viernes, 28 de marzo de 2014

LA HERMANDAD (2013), de Julio Martí Zahonero

De entre las piedras agrietadas por el tiempo nace el alarido de agonía de los que aún no han hallado la paz. El eco natural resuena por todos los rincones desvencijados de unas creencias que tendrían que arder en las llamas del infierno. Los fantasmas son reales y buscan el olvido del resto del mundo vestidos con hábitos marrones que esconden su pasado. Las cadenas no son fáciles de cortar porque el dolor amarra demasiado en las experiencias de la infancia. Y solo alguien de fuera podrá resolver el misterio de unos niños que, desde que nacieron, nunca han dejado de gritar.

Solo quien ha sabido lo que es dolor podrá llegar hasta el mismo corazón de los que han sufrido en carnes que jamás deberían haber sido tocadas. Las verjas chirrían como si exhalaran un lamento falto de aceite y lágrimas. Las puertas emiten sus quejidos con dificultad mientras fuera Dios llama una y otra vez en el umbral con bramidos de furia y de lluvia desbocada. Las telarañas se agitan porque el aire pasa entre sus tejidos y parece que todo aquello que estaba abandonado comienza a revivir para mostrar una verdad que ha terminado enterrada. Las columnas de la soledad abrazan los gemidos de cansancio y solo el tiempo es capaz es acallar las enormes bocas de las múltiples arcadas de un claustro que, un día, fue patio de juegos.
Película de promesas nunca cumplidas, que hubiera merecido algo más de trabajo y algo menos de efectismo, con leves agujeros en un guión que no cae en las trampas del tiempo muerto, Julio Martí dirige su primer largo con entusiasmo y con ansiedades un tanto infantiles, tal vez llevado por la misma historia que se empeña en introducirse por los resquicios de la ingrata precipitación. Para ello se sirve de una de las actrices menos aprovechadas por el cine español como Lydia Bosch, siempre convincente en sus retratos, que cierra heridas con profesionalidad y corre hacia delante siempre en busca de una luz que se muestra tan esquiva como temerosa. Alrededor de ella se mueve una climática y excelente banda sonora de Arnau Bataller y una sugerente dirección artística debida a Pepón Siegler que otorga cuerpo y misterio a los avatares de la protagonista.
Y es que el miedo no está a nuestro alrededor. Nosotros mismos somos los portadores de ese pánico que impide que saquemos a relucir nuestras limitaciones y nuestros talentos. Nadie debería tocar a un niño, ni siquiera el destino. Ellos son la conciencia de todo lo que nos hubiera gustado ser, de todo lo que creemos haber sido y son resumen y resultado de nuestras frustraciones y de nuestros anhelos. El amor, tan ausente en tantos sitios de tiniebla y agonía, debería ser el motor de sus inteligencias, siempre dispuestas a aprender algo nuevo en un entorno que debería cuidarlos y ayudarlos a crecer. Todo lo demás no son más que burlas insidiosas de una vida que trata de señalar con el dedo, que intenta cercenar todo lo que esos niños pueden llegar a ser. Y nadie, ni siquiera Dios, tiene derecho a hacer eso.

La catarsis será la salida más próxima a las obsesiones y los pecados. Algunos lo encuentran en un reclinatorio. Otros lo hallan en decir, sin presiones ni censuras, la verdad de algo que ocurrió hace mucho tiempo pero que jamás debió de ser pasto del olvido. Está en nosotros recordar, no dejar de hacerlo porque, al igual que un pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirlo, los hombres que no son conscientes de sus errores serán los perfectos discípulos de un diablo que se ríe continuamente de nuestras desgracias. Es el precio que tenemos que pagar por ser tan imperfectos, tan fatuos y, a veces, tan perversos. La fe no es la excusa para el castigo. Nunca debió serlo. Y el que no lo ve, es que aún está ciego.

jueves, 27 de marzo de 2014

EL GRAN HOTEL BUDAPEST (2014), de Wes Anderson

En algún lugar alejado, allá por las fronteras de Oriente, existe un hotel en medio de las montañas que cuenta sus habitaciones por historias y que exhibe, orgulloso, unas cuantas paredes, convenientemente remozadas por el devenir de los tiempos, que se yerguen como testigos impávidos de una aventura, de un crimen, de un robo, de una leyenda y de una prosa poética que nunca termina. Allí se dan cita muchísimas ancianitas, deseosas de un rato de compañía en manos del mejor hostelero de la región: un engominado individuo de palabra acertada y carrera fácil. Y es que no hay nada como sentirse seguro en un hotel al que se llega por un funicular.

Desde esas ventanas de lujo y tranquilidad se puede apreciar cómo el hotel, de alguna manera, se empequeñece hasta formar coquetas maquetas de lo insólito, del caos aparentemente más ordenado y con el testigo de una cámara que parece estar en un permanente estado de perplejidad. Más que nada porque en el libro de registro del hotel hay firmas de lo más variopinto. Desde el más estúpido de los nuevos ricos hasta el menos rico de los más inteligentes. Mientras nos sirven una cena que contendrá unos pastelitos míticos, podremos observar con delectación cómo se produce un relevo generacional, cómo puede surgir el amor entre los brillantes botones de un chico portero, cómo lo inexplicable tiene cabida en un mundo en el cada vez todo es más absurdo y cómo podemos pasar de una sonrisa amable, complacidos por lo que estamos viendo, a una mirada algo congelada por no haber podido vivir en una época en la que la opulencia era toda una virtud.
Wes Anderson pone en juego todo su repertorio de simetrías para ofrecernos la sombra distorsionada de un escritor como Stefan Zweig con un valioso reparto guiándonos por esos interminables pasillos de alfombra roja y taconeo sordo que llevan a las mejores habitaciones. Por el camino, Anderson hará oportunas paradas en La evasión, de Jacques Becker y en Cortina rasgada, de Alfred Hitchcock pero sin perder ni un ápice de ese estilo tan personal que convierte lo absurdo en algo cotidiano, el chascarrillo en una explicación interminable, el poema en una piedra fuera de lugar y el argumento en un simple cuadro al servicio de una estética que hace sonreír con muchos puntos de ironía.

Y es que no hay nada como alojarse en un lugar y ser bien atendido por un estupendo Ralph Fiennes, que lleva el peso de la función con aplomo, distinción y algún ramalazo de finura exagerada, tal vez, por aquello de que es el hombre mejor perfumado de Europa. O tampoco podemos olvidar la breve pero divertida intervención de Harvey Keitel, mapa de símbolos en la carne tatuada, que destaca por ser un cerebro en el difícil arte del dibujo. ¿O era de la fuga? El caso es que todo adquiere el tamaño de una casa de muñecas en la que se introducen figuritas de papel simulando a los personajes protagonistas, acentuando que lo grotesco también tiene su parte hermosa. Más que nada porque las simples pasiones humanas no pueden ser demasiado grotescas cuando ahí fuera se está gestando una guerra, paradigma de lo grotesco. Basta con que llamen al Gran Hotel Budapest, reserven una habitación situada en el ala del año 1932 y tendrán un inmejorable servicio, una sensación de vivir entre nubes de alfombra y paredes de crema pastelera, un personal atento y amable hasta que llegue usted al clímax y, sobre todo, una serie de pintorescas viñetas que le harán preguntarse si aquello tiene alguna lógica o, por el contrario, los ilógicos somos nosotros, animales que se destruyen por una fortuna, por una oportunidad baldía o por unos cuantos dulces que dan un sello muy personal al establecimiento. Toque la campanilla y verá.   

miércoles, 26 de marzo de 2014

NON-STOP (2014), de Jaume Collet-Serra

Un avión nunca es el mejor lugar para relajarse. Y menos para alguien que tiene que vigilar rutinariamente el viaje de los demás. El cansancio hace mella y el miedo está ahí, escondido en alguna parte del alma atormentada. Tanto es así que la mentira es un pasajero más de un avión que parece hecho para ser un ataúd.
Malditos dispositivos móviles. Parece que ellos son los depositarios de unas esperanzas que apenas duran unos segundos. Un mensaje siempre hace ilusión porque eso lleva a pensar que alguien, en algún momento, ha pensado en ti. Pero también es un embalse de nervios al que va a parar nuestra visión perdida, nuestra falsa idea de que somos imprescindibles para alguien. Tanto es así que también aquellos que quieren hacer daño son letras de la pantalla molesta y brillante que se enciende a cada cinco minutos con algún ruido sacado de las entrañas de la electrónica.
De repente, todo lo que parecía blanco se vuelve marrón y ese marrón es algo que llevas encima porque te lo vas a comer con el menú del vuelo. Demasiadas idas y venidas por los pasillos, mentes débiles que acceden al vil chantaje y la gente que muere porque sí o por qué no. No hay nada que pueda parar esa ladina y terrible forma de amedrentar a la gente a diez mil metros de altura usando a un agente de la ley como escudo. En un avión es así. El miedo está en el ambiente. Incluso el miedo de la gente que no lo tiene.
Y es que, tal vez, en esos miedos también están las horas de despiadada soledad que han castigado la mirada y hundido la moral. Por eso las dudas aparecen. No solo en los demás sino también en uno mismo. No puede ser. Siempre se ha hecho lo que se ha creído que era correcto y ahora  alguien, con la simple arma de un irritante móvil, está sembrando pánico. Es un tipo que quiere hacer una escala en el destino de todo el pasaje porque el dinero, ése que tanto escasea, está todo reunido allí arriba. De hecho, no hace falta ni tren de aterrizaje.

Jaume Collet-Serra vuelve a sorprender con una película en la que se maneja muy bien en los espacios cerrados aún con sus defectos propios (y quizá deliberados) de la serie B. No hay mucha lógica en algunas cosas pero el ritmo impulsa al salto sobre esos agujeros y el misterio y la intriga son dos pasajeros más en ese avión que cruza el charco con las horas contadas. Hay recursos fáciles pero no demasiados, hay cosas originales y, desde luego, resta muy poco en el pensamiento cuando se sale al aire despresurizado de la superficie, al otro lado de la taquilla. Liam Neeson sigue siendo el héroe de acción perfecto para Collet-Serra y Julianne Moore secunda sin problemas un papel que podría haber hecho cualquier otra con menos nombre. El rato se pasa y el sonido de la obligación de llevar el cinturón de seguridad abrochado es un poco mentiroso. Defectos pequeños para una película que, sin pretensiones, lleva sin escalas al aeropuerto sin reloj.

martes, 25 de marzo de 2014

A SANGRE FRÍA (1967), de Richard Brooks

Las lágrimas de muerte se reflejan en un rostro lleno de dolor por la lluvia que cae, incesante e implacable, al otro lado de la ventana. El lamento es por una vida que jamás se vivió y por una muerte que acompaña desde siempre. La rabia tiene que ahogarse con la soga de una horca y el crimen, perpetrado por el pueblo, es tan execrable como el que cometieron los dos reos. Es un asesinato a sangre fría por parte de todos. Es una demostración de cómo se puede matar a los dos lados de la ley.
Vagabundear por carreteras perdidas es algo desolador. Pasar cheques falsos proporciona unos minutos de risa cómplice y ya está. Luego vuelve esa sensación de decepción, de que toda la vida es una farsa que no se ha sabido vivir sencillamente porque nadie se ha ocupado de enseñar cómo se hace. Los asesinos somos todos y siempre pagan los más inocentes. Se ejecutaron a seis personas. Dos culpables y cuatro inocentes.
Late la sangre con fuerza después de ver esa imagen que lleva al mismo infierno. La oscuridad se cierne sobre el ánimo porque la película ha llegado a rasgar el pellejo y las motivaciones son tan crueles y tan inútiles que solo se quieren cerrar los ojos ante unos hechos admirablemente narrados por Truman Capote y versionados con extraordinaria profesionalidad por Richard Brooks. Viendo en imágenes esa novela de no-ficción, uno puede oler el cuero de la chaqueta de Perry, a medias un aroma cansado y animal. Se puede intuir el retorcimiento cobarde de Dick que lleva por bandera la raíz familiar y no duda en abandonar los lugares en los que debe estar. Se puede compartir la tensión del Inspector Dewey, ansioso por comprender por qué y sin hallar, de ninguna manera, todas las respuestas. Se puede sentir el calor del hogar de los Clutter corrompido por la sangre que ha sido derramada sin razón, solo porque unas cuantas frustraciones y una buena cantidad de rabia se agolpa en las sienes de unos asesinos. Y palpas el tacto de la madera vieja, algo enmohecida por la humedad, de ese almacén donde se consuma la venganza, la vergüenza de hacer lo mismo que ellos hicieron y del sentimiento de muerte que domina algo que merece, sin duda, un castigo pero no ponerse a la misma altura de los que cometieron un error tan terriblemente reprochable.

Dejo de ver la película. Apago el televisor y me quedo durante unos segundos a oscuras en el salón. Mi mirada es baja, hacia la mesa, herida por una tenue luz callejera. Musito algo pero ni yo mismo alcanzo a entenderme. Es la cuarta o la quinta vez que veo esta película y aún así estoy arrasado. Tengo que recoger el ánimo del suelo y volvérmelo a poner. Enciendo la luz. He visto cine. He visto literatura. Y he visto cuán bajo podemos caer. Sin perdón posible. Sin otras consideraciones. Tengo que apoyarme en el respaldo de una silla para volver a coger aire. Yo también he muerto un poco, una vez más, con los Clutter. Yo también he muerto un poco, una vez más, con Perry y Dick. Y dos muertes en una sola noche son demasiado para mí. Me voy a la cama con la seguridad de que mañana volveré a ver la luz del día.

viernes, 21 de marzo de 2014

ESCRITO SOBRE EL VIENTO (1956), de Douglas Sirk

Con mucho cariño, dedicado a Jazmín Abuín, una mujer que hizo que visitara en una sola noche a Etta James, a Liza Minnelli, a Barbra Streisand, a Tina Turner...Ella completó mis sentimientos mientras cantaba y así me hizo llorar, reír y cantar. Tal vez en esta ocasión. Con agradecimiento y toda la admiración.

El viento teñido de negro. Pozos de petróleo en un paisaje inacabable, marchito y desnudo. El amor que trae y lleva, que prende y destruye. Un hombre que ha crecido a la sombra de otro porque él no sabe madurar, no tiene ni idea de cómo manejar los sentimientos, no quiere saberlo porque su naturaleza es agarrar lo que quiere y tirar lo que no le sirve. Una chica que está enamorada porque sabe dónde crecen los hombres de verdad. Ella pierde el sentido y se desvía por caminos de crueldad, haciendo daño a todos y a sí misma. Es el destino asesino del mismo amor. Hay que matar a lo que se ama porque si no, no se es libre.
No es fácil actuar de niñera durante toda una vida. Es algo que se debe hacer porque la educación y los valores se han aprendido en un ambiente ajeno y eso es una deuda que se tiene que pagar desde el afecto. La amistad se ha extendido y, aunque el cariño es algo que no es fácil de desterrar, hay momentos en los que hay que luchar por la independencia. Todo es ahogo. Todo es hacerse el máximo daño posible. El petróleo corre por las venas de todos los que se mueven en este laberinto huracanado de pasiones y decepciones. Y solo se necesita amar de verdad para resolver los intrincados sentimientos de inmadurez y de comprensión. No todo se cura con una buena cara. No todo se olvida con la piedad.
Una mujer cree haber encontrado la felicidad pero es imposible vivir en ella cuando la atormentada y caprichosa mentalidad de un marido humillado supera cualquier otra sensación. El color del desierto parece adueñarse de la mirada y la locura despechada toma forma entre los pliegues del dinero. No hay tiempo para explicaciones porque cualquier duda puede ser una certeza. Es hora de romper almas y de quebrar sueños. Sueños de tranquilidad. Sueños de gratitud. Sueños mecidos en el corazón de una mujer que cree que la felicidad debería ser patrimonio exclusivo de quien la desea cuando eso no es bastante.

Douglas Sirk dirige un melodrama espléndido, una especie de rompecabezas sentimental en el que destaca, por derecho propio, la avasalladora interpretación de Dorothy Malone, hermosa y potente, que se recrea en su propia sangre para celebrar la vileza a la que puede llegar el amor. Por eso, todo se escribe sobre el viento, porque no puede quedar permanentemente escrito, porque no puede ser recordado como un sentimiento imborrable sino como algo que vino, acarició el rostro de unos cuantos y luego, se fue. Así de volátil es el ser humano. Es puro viento en mejillas surcadas por un río de lágrimas. La frustración es demasiado poderosa. El desprecio es demasiado evidente. El odio es demasiado provocador y siempre se cae en él. Aires de grandeza que son brisas pequeñas en el mapa de unos cuantos corazones arrasados. Grande, muy grande. Sirk. No se puede decir más.

jueves, 20 de marzo de 2014

UNA VIDA EN TRES DÍAS (2013), de Jason Reitman

Hay personas que, sencillamente, no pueden vivir sin amor. Sin él, sus vidas están vacías, carentes de sentido, por mucho que tengan motivos para aferrarse aún a la vida y al cariño. La tristeza domina sus pensamientos a pesar de que saben que tienen que cuidar a otros y darles lo mismo que a ellos se les niega. Son personas de corazón grande y fuerte, que no se rinden ante las adversidades pero, no obstante, se sienten más débiles porque les falta su bastón más importante. No solo dar amor es fundamental para ellas, también lo es recibirlo y sentir que se es amado.

De repente, el destino se dispone a realizar uno de esos giros burlones, un triple salto mortal que hace que todo cambie y se vuelva cabeza abajo. El amor está ahí al otro lado de la mordaza, se presenta disfrazado de la forma más grotesca e imposible pero hay que agarrarlo. No hacerlo sería un pecado contra la misma vida. Los trenes no pasan todos los días y solo pensar en la sensación de la falta de cariño es tan terrible que más vale aferrarse a los barrotes ardientes de una pasión que no puede ir mucho más allá de la vuelta de la esquina.
Y así, de alguna manera, se llega a la segunda base aunque, tal vez, se presienta que esa carrera nunca va a subir al marcador. Y cuando lo haga pasará tanto tiempo que el partido habrá terminado. Eso no tiene importancia. La tristeza, en el fondo, se puede dominar siempre y cuando se mantenga dentro de unos límites razonables. Mientras tanto, se puede mirar por la ventana en un signo inequívoco de espera, o se intenta ver crecer a un hijo que ruega por el mismo cariño que tanto se ha ausentado de una casa. Se trata de ver la vida como una tarta y de llevarse el mejor pedazo.
Lo peor de todo esto es que hay una sensación sobre toda la historia de que nada es demasiado verdadero. Todo suena a un cuento amable, remiso hasta la saciedad que contiene muchas trampas sembradas por el director Jason Reitman. Consciente de que la trama no da mucho de sí y de que se le va la mano en el azúcar, Reitman reviste todo de una lentitud expresiva bastante irritante porque es un intento de llegar a la trascendencia de unos personajes que, simplemente, no tienen mucho que contar. Para ello, maneja bien los resortes interpretativos de Kate Winslet, capaz de transmitir toda la desolación que sitia a esa mujer que teme a la soledad aunque esté dispuesta a luchar contra el tiempo para vencerla.  Por lo demás, no hay mucho que salvar porque casi toda la acción ocurre en una casa, la banda sonora grita en su austeridad casi miserable y hay reacciones que no son nada normales dentro de lo que se supone que es la gente a mediados de los años ochenta.

La felicidad, eso sí, es tan fugitiva como un preso recién fugado de la cárcel y se muestra en los rincones más insospechados. Tal vez puede manifestarse en un día soleado mientras una bola de béisbol salta de mano en mano al son de unas cuantas hojas de árboles mecidas por un viento de verano. O quizás esté en la seguridad que todos sentimos cuando tenemos la certeza de que alguien cuida de nosotros con ternura. O incluso puede permanecer en unas maderas viejas que necesitan un encerado de vez en cuando y en el inconfundible olor de la harina amasada asándose en el horno. El miedo es el gran causante de que siempre digamos no. Y nos sorprenderíamos si dijésemos durante un solo día a todo que sí porque es posible que acabáramos en Canadá, o conduciendo por un paraje que ni siquiera ha visitado nuestra imaginación. El recuerdo y la experiencia nos empujan hacia la negatividad. Como este artículo que, con las cejas levantadas y la voz pausada, les aconseja que hagan otra cosa en lugar de ver esta película. Seguro que tienen mucho más que contar, de forma más apasionante y con un buen puñado de amor en todas sus palabras. 

miércoles, 19 de marzo de 2014

LA CENA DE LOS ACUSADOS (1934), de W.S. Van Dyke

Nick Charles es ese hombre apuesto, educado y un poco socarrón que decide vivir la vida a través de copas de cóctel. Al fin y al cabo, un tipo que es capaz de prepararlos a ritmo de fox-trot merece un respeto. Era detective pero, mira, se encontró con Nora y el padre le dejó un ferrocarril, un par de aserraderos y otros cuantos juguetes y ahora se ocupa de ellos. Le gusta resolver misterios pero aún le gusta más estar con su encantadora esposa. De ahí también su encantador cinismo. Son tal para cual. Ella quiere verle en acción, resolviendo intrigas y poniendo fin a los enigmas. Él se hace de rogar pero es que…un cóctel es un cóctel.
Así que como quien no quiere la cosa, se ve involucrado en un crimen. Es una desaparición y luego hay un par de fiambres. Él sabe que todo necesita un enfoque diferente. El tipo encargado de la investigación no es un mal hombre pero, dicho sea de paso, las buenas personas también suelen ser buenos botarates. Manos a la obra, Nick. Tú tienes todas las llaves, abres todas las puertas, despejas todas las circunferencias de las copas de champán. Eres el hombre ideal para Nora, de eso no cabe duda.
Ni corto ni perezoso, Nick monta una cena donde están todos los sospechosos. Los camareros son policías pero ya se sabe cómo está el servicio. Va jugando poco a poco con unos y con otros. Les hace creer, les engaña, les pone anzuelos. Todos, incluso el que menos, tiene algo que esconder. Con esta gente se las tenía que ver en Nueva York no hace mucho. Pistolas debajo de la mesa y comida fina por encima. No hay nada mejor para un sándwich de madera. El hombre delgado vigila. Hammett sobrevuela la historia aunque, dicho sea de paso, el asunto se aleja bastante de ese permanente sospechoso que era Dash.

Hay que reconocer que esta historia, y las otras seis secuelas que vinieron después, no hubieran sido las mismas sin la pareja William Powell-Myrna Loy. Ellos son el centro de una película que, por sí sola, sabe a cóctel. Y además en su punto. La dirección de W.S. Van Dyke es ágil y un maravilloso ejercicio de dinamismo pero eso no era mérito para el amigo. En el mundillo se le conocía como el jefe que rodaba más rápido en los estudios y aquí se nota. Eso no quiere decir que cayera en el descuido pero sí que hacía que los actores se supieran al pie de la letra el guión, no fueran tentados por la improvisación y se perdiera toda la espontaneidad. Y es que cuando Nick sigue coqueteando con Nora a pesar de estar casados, crees que es de verdad. Cuando los acusados comienzan a sentir los nervios en esa rarísima cena de sospechosos, parece que los estás viendo saltar sobre los apretados platos. Es lo que tiene la verdad. Que a nadie gusta demasiado. Salvo a Nick Charles. Y por eso, tal vez, bebe cócteles, porque sabe que la verdad, muy a menudo, está en el fondo de un vaso de alcohol bien mezclado y bien servido. 

martes, 18 de marzo de 2014

LA GUERRA HA TERMINADO (1966), de Alain Resnais

Las ropas huelen a cansancio y el futuro ya no es lo que era. España se desarrolla a partir de utilitarios modestos y la gente no quiere volver a pensar en el horror de hace veinte años. Quiere salir los domingos y montar un picnic en el campo con su Seiscientos y con los niños. Y no van a cambiar las cosas porque sí. Ahora, precisamente, que ya cada hijo de vecino tiene un cochecito y una casita y algo que llevarse a la boca sin una cartilla de racionamiento de por medio. No hay libertad pero ése es el precio que se paga por la modesta comodidad. Ya vale de tanto mirar hacia atrás, hay que mirar hacia delante aunque delante solo se tenga más de lo mismo.
Demasiados pasos por la frontera, demasiados huesos crujidos después de muchas horas en el coche, demasiados mensajes llevados para nada. A nadie le importa lo que un clandestino se juega cada vez que pasa de la blanca Francia a la gris España. La solución, ya lo empiezan a pensar hasta los trabajadores, no va a venir desde fuera. Se ha enquistado en el país el conformismo con tal de no volver a presenciar la que se armó hace veinte años. Quizá una mujer sea una patria, pero la clandestinidad en el amor también es una carrera tan agradable como inútil. Agradable hasta que aparece el desánimo, el desencanto, el silencio provocado porque no se sabe lo que se va a decir.
Resnais intenta enriquecer el guión que escribió Jorge Semprún sobre el fin de una época y el retrato de una España que, sin aparecer, está siempre presente en el relato. El relato realista sirve para echar una mirada introspectiva hacia un personaje, interpretado sabiamente por Yves Montand, que cree que esa realidad en su país se limita a las idas y venidas, al desencanto creciente de unas ideas que se están quedando atrás en el devenir de una época que no le pertenece, a la asignación y a la lealtad al partido en el que empieza a no creer y a la misma inercia de una vida que no tiene muy claro que desee cambiar. La angustia sitia al protagonista con la misma vida que se aparece, implacable y tenue a la vez, para que nada vuelva a ser como antes y, sin embargo, la lucha siga ahí, presente y cruel, minando la moral y situándole en un punto sin retorno, incapaz de regresar a una existencia vulgar. Quizá porque España se confunde peligrosamente con el partido. Quizá porque ya no quedan muchos sitios hacia dónde ir salvo uno que se confunde peligrosamente con el olvido.
Tal vez la mirada cansada, los huesos de vuelta y el pensar en un triunfo que aún tardará en llegar, llevan hacia unas ideas que también piden a gritos la clandestinidad de la mente. La guerra ha terminado allí dentro, como también lo ha hecho en todos esos compañeros y compañeras que aparcaron sus ideas dentro de un Seiscientos y salen con la familia como domingueros fingiendo felicidad. Lo cierto es que la guerra se ha perdido porque los que resistieron no fueron capaces de observar de cerca un país que está siempre cambiando.

viernes, 14 de marzo de 2014

BEAU GESTE (1939), de William Wellman

La inocencia de unos niños que juegan a ser héroes y que descubren, por pura casualidad, un gran secreto en torno a una joya. El tiempo pasa y esos niños se convierten en hombres, en hombres de verdad y uno de ellos decide salvaguardar el secreto mientras sus dos hermanos juntan sus pasos al destino del primero por cariño, por camaradería, por fidelidad. La aventura aguarda en el árido desierto y allí la arena se tiñe de sangre para dar paso a las lágrimas que anegan el polvo. La brutalidad de la guerra se adueña del ambiente pero, mientras ellos están juntos, la felicidad está a su lado. Un sargento brutal, experimentado y valiente, les hace la vida imposible pero el orden prevalece en los pensamientos de esos hermanos que se han lanzado a hacer lo correcto porque esa es la bandera que tiene que ondear en los momentos de debilidad. Y los disparos acabarán siendo salvas de silencio entre una guarnición fantasmal donde la muerte es la que ordena que se abra fuego.
Todo ocurre porque un fuerte, en medio de ninguna parte, es defendido por un montón de cadáveres. En una osadía sin límites, las almenaras están pobladas de rostros desencajados que ya han ido al encuentro de su fin. La sangre ha hecho cauces en sus expresiones y los fusiles siguen ahí, enhiestos, exhibiendo su arrogancia ante un ataque que suena a victoria. El misterio está servido y nadie sabe por qué el fuerte de piedra y odio ha sido defendido más allá de la vida. Solo el  espectador será partícipe de ese secreto. Solo el hermano más valiente, aquel que jamás se queja, será el que sobreviva.

Maravillosa película, de una asombrosa modernidad, es la que dirigió William Wellman con los rostros inolvidables de Gary Cooper, en una interpretación relajada y memorable, de Ray Milland, de Robert Preston, del sanguinario Brian Donlevy con su cara partida en dos e imponiéndose con un sadismo pocas veces visto. Más allá de ellos, Broderick Crawford, un infantil Donald O´Connor y una juvenil Susan Hayward que pasa las horas tocando el piano, esperando el regreso del hombre que ama. Honor y discreción fantasmal para una historia que habla del valor de unos hermanos que supieron siempre que estaban haciendo aquello que era necesario. El desierto como testigo y el calor asfixiante martilleando con su amenaza del ahogo. Entre medias, batallas, bromas, peleas, trifulcas y rebeliones que quedan también sepultadas entre el viento del terreno estéril y hostil, allí donde los pasados se entierran y los futuros mueren de sed. Poco importan las banderas y los falsos patriotismos cuando la honestidad es la verdadera motivación. Y para siempre, el amor entre tres hermanos inmortales, que supera barreras para convertir a niños en hombres y a hombres en héroes anónimos, insignificantes y desaparecidos. Bello gesto para terminar una vida. Gran película para afrontar una noche.

jueves, 13 de marzo de 2014

EMPERADOR (2012), de James Webber

Conseguir que un país devastado por las llamas y por la ira del mismísimo infierno se ponga en pie es una tarea que se antoja imposible para la labor de unos invasores. Más aún si esos invasores son incapaces de comprender una cultura milenaria que basa toda su fortaleza en la devoción hacia sus símbolos y que no admite la humillación hacia ellos. Los japoneses se rindieron al final de la Segunda Guerra Mundial y aceptaron el deshonor que suponía la derrota pero jamás hubieran consentido el derrocamiento de su Emperador, representante divino en la Tierra, centro de la adoración colectiva, señal inequívoca de que algo podía permanecer más allá de la vergüenza.

Un hombre quiso comprender las razones que llevaron a toda una nación hacia la locura de la guerra cuando ese mismo país libraba una batalla interior entre los políticos de cuello duro y los militares de sable afilado. A pesar de conocer a los japoneses, de haberlos estudiado y de haber descubierto su capacidad para amar, aún es incapaz de entender su ciega devoción hacia la realeza que les representa e intuye que, detrás de ese pueblo que se hacina en sus calles arrasadas, que apenas puede comer y mucho menos levantarse, su preocupación es el terrible deshonor que ha supuesto la rendición, algo que, sin duda, les condena a vagar por los infernales senderos del rechazo y de la más profunda e hiriente de las humillaciones.
La labor de ese soldado que intenta, por todos los medios, volver a reconstruir su vida bombardeada es demostrar hasta qué punto el Emperador Hiro Hito dio el beneplácito para comenzar la guerra con el ataque a traición a Pearl Harbor. Los verdugos, los mismos que arrojaron hongos de muerte y destrucción en Hiroshima y Nagasaki, se convierten en jueces sin razón, sin legitimación posible ante tanta desolación provocada por sus propias acciones de guerra. Pero cuando callan los cañones, los políticos se sientan a hablar bajo las máscaras de la imprecisión y de la falsedad. Y todo se esconde bajo la más fría crueldad.
El inicio de esta película es puro vigor, con ritmo e interés. Su fondo es apasionante porque la investigación que emprende el militar interpretado con intensidad por Matthew Fox tiene muchos puntos oscuros que están rodeados de miles de años de tradición que los japoneses siempre se han negado a cambiar y, sin embargo, con todos los elementos necesarios para ser apasionante, se queda a medio camino porque una historia de amor rompe el ritmo. Y lo rompe porque James Webber (un director que prometía después de la más que aceptable La joven de la perla) se empeña en descifrar el enigma de la devoción exacerbada a través de la misma dedicación que implica el amor verdadero y desgarrado. Mas allá de eso, la película tiene algunos aciertos como la socarrona interpretación de Tommy Lee Jones como el General Douglas MacArthur o una potente banda sonora debida a Alex Jeffes, aún reciente en la memoria su estupendo trabajo en Mandela, de Justin Chadwick.
Lo cierto es que es difícil entrar en la mente de esa raza de ojos oblicuos que anteponía sus creencias y su dedicación a cualquier otra consideración humana, utilizando escudos avasallantes como la arrogancia y la superioridad moral prescindiendo de una verdad que resulta más que evidente. Nadie tiene derecho a juzgar las creencias del otro y menos cuando la imposición de esas creencias ha traído tanto sufrimiento y tanto horror. Tal vez, por eso, solo quedan las fotografías de los éxitos y el camino de descenso de un dios siempre está pavimentado con las almas ciegas que han huido de la razón y de la lógica, dos de las armas más implacables que posee el ser humano. Lo demás solo es manipulación, política, la nada disfrazada de un todo demasiado turbio. 

miércoles, 12 de marzo de 2014

UN MALDITO EMBROLLO (1959), de Pietro Germi

Inspector Ingravallo. Un policía cansado, que ve pasar las horas entre sospechosos, comisarías e investigaciones que no le agradan. Más que nada porque, de vez en cuando, tiene en sus manos un maldito embrollo en el que los más inocentes son los más culpables. Es una época triste porque todo el mundo tiene algo que esconder y todo parece un escondite para la moral. Un robo en el que la víctima no tiene muchas ganas de colaborar. Un asesinato de una mujer que, por pura casualidad, es vecina de la víctima y que atrae a Ingravallo. Una chica que solo quiere tener un pedazo de esa felicidad a la que todo el mundo tiene derecho. Un muchacho que, a pesar de su ingenuidad, ha decidido tirar por el camino equivocado. Un marido equívoco, fascista e iracundo porque no ha recibido ni un céntimo de la mujer asesinada. Un cura pacificador y redicho. Un tipo relamido que dice que es médico cuando no ha acabado la carrera y que era el confidente de la mujer Otro rompecabezas que se sumerge en la rutina. Suficiente como para ocultar la mirada detrás de unas gafas ahumadas porque Ingravallo está en una realidad fea, sucia y que solo desvela todas nuestras debilidades.
Todo se complica. La investigación no avanza. Los hombres de Ingravallo se mueven entre la eficiencia, la gula y el abuso de autoridad. Maldita sea. No hay nada que funcione en un país que no acaba de salir de la mentira que significó la guerra. Ingravallo deja trampas por el camino. Por si acaso hay algún sospechoso que decida sacar los pies del tiesto. Sabe que hay mucha mediocridad alrededor y él…bueno, él no puede disfrutar de unos minutos al lado de su novia porque hay mucho trabajo, porque no es mediocre, porque sabe cumplir con su obligación y porque alguien tiene que pagar por un crimen que ha sido injusto al acabar con la vida de una mujer que no era feliz. Eso es lo peor.

Se podría creer que hay un imposible maridaje entre el neorrealismo italiano y el cine negro pero Pietro Germi obró el milagro con una obra sensible y urbana, capaz de hacer un retrato de una sociedad que no ofrecía soluciones a través de la resolución de un crimen. El resultado es brillante y, muy a menudo, olvidado porque Un maldito embrollo se erige en una rara joya del movimiento neorrealista al mostrar un motivo fuerte en medio de la rutina, de esa realidad que tanto han querido mostrar otros cineastas de su generación. Él mismo asume el papel del Inspector Ingravallo, con un aire cansino, muy deudor de otros personajes de parecido trazado del cine americano y que, sin embargo, exhibe un dolor interior atrayente, haciendo que el lirismo sea algo presente en todo el periplo investigador de un hombre que no puede cambiar la realidad pero sí quiere hacer que algo, aunque pequeño, sea mejor. Tanto es así que Germi, sabiendo que estaba saliéndose de lo ordinario, no duda en homenajear Roma, ciudad abierta para decir, bien a las claras, que él estaba dentro de ese movimiento, de esas inquietudes y que el caso policial que intenta resolver su personaje es solo una realidad más que alguien debía retratar. Y él lo hizo de forma admirable. 

martes, 11 de marzo de 2014

EL AIRE DE UN CRIMEN (1988), de Antonio Isasi Isasmendi

El sol golpea con su yunque en la plaza de un pueblo cualquiera. Polvoriento y desértico a la hora de la siesta, con su pilón dando frescor a quien se pierda para abrevar o a quien necesite de agua para su regadío. El bar, con el seco olor a anís y las maderas viejas y algo pegajosas de tanta soledad, es lo único que parece tener vida con las consabidas cortinillas de abalorios, que se balancean por el leve frescor de la trastienda. Las moscas vuelan libremente haciendo el molesto ruido del minuto eterno. Y la muerte deja un rastro difícil, de crueldad implícita en una villa rodeada de monte bajo, de cruces de carreteras perdidos y de espejismos de agua en un horizonte que parece no tener fin.
El orujo anima y más el de esa región. Más vale meter un cadáver en alcohol para hacer que el líquido sea bueno y así los acentos cerrados se ahorran los lamentos del olor. Nadie sabe con certeza qué es lo que ha pasado y un capitán del Ejército de Tierra, destinado en un castillo reconvertido, intenta esclarecer una deserción, una trampa, un chantaje y una oferta que nadie puede rechazar. Las prostitutas del consabido bar a las afueras se aferran al dulzor de un tiempo que parece parado. El médico se desespera bebiendo porque, tal vez, no tiene ya demasiadas ilusiones. El republicano acogido al perdón disfruta mientras desgrana los cotilleos de la comarca. Y siempre los pobres, los que no tienen dónde caerse muertos, son los que pagan la maldad de los ricos. Todo confluye, como el cauce de los ríos de agua fría que pasean bajo el sol y recogiendo los regueros de sudor de un país que parece olvidado de la mano de Dios.
En la bodega, el olor se vuelve rancio, como una especie de mezcla de corcho seco y disolvente aguado. Allí es donde se cuece un crimen que nadie entiende porque los cadáveres son distintos, porque la muerte ha intercambiado las verdades para hacer, por una vez, justicia. Los pobres han pagado pero también van a exigir su parte de satisfacción. Así, los ricos, por una vez, van a perder. En parte, por la brutal venganza y en parte, por la inteligencia de un militar que se niega a la rendición. Ya está bien de que todo el mundo crea que se pueden reír de las tres estrellas de seis puntas. Basta con un tiro bien dado. Entrada por la garganta y salida por la cabeza. Y el asunto cuadra mientras el orujo fermenta en la bodega. Ése es el aire que se respira cuando el crimen huele a desolación y a fuga, a cucarachas y a viento solano.

Espléndida y muy desconocida película de Antonio Isasi Isasmendi basada en la novela de Juan Benet que maneja con maestría un reparto que parece agazapado en la sombra de una siesta que no termina, El aire de un crimen juega con la investigación de un asesinato mientras nos retrata la vileza que se incrusta en todos los estamentos de una España que no ha cambiado tanto porque seguimos siendo los mismos. Los poderosos, los miserables, los pueblerinos, los vengativos, los crueles, los violentos, los incultos, los rebeldes, los viles que obligan a apartar la mirada…Ese aire es peste y ése es nuestro país.

viernes, 7 de marzo de 2014

EL FIN DE SHEILA (1973), de Herbert Ross

Una venganza servida como un juego. Algo muy inteligente para resolver un asesinato. Claro que no se necesita mucho si los jugadores son esa gente frívola y disipada que se dedica a hacer películas. Una noche oscura, unas cuantas copas de más, un coche sin control y una mujer muerta. Eso pasa con la rapidez con la que se estrena un nuevo título. Pero hay alguien que no lo olvida. Y entonces no hay nada mejor que urdir una charada para que el asesino salga de entre las sombras y confiese su crimen. Y si no sale bien, al menos, se sentirá incómodo.
Entre los jugadores, una muestra de la fauna y flora que crece y se multiplica en Hollywood. Un guionista que camina por la cuesta abajo del fracaso. Una agente agresiva en la mesa de despacho y en la cama. Un director que hace tiempo que dejó atrás sus mejores momentos. Una actriz con un físico deslumbrante y que navega por las resbaladizas aguas del éxito. Un aspirante a productor que tiene más pasión por la vida que por el cine. Una mujer que se ha criado entre la gente del cine, rica heredera que sabe que la diferencia entre el éxito y el fracaso está en un hilo que es demasiado fácil de cortar. Y como único juez y referente, el marido de la víctima, socarrón, audaz, con tendencia a la humillación, con el afán de demostrar a todos ellos que no son más que basura que, alguna vez, se creyó que era algo.
Hay que reconocer que El fin de Sheila es una extraña película que salió de las mentes de dos guionistas impensables como el actor Anthony Perkins y el compositor Stephen Sondheim, expertos jugadores de juegos de la sospecha en las aburridas fiestas de la fábrica de sueños. Para dirigir, el siempre eficaz Herbert Ross, y para interpretar se reúne un reparto ecléctico y pintoresco como James Mason, Richard Benjamín, Raquel Welch, Dyan Cannon, Ian McShane, James Coburn y Joan Hackett. En el vestuario, Joel Schumacher y, como escenario, las azules aguas del sur de Francia. El mismo Hollywood dispuesto a retratarse desde abajo con la excusa atrayente de uno o dos asesinatos. El resultado es una película leve, sin grandes pretensiones pero que destaca por una cierta inteligencia en su planteamiento y en su sorprendente desarrollo. Al fin y al cabo, la venganza es una de las motivaciones más antiguas de la Humanidad y toda ella se encuentra encerrada en un lujoso yate, temerosa de perder lo que ya ha ganado. Pandilla de cobardes vestida de gala.

El fin de Sheila no es más que el principio de las miserias de todos los que rodeaban a la víctima porque, en todos ellos, anidan la envidia, la soberbia, la pereza, la ira, la lujuria y la vanidad. Un puñado de pecados capitales para una gente que se dedica a crear sueños y, también, a destruirlos. Es lo que pasa cuando se trabaja en una industria que eleva y derriba a mitos mirando tan solo las cifras de su última película. Más que nada porque todos, hasta el más inocente, tienen algo que esconder.

jueves, 6 de marzo de 2014

PHILOMENA (2013), de Stephen Frears

Una madre nunca deja de amar por mucho que el destinatario de su cariño sea un extraño. Más aún si ese niño que un día tuvo le fue arrebatado en medio de un falso olor a santidad, creyendo estar al servicio de Dios cuando solo se está al servicio de las más rancias creencias. Una de ellas es creer que Dios exige al pecador un pago en kilos de sufrimiento. A Dios no hay que temerlo, hay que amarlo, porque su perdón es el que hay que poner en práctica y en Él no existe el odio como tampoco debería existir entre nosotros.

Estar al margen de los problemas de la gente normal no es más que un signo de pereza mental, de deseos de pertenecer a una élite que, en el fondo, no sirve para nada. Ser útil en el trabajo de periodista es informar de las injusticias con objetividad, sin cobrarse venganzas, sin falsos sensacionalismos que solo llevan a la adulteración de la profesión. La responsabilidad de hacer algo por alguien mientras se informa es tan grande que lo único que hace es fabricar profesionales de la huida disfrazados de valientes. Eso no es periodismo. Es oportunismo. Y eso es lo que ahora mismo sobra en el mundo.
En el fondo de los ojos de una anciana yace tanto dolor que la invitación a perderse entre ellos es demasiado tentadora como para rechazarla. A esas arrugas de experiencia y de serenidad, hay que acompañarlas. A ese entusiasmo por encontrar una parte de sí misma en el eterno viaje del encuentro, hay que dar apoyo. A la tremenda bondad de sus gestos y afabilidad en sus ademanes, hay que darle respeto. Hoy, sencillamente, hay muy pocas personas dispuestas a dar compañía, apoyo y respeto. Son valores en fuga en un mundo donde sólo vale llegar primero, llegar mejor y llamar mucho la atención. Y la respuesta a todo quizá esté ahí al lado, en la siguiente esquina, en el parque más cercano, en la certeza más próxima.
Y es que es difícil dar la espalda a las raíces porque, tal vez, en unos ojos se encuentra toda la ternura de un niño que se fue mirando por la ventana de atrás de un coche. En gestos diferidos se aprecia la verdad de un presente que nunca fue propiedad de una madre porque se perdió los mejores momentos de un hijo de diferente destino. Sus primeras notas, sus primeros juegos, su primer amor, su primer título, su primer trabajo, su primer fracaso, su primer éxito...Momentos que pueden pasar desapercibidos para el resto pero que construyen toda una vida dedicada al amor, al pecado de amar, al mejor y más agradable de los pecados.
Bajo una elegantísima dirección de Stephen Frears, que cuenta las cosas pausadamente y con unos movimientos de cámara llenos de clase y paciencia, Judi Dench impresiona en sus hechuras, en sus gestos, en sus miradas que desarman, demostrando cómo se llega a ser una gran actriz y cómo eso que ella hace en la pantalla no tiene nada que ver con lo que hacen esa oleada de jóvenes actrices que aún no aguantan un primer plano. Todas sus arrugas, todas sus sonrisas, todo su sufrimiento es compartido con el espectador porque ella traspasa toda apreciación inteligente y lo único que se puede hacer contemplando su arte es guardar silencio en una señal inmortal de respeto y de cariño hacia una mujer que hace olvidar durante un rato los problemas para estar junto a ella. Única e inigualable. Actriz con mayúsculas.

Por lo demás, hay que tener la certeza de que la gente sencilla, la que ve el programa de televisión que todos ven, la que compra el periódico de titulares más grandes, la que lee libros de complejidad más simple que este artículo, merece todos los respetos de aquellos que se creen que pertenecen a otra clase porque se han movido en otros ambientes o se han codeado con políticos de medio pelo que no han dudado en vender a los más allegados para prolongar, unos meses más, su carrera de engaños. Más que nada porque, como dijo el poeta, el que sabe de dolor, todo lo sabe y ellos han sufrido mucho, mucho más.

miércoles, 5 de marzo de 2014

ENCRUCIJADA DE ODIOS (1947), de Edward Dmytryk

La noche es un bosque lleno de luces que ciegan y marean. Es ese sendero hecho de asfalto y cemento que hace posible el encuentro con un tipo con cara de facineroso, que cambia de actitud a cada segundo y que parece esconder a una fiera debajo del sombrero. Las apariencias casi siempre son mentira y eso hace que una chica sea un momento suspendido en el cariño, un instante que se querría prolongar para siempre aunque la noche, maldita oscuridad herida de blanco, se empeñe en engullir a las almas sin rumbo.
La noche, teñida de luz y de alcohol, es la tumba para un hombre que ofrece intenciones demasiado oscuras para unos cuantos soldados que vuelven, precisamente, de las tinieblas. Todas las imágenes se deforman a través de una copa y un asesinato parece ser cometido por uno cuando, en realidad, está aplastado entre las manos de otro. Menos mal que existe el compañerismo porque hay lazos que la guerra ha anudado con demasiada fuerza como para romperlos por culpa de la noche. Noche de calles húmedas y cines abiertos. Noche de días errantes intentando encontrar el camino de vuelta a casa.
Detrás de una pipa, con mucha experiencia y algo de amargura, también hay un policía que sabe lo que significa el odio. Lo ha experimentado en sus propias carnes porque la sociedad, básicamente, es una hoguera de odios, donde la ira se quema y sirve de combustible para las frustraciones. Un soldado tras otro pasan por su interrogatorio y él se va convenciendo, poco a poco, que el odio es el móvil, que no existe otro, que no habrá nunca otro. Y sabe que el tipo que da rienda suelta a su odio incluso cuando dice nimiedades es el perfecto candidato para haber cometido un crimen.

Edward Dmytryk dirigió con negra precisión esta historia de Richard Brooks con medidas y admirables interpretaciones de Robert Mitchum, Robert Ryan y Robert Young. En la época fue conocida como la película de los tres Roberts y el resultado es una fascinante aproximación a las razones del odio latente que siempre subyace dentro de la sociedad americana. Solo ésa es la razón para tantas desorientaciones y tantas pérdidas de sendero y solo se necesita una excusa para dar rienda suelta a ese sentimiento. Una excusa de raza, de homofobia, de desprecio, de cobardía. No importa, el caso es que el odio salga y escupa toda la corrupción que guarda dentro. Y lo mejor es que lo haga en la noche, en esa noche que oculta tantas personalidades contrapuestas, tantas frustraciones, tantos ojos en vela intentando encontrar la tranquilidad necesaria para el descanso. Pero el descanso no existe porque, detrás de él, siempre estará el odio, acechante, tratando de establecer un acuerdo con la ira sin atender a ninguna otra razón personal. Y debemos intentar que no salga, que se quede dormido en la cueva, olvidado de nuestras circunstancias, dejando que lo que de verdad merece la pena de nosotros mismos salga a la luz y vea un nuevo día que parece que nunca llega.

martes, 4 de marzo de 2014

BAJO EL FUEGO (1983), de Roger Spottiswoode

Quiero dedicar este artículo al programa "Conversacines", un programa que, en muchas ocasiones, ha estado bajo el fuego y que solo la ilusión de su presentador y director Jesús de León ha sido capaz de llevar adelante. En este humilde y sincero homenaje, quisiera destacar a todos los que han participado en él de alguna manera y que nos han acompañado con sus letras o con sus voces, ofreciendo sus puntos de vista, equivocados o no, pero con una pasión común para todos como es el amor al cine. Ucrania y Venezuela también están al fondo de estas letras y mi corazón siempre está con los que pierden y, sin embargo, no dejan de luchar. Demasiada gente para tan pocas letras, lo sé. Pero, a veces, los sentimientos también se tienen que poner bajo el fuego.

Disparar con la cámara. No dejar de retratar de la realidad. La gente muere y nadie se entera. Mientras las guerras sean lejanas, todo eso no deja de ser algo que solo nos toca de soslayo, un entretenimiento para la hora de comer en un telediario que siempre tiene algo de sensacionalista. Dispara, fotógrafo, dispara. Mata ideas, pon los puntos sobre las íes y di quién tiene razón. Mientras tanto, las pasiones humanas serán tu cuarto de revelado, lo que, en el fondo, pone el acento en tu trabajo. Que el mundo se entere y que tu mundo cambie.
En el campo de batalla, entre las calles de la gente que solo quiere paz, habrá mercenarios cínicos sin moral que tendrán que salir vivos porque, al fin y al cabo, sus informaciones siempre serán una fuente de la que beberá tu cámara. Un disparo certero acabará con alguien con quien has tenido simpatía durante unos instantes. Y la peligrosa tarea del represor siempre terminará con una vida que lo único que pide es no implicarse e informar. Tanto es así que la víctima tampoco se implicará en su propia vida salvo en los instantes previos de su muerte.
Por las calles, cascotes muertos pidiendo recogidas de moral, elementos de los servicios de espionaje que tratan por todos los medios de continuar la obscenidad del poder. Una mujer llena de valor puede cambiar el punto de vista de la cámara porque también los objetivos fotográficos tienen que descansar y mirar algo que es irremediablemente bello entre tanta muerte desatada. Y el mundo ignora todo eso. Prefiere pasar de largo ante una mano pidiendo ayuda, o ante matanzas indiscriminadas. El error está ahí, intentando tener su oportunidad. La foto equivocada en el momento más inadecuado. Echar una mano con la luz de una mentira que pretende ser verdad para que, por una vez, ganen los débiles. Las revoluciones nunca se ganan. Solo son excusas para ondear falsos sentidos de patriotismo, exacerbados rostros de júbilo para enaltecer al guerrillero muerto. Nada vestida de todo. Hasta la próxima guerra.

Ésta es una de las mejores películas que se hayan hecho nunca sobre los corresponsales de guerra porque sabe retratar, desde dentro, todo lo que sienten esos profesionales que intentan que la verdad no se pierda en el camino hasta los ojos del espectador. Nick Nolte hace bien su trabajo como ese fotógrafo que se siente obligado a tomar partido cuando eso es lo último que se espera de reportero gráfico en medio de la refriega. Joanna Cassidy está bellísima, azul como el color de sus ojos, sufriente como las arrugas de sus labios resecos. Gene Hackman es el auténtico periodista del frente, que quiere la verdad, incluso en su propia vida, pero que jamás será capaz de arriesgarse para defender a quienes lo merecen. Y, sobre todos ellos, una esplendorosa banda sonora debida a Jerry Goldsmith, poniendo acentos sobre flautas de pan, colocando ritmos de cañones sobre una acción que tiene que ser cosa nuestra porque estamos cansados de tantos intereses sobre las vidas humanas. Lo que tiene que triunfar no es otra cosa más que la verdad. Y ésa, precisamente ésa, es la primera víctima de cualquier guerra. Y la música de Goldsmith es sincera y paciente, genial y, también, forma parte del ruido de las balas dando la vuelta por las esquinas de un país que, sencillamente, siempre nos ha dado igual cuando, junto con muchos otros, debería removernos y hacernos gritar.