibles. Hay que convertir a la vida en una parodia. Hay que vivir en un cabaret de asfalto, de fanáticos, de destructores del sistema, de grotescas figuras que prometen el Valhalla y solo son maestros de ceremonias con pintura de payaso en la cara, con una sonrisa de asesinos y con buenas palabras en su corrupta boca. El mañana les pertenece, claman orgullosos. Y el mañana llega.

Put down the knitting, the book and the broom, it´s time for a holiday. Life is a cabaret, old chum, come to the cabaret.

Ven al cabaret, viejo amigo y participa de la fiesta. Es tiempo de jolgorio. Es hora de quitar a los judíos lo que les pertenece y repartir a manos llenas. Se ofrece seguridad y supremacía. Razón: Svástica y brazo en alto. Hay que idolatrar la idea de que mañana no va a ser diferente. Levantar la cabeza y clamar el orgullo. Falso orgullo. Asesino orgullo. La vida es un cabaret. No importa si a tu vecino le ves arder por la calle. Es tu vecino y no eres tú. No va contigo. Solo es una víctima colateral, necesaria para abordar un nuevo proceso de libertades que, sencillamente, son aniquiladas. Y el pueblo no se da cuenta. El pueblo calla y asiente. Algo habrán hecho, murmuran. Y todo con tal de que los corruptos de antaño hayan sido exterminados y se establezca un nuevo orden al servicio del ciudadano. Porque el ciudadano es lo importante. El ciudadano es el que decide. Y el ciudadano decide lo que se le dice que decida. La buena intención es la máscara. Y las máscaras no caen si la libertad ha sido enviada a un campo de concentración.

What God´s permmitting some prophet or doom? To wipe every smile away, life is a cabaret, old chum, so come to the cabaret.


Ven al cabaret y no te lo pierdas. Por allí, morirán algunos. Por aquí, te dirán que marques un paso, siempre con la excusa de que es lo mejor en aras de la solidaridad y de la igualdad. Y paulatinamente, sin apenas darse cuenta, verás que ya no queda ni un ápice de solidaridad y que la igualdad es un sueño que te encargarás de creer real pero que no lo será ni por un instante. La vida es un cabaret, viejo amigo. Toma una copa y ríete del vecino que se enamoró, de lo monos que podemos llegar a ser o de la juerga con dos chicas. Mientras haya dinero, lo demás es prescindible. ¿Verdad, mein Herr? Y Bob Fosse nos la volvió a jugar…

martes, 10 de mayo de 2016

LA COMUNIDAD (2000), de Álex de la Iglesia

Si queréis bajar el Ulanga al lado de Bogart y Hepburn a bordo de "La reina de África" y de los comentarios que vertimos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla, podéis hacerlo aquí

El horror puede vivir en la puerta de al lado. O en la de enfrente. O puede estar personificado en todos los vecinos. Aunque quizá el horror se halle debajo de una baldosa. Basta con entrar en un sitio del que no se puede salir, comprobar que unas cuantas cucarachas son testigos de una muerte y adentrarse por los tenebrosos pasillos de un tipo que es muy posible que padezca un galopante síndrome de Diógenes. Los pisos antiguos guardan muchos secretos, algunos bastante inconfesables. Como el haber pronosticado un empate en un Sporting-Real Sociedad. Y ya está liada. Todos quieren su pedacito de fortuna mientras la ciudad hormiguea alrededor de una colmena de abejas asesinas. La avaricia es muy mala. La avaricia es asesina. La avaricia carga las balas. La avaricia extermina.
Al fin y al cabo, la extraña que se viene a vivir así por las buenas a una respetable comunidad de vecinos no tiene ningún derecho. Y si se la tiene que aterrorizar, pues se la aterroriza y punto pelota. Las escaleras son los peldaños del cadalso. El ascensor es una guillotina implacable. La terraza es un precipicio insalvable. Las alturas, como siempre Álex, son el escenario del desenlace. Madrid se desangra porque todos quieren lo suyo, aunque no sea suyo, porque creen que tienen derecho a lo suyo aunque de suyo, nada. Mío, mío y mío. La fuerza no les acompañará porque el tonto es un listo y, en el fondo, el sainete de terror está servido porque es lo que los españoles de gran ciudad ensayamos todos los días. Nos importa un bledo que el vecino se abra la cabeza, se muera, se traslade o se haga el harakiri con un lápiz. Mientras no sea millonario, la respuesta será la indiferencia. Habrá algunos partidarios de la acción. Se mata a la culpable de nuestras desventuras cual responsable de una gotera y no se hable más. Y al infierno el marido, la inmobiliaria, el cubano y la madre que los parió.

Álex de la Iglesia consigue en La comunidad un raro equilibrio entre la comedia de humor negro, el cuento de terror agobiante y los continuos homenajes al cine que van desde Roman Polanski a El mundo está loco, loco, loco y maneja como nadie ese reparto lleno de nombres conocidos con cara de desquiciados que encabeza Carmen Maura y se concluye con la aparición primeriza del hoy tan de moda Rodolfo Sancho. Todos ellos brillan a gran altura, consiguiendo un retrato de la España más patética y esperpéntica, que corre detrás del dinero y del cotilleo y que se hunde en la propia mediocridad de un país en estado de caos desde hace mucho tiempo. El resultado es una película brillante, con acción, humor, violencia, con las dosis justas de rosca pasada, ácida e irremediablemente crítica. Tanto es así que no hacemos más que plantearnos qué haríamos si fuéramos uno de esos vecinos que lleva años esperando una lluvia de millones. Sueños de clase media que se ahoga cada día a los pies de los caballos y que se revuelve con furia ante los destinos injustos con olor a basura.

viernes, 6 de mayo de 2016

PRIMERA PLANA (1974), de Billy Wilder

“¡Maricas! ¡Que sois todos unos maricas!”
Así brama el doctor Eggelhofer desbocado con una camilla cuesta abajo después de que le han disparado en el titular. Y no es para menos. Los periodistas no dejan de ser unos individuos que no cesan de jugar a las cartas a la espera de que se produzca la noticia que será tergiversada para sus propios intereses y los de su periódico hasta el vómito. Y una condena a muerte no es cosa de broma. Ahí da para titular, artículo, columna, cabecera y contraportada. Y si la cosa se anima con un intento de fuga entonces se puede escribir un periódico entero dando puntos de vista parciales, subjetivos, facinerosos y alevosos. La prensa es así. La carnaza vende. La verdad, no.
Hildy Johnson sabe lo que es cazar la noticia y siempre está en el sitio adecuado en el momento preciso pero esta vez su sitio es al lado de su novia y su momento está a punto de pasar por delante de él. Y, sin embargo, tiene instinto de perro de presa. Agarra el titular y no lo suelta. Una rapsodia en rojo, ya lo saben. Claro que por encima de él está ese ave de rapiña, capaz de mentir a quien haga falta, incluso a sus lectores, con tal de aumentar la tirada y poner los titulares encarnados a letra de óptico. Se llama Walter Burns y vive entre rotativas y trampas. Sobre todo, las que él mismo pone. Solo hay que disponer de la suficiente mala leche como para destruir todo lo que no interesa. Cosas menudas, como por ejemplo, el taimado alcalde rodeado de lujos y diversiones mundanas, el comisario inútil que solo quiere seguir en el cargo para hacer el trabajo más fácil que sea posible, es decir, mandar que otros disparen a matar o el compromiso matrimonial de Hildy Johnson. ¿Qué más da? Toda la rueda se pone en funcionamiento y lo que importa es la tirada del millón de ejemplares. Se contrata a un periodista y se le pone de patitas en la calle a los diez minutos, se finge que se es policía a la caza de un exhibicionista, se trae a los mozos de mudanza para llevarse un escritorio entero, se da un reloj como regalo y luego se denuncia su robo…todo vale con tal de que la horca sea rentable.

Billy Wilder supo enseguida cuál fue el motivo del fracaso de esta película a pesar de que tenía todos los ingredientes necesarios para triunfar. “Yo me dediqué a proclamar a los cuatro vientos que los periodistas eran unos hijos de perra cuando Woodward y Bernstein eran los héroes del momento a raíz del caso Watergate”. Pero cuando se vuelve a ver con la perspectiva del tiempo, uno se puede dar cuenta de la cantidad de acidez que vertió, del impresionante repertorio de planos que pone en juego a pesar de que la narración es tan absorbente que pasan desapercibidos, de la fantástica complicidad que emana de su colaboración con Jack Lemmon y Walter Matthau y de la cuidadísima puesta en escena que traslada al espectador directamente al corazón de los años veinte. Y es que ahí, en el bosque de intereses, pobrezas, miserias, ambiciones, codicias y sensacionalismos, se halla toda la verdad del ser humano. Ese ser humano que Billy Wilder conocía tan bien…tal vez porque había sido uno de ellos. O, quizá, porque fue uno de los mejores directores de la historia. ¿Olvidan el lema que hay debajo del águila del Examiner? La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. 

jueves, 5 de mayo de 2016

LA PUNTA DEL ICEBERG (2016), de David Cánovas

Los ejecutivos de grandes empresas ya no tienen lugar para los sentimientos. Después de un cuidadoso lavado de cerebro en el que les enseñan a prescindir de toda consideración moral por el bien de la amada firma, les conminan a ejercer una presión insoportable sobre los trabajadores, exigiéndoles cada trimestre un poco más, unas horas más, una dedicación más, un cumplimiento estricto de los plazos, una efectividad impoluta…y puede que eso llegue a quebrar la resistencia de cualquiera rebanando el cuello del inútil, volando la tapa de los sesos del mediocre, abrazando el vacío en un imposible vuelo desde las alturas.
Como es normal, todo esto tiene que ser investigado. Nada de consultorías externas. Se envía a alguien ajeno a recursos humanos, una vez más, para que no haya problemas de implicación afectiva o social y los interrogatorios se suceden, los descubrimientos se amontonan, la verdad sale a relucir pero eso, quizá, no es suficiente. Hay que echar un par de horas más, algo más de dedicación, hay que cumplir con el plazo de entrega del informe de la investigación que debe de ser impecable…pero la presión vuelve a funcionar con toda su mordedura hiriente…no bastará con todo eso. También habrá que poner en juego los límites de la moralidad de quien investiga. Y eso no se puede permitir. Un ejecutivo no puede desbocar su vocabulario más que para amedrentar a sus subordinados. Un ejecutivo no puede actuar en base a su código ético. Un ejecutivo es solo una máquina que cobra para poder pagar su hipoteca, lucir su caro vestuario y cenar en los sitios más selectos de la ciudad.
Interesante película que pone de relieve las miserias de las grandes empresas, causadas también por la desmedida ambición de los directivos de ordenador de tapa negra. Maribel Verdú está medida e intensa, acertada e irremediablemente atractiva. Carmelo Gómez, aún sobreactuando con un diálogo para listos, arrastra calidad por sus cuatro costados, Fernando Cayo evoluciona cada día hacia interpretaciones absolutamente sólidas y la dirección de David Cánovas es tan precisa y pulcra como una mesa de juntas. El resultado es una imprescindible reflexión de hasta dónde puede llegar ese método de trabajo basado exclusivamente en la presión y si el cambio no debería empezar por la responsabilidad moral de todos los que intervienen en el proceso productivo de cualquier empresa, grande o pequeña. El miedo no puede ser nunca el arma de chantaje para atornillar las obligaciones del empleado. Y ni mucho menos el espionaje interno como elemento de extorsión para sacar más partido a las capacidades. La crisis ha originado demasiados abusos de poder, demasiadas sacas llenas, demasiados temores que inducen a prescindir de la ética y con eso lo único que se consigue es rebajar la estatura moral al nivel de las fieras y ahí sí que estamos perdidos. Porque la libertad no se alcanza, precisamente, trabajando catorce y quince horas diarias por mucho que detrás haya una compensación económica o un recreo para la ambición. Se alcanza cuando la honestidad se convierte en una actitud, en una norma de vida, en una garantía de nuestra propia humanidad y en un punto de justicia para la existencia de los que nos rodean. Y eso brilla por su ausencia en esas enormes oficinas plagadas de ordenadores portátiles, perfumes caros y terriblemente exagerados o trajes oscuros a medida que esconden la verdadera cara de la presión que se ejerce en las alturas.

miércoles, 4 de mayo de 2016

CAPITÁN AMÉRICA: CIVIL WAR (2016), de Anthony Russo y Joe Russo

Toda hazaña tiene una segunda lectura. Los daños colaterales no ayudan precisamente a forjar leyendas y cuando ha habido demasiados es cuando entran los políticos en escena. Y ya se sabe que cuando los políticos comienzan a hablar, las hazañas quedan minimizadas hasta quedar finalmente ignoradas. No es que el mundo no quiera héroes. Es que los quiere cuando el mundo los necesita. Y a eso se le llama coartar la iniciativa propia, condición indispensable para ser un héroe.
Así que la pescadilla se muerde la cola y se obliga a los super-héroes a firmar unos acuerdos para someterse al control político. Todo esto se convierte en papel mojado cuando hay una amenaza secreta en alguna parte del mundo y los chicos de la máscara (que, en realidad, no se sabe muy bien por qué la llevan porque se sabe quiénes son) tienen que correr para salvar a la humanidad. Y ya está liada porque hay algunos que quieren respetar los acuerdos y otros que se ven constreñidos por ese intento de control de hazañas. La oscuridad se cierne sobre los Vengadores y todo se cae para ayudar al caos.
No cabe duda de que las secuencias de acción con un clímax cada diez minutos, aproximadamente, es lo que se le exige a una película como ésta. Y lo cumple con creces. Hay peleas imaginativas, variantes, novedades, nuevos personajes, nuevas visiones…También está el inevitable dilema moral en el que cada uno toma un bando diferente pero que siempre se salda a favor del héroe que ha formado parte de las preferencias particulares de cada uno. Hay trabajos de cierta profundidad, como suele ser habitual, por parte de Robert Downey Jr., de Scarlett Johansson, que cada vez se amolda mejor a su personaje e, incluso, de Paul Brittany escondido tras una máscara de maquillaje. Por otro lado, hay errores de bulto con la elección de Daniel Brühl o la cara excesivamente aniñada de Tom Holland como Spiderman. Hay rencillas, rencores personales para sostener la guerra civil que se desata entre los héroes de Marvel, la consabida aparición de Stan Lee y un ritmo que, en ocasiones, parece algo irregular. Todo eso contentará a cualquier fan que se precie que, sin duda, entenderá mejor el desencuentro de héroes que el maremágnum ininteligible que DC Cómics perpetró hace poco con Batman vs. Superman. Hay espectáculo a discreción y, desde luego, todo se queda un poco en el aire esperando la próxima entrega del super-héroe de turno para solucionar el tema. La película no da más, no da menos. Falta algo de humor (imperdonable cuando Downey está en medio) pero no hay más pensamiento que el siguiente golpe, el próximo destrozo y otro dilema a la vuelta de la esquina.

Es fácil ser un super-héroe cuando te dicen exactamente lo que tienes que hacer pero quizá, por esas mutaciones que sufren o esas fantásticas máquinas que los moldean, a un super-héroe se le tiene que exigir estar ahí cuando las dificultades se avecinan. No hace falta llamarles, ni decirles lo que tienen que hacer. En toda guerra hay daños colaterales y ellos, aunque superiores, también son humanos (o no). En cualquier caso, es cierto que el mundo no es necesariamente más seguro con ellos dentro y siempre habrá algún alma que busque una satisfacción porque perdió lo que más quería en una acción ejecutiva de algún super-héroe. Y para conseguirla, basta con apelar a la más antigua de las debilidades humanas.

martes, 3 de mayo de 2016

BECKET (1964), de Peter Glenville

Si queréis escuchar la pelea que sostuvimos a propósito de "Gertrud", de Dreyer en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla, podéis hacerlo aquí

“El único hombre inteligente de mi reino es Thomas Becket…y está contra mí”

La furia de Enrique II es más dolor que rabia. Becket era su amigo, su confesor, su compañero de desventuras, el hombro en el que lloraba, su conciencia, su momento de complicidad con alguien que le brindaba su amistad mientras él, el rey normando, tenía que afrontar la soledad del poder. Y cuando le nombra Arzobispo de Canterbury, Becket solo comienza a defender el honor de Dios. Ningún rey puede permitir eso. Y el enfrentamiento está servido en una época de oscuridad en la que los nobles conspiran y la pérdida de poder se interpreta como un signo de debilidad. A Enrique no le gusta la Iglesia porque se entromete en su ejercicio de autoridad. Ellos creen que el poder debe ser compartido. Becket le apoyó en su momento. Pero ahora…parece que solo hay resentimiento entre ellos. Tal vez porque Enrique esperó que Becket fuera otro hombre más, otro hombre ansioso de ambición, otro hombre plegado a las servidumbres humanas y, sin embargo, no es así. Thomas Becket es honesto consigo mismo. Una cosa es dejarse sucumbir por las veleidades mundanas y otra muy distinta es ser líder de muchos creyentes. Enrique no puede comprender eso y por eso su liderazgo está en entredicho. No es consciente de lo que él mismo significa. No sabe que, sin apenas darse cuenta, está urdiendo la trama imposible de la conspiración.
Becket se entrega a la oración pero no piensa dejarse corromper. Fue susceptible de caer en esa tentación antes pero ahora él debe servir a su superior y su superior es Dios. La fe no necesita razones sino buenas obras y la conducta intachable, de amor y de entrega, tiene que ser una de ellas. Enrique tendrá que comprenderlo porque, a pesar de que se siente traicionado, tiene que sentir algo de amistad, de deseo de acercamiento, de camaradería entre dos hombres que están condenados a entenderse. El único obstáculo es el mismo poder porque tal vez Enrique quiera más al poder que a su amigo. Y manipulará a quien haga falta para que el asesinato sea justificable y el castigo, leve.

Las piedras hablan y los caballeros callan mientras los latigazos resuenan en la cripta. Parece que la carcajada infinita de Thomas Becket resuena entre los sepulcros arzobispales como una señal de burla a quien debió ser su rey y, también, su amigo. Quizá porque entregó la vida con tal de no vender su alma. O quizá porque Enrique nunca entendió la misión de Thomas. La vida, traidora. La razón, difusa. La culpa, ligera. Enrique le honra. Thomas hizo lo que debía hacer sin pensar en que su contrincante era su mejor amigo. Y así es como se escriben las páginas de la historia. Con dos actores de la categoría de Richard Burton y Peter O´Toole diciendo bien a las claras que el talento es una cuestión de trabajo duro, de complicidades, de ideas y de improvisaciones. Y ahora, permítanme. Tendré que hacer una profunda reverencia ante el rey Enrique II de Inglaterra y el Arzobispo Thomas Becket.