viernes, 30 de noviembre de 2018

THE GUILTY (2018), de Gustav Möller

Una llamada telefónica. Después, otra. Y otra más. Gente pidiendo ayuda a un desconocido que trata de tranquilizarlos, localizarlos y decidir quién debe ir allí a echar una mano. Y aún así, a pesar de que llaman para que les ayuden, no suelen colaborar. Es de locos. Los nervios se deshacen porque mañana mismo hay un juicio en el que se decidirá el futuro del operador. Al otro lado de la línea, sólo son voces. A pesar de que se les escucha, sólo se tiene un diez por ciento de la información.
El resto está ocurriendo allí, en la realidad, al otro lado del aparato, en algún lugar del país. Y lo que parece, resulta no ser. Al igual que la versión que se pretende vender de lo que tan sólo fue un error motivado, tal vez, por demasiadas horas de guardia, demasiada destrucción en una vida que quiere dedicarse a construir, demasiados sentimientos arrasados y entregados a interminables días de trabajo agotador. No, no es sólo coger el teléfono. También, de alguna manera, se trata de una redención.
Y alrededor, ese policía que atiende las llamadas, siente que sólo hay agresión o animadversión contra él. Al fin y al cabo, no ha dejado de repetir que aquello no es un verdadero trabajo policial cuando lo es y muy importante. Ahora tiene la oportunidad de comprobarlo con una llamada angustiada y extraña, en la que la víctima apenas puede hablar, no hay pistas, no hay nada sólido a lo que agarrarse. Todo apunta en una dirección y, precisamente, esa es la dirección prohibida. Maldita sea, quizá haya que salvar una vida para borrar el error cometido en acto de servicio. Ya no quedan más excusas y el tiempo se acaba detrás de una persiana y de una irritante luz roja. Servicio de emergencias, dígame.
No deja de ser interesante visitar el mundo de aquellos que atienden las llamadas de urgencia en la policía y comprobar cómo trabajan. Sin embargo, The guilty no parece más que un cortometraje alargado en exceso, con algunos puntos que no acaban de encajar bien dentro de esa angustia que experimenta un policía que ansía hacer las cosas de forma correcta y se hunde cada vez más en el hoyo de sus propios errores. La realización es buena, la tensión es absorbente, pero, al final, queda un poso de levedad que se ajusta a una obra de teatro de corta duración y final menos ambiguo de lo que se pretende dar a entender. No es fácil jugar con miradas, sentimientos, sentidos, sudores, burocracia telefónica y ansiedad en un entorno que intenta agobiar por su estatismo. Y podría ser apasionante si algunos elementos estuvieran más trabajados y la realidad se colara entre llamada y llamada. El culpable no siempre es sencillo de identificar y, en esta ocasión, va a entregarse porque sabe que su entorno ha influido en su toma de decisiones.

Así que descuelguen y traten de parecer calmados. El día cae y la noche está llena de trampas que tratan de descolocar a la razón por la fuerza. La próxima llamada puede ser decisiva. Y traten de ahondar en la verdad porque estamos más comunicados que nunca, pero nos sumimos en la mentira para enturbiar lo que transmitimos. Así es como nadie parecerá culpable aunque, en el fondo, lo es.

jueves, 29 de noviembre de 2018

LA NOCHE DE DOCE AÑOS (2018), de Álvaro Brechner

Si un ser humano no puede comunicarse, la mente busca el escape con ahínco. Se empezará un proceso de inspección de las paredes que le rodean, estudiando texturas, porosidades e imperfecciones, comprobando si las paredes son de cemento encalado o con un horrible gotelé de color rojo. Más tarde se medirá el cubículo con pasos. Los días son largos, pero eso no es lo peor. Es la terrible certeza de que el día siguiente será exactamente igual. Con sus horas monótonas y gemelas. Con la mirada buscando resquicios donde entretenerse. Con el pensamiento disparado en todas direcciones.
Más tarde, en un intento de distracción que supera con mucho al deseo de forma física, se realizarán ejercicios. Así, tal vez, la mente dejará de funcionar y sólo habrá cansancio. Además tiene una ventaja añadida y es la de poder dormir en un estado que vaya un poco más allá que el de la duermevela. Sin embargo, nada es suficiente cuando los días siguen y siguen. Presentando sus eternos minutos sumidos en el silencio. Sin nada que ofrecer. Sin nada que obtener. El pensamiento y el recuerdo se confunden peligrosamente y ya no se sabe qué es uno y qué es otro. Se cierran los ojos y la oscuridad tampoco ofrece nada más que eso. Negrura. Soledad. Nada.
La tortura abre sus variantes. Sin luz. Con mucha luz. Sin espacio. Con espacio, pero con límites. Sin palabras. Siempre sin palabras. Tan sólo la imaginación y el deseo de superarse a sí mismo pueden conducir a una precaria comunicación en la que hay que establecer el código, aprendérselo, descifrar, emitir mensajes. Así, hasta el mugriento papel de periódico de una letrina llega a ser una ventana de libertad después de un surrealista intento de atender las mismas necesidades humanas. La crueldad no entiende de razones. La libertad las busca constantemente.
Quizá, cuando esas situaciones se presentan en regímenes injustos de opresión y muerte, sólo triunfa quien resiste. De eso se trata. De resistir la nostalgia, de aguantar el deseo de gritar, de leer, de respirar, de tener. De agarrar a los pensamientos del cuello y no soltarlos para que no se desboquen dentro de la imaginación. El delirio está ahí mismo, agazapado tras los asideros, y no es fácil sobrevivir en el aislacionismo. Es hora de dar una lección de vida para poder sentir que la democracia es real, que no hay nada más poderoso que un hombre o una mujer que resiste, que lucha y que se rebela. E incluso la noche de doce años puede ser derrotada.

No se ahorra sufrimiento en esta película que angustia en sus silencios y que va más allá de sus límites, buscando nuevas fronteras de razón y verdad. Excelente el trabajo de los tres protagonistas, Antonio de la Torre, Chino Darín y Alfonso Tort, dando forma al día que trata de aniquilar el espíritu de sus personajes. Las paredes siguen ahí, con sus enormes ojos abiertos, tratando de hacer que la mirada huya y el ánimo muera. Y el ansia de libertad es tan grande que da igual hacer de Cyrano, intentar una fórmula para ganar con mayor facilidad en la ruleta o celebrar un gol entre el Nacional de Montevideo y el Estudiantes de la Plata. La voz quiere salir, aunque sea a través de los nudillos y la vida se resiste a marcharse. El sol saluda todos los días y su cálida caricia es un regalo para los sentidos. Eso es lo que se percibe más allá de los límites del silencio. 

miércoles, 28 de noviembre de 2018

EL SASTRE DE PANAMÁ (2001), de John Boorman

Harry Pendel viste con las mejores telas a todo el que pueda pagárselas en Panamá City. Su corte es digno de Saville Row y, como buen sastre, ejerce de confesor de potentados, hacendados, hombres de negocios y políticos que pululan alrededor del Canal. Sin embargo, algo extraño hay en Harry. Dentro de su elegancia, de su educación, de su palabra justa en el momento adecuado, da la impresión de que vive un gañán, un tipo que no debió de estudiar en Oxford, precisamente. Es sólo una intuición. Lo cierto es que su mujer, Louise, es bella y afortunada, porque trabaja en las altas esferas del gobierno panameño. Todo parece ir bien. Harry sigue cortando trajes impecables con las más finas telas. Louise cree que tiene un marido ejemplar y dos hijos preciosos. Viven en un lugar paradisíaco y son figuras respetadas dentro de la alta sociedad panameña. ¿Qué más se puede pedir?
Pues lo que se puede pedir es alguien como Andy Osnant, un mujeriego, aprovechado y oportunista espía que ha tenido una mala experiencia en su última misión y necesita congraciarse con el alto mando. Así que Andy hace lo que mejor sabe hacer. Conspirar. Y para ello, necesita de la inestimable ayuda de Harry, ese individuo de pasado oscuro y contactos inmejorables, que puede dar muchísima información sobre el futuro inmediato del Canal mientras toma medidas de hombros, pecho, cintura y pernera a los individuos más potentados de Panamá. La misión es fácil, Harry. Sólo tienes que escuchar, charlar como quien no quiere la cosa y, si no hay nada de lo que informar, pasar alguna mentira…pero que sea creíble ¿eh?
Louise observa extrañada la nueva conducta de su marido. Ya no es el Harry de siempre. Simpático, bromista, corto de miras…Ahora corre a conferencias secretas, se da una vuelta por los barrios menos recomendables de la ciudad, busca la soledad en sus conversaciones telefónicas. ¿Habrá otra mujer? ¿O será la mala influencia de ese tal Andy Osnant que le está enseñando a vivir? El condenado es atractivo. Tal vez sea precisamente ese hombre que no es Harry. Apasionado, seductor, atento, elegante con una camisa con los faldones por fuera. Es difícil resistirse a sus encantos. Quizá sea el momento de tener una charla con Harry y comprobar si tiene alguna amiguita por los arrabales.

John Boorman maneja los personajes con maestría en una trama de espionaje y humanidad salida de la pluma de John Le Carré con serios puntos de contacto con Nuestro hombre en La Habana, de Graham Greene. También cuenta con otros actores de talla como Brendan Gleeson, Catherine McCormack e, incluso, una de las primeras apariciones de Daniel Radcliffe como uno de los hijos de Harry. Pero, la verdad, el espionaje de sentimientos y reacciones corre a cargo de unos estupendos Geoffrey Rush, Jamie Lee Curtis y Pierce Brosnan. Equívocos, ambiguos, calculados, perfectos en sus cometidos de seres perdidos en busca de una razón dentro de un mundo absurdo de mentiras y disfraces con la excusa de una elegante sastrería. Es el momento de ponerse todas las caretas. La sorpresa acaecerá cuando se compruebe que alguno de ellos tiene más de una. 

martes, 27 de noviembre de 2018

LA ESTRATEGIA DE LA ARAÑA (1970), de Bernardo Bertolucci

Dedicada al maestro italiano que ya bailó su último tango. Con cariño e idealismo.

Si tenéis ganas de escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor, precisamente, de "La gran evasión", de John Sturges, podéis hacerlo aquí.

Volver a las raíces para comprobar que tu padre no era un héroe, sino un traidor. El tiempo pasa y, aún así, parece no pasar. Los protagonistas son los mismos y se quedaron allí, hace cuarenta años, anclados a un tiempo de protesta y rivalidad, en el que cualquier gesto se tornaba grande y cualquier detalle podía revelar que, al fin y al cabo, todos eran hombres. El pueblo muerto se alza de nuevo con todos sus fantasmas, casi retratados en las blancas paredes de cal que gritan con yeso desprendido y lágrimas como grietas. Los mondongos saltan de plato en plato, como reivindicando el derecho a comer, tan justo para aquellos que sólo quieren espantar el hambre. Los camisas negras aún miran con recelo a los que, sin pensárselo dos veces, saltan a la pista de baile para presumir de libertad y los días pasan lentos, pasan rápidos, pasan…sólo pasan. Tanto es así que incluso la misma belleza parece anclarse entre las arrugas y somos capaces de darnos cuenta de por qué alguien puede perder la cabeza por una mujer.
Las charlas son infinitas, recordando unos días de simpleza y activismo político. Sin embargo, con la honradez a cuestas, vemos cómo hay críticas para todos. Para unos porque representaron la opresión, la chulería, el frentismo como forma de vida. Para otros porque no se libraron de la sospecha  y trataron que la violencia se adueñara de los rincones de tranquilidad añeja. La venganza, en suma, tampoco entiende de colores políticos y se puede dar en cualquier bando porque la razón, cuando se camina por los extremos, siempre es absoluta cuando nunca es así. Es la estrategia de la araña. Nunca se ve venir al cazador aunque se menee con fuerza la red. Y el resultado siempre es que la trampa funciona y la presa se enreda.

Bernardo Bertolucci dirigió esta película, basada en un relato de Jorge Luis Borges, en plena época de activismo político y, sin embargo, sorprende porque, como vehículo de propaganda, no duda en arremeter contra los suyos, avisando de cómo se convierte en mártir al que no era más que un traidor, llamando la atención sobre el hecho de que la represalia también existe en el bando que se puede creer más justo y que, quizá, sólo quizá, la ética personal está más allá de cualquier idea política. Lo demás, es sólo creer en fantasmas que hablan, dicen, despistan, corren, juegan, mienten y desaparecen tan rápido como ese tren que, de hecho, hace mucho que pisa las vías de Tara. Al fondo, la fotografía de Vittorio Storaro inunda las sensaciones de cuadros pintados con la realidad y, de un modo algo sonámbulo, el espectador acompaña al protagonista que vuelve al mismo origen de la verdad sólo para comprobar que todo, todo lo que uno puede llegar a creer, es una mentira que se vendió de forma convincente.

viernes, 23 de noviembre de 2018

LA LLAMADA (The calling) (2014), de Jason Stone

La inspectora de policía Hazel Micallef está en plena cuesta abajo. Un día tuvo ilusiones, esperanzas, deseos de prosperar profesionalmente, pero una desgracia acabo con todo eso. Un intento de suicidio, las brumas del alcohol, su madre en casa…todo se vino abajo. Iba a promocionar para hacerse cargo de la comandancia del distrito, pero la vida se encargó de asesinar a conciencia todo por lo que luchaba. Ahora es jefe de policía de un pequeño pueblo en el que nunca pasa nada…salvo un par de asesinatos con muy poco espacio de tiempo de un día para otro. Un asesino en serie anda suelto y Hazel cree que puede resolverlo.
No tiene medios, no tiene personal. Nadie se fía demasiado de ella. Emocionalmente está muerta y sufre…aunque desea otra oportunidad. El frío y la nieve se agolpan en las calles de ese pueblo que también parece muerto y se da cuenta de que el asesino es un hombre totalmente alienado por la religión. Está dejando un mensaje en cada una de sus víctimas. Un mensaje sutil, apenas perceptible. Un mensaje de liberación. Hazel no puede creer que esté investigando al único asesino en serie cuyas víctimas son voluntarias. La creencia de la resurrección es culpable de todo y el asesino tiene que llevar a cabo un número determinado de asesinatos para que se produzca. Hazel tendrá que bajar a los infiernos para descubrir que hay un cielo, que hay un mañana, que aún hay cariño a su alrededor, que toda su experiencia aún sirve para algo, incluso para poner al asesino enfrente de un espejo para que se dé cuenta del monstruo que realmente es. Aunque se esconda detrás de una cruz. Aunque crea que la muerte es el único camino de salvación.
Las lágrimas no asoman a su rostro porque ya las agotó todas. Cuando llega a casa, tiene que enfrentarse a sus propios miedos, a sus enormes inseguridades. Hazel es una policía de raza, constante, implacable, pero las fuerzas le flaquean. Y encuentra imposible que, a través de la muerte, encuentre la luz. Consulta con un experto en la Biblia, consigue una pírrica ayuda con un joven policía homosexual, trata de encontrarle un sentido a todo y, quizá, el único agarradero que siente es que la vida tiene que seguir para que todo se pueda arreglar en su interior. En el fondo, el asesino cura males. Y el último mal que va a sanar es el que aqueja a la propia Hazel.

Excelente película canadiense que tiene en Susan Sarandon la razón y el fondo de todo. Con sus maneras de gran actriz consigue adentrarnos en el atormentado personaje de la Inspectora Micallef, con sus corazas destruidas y su inteligencia reprimida. Mujer en un mundo de hombres que demuestra, con psicología y astucia, que vale más que todos ellos cuando hay sangre de por medio. Bebe, Hazel, bebe. Tal vez lo que haya en la taza, por una vez, no sea alcohol y sí un reconfortante té de hierbas. La resurrección es posible, pero puede que sea para aquellos que siguen vivos después de morir.

jueves, 22 de noviembre de 2018

MALOS TIEMPOS EN EL ROYALE (2018), de Drew Goddard

Un lugar perdido en tierra de nadie. Eso es lo que puede ser el presente. Una simple línea que puede determinar lo que se va a encontrar más allá de la frontera del futuro y dejando un paso atrás los límites del pasado. Ahí, en ese lugar capaz de determinar los destinos de un puñado de seres infelices, es donde habrá que saldar deudas, saltar de un lado de la oscuridad al vértice de la luz, decidir si es la hora de empezar a ganar y desenterrar la memoria de un subsuelo que está sumergido en el mismo corazón de la maldad.
A menudo no se esperan los golpes que se propinan desde el instinto de protección. Esos personajes que deambulan por un mundo que les ha maltratado van a parar a un sitio donde parece que las paredes pueden llegar a ver, donde hay altavoces para poder oír, donde la soledad se ha adueñado de la propiedad y donde se destruyen los sueños. Sí, son malos tiempos para venir al Royale porque es donde también se marca la línea del bien y del mal y no es sencillo elegir. La tentación estará ahí mismo y el tiempo se agota, la lluvia arrecia y, de alguna manera, el recuerdo se diluye con demasiada facilidad. Es hora de recuperar la memoria para dejar bien claro quién manda aquí.
Drew Goddard, el director, había obtenido cierta fama por ser el guionista de Marte, de Ridley Scott y por haber dado muestras de un cierto talento tras la cámara con La cabaña en el bosque. En esta ocasión, no cabe duda de que la película está muy bien planteada, tomándose su tiempo, poniendo al espectador en situación con una estructura desordenada que casi recuerda lejanamente a la de Rashomon, de Akira Kurosawa. También está bien anudada, con giros aceptables que van descubriendo que nada es lo que parece bajo la naturaleza de estos personajes sin rumbo. Sin embargo, no está bien desenlazada, alargando la acción hasta límites insospechados, y casi está a punto de emborronar la buena trayectoria de una película a la que algunos relacionan con la alargada sombra de Quentin Tarantino cuando muy bien podría ser comparable a un Robert Altman en clave brutal.

En el apartado de interpretación habría que destacar por encima del resto del reparto a Jeff Bridges y, sin duda, a Cynthia Erivo, ambos soberbios y atinados, dando con el tono perfecto a sus personajes y llevándose la mejor parte de la función. La banda sonora de Michael Giacchino desvela lo bien que se lo debió pasar eligiendo los temas que van jalonando la trama, tanto instrumentales como pregrabados, y se sale con una cierta sensación de haber sido absorbido por ese mosaico de malhechores que se mueven a un lado y a otro de la locura, tratando de encontrar algún sentido a sus vidas despedazadas. El infierno, muy posiblemente, sea también un hotel de sórdidos secretos, de luces solitarias, de silencios escalofriantes y de fuegos de furia y balas. Quizá esa sea la deuda que todos tenemos que pagar cuando queremos que el pasado surja del subsuelo de nuestro recuerdo para saber dónde cometimos tantos y tan grandes errores, cómo asumimos tan terribles humillaciones y cómo llega un momento en que la mentira ha rebosado el borde del vaso de nuestra resistencia. Para ello, no lo duden, alójense en el Royale. Es ése hotel que está justo en la línea entre dos estados. El de la vida y el de la muerte. Y es obligatorio elegir. 

miércoles, 21 de noviembre de 2018

RASHOMON (1950), de Akira Kurosawa

Un crimen visto desde varios puntos de vista. Y nadie dice la verdad. Y lo peor de todo es que nadie dice la verdad por una simple cuestión de orgullo. La mujer violada no dice la verdad porque no quiere aparecer como una mujerzuela. El ladrón insidioso no dice la verdad porque quiere proteger su reputación de macho despreciable, de hombre sin corazón que arremete contra todo lo establecido sin conciencia. El asesinado, a través de una vidente, no dice la verdad porque no quiere aparecer como el marido que no hizo nada por evitar la violación y también porque quiere salvaguardar su honor y no parecer un cornudo sin alma. El testigo miente…pero dice la verdad. Y en muchas ocasiones, es difícil encontrar a alguien que sabe combinar ambas cosas.
En la puerta de Rashomon la lluvia cae inmisericorde, tratando de herir a los seres humanos y despertar su lado más bondadoso. El agua golpea con fuerza en el suelo y parece que el cielo vierte ríos enteros sobre ese lugar que está en ruinas, igual que la naturaleza del mismo hombre. Ya no existe la bondad en el mundo y dos hombres no hacen más que preguntarse, bajo la misma puerta, por qué todos mienten en base a las apariencias. La lluvia cae con tal fuerza que se hacen barros de comportamiento y habrá que contar la historia tal y como ocurrió en ese proceso donde todos parecieron tigres heridos bajo el peso de un destino que les niega reconocimiento. El monje budista tiene hambre de personas buenas porque ya hace mucho tiempo que dejó de verlas. Cree que la vida no merece la pena si no hay hombres buenos y todas aquellas confesiones no hacen más que confirmarle el hecho de que ya no existen. Incluso el forastero que llega allí a resguardarse del diluvio dará buena prueba de su falta de corazón, aunque también de su inteligencia. Allí, en la puerta de Rashomon, el hombre se enfrentará a sí mismo, descubriendo cuál es su verdadera naturaleza.
Las confesiones se suceden y parece que el polvo del campo se adhiere a los cuerpos sudorosos que han sucumbido a la fuerza del deseo y de la misma apariencia. Las luchas no son caballerescas, ni honrosas. Son las de dos lombrices arrastradas por el suelo, entre las hojas caídas de un otoño triste por la crueldad de los hombres. La vergüenza se instala en todos ellos de forma permanente porque matar es fácil y mentir lo es aún más. No hay sinceridad en ningún crimen. Incluso aunque el móvil sea tan débil como el honor, o la fama, o la lujuria.

Akira Kurosawa se hizo maestro con este cuento moral que coloca a los hombres ante el espejo mientras se pregunta si aún queda algún resquicio de bondad en sus corazones. La puerta de Rashomon, con sus ruinas, sus maderas desvencijadas, su derrota en el orgullo, será el escenario perfecto para que nos demos cuenta de la vileza que puede llegar a anidar en nuestro interior.

martes, 20 de noviembre de 2018

ARGEL (1937), de John Cromwell

La Casbah argelina es un laberinto intrincado de calles que no llevan a ninguna parte. En sus callejones se atisba la suciedad, la pobreza, el abandono de muchas personas que han elegido ese rincón del mundo como el único en el que todo se queda fuera. Una de ellas es Pepe Le-Moko, un ladrón de guante blanco, buscado por media Europa, que se refugia en esa jungla de adobe blanco y té, de garitos inundados de humo y de mujeres que pierden la cabeza por su elegancia, por su palabra siempre adecuada y por su sentido de la justicia. Fuera, en la civilización, está la policía, deseando atraparlo, caer sobre él igual que lo haría una manada de buitres deseando devorar la carroña. Sus incursiones en la Casbah han sido inútiles porque, más allá de las limitaciones físicas de unas calles sin sentido, la gente quiere a Pepe. Consideran que su desafío a la ley es admirable y le dan cobijo, comida, amistad. Pero, cuidado, quien traiciona a Pepe tendrá que vérselas con una venganza implacable y tortuosa, refinada y definitiva.
Sin embargo, hay alguien en el lado de la policía que sabe muy bien qué es lo que piensa el afamado ladrón. Es el inspector Slimane. Un argelino de sonrisa ladina, de ambigüedad calculada y que, a su manera, también posee un sentido de la justicia muy particular. Sabe que atrapar a Pepe en la Casbah es tarea imposible, por mucho que se enfaden esos gerifaltes de París, que creen que ese bendito barrio de Alá, no es mucho más complicado que Montmartre. El secreto radica en hacer que Pepe salga de allí. Y Slimane sabe que lo único que puede traicionar la seguridad, es el amor.
Así que allí, en Argel, entre ese olor a especias y a licor de avellanas, se entreteje una trama que combina la persecución de un ladrón con la pasión extrema que Pepe, ese tipo de sangre fría, puede llegar a sentir por alguien que vale más que todas las perlas que ha robado, más que todos los diamantes que ha devorado con los ojos, más que los rojos rubíes que ha tenido entre sus manos. El destino se encargará de exhalar una última carcajada mientras la esperanza se aleja, lentamente, sin despedirse, sin más compañía que la espuma del mar y la melancolía en el corazón. Con la seguridad de que Slimane y Pepe, aunque enemigos, están hechos del material con el que se forjan las trampas de la amistad. La Casbah asistirá a esta astucia, a este juego de traiciones y de tretas que se antoja más sucio que cualquier desagüe porque, en cada una de esas traiciones, se irá un amigo.

Charles Boyer es Pepe Le-Moko, en un papel que, anteriormente, había interpretado el gran Jean Gabin, más elegante que nunca, con sus ademanes pausados y su mirada distanciada. Joseph Calleia, enorme, se hace cargo del Inspector Slimane con sumo cuidado, como si meterse en la piel de otro pudiera romper la esencia de su creación. Hedy Lamarr, bellísima, es el mismo rostro que empuja hacia la libertad y hacia el fracaso. Todos ellos son calles laberínticas de un barrio más allá de la ley.

viernes, 16 de noviembre de 2018

CARAVANA DE MUJERES (1950), de William Wellman

Las mujeres valen más que los hombres. Eso está fuera de toda duda. Y el que no lo vea es que vive en un entorno donde se ha mitificado su inferioridad a fuerza de dureza. Quizá por eso un vaquero como Buck pueda creer que un buen puñado de mujeres no es capaz de aguantar un viaje de cinco mil kilómetros a través de la aventura y el polvo. No es fácil llevar un tiro de caballos o de mulas para arrastrar un carromato hacia la felicidad. Pero, quien diga eso, no conoce a las mujeres. Son valerosas, con una resistencia hacia el dolor moral y físico que no conocemos los hombres. Son tozudas, constantes, enérgicas. Lo que no saben, lo aprenden rápido. Se adaptan a las circunstancias, sean cuales sean. Si aprenden a disparar, tenga usted cuidado. Tal vez sean capaces de incrustarle la bala en un ojo. Si se encallecen sus manos, retírese. Podrán mucho más que usted porque tienen plena conciencia de que la unión hace la fuerza. Y, realmente, piden muy poco. Sólo un puñado de felicidad. La ración que les corresponde y que bien merecen. Una caravana repleta de mujeres es un repertorio de voluntades inquebrantables. Aunque paguen con la vida. La adoran, como cualquier hombre, pero no dudan en sacrificarla en aras de un objetivo. Y más si esa meta es un hombre que sea, de verdad, un hombre. No hay nada que les guste más.
No hace falta ser muy inteligente para saber que si un hombre tuviera que aguantar los dolores de un parto, se moriría. La mujer es un continuo ejercicio de superación propia. El hombre es un continuo esfuerzo por mantener una posición más o menos cómoda. Y esa diferencia es vital. A través de grandes llanuras, de paisajes rocosos e ingratos, llenos de cuestas abajo mortales, o de colinas insalvables, de desiertos implacables, que apagan el entusiasmo de cualquiera, ellas están ahí, resistiendo a todo y a todos. Incluso a las miradas escépticas que ponen en cuestión su capacidad. Ilusos. Si hay algo que tiene capacidad en este mundo, es la mujer.
Así que ahí, en la inmensidad, un río de carretas se desliza por la tierra, en un cauce que delata que, todo lo que hacen, es puro amor. Cualquier gesto lleva su firma de empuje y de iniciativa. Ellas lloran con cierta facilidad. No saben que los hombres también lloramos, pero que la vergüenza nos hace ser más discretos. Sin embargo, en cada una de sus lágrimas caben cielos enteros de valentía y realismo. Su juerga es compartir todo lo que tienen en común con los demás, la risa de un momento de agudeza. Nada de alcohol o charlas soeces. Van más allá que toda esa irritante superficialidad. Tienen un corazón tan grande que el desierto se les hace pequeño. Y es hora de demostrarlo ante un grupo de hombres que las esperan y a los que hay que hacer ver y sentir que el respeto es una de las mejores armas para la conquista. Sólo es necesario vencer las dificultades a su lado.

Caravana de mujeres fue un proyecto pensado y creado por Frank Capra que, debido a una enfermedad, abandonó en manos de William Wellman. El resultado es un western apasionante e inteligente, absorbente y muy razonablemente feminista, pleno de acción y de sentimiento y con un reparto que da lo mejor de sí mismo. No podía ser menos teniendo en cuenta que, prácticamente, la película la llevan ellas. Y una bofetada en la cara para todos aquellos que dicen una buena cantidad de sandeces para apuntarse a las más modernas ideas sobre la igualdad entre hombres y mujeres. No la hay. Ellas son mucho, mucho mejores. 

jueves, 15 de noviembre de 2018

MILLENIUM: LO QUE NO TE MATA TE HACE MÁS FUERTE (2018), de Fede Álvarez

Siempre resulta difícil adaptar un libro al cine. En el papel hay tiempo suficiente como para explicar detenidamente los detalles, desarrollar las acciones con las justificaciones bien atadas y describir a los personajes de forma cerrada. Esta vez se trataba de volver sobre los personajes de Lisbeth Salander y Mikael Blomqvist a través de la novela que no escribió Stieg Larsson y el resultado se asfixia poco a poco en medio de un puñado de ideas visuales interesantes y una banda sonora extraordinaria de Roque Baños.
Y es que, en determinado momento, se nos explica que han pasado tres años desde la última desventura de estos personajes. Por una parte, nos encontramos a una Lisbeth Salander, competentemente interpretada por Claire Foy, más adulta, más centrada. Hasta ahí todo va bien. Sin embargo, nos encontramos con que el Mikael Blomqvist encarnado por Sverrir Gudnasson es más joven que ella y el tipo se emplea con menos dramatismo que un reloj atrasado. Por si fuera poco, hay detalles que no se explican en absoluto y que son fundamentales para que la trama tenga algo de sentido. Esas cosas como que, de repente, los malos saben números de teléfono, o que un señor con muy buenas intenciones se lleve a su hijo de vacaciones a Estocolmo sabiendo que se va a meter en un lío bastante peligroso, o, incluso, que una casa arda como la yesca y la protagonista aguante en una bañera hasta que una oportuna elipsis la sitúa desmayada en la misma. Todo ello hace que la película se vea lastrada a pesar de una realización que se antoja apreciable y de un argumento que llega a ser absorbente.
Al fin y al cabo, las huellas del pasado siempre persiguen a los más rebeldes y puede ser la hora de pagar las deudas pendientes. Sean en una o en otra dirección. La sociopatía que es el rasgo más atractivo de Salander, se convierte en una necesidad al echar un vistazo a la familia con la que tuvo que tragar y así el rojo se enfrenta al negro con furia de rencor cuando la huida era la única salida para la infancia. Quizá por ello las luces de la capital sueca parecen permanentes mientras un subsuelo de retorcimiento y violencia se remueve bajo sus cimientos. Hacer daño es la primera misión de cualquiera. Y es hora de aprender a enfrentarnos a la injusticia con decisión, con inteligencia y sin sesgos. Y también de rodearse de los aliados más apropiados para la ocasión.

La caída al vacío es inevitable cuando se espera que la historia tenga garra y esté bien explicada porque, al fin y al cabo, se está hablando de un misterio, de un enigma, de una búsqueda y de un ajuste de cuentas. Si los cabos no están bien atados, todo se queda en algo desvaído, con algún que otro toque demasiado espectacular que convierte a Salander en una versión femenina de James Bond y a Blomqvist en un pasmarote que carece de intensidad y de fuerza. Y es fácil caer en la trampa de la electrónica avanzada y en la tecnología impensable porque tales descubrimientos sirven de oportuna cortina de humo a lo endeble de la película. Por mucho que Lisbeth Salander tenga razón en todo lo que hace. Por mucho que todo se rodee de negrura y de tenebrismo de humareda. A menudo, dentro del traje de goma de la lógica, no hay nada. Y, en esta ocasión, así es. Si caen al vacío yendo a verla, asegúrense de que la nieve les acoja con dulzura, si no, todo se resquebrajará entre las ramas de los árboles.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

DOBLE VIDA (1947), de George Cukor

Cuando un actor se mete en un papel, debe pensar como el personaje que interpreta. Sobre todo si tiene que hacer dos funciones diarias en la piel del otro. Si ese personaje es Otelo, hay que tener mucho cuidado. El demonio de los celos puede arrastrar hacia la locura porque, al fin y al cabo, amar tanto sólo lleva hacia la perdición. Desdémona debe ser asesinada todas las noches y las motivaciones de Otelo son profundas porque sabe que, en el fondo, la pierde aunque sea inocente. Otelo ya no es Otelo, es un ser que dista mucho del valeroso guerrero que ofrece victorias a sus señores. Está carcomido por la envidia, porque el amor nunca es puro, porque la rabia crece en su interior alimentada por el fuego del pérfido Yago. El pañuelo con el que estrangula todo su amor tiene que apretarse fuerte. Si no, es posible que Desdémona vuelva a engañarle, vuelva a no engañarle, vuelva a parecer que cualquiera de sus miradas significa mucho más que el simple hecho de observar. Otelo es un monstruo que puede devorar a quien lo interpreta.
Anthony John es uno de esos actores que se enfundan en los personajes que interpretan. Demasiadas tablas, demasiados textos memorizados, demasiadas luces en los ojos. El agotamiento de su propia creatividad parece que está llegando y la sombra de Otelo se proyecta sobre él como la de un asesino peligroso que le impulsa a cometer el peor de los crímenes. Lo que aún espolea su mente es el divorcio reciente con su mujer, que lo ha abandonado porque no soporta convivir con criaturas procedentes de las plumas de Shakespeare, de Shaw, de Plauto o de Pirandello. Los celos ya están sembrados por sí mismos dentro de la mente de John, y Otelo espolea con sus monstruosos celos. Se avecina una tragedia…o, tal vez, sea solo la última gran escena de un actor entregado en cuerpo y alma.

Atípica película de George Cukor, rodada con un inusual barroquismo visual, que puso en liza el talento de Ronald Colman para lograr una interpretación mítica, obsesiva, pulcra y, a la vez, rechazable. A su lado, Signe Hasso, la encantadora Shelley Winters y el siempre excelente Edmond O´Brien, tratando de guiar de vuelta al loco que se creyó artista para interpretar a alguien que enloqueció. Juego brutal de espejos  que se encierra en un ambiente agobiante y casi hostil, teatral y, al mismo tiempo, abrumadoramente real. Cukor demostrando. Colman actuando. En pie, señores, el telón ha caído.

martes, 13 de noviembre de 2018

AL FINAL DE LA ESCAPADA (A bout de souffle) (1959), de Jean-Luc Godard

La próxima curva es ella. Quizá sea ese remanso de paz que se necesita cuando la vida está demasiado acelerada, buscando la siguiente fechoría inquieta. Quizá ella sea la viva expresión de que lo mejor es ser inmortal y, después, morir. Quizá ese dedo por los labios sea un gesto de ansiedad por cruzarlos con los suyos. ¿Quién sabe? Es un enigma porque Michel no ha sabido amar nunca nada. Se ha dedicado a ir dando tumbos por los rincones que huelen a dinero y a engaño y, si ha habido una relación, ha sido tan esporádica y tan placentera que no ha dejado ningún poso. Ella, sin embargo, es en color aunque el mundo sea en blanco y negro. Es estudiante de periodismo y trata de abrirse camino vendiendo periódicos en París. Y no es buen negocio quedarse en París, Michel, porque allí hay más policías que en ningún otro sitio y el cerco se va a ir cerrando poco a poco. La sociopatía de Michel parece incluso atenuarse con la mirada de Patricia y la vida, juntos, se va a convertir en una huida sin descanso. Italia es lo mejor. Tal vez allí, a salvo de las miradas indiscretas, Michel pueda lucir sus habilidades de ladrón, de jugador de ventaja, de saber vivir sin dar golpe y ella le esperará siempre en la intimidad de una habitación de hotel de tercera.
Antes de irse es el momento de cobrar viejas deudas y Michel se apresta a ello. Tampoco se olvida de ir al cine e imitar a Bogart. Al fin y al cabo, él se siente tan duro como él y, en el fondo, tan perdedor. Michel sólo se siente triunfador si se ve reflejado en los ojos de Patricia y cree que el futuro es perder las horas, los días y el tiempo en una cama, retozando, jugando con ella, fingiendo lo que no es, siendo lo que nunca ha sido. El mundo es un lugar muy pequeño y el cerco, sin que ellos se den cuenta, se va estrechando cada día. Michel acabará sin aliento, pero será por ella. No será por su irresponsable huida, su impulso criminal, su resistencia a la ley. Será ella la que le ponga delante del espejo y le haga ver cuál es la verdadera naturaleza de su maldad. Y esa es la pertenencia a un mundo diferente. Un mundo al que Patricia no pertenece. Un mundo que le condena al final de la escapada.

Jean-Luc Godard llegó a pedir de rodillas y llorando poder dirigir esta película con guión de François Truffaut. Y, con su ópera prima, consiguió el mejor de sus títulos. Jean-Paul Belmondo fue el perfecto pillo de calle, soñador y perdido, que no alcanza a ver el callejón sin salida en el que se está metiendo y Jean Seberg fue la misma delicadeza, casi de cristal irisado, con su mirada juvenil y su ansiedad intacta. La misma que nos hizo saber, con toda certeza, que podía ser otro ángel venido del cine. No es fácil llegar al final sabiendo que todo en esta vida tiene firma de mujer.

jueves, 8 de noviembre de 2018

BOHEMIAN RHAPSODY (2018), de Bryan Singer

Mañana, festividad de la Almudena en Madrid, no habrá artículo. Volveremos con el ritmo normal a partir del martes, 13 de noviembre. Y no dejéis de ir al cine. A veces, incluso, nos hace soñar.

Quizá todo empiece por la conciencia de ser diferente, de estar llamado a ser alguien que, de alguna manera, alcance la eternidad. A partir de ahí, siempre se trata de dar con las personas adecuadas, de sentirte a gusto dentro del pequeño grupo al que, desde el principio, se le llama familia. Si alguno de estos elementos falla, entonces el camino será cuesta abajo, jalonado de trampas que no se podrán evitar porque la vanidad es muy fuerte y el éxito, engañoso. Y, sin embargo, cuando uno mira en su propio interior, se da cuenta de que está solo, desoladora y absolutamente, y lo único que desea es tener alguien a quien amar.
Puede que la genialidad esté ahí mismo, cuando se sabe que se rompen barreras con cualquier arte, aunque en este caso es la música. Y parte de esa genialidad consiste en saber qué es lo que quiere el público, con qué melodía se va a saltar, con qué ritmo se va a acompañar, con qué emoción se va a cantar. Mientras tanto, al otro lado del escenario, hay demasiadas zonas oscuras que llaman con sus tentadores cánticos de confusión. Y es difícil resistirse, porque hay muchos vacíos que no se han rellenado, tal vez porque no se ha experimentado el amor en toda su extensión y, cuando se ha tenido cerca, tampoco se ha sabido amar. Es una parte fundamental de la vida de cualquiera, incluso de los mitos. Y es tiempo de saber que ellos están hechos para estremecer, para ser los campeones, para que otro muerda el polvo o para que se sepa lo que es estar bajo presión. No importa nada. Sólo encontrar el sitio. Y a menudo se pierde, al igual que la oportunidad, lo mismo que la voz única e incomparable, semejante al amor, gemela a la grandeza.
Bohemian Rhapsody funciona como espectáculo de Queen y, sobre todo, como muestra de lo que puede hacer un actor cuando se entrega en cuerpo y alma a reproducir físicos y sensaciones, posturas y actitudes como es el caso de Rami Malek. Su encarnación de Freddie Mercury llega a producir escalofríos porque, en algún momento, se piensa que ha regresado de entre los muertos para contarnos una parte de su vida. Es verdad que la película bordea con pudor los puntos más oscuros del cantante y que, en algún momento, se nota la falta de timón motivada por el despido de Bryan Singer y su reemplazo por Dexter Fletcher, al parecer por el escándalo que salpicó la vida privada del primero y por sus continuas peleas con la estrella. No obstante, se disfruta con las melodías, se mueven los pies descontroladamente, se sufre con los avatares de un personaje que lo tuvo todo y que no supo hacer de su vida algo diferente como sí lo hizo con su música. A destacar ese momento, espléndidamente dirigido, que da pie al nacimiento de We will rock you y que consigue impresionar. Tal y como sabía hacer el propio Freddie Mercury cuando estaba en plena sintonía con aquellos que se acercaban a escucharle. Y es que en el fondo, todos deseamos que no muriera, que no se hubiera ido como lo hizo y que siguiera cantando con su voz inconfundible y sus maneras llenas de provocación. Es la carne con la que están hechos los sueños.
Así que es momento de buscar alguien a quien amar y tener la fortuna de disfrutar de la compañía de esa persona que lee tus pensamientos, comparte tus anhelos y convierte la vida en algo que realmente merece la pena. Sólo así podremos darnos cuenta de la inmensa suerte que hemos tenido y que tanto le costó encontrar a Freddie Mercury.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

LA SOCIEDAD LITERARIA Y EL PASTEL DE PIEL DE PATATA (2018), de Mike Newell

En muchas ocasiones, nos podemos encontrar con una historia que parece sacada de la ficción. Tal vez, en una isla perdida del Canal de La Mancha, unos cuantos incautos decidieran fundar una sociedad literaria para intercambiar ideas que vienen en los libros, leer párrafos o capítulos, discutir sobre lo que pretendió aquel autor o, incluso, traer algo de equilibrio a unas vidas que están en perfecto desorden por culpa de la ocupación alemana. Puede que todo naciera de la casualidad. O del miedo. O del deseo de obviar, por un momento, que el hambre aprieta y los invasores no se andan con tonterías.
Lo cierto es que, algunos años después, una escritora de cierto éxito decide trasladarse allí, a esa isla en la que parece que no existe el resto del mundo, e investigar sobre cómo se creó y cómo pervive ese pretendido club literario, poblado de personas encantadoras, que vieron el horror de cerca, lo padecieron y aún aguardan alguna letra de esperanza. No les queda mucho más porque la guerra se lo llevó todo. Incluso lo que más querían. Y no van a permitir de ningún modo que una escritora, por muy respetuosa y brillante que sea, hable de ellos, de lo que hicieron o dejaron de hacer, de su sufrimiento y de su actividad. Los libros, a menudo, esconden secretos que no deben ser revelados y ellos son fieles guardianes de ese libro que se abrió y comenzó a escribirse con la letra indeleble de sus vidas.
Así, sin dejar de lado el buen humor, podemos intuir cuánto disfrutaron con las aventuras de La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson; o con las ironías punzantes de La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde; o con las diferencias de talento que podían hallarse entre las hermanas Bronte. Y, también, cuánto sufrieron teniendo que separarse de lo que más querían, cómo lloraron porque alguien murió y cómo esperan porque alguien fue detenido. La escritora bucea en sus vidas y necesita escribir sobre ello aunque nadie llegue a leerlo. Eso es lo que menos importa, porque las historias de valor y de resistencia siempre deben ser un ejemplo para los que tienen la fortuna de conocerlas. Y, quizá, haya que romper con todo para apreciarlo en toda su intensidad. ¿Quién sabe? Puede que el futuro esté rodeado de agua.

Agradable de ver, con sus paisajes, sus pasajes y sus peajes, con interpretaciones estupendas de Lily James y, especialmente, de ese anciano entrañable que es Tom Courtenay, con el amor de las personas como fondo y el pasado como parte indeleble de lo que somos, La sociedad literaria y el pastel de piel de patata nos propone un viaje de ternura y de comprensión ante una oscuridad que se abría por todas partes en una época sin horizontes claros. Cuando la vemos, queremos escribir para estos personajes, ser parte de su vida, de sus reuniones, de comer ese fantástico asado de cerdo que dio lugar a todo y de compartir esa sensación que nunca debe irse y a la que se llama esperanza. Y si es acompañada del amor, mucho mejor. Ya vendrá el frío del exterior, la incomprensión y el fanatismo, o el morbo que siempre acompaña cualquier habladuría maledicente. El mundo está afuera y siempre espera. Los libros están dentro y, como amigos ilusionados, también lo hacen.

martes, 6 de noviembre de 2018

EL PECADO DE CLUNY BROWN (1940), de Ernst Lubitsch

Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "La sal de la tierra", de Herbert Biberman, podéis hacerlo pinchando aquí.

Le gustan las cañerías más que comer con los dedos… ¿y qué? ¿Vamos a condenar su condición femenina e inmensamente atractiva por eso? Ella es encantadora, es divertida, es ingenua, es única y los señorones y señoritas, los mayordomos y mayordomas no saben leer todos sus encantos. Sólo un humilde refugiado político de Checoslovaquia que ha salido de su país por la puerta de atrás porque hay unos individuos muy mal encarados que no hacen más que pasearse con cruces gamadas en sus brazaletes. Y es humilde porque tiene que ir mendigando una libra aquí y otra allí para seguir adelante. Lo cual no es ninguna vergüenza cuando alguien de su posición se ve obligado a huir de la incandescente Europa y refugiarse en las islas. Estos británicos estirados tienen una idea muy peregrina sobre lo que es un héroe. Y, sobre todo, creen que el sentido pacífico de la vida reside en una taza de té y en un pedazo de pastel de manzana. Lo creen hasta los mayordomos y las mayordomas.
El caso es que lo normal es dar nueces a las ardillas…pero si alguien quiere dar ardillas a las nueces ¿quién es nadie para decir que se está equivocando? Lo importante es estar contento con uno mismo y hacer callar al ruiseñor que trina con su hermoso canto hiriendo el silencio de la mañana. Y, por supuesto, desenmascarar al boticario, un hombre bastante pequeño que se hace pasar por grande, enamorado de su armonio y de su sencilla vida en un pueblecito inglés con una madre enviciada por el carraspeo y una campanilla en la puerta de la botica. Encantador ¿verdad? Pues tampoco le gusta que las mujeres se dediquen a las cañerías. Y Cluny Brown cuando ve una, se pierde. Le encanta retorcer sus bridas y golpear su metal orgulloso y macizo de plomo. Le pirra asistir a la bajada de nivel del agua de un desagüe atrancado cuando encuentra una vía de escape. Le vuelve loca agarrar la enorme llave inglesa y girar las tuercas, como un signo de aprobación de las mismas tuberías. Y eso es todo. Nada de té, ni de pasteles de manzanas. Cañerías, cañerías, cañerías. Si el mundo se dedicara más a las cañerías y menos a los cotilleos malsanos, tal vez todos acabaríamos dando ardillas a las nueces.

Así que ahí tenemos a Cluny, sola en el campo, como chica de servir, acosada por un refugiado político, acogida por unos ingleses más estirados que el dinero a fin de mes y mandada por un mayordomo y una mayordoma que son maestros del halago cortés y educado cuando la levita está perfectamente planchada. Así que, con estos elementos, tenemos a un maestro alemán como Ernst Lubitsch riéndose con su puro, sacando una de las mejores interpretaciones a una actriz como Jennifer Jones y poniendo en lo alto de la comedia a un Charles Boyer que rara vez estuvo mejor. ¿No creen ustedes? Lo celebro si lo ven así. Yo, la verdad, siempre disfruto enormemente cada vez que veo esta película, si me permiten expresarlo así de rudamente, claro.

viernes, 2 de noviembre de 2018

DE RATONES Y HOMBRES (1939), de Lewis Milestone

George Milton vaga por los campos en compañía de Lennie, un niño grande. Para sostener sus pasos, alimenta los sueños perdidos de poseer una granja algún día. Una granja con conejos, gallinas y alguna que otra vaca para poder separar la nata y untarla en un buen pedazo de pan. La pobreza les persigue y están obligados a emplearse como jornaleros en cualquier plantación que pague lo mínimo. Lennie no sabe arreglárselas solo y depende en todo de George. No sabe comportarse, no sabe cómo reprimir la rabia que siempre surge de la pobreza, no sabe que hay vida al otro lado de la humildad. Es como un perro que le acompaña a todas partes, al que hay que acariciar de vez en cuando, darle un poco de cariño y cargarlo como una mula cuando hay que llevar unas balas de paja. Lennie es pura inocencia, pura fuerza. George es pura rabia, puro desamparo.
Quizá, en algún lugar, haya algún viejo con algo ahorrado y puedan, si no comprar la granja, sí dar el primer plazo. A veces, la suerte aparece cuando las manos están más agrietadas y el polvo de los campos se adhiere como una segunda piel. Mientras tanto, habrá que trabajar duro porque, aprovechándose de su situación de superioridad, siempre habrá algún sádico dispuesto a restañar el látigo de la crueldad sobre las espaldas de los trabajadores. Lennie se deja llevar por su inocencia. Encantadora, ingenua hasta los límites de la razón. Definitiva. Y, tal vez, llegue a romper la muñeca con la que le gusta jugar. George tendrá que tomar la decisión más penosa de su vida mientras asiste, sin derramar lágrimas, como el primer plazo de su futuro se esfuma ante sus ojos. Sencillamente porque la vida no quiere que realice sus sueños. El perro es suyo y tendrá que matarlo él.

Lewis Milestone realizó esta espléndida versión de la novela de John Steinbeck con Burgess Meredith y Lon Chaney Jr., de protagonistas y, en la sequedad de esas vidas olvidadas y errabundas, consigue superar el intento que realizó Gary Sinise delante y detrás de las cámaras acompañado de John Malkovich en los noventa, dando profundidad al personaje de George, verdadera figura trágica de una obra que, cada día, se nos antoja más cercana y más posible. Es como si la lleváramos a todas partes intentando cuidar de ella y se empeñara en contarnos, una y otra vez, la misma historia. La de dos tipos que hacían millas andando para ganarse un trozo de pan. Y estamos con George, y con Lennie, y con todos aquellos que tanto sufren por ganarse el derecho de existir. Todo el mundo sabe que la vida siempre estará poblada por ratones y hombres. Y ambos serán reconocidos rápidamente.