No es fácil ver esta
película. De alguna manera, Ingmar Bergman te coloca un serrucho muy cerca del
alma y, si te mueves un poco, te herirá con saña. A veces, con otras películas,
basta con quitar la vista de la imagen para huir de ella. Con esta, no vale.
Tienes que verla o no. Es una decisión que cada cual debe aceptar. He visto
muchas, muchas películas. He disfrutado tanto que es casi pecado decir que el
cine ha sido mi amante, mi amigo y mi consuelo. Y me temo que así seguirá
siendo hasta el fin de mis días. Y he visto esta película dos o tres veces y es
de esas que me deja agotado moralmente, arrasado emocionalmente, admirado
estéticamente. Al final, reconozco que Bergman ha jugado con mi alma, esa que
nunca ve, y la ha agitado hasta unos límites que cuesta volver a restituirla a
su estado original. En el rojo que inunda esta película, se asiste al agobio de
una enfermedad terminal y, al mismo tiempo, al resurgimiento de una serie de
resentimientos hondos, profundos, amargos e, incluso, brutales que hacen que
los sentidos lleguen a un tope, que las verdades no puedan ser dichas porque
sólo pueden ser interiorizadas, que la expresión máxima de un arte es
introducirte dentro de él y viajar descontroladamente por las sensaciones que
un cineasta inmortal te quiere descubrir. Aunque para eso tengas que descender
hasta los mismísimos infiernos.
En muchos minutos del metraje, te das cuenta de que las palabras se quedan muy cortas y que Bergman utiliza los rostros de las actrices para decirlo todo. Y no hace falta nada más. Sus expresiones son los diálogos. Sus ojos son los énfasis. Su cuerpo es el acento. La cámara lo recoge todo y lo traslada allí mismo, al lado del que se acerca a ver la película con valentía y, paulatinamente, siente que todo se esfuma porque el director sueco te deja en carne viva ante una serie de temas que no sueles afrontar, pero que, de alguna manera, están siempre latentes en nuestro pensamiento y en nuestro corazón. Ese corazón que, después de la película, sale trastabillado, con sístole, pero sin diástole. Encogido sin poder estirarse. Amedrentado por la crueldad y por la sinceridad que acaba de ver. La desesperación se une a ese silencio. El vacío se abre inmenso y se cierra con fuerza para producir el agobio y la angustia existencial de unas hermanas que se han odiado y que ni siquiera la cercanía de la muerte va a poder diluir. No siempre se olvida todo. Las cicatrices están ahí. Y están abiertas. Jamás han llegado a cerrarse. ¿El amor? Sí, también existe. Es tan maravilloso que suele estar callado en un rincón. Es esa presencia que siempre está, pero que nunca se hace notar. Si te das cuenta de que existe o no, ya es cuestión tuya. La naturaleza de nuestro ser es también nuestra maldición. El terror es lo cotidiano. No hacen falta monstruos. Ya los tenemos a nuestro alrededor. La compasión ya la dejaremos para el momento de reclamarla. Es posible que nadie la regale. Todo el mundo que ame de verdad el cine, debería ver esta película.