miércoles, 31 de octubre de 2012

ARGO (2012), de Ben Affleck

El terror por la supervivencia es el mejor espectador para la mentira bien urdida. Basta con tener imaginación, superar a los captores, arriesgarse como en una película, hacer creer que la ficción es posible y la dura realidad dejará el paso franco con un reguero encharcado de sangre, de peligro, de desconfianza, de tensión insoportable, de un puñado de sudor en una tierra de calor. Es caminar por el abismo con una ametralladora apuntando a la sien. Es hacer creer que la mentira es una verdad dentro de otra mentira.
Y es que en una confrontación donde no hay bondades, la vida debe prevalecer. No importa que la política, la conveniencia, la venganza, el odio y el rencor se paseen impunemente dejando los cementerios llenos y las miradas perdidas. Cuando el mundo se agita hasta tal punto y comienza su estado de ebriedad, lo que importa verdaderamente es el esfuerzo por salvar vidas. Hay mil modos, mil excusas, mil mentiras. Y la mentira más grande de todas es la que hace que todo sea verdad.
La tensión se apodera de los músculos como cuerdas estiradas más allá de la resistencia. La soledad, aún estando acompañado, es uno de los enemigos más invencibles y hay que doblegarla con la sinceridad por delante y el empuje por detrás. La seguridad es vital cuando la vida se balancea sobre un país convulso, que clama sangre, que pide venganza. La justicia, a veces, es una broma que se disfraza de fanatismos inútiles y de exaltaciones de la estupidez. Todo tiene una razón, sí. Pero se desdibuja hasta lo grotesco cuando la única ley que impera es la del cobro de una deuda que nunca, nunca se podrá pagar.
Con la mente puesta en el nervio de la evasión que supuraba en la notable Cortina rasgada, de Alfred Hitchcock, Ben Affleck demuestra, una vez más, que es bastante mejor detrás de las cámaras que delante. Exhibe un maravilloso dominio del tiempo narrativo, de la planificación inteligente, de la angustia de la imagen traspasada al corazón en vilo. Es difícil hacer de la fuga una excusa para que una película tome forma de coartada. Y aún es más difícil hacer que todo sea tan creíble que se llegue a pensar muy seriamente que, por una vez, la ficción supera a la realidad.
No cabe duda de que sabe a poco la utilización que hace de dos actores que son pura delicia bajo los focos como John Goodman y Alan Arkin pero eso carece de importancia cuando el argumento absorbe la atención, se sufre con los dedos agarrados al brazo de la butaca y se puede tocar el silencio de la audiencia. La locura del mundo guarda una misteriosa armonía con el desquiciamiento de un cine que parecía haber derivado hacia las batallas estelares de guiones delirantes. El dinero de Hollywood puesto en entredicho. Las guerras secretas de la C.I.A colocadas en el territorio de la duda permanente. Y aún no se sabe quién finge más.
Todo en el discurrir de la historia encaja en el dinamismo de la brutalidad emergida como sombra. Esta ahí y en cualquier momento puede estallar. Y Ben Affleck maneja con una destreza cercana a la maestría la ambigüedad del instante siguiente. Eso sí, su interpretación de espía especializado en rescates tiende a la somnolencia como una forma de actuar con frialdad pero eso es otro engaño de una película que nunca se rodó pero que sí se pensó. Esa es la imaginación. Sin ella, no somos capaces de sacar adelante el día a día y todavía hay políticos que se empeñan en esconderse tras palabras vacías que son telones para el miedo. Es lo que pasó con unos rehenes que fueron cautivos de un tiempo y de una época de gritos y confusión. Y más vale partir siempre de la verdad si hay que fabricar una mentira que embauque a todas las fuerzas que se empeñan en hacernos prisioneros.

martes, 30 de octubre de 2012

HOTEL TRANSILVANIA (2012), de Genndy Tartakovsky

¡Qué mala es la edad del pavo! Los niños ya no son niños aunque los veamos con ojos de niños. Y encima quieren salir, relacionarse, probar cosas, aprender. ¡Si en casa pueden aprender todo lo que quieran! Bueno, pues no es suficiente. Quieren volar por sí mismos, encontrar amores, sufrir decepciones, acumular fracasos y descubrir triunfos. Los jóvenes son así. No saben batir las alas y ya quieren hacer un vuelo trasatlántico. Pobrecillos. No saben que ahí fuera, la calle está poblada de monstruos dispuestos a hacerse pastelitos de carne con su yugular.
Y es que el misterio siempre se encuentra detrás de impasibles muros de piedra de rara belleza incrustada en la oscuridad. La genialidad consiste en juntar a todos los monstruos posibles, dotarlos de personalidad, hacer una buena retahíla de chistes, salpicar las secuencias con homenajes a Regreso al futuro, de Robert Zemeckis; o a la forma y estilo de Woody Allen; o a Monstruos S.A. y Ratatouille de la factoría Píxar e incluso a En los límites de la realidad en el episodio dirigido por George Miller y la sangre, perdón, la ensalada está servida. Jugosa y complaciente. Eso sí, la sal que proporciona la música no es que sea decepcionante, es que merecería quemarse sin piedad en las hogueras bien atizadas del Diablo.
Mientras, hay risas poco malvadas en esas llaves de las habitaciones, coquetonamente adornadas con cabezas reducidas, en esas armaduras de rigor que deben existir en todos los pasillos de cualquier castillo que se precie, en esa recepción maximalista situada en el mismo hall de la fortaleza. En algunos momentos, hasta parece que el ritmo quiere ser tan trepidante que escapa a la comprensión pero, queridos colegas, eso ¿qué más da? Hay que ir a ver la elegancia supina de una Drácula sobreprotector, la ingenuidad deforme de un Frankenstein atolondrado que tiene límites gracias a su dilecta esposa, la aparición, nunca mejor dicho, je, de un hombre invisible recién salido de Manhattan, la juerga egipcia que se trae la Momia e, incluso, me atrevería a decir la diversión algo gamberra del peor monstruo de todos, el más sanguinario, el más depredador, el más terrible: el ser humano.
Así pues, es tiempo de llenar el cáliz de jugosa hemoglobina, de dejar de jugar con fuego, de permitir al sol que aparezca en el rostro de las vampiresas, de abandonar el miedo con un par de buenas carcajadas (lo asesinan sin remedio) y de brindar por la mayoría de edad dentro de la eternidad. Porque la risa, el pasárselo bien, muy por encima de todo lo demás, es lo único que queda como huella a nuestro paso. Por eso no se puede entender un mundo de monstruos sin sentido del humor. ¿Y encima querrían seguir viviendo? Anda ya. No hay nada como derramar unas cuantas gotas de crueldad a risas. Así ellos se ríen de sí mismos y también vemos cuán monstruosos y cuán maravillosos son, cuánto nos han hecho soñar y cuánto nos hacen temblar. Incluso los humanos, puaj.

viernes, 26 de octubre de 2012

UN LARGO ADIÓS (1973), de Robert Altman

Sí, es posible. Tal vez ésta no sea una gran película. Tal vez es la película que más se aleja del mito de Philip Marlowe. Tal vez sea una parodia deliberada eligiendo al intérprete más opuesto al estereotipo del célebre detective privado. Yo, simplemente, creo que es una puesta al día del hombre duro. Del que recibe por todos lados. Incluso por parte de los amigos. Hasta se aleja ostensiblemente de la que está considerada la mejor y más compleja novela de Raymond Chandler. Pero es una película por la que siempre he sentido algo especial. Quizás porque yo también he tenido largas despedidas que han acabado repentinamente con un portazo, como el sonido de un percutor sobre el casquillo del revólver. O porque yo también he puesto la amistad en un lugar apartado de mi vida, esperando que hasta allí no salpicara la basura que me ha llegado hasta el cuello. O, incluso, porque yo también he hecho señales desesperadas pero no evidentes para que la mujer de la que estaba enamorado se fijara en mí y no mirase en otra dirección esperando un gesto que nunca llegó. O porque yo también me he hecho el buen chico con la confianza de convertirme en algo importante en la vida de alguien. O porque, al fin y al cabo, nunca he dejado de mirar la vida con un cierto escepticismo pero conservando, en algún lugar secreto, una serie de valores que sólo aireo cuando me apuntan con la pistola de la moral, de la presión, de la injusticia, de lo evidente o del desprecio.
En cualquier caso, siempre que estoy en medio de una conversación sobre cine y el tema deriva hacia Robert Altman, por encima de vulgaridades tan ociosas como citar Gosford Park, o Kansas City; o las sempiternas y excelentes Vidas cruzadas, El juego de Hollywood, MASH, El volar es para los pájaros o la estupenda Nashville...yo siempre cito, ante la sorpresa general a Un largo adiós...Y, claro, me miran como si fuera un bicho raro y comienzan a burlarse (como tantos y tantos cinéfilos) de mis gustos tan poco al uso...Poco después me levanto y escenifico un breve adiós.
 

jueves, 25 de octubre de 2012

LOOPER (2012), de Rian Johnson

El presente y el futuro parecen dos fuerzas condenadas a enfrentarse en la eternidad. Su conexión es tan íntima que ambas están condicionadas. Queremos cambiar el presente para tener el mejor futuro posible. El futuro, tarde o temprano, también se hace presente y seguimos queriendo cambiarlo por algo mejor porque no todo se ha realizado, no todo se ha conseguido. La felicidad y la calma suelen ser visitantes demasiado efímeros y entonces el futuro, el presente, viene a nuestro encuentro y tenemos que morir para que nada se haga realidad, todo sea un sueño, todo sea una simple visión que puede o no puede ser verdad.
Y cuando miramos a los ojos del ser humano en el que nos convertiremos dentro de treinta años, vemos que ahí hay demasiado dolor, demasiado pasado para querer vivir el futuro. El oro y la plata brillan hoy pero, tal vez, su fulgor no sea visible mañana. Y todo es un interminable y saturante bucle, que deja lágrimas, sangre, violencia, horror, sufrimiento y renuncia y no ha cambiado nada. El futuro es siempre el presente.
El alrededor se convierte en un circo de oscuridad, de esperpentos morales que van a la deriva porque nada tiene sentido. El camino que parece decidido es un deslizante pasillo hacia el equilibrio más precario. El disparo resuena como un martillo en el pecho, rompiendo huesos y vísceras, obligando a no mirar hacia delante. La sangre brota a borbotones empapando lo actual de razones perdidas y egoísmos acerados. Todo fluye en muchas direcciones pero solo una es la correcta.
Partiendo de un argumento atractivo, estamos ante una de esas películas que avanza a trompicones, que se demora en tranquilidades que no cuadran con un tiempo que siempre sigue su destino y que, a cada segundo, comete el delito de continuar. Es el gran defecto al que nos condena el maldito segundero. No se queda, no se perpetúa de ninguna manera. Nos atenaza durante un segundo para volver a hacerlo en el siguiente, de otra forma, sin dilación, implacable, cruel, rítmico. Se asesina a sí mismo para volver a nacer. El tiempo es el indicador del fracaso o del éxito. Es el juez y es la víctima. Es la permanente certeza de que la vida se escapa.
Disparando a todas partes, Rian Johnson consigue una película que incomoda, que no deja resquicio y que tampoco convence. Porque lo que quiere ser una fábula de violencia se convierte en un cuento fácil, en un mísero reflejo en el que nos damos cuenta de que nunca seremos la persona que realmente quisimos ser. Ni siquiera un actor que ha mostrado su talento prometedor como Joseph Gordon-Levitt consigue dar con el tono del personaje tal vez porque, en un error de enfoque y sospecho que de dirección, se ha decidido que él intente imitar al futuro, encarnado por Bruce Willis, y no al revés. El resultado es que Willis, sin mucho personaje en donde escarbar, le da lecciones sobre el estar, el actuar y el saber y todo se desdibuja peligrosamente en algunos callejones sin salida, segundos de suspensión que se entretienen en algún que otro personaje absurdo, en la insistente pretensión de mostrar un futuro feo, retratado como un tugurio al aire libre aunque el local donde se dan cita todos los asesinos del porvenir sea nada más y nada menos que La belle Aurore, homónimo de aquel otro en el que los cañones se confundían con los latidos del corazón en un París que muere para volver a revivir en Casablanca.
Si queremos cambiar el futuro, asesinemos el presente. Disparemos un tiro en medio del corazón de todo lo que podemos llegar a ser. Quizá se abran otras posibilidades que sean mejores, otros horizontes más despejados, más sinceros, más humanos. Hagamos que ese presente cambie, no esperemos al segundo siguiente. Será demasiado tarde para que podamos hacer aquellos que una vez soñamos.

miércoles, 24 de octubre de 2012

LA MATANZA DE TEXAS (1974), de Tobe Hooper

Es hora de que afilemos un poco los colmillos, seamos presas de la desfiguración aterradora y resuene dentro de esa inmensa caja de resonancia que es el cuerpo humano el horrible chirriar metálico y motorizado de una sierra en busca de una carne que cercenar.
La matanza de Texas título mítico del cine de terror de serie B que ha alcanzado cotas de culto sublime no deja de ser, además de un festival de sangre y casquería, una historia narrada con un tono irónico por Tobe Hooper que, años más tarde, alcanzaría fama y gloria con una película mucho más depurada en su miedo como fue Poltergeist. Hooper quiso narrar la verídica historia de un psicópata que usaba la sierra mecánica como si fuera un vasto desgarro de floretes hiriendo el aire salpicando nuestra paciencia y también nuestra mirada descreída ante tanta bestialidad exagerada, ante tanta brutalidad en busca del alarido que despeje nuestro temor, ante tanta matanza que hundió las raíces de la sangre en la arena del árido Texas.
No cabe duda, la película tuvo y tiene su público. Yo he visto con estos ojitos que me ha dado Dios a gente loca de furor y de entusiasmo ante tal virtuosismo visceral que, más tarde dio lugar a tantas y tantas coincidencias de fechas entre viernes y trece e incluso a una secuela que no fue a ver más que el incondicional de la máscara que oculta la expresión del horror más maligno.
Así pues, relájense. No puede haber nada más seguro que el hecho de que esta película está emparentada con las tragedias griegas al ir en busca de una catarsis a través de los medios que el presupuesto (muy, muy exiguo) puso a su alcance. No busquen interpretaciones brillantes, ni argumentos de agudeza contrastada, ni lógica en el comportamiento de las futuras víctimas (ya saben, en esta clase de películas lo que la víctima nunca debe hacer, siempre lo hace, no falla). Sólo hay que entrar en el juego que nos propone Hooper con una visión teñida de rojo sangre y una mirada de cierto descreimiento, no por no creernos la historia de este psicópata (que parece ser que tuvo algo de real), sino por darle un respiro a nuestros maltrechos corazones que pisan el acelerador cada vez que oímos el amenazador ruido de un motor poniéndose en marcha…como el de una moto de pueblo dispuesta a hacer un caballito molón. Entre tantas y tantas cosas, no sé si me he explicado muy bien pero seguro que si mis dedos fueran cuchillos me hubiera hecho entender mucho mejor. Denle recuerdos al asesino. Ese tipo me lo hizo pasar muy mal en un cine en una aterradora tarde de novillos despiezados…

martes, 23 de octubre de 2012

EL PUENTE DE WATERLOO (1940), de Mervyn LeRoy

La mirada confundida con la niebla como si el sueño de amar fuera sólo posible bajo la húmeda capa de las lágrimas evaporadas. Los ojos esperando, como quien aguarda el acontecimiento que haga cambiar la vida porque el corazón comienza a palpitar con la fuerza de un gigante que, por momentos, se cree invencible. Los cristales empañados bajo el calor del vaho que se forma para ser sustituido por el oxígeno que te hace respirar con la profundidad de la existencia acunada. La historia se escribe, con pluma de zapato en los ecos de la noche, sobre los adoquines de un puente, testigo mudo y quieto del encuentro de dos sentimientos bombardeados. Y une, como por arte de leyenda, las dos orillas que se miran fijamente con tanta precisión como el final y el comienzo, la nada y el todo, el hombre y la mujer.
Las sombras se dibujan, perfiladas, en el lienzo de la nebulosa como trazos eternos de aquello que, aunque separado, nunca muere. El final no existe para quien empieza en la acuosa pintura del blanco y negro, colores de nostalgia para los que sufren la derrota de un nombre de batalla. Ella espera. Él busca. La vida redimida aguarda. El frío cala. La pena permanece. El amor está para siempre aunque el precio sea demasiado alto y los días demasiado cortos. Un beso en un puente puede quedar ahí, suspendido en el arco de nuestra memoria, en el soporte de nuestra sensación más querida, en la piedra que brilla con la luz de una farola que convierte la calle en nuestro hogar, tal vez porque allí, colgada de nuestros pensamientos, vimos a quien se llevó todo, todo nuestro amor…y todo lo que de bueno llevamos dentro.
El negro siempre es el que domina al blanco y hay ocasiones en que hay que ver una película con el corazón y no con la cabeza. Y El puente de Waterloo, nexo de unión de la gloria y la derrota, es una de ellas.

viernes, 19 de octubre de 2012

LOLITA (1962), de Stanley Kubrick

Antes de empezar a leer este artículo quiero dejar bien clara una cosa. Quien piense que la Lolita de Adrian Lyne es mejor que la versión firmada por Stanley Kubrick ya puede teclear otras letras en la barra de direcciones y largarse. Así de claro. Me traen al pairo razonamientos como que la ausencia de censura permite una mayor libertad creativa o que Dominique Swain tiene una edad más parecida que Sue Lyon a la nínfula descrita por Nabokov en su libro. Convenceros de una vez, estas no son vuestras líneas.
¿Ya habéis dejado de leer cual Clare Quilty disparado tras pinceladas de pintura de sangre? Bien. Pues a los que siguen les diré que la irresistible abyección de un hombre que la aceptó como estilo de vida sin comprender del todo que su actitud era execrable hace que, como mínimo, algo de nuestro interior se remueva con la incomodidad propia de quien se sabe culpable. Y ese es el gran mérito de esta gran obra maestra de Stanley Kubrick. En ningún momento (y lamento estar hoy con el canasto de las chufas dispuesto a volcarlo en el primero que pase por mi lado) el gran director nos está diciendo que la actitud del protagonista (un tremendamente turbador James Mason) sea ejemplar y vivificante. No hay invitaciones a seguir por ese camino. El retrato que Kubrick hace del profesor Humbert es parecido al filo de una navaja rasgando la delicada piel de nuestros más íntimos deseos. Kubrick no dice que eso sea estupendo. Todo lo contrario. Lo que dice es que todos tenemos algo de Humbert y que revisemos nuestras conductas para no caer en el viejísimo pecado de la pederastia (y quien dice pederastia puede sustituir esa despreciable palabreja por lujuria desbocada o cualquier forma de corrupción no sólo física, sino también moral y social).
Nos incomoda asistir al proceso degenerativo que se opera en el obsesivo profesor Humbert pero, sin embargo, qué extraña crueldad, como el personaje nos ha caído mal desde el principio con su falta de escrúpulos, nos sentimos más tranquilos ante los bajos instintos de Clare Quilty (un inmenso Peter Sellers) porque es más ingenioso, nos conquista desde la primera secuencia y vislumbramos claramente que dará su merecido abandono al reprochable Humbert…cuando, en realidad, él es tan corrupto y oportunista que nuestra propia moral debería vomitar de puro asco.
Quizá una historia como ésta, que no tiene nada de amable, lo que hace es obligarnos a mirar en un espejo deformante los lados más turbios de nuestra personalidad más oculta. Por algo Stanley Kubrick pensaba que el mundo no era un lugar agradable donde vivir.

jueves, 18 de octubre de 2012

LO IMPOSIBLE (2012), de Juan Antonio Bayona

Lo imposible no es que la Naturaleza se rebele con toda su furia y convierta a un paraíso en un desierto de agua. No es que la fuerza de la corriente se lleve por delante hogares, hoteles, árboles, animales, personas, coches, muebles, historias y sueños. No es que la desolación quede tras las catástrofe porque eso es abrumadoramente normal. Ni siquiera es que haya heridas abiertas en las pieles mojadas haciendo lo posible por abrir paso a la muerte. Lo que es verdaderamente imposible es volver a sentir la emoción del reencuentro.
Lo imposible es que los que menos tienen siempre son los que más dan. Es que el que lo ha perdido todo desea que el que esté al lado no pierda algo. Es tener la certeza de que el ser humano guarde tanto cariño y, sin embargo, la rutina y el contacto diario con la gente haga que se nos olvide la capacidad de amar sin recibir nada a cambio. Es ese sentimiento de ayuda que tanto cuesta extraer de nuestro interior cuando se trata de un desconocido. Es ese abrazo en el momento justo que te da las fuerzas necesarias para seguir luchando, para seguir sufriendo, para seguir adelante aunque ya todo sea un erial de agua marchita. Lo imposible es sacar una madurez anticipada a un muchacho que solo desea ser niño. Es sentir, de forma emocionante y única, lo increíblemente importante que es que un niño te dé la mano solamente para sentirse seguro, porque te acepta como alguien con quien está seguro, porque recupera la confianza de niño que, en algún lugar del camino, siempre perdemos siendo adultos.
A ratos, Lo imposible es una película terriblemente conmovedora porque rechaza fijarse en la distorsión creada por la misma Naturaleza y prefiere posar su mirada en los seres humanos y en todo lo maravilloso que llevan dentro a pesar de estar rodeados de millas de agua, de basura, de hierros retorcidos, de cadáveres a los que ha sorprendido la muerte sin poder gritar, de cristales dispuestos a hincarse en lo primero vivo que encuentren y de la penosa confusión que sigue al hecho. Siempre hay un silencio oportuno o una mirada de compañía o una caricia en el momento justo cuando la desorientación es tal que ni siquiera el cielo ofrece respuestas. Solo el agua las da y casi siempre es la respuesta que no se quiere escuchar.
Juan Antonio Bayona articula una película de imposibles porque es consciente de que se nos está olvidando ofrecer humanidad al vecino, porque el miedo no está en que una ola gigantesca y devoradora se te eche encima. El miedo está en la soledad después de que lo imposible haya ocurrido, de que un minuto antes se tenía todo y, de repente, no se tiene nada más que agua, fría y hostil, furiosa y temible, descarnada y tramposa. Todo el futuro se evapora con la ira del agua. Todo el presente muere con ella. Todo el pasado gira alrededor gritando y ahogándose en pánico. Y no hay nada a lo que asirse. Solo seguir viviendo para que los más débiles continúen el camino.
Aún con algún momento de esa cámara tan nerviosa que tanto le gusta a Bayona y dos o tres instantes de lágrima demasiado fácil, el espectador siente la ola en las gradas del cine, llorando con sus protagonistas, exhalando sonidos de fastidio cuando las cosas no salen y, sobre todo, provocando tsunamis en la costa de sus labios cuando Naomí Watts, verdadero motor de la película junto con la impagable mirada de los niños, actúa con pasión e intensidad.
Lo imposible no es que el mundo se venga encima. Lo imposible es que haya tantas personas buenas y no sepamos que existen. Porque hacen falta catástrofes de esta magnitud para darnos una exacta medida de toda la comprensión y ayuda que necesitamos todos. Y ahora permítanme que ponga punto final para decir cuánto quiero a mi familia.     

miércoles, 17 de octubre de 2012

HAMLET (1995), de Kenneth Branagh


Dudar es morir. En el planear de la venganza no caben vacilaciones. La representación teatral (teatro dentro del teatro siempre es la vida representada) señala con su dedo dramático al culpable. El amor, el único amor, el verdadero amor, siempre será el gran sacrificado y se convertirá en la locura desatada por la ausencia de lo que más se quiere. El punzón rozando la oreja del diablo debería ser la justicia del desdichado pero a pesar de ver al muerto removerse en su tumba, el príncipe duda. Y duda porque la venganza, en sí misma, también es morir para quien la practica. Los fantasmas son una visión aterradora que hace que también dudemos de que un alma vague en la pena de ser asesinado. Todo es una enorme partida de ajedrez con el suelo de tablero y la amistad será la lágrima sentida del superviviente. En la tragedia del vengador que nunca se vengó pero que fue asesinado por venganza, la piedad es la gran ausente salvo en el que duda. Conspiraciones, asesinatos, duelos a espada, intrigas palaciegas, desgracias, casualidades desafortunadas, el humor de quien entierra, la presencia de quien sabe, la voz que retumba, la historia contenida mientras en el mundo interior se desmoronan todos los límites que separan la guerra personal de un mundo exterior que se consume bajo las llamas de un país invadido y sin dirección porque no hay quien rija aquello que está fuera de su propio descontrol. La oscuridad fingida del hombre inteligente sólo lleva a la traición de quien dice ser tu amigo. El cielo llora porque ella, la única ella que has tenido en la vida, se ha convertido en polvo arrasado por la muerte. El eslabón más débil se rompe. Y caes en el vacío. En un vacío que de pura nada te ciega la razón y no te deja ver que también eres el blanco de tus enemigos. Es todo el precio que se paga por dudar.
Hamlet, de Kenneth Branagh. La única versión íntegra que se ha rodado para el cine convertida en un enorme libro de visualidad fascinante, de estampas que rozan la gran creación, de una dirección de actores que incluye nombres tan extraordinarios como el propio Branagh, Julie Christie, Kate Winslet, Jack Lemmon, John Mills, John Gielgud, Judi Dench, Robin Williams, Gerard Depardieu, Charlton Heston, Richard Attenborough, Rufus Seawell, Billy Crystal, además de sus habituales amigos Richard Briers y Brian Blessed, actores de seguridad aplastante…El príncipe rodeado de su corte para hablarnos del ser o no ser, de la duda y del honor y la venganza…

martes, 16 de octubre de 2012

LA BATALLA DEL RÍO NERETVA (1969), de Veljko Bujalic

En 1943 Adolf Hitler ordenó la total aniquilación de los guerrilleros partisanos yugoslavos. Lejos de rendirse, se atrincheraron en las montañas bosnias y allí combatieron, armados únicamente con el valor y unas cuantas balas, a los tanques alemanes, a la infantería italiana, a la crueldad chetnik (yugoslavos de origen serbio partidarios del nazismo), a la aviación, al terreno y a las inclemencias de un tiempo que también se convertía en un enemigo muy peligroso a batir.
Veljko Bulajic, director de la película, no esconde sus simpatías hacia los partisanos pero pone en juego la virtud de mostrar todos los puntos de vista y adereza cada una de sus motivaciones partisanas con un buen puñado de ejemplos sobre la amistad y camaradería entre los propios guerrilleros que se transformaron en poderosas armas contra la masacre. Para ello, consiguió juntar un reparto de reclamo seguro encabezado por el experto en demoliciones Yul Brynner, seguido del director ruso Sergei Fiodorovich Bondarchuk (uno de los mejores realizadores del cine moderno soviético) como un duro oficial de artillería. Y del otro lado nos coloca al amargado oficial alemán encarnado por Hardy Kruger que, en el fragor de la batalla, llega al convencimiento de que nunca se podrá doblegar a un enemigo para el que rendirse no es una opción; o a Curd Jürgens, general del ejército alemán que tiene que jugar en el tablero de la política con ese carácter extraordinario que, en apenas unos pocos minutos, sabe crear como nadie Orson Welles, esta vez en la piel de un senador chetnik, deseoso de sacar unas cuantas contrapartidas a los invasores.
Así pues, con unas cuantas muestras del saber hacer de unos actores plenos de veteranía, Bulajic no deja de ofrecernos unas bien dirigidas secuencias bélicas que nos ilustran sobre el horror, sobre la brutalidad, sobre la división de quien debería estar en el mismo bando, sobre la valentía nacida de la necesidad, sobre unos cuantos que no supieron rendirse y otros que no conocieron nunca cuál era el camino de la victoria. Podríamos decir que, de alguna manera, esta película es la versión de la Europa del Este de El día más largo, sólo que realizada con un mayor realismo. El resultado es una buena película, algo lejos de la obra maestra, pero aún así un fresco de carácter histórico que no deja de interesar y de ser parte de una guerra de los Balcanes que ni los nazis supieron ganar.
Tal vez, la visión completa de cómo corrió la sangre por las abruptas montañas de la resistencia balcánica se pueda obtener con esta película y con La quinta ofensiva, de Stipe Delic (curiosamente con parte del guión escrito por el propio Bondarchuk) y con Richard Burton de protagonista pero no se preocupen: Esta noche, el trago que beban mientras ven esta película estará, a buen seguro, mezclado con unas cuantas gotas de sangre.

jueves, 11 de octubre de 2012

EL FRAUDE (2012), de Nicholas Jarecki

Detrás de las cifras con demasiados ceros, siempre está el maldito olor a muerto. Víctimas que han caído porque los que están allá arriba, en la cumbre, no dan importancia a un sí o un no, porque hace tiempo que ya han asesinado a la conciencia, porque el dinero es el cáncer de cualquier sociedad que está jerarquizada por quien tiene más, aunque en realidad, dentro de su mente, dentro de su corazón, dentro de su alma, son pobres de solemnidad, cadáveres putrefactos, criminales que merecen la muerte más lenta, el desprecio más vivo y la indiferencia más absoluta cuando quieren bajar al terreno de las personas. Pírrico consuelo para los que nos hallamos bien abajo, en el primer piso.
El dinero es poder, es esa facultad para tapar lo innombrable, para hacer el negocio en el filo, para resultar creíble y para ser camuflado por la connivencia de sus propietarios. El dinero no sabe de sentimientos, de talentos, de cariños, de pactos tácitos, de conductas humanas. El dinero solo sabe de conveniencias, de ser útil para llamar a más dinero. Es frío y calculador, es el reflejo en un papel de lo que nos desciende al instinto más animal y más primario. Sí, claro, es necesario para vivir. Pero a todos, incluso a quienes lo tienen, nos gustaría tener más. Más es la palabra clave.
Y así, puede que alguna vez podamos bajar nuestra cotización tributaria a través de generosas donaciones a fundaciones benéficas u hospitales públicos. O puede que nos inviten a recoger el premio al “hombre más inteligente del año” aunque seamos cenutrios con un traje de tres mil euros. O, a lo mejor, pidamos a alguien que nos preste unos cuantos milloncejos para tapar un agujero que no tiene que ser visto en las auditorias contables y no haya problema porque la garantía sea nuestro encanto personal, nuestra sonrisa elegante y nuestra sabiduría en preparar unos cuantos cócteles en el momento preciso rodeado de todo lo que hace falta para estar ahogado en lujo.
Detrás de toda vida cómoda, hay muertos por el camino. Un accidente inoportuno, una venta fraudulenta que nadie va a conocer, un peón molesto porque, de vez en cuando, las mentes criminales también tienen que sentirse bien. Pero, eso sí, una hija queda arrasada en su conciencia, deja de ser persona y también se convierte en un número y, señores, aquí no ha pasado nada. Millones que se pierden. ¿Y qué? Ya habrá quien los cubra porque solo hay una cantidad limitada de dinero y se trata de tener la mayor parte.
No hay demasiados atractivos en una película que se empeña en subrayar que no hay buenas personas en la cumbre, que todo es un maldito fraude y que da igual lo que hagamos, pensemos o sepamos. Ellos se van a librar. De una manera o de otra. Y si a cualquiera de los que gastamos zapatos en la calle se nos ocurre urdir la más pequeña estafa, se nos va a tratar como auténticos delincuentes, armas peligrosas que no deberían andar entre sus semejantes. En principio, podría parecer que Susan Sarandon es un activo dentro de esta historia, pero no, porque no se cree demasiado lo que está contando; o que Tim Roth nos iba a regalar una de sus interpretaciones intensas e inquietantes, pero no, en vez de eso, se dedica a despatarrarse en el primer asiento que pilla, ir con su traje muy arrugado y no conseguir el tono con su placa de policía. Lo de Richard Gere...bueno, pues ya se sabe, el tipo de ojitos pequeños y andares provocativos, hace lo que puede pero no cuela como brillante banquero, de reputado reconocimiento académico y astucia financiera apabullante. Y además hay como un aire de levedad en toda película, que no apuesta fuerte en ningún momento bajo la dirección de Nicholas Jarecki, que se limita a ofrecer unos retratos reprochables pero que no carga con intención cuando muy bien podría hacerlo. Como tantos otros que hemos preferido pecar con el silencio cuando se debería protestar. 

miércoles, 10 de octubre de 2012

LA MÁSCARA DE HIERRO (1977), de Mike Newell

No hay que dejarse engañar. Para ver esta película hay que deshacerse en la memoria de aquella aceptable versión que se rodó a finales de los noventa con un reparto de campanillas encabezado por Gabriel Byrne y completado por Leonardo di Caprio, Gerard Depardieu, John Malkovich y Jeremy Irons y que se estrenó con el título de El hombre de la máscara de hierro. Aún partiendo del mismo original literario debido a la pluma de Alejandro Dumas, aquí no tenemos a los cuatro mosqueteros dando una increíble e indescriptible muestra de valor físico y moral. Tenemos que conformarnos con un triste y nostálgico D´Artagnan interpretado por Louis Jourdan y a un Luis XIV que tiene el rostro del televisivo Richard Chamberlain (¿se acuerdan del revuelo que hubo alrededor de El pájaro espino?). Además hay que reconocer que es una película realizada expresamente para la televisión lo cual se deja notar en algunos aspectos de la producción, así que procuren que no les cambien un rey por un impostor.
Lo mejor de la película es la aparición de ilustres actores secundarios que dan algo de categoría a todo el juego de suplantaciones y supercherías. Ahí están Ian Holm y Ralph Richardson para demostrarlo y no hay duda de que la trama es brillante, más que nada porque Alejandro Dumas supo hacerla apasionante desde la primera página. Dentro de la película hay contrastes morales, inteligencias y buenos pasajes aventureros y algo del sabor y el espíritu de la novela sí que consigue atraparlo cual vuelo de palomas dibujado por el cruce de espadas inevitable por la defensa y honor de uno de los símbolos de Francia como fue “El Rey Sol”. El caso es que la película es eficiente, bastante nítida en su narración, entretenida, algo sobrecogedora, romántica y no exenta de una cierta ética de guerrero dispuesto a batirse por las cosas que se creen justas.
Así que, en ocasiones, es preferible el sucedáneo al auténtico, más que nada por algún exceso de crueldad, y no me estoy refiriendo a la película sino a ese rey que se rodeó de hombres de una sola pieza. Por otro lado, la historia contiene su intriga, buenas coreografías a espada, lo cual es de agradecer a un director como Mike Newell que, posteriormente, hizo una aceptable carrera en el cine con títulos como Cuatro bodas y un funeral y a un director de fotografía estupendo como Freddie Young al que se le deben visiones tan espléndidamente panorámicas como las de Lawrence de Arabia. Todo es válido si lo que se quiere infundir es un hálito de esperanza en un pueblo que moría a manos de una aristocracia sin conexión ninguna con la gente, entregada al ocio y al hedonismo más absurdo. Lo cierto es que también se intentaron aprovechar del éxito que había causado un par de años antes las versiones de Richard Lester Los tres mosqueteros y Los cuatro mosqueteros en las que, por casualidades de la vida, el papel de Aramis lo interpretaba el propio Richard Chamberlain. Son cosas del cine. No hagan caso. Lo importante es que no está mal.

martes, 9 de octubre de 2012

CANTANDO BAJO LA LLUVIA (1952), de Gene Kelly y Stanley Donen


Dedicado al programa "Conversacines" de Radiópolis Sevilla y a todos los que han participado en él de una manera y de otra. Porque ser parte de esa gran familia me ha hecho cantar bajo la lluvia.

El aplauso de la lluvia cayendo sobre el suelo. La caricia del agua para cantar que se ama, se baila y se vive. Una oportuna farola donde un  bailarín se quedó para siempre. Los charcos que parecen vivir tras un chapoteo, con sus respiraciones acompasadas y lentamente diluidas. La calle es un teatro y el corazón también quiere salir ahí y saltar con la agilidad de quien es feliz. Un momento eterno. Un dibujo en mi pared.
Pero no solo eso, también es un recordatorio permanente de que hay que hacer reír aunque las bromas dichas en voz alta puede que sean menos graciosas que el mimo silente. O un “buenos días” repetido porque tiene que haber un mañana que sea mejor. El claqué se dispara en una interminable racha de punta y tacón cuando se hace sorna con un trabalenguas estúpido y entonces los pies parecen tener alas, la música se acompasa al baile, la broma se hace eterna y entonces la sonrisa se queda siempre, asociada al nombre de esta película, de esta obra maestra que nos hace recordar que los tiempos cambian, no siempre para mejor pero que la alegría no está en el cambio, está en el interior.
Y de paso, ya que estamos, un homenaje al cine en sí mismo, porque es fábrica de sueños mentirosos, de historias que queremos creer, de momentos que se quedan grabados a compás y pirueta, de chorros de agua que caen libremente sobre rostros desenfadados, de paredes escaladas con la habilidad y la fuerza imposible del chiste más loco, de sonidos desincronizados, de telones levantados para dar un poco de verdad a la luz falsa y al oropel embustero. Es la magia, es el paraguas regalado porque sí en una noche de tormenta, es la vocalización exagerada, es la sobreactuación impostada. El cine une personas a través de joyas que nos hacen cantar bajo la lluvia.
Todo es una melodía en pos del éxito. Tenemos un baile, una pierna larga en media de seda, una moneda que sigue siempre el mismo camino, unas gafas aplastadas, un recuerdo imborrable, un viento que coloca el velo de la belleza por encima de las nubes, la seguridad de que lo que remueve las entrañas es difícil que vuelva, pero, sobre todo, la certeza de que esa melodía, esa vida que nos mueve y nos conmueve, nos llevará hacia delante, hacia sueños más grandes, hacia bailes más vigorosos, hacia músicas más pegadizas, hacia todo lo que vale la pena vivir. Porque, al fin y al cabo, de eso habla esta película. De todo lo que vale pena vivir. Aunque sea solo un baile bajo un aguacero celebrando que la felicidad ha vuelto a coger el compás, de que el pentagrama exhibe las notas precisas, de que la coda tiene que ser espectacular y de que los méritos, tarde o tempranos, tienen que ser reconocidos. El sueño se repite y yo canto bajo la lluvia, esperando ver al día siguiente todo lo que merece la pena ser vivido, con la compañía de la felicidad, con mis alas en los pies y mi corazón inquieto. Glorioso sentimiento.

viernes, 5 de octubre de 2012

MÁTALOS SUAVEMENTE (2012), de Andrew Dominik

Diablos. Unos tipos deciden dar un golpe en una timba y son unos auténticos inútiles que coquetean peligrosamente con la piltrafa. Un asesino viene de lejos para ocuparse y tiene unos problemas afectivos, efectivos y adictivos. Un abogado se encarga de encargar todos los trabajos sucios a un tipo que se las sabe todas, que no tiene ni un gramo de escrúpulos y que pone reparos en matar a la gente que conoce. Un mafiosillo de tres al cuarto propone el palo y no sabe por dónde van a venir los tiros. Y para colmo, el organizador de las partidas de póquer recibe más que una estera porque hace años intentó hacer exactamente lo mismo que ese par de basuras prescindibles.
El frío se acusa en cada escaramuza. La lluvia cae para empaparlo todo en sangre o, mejor, para clarear la sangre más brutal. Los tonos se hacen tan tenues que el blanco y negro es poco menos que obligatorio. Es normal. Tanta violencia solo puede ser retratada así. Lo demás son tonterías. Por mucho que un tipo diga que América es una nación, o una comunidad o un pueblo. América es un negocio. Así que paga por cada disparo.
Las charlas interminables que son motivaciones atípicas se suceden para descubrir el lado más vulnerable de unos cuantos individuos que se dedican a matar para lavar los trapos sucios de unos cuantos desalmados. Y el caso es que esas mismas charlas parecen hacer mella en la moral de los que les escucha. Porque no se comprende muy bien que un asesino tenga un ápice de sensibilidad o que sepa con exactitud la vida y obra de Thomas Jefferson. Esos fulanos saben disparar. Con maestría. A través de dos cristales de coche y usando la intuición como mirilla. Pero es difícil de tragar que se cedan trabajos como quien se deja lápices en el despacho. No sé, no sé. Paga lo convenido, cabrón. O vas a ver la exacta densidad de tus sesos.
La droga corre y la violencia está concebida como una intensa cámara lenta llena de estéticas visuales sorprendentes, de músicas que implican algo más íntimo que un percutor haciendo eficientemente su trabajo. Los cristales rotos son agua atravesada sin estallido y hacen la función de espejos de discoteca girando en una espiral de salpicaduras y lamentos. Los golpes son inmisericordes, implacables y secos. El dinero mueve el mundo, señores. Y el problema es que ya no hay dinero.
No hay nada como convencer a la víctima de que se va a salvar si colabora. Así tienes chófer y compañía. Luego un tiro en la sien cuando menos se lo espera y listo. Lo demás es rutina. Pero, eso sí, hay que matarlos suavemente, a distancia, sin que los ojos te miren porque la súplica es tediosa y el ruego es un coñazo. Las balas salen sin preguntar pero el que aprieta el gatillo tiene que estar ahí, haciendo su trabajo y más vale hacer las cosas bien o el próximo disparo va a llevar grabado el nombre del ejecutor y eso no tiene gracia. Ni siquiera tomándose unas cuantas copas para infundir valor.
Natural es el trabajo de Brad Pitt. Sin aspavientos ni estudiadas poses. Su interpretación es tan implacable como su papel. Con seguridad, cogiendo el tono de un profesional que apunta, dispara y no corre. Su lógica es tan aplastante como su munición. Y es el único que destila inteligencia porque si los mafiosos se nutren de esta jungla de animales, más vale que comiencen a pagar un poco más y compren calidad porque el negocio se les va a ir por las alcantarillas. Es lo que tiene ahorrar costes. Que el trabajo se devalúa. Si pagas menos, acabas teniendo menos. Si el negocio es matar, la sangre va a servir para tapar los desconchones de la chapuza pero va a haber demasiadas pistas. Irregular es la cosa. Y nada fiable. Algo así como esta película.        

jueves, 4 de octubre de 2012

EL ARTISTA Y LA MODELO (2012), de Fernando Trueba

Las curvas de la belleza se escapan de entre los dedos, como pintura mal mezclada en una paleta de experiencia. La idea es una fugitiva que no se deja atrapar hasta que la casualidad se cruza, la desesperación se alía y el milagro se produce. La Naturaleza no deja de proponer motivos para la maravilla, para la imitación de una realidad convertida en arte. La búsqueda de la perfección, en suma, no es más que el principio de la caída, de la sabiduría magistral, de una cima que no se puede volver a alcanzar.
Y ahí están las hojas, con su arpa de hierba resonando en la tranquilidad del ánimo. El mármol espera, quieto y paciente, a la inspiración que no siempre aparece. La curiosidad se asoma por detrás de las piedras mientras el mundo se derrumba y cae por el precipicio de lo efímero. El trazo se hace firme para que la mano modele el espíritu. La creación no deja de llamar a la puerta, disfrazada de inocencia, de ingenuidad, de un punto de rebeldía hundida en el silencio, de una encantadora mirada que se hace novia de la sonrisa. Luego, cuando todo acabe, vendrá el inevitable vacío, la imparable soledad y una despedida cariñosa a todo lo que merece la pena.
Por el camino, el desnudo parece una obra divina, el enaltecimiento de la voluntad de lo más hermoso. El hombre es una pieza tan prescindible como un pincel. La mujer es el lienzo, es la belleza de la postura, es la adorable quietud, es el juego inoportuno y la risa juguetona. La vejez comienza a irse porque ya lleva demasiado tiempo tratando de convencer al artista de que la muerte es lo siguiente. El sol se eleva. El aire sopla suavemente mientras el pan se seca. El silencio habla. El aprendizaje escucha. El gusto ve.
Así, poco a poco, esbozo tras esbozo, vamos descubriendo que el artista consulta con la Naturaleza para crear la forma soñada, el contorno amado, la silueta que marca sus límites con la armonía. El trabajo es duro porque el mundo llama y la muerte se impacienta. Todo se va pegando con papel y cola para crear una sinfonía estética, un movimiento petrificado, un amor reprimido por el tiempo. Vivir para crear, ser Dios en una época de desgracia, tiene que ser algo muy cercano a la plenitud.
Fernando Trueba realiza una película de silencios elocuentes, de diálogos morosos, de momentos de profundo sentimiento que se erigen cuadros en el rostro de Jean Rochefort, intenso en su ancianidad, afable en su sonrisa de aprecio por los detalles que brinda la eterna inspiración de la Naturaleza, rígido en su exigente búsqueda de la verdad en el cuerpo femenino y sólido en sus convicciones de humanismo sin color, de solidaridad sin tendencia, de ser una obra de arte en conductas y éticas. Se encuentra bien acompañado por un blanco y negro que parece revelado en la nostalgia y en la calma deseada. Y el resultado es una historia sensible, nítida, que casi se puede modelar en las manos del espectador con el gozo de haber encontrado una explicación al proceso de crear. La mano de Trueba es la de alguien que sabe qué quiere contar y cómo contarlo y es muy difícil hacerlo en unas escenas en que las miradas sustituyen a las palabras, en que las actitudes son auténticos motivos y en que la verdad parece ocupar su lugar preciso en el lienzo que él propone. Porque la escultura exhala sinceridades con su volumen, con su densidad y con su tacto. Porque un cuerpo femenino puede decir más certezas sobre Dios que ninguna otra cosa. Porque hay un pedazo de corazón en cada uno de los planos de la cinta. Porque crear es agotador pero lo que es fascinante es el mismo proceso de esa creación, mucho más que el resultado final revelado con la mirada de un cineasta, con el pulso de un pintor y con el temple pausado de un escultor sin tiempo. 

miércoles, 3 de octubre de 2012

SOSPECHOSOS HABITUALES (1995), de Bryan Singer

Soy un sospechoso. La bofia me ha pillado y estoy en una rueda de reconocimiento. A todos nos han dado un papelito que tenemos que leer: “Dame las jodidas llaves, maldito gilipollas”. Me río. Hay un tipo que ni siquiera sabe leer. Nos encierran a todos en la misma celda y, para mi sorpresa, todos están fichados. Yo también. Uno de ellos comienza a hablar de un golpe fácil al que podemos unirnos todos. Cuando las rejas se abren, sin acusación sobre el papel, somos una banda.
Maldita sea, ahora escribo esto y creo que el mismo diablo ha conspirado para que tuviera lugar esa reunión. El golpe salió a la perfección. Limpio, sin muertos. Una bicoca. Cada uno de ellos tiene ese lado que les hace personas. Cuando apostaba a los caballos recuerdos que un jamelgo, “Aoc”, me hizo ganar algún dinero. Y tiré un año de eso. Canon ya me lo dijo: “Ten cuidado, chico, no vayas por ahí con elementos mal engrasados porque, a la postre, la grasa va dejando pistas”. Un buen tipo, Canon. Me permitió muchas cosas. En cambio, con otras, se negó a trabajar. Es como si tuviera un cierto sentido de la ética que se le quedó impregnado de tanta cárcel.
Todo se jodió en el barco. Alguien les iba dando boleto. La sangre corría y yo sólo intenté quedarme con el dinero. Salir de esa máscara de cuerda y aperos para poder decirles a ustedes que yo soy un sospechoso habitual; que, cuando hay problemas, siempre me cogen a mí para ser modelo de escaparate. Estoy hasta las narices de que el Inspector Hewlett y el Sargento Staedtler estén esperando a que yo firme una confesión. No soy culpable de nada. Salvo de que quizá no soy quien digo ser. De que tal vez no sea un tipo que intenta escribir unas líneas en un ordenador. De que a lo mejor pienso que aunque Bryan Singer dirigió una estupenda película con uno de los mejores actores de su generación, Kevin Spacey, Hitchcock la odiaría con vehemencia porque está construida totalmente sobre un flashback que es mentira (ya odiaba una obra que hizo él y que le pasa exactamente lo mismo…no sé qué en la escena, se llamaba…ah, sí…Pánico en la escena). Al fin y al cabo, qué es la vida sino un permanente recuerdo que es mentira… ¿Y el recuerdo? El recuerdo es la mentira de haber vivido…

martes, 2 de octubre de 2012

SIMBAD Y EL OJO DEL TIGRE (1977), de Sam Wanamaker

Si hay algún protagonista de verdad en esta película, no se cansen en buscarlo. No aparece. Se trata de Ray Harryhausen y es el hombre que está detrás de todas las criaturas y de todos los efectos especiales que salen en ella. La realización de Sam Wanamaker no es nada del otro jueves porque lo verdaderamente espectacular es el trabajo de Harryhausen (¿recuerdan? Es el nombre del restaurante que visitan Sully y Mike en la genial Monstruos S.A.), sin ayuda de ordenadores ni nada parecido. Las criaturas que él imaginaba eran reales, tenían que ser movidas fotograma a fotograma y luego ser encajadas en la acción real de la película. Un trabajo de chinos que combinaba la creación con la artesanía. El resultado es espectacular porque en un solo movimiento de esas criaturas había más imaginación que en cientos de píxeles de muchísimas películas de hoy en día.
Lo cierto es que, con ese técnico histórico detrás de la magia que exhala toda la cinta, hay una historia cautivadora para los niños que merecen verla. Hay que explicarles cómo se hizo, el tremendo trabajo que supuso y meterles en un mundo de fantasía en el que tienen que aportar algo de su parte. Su imaginación hará el resto porque se establecerá una corriente de complicidad con el arte de Harryhausen. Más que nada porque el argumento es más brillante que cualquiera de las cosas que han visto hasta ahora. Y si en algún lugar de su filmoteca doméstica se hallan Jasón y los argonautas y Furia de titanes, no lo duden. Con paciencia y buena guía, los niños seguirán siendo esos espectadores exigentes y fascinantes que lo que piden a gritos es entretenimiento del bueno, aunque consuman del malo. Eso no tiene nada que ver.
Los efectos especiales, no nos confundamos, no son espectaculares, ni perfectos. Son los muñecos con los que todo niño desearía jugar, más que nada porque son reales, son de verdad, son monstruos y no infografías. Y eso es nuevo para ellos. Porque hay que tener corazón para ver esta película de aventuras. Y de eso los niños tienen más que de sobra. Véanla con ellos. Para los mayores anda por ahí un Patrick Wayne de lo más atractivo, una Jane Seymour de lo más insinuante y una Taryn Power (hija de Tyrone) que es pura belleza. Aparte de todo eso, sentirán una cierta nostalgia viéndola porque es la película que usted vio cuando tenía la edad de sus hijos. Es una de esas cosas que no tiene precio.
Hay que abrir la mente y, deteniéndose por un instante, disfrutar. No tomarse demasiado en serio una historia que nació para mentes jóvenes que queremos madurar con insana rapidez. Hay que verla. Hay que divertirse. Con los niños. Como si fueran una familia. Ya saben a qué me refiero. Sin darse cuenta, luego sentirán un placer culpable porque se han regocijado con una película hecha para sus hijos. Luego se juntarán con otra pareja de amigos y se reirán de lo mala que era para demostrar que son adultos. Pero dentro de ustedes, en algún rincón de su alma de niños, no podrán mentir. Ray Harryhausen andará por allí con sus criaturas.