martes, 30 de junio de 2020

DIES IRAE (1943), de Carl Theodor Dreyer



Días de ira que se apagan con hogueras de odio. Tal vez los delitos no sean delitos y todo se apoye en una falsa concepción moral de cómo deben ser las vidas de las personas. Y, en el camino hacia las llamas de infierno, en un hueco entre los largos dedos amarillos y rojos del rencor, se puede hallar algo parecido al amor y, quizá, por eso, sí merezca la pena morir. La oscuridad se cierne en ese país extraño de falso puritanismo y castigo verdadero que apunta hacia el Norte, como si allí fueran mucho más avanzados, mucho más razonables, mucho más amantes de la Humanidad. El diablo se halla en todas partes, incluso en esas sociedades que parecen perfectas y que no dudan en señalar cuando algo les incomoda entre sus mal amuebladas existencias. Es como si los nazis siempre hubieran estado en Europa, con sus torturas y su persistente mazo para abrir cabezas e introducir pensamientos. La tiranía, aunque sea moral, debe morir y sus cenizas esparcidas al viento. No debe haber piedad para los que quieren imponer el pensamiento único y así es como nacen historias como ésta, que hacen ver el peligro, la sinrazón, la desaparición de lo único que nos diferencia realmente del resto de criaturas del universo. El fuego no purifica las ideas. Todo lo contrario. Las ennegrece, las emponzoña, las reduce a la nada y esos días de ira deben ser expulsados en una sociedad que grita por ser normal, sufre por ser razonable y mata porque no quiere ser cabal.
Y lo peor de todo, lo más execrable, lo más rechazable y lo más rabioso es que pueda existir algo como el amor romántico, intocado e intocable, que se desliza por los caminos de la pasión movido solamente por los impulsos carnales que suscita el deseo más enamorado. Eso no se puede consentir. La sociedad tiene ya los destinos escritos y los puños cerrados y el amor no es más que una paparrucha, una puerta abierta precisamente al diablo, que se cuela por las bocas abiertas y llena los cuerpos de lujuría y abyección. Hay que destrozar al que no piense y actúe como se espera de él. Primero, el escarnio. Después, la hoguera, con las llamas bien altas, bien grandes, devoradoras, implacables.
Dreyer dirigió esta película bajo el dominio nacionalsocialista y quiso disfrazar la caza de una bruja con la opresión de los invasores, con la incomprensión hacia cualquier otra opción, el daño maledicente de los vecinos que se unen, taimadamente, a la cadena de dimes y diretes que sólo buscan el daño y la exclusión. En esta ocasión, parece que trabaja con Rembrandt como director de fotografía con la exclusiva condición de quitarle la paleta de colores, creando luces que dan lugar a diferentes texturas y sombras. Sobre todo, aquellas que se dibujan en los rostros de los que persiguen ferozmente, sin atender a la razón o al conocimiento, solamente porque otros no hacen lo mismo que él, no piensan lo mismo que él, no comulgan igual que él. En el fondo, tal vez, de alguna manera, también quieran asesinarse a sí mismos.

viernes, 26 de junio de 2020

UNA EXTRAÑA PAREJA DE POLIS (1974), de Richard Rush



Esta no es una buddy movie cualquiera. Hay algo que la distingue de las demás y es la inteligencia de algunas de sus secuencias. Para empezar, son dos tipos que están obsesionados con hacer caer a un mafioso y no resulta nada fácil porque entre ellos hay una extraña relación de amor y odio que confunde a cualquiera. De hecho porque, en algunos momentos, es mucho más importante la relación que existe entre los dos policías que el argumento en sí mismo. Y, claro, si tienes a dos actores como Alan Arkin y James Caan haciendo de las suyas, el disfrute está asegurado. Además, cómo resistirse al hecho de que uno de ellos ofrece consejo matrimonial al otro cuando se está beneficiando a su mujer. Es como para estamparle la placa en las narices, hombre. Y, a pesar de que hay momentos de comedia, también hay acción, simpatía, cierta sofisticación y algo de humor grueso. Todo eso en apenas una hora y tres cuartos de patrulla.
Lo cierto es que, a pesar de todo, estos dos impresentables tienen algo de respeto por el otro (si exceptuamos el chalaneo entre la mujer de uno y el otro) y hay una rara sensación de que todo va a colocarse fuera de los límites del control narrativo. Sin embargo, se pasa un gran rato, al borde de los tiempos en los que lo hippy estaba de moda, con alguna pasada de rosca y más de un momento crítico. Caan pone la locura. Arkin, la calma. Y ya estamos con las armas desenfundadas a la primera de cambio. Y para la historia ha quedado esa escena en la que el coche de policía entra por la ventana de una vivienda mientras sus dueños están durmiendo. La vocación destructora de la película es evidente porque no deja títere con cabeza y los policías bordean peligrosamente lo políticamente correcto. Estos dos granujas hacen que Harry el sucio parezca limpio.
Así que abróchense los cinturones y prepárense para algo trepidante, cercano a lo excesivo, amoral y profundamente transgresor con unas gotas de astucia. La dirección de Richard Rush es intensamente precisa a pesar del caos que domina muchas de sus escenas y resulta una película complicada, divertida, olvidada y libre. Quizá es una de esos títulos representativos que aún puede recordarnos hasta dónde puede llegar el cine cuando no hay fronteras éticas más allá de la moral.
Y, sobre todo y ante todo, esos dos actores que están en estado de gracia, nunca mejor dicho, como James Caan y Alan Arkin. Divertidos, intensos, geniales y entrañables aún cuando son odiosos. Hay que volar con ellos dentro del coche. De vez en cuando, hay que permitir a la locura darse un paseo con esta extraña pareja de polis.

jueves, 25 de junio de 2020

MATTHIAS Y MAXIME (2019), de Xavier Dolan



El aleteo de una mariposa puede venir a partir de un hecho que se presenta, casi, de manera fortuita. Un afán de ayudar, una apuesta estúpida, una reunión de amigos, un vino que entra fácil. A partir de ahí, todo puede cambiar. No sólo para los que han sido protagonistas, sino para todos los que les rodean, sembrando un mar de confusión en el que tiene cabida la ira, la rebelión, la incomprensión, un nuevo principio y un final de esperanza. Quizá no haya habido demasiado tiempo para que la pasión se quedara, pero siempre permanecerá la profunda amistad que nunca quiso huir.
Matthias es cerebral. Intenta comprender el mundo que le rodea y, además, no tiene ningún prejuicio a la hora de corregirlo. Dice lo que piensa y lo piensa detenidamente. Siempre busca un por qué y suele encontrarlo. Ante él, el futuro se abre con un millón de promesas. Sin embargo, en esta ocasión, no consigue encontrar respuestas. O, aún mejor, sí conoce una de ellas, pero le da un miedo atroz creer que puede ser verdad. Más que nada porque, a su alrededor, se abre un abismo insondable de sentimientos que no ha explorado previamente y no sabe a dónde le pueden llevar.
Maxime es pasional. No comprende nada del mundo que le rodea y eso le ha llevado a una profunda insatisfacción personal agravada por una situación que le agobia, le tensa, le ahoga y está a punto de acabar con él. Sin embargo, acepta las cosas como vienen porque sabe que ése es su camino. No intenta averiguar razones porque sólo quiere disfrutar de las consecuencias y pocas veces lo consigue. Su futuro ya es un enorme vacío que se adentra en lo desconocido, pero va a ir a por él. Tal vez porque sabe que, en sus cercanías, ya no quedan días por venir.
Matthias y Maxime no deja de ser una historia entre amigos cuyo mayor pecado es que, a los diez minutos de comenzada la película, interesa ya bastante poco. Hacer una película sobre la confusión de dos personas a las que un hecho las ha afectado tanto que no saben qué hacer con sus vidas no deja de ser un ejercicio de estilo difícil que no se puede solventar sólo con unas cuantas viñetas de camaradería y cayendo descaradamente del lado de uno de los dos protagonistas. Hay bromas fuera de contexto, algún momento ruidoso, contadísimos instantes de humor y darle vueltas a lo mismo durante casi dos horas. El resultado es una historia de amor condenada a un callejón sin salida que tampoco es que contenga más traumas que los de la propia vida. Al fin y al cabo, el significado de algo depende de las personas y todas somos diferentes. Algunas se entregan a la pasión, otras prefieren racionalizarla y aún otras se quedan perplejas, no sabiendo entender que algo tan necesario, simplemente, ocurre.
Así que ahí tenemos unas cuantas escenas que nos recuerdan viejas fiestas de juventud, soñadas entre volutas de humo, empapadas en vasos altos y bajos llenos de hielo y frustración. Juegos inútiles que derivan en discusiones de alto riesgo, constataciones de que el amor no se vive de la misma manera, percepciones de que nadie aprecia lo que otros hacen y lágrimas que saben a propias porque todos hemos derramado gotas de parecida desesperación. Demasiado poco para algo que ya suena a conocido. O, quizás, mucho para una historia que Xavier Dolan ha dirigido entre amigos para decir que, de todos los sentimientos que nos asolan, la amistad es el más fuerte de todos ellos.

miércoles, 24 de junio de 2020

JORNADA DESESPERADA (1942), de Raoul Walsh



Estamos ante la historia de una huida. Eso es todo. No hay mucho más que contar salvo la certeza de que no hay un momento de respiro. Unos aviadores caen derribados y son hechos prisioneros. Con la moral como arma, deciden fugarse sin túneles, ni trampas. A pelo. Se inicia la persecución. Estos chicos van corriendo por toda Alemania como liebres, con toda la Gestapo y la Wehrmacht detrás. Y los ponen en jaque con imaginación y con anticipación. Corren, saltan, sufren, disparan, ahogan, siguen y no se detienen. No cuentan con mucha ayuda e, incluso, cuando la tienen, es toda una traición. La desesperación va con el día y con la noche y necesitan mantener la sonrisa bien engrasada para que tengan energías para la siguiente fuga en plena oscuridad, o para el próximo enfrentamiento a la luz de las balas. De acuerdo, la precipitación hace estragos y más vale pensarse las cosas dos veces antes de lanzarse contra los uniformes grises. De paso, habría que comprobar si aún queda esperanza en el mundo. Sin mirar atrás, con los verdes prados de Holanda esperando la huida definitiva. Les van a dar por perdidos, pero eso sólo obedece a una débil razón. Y es que no saben la cantidad de recursos que pueden tener. Heridos o no. Hambrientos o no. Ofensivos o no. Cada cosa a su tiempo y con la angustia de sentir el aliento de los boches por detrás.
Raoul Walsh dio, una vez más, toda una lección al agarrar por el cuello esta historia sin más dramatización que una evasión continua y rellenarla de auténtica acción imparable, trepidante, sin dar respiro alguno. Sólo el humor otorga algún ligero descanso mientras se suceden las miradas cómplices, los recursos variados, las valentías sobradas y las bromas del encierro. Errol Flynn remata, de nuevo, su papel de héroe al lado de alguien tan dramáticamente limitado como Ronald Reagan y, con la colaboración de Alan Hale, inolvidable Pequeño Juan de Robin de los Bosques, llega a no tener ninguna importancia. No es posible parar. Los nazis vienen pisando las botas y hay que salir de aquí cuanto antes.
Así que agárranse los cinturones. Técnicamente hay mucha falta, argumentalmente apenas se encuentra nada, pero se pasa un rato tan estupendo que se perdona cualquier cosa en aras de que estos tipos sigan huyendo en busca de un avión que les saque de la influencia de las hordas del diablo. La jornada va a ser muy desesperada tratando de alcanzar la libertad y nadie debería perdérselo.

martes, 23 de junio de 2020

EL ÚLTIMO HURRA (1958), de John Ford



Frank Skeffington es uno de aquellos políticos de la vieja escuela. Sus campañas se basaban en el trato personal, en ir de bar en bar a charlar con la gente, en atender personalmente a las personas que iban a verle a contarle sus problemas. Y procuraba no olvidar su humanidad en algún rincón de la ambición. A veces, hacía cosas que no estaban dentro de la praxis normal, pero siempre era en beneficio de alguien. Daba su valor a la amistad. Daba las gracias cuando era necesario. Y recibía el apoyo de muchos y la censura de sus contrincantes. No le importaba porque así era el juego. Lleva cuatro reelecciones y se va a presentar por última vez. Aún le queda energía para cuatro años más. Sin embargo, es posible que muchos vean en él al político viejo y caduco, que se siente incómodo ante los micrófonos televisivos y radiofónicos y que se comunica mediante acciones, encuentros y conversaciones. Los tiempos sobrepasan a Frank Skeffington. Aunque, a su lado, haya un buen puñado de hombres que saben lo que es trabajar para un hombre justo, que trata de hacer lo mejor para la mayoría, con la mejor de las intenciones y con el peligro cierto de equivocarse.
Así que en esta última carrera se deberá enfrentar al advenedizo estúpido, que no posee capacidad alguna para captar lo que la gente quiere decir, pero que sale en televisión vendiendo la falsa imagen de ser un padre de familia dedicado. El infeliz ni siquiera sabe improvisar y mostrarse natural. Es todo fachada. Es todo mentira. Y aún así, por culpa de unos tiempos de especial idiocia, se le prefiere. Es lógico. Es más fácil de manipular y, además, se va a beneficiar de todos aquellos a los que Skeffington ha perjudicado.
Frank, cuando se levanta, deja una rosa fresca delante del retrato de su mujer, se reúne con sus colaboradores, pide informes y da paso a su agenda. No le importa chantajear moralmente al jefe de una asociación de bancos si con ello se consigue un préstamo para construir viviendas para los más pobres. Le trae sin cuidado. Y es un servidor público de pies a cabeza porque está muy preparado para la derrota. Sólo esconde un pequeño secreto en su viejo corazón y es que está muy cansado. Harto de ver la superficialidad insultante de un hijo que se dedica exclusivamente al hedonismo, espantado de asistir al espectáculo denigrante de una nueva clase política sin más ética que su propia tontería, asombrado de comprobar cómo se pueden arrastrar viejas e injustas rencillas privadas para dar rienda suelta a la crítica pública. Ya no son los tiempos de Frank Skeffington y nadie sabe agradecer un millón de carcajadas.
John Ford rindió homenaje a la figura, ya extinta, del político honrado, esforzado, que no dudaba en utilizar cuantos medios tenía a su alcance para tratar que la gente fuese razonablemente feliz, aunque fuera a través de pequeños detalles. El trabajo de Spencer Tracy es tan entrañablemente grande que uno puede llegar a perderse en sus arrugas, en su sabiduría y en su naturalidad de torpes andares.  Y todos, al final, subimos esa escalera de largas sombras para decir adiós al hombre honrado, al actor y al maravilloso director que siempre prefirió la leyenda.

viernes, 19 de junio de 2020

LA SOMBRA DEL TESTIGO (1987), de Ridley Scott



La amenaza puede ser un vínculo entre protector y víctima. El amor tiene algunos caprichos difíciles de entender y es posible que cambie de escenario. De la normalidad a la elegancia. De la rutina a la novedad. Ella tiene ese encanto que muy pocos se atreven a conocer. Él está en fase ascendente y, tal vez, tenga conciencia de que el romance, en esta ocasión, es muy, muy peligroso. Volver a esta película es como visitar a un viejo amigo al que hace tiempo que no se veía. Y recuerdas sensaciones mientras te mueves con ese policía y con esa mujer de la alta sociedad. La muerte anda acechando tratando también de hacer una nueva conquista. Todo se confabula para volver a una época de luces neblinosas y colores ambarinos y el clasicismo asoma la cabeza para ver si va todo bien. Sí, sigue todo perfecto.
Rara vez se asiste a una historia que reúne tantos sentimientos encontrados mientras se ve. A veces, es posible que se crea que es sólo una exhibición de lujo y de estilo, como algunos anuncios de colonia de los ochenta. En otras, nos podemos dar cuenta de que, en realidad, es una historia de amor apasionada e imposible. Y aún otras, preferimos mantenernos en la idea de que es un policiaco bien hecho, con un elemento melodramático y con la sensación de que tarde o temprano surgirá el inevitable enfrentamiento con los villanos. En cualquier caso, la sensación de haber visto algo realmente bueno se mezcla con la certeza de una descripción de ambientes por parte del director Ridley Scott que puede estar a la altura de otras obras mejor consideradas. Y es que no cabe duda de que entremezclar la amenaza con la pasión es una confusión de identidades muy atractiva.
Nueva York se alza como un personaje más. Oscuro y atemorizador, entre sus rascacielos y su asfalto se halla la maldad. Sin estridencias ni falsedades, latente, como un personaje más de la urbe y que, en esta ocasión, se fija en una mujer que ve lo que no debe, se enamora de quien no debe y trata desesperadamente de hacer lo que debe. La contención es la clave y Tom Berenger, Mimi Rogers y Lorraine Bracco se sumergen en el juego de miradas y silencios, de engaños y obligaciones. La atmósfera huele a sangre salpicando moquetas y, en cualquier momento, un beso puede dar paso a una bala y entonces toda la magia desaparecerá y surgirá de nuevo un mundo de venganza y de ruido. Sólo se necesita esperar algo que, por otra parte, sabes que sucederá. Como el romance entre un hombre y una mujer que sólo necesitan encontrarse para encender la llama de su interior más allá de sus respectivos ambientes. Y aún así, es necesario volverse porque todos tenemos un pasado, una vida y una experiencia.

jueves, 18 de junio de 2020

LO MEJOR ESTÁ POR LLEGAR (2019), de Matthieu Delaporte y Alexandre de la Patelliére



Un amigo es esa persona que te conoce y, sin embargo, te quiere. Es esa familia que, en el fondo, cualquiera puede elegir. Es ese tipo que se lleva una alegría cuando consigues un éxito y te sirve como apoyo cuando el fracaso se presenta. Es ese individuo molesto que, en plena borrachera, te coge de las solapas, te espeta una llamada de atención y te lleva a casa. En definitiva, es ese algo indefinible que, cuando se va, deja todo el mundo para ti y, al mismo tiempo, te das cuenta de que el mundo, sin él, es mucho más pequeño.
Así que no es de extrañar que, cuando viene la peor de las noticias, puede que no haya suficiente valor como para decírselo. El silencio, al fin y al cabo, protege las complicidades, o esos momentos en los que hablas con él verdaderas tonterías y, no obstante, te parecen las más graciosas, o esas canciones que has cantado con él mil veces y siempre deseas que sean mil y una. Siempre quieres una ocasión más para hacer juntos lo que se ha querido en secreto, confesar lo inconfesable o echar unas risas para dejar en suspenso cualquier problema. Por otro lado, te admiras de que sea esa fuerza de la naturaleza que iría a la cara de tu jefe a decirle las cuatro frescas que nunca te has atrevido a soltar. No, no es de extrañar que lo peor abrume y que sea mejor callar para que la felicidad no se escape como se está yendo lo más preciado.
Mientras tanto, la vida sigue y lo que estaba mal, se puede arreglar. Lo imprevisto es capaz de aparecer e, incluso, la ósmosis de sentimiento y estado asoma el hocico con una mirada de auténtica amistad. Son demasiados años riendo a la vez, sufriendo a la vez, venciendo a los días y perdiendo las noches. La alegría debe quedarse…y debe hacerlo para siempre.
No cabe duda de que esta película francesa se ampara en el desenfadado trabajo de Patrick Bruel y, sobre todo, en la estupenda labor de Fabrice Luchini, capaz de pasar de un registro con la facilidad de la confusión que tanto nos asola. La historia está contada desde su punto de vista y, aunque quizá haya algún minuto de más y cuesta avanzar, se acompaña a estos dos hombres que parece que se hallan a la sombra de Jack Nicholson y Morgan Freeman en Ahora o nunca, cuando, en realidad, no tienen nada que envidiarles. Los diálogos se suceden a partir de una situación algo grotesca y compruebas que, después de todo, la muerte es tan absurda como la vida. Precisamente, porque forma parte de ella.
La butaca me acoge con algo parecido a un abrazo, la pantalla blanca espera las imágenes como una chica que espera un beso en sus labios. La gente se saluda, como si se conociera de toda la vida y, en cuanto el haz de luz sale para herir la oscuridad, un aplauso se genera desde el corazón de todos aquellos que están ansiosos de historias y ficciones que siempre han hecho que seamos mejores personas. El cine ha vuelto y, como un niño que esconde regalos a la espalda, está preparando sorpresas, nuevas ilusiones, sonrisas y lágrimas y días de menos penumbra. En algún momento, parece que los nudos se agarran a la garganta, no sólo porque se disfruta de la historia de estos dos hombres que nos enseñan el significado de la amistad, sino también porque el mundo mágico de sueños y cine nos repite, a cada fotograma, que lo mejor aún está por llegar. 

miércoles, 17 de junio de 2020

RASHOMON (1950), de Akira Kurosawa


Soy un ladrón y yo estuve allí. Fui preso de la lujuria y cometí un acto prohibido con movimientos de tigre. Y me enamoré perdidamente de la dama en cuanto pude comprobar cuán suave es el paraíso. Ella me arrastró a la perdición aunque yo ya estaba en ella y el resultado sólo podía ser de sangre y rabia para un tipo que no la merecía. Él sólo miraba y le di la oportunidad de defenderse. Era diestro con su espada y escurridizo con sus piernas. Quiso hacer justicia y encontró lo que buscaba. Era el filo de mi arma hincándose en su carne de guerrero ofendido. Allí acabaron sus días de privilegio y arrogancia. A manos de un ladrón que le doblaba en valentía y decisión. Muere, perro.
Soy una mujer y yo estuve allí. Me escondí detrás de un velo para aparentar discreción, pero se cruzó aquel individuo de baja calaña en el monte. En sus ojos había deseo y pasión y no pude hacer nada para que no llevara a cabo sus intenciones deshonestas. El pecado se consumió allí, bajo la sombra de unos árboles que parecían extender sus garras con las ramas y bajo la mirada de mi marido. Cuando todo acabó, fui a liberarle. Y en sus ojos vi algo que nunca hubiera imaginado. El desprecio de un hombre que considera a su mujer sucia y ya intocable porque un desalmado había acabado con su dedicación conyugal. Mientras le desataba, noté su rechazo insultante. Y allí mismo, sin que nadie me viera, acabé con él. A manos de una mujer violada que nunca soportaría su odio diario y su rechazo. Muere, perro.
Soy un hombre y yo estuve allí. Sí, soy el muerto. El bandido me pilló a traición y me maniató a conciencia mientras se beneficiaba a mi mujer. Y las lágrimas me asaltaron porque vi cómo ella le aceptaba, se entregaba a la pasión desmedida a través de la violencia, se convertía en otra criatura llena de vicio y lodo. Cuando todo acabó, me liberaron y no pude aguantarlo. Acabé con mi vida. Sin piedad. Sin remordimiento. De un solo golpe, hundiendo el puñal con furia en mi corazón. A manos de un hombre que no podría vivir sabiendo que su mujer prefirió al sinvergüenza que la tomó por la fuerza. Muere, perro.
Soy un leñador y yo estuve allí. Lo vi todo con mis propios ojos y, luego, cuando testificaron ante las autoridades, no entendí nada. Todos se movieron por egoísmo porque ninguno de ellos se comportó bien. El ladrón era un maldito lujurioso que tenía muy poco de héroe romántico. El hombre era un cobarde que rehuía el combate. La mujer era una arpía que ansiaba la lucha entre ellos para satisfacción de su egoísmo desmedido. El hombre murió. Y yo también acabé por morir un poco al asistir, atónito, hasta dónde llegaba la maldad y la vanidad humana.
Soy un sacerdote budista y yo no estuve allí. Asistí a todo el procedimiento y pude comprobar que ya no existen hombres, ni mujeres, ni nada. Todo el mundo se mueve por su propio interés, en pos de proyectar una imagen que no se corresponde con la realidad. La lluvia cae, inmisericorde, y no hay demasiados sitios en los que refugiarse. En la puerta de Rashomon, medio derruida, pude darme cuenta de que aún hay esperanza en la raza humana.
Y ésa es la película de Akira Kurosawa, un director que estuvo en todas partes, con todas las visiones, planteando el dilema ético sobre si aún somos buenas personas.

martes, 16 de junio de 2020

DECISIÓN CRÍTICA (1996), de Stuart Baird


Cuando la sinrazón llega a la cima, es necesario utilizar la imaginación. Quizá haya que recurrir a lo que nadie ha hecho antes, o sea imperativo tirar de valor, o sea obligatorio unir fuerzas para derrotar a los fanáticos. El caso es que siempre hay muchas vidas en juego y la pérdida en vidas humanas no es cuantificable. Ninguna forma de terrorismo es válida, ni tiene justificación, así que hay que combatirlo con todas las armas que se tengan más a mano. Un prototipo de avión, unas abrazaderas, un ordenador, unas cámaras, unas inteligencias remando en la misma dirección, un plan bien pensado, un análisis certero e, incluso, una pajita de plástico que resulta vital. Todo vale a diez mil metros de altura y la tensión está ahí, en los mismos pasillos de la nave, en la sala de aviónica, en la bodega de equipajes. Complicidad. Causa. Efecto.
No es fácil actuar con la precisión de un reloj cuando el sudor cae con sus gotas abriéndose paso en la piel. Hay que actuar con orden. Primero, lo urgente. Segundo, la solución. Si no, plan B. El avión sigue su marcha inexorable con su cargamento mortal y las alas bien llenas de fanatismo. Y se está dispuesto a todo para que no llegue a su destino, incluso al derribo por parte de la fuerza aérea. Hay muchos problemas que deben ser solventados. La falta de comunicación, la lesión vertebral de un miembro del equipo de rescate, la aparente docilidad de un ingeniero, la destreza y osadía de todos los que quedan, el pánico de los pasajeros. El reloj corre. La maquinaria sigue. La trampa se activa. Los disparos se suceden. Hay muertos. Y la decisión crítica ha tenido que tomarse en el último segundo. No hay más salida que llegar con seguridad o no llegar.
A pesar de ser un producto eminentemente comercial y de contar en el reparto con una presencia tan poco fiable como Steven Seagal, que, afortunadamente, tiene pocas oportunidades para lucirse, Decisión crítica es una estupenda película de acción, bien hilvanada, resuelta con convicción, con un ritmo endiablado y perfecto, con tensión en todas las escenas porque está pasando algo continuamente. No hace falta encontrar más. Es entretenimiento en su mejor estado y el suspense navega por el aire como un avión con una bomba biológica a bordo. En sus escalas, encontraremos personajes definidos con cierta destreza, motivaciones que bordean el odio ciego y profundo, momentos de dientes apretados y gesto contraído y una estupenda dirección a cargo de Stuart Baird, un experto montador, responsable de la edición en películas como La profecía, de Richard Donner, o Atmósfera cero, de Peter Hyams que, en esta ocasión, se pasó detrás de la cámara para llevar a cabo un ejercicio de intriga que, sin pretenderlo, está muy cerca de la perfección. Y es que no es fácil mantener a tantos personajes alerta en una situación de encierro con un avión volando, jugar al escondite con unos terroristas, desactivar una bomba y que la nave llegue sana y salva.

viernes, 12 de junio de 2020

SENTENCIA PARA UN DANDY (1968), de Anthony Mann y Laurence Harvey


Alexander Eberlin es un buen agente secreto. Sobrio y eficaz, no deja nunca de cumplir con su obligación. Ahora tiene un peliagudo encargo y es acabar con un molesto espía soviético llamado Krasnevin. Sin duda, es un tipo escurridizo, difícil de pillar. Eberlin tendrá que emplearse a fondo porque parece que el ruso se escabulle entre sus dedos, como si fuera una especie de fantasma que jamás acaba por tomar forma. La compañera de Eberlin es Caroline, una muchacha que, poco a poco, va descubriendo cosas que no acaba de comprender muy bien. Parece como si Eberlin se condujese hacia la desesperación por causa del encargo imposible de localizar y asesinar al maldito ruso. Y ése espía de los demonios no aparece por ningún sitio.
Krasnevin es un buen agente secreto. Sobrio y eficaz, no deja nunca de cumplir con su obligación. Se ha enterado de que un tal Eberlin va detrás de él y está bajo su objetivo a distancia. Lo mejor será desaparecer. Ya acabarán por dejarle en paz. Sin embargo, Krasnevin sabe que la encrucijada se está cerrando y que uno de los dos tendrá que morir…o, a lo mejor, los dos. Esto es lo que pasa con los encargos imposibles, que, muy a menudo, se convierten en una sentencia. Krasnevin va a tener que correr mucho, esconderse detrás de cortinas británicas porque el servicio secreto de Su Majestad no sabe que está mucho, mucho más cerca de lo que imaginan. La atmósfera de paranoia en Berlín no va a ayudar demasiado y Krasnevin va a tener que enfrentarse con lo peor de sí mismo. Alguien acabará tiroteado por la espalda. Y sólo por intentar volver a casa.
La vida del espía al modo Le Carré, con la tristeza y lo grisáceo dominando unas vidas a las que no se descubre demasiada motivación. Anthony Mann falleció en pleno rodaje y el propio protagonista Laurence Harvey tuvo que acabarla. Mia Farrow acompañó el invento. Y el resultado es una película atrayente, retorcida y, en algunos momentos, bastante críptica. El frío mundo del espionaje es retratado con cierta veracidad con el existencialismo de Sartre y la visión de Kafka al fondo. Los agentes dobles o triples se multiplican bajo la sombra de la Guerra Fría y más vale no estar bajo la mirada a distancia de cualquier francotirador. Al final, sólo quedará la certeza de que son marionetas al servicio de un imposible juego de apariencias que acaba por destaparse y producir muerte, desamparo y desolación. Mia Farrow parece un mero elemento decorativo y el trabajo de Tom Courtenay es una virtud entre tanto jeroglífico. No cabría esperar menos de una película que ha arrastrado la maldición desde el mismo momento en que se planeó.

jueves, 11 de junio de 2020

CALIFORNIA SUITE (1978), de Herbert Ross


Recibir un Oscar no es algo que una actriz haga todos los días. Más aún cuando la madurez llama peligrosamente a su puerta y debe viajar con su marido para que se convierta en su paño de lágrimas justo antes de la ceremonia de entrega. ¿Ganará? ¿No ganará? La ansiedad por el resultado unida al climaterio resulta insoportable. Mientras tanto, el marido, que sólo lo es de título, asistirá a los imposibles cambios de carácter, a sus idas y venidas, a su irritante vanidad y a su falsa modestia. No, no es fácil ser el marido de una estrella…incluso cuando lo que de verdad cuenta no es el sexo femenino.
Dos eminentes médicos de color deciden coger unas vacaciones con sus encantadoras esposas. Lo único que no entra en los planes es el maldito coche. Se rompe. Se arregla. Se tiene un accidente. Las vacaciones al traste. Y Los Ángeles al cuerno. La culpa es del otro sin ninguna duda. Venirse hasta aquí para quedarse en la carretera. Más valdría no haber salido del consultorio, diablos.
Uno de los mayores temores de las parejas rotas es volver a encontrarse con la persona a la que se amó y con la que se convivió durante mucho tiempo. Pero eso también ocurre en la Suite de un hotel californiano. El peligro está en esas ascuas que pueden quedar debajo del olvido y que corren el riesgo de avivarse con un gesto, con una palabra, con una frase mal (o bien) dicha. Nueve años sin verse es mucho, pero quizá sólo sea un paréntesis fácilmente eliminable en la memoria de la pasión.
La ceremonia de entrada en la edad adulta en la tradición judía es una cosa muy seria. Se llama bar mitzvah y es una gran celebración para toda la familia. Y lo que va a ser una celebración es el hecho de no viajar nunca con la propia esposa. Mejor yo cojo un avión, y tú coges otro al día siguiente. Así tengo veinticuatro horas libres y van a ser de muerte. Aunque no lo creas.
Y esto es una comedia de episodios de Neil Simon. En el reparto tenemos a Michael Caine, Maggie Smith (galardonada con un Oscar a la mejor actriz secundaria por ese papel de estrella de cine al borde de un ataque de nervios), Jane Fonda, Alan Alda, Bill Cosby, Richard Pryor, Walter Matthau y Elaine May. Algunos de los capítulos sólo arrancan una sonrisa. Otros, la carcajada. Y, en el fondo, son todos ellos un perfecto mosaico de lo infelices que somos y de cómo se buscan consuelos donde no los hay. La falsedad, el engaño, la ira, la nostalgia, el día, la larga, larguísima noche…hay más talento en unas historias que en otras (especialmente las de Michael Caine y Maggie Smith y la tronchante de Walter Matthau con Elaine May), pero hay que reconocer que tanta ironía, tanto buen humor con carga de profundidad es difícil de encontrar en la habitación de cualquier hotel. No dejen de reservar una suite. Merece mucho la pena pasar un buen rato con toda esta gente.

miércoles, 10 de junio de 2020

AL ESTE DEL EDÉN (1955), de Elia Kazan


Cal Trask es un cúmulo de confusión sentimental. Por encima de todo y de todos, quiere a su padre y hace más de lo que puede para llamar su atención. También quiere a su hermano, pero él es humano y es débil y no puede evitar enamorarse de su novia. Por último, quiere a su madre, pero ella no está y no es que haya muerto. Simplemente fue repudiada por su padre y es dueña de un local de mala muerte en una localidad más o menos cercana. Cal tiene mucho amor por repartir y no sabe cómo distribuirlo sin hacer daño a nadie. La religión, la represión moral, el miedo a ser él mismo…todo abruma a Cal que no encuentra el sitio que le corresponde. Cuando cree acertar, falla. Cuando cree que se merece todos los elogios del mundo, encuentra el silencio. Cuando quiere que se le devuelva un poco del amor que intenta esparcir, llora. El destino de Cal es sombrío porque, muy probablemente, acabe desterrado en las llanuras al este del Edén, porque quiere a todos y no siente que le quieran.
Dios, Caín y Abel están representados en la obra de John Steinbeck que Elia Kazan convirtió en una de sus mejores películas. Todo el mundo habla de James Dean como el principal motor de la historia, pero no hay que olvidar los impresionantes trabajos de Raymond Massey, de Julie Harris, de Jo Van Fleet o de Burl Ives. Todos trabajan para que la interpretación insegura y vulnerable de Dean sobresalga con ese dolor por la competición por el amor de su padre, o el tremendo desgarro que sufre con la ausencia de su madre, o la definitiva necesidad de amar a Abra, la chica de su hermano. Cal Trask-James Dean resulta una figura trágica que sólo encontrará paz cuando alguien le necesite de verdad. Y eso no es fácil de asimilar.
Y es que, a veces, la derrota se expresa a través del vandalismo y un profundo deseo de soledad. Los verdaderos sentimientos sólo se conocen cuando cualquiera se asoma al abismo interior que habita en todo ser humano. Y el amor, no nos engañemos, es lo que todos deseamos. Más allá de otros anhelos, mucho más allá de la ambición, del reconocimiento, de querer poseer lo que otros ya tienen, es lo que nos mueve, nos impulsa y nos hace crecer. Y su búsqueda hará que podamos atisbar las verdaderas motivaciones de los que nos rodean. Quizá sean más oscuros, quizá sean más vacíos, quizá, incluso, sean más simples o felices. O, tal vez, el egoísmo haya sido todo lo que les ha movido en la vida. Para averiguarlo y conseguir la tranquilidad, en muchas ocasiones, hay que descender a los infiernos de la incomprensión y del rechazo y allí no hay lugar para los débiles.

martes, 9 de junio de 2020

LA ÚLTIMA LOCURA (1976), de Mel Brooks


Una película muda para decir que se quiere hacer una película muda. Mel Brooks era así. Y aquello parecía una locura a mediados de los setenta. Además, el gancho de taquilla estaba asegurado porque da igual que la película no tenga diálogos, lo importante es que esté llena de estrellas por arriba y por abajo, a lo ancho y a lo largo. Por otro lado, así funciona Hollywood. No hay ningún interés por el proyecto a no ser que vengas con unos cuantos contratos de primera línea bajo el brazo. Y da igual si es muda o no. La osadía de Mel Brooks al hacer una película muda, comedia que llega a ser todo un homenaje a los grandes cómicos de la era silente del cine, era tremenda.
Así que ahí tenemos a unos cuantos amigos bastante estrafalarios que tratan de contratar a un puñado de estrellas para que paseen su palmito por una película que no va a tener sonido. De hecho, la única palabra que se pronuncia en todo el metraje es “NO” y la dice un mimo. Y así vamos de famoso en famoso intentando que firmen esta locura de película (curiosamente no hace mucho tiempo triunfó una película muda que también hablaba sobre el cine, The artist, se ve que el cine no puede estar callado si no habla de sí mismo) así que los episodios tienen nombre de estrella. Por delante de la comedia hilarante pasan James Caan, Liza Minnelli, Burt Reynolds, Paul Newman, Marcel Marceau y Anne Bancroft y llevando la pluma y el papel están el propio Mel Brooks, Dom deLuise y Marty Feldman. Por ahí andan también Sid Caesar y Bernadette Peters y todo, claro, es por una buena causa, porque hay que salvar a los viejos estudios que fabricaron los primeros sueños. El resultado, no se puede negar, es gracioso, con estos tres pícaros extravagantes tratando de sacar una firma de un puñado de estrellas para que se arriesguen con ellos en el proyecto más grotesco que se podía parir en el Hollywood más ultracomercial. Las carcajadas se suceden, las situaciones recuerdan a otros tiempos de imagen raída y en blanco y negro, los invitados no dudan en reírse de sí mismos y todo pasa por ser un enorme teatro de egoísmos e intereses ridiculizados con conocimiento de causa.
Así que no cambien de canal ni vuelvan la cabeza cuando vean una película muda. Ahí están los cimientos de todo lo que vino después y, de hecho, parte de lo que vino después también fue mudo…y gracioso…y bien hecho, por mucho que la narrativa sea a base de episodios y escenificando unos cuantos chistes sin más acompañamiento que la música. El cine merece un silencio respetuoso y Brooks, sin caérsele la risa, realizó todo un homenaje en color a una época que podría haber ocurrido mucho, mucho después.

viernes, 5 de junio de 2020

LAS DOS VIDAS DE AUDREY ROSE (1977), de Robert Wise


¿Qué expresión se nos quedaría en el rostro cuando un extraño se presenta e intenta convencernos de que nuestra hija es la reencarnación de la suya? Evidentemente le tomaríamos por loco. Un hombre desequilibrado que se precipitó por los abismos más rocosos de la locura al perder a su niña y, también, a su esposa. O, en el peor de los casos, un perturbado mental que trata de invadir la aparente vida perfecta de una familia que se quiere y a la que las cosas le van bien. Sin embargo, ese hombre no se comporta como un loco. Parece razonar, su mirada es serena, su expresión es amable. Para mentes de educación tradicional, es imposible creer que la reencarnación existe y, menos aún, que sea tan evidente para alguien. Y entonces es posible que llegue a crearse un ambiente enrarecido, cercano al horror, porque se están manejando conceptos que son un auténtico misterio. Ese horror no es el habitual. No son sustos, ni efectos complicados, ni ruidos extraños. Es un horror de atmósfera, de tensión palpada en el ambiente, de circunstancias que convergen en un punto más allá del entendimiento y de la lógica. Lo sobrenatural siempre causa miedo y, si la situación llega a determinados límites, se pasa al pánico. Sobre todo cuando se comienza a comprobar que la hija del matrimonio tiene un comportamiento errático. ¿Podría ser cierta la existencia de la reencarnación?
Se abre una grieta en el matrimonio porque, si es verdad que existe, entonces su hija puede no ser su hija. La aparente felicidad se esfuma y el drama familiar estalla. Casi es preferible creer en la reencarnación que admitir que Ivy necesita tratamiento psiquiátrico y ambas posibilidades pueden significar la pérdida de la niña. Ivy puede ser Audrey Rose, pero también puede ser Ivy. El fantasma de la regresión se cierne sobre su mente inocente. Los gritos se suceden. Y todo se reduce a una mera búsqueda que tiene un final que acaba por ser imposible.
El trío protagonista, Anthony Hopkins, Marsha Mason y John Beck, realizan un estupendo trabajo a las órdenes de Robert Wise. Sin embargo, la película es algo irregular. Es una historia que hace que el espectador mantenga los puños apretados sin llegar al miedo habitual y eso es algo que necesita ritmo. En este caso, a veces, decae. No obstante, llega a plantar la semilla de la inquietud en el público porque todos queremos que la misma historia nos dé una solución a la incertidumbre de la vida más allá de la muerte. Y no lo hace. Tal vez porque nadie tiene la respuesta y la tenemos que averiguar por nosotros mismos. O quizá sea porque el guión no sabía por dónde salir. O, incluso, porque el final es sólo eso. Un final. Un término. Una certeza de que no hay más y de que las almas descansan en paz.

jueves, 4 de junio de 2020

SPARTAN (2004), de David Mamet


Robert Scott es un tipo que hace el trabajo sucio de las cloacas del Estado. Pertenece a Operaciones Especiales y los sentimientos se los dejó en algún rincón perdido de su uniforme hace mucho tiempo. Debe ser el individuo que aprieta las clavijas a unos y a otros en el secuestro de una chica que es algo más que normal. Scott nunca planea, sólo ejecuta. Y, en esta ocasión, va a tener que hacer ambas cosas. A pesar de todo y contra todos, porque descubre que esa desaparición es más que conveniente para algún líder del país. Nunca se dice quién es. No se sabe de quién es hija. Tanto es así que ni siquiera sus secuestradores lo saben. Ha sido una víctima al azar que será destinada a la trata de blancas. Y, como ha sido un obstáculo desde el principio, llegará un momento en que se anunciará su muerte y se pasará página. Sin embargo, Robert Scott llegará hasta el final. No le gusta un país que se encarga de levantar cortinas de humo cuando algo le incomoda e irá a por ella. Va a tener que enfrentarse a todo el mundo. Y van a tener que avisarle primero.
Ésta no es una película de acción cualquiera. No es de esas en las que un pluscuamperfecto oficial de fuerzas especiales dispara a diestro y siniestro, pasa por las más inimaginables pruebas y rescata a la chica de forma heroica. Se trata de denunciar las suciedades de la alta política a través de uno de sus soldados. Es un héroe, sin duda, pero va a tener que renunciar a lo que ha luchado durante toda su vida pagando un altísimo precio. David Mamet sabía muy bien lo que se hacía y aquí lo vuelve a demostrar.
No sólo eso, sino que también quizá sea una de las mejores interpretaciones de la carrera de Val Kilmer, que huye de todos sus tics para encarnar el rostro pétreo y atractivo de ese hombre cubierto de trabajos sucios que decide hacer algo limpio y justo, que decide, simplemente, pensar. Dos novatos incautos le ayudarán en sus idas y vueltas y los sentimientos encerrados durante largo tiempo por el personaje acabarán por salir en un llanto solitario e inútil, prólogo del olvido al que se le va a condenar. La recompensa será sólo rescatar a alguien perdido e inocente, juguete inútil de las intrigas de una política que jamás piensa en las personas y siempre en las próximas elecciones.

miércoles, 3 de junio de 2020

BEST-SELLER (1987), de John Flynn


No deja de ser extraño que un policía también sea escritor y, además, de éxito. Tal vez por eso es la elección perfecta por parte de un sicario y asesino profesional para que le dé forma a un contrato que, en su día, tuvo que realizar. Al fin y al cabo, ese encargo reportó una fortuna al cliente y, para un tipo caído en desgracia, es una venganza que tiene visos de refinamiento. El primer problema de todos es acercarse al policía y convencerle. El segundo, y aún más difícil de solventar, es que habrá gente que no querrá bajo ningún concepto que ese libro vea la luz. El sicario es frío, metódico, calculador y el policía es un hombre que, básicamente, busca la verdad. Tanto detrás de la placa como de la pluma. Y, a veces, ambas tendencias chocan como dos trenes. La intensidad preside sus relaciones e, incluso, parece que las armas se revuelven inquietas en la sobaquera.
Y ese asesino profesional está muy lejos de la idea que podamos tener de cualquiera dedicado a su oficio. Él sólo quiere una venganza que deje con dos palmos de narices al tipo porque, en parte, ya se ha cansado de matar y, por otra, no se han portado nada bien con él. La historia, lejos de ser la típica sobre parejas improbables en busca de justicia, no deja un momento de respiro. No hay humor, ni momentos de complicidad entre los dos individuos. El policía es una roca incólume. El sicario es un tipo al borde de la psicopatía, pero indudablemente elegante. Sin embargo, ambos se necesitan. Y tendrán que viajar por todo el país para encontrar los rastros de unos crímenes que fueron cometidos por el último. Quizá así se salga un poco de la falta de inspiración que los padecen.
No es una gran película, pero sí es notable. El trabajo de James Woods en el papel del asesino profesional es sobresaliente, con una de las mejores interpretaciones de toda su carrera. El de Brian Dennehy como el autor con placa es eficaz y sólido. Hay un elemento que sí que lastra todo el metraje y es la inadecuada y ya muy trasnochada banda sonora de Jay Ferguson, basada en el empleo de un sintetizador que estaba muy de moda en los años ochenta. No obstante, más allá de una estupenda historia de acción y venganza, también hay una mirada hacia la lujuria del beneficio fácil, insaciable y criminal, que rodea de sospechas a cualquiera que tenga siete cifras en su cuenta corriente. Por otro lado, es muy previsible el malvado que interpreta Paul Shenar y eso puede dar una sensación de que todo está más que superado.
Escribir es una aventura. Y matar es el fin de todas ellas. Habrá que situarse entre la calma de un tipo que parecía tener una mira telescópica entre los ojos y la ira de un hombre que defiende la ley también cuando escribe. Y no es fácil llegar a un equilibrio para que todo este embrollo llegue a gustar.

martes, 2 de junio de 2020

EL PADRE DE LA NOVIA (1950), de Vincente Minnelli


No es fácil de aceptar que se case la niña de tus ojos. Al fin y al cabo, es la señal de que tu reinado ha terminado. Ya no serás el primero que la ayude, ni el primero al que pida una opinión, ni nada de nada. No deja de ser una prueba para un amante padre que pasa a estar en segundo plano. Y somos humanos. El problema está en controlarse. Y en los gastos. Porque quieres una boda sencilla, íntima, con pocos invitados, bonita, pero los problemas crecen. La lista de invitados es infinita. Hay que cambiarlo todo en casa para que quepan. El ensayo de la boda no es como uno se imagina. Los consuegros son un poco de aquella manera. El pollo, al principio, no puede pasar la prueba porque, sencillamente, ninguno la va a pasar. Todos son poco para esa niña con trenzas que revoloteaba por la casa no hace tanto tiempo. Y los pies van a doler mucho cuando termine la fiesta.
Gran parte de lo que ocurre es porque siempre es cierto que las mujeres tienen la última palabra. Lo que el hombre quiere queda, en la mayoría de las ocasiones, en un simple comentario que podría haber dicho el vecino de enfrente. El marido sirve para preparar las bebidas, para refunfuñar y para decir que nada le parece bien porque nada es como se sueña. Y lo peor de todo es que el montaje va dirigido a quitarle su niña, a no ser más que un aditamento en su vida, a ser el viejo que, en breve, tendrá que pasear con un cochecito para que los tortolitos tengan algo más de tiempo.
Vincente Minnelli dirigió esta estupenda comedia en apenas veintiocho días, mientras Gene Kelly ensayaba los ballets de Un americano en París. Y es una de esas películas en las que te das cuenta del inmenso actor que era Spencer Tracy. Expresivo, racional, sin actuar de más, sin dar de menos, siempre con el gesto a punto y con la mirada precisa. Él se halla por encima del resto del reparto, también brillante, en el que están incluidos nombres excelsos como los de Joan Bennett, Elizabeth Taylor y el siempre soso Don Taylor. Lleva la película por los caminos de ese rostro que era capaz de contener la lluvia de dos días entre sus arrugas y la transforma en una risa elegante, algo burlona, descarada e irremediablemente simpática. Todo lo contrario de lo que resulta la boda de una hija.
Así que no olviden prepararse un buen Martini para verla. Ni de elaborar una cuidada y excesiva lista de invitados para compartir estos momentos. Incluso Salvador Dalí colabora en la secuencia onírica que hunde a ese padre agobiado en los infiernos de un suelo lleno de escaques. Y todo por hacer feliz a quien más se ama. La niña de tus ojos.